CIRILO DE JERUSALÉN
Sobre Dios Padre

I
Dios es Dios

Ayer os hablé suficientemente del señorío del único Dios. Digo suficientemente, y no lo que pedía la dignidad del tema, pues llegar hasta ahí es totalmente imposible a la naturaleza mortal. En cuanto me fue concedido a mi debilidad, perseguiré ahora, apoyado en la fe, las erróneas desviaciones de los herejes sin Dios. Una vez expulsada su basura, pernicioso veneno para las almas, y reteniendo sus hechos en la memoria, no nos sentiremos heridos, sino que concebiremos un mayor odio hacia ellos. Pero volvamos ahora a nosotros mismos, y acojamos los dogmas saludables de la verdadera fe, uniendo a la dignidad del Dios único la prerrogativa paterna y creyendo en un único Dios Padre. Mas no creamos simplemente en el Dios único, sino acojamos también piadosamente al Padre de su único Hijo, nuestro Señor Jesucristo.

II
Dios es el Dios de David y de Jesucristo

Es por razón de los judíos por lo que hemos de sentir estas cosas más sublimes. En efecto, ellos admiten en sus enseñanzas que sólo hay un único Dios (a pesar de que también lo han negado, mediante el culto a los ídolos), y no aceptan a este Dios como Padre de nuestro Señor Jesucristo. Con esta actitud, se mantienen en una posición contraria a sus propios profetas, que afirman en la Sagrada Escritura: "Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy" (Sal 2,7). Por eso los judíos viven agitados hasta el día de hoy, y "conspiran aliados contra Dios y contra su Ungido" (Sal 2,2), creyendo poder conseguir el favor del Padre sin mostrar piedad hacia el Hijo. Con ello, ignoran que "nadie va al Padre sino por el Hijo" (Jn 14,6), y que éste dijo de sí mismo "yo soy la puerta" (Jn 10,9) y "yo soy el camino" (Jn 14,6). Así pues, quien rechaza el camino que conduce al Padre, y niega la puerta, ¿cómo podrá tener con honor acceso hasta Dios? Con ello, los judíos contradicen lo que está escrito en el Salmo 89: "Él me invocará, tú eres mi Padre, mi Dios y mi roca de salvación", y: "Yo haré de él mi primogénito, el Altísimo entre los reyes de la tierra". Si estas cosas se hubiesen dicho en referencia a David o a Salomón, o a cualquier sucesor suyo, que muestren cómo "su trono" (que, en su opinión, es a lo que se refiere el profeta; Sal 89,30,) es "como los días del cielo", y "como el sol ante mí", y "por siempre se mantendrá como la luna" (Sal 89,37-38). ¿Cómo no sienten temor ante aquello que está escrito? Sobre todo, porque también dice la Escritura que "desde el seno, antes de la aurora, yo te he engendrado" (Sal 110,3), y "durará tanto como el sol, como la luna de edad en edad" (Sal 72,5). Si esto fuese escrito sobre un hombre (David, Salomón...), sería una expresión de máxima ingratitud hacia Dios.

III
Dios es Padre

Los judíos son a menudo víctimas, y ello voluntariamente, de la enfermedad de la incredulidad, según los pasajes aducidos u otros de la Escritura. Acojamos nosotros, sin embargo, la piedad que la fe nos enseña, adorando al Dios único, Padre de Cristo, que concede a todos la fuerza de engendrar (Ef 3,15) y a quien no se podría con buena conciencia suplantarlo en tal dignidad. Creamos en un único Dios Padre, antes que pongamos en claro las cuestiones acerca de Cristo. La fe en el Hijo único debe quedar grabada en el alma de los que escuchan, sin que se pueda separar lo más mínimo de lo que se diga acerca del Padre.

IV
Dios es Padre de Cristo, de forma natural

El término Padre, por su misma denominación, fija en el ánimo a la vez el conocimiento del Hijo, del mismo modo que también quien pronunció el término Hijo ha tenido inmediatamente también la idea del Padre, pues el Padre es Padre del Hijo, y el Hijo es Hijo del Padre. Por tanto, que nadie por el hecho de que decimos "en un solo Dios, Padre todopoderoso; creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible", y porque después añadimos "y en un solo Señor Jesucristo", sospeche alevosamente que éste es posterior en lugar y orden al cielo y a la tierra. Por consiguiente, antes de llamar Dios a cada uno de ellos, hemos hablado del Padre, y en el mismo acto hemos pensado en el Hijo. Entre el Hijo y el Padre no existe ninguna otra realidad intermedia.

V
Dios Padre es eterno

De manera abusiva se considera padre de muchas cosas a Dios, pero por naturaleza y en verdad es Padre de su Hijo único nuestro Señor Jesucristo. No es que haya llegado a ser Padre en el transcurso del tiempo, sino que existe eternamente como Padre de su Hijo unigénito. Pues no ha sucedido que, no teniendo anteriormente descendencia, haya llegado después a ser Padre, sino que Dios tiene toda la dignidad paterna anteriormente a toda sustancia y a todo sentido, antes de los tiempos y de todos los siglos. La tiene en mayor medida que todos los demás títulos. No ha recibido la paternidad de un modo pasivo o por una mutación de sí mismo, ni por un añadido o por ignorancia, ni porque haya fluido algo de sí ni porque se haya hecho más pequeño o haya sufrido alteración. Como dice la Escritura, "toda dádiva buena y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre de las luces, en quien no hay cambio ni sombra de rotación" (St 1,17). El Padre, perfecto, engendró perfecto al Hijo, entregándole todo a quien engendró (pues "todo me ha sido entregado por mi Padre"; Mt 11,27), y el Padre es honrado por el Hijo único (pues "yo honro a mi Padre"; Jn 8,49, y "como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor"; Jn 15,10). Decimos así, pues, a una con el apóstol: "Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo" (2 Cor 1,3), y aquello de "doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra" (Ef 3,14-15). Lo glorificamos juntamente con su único Hijo, reconociendo a Cristo Jesús como Señor "para gloria de Dios Padre" (Flp 2,11).

VI
Dios Padre está vivo

Adoramos así, pues, al Padre de Cristo, hacedor del cielo y de la tierra, Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, en cuyo honor fue construido primeramente aquel templo y ahora éste, situado en la parte opuesta. No nos apoyamos en los herejes, que separan totalmente el Antiguo Testamento del Nuevo Testamento, sino que escuchamos a Cristo cuando dice en el templo: "¿No sabíais que yo debía estar en las cosas que miran al servicio de mi Padre?" (Lc 2,49), o lo de: "Quitad esto de aquí, y no hagáis de la casa de mi Padre una casa de mercado". Con estas palabras declaró Cristo, de modo muy evidente, que aquel templo de Jerusalén era la casa de su Padre. Si alguien, ante los que no creen, desea ávidamente recibir más pruebas de que el Padre de Cristo es el mismo que el creador del mundo, oígale de nuevo a él diciendo: "¿No se venden dos pajarillos por un as? Pues bien, ni uno de ellos caerá en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre, que está en el cielo" (Mt 10,29); y: "Mirad las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta" (Mt 6,26), y: "Mi Padre trabaja hasta ahora, y yo también trabajo" (Jn 5,17).

VII
Dios es nuestro Padre, de forma adoptiva

Para que nadie, por simpleza o por astuta maldad, atribuya a Cristo la misma dignidad que a otros hombres justos, él mismo dice: "Yo subo a mi Padre y vuestro Padre" (Jn 20,17). Es más, será bueno prevenirle de que un mismo término Padre tiene distintos significados. Dándose cuenta de lo cual, dijo Cristo con cautela: "Voy a mi Padre y a vuestro Padre". No dijo "a nuestro Padre", sino que hizo la distinción anterior, señalando lo que es propio suyo ("a mi Padre") por naturaleza, y añadiendo después "y vuestro Padre", que lo era por adopción. En efecto, aunque Cristo nos concedió decir "Padre nuestro, que estás en los cielos" (Mt 6,9), nosotros le llamamos así por benignidad suya. No le llamamos Padre porque hayamos sido engendrados por él de modo natural en el cielo, sino porque, trasladados de la esclavitud a la adopción, esto nos ha sido concedido con bondad inefable, por gracia del Padre, por el Hijo y el Espíritu Santo.

VIII
La paternidad de Dios, fértil

Quien quiera llegar a saber por qué llamamos Padre a Dios, que oiga al gran pedagogo Moisés diciendo: "¿No es él tu padre, el que te creó, el que te hizo y te fundó?" (Dt 32,6). Y también al profeta Isaías, cuando dice: "Yahveh, tú eres nuestro Padre, y nosotros la arcilla. Tú eres el alfarero, y nosotros la hechura de tus manos" (Is 64,7). El don del profeta explica con toda claridad (o por gracia, hablando proféticamente) que, si le llamamos Padre, es por gracia y adopción de Dios.

IX
La paternidad de Dios, real

Para que sepas con más cuidado que no sólo se llama Padre en las Escrituras al que lo es por naturaleza, escucha a Pablo decir: "Aunque hayáis tenido diez mil pedagogos en Cristo, no habéis tenido muchos padres. He sido yo quien, por el evangelio, os engendré en Cristo Jesús" (1Cor 4,15). No porque les hubiese engendrado según la carne, sino porque los había instruido, y los había regenerado por el Espíritu. Por eso era Pablo padre de los corintios. Oye también a Job, cuando dice que Dios "es padre de los pobres" (Job 29,16), llamándose Padre no porque hubiese engendrado a todos, sino porque los había tomado a su cuidado. También el Hijo unigénito de Dios, cuando fue clavado en la cruz, viendo a María y a Juan, le dijo a éste: "Ahí tienes a tu madre", y a María: "Ahí tienes a tu hijo" (Jn 19,26-27), como una muestra de su su caridad. Con tales palabras se vio indirectamente lo dicho por Lucas, cuando dijo que "su padre y su madre estaban admirados" (Lc 2,33). De tales palabras se apoderan los herejes, cuando enseñan que Cristo nació de un hombre y una mujer. Pero esto no es así, sino que María es llamada madre de Juan por caridad, y no porque lo hubiese engendrado. Así también, José es llamado padre de Cristo, y no por razón de generación (pues "no la conocía hasta que ella dio a luz un hijo" (Mt 1,25), sino por el cuidado puesto en alimentarlo y educarlo.

X
La paternidad de Dios, providente

Os he dicho esto de paso, como advertencia. Pero añado también otro testimonio para mostrar que Dios es llamado padre en sentido amplio de los hombres. Este testimonio viene de Isaías, cuando dice refiriéndose a Dios: "Tú eres nuestro Padre, que Abraham no conoce, ni Israel recuerda" (Is 63,15). ¿Puede aducirse todavía algo más? Así pues, cuando el salmo dice "padre de los huérfanos y tutor de las viudas es Dios, en su santa morada" (Sal 68,66), ¿acaso no es a todos manifiesto que, si a Dios se le llama "padre de los huérfanos", y si éstos habían perdido a sus padres, no es porque Dios los haya engendrado, sino porque toma a su cargo el cuidado y la defensa de los mismos? De los hombres, por consiguiente, Dios es padre sólo en un sentido amplio, mientras que por naturaleza sólo es padre de Jesucristo, al cual engendró antes de los tiempos. Como dice el mismo Cristo en la Escritura, "ahora, Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado, antes que el mundo existiese" (Jn 17,5).

XI
La paternidad de Dios, irrastreable

Creemos, pues, en un solo Dios Padre, irrastreable e indescriptible. A él no lo ha visto hombre alguno, y sólo "el Hijo único lo ha contado" (Jn 1,18), pues "aquel que ha venido de Dios, ése ha visto al Padre" (Jn 6,46). Los ángeles en el cielo ven continuamente su rostro (Mt 18,10), cada uno según la medida de su propio orden y lugar. La pura visión del esplendor del Padre está propiamente, y de modo real, reservada al Hijo junto con el Espíritu Santo.

XII
La paternidad de Dios, benigna

Al llegar a este punto de mi discurso, estimulado por el recuerdo de lo que poco antes decía de que a Dios se le llama "padre de los hombres", me sorprende en gran medida la ingratitud de los hombres. ¿Por qué? Porque Dios, en su inefable bondad, ha querido ser llamado padre de los hombres. Es decir, que quien está en los cielos ha querido ser padre de los que habitan en el mundo; que el autor de los siglos, ha querido ser padre de los que viven en el tiempo; que el que "abarcó con su palmo la dimensión de los cielos" (Is 40,12) ha querido ser padre de los que habitan la tierra "como saltamontes" (Is 40,22). Tristemente, el hombre, abandonando a su padre del cielo, ha dicho al leño "tú eres mi padre", y a la piedra "tú me has engendrado". Y de ahí que sea a la naturaleza humana a la que se refiere el salmo, cuando dice: "Olvida a tu pueblo y la casa de tu padre" (Sal 45,11). Es decir, el padre a quien elegiste, y a quien hiciste llamar para tu perdición.

XIII
El diablo, padre de la mentira

No sólo a los leños y a las piedras, sino al mismo Satanás, que pierde a las almas, eligieron algunos como padre. Y si no, ahí está lo que dice el Señor, increpándoles: "Vosotros hacéis las obras de vuestro padre" (Jn 8,41). Es decir, del diablo, que no es padre de los hombres por naturaleza, ni por adopción, sino a causa del engaño. En efecto, al modo como Pablo, a causa de la enseñanza piadosa que les había transmitido a los corintios, es llamado padre de los mismos (1Cor 4,15), así también el diablo es llamado padre por quienes se van con él (Sal 50,18) por propia voluntad. No toleraremos, pues, a quienes torcidamente interpretan aquello de "en esto se reconocen los hijos de Dios y los hijos del diablo" (1Jn 3,10), como si existiesen algunos entre los hombres que por naturaleza hubieran de salvarse o perderse. ¿Por qué? Porque a la santa adopción no somos llevados por necesidad, sino por decisión libre de nuestra alma. Tampoco Judas fue traidor (Lc 6,16) por naturaleza, y eso que era "hijo de la perdición" (Jn 17,12), pues si fuese así, no habría arrojado desde el principio a los demonios en el nombre de Cristo (ya que "Satanás no expulsa a Satanás"; Mc 3,23-25). A su vez, Pablo no se hubiese convertido de perseguidor en anunciador, si esto no hubiese provenido de una opción totalmente voluntaria, según lo que dice Juan ("a todos los que lo recibieron, les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre"; Jn 1,12). En definitiva, no antes de creer, sino por la fe, y por su libre albedrío, fueron los apóstoles considerados dignos de llegar a ser hijos de Dios.

XIV
Confianza en Dios Padre

Conociendo esto, pues, caminemos según el Espíritu Santo, para llegar a ser dignos de la adopción divina, pues "todos los que son guiados por el espíritu de Dios son hijos de Dios" (Rm 8,14). De nada serviría haber conseguido el nombre de cristianos, por tanto, si a ello no siguen las obras, como bien recuerda el propio Cristo: "Si sois hijos de Abraham, haced las obras de Abraham" (Jn 8,39). Si llamamos padre a quien juzga sin acepción de personas, y sólo según las obras de cada uno, pasemos el tiempo temiendo por nuestra vida, sin amar "al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él" (1Jn 2,15). Por consiguiente, queridos hijos, demos gloria por nuestras obras al Padre que está en los cielos, para que vean nuestras buenas obras y glorifiquen al Padre que está en los cielos (Mt 5,16). Confiémosle todas nuestras preocupaciones (1Pe 5,7), pues nuestro Padre sabe de qué tenemos necesidad (Mt 6,8).

XV
Amor a Dios Padre

Honrando a nuestro Padre celestial, sigamos los pasos de "nuestros padres según la carne" (Hb 12,9), como manifestó abiertamente el Señor en la ley y los profetas al decir: "Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra" (Ex 20,12). Oigan este mandamiento, sobre todo, quienes tienen padre y madre, según el apóstol Pablo que nos dice. "Hijos, obedeced a vuestros padres en el Señor, porque esto es justo". En el primer caso, no dijo el Señor "el que ama a su padre o a su madre no es digno de mí" (de modo que se interpretases torcidamente lo que estaba bien escrito), sino que añadió "más que a mí" (de modo que los padres terrenos pensasen la superioridad del Padre celeste). En el segundo caso, el apóstol nos recuerda que no nos dejemos arrastrar por el furor de un ánimo ingrato, ni nos olvidemos de los beneficios que de nuestros padres terrenos hemos recibido, ni los despreciamos. De ser así, habría lugar entonces para aquella sentencia: "Quien maldiga a su padre o a su madre, morirá" (Ex 21,17).

XVI
Piedad hacia Dios Padre

La primera virtud de los cristianos es la piedad hacia Dios (padre del cielo), y después viene honrar a los padres de la tierra, remunerar los trabajos de quienes nos dieron la vida y procurarles con el mayor afán lo que les sea de ayuda. Por mucho que les demos, nunca podremos darles la vida como ellos nos la dieron a nosotros. No obstante, hagamos que ellos puedan disfrutar de la alegría que les proporcionamos (Eclo 3,3), para que ellos, a su vez, nos fortalezcan con las bendiciones que el suplantador Jacob obtuvo astutamente (Gn 27,36). El Padre celestial, aceptando gratamente nuestra buena voluntad, nos haga dignos de resplandecer como el sol, en el reino del Padre (Mt 13,43).

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Traducido por
Manuel Arnaldos, ed. EJC, Molina de Segura 2024

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