GREGORIO DE NACIANZO
Cesáreo de Nacianzo

I

Puede ser, amigos míos, hermanos míos, padres míos (vosotros que me sois queridos tanto en realidad como en nombre), que penséis que yo, que estoy a punto de rendir el triste homenaje de lamentación al que ha partido, esté ansioso por asumir la tarea y hablar extensamente y con estilo elocuente. También sé que algunos de vosotros, que habéis tenido que soportar penas similares, estáis dispuestos a uniros a mi luto y lamentación, para lamentar vuestras propias penas en las mías y aprender a sentir dolor por las aflicciones de un amigo. Por su parte, otros buscan deleitarse con el placer de mis palabras, pues suponen que debo necesariamente hacer de mi desgracia una ocasión para exhibirme (como solía hacer cuando poseía una superabundancia de cosas terrenales, y ambicionaba renombre y oratoria, antes de admirar a Aquel que es la Palabra verdadera y suprema, y entregarlo todo a Dios, de quien provienen todas las cosas, y tomar a Dios por todo en todo). Os ruego que no penséis esto de mí, porque no voy a lamentarme por quien se ha ido más de lo debido (ya que no aprobaría tal conducta ni siquiera en otros), ni voy a alabarlo más allá de lo debido. Aunque ese lenguaje es un tributo querido y especialmente apropiado para alguien dotado con él, y un elogio para alguien que era sumamente aficionado a mis palabras (si no como tributo, sí como deuda, la más justa de todas las deudas), incluso en mis lágrimas y admiración debo respetar la ley que se refiere a tales asuntos. Esto no es ajeno a nuestra filosofía, que dice que "la memoria de los justos va acompañada de elogios", y "llora por los muertos y comienza a lamentarte, como si hubieras sufrido un gran daño" (Eclo 38,16), lo que nos aleja por igual de la insensibilidad y la inmoderación. Procederé, pues, no sólo a mostrar la debilidad de la naturaleza humana, sino también a recordaros la dignidad del alma, dando el consuelo que merecen los que sufren y trasladando nuestro dolor carnal y temporal a lo espiritual y eterno.

II

Los padres de Cesáreo, para empezar, son conocidos por todos vosotros. Ansiáis observar su excelencia y escucharla con admiración, y compartir la tarea de explicársela a cualquiera (si la hay, pues nadie puede hacerlo por completo, y la tarea está más allá del alcance de una sola lengua, por laboriosa y celosa que sea). Entre los muchos y grandes puntos por los que deben ser celebrados (espero no parecer extravagante al elogiar a mi propia familia), el mayor de todos, que más que cualquier otro marca su carácter, es la piedad. Sus canas inspiran reverencia, pero no son menos venerables por su virtud que por su edad; pues mientras sus cuerpos se ven encorvados por el peso de los años, sus almas rejuvenecen en Dios.

III

Su padre fue bien injertado del olivo silvestre en el bueno, y participó tanto de su riqueza que se le confió la tarea de injertar a otros y se le encargó el cultivo de las almas, presidiendo con la dignidad de su alto cargo sobre este pueblo, como un segundo Aarón o Moisés. Se instó a acercarse a Dios (Ex 24,1-2) y a transmitir la voz divina a los que se mantienen alejados; gentil, manso, de semblante sereno, de espíritu ferviente, un hombre de apariencia noble, pero aún más rico en lo oculto. Mas ¿por qué habría de describir a quien conocen? Por esto mismo: porque ni siquiera con largas palabras podría decir todo lo que merece, ni todo lo que cada uno de ustedes sabe y espera que se diga de él. Es mejor, entonces, dejar que su imaginación lo represente, que mutilar con mis palabras el objeto de su admiración.

IV

Su madre fue consagrada a Dios por su descendencia de una familia santa, y poseía piedad como herencia necesaria, no solo para ella, sino también para sus hijos, siendo en verdad una masa santa de primicias santas (Rm 11,16). Esto fue algo que ella aumentó y amplificó tanto, que algunos (aunque la afirmación sea audaz, la diré) han creído y dicho que incluso la perfección de su esposo ha sido obra de nadie más que de ella misma. De este modo, ¡oh, qué maravilloso!, ella misma, como recompensa a su piedad, ha recibido una piedad mayor y más perfecta. Amantes de sus hijos y de Cristo como ambos eran, lo más extraordinario, amaban mucho más a Cristo que a sus hijos. Sí, incluso su único gozo por sus hijos era que fueran reconocidos y nombrados por Cristo, y la única medida de su bienaventuranza en sus hijos era su virtud y estrecha asociación con el sumo Bien. Compasivos, compasivos, arrebataron muchos tesoros de polillas y ladrones, y del príncipe de este mundo (Jn 14,30) para trasladarlos de su estancia aquí a la morada verdadera, atesorando (1Tm 6,19) para sus hijos el esplendor celestial como su mayor herencia. Así han alcanzado una vejez justa, igualmente venerables tanto por su virtud como por su edad, y llenos de días, tanto los duraderos como los que se desvanecen; cada uno fracasando en asegurar el primer premio aquí abajo solo en la medida en que el otro lo iguala; sí, han alcanzado la medida de toda felicidad, con la excepción de esta última prueba, o disciplina, como se quiera llamarla; me refiero a tener que enviar antes que ellos al hijo que, debido a su edad, corría mayor peligro de caer, para así concluir su vida con seguridad y ser trasladados con toda su familia a los reinos celestiales.

V

He entrado en estos detalles, no con el afán de elogiarlos, pues sé muy bien que sería difícil hacerlo dignamente si hiciera de su alabanza el tema de toda mi oración, sino para exponer la excelencia heredada de sus padres por Cesáreo, y así evitar que se sorprendan o les causen incredulidad que alguien, descendiente de tales progenitores, mereciera tales elogios; es más, habría sido extraño si hubiera considerado a los demás y desestimado el ejemplo de sus parientes. Su juventud fue la propia de quienes son de buena cuna y están destinados a una vida plena. Menciono poco sus cualidades, evidentes para todos: su belleza, su estatura, su gracia y su armoniosa disposición, como se refleja en el tono de su voz (pues no me corresponde elogiar cualidades de este tipo, por importantes que puedan parecerles a otros) y continúo con lo que tengo que decir sobre los puntos que, incluso si quisiera, difícilmente podría pasar por alto.

VI

Criados y educados bajo tales influencias, fuimos plenamente formados en la educación que se nos brindaba aquí, en la que nadie podría decir cuánto nos superaba a la mayoría de nosotros por la rapidez y el alcance de sus habilidades. ¿Y cómo puedo recordar aquellos días sin que mis lágrimas demuestren que, contrariamente a mis promesas, mis sentimientos han vencido mi moderación filosófica? Llegó el momento en que se decidió que debíamos irnos de casa, y entonces, por primera vez, nos separamos, pues yo estudié retórica en las entonces florecientes escuelas de Palestina. Él se fue a Alejandría, considerada entonces y ahora la cuna de todas las ramas del saber. ¿Cuál de sus cualidades debo colocar en primer lugar, o cuál puedo omitir sin perjudicar mi descripción? ¿Quién fue más fiel a su maestro que él? ¿Quién más amable con sus compañeros de clase? ¿Quién evitó con más cuidado la compañía de los depravados? ¿Quién se apegó más a la de los más excelentes, y entre otros, a la de los más estimados e ilustres de sus compatriotas? Pues sabía que nuestros compañeros nos influyen fuertemente hacia la virtud o el vicio. Y en consecuencia, ¿quién era más honrado por las autoridades que él, y a quién toda la ciudad (aunque todos los individuos se ocultan en ella debido a su tamaño) estimaba más por su discreción, o consideraba más ilustre por su inteligencia?

VII

¿Qué rama del saber no dominó Cesáreo, o en qué rama de estudio no superó a quienes la habían dedicado exclusivamente a él? ¿A quién permitió siquiera acercarse, no solo de su tiempo y edad, sino incluso de sus mayores, que habían dedicado muchos años al estudio? Estudió todas las materias como una sola, y cada una tan a fondo como si no conociera ninguna otra. A los brillantes en intelecto los superó en laboriosidad, a los estudiantes devotos en rapidez de percepción; es más, aventajó en rapidez a los que eran rápidos, en aplicación a los laboriosos, y en ambos aspectos a los que se distinguieron en ambos. De la geometría y la astronomía, esa ciencia tan peligrosa para cualquier otra, extrajo todo lo útil (quiero decir que la armonía y el orden de los cuerpos celestes lo llevaron a reverenciar a su Creador), y evitó lo perjudicial. No atribuyendo todo lo que existe o sucede a la influencia de las estrellas, como quienes incitan a su propia compañera, la creación, a rebelarse contra el Creador, sino atribuyendo, como es razonable, el movimiento de estos cuerpos, y todo lo demás, a Dios. En aritmética y matemáticas, y en el maravilloso arte de la medicina, en cuanto trata de la fisiología y el temperamento, y las causas de las enfermedades, para eliminar las raíces y así destruir a su descendencia con ellas, ¿quién hay tan ignorante o contencioso como para creerse inferior a sí mismo, y no alegrarse de ser considerado próximo a él y llevarse el segundo premio? Ésta no es una afirmación sin fundamento, pues Oriente y Occidente por igual, y cada lugar que Cesáreo visitó después, son como pilares inscritos con el registro de su aprendizaje.

VIII

Tras reunir en su alma Cesáreo toda clase de excelencia y conocimiento, como un poderoso mercader reúne toda clase de mercancías, se dirigió a su ciudad para compartir con otros la rica carga de su cultura. Entonces ocurrió un acontecimiento maravilloso que debo relatar brevemente, pues su mención me alegra mucho y puede deleitarles. Nuestra madre, con su amor maternal por sus hijos, había orado para que, al habernos enviado juntos, nos viera regresar juntos a casa. Pues parecíamos, al menos a ella, si no a otros, formar una pareja digna de sus oraciones y miradas si nos veían juntos, aunque ahora, por desgracia, nuestra relación se ha roto. Y Dios, que escucha la oración justa y honra el amor de los padres por los hijos bien dispuestos, dispuso que, sin ningún plan ni acuerdo por nuestra parte, uno desde Alejandría, el otro desde Grecia, uno por mar, el otro por tierra, llegáramos a la misma ciudad al mismo tiempo. Esta ciudad era Bizancio, que ahora preside Europa, donde Cesáreo, al cabo de poco tiempo, alcanzó tal renombre que se le ofrecieron honores públicos, una alianza con una familia ilustre y un puesto en el consejo de estado; y se envió una misión al emperador por decreto público para rogar que la primera de las ciudades fuera adornada y honrada por el primero de los eruditos (si le importaba que fuera realmente la primera y digna de ese nombre); y que a todos sus otros títulos de distinción se añadiera este: que estaba embellecida por tener a Cesáreo como médico y habitante, aunque su brillantez ya estaba asegurada por su multitud de grandes hombres tanto en filosofía como en otras ramas del saber. Pero basta de esto. En esta época ocurrió lo que a otros les pareció una casualidad sin razón ni causa, como sucede con frecuencia por sí sola en nuestros días, pero que fue más que suficientemente manifiesto para las mentes devotas como resultado de las oraciones a los padres temerosos de Dios, que fueron respondidas con la llegada conjunta de sus hijos por tierra y mar.

IX

Entre los nobles rasgos del carácter de Cesáreo, no debo dejar de notar uno, que quizás a ojos de otros resulte insignificante e indigno de mención, pero que a mí, tanto en aquel entonces como después, me pareció de suma importancia, si es que el amor fraternal es una cualidad digna de elogio (y nunca dejaré de colocarlo en primer lugar al relatar la historia de su vida). Aunque la metrópoli se esforzó por retenerlo con los honores que he mencionado y declaró que bajo ninguna circunstancia lo dejaría marchar, mi influencia, que él apreciaba enormemente en todo momento, lo convenció de escuchar la súplica de sus padres, de suplir las necesidades de su país y de concederme mi propio deseo. Y cuando regresó así a casa en mi compañía, me prefirió no sólo a ciudades y pueblos, no sólo a honores e ingresos, que en parte ya le habían llegado en abundancia de diversas fuentes y en parte estaban a su alcance, sino incluso al propio emperador y a sus órdenes imperiales. A partir de ese momento, pues, tras librarme de toda ambición, como de un maestro severo y de un doloroso trastorno, decidí practicar la filosofía y adaptarme a la vida superior (o mejor dicho, el deseo nació antes, y la vida llegó después). Pero mi hermano, que había dedicado a su patria las primicias de su saber y se había ganado una admiración digna de sus esfuerzos, se dejó llevar posteriormente por el deseo de fama y, como me convenció de ser el guardián de la ciudad, se presentó ante la corte, no según mis propios deseos ni mi propio juicio; pues les confieso que considero mejor y más grandioso estar en el rango más bajo ante Dios que alcanzar el primer lugar ante un rey terrenal. Sin embargo, no puedo culparlo, pues, así como la filosofía es la más grande, también es la más difícil de las profesiones, la cual solo pueden ejercer unos pocos, y sólo aquellos que han sido llamados por la magnanimidad divina, que da la mano a quienes son honrados con su preferencia. Sin embargo, no es poca cosa si quien ha elegido la forma inferior de vida busca la bondad, y valora más a Dios y su propia salvación que el brillo terrenal. ¿Y cómo? Así mismo: usándola como escenario, o como una máscara efímera y multiforme mientras representa el drama de este mundo, y viviendo para Dios con esa imagen que sabe que ha recibido de él y que debe rendir a Aquel que la dio. Sabemos muy bien que este era sin duda el propósito de Cesáreo.

X

Entre los médicos, se ganó Cesáreo el primer puesto sin grandes dificultades, simplemente exhibiendo su capacidad, o mejor dicho, una pequeña muestra de ella, y de inmediato fue contado entre los amigos del emperador y gozó de los más altos honores. Pero puso las funciones humanas de su arte a disposición de las autoridades gratuitamente, sabiendo que nada conduce a mayor ascenso que la virtud y el renombre por hechos honorables; de modo que superó con creces en fama a aquellos a quienes era inferior en rango. Por su modestia, se ganó tanto el cariño de todos que confiaron sus valiosos cuidados a su cuidado, sin requerirle juramento ante Hipócrates, ya que la sencillez de Crates no era nada comparada con la suya. Se ganó un respeto que superaba su rango, pues además de la reputación que se creía justamente ganada, se esperaba una aún mayor para él, tanto por los propios emperadores como por todos los que ocupaban los puestos más cercanos a ellos. Pero, lo más importante, ni por su fama ni por el lujo que lo rodeaba corrompió su nobleza de alma. Entre sus muchas pretensiones de honor, a él mismo le importaba más ser cristiano y que se le conociera como tal, y comparado con esto, todo lo demás no eran más que juguetes insignificantes. Pues pertenecen al papel que desempeñamos ante otros en un escenario que se monta y se desmonta con gran rapidez; quizás incluso se destruye con mayor rapidez que se arma, como podemos ver en los múltiples cambios de la vida y las fluctuaciones de la prosperidad; mientras que el único bien real y duradero es la piedad.

XI

Tal era la filosofía de Cesáreo, incluso en la corte: estas fueron las ideas en medio de las cuales vivió y murió, descubriendo y presentando a Dios, en el hombre oculto, una piedad aún más profunda que la visible públicamente. Si debo pasar por alto todo lo demás, su protección a sus parientes en apuros, su desprecio por la arrogancia, su libertad de presunción hacia los amigos, su audacia hacia los poderosos, las numerosas disputas y argumentos que entabló con muchos en nombre de la verdad, no sólo por el placer de argumentar, sino con profunda piedad y fervor. Debo mencionar al menos un punto especialmente digno de mención. El emperador, de infeliz memoria, se enfurecía contra nosotros, cuya locura al rechazar a Cristo, tras convertirse en su primera víctima, lo había vuelto intolerable para los demás; aunque no se alistaba, como otros combatientes contra Cristo, al bando de la impiedad, sino que ocultaba su persecución bajo la apariencia de equidad, y gobernado por la serpiente torcida que poseía su alma, arrastró a su propio pozo a sus miserables víctimas con múltiples artimañas. Su primer artificio y estratagema fue privarnos del honor de nuestros conflictos (pues, hombre noble como era, se lo reprochaba a los cristianos), haciendo que nosotros, que sufriéramos por ser cristianos, fuéramos castigados como malhechores. El segundo fue llamar a este proceso persuasión, y no tiranía, para que la desgracia de quienes eligieran alinearse con la impiedad fuera mayor que su peligro. A algunos los convenció con dinero, a otros con dignidades, a otros con promesas, a otros con diversos honores, que otorgó, no de manera regia, sino con un estilo servil correcto, a la vista de todos, mientras todos eran influenciados por la brujería de sus palabras y su propio ejemplo. Finalmente, atacó a Cesáreo. ¡Cuán grande fue la locura y el delirio que pudo esperar tomar como presa a un hombre como Cesáreo, mi hermano, hijo de padres como los nuestros!

XII

Para reflexionar un poco sobre este punto, y deleitarme en mi historia como lo hacen quienes presencian algún acontecimiento maravilloso, aquel noble Cesáreo, fortificado con la señal de Cristo y defendiéndose con su poderosa Palabra, entró en la palestra contra un adversario experimentado en armas y fuerte en su habilidad para argumentar. Sin avergonzarse ante la vista, ni rehuir en absoluto su noble propósito por la adulación, era un atleta dispuesto, tanto de palabra como de obra, a enfrentarse a un rival de igual poder. Así era entonces el ruedo, y así estaba equipado el campeón de la piedad. El juez, por un lado, era Cristo, armando al atleta con sus propios sufrimientos; y por el otro, un temible tirano, persuasivo por su habilidad para argumentar e intimidante por el peso de su autoridad, y como espectadores, por un lado y por el otro, tanto los que todavía estaban del lado de la piedad como los que habían sido arrebatados por él, observando si la victoria se inclinaba hacia su propio lado o hacia el otro, y más ansiosos por ver cuál ganaría el día que los mismos combatientes.

XIII

¿No temieron por Cesáreo, que algo indigno de su celo le sucediera? ¡Ánimo! Porque la victoria está con Cristo, quien venció al mundo (Jn 16,33). Ahora bien, tengan la seguridad de que me interesaría mucho exponer los detalles de los argumentos y alegaciones utilizados en aquella ocasión, pues, de hecho, la discusión contiene ciertas proezas y elegancias, en las que me detengo con no poco placer; pero esto sería completamente ajeno a una ocasión y un discurso como el presente. Tras haber desmantelado todas las sofisterías de su oponente, y rechazado como un juego de niños cada ataque, velado o manifiesto, Cesáreo declaró en voz alta y clara que era y seguiría siendo cristiano, ni siquiera así fue finalmente despedido. En efecto, el emperador estaba poseído por un anhelo vehemente de disfrutar y ser distinguido por su cultura, y entonces pronunció, ante todos, su famoso dicho: ¡Oh, feliz padre, oh, infelices hijos! Así se dignó honrarme a mí, cuya cultura y piedad había conocido en Atenas, con una participación en el deshonor de Cesáreo, quien fue enviado a prisión preventiva para un nuevo juicio (ya que la Justicia estaba armando adecuadamente al emperador contra los persas), y recibido por nosotros después de su feliz escape y victoria incruenta, como más ilustre por su deshonra que por su celebridad.

XIV

Considero esta victoria mucho más sublime y honorable que el imponente poder del emperador y su espléndida púrpura y costosa diadema. Me llena de júbilo describirla que si le hubiera arrebatado la mitad de su Imperio. Durante los días aciagos, vivió en retiro, obediente a nuestra ley cristiana (Mt 10,23), que nos insta, cuando se presente la ocasión, a aventurarnos en nombre de la verdad y a no ser traicioneros a nuestra religión por cobardía; pero absteniéndonos, mientras sea posible, de precipitarnos al peligro, ya sea por temor a nuestras propias almas o para perdonar a quienes nos lo traen. Cuando la oscuridad se disipó, y la justa sentencia se pronunció en tierra extranjera, y la espada reluciente abatió a los impíos, y el poder regresó a manos de los cristianos, ¿qué más da decir con qué gloria y honor, con cuántos y grandes testimonios, como si concediera en lugar de recibir un favor, que fue recibido de nuevo en la corte? Su nuevo honor sucedió al de antaño. Mientras el tiempo cambiaba de emperadores, la reputación y la influencia dominante de Cesáreo sobre ellos permanecieron inalteradas; es más, rivalizaron entre sí por aferrarlo más a sí mismos y ser conocidos como sus amigos y conocidos especiales. Tal fue la piedad de Cesáreo, tales sus resultados. Que todos los hombres, jóvenes y viejos, presten atención y avancen mediante la misma virtud hacia la misma distinción, porque glorioso es el fruto de las buenas labores (Sb 3,15), si suponen que vale la pena esforzarse por ello y que es parte de la verdadera felicidad.

XV

Otra maravilla sobre Cesáreo es un sólido argumento a favor de la piedad de sus padres y la suya propia. Vivía en Bitinia, ocupando un cargo de no poca importancia otorgado por el emperador: la administración de sus ingresos y el cuidado del tesoro (pues esto le había sido asignado por el emperador como preludio a los más altos cargos). Cuando se produjo el terremoto de Nicea, del que se dice que fue el más grave que recuerda la humanidad (destruyendo en una sola ocasión a casi todos los habitantes y la belleza de la ciudad), Cesáreo sobrevivió al peligro, protegido por las mismas ruinas que caían en su increíble escape, y con leves rastros del peligro. Tras esa experiencia, en que permitió que el miedo lo guiara a una salvación más importante, se dedicó por completo a la suprema Providencia. Renunció al servicio de las cosas transitorias, y se unió a otra Corte. Esto se propuso él mismo y lo convirtió en el objeto de las fervientes oraciones unidas a las que me invitó por carta, cuando aproveché la oportunidad para advertirle, como nunca dejé de hacerlo cuando me apenaba que su gran naturaleza se ocupara en asuntos inferiores, y que un alma tan apta para la filosofía, como el sol tras una nube, se oscureciera en medio del torbellino de la vida pública. Aunque había salido ileso del terremoto, no estaba a salvo de la enfermedad, ya que era humano. Su salvación fue peculiar de él; su muerte, común a toda la humanidad; una, muestra de su piedad, la otra, resultado de su naturaleza. La primera, para nuestro consuelo, precedió a su destino, de modo que, aunque conmocionados por su muerte, podemos regocijarnos en el carácter extraordinario de su preservación. Y ahora nuestro ilustre Cesáreo nos ha sido restituido, cuando su polvo honrado y su célebre cuerpo, después de ser escoltado a casa en medio de una sucesión de himnos y oraciones públicas, ha sido honrado por las santas manos de sus padres; mientras que su madre, sustituyendo las vestimentas festivas de la religión por los adornos del dolor, ha superado sus lágrimas con su filosofía y ha adormecido sus lamentaciones con la salmodia, mientras su hijo disfruta de honores dignos de su alma recién regenerada, que ha sido, a través del agua, transformada por el Espíritu.

XVI

Esto, Cesáreo, es mi ofrenda fúnebre para ti. Estas son las primicias de mis palabras, que a menudo me has reprochado retener, pero que habrías desechado de haberlas recibido; con este adorno te adorno, un adorno, lo sé bien, mucho más querido para ti que todos los demás, aunque no sea de suaves y fluidos tejidos de seda, con los que en vida, con la virtud como único adorno, no te regocijaste, como muchos, ni de la textura del lino transparente, ni de la efusión de costosos ungüentos, que desde hacía tiempo habías resignado a los tocadores de las bellas, con sus dulces aromas que duran solo un día; ni de ninguna otra cosa insignificante apreciada por mentes pequeñas, que hoy habría quedado oculta con tu hermosa figura por esta amarga piedra. Lejos estén los juegos y las historias de los griegos, los honores de jóvenes desventurados, con sus pequeños premios en pequeñas competiciones; y todas las libaciones, primicias, guirnaldas y flores recién cortadas, con las que se honra a los difuntos, obedeciendo a la antigua costumbre y a un dolor irracional, más que a la razón. Mi ofrenda es una oración que quizás en el futuro reciba de mis manos y mantenga siempre en vigencia, para que no permita que quien nos ha dejado se pierda por completo en la tierra, sino que mantenga siempre presente en los oídos y las mentes de los hombres a aquel a quien honramos, al presentarles, con mayor claridad que un retrato, la imagen de aquel por quien lloramos.

XVII

Tal es mi ofrenda, Cesáreo. Si es pequeña e inferior a tu mérito, Dios ama lo que está a nuestro alcance. Parte de nuestra ofrenda está ahora completa, el resto lo pagaremos ofreciendo (aquellos que aún sobrevivamos) cada año nuestros honores y memoriales. Ahora, alma sagrada, oramos por ti para que entres en el cielo. Que disfrutes del reposo que brinda el seno de Abraham, que contemples el coro de los ángeles y las glorias y esplendores de los hombres santos. Sí, que te unas a ese coro y compartas su alegría, contemplando desde lo alto todas las cosas aquí, lo que los hombres llaman riqueza, y dignidades despreciables, y honores engañosos, y los errores de nuestros sentidos, y la maraña de esta vida, y su confusión e ignorancia, como si lucháramos en la oscuridad; mientras estéis al servicio del gran Rey y llenos de la luz que fluye de él, y que sea nuestro de aquí en adelante, sin recibir de allí ningún riachuelo tan fino como el que es el objeto de nuestra fantasía en este día de espejos y enigmas, alcanzar la fuente del bien mismo, contemplando con mente pura la verdad en su pureza, y encontrando una recompensa por nuestro ávido trabajo aquí abajo en favor del bien, en nuestra más perfecta posesión y visión del bien en lo alto (el fin al que nuestros libros sagrados y maestros predicen que nos conducirá nuestro curso de misterios divinos).

XVIII

¿Qué queda ahora? Llevar la sanación de la Palabra a quienes sufren. Y un remedio poderoso para los dolientes es la compasión, pues quienes sufren encuentran el mejor consuelo en quienes sufren un sufrimiento similar. A estos, pues, me dirijo especialmente, de quienes me avergonzaría si, junto con todas las demás virtudes, no demuestran la paciencia. Pues aunque superen a todos en amor a sus hijos, que los superen igualmente en amor a la sabiduría y amor a Cristo, y en la práctica especial de meditar en nuestra partida, inculcándola también en sus hijos, haciendo de toda su vida una preparación para la muerte. Si su desgracia aún les nubla la razón y, como la humedad que nubla nuestros ojos, os oculta la visión clara de su deber, venid vosotros, ancianos, y recibid el consuelo de un joven, y vosotros padres el de un niño que debería ser amonestado por hombres tan mayores como vosotros, que habéis amonestado a muchos y habéis adquirido experiencia a lo largo de sus años. No os extrañéis si en mi juventud amonesto a los ancianos, pues ¿cuánto tiempo más nos queda por vivir, hombres de honorable vejez, tan cerca de Dios? ¿Cuánto tiempo hemos de sufrir aquí? Ni siquiera la vida entera del hombre es larga, comparada con la eternidad de la naturaleza divina, y mucho menos lo que queda de vida, y lo que podría llamar la despedida de nuestro aliento humano, el final de nuestra frágil existencia. ¿Cuánto nos ha superado Cesáreo? ¿Cuánto tiempo tendremos que lamentar su partida? ¿No nos apresuramos a la misma morada? ¿No seremos pronto cubiertos por la misma piedra? ¿No seremos pronto reducidos al mismo polvo? ¿Y qué será nuestra ganancia en estos cortos días, sino que después de que nos haya tocado ver o sufrir o tal vez incluso hacer más mal, debemos pagar el tributo común e inexorable a la ley de la naturaleza, siguiendo a unos, precediendo a otros a la tumba, llorando a éstos, siendo lamentados por aquellos y recibiendo de algunos esa recompensa de lágrimas que nosotros mismos habíamos pagado a otros?

XIX

Así, hermanos míos, es nuestra existencia, quienes vivimos esta vida transitoria, así es nuestro pasatiempo terrenal: nacemos de la inexistencia, y tras existir nos disolvemos. Somos sueños insustanciales, visiones impalpables (Job 20,8), como el vuelo de un pájaro que pasa, como un barco que no deja rastro en el mar, una mota de polvo, un vapor, un rocío temprano, una flor que pronto florece y pronto se marchita. En cuanto al hombre, sus días son como la hierba, como una flor del campo, así florece. Bien ha hablado David de nuestra fragilidad ("hazme saber lo breve de mis días"), y bien ha definido los días del hombre como los de un palmo. ¿Y qué le dirías a Jeremías, quien se queja de su madre con dolor por su nacimiento (Jer 15,10), y lo hace por las faltas de otros? He visto todas las cosas (Ecl 1,14), dice el predicador, he revisado en mi pensamiento todas las cosas humanas, la riqueza, el placer, el poder, la gloria inestable, la sabiduría que nos evade en lugar de ser ganada; luego el placer de nuevo, la sabiduría de nuevo, a menudo girando en torno a los mismos objetos, los placeres del apetito, los huertos, los números de esclavos, el almacenamiento de riquezas, los sirvientes y sirvientas, los cantores y las cantoras, las armas, los lanceros, las naciones sometidas, los tributos recaudados, el orgullo de los reyes, todas las necesidades y superfluidades de la vida, en la que superé a todos los reyes que me precedieron. ¿Y qué dice después de todas estas cosas? Esto mismo: "Vanidad de vanidades, todo es vanidad" y aflicción de espíritu, posiblemente significando algún anhelo irracional del alma y la distracción del hombre condenado a esto desde la caída original. Y si no, escucha la conclusión de todo el asunto, que dice: "Teme a Dios". Éste es su sostén en su perplejidad, y éste es tu único beneficio en la vida terrenal: ser guiado a través del desorden de las cosas visibles (2Cor 4,18) y conmocionadas, hacia las cosas que se mantienen firmes e inconmovibles (Hb 12,27). .

XX

No lamentemos, pues, a Cesáreo, sino a nosotros mismos, conscientes de los males a los que ha escapado y de los que nos hemos quedado atrás, y del tesoro que atesoraremos, a menos que, aferrándonos con fervor a Dios y dejando atrás las cosas transitorias, avancemos hacia la vida celestial, abandonando la tierra mientras aún estamos en ella y siguiendo con fervor el espíritu que nos impulsa hacia lo alto. Aunque esto sea doloroso para los pusilánimes, no es nada para los hombres de espíritu valiente. Considerémoslo así. Cesáreo no reinará, sino que será gobernado por otros. No infundirá terror en nadie, pero estará libre del temor de cualquier amo severo, a menudo indigno incluso de la posición de un súbdito. No acumulará riquezas, pero tampoco será susceptible de envidia, ni se lamentará por la falta de éxito, ni buscará siempre aumentar sus ganancias. Tal es la enfermedad de la riqueza, que no conoce límites para su deseo de más, y continúa haciendo de la bebida la medicina para la sed. No hará alarde de su poder de oratoria, pero por su oratoria será admirado. No disertará sobre los dictados de Hipócrates y Galeno, y sus adversarios, pero tampoco se preocupará por las enfermedades ni sufrirá dolor por las desgracias de los demás. No expondrá los principios de Euclides, Ptolomeo y Herón, pero tampoco se dolerá por las tumultuosas jactancias de los hombres incultos. No hará alarde de las doctrinas de Platón, Aristóteles, Pirrón, ni de los nombres de Demócrito, Heráclito, Anaxágoras, Cleantes y Epicuro, y de todos los miembros del venerable Pórtico y la Academia; pero tampoco se molestará en la solución de sus astutos silogismos. ¿Qué necesidad de más detalles? Sin embargo, aquí hay algunos que todos los hombres honran o desean. No tendrá esposa ni hijos a su lado, pero evitará el duelo por ellos, ni ser llorado por ellos, ni dejarlos a otros, ni ser dejado atrás como recuerdo de su desgracia. No heredará propiedades, pero tendrá herederos de la mayor utilidad, tal como él mismo deseó, de modo que partió rico, llevándose consigo todo lo suyo. ¡Qué ambición! ¡Qué nuevo consuelo! ¡Qué magnanimidad en sus albaceas! Se ha escuchado una proclamación, digna de los oídos de todos, y el dolor de una madre ha sido aliviado por una promesa justa y santa: entregar íntegramente a su hijo su riqueza como ofrenda fúnebre en su nombre, sin dejar nada a quienes la esperaban.

XXI

¿Es esto insuficiente para nuestro consuelo? Añadiré un remedio más potente. Creo en las palabras de los sabios, y que toda alma hermosa y amada por Dios, al partir de aquí, libre de las ataduras del cuerpo, disfruta al instante de la sensación y la percepción de las bendiciones que le aguardan. Creo que aquello que la oscurecía ha sido purificado o dejado de lado (no sé cómo llamarlo de otro modo), y que siente un placer y una exultación maravillosos, y que va gozosa al encuentro de su Señor. Creo que, habiendo escapado del doloroso veneno de la vida aquí, y sacudido las ataduras que la ataban y sujetaban las alas de la mente, entra en el gozo de la dicha que le aguarda, de la cual incluso ahora tiene alguna idea. Luego, un poco más tarde, recibe su carne afín, que una vez compartió sus anhelos celestiales, de la tierra que le dio y le fue confiada, y de alguna manera conocida por Dios, quien los unió y los disolvió, entra con ella en la herencia de la gloria allí. Y así como compartió, mediante su estrecha unión, sus dificultades, también le otorga una porción de sus alegrías, reuniéndola enteramente en sí misma y haciéndose con ella una sola cosa en espíritu, mente y en Dios, el ser mortal y mutable absorbido por la vida. Escuchad al menos cómo el inspirado Ezequiel habla de la unión de huesos y tendones. Escuchad cómo San Pablo habla del tabernáculo terrenal y de la casa no hecha por manos (una para ser disuelta, la otra depositada en el cielo), alegando que la ausencia del cuerpo es presencia con el Señor, y lamentando su vida en él como un exilio (y, por lo tanto, anhelando y apresurándose hacia su liberación). ¿Por qué me acobardo en mis esperanzas? ¿Por qué me comporto como una simple criatura de un día? Espero la voz del arcángel (1Ts 4,16), la última trompeta (1Cor 15,52), la transformación de los cielos, la transfiguración de la tierra, la liberación de los elementos, la renovación del universo (2Pe 3,10). Entonces veré al mismo Cesáreo, ya no en el exilio, ya no en un féretro, ya no siendo objeto de luto y compasión, sino brillante, glorioso, celestial, tal como te he visto a menudo en sueños, querido y amado hermano, representado así por mi deseo, si no por la misma verdad.

XXII

Dejando a un lado las lamentaciones, me miraré a mí mismo y examinaré mis sentimientos, para no tener inconscientemente en mí nada que lamentar. Oh hijos de los hombres, estas palabras se aplican a vosotros, así que ¿cuánto tiempo seréis duros de corazón y toscos de mente? ¿Por qué amáis la vanidad y buscáis el arrendamiento, suponiendo que la vida aquí es una gran cosa y estos pocos días muchos, y rehuís esta separación, bienvenida y placentera como es, como si fuera realmente dolorosa y terrible? ¿No debemos conocernos a nosotros mismos? ¿No debemos desechar las cosas visibles? ¿No debemos mirar las cosas invisibles? ¿No debemos, incluso si estamos algo afligidos, estar por el contrario angustiados por nuestra prolongada estancia, como el santo David, que llama a las cosas aquí las tiendas de la oscuridad, y el lugar de la aflicción, y el lodo profundo, y la sombra de la muerte. ¿Porque nos demoramos en las tumbas que llevamos con nosotros, porque, aunque somos dioses, morimos como los hombres, la muerte del pecado? Éste es mi temor, este día y esta noche me acompañan, y no me dejan respirar, por un lado la gloria, por el otro el lugar de corrección. La primera la anhelo hasta que puedo decir: "Mi alma desmaya por tu salvación". De la segunda retrocedo estremecido; sin embargo, no temo que este cuerpo mío perezca por completo en disolución y corrupción; sino que la gloriosa criatura de Dios (pues gloriosa es si es recta, así como es deshonrosa si es pecadora ), en la que residen la razón, la moralidad y la esperanza, sea condenada a la misma deshonra que las bestias, y no sea mejor después de la muerte; un destino deseable para los malvados, que son dignos del fuego de allá.

XXIII

Ojalá pudiera mortificar mis miembros terrenales (Col 3,5). Ojalá pudiera dedicarme por completo al espíritu, andando por el camino angosto y transitado por pocos, no por el ancho y fácil (Mt 7,13). ¿Por qué? Porque gloriosas y grandes son sus consecuencias, y nuestra esperanza es mayor que nuestro merecido. ¿Qué es el hombre, para que te acuerdes de él? ¿Qué es este nuevo misterio que me concierne? Soy pequeño y grande, humilde y exaltado, mortal e inmortal, terrenal y celestial. Comparto una condición con el mundo inferior, otra con Dios; una con la carne, otra con el espíritu. Debo ser sepultado con Cristo, resucitar con Cristo, ser coheredero con Cristo, convertirme en hijo de Dios, sí, en Dios mismo. Ved adónde nos ha llevado nuestro argumento. Casi me reconozco en deuda con el desastre que me ha inspirado tales pensamientos y me ha hecho más enamorado de mi partida. Este es el propósito del gran misterio para nosotros. Este es el propósito para nosotros de Dios, quien por nosotros se hizo hombre y se hizo pobre (2Cor 8,9), para resucitar nuestra carne (Rm 8,11), y para recuperar su imagen, y para remodelar al hombre (Col 3,10), y para que todos seamos hechos uno en Cristo (Gál 3,28), y para que ya no seamos hombre ni mujer, bárbaro, escita, esclavo o libre (Col 3,11), y para que llevemos en nosotros mismos solamente el sello de Dios. Por él y para él fuimos hechos (Rm 11,36), y hasta ahora hemos recibido nuestra forma y modelo de él, y somos reconocidos sólo por él.

XXIV

Ojalá que lo que esperamos sea conforme a la gran bondad de nuestro generoso Dios, que pide poco y concede grandes cosas, tanto en el presente como en el futuro, a quienes verdaderamente lo aman (1Cor 2,9). Hagamos que así sea, soportándolo todo por su amor y esperanza en él, dando gracias (1Ts 5,18) tanto en lo favorable como desfavorable por igual. Es decir, en lo agradable y doloroso, pues la razón sabe que incluso estos son a menudo instrumentos de salvación. Encomendémosle nuestras propias almas (1Pe 4,19), y las almas de aquellos compañeros de camino que, estando más preparados, han obtenido su descanso antes que nosotros. Y ahora, cese mi discurso, y también vuestras lágrimas, y apresurémonos a la tumba, que como un triste y perdurable regalo disteis a Cesáreo, oportunamente preparada como estaba para sus padres en su vejez, y ahora inesperadamente otorgada a su hijo en su juventud (aunque no sin razón a los ojos de Aquel que dispone nuestros asuntos). ¡Oh Señor y Creador de todas las cosas, y especialmente de esta nuestra estructura! ¡Oh Dios y Padre y piloto de los hombres que son tuyos! ¡Oh Señor de la vida y la muerte! ¡Oh Juez y benefactor de nuestras almas! ¡Oh Creador y transformador a su debido tiempo de todas las cosas por tu palabra designia, según el conocimiento de la profundidad de tu sabiduría y providencia! Recibe ahora a Cesáreo, la primicia de nuestra peregrinación. Si el que fue último es primero, nos inclinamos ante tu palabra, por la cual se gobierna el universo. Recíbenos también a nosotros, y haz que en nosotros tú puedas ser hallado. Ordena la carne para nuestro beneficio. Sí, recíbenos, preparados y no perturbados por tu temor, sin apartarnos de ti en nuestro último día, ni ser arrastrados violentamente de las cosas de aquí. No como almas apegadas al mundo y a la carne, sino llenos de anhelo por esa vida bendita y duradera que está en Cristo Jesús.