CIRILO DE JERUSALÉN
Sobre la Eucaristía, II

I
La eucaristía, culmen de la iniciación cristiana

Hermanos, en las asambleas anteriores oísteis hablar abundantemente, por don de Dios, tanto del bautismo como de la crismación y la toma del cuerpo y sangre de Cristo. Pasemos ahora a lo que sigue, con lo cual pondré fin al edificio de vuestra enseñanza espiritual.

II
El lavatorio de las manos

Habéis visto cómo el diácono alcanzaba el agua, para lavarse las manos, y al sacerdote y a los presbíteros que estaban alrededor del altar. No obstante, en modo alguno hacía esto para limpiar la suciedad corporal. No, no era ése el motivo, pues no vinimos a la iglesia porque llevásemos manchas en el cuerpo. En concreto, dicha ablución de las manos es símbolo de que debéis estar limpios de todos los pecados y prevaricaciones. Al ser las manos símbolo de la acción, al lavarlas, significamos la pureza de las obras, y el hecho de que estén libres de toda reprensión. ¿No has oído al bienaventurado David aclarándonos este misterio y diciendo: "Mis manos lavo en la inocencia, y ando en torno a tu altar, Señor" (Sal 26,6)? Por consiguiente, lavarse las manos es un signo de inmunidad ante el pecado.

III
El beso de la paz

Después de esto, el diácono exclama: "Hablaos, y besémonos mutuamente". No obstante, no pienses que este ósculo es de la misma clase que los que se dan los amigos mutuos en la plaza pública. No, este beso no es de esa clase, sino que reconcilia y une unas almas con otras, y les garantiza el total olvido de las injurias. Es signo, por consiguiente, de que las almas se funden unas con otras, y de que deponen cualquier recuerdo de las ofensas. Por eso decía Cristo: "Si al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano. Y luego vuelves y presentas tu ofrenda" (Mt 5,23-24). Por tanto, el ósculo es reconciliador y, por ello, santo, como dice en alguna parte el bienaventurado Pablo: "Saludaos los unos a los otros con el beso santo" (1Cor 16,20) y el bienaventurado Pedro: "Saludaos unos a otros con el beso de amor" (1Pe 5,14).

IV
La anáfora, o invocación inicial

Después de esto, el sacerdote exclama: "Arriba los corazones". Verdaderamente, en este momento trascendental conviene elevar los corazones hacia Dios, y no dirigirlos hacia la tierra ni los negocios terrenos. Es como si el sacerdote mandara que todos dejasen por un momento las preocupaciones de esta vida y los cuidados de este mundo, y elevasen el corazón al cielo y hacia el Dios misericordioso. A esta invitación, vosotros respondéis: "Lo tenemos levantado hacia el Señor", con lo que asentís a la indicación por la confesión que pronunciáis. Que ninguno que esté allí, cuando dice "lo tenemos hacia el Señor", tenga en su interior su mente llena de las preocupaciones de la vida. En general, todos debemos hacer memoria de Dios en todo tiempo, mas si por debilidad humana se hiciere imposible, al menos en aquel momento hay que esforzarse lo más que se pueda.

V
La acción de gracias

Después de esto, el sacerdote dice: "Demos gracias al Señor". En efecto, debemos estar agradecidos de que, cuando éramos indignos, él nos llamó a tan inmensa gracia, y de que, cuando éramos enemigos, él nos reconcilió (Rm 5,10) y nos concedió el Espíritu de adopción (Rm 8,15). Vuestra respuesta es: "Es digno y justo". En efecto, cuando damos gracias hacemos algo digno y justo, porque él nos hizo el bien, y nos dio tan grandes bienes, sin seguir estrictamente lo justo, sino yendo más allá de ello.

VI
El prefacio, o liturgia cósmica

Hacemos mención, después, del cielo, de la tierra y del mar, del sol y de la luna, de los astros y de toda criatura dotada de razón o sin ella, visible o invisible. Hacemos también mención de los ángeles, de los arcángeles, de las virtudes, dominaciones, principados, potestades y tronos, de los querubines dotados de muchos rostros y de todos esos de los que dijo David: "Cantad conmigo al Señor" (Sal 34,4). Hacemos también mención de los serafines que vio Isaías alrededor del trono de Dios, y que cubrían con dos alas su rostro, con dos alas los pies, y con dos alas volaban diciendo: "Santo, santo, santo es el Señor de los ejércitos" (Is 6,2-3). Recitemos, por tanto, esta teología, para que, en la entonación comunitaria de las alabanzas, nos unamos a los ejércitos que están por encima del universo.

VII
La epíclesis, o invocación al Espíritu Santo

A continuación, después de santificarnos a nosotros mismos mediante estas alabanzas espirituales, suplicamos al Dios misericordioso que envíe al Espíritu Santo sobre los dones presentados, para que convierta el pan en cuerpo de Cristo y el vino en la sangre de Cristo. Con ello, habrá quedado santificado y transformado todo aquello que haya sido alcanzado por el Espíritu Santo.

VIII
La oración de los fieles

Una vez que ya ha sido realizado el sacrificio espiritual, culto incruento sobre aquella hostia de propiciación, rogamos a Dios por la paz de todas las iglesias, por el buen gobierno del mundo, por las autoridades, por los soldados, por los amigos, por aquellos que están sujetos a enfermedades, por los que son presa de la aflicción. En general, oramos y ofrecemos esta víctima por todos los que tienen alguna necesidad.

IX
La oración por los difuntos

Recordamos también a todos los que ya durmieron. En primer lugar, a los patriarcas, profetas, apóstoles y mártires, para que, por sus preces y su intercesión, Dios acoja nuestra oración. Después, también recordamos a los santos padres y obispos difuntos, y en general a todos aquellos cuya vida transcurrió entre nosotros, creyendo que rezar por ellos puede ser nuestra mejor forma de ayudarlos.

X
La intercesión por los difuntos

Quiero aclararos esto con un ejemplo, puesto que a muchos les he oído decir: ¿De qué le sirve a un alma salir de este mundo con o sin pecados, si después se hace mención de ella en la oración? Supongamos, por ejemplo, que un rey envía al destierro a uno que le ha ofendido, y que después los parientes del desterrado, afligidos por la pena, le ofrecen una corona: ¿Acaso no se lo agradecerá el rey, con una rebaja de los castigos? Del mismo modo, también nosotros presentamos súplicas a Dios por los difuntos, aunque sean pecadores. No le ofrecemos una corona, pero sí que le ofrecemos a Cristo muerto por nuestros pecados, pretendiendo que el Dios misericordioso se compadezca y sea propicio, tanto con ellos como con nosotros.

XI
El Padrenuestro

Después de todo esto, recitamos aquella oración que el Salvador entregó a sus mismos discípulos, llamando con conciencia pura Padre a Dios y diciendo: "Padre nuestro que estás en los cielos" (Mt 6,9). ¡Oh gran misericordia de Dios para con los hombres, juntamente con su amor! Hasta tal punto se compadeció de quienes se apartaron de él, y se afirmaron en los mayores males, que les concedió el olvido de las injurias y la participación en la gracia de llamarle Padre. Pues sí, él es el Padre nuestro que está "en los cielos", pues del cielo habían de ser quienes llevaran la imagen del cielo, en quienes Dios habita y con quienes él camina.

XII
Más sobre el Padrenuestro

"Santificado sea tu nombre". Por su naturaleza, el nombre de Dios es santo, digámoslo nosotros o no lo digamos. Pero ya que, por medio de quienes pecan, se le profana en ocasiones (según aquello de que "el nombre de Dios, por vuestra causa, es blasfemado entre las naciones"; Is 52,5; Rm 2,24), nosotros oramos para que, por lo menos en nosotros, sea santificado el nombre de Dios. No es que Dios comience a ser santo porque anteriormente no lo era, sino que en nosotros se actualiza dicha santidad cuando nos santificamos nosotros mismos y hacemos cosas dignas de su santidad.

XIII
Más sobre el Padrenuestro

"Venga tu Reino" (Mt 6,10). Es propio del alma pura decir con confianza "venga tu reino". Pues bien, que dicha alma preste oído a Pablo, cuando dice: "No reine el pecado, pues, en vuestro cuerpo mortal" (Rm 6,12). Si dicha alma es consciente de su situación, y se pureza en sus obras, pensamientos y palabras, clamará a Dios con total confianza: "Venga tu Reino".

XIV
Más sobre el Padrenuestro

"Hágase tu voluntad, en la tierra como en el cielo". Los bienaventurados ángeles de Dios hacen la voluntad de éste, como decía David en los salmos: "Bendecid a Yahveh, ángeles suyos, héroes potentes, ejecutores de sus órdenes, en cuanto oís la voz de su palabra" (Sal 103,20). Tu oración, por consiguiente, tiene esta fuerza y esta significación, como si dijeras: Como se hace tu voluntad en los ángeles, así se haga, Señor, en la tierra sobre mí.

XV
Más sobre el Padrenuestro

"Danos hoy el pan necesario" (Mt 6,11), El pan ordinario no es sustancial, pero este pan eucarístico, que es santo, sí es sustancial, porque está dirigido a la sustancia del alma. Este pan no va a parar al vientre ni entra en la defecación, sino que se reparte entre todo tu ser para utilidad del cuerpo y del alma. El hoy se dice por "todos los días", como también Pablo decía: "Cada día, mientras dure este hoy" (Hb 3,13).

XVI
Más sobre el Padrenuestro

"Perdona nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores" (Mt 6,12). Tenemos realmente muchos pecados, puesto que causamos ofensas con la palabra y el pensamiento, y realizamos muchas cosas merecedoras de condenación. De hecho, si decimos "no tenemos pecado", nos engañamos y "la verdad no está en nosotros", como dice Juan (1Jn 1,8). Con este "perdona nuestras deudas" hacemos, pues, un pacto con Dios, orando para que él nos perdone los pecados, a cambio de que nosotros perdonemos las deudas de nuestros prójimos. Sopesando, por tanto, lo que recibimos a cambio, no titubeemos ni dudemos en perdonar las mutuas ofensas. Las ofensas que se nos hacen son pequeñas, ligeras y fáciles de olvidar, mientras que las que cometemos contra Dios son grandes y sólo pueden borrarse con la ayuda de su sola benignidad. Guárdate, pues, de que, por cosas pequeñas y por naderías dirigidas a ti, te excluyas a ti mismo del perdón de los pecados ante Dios.

XVII
Más sobre el Padrenuestro

"No nos dejes caer en la tentación" (Mt 6,13). ¿Acaso el Señor nos enseña a pedir que no seamos tentados? No, en absoluto ¿Y cómo es que en otro lugar se dice "quien no ha pasado pruebas poco sabe" (Eclo 34,10), y "considerad como un gran gozo el estar rodeados por toda clase de pruebas"? Además, el entrar en tentación, ¿acaso no significa hundirse en ella? Hermanos, la tentación es algo semejante a un torrente difícil de atravesar. Los hábiles nadadores, o aquellos a quienes no se los traga la tentación, la atraviesan sin ser arrastrados por nada. Los que no son así, se hunden nada más entrar (como fue el caso, por poner un ejemplo, de Judas). Al entrar en la tentación de la avaricia, Judas no nadó sino que se hundió, y se ahogó en cuerpo y en espíritu. Pedro entró en la tentación de la negación, mas a pesar de haber entrado no se hundió, sino que, llorando intensamente, fue liberado de la tentación. Y si no, oye también al coro de los santos, que prorrumpen en acción de gracias al ser liberados de la tentación: "Tú nos probaste, oh Dios, nos purgaste, cual se purga la plata. Nos prendiste en la red, pusiste una correa a nuestros lomos, dejaste que un cualquiera a nuestra cabeza cabalgara por el fuego. El agua atravesamos, mas luego nos sacaste para cobrar aliento" (Sal 66,10-12). ¿No ves la alegría confiada de quienes han pasado el torrente sin haberse hundido? Sobre todo porque a continuación, como se añade, "nos sacaste para cobrar aliento". Que ellos llegaran a cobrar aliento significa que fueron liberados de la tentación.

XVIII
Más sobre el Padrenuestro

"Y líbranos del maligno". Si el "no nos dejes caer en la tentación" quisiese haber dicho no ser tentado en modo alguno, no habría añadido Jesús "y líbranos del maligno". El maligno es el diablo, adversario del que pedimos ser liberados. Para terminar, acabada la oración, dices: "Amén". Por este amén, que significa "así sea", refrendas y confirmas lo que se contiene la completa oración que Dios nos ha entregado.

XIX
Invocación de los santos

Después de todo esto, el sacerdote dice: "Las cosas santas a los santos". Santas son las cosas que están sobre el altar, puesto que sobre ellas ha venido el Espíritu Santo. Santos sois también vosotros, enriquecidos por el don del Espíritu Santo. Y las cosas santas son buenas para los santos. Vosotros, además, añadís: "Sólo hay un santo y un solo Señor Jesucristo". Realmente, sólo uno es santo por naturaleza, mientras que nosotros lo somos por participación, así como por la práctica de las obras y el deseo.

XX
Invitación a la comunión

Después de esto, se oye la voz del salmista que nos invita, por medio de cierta divina melodía, a la comunión de los santos misterios, diciendo: "Gustad y ved qué bueno es el Señor" (Sal 34,9). No juzguéis ni apreciéis esto como una comida o banquete humano, sino desde la fe y libres de toda duda, sabiendo que, a los que saborean estos manjares, no se les da a degustar pan y vino, sino el cuerpo y la sangre del Señor.

XXI
La comunión del cuerpo de Cristo

No te acerques a la comunión con las palmas de las manos extendidas, ni con los dedos separados. Hazlo poniendo la mano izquierda bajo la derecha (a modo de trono que ha de recibir al Rey), y recibe en la concavidad de la mano el cuerpo de Cristo diciendo: "Amén". Súmelo a continuación con ojos de santidad, cuidando de que nada se te pierda de él. Todo lo que se te caiga, considéralo como quitado a tus propios miembros. Y si no, dime: Si alguien te hubiese dado limaduras de oro, ¿no las cogerías con sumo cuidado y diligencia, con cuidado de que nada se te perdiese y resultases perjudicado? ¿No procurarás con mucho más cuidado y vigilancia que no se te caiga ni siquiera una miga del cuerpo de Cristo, que es mucho más valiosa que el oro y que las piedras preciosas?

XXII
La comunión de la sangre de Cristo

Después de la comunión del cuerpo de Cristo, acércate también al cáliz de la sangre. Hazlo sin extender las manos, sino inclinándote hacia adelante, expresando así adoración y veneración, mientras dices: "Amén". De esta forma, serás santificado al tomar la sangre de Cristo. Cuando todavía tengas húmedos los labios, tócatelos con los dedos, y con los dedos ensangrentados santifica tus ojos y tu frente y los demás sentidos. Por último, en oración expectante, da gracias a Dios, que te ha concedido hacerte partícipe de tan grandes misterios.

XXIII
Guardar la eucaristía

Guardad íntegras estas tradiciones, hermanos, y guardaos a vosotros mismos sin mancha. No os apartéis de la comunión ni mancilléis con vuestros pecados estos sagrados y espirituales misterios. "Que él, el Dios de la paz, os santifique plenamente, y que todo vuestro ser, el espíritu, el alma y el cuerpo, se conserve sin mancha hasta la Venida de nuestro Señor Jesucristo" (1Ts 5,23).