JUAN CRISÓSTOMO
Sobre el Cisma

I

A Inocencio, obispo de Roma, saludos de Juan, obispo de Constantinopla. Supongo que incluso antes de recibir nuestra carta, su piedad se ha enterado de la iniquidad perpetrada aquí. La magnitud de nuestra aflicción ha dejado a casi toda la humanidad al margen de esta terrible tragedia; pues la noticia, que llega hasta los confines de la tierra, ha causado gran luto y lamentación. Pero como no debemos lamentar, sino restaurar el orden y ver cómo podemos apaciguar esta gravísima tormenta de la Iglesia, hemos considerado necesario persuadir a mis señores, los honorables y piadosos obispos Demetrio, Pansofio, Papo y Eugenio, a que abandonen sus iglesias y se aventuren en este gran viaje por mar, emprendiendo un largo viaje desde sus hogares, acudan a su caridad y, tras informarles claramente de todo, tomen medidas para remediar los males lo antes posible. Y con ellos hemos enviado a los más honorables y amados de nuestros diáconos, Pablo y Ciríaco, pero también nosotros mismos, en forma de carta, instruiremos brevemente a su caridad sobre los acontecimientos. Teófilo, a quien se le ha confiado la presidencia de la Iglesia en Alejandría, tras recibir la orden de dirigirse solo a Constantinopla, tras haber presentado algunos hombres una acusación contra él ante el devotísimo emperador, llegó trayendo consigo una multitud no pequeña de obispos egipcios, como si quisiera demostrar desde el principio que venía en busca de guerra y antagonismo; Además, cuando pisó la gran y divinamente amada Constantinopla, no entró en la iglesia (según la costumbre y la ley que prevalecían desde tiempos antiguos), ni mantuvo ninguna relación conmigo, ni me permitió participar en sus conversaciones, oraciones, ni en su compañía. En cuanto desembarcó, tras pasar apresuradamente por el vestíbulo de la iglesia, partió y se alojó en algún lugar fuera de la ciudad. Aunque le suplicamos encarecidamente a él y a quienes lo acompañaban que fueran nuestros huéspedes (ya que todo estaba preparado, se había proporcionado alojamiento y todo lo necesario), ni ellos ni él consintieron. Al ver esto, nos quedamos en gran perplejidad, sin poder descubrir la causa de esta injusta hostilidad; sin embargo, cumplimos con nuestra parte, haciendo lo que nos correspondía y rogándole continuamente que nos visitara y nos dijera el motivo. Se arriesgó a una contienda tan grande desde el principio y sumió a la ciudad en una gran confusión. Pero como no quiso explicar el motivo, y quienes lo acusaban eran apremiantes, nuestro devotísimo emperador nos convocó y nos ordenó ir fuera de las murallas, al lugar donde residía Teófilo, para escuchar los argumentos en su contra. Lo acusaban de asalto, matanza e innumerables otros crímenes; pero, conociendo como conocíamos las leyes de los padres, y mostrándole respeto y deferencia, y teniendo también sus propias cartas que demuestran que los pleitos no deben llevarse más allá de la frontera, sino que los asuntos de las distintas provincias deben tratarse dentro de los límites de la provincia, no aceptamos el cargo de juez, sino que lo desaprobamos con gran vehemencia. Pero él, como si quisiera agravar los insultos anteriores, habiendo convocado a mi archidiácono, ejerciendo un poder arbitrario, como si la Iglesia ya estuviera viuda y careciera de obispo, por medio de este hombre sedujo a todo el clero a su lado. Y las iglesias quedaron desposeídas, a medida que el clero de cada una se retiraba gradualmente, se le instruía a presentar peticiones contra nosotros y se le capacitaba para preparar acusaciones. Hecho esto, nos citó a juicio, aunque aún no se había absuelto de los cargos presentados contra él, un procedimiento directamente contrario a los cánones y a todas las leyes.

II

Conscientes de que no se nos citaba a juicio (pues de lo contrario nos habríamos presentado infinidad de veces), sino ante un enemigo y adversario, como quedó claramente demostrado por todo lo ocurrido antes y después, enviamos a ciertos obispos (Demetrio de Pesino, Eulisio de Apamea, Lupicino de Apiaria) y a los presbíteros Germán y Severo, quienes respondieron con la moderación que nos correspondía, afirmando que no rehusábamos ser juzgados, sino comparecer ante un enemigo declarado y un adversario manifiesto. Pues, ¿cómo podría alguien que aún no había recibido ninguna acusación contra mí, y que había actuado desde el principio de la manera descrita, alejándose de la Iglesia, de la comunión y de la oración, y que estaba preparando acusadores, seduciendo al clero y desolando la Iglesia, cómo digo, podría con justicia acceder al trono de un juez que en ningún sentido le correspondía? Pues no es apropiado que alguien de Egipto actúe como juez de los que están en Tracia, siendo este un hombre acusado, enemigo y adversario. Sin embargo, él, sin avergonzarse, sino apresurado a consumar su plan, aunque habíamos declarado nuestra disposición a exonerarnos de los cargos ante cien o mil obispos, y a demostrar nuestra inocencia, como en efecto lo somos, no consintió. Pero en nuestra ausencia, cuando apelábamos a un sínodo y exigíamos un juicio, sin rehuir una audiencia de nuestra causa, sino sólo por abierta enemistad, recibió a nuestros acusadores y absolvió a los excomulgados por mí. De los que aún no se habían exonerado de las ofensas que se les imputaban, recibió quejas contra mí e hizo que se levantaran actas de los procedimientos, todo lo cual es contrario a la ley y al orden de los cánones. Pero ¿para qué una larga historia? No cesó de hacer y maquinar todo hasta que, con toda la exhibición posible de poder y autoridad arbitrarios, nos expulsó de la ciudad y de la iglesia, cuando ya era muy tarde y todo el pueblo nos perseguía. Arrastrado por el delator público por el centro de la ciudad y forzado, fui llevado al mar, embarcado y emprendido un viaje nocturno, porque apelé a un sínodo para una audiencia justa de mi causa. ¿Quién podría escuchar estas cosas sin llorar, aunque tuviera un corazón de piedra?

III

Viendo que no sólo debemos lamentar los males cometidos, sino también enmendarlos, imploro a vuestra caridad que os animéis, tengáis compasión y hagáis todo lo posible para poner fin al mal en este punto. Pues incluso después de lo que he mencionado, no desistió de sus actos de iniquidad, sino que intentó renovar el ataque anterior. Pues cuando el devotísimo emperador hubo expulsado a quienes se precipitaron descaradamente a la iglesia, y muchos de los obispos presentes, al ver su iniquidad, se retiraron a sus diócesis, huyendo de la incursión de estos hombres como de un fuego que lo devora todo, fuimos invitados de nuevo a la ciudad y a la iglesia, de la que habíamos sido injustamente expulsados. Más de 30 obispos nos presentaron, y nuestro piadosísimo emperador envió un notario para este propósito, mientras que Teófilo huyó de inmediato. ¿Con qué propósito y por qué causa? Al entrar en la ciudad, suplicamos a nuestro piadosísimo emperador que convocara un sínodo para procesar a los culpables de los recientes hechos. Consciente, pues, de lo que había hecho y temiendo ser condenado, pues las cartas imperiales habían sido enviadas por doquier, convocando a todos los hombres de todas partes, Teófilo, a medianoche, se arrojó en secreto a una barca y escapó, llevándose consigo a toda su compañía.

IV

Aun así, apoyados por una conciencia tranquila, no desistimos de presentar la misma súplica al devotísimo emperador. Y él, actuando como correspondía a su piedad, envió de nuevo a Teófilo, llamándolo de Egipto y a sus compañeros, para rendir cuentas de los últimos procedimientos, y para informarle de que no debía suponer que las acciones unilaterales que había perpetrado tan injustamente en nuestra ausencia, y en violación de tantos cánones, fueran suficientes para su defensa. Sin embargo, no se sometió al mandato real, sino que permaneció en casa, alegando una insurrección del pueblo como excusa y el celo inoportuno de ciertas personas que le eran afines, como él pretendía. Sin embargo, antes de la llegada de las cartas imperiales, este mismo pueblo lo había inundado de insultos. Pero no damos mucha importancia a estos asuntos ahora, sino que hemos dicho lo que hemos dicho para demostrar que fue arrestado en su malvada conducta. Sin embargo, incluso después de estos sucesos, no descansamos, sino que insistimos en nuestra exigencia de que se formara un tribunal para la investigación y defensa: pues dijimos que estábamos dispuestos a demostrar que nosotros mismos éramos inocentes, pero que ellos habían trasgredido flagrantemente. Había algunos sirios entre los presentes con él en ese momento, que se habían quedado aquí; y los abordamos expresando nuestra disposición a defender nuestra causa, y los importunamos con frecuencia al respecto, exigiendo que nos entregaran las actas (de los últimos asuntos), o que se dieran a conocer los escritos formales de acusación, la naturaleza de los cargos o los propios acusadores. Sin embargo, no obtuvimos nada de esto, sino que fuimos expulsados de nuevo de la iglesia. ¿Cómo voy a relatar los acontecimientos que siguieron, que trascienden como lo hacen toda clase de tragedia? ¿Qué lenguaje los describirá? ¿Qué clase de oído los recibirá sin estremecerse? Porque mientras exigíamos estas cosas, como ya dije, una densa tropa de soldados, el mismo sábado, cuando el día se acercaba a la caída de la tarde, irrumpió en las iglesias y expulsó violentamente a todo el clero que nos acompañaba, rodeando el santuario con armas. Y las mujeres de los oratorios, que se habían desnudado para el bautismo justo en ese momento, huyeron desnudas, aterrorizadas por este terrible asalto, al no permitírseles vestir la modestia propia de las mujeres. De hecho, muchos recibieron heridas antes de ser expulsados, y las piscinas bautismales se llenaron de sangre, enrojeciendo el agua sagrada. La angustia no cesó ni siquiera en este punto; pero los soldados, algunos de los cuales, según entendemos, no estaban bautizados, al entrar en el lugar donde se guardaban los vasos sagrados, vieron todo lo que contenía, y la santísima sangre de Cristo, como podría suceder en medio de tal confusión, se derramó sobre las vestiduras de los soldados antes mencionados; y se cometieron todo tipo de ultrajes como en un asedio bárbaro. Y el pueblo fue expulsado al desierto, y todos los habitantes permanecieron fuera de la ciudad, y las iglesias quedaron vacías en medio de esta gran festividad, y más de 40 obispos que nos acompañaban fueron expulsados en vano e injustamente, junto con el pueblo y el clero. Y hubo gritos y lamentaciones, y torrentes de lágrimas se derramaron por todas partes, en los mercados, en las casas, en los lugares desiertos, y cada rincón de la ciudad se llenó de estas calamidades; pues debido a la magnitud desmesurada del ultraje, no sólo los que sufrieron, sino también quienes no sufrieron nada parecido simpatizaban con nosotros, no sólo quienes compartían nuestras opiniones, sino también herejes, judíos y griegos, y por todos lados se encontraban en un estado de tumulto, confusión y lamentación, como si la ciudad hubiera sido tomada por la fuerza. Y estas cosas se perpetraron en contra de la intención de nuestro piadosísimo emperador, al amparo de la noche, los obispos las idearon, y en muchos lugares dirigieron el ataque, sin avergonzarse de tener sargentos en lugar de diáconos marchando al frente. Y al amanecer, toda la ciudad emigraba fuera de las murallas bajo árboles y arboledas, celebrando la festividad, como ovejas dispersas. Le dejo que imagine todo lo que ocurrió después; pues, como dije antes, no es posible describir cada incidente por separado. Lo peor es que estos males, por grandes y graves que sean, ni siquiera se han suprimido ni hay esperanza de que se supriman; al contrario, el mal se extiende cada día, y nos hemos convertido en el hazmerreír de la multitud. O mejor dicho, nadie se ríe, aunque sea infinitamente desobediente, sino que todos lamentan , como decía, esta nueva clase de desobediencia, el colmo de todos nuestros males.

V

¿Qué decir de los desórdenes en las demás iglesias? Pues el mal no se detuvo ni siquiera aquí, sino que se extendió hacia el este. Pues así como cuando un mal humor se descarga de la cabeza, todas las demás partes se corrompen, así también ahora estos males, habiéndose originado en esta gran ciudad como de una fuente, se han extendido por todas partes, y el clero se ha insurrecto por doquier contra los obispos; ha habido cisma entre obispos, entre pueblos, y habrá aún más; todo el mundo sufre los estragos de la calamidad y la subversión de todo el mundo civilizado. Habiendo sido informados entonces de todo esto, mis señores, honorables y devotos, demuestren el coraje y el celo que les corresponde, para detener este gran asalto de anarquía que se ha lanzado sobre las iglesias. Si esta costumbre prevaleciera y se permitiera a quienes lo desearan entrar en diócesis extranjeras, tan distantes entre sí, expulsar a quienes se deseara remover y hacer lo que les placiera según su propio poder arbitrario, tengan por seguro que todo se arruinaría y una guerra implacable invadiría el mundo entero, atacando a todos los hombres y siendo atacados a su vez. Por lo tanto, para evitar que tal confusión se extienda a toda la tierra, accedan a nuestras súplicas de que indiquen por escrito que estas transacciones ilegales ejecutadas en nuestra ausencia, y tras escuchar sólo a una de las partes, aunque no rechazamos un juicio, son inválidas, como de hecho lo son por la propia naturaleza del caso, y que quienes sean condenados por haber cometido tales iniquidades deben estar sujetos a la pena de las leyes eclesiásticas; y para nosotros, que no hemos sido detectados ni condenados, ni se ha demostrado que estamos sujetos a castigo, que continuemos contando con el beneficio de su correspondencia, su amor y todo lo demás que hemos disfrutado anteriormente. Pero si incluso ahora aquellos que han cometido tales actos ilegales están dispuestos a revelar los cargos en virtud de los cuales nos han expulsado injustamente, no habiéndose entregado ni memorandos ni actas formales de acusación, ni habiendo comparecido los acusadores. Sin embargo, si se forma un tribunal imparcial, nos someteremos a ser juzgados, y haremos nuestra defensa, y probaremos que somos inocentes de las cosas que se nos imputan, como en verdad lo somos: porque las cosas que han hecho están fuera de los límites de todo tipo de orden, y de todo tipo de autoridad eclesiástica, derecho y canon. ¿Y por qué digo canon eclesiástico? Ni siquiera en los tribunales paganos se habrían cometido actos tan audaces, o mejor dicho, ni siquiera en un tribunal bárbaro, ni los escitas ni los sármatas habrían juzgado jamás una causa de esta manera, decidiéndola tras escuchar sólo a una de las partes, en ausencia del acusado, quien sólo desaprobaba la enemistad, no un juicio de su caso, dispuesto a llamar a cualquier número de jueces, afirmando su inocencia y capaz de exonerarse de los cargos ante el mundo, y demostrar su inocencia en todos los aspectos.

VI

Es cierto que nuestro cuerpo está asentado en un solo lugar, pero el ala del amor recorre todo el mundo. Así también nosotros, aunque separados por un viaje tan largo, estamos cerca de tu Piedad y en comunión diaria contigo, contemplando con los ojos del amor la valentía de tu alma, la nobleza de tu disposición, tu firmeza e inflexibilidad, el gran consuelo, constante y perdurable, que nos concedes. Pues a medida que las olas se elevan, los arrecifes ocultos aumentan y los huracanes se multiplican, tu vigilancia se fortalece; y ni la gran distancia del viaje, ni el largo tiempo empleado, ni la dificultad para afrontar los acontecimientos te han inclinado a la indiferencia; sino que continúas imitando a los mejores pilotos que están alerta en esos momentos, sobre todo cuando ven las olas crestadas, el mar embravecido, el agua impetuosa y la oscuridad más profunda del día. Por lo tanto, también sentimos una gran gratitud hacia usted y anhelamos enviarle abundantes cartas, lo que nos proporcionará la mayor satisfacción. Pero, dado que nos vemos privados de esto debido a la desolación del lugar (pues no solo quienes llegan de sus regiones, sino incluso quienes viven en nuestra región, no podrían comunicarse fácilmente con nosotros, tanto por la distancia, como por la ubicación extrema del país donde nos encontramos, y también por el temor a los ladrones que nos impide el viaje), le suplicamos que se apiade de nosotros por nuestro prolongado silencio, en lugar de condenarnos por indolencia por ello. Como prueba de que nuestro silencio no se debe a negligencia, finalmente, después de mucho tiempo, hemos conseguido la presencia de nuestros muy honorables y amados Juan, el presbítero, y Pablo, el diácono, y les enviamos una carta a través de ellos, expresando nuestra gratitud por haber superado incluso a nuestros cariñosos padres en su buena voluntad y celo por nosotros. De hecho, en lo que respecta a vuestra Piedad, todo se habría enmendado debidamente, y la acumulación de males y ofensas habría sido barrida, y las Iglesias habrían disfrutado de paz y una calma cristalina, y todo habría fluido como una corriente tranquila, y las leyes despreciadas y los decretos violados de los padres habrían sido reivindicados. Pero como en realidad nada de esto ha sucedido, quienes perpetraron los hechos anteriores. En mi afán por agravar sus antiguas iniquidades, omito cualquier relato detallado de sus procedimientos posteriores, pues la narración excedería los límites no solo de una carta, sino incluso de una historia. Sólo esto imploro a vuestra alma vigilante: aunque quienes han llenado todo de confusión sean impenitente e incurablemente corruptos, no permitáis que quienes se han comprometido a remediarlos se desanimen ni se desanimen al considerar la magnitud de lo que se debe lograr. Pues la contienda que ahora tenéis ante vosotros debe librarse en nombre de casi todo el mundo, en nombre de las iglesias humilladas, de los pueblos dispersos, del clero atacado, de los obispos exiliados, de las leyes ancestrales violadas. Por lo tanto, os suplicamos diligencia, una, dos, sí, muchas veces, a medida que la tormenta se intensifica, para que manifestéis un celo aún mayor. Pues esperamos que se haga algo más para enmendar estos males. Pero incluso si esto no sucediera, al menos tienes tu corona preparada por el Dios misericordioso, y la resistencia ofrecida por tu amor no será un pequeño consuelo para aquellos que son agraviados: porque ahora que estamos pasando el tercer año de nuestra estancia en el exilio expuestos al hambre, la peste, las guerras, los asedios continuos, la soledad indescriptible, la muerte diaria y las espadas isáuricas, no estamos un poco animados y consolados por la naturaleza constante y duradera de tu disposición y confianza, y por deleitarnos en tu amor abundante y genuino. Este es nuestro muro de defensa, esta es nuestra seguridad, este nuestro puerto tranquilo, este nuestro tesoro de infinitas bendiciones, esta nuestra alegría y motivo de mucha alegría. E incluso si fuéramos llevados de nuevo a un lugar más desolado que este, llevaremos este amor con nosotros como un gran consuelo de nuestros sufrimientos.

VII

Habiendo considerado todo esto, y habiendo sido informado con claridad de todos los detalles por mis señores, nuestros devotísimos hermanos los obispos, que se sientan impulsados a ejercer su celo por nosotros; pues al hacerlo, nos concederán un favor no solo a nosotros, sino también a la Iglesia en general, y recibirán su recompensa de Dios, quien todo lo hace por la paz de las Iglesias. Que le vaya bien siempre, y rece por mí, honorable y santo maestro.

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Traducido por
Manuel Arnaldos, ed. EJC, Molina de Segura 2025

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