ASTERIO DE AMASEA
Sobre la Codicia

I

Cristianos y participantes de la llamada celestial, campesinos y todos los que venís de las ciudades a la presente fiesta, con un discurso general os abrazo a todos. ¿Habéis considerado por qué estamos reunidos? ¿Y por qué se honra a los mártires con edificios notables y estas asambleas anuales? ¿Y qué fin tenían nuestros padres en mente cuando ordenaron las cosas que vemos, y dejaron la costumbre establecida a sus descendientes? ¿No es evidente que estas cosas han recibido una forma permanente para despertarnos a la emulación piadosa, y que las fiestas constituyen escuelas públicas para nuestras almas, para que mientras honramos a los mártires, podamos aprender a imitar su firme piedad? Prestad vuestros oídos, pues, a los maestros reunidos, para que podáis aprender algo útil que no sabíais antes, o la certeza de alguna doctrina, o la explicación de alguna Escritura difícil, o escuchar algún discurso que mejore vuestra moral.

II

A mí me parece que habéis abandonado vuestro cuidado de la virtud y vuestro celo por las almas, y que habéis dedicado todo vuestro pensamiento a la basura de Mamón y al negocio de sus mercados. Algunos lo habéis hecho regateando con avaricia a los comerciantes, otros reduciendo los precios de la competencia, y otros transfiriendo al dinero su antiguo amor a la Iglesia. Abandonad, pues, el amor al dinero, y esa loca pasión del mercado. Apartaos de él como de una cortesana desordenada que, adornada con telas extranjeras y con los brillantes colores del boticario, sonríe a la multitud. Amad a la Iglesia, que es divina y discreta, que va modestamente vestida, que posee mirada augusta y vive serena. Como dice Salomón, en su libro de Proverbios, "no la abandones, y ella te guardará; ámala, y ella te guardará". No despreciéis, ni consideréis de poco valor, las cosas que están cerca de nosotros en esta mesa, para que podáis adquirirlas. Los maestros de la Iglesia no nos sentamos como charlatanes ante la balanza y el oráculo, sino que buscamos una sola ganancia: la salvación del oyente.

III

Se lee en Hechos de los Apóstoles el discurso de Pablo a Festo y Agripa. Si prestáis atención, oh mis oyentes, veréis cómo declara con valentía Pablo la verdad, mezclando la valiente deferencia hacia Agripa con la suavidad hacia el severo tribunal, hasta convertirlos a todos con gentileza y su forma de hablar. Zacarías también ha profetizado en este sentido, abriéndonos la puerta de los grandes misterios del Unigénito, mediante la piedra de los siete ojos penetrantes, el candelero de oro con sus siete lámparas y los troncos de los dos olivos. Hay muchas Escrituras afines, llenas de provecho para nosotros, y en todas ellas quiero profundizar para mostraros la abundancia del banquete espiritual y lo innecesaria que es para nosotros la codicia, por su vanidad. Escuchad, pues, y demostrad ser sabios jueces de la verdad. Vuestra decisión afectará a vuestra propia salvación, y no a la de los demás. Que cada uno de vosotros emita su voto de condenación contra su propia alma, como si la expulsara de su casa o de su ciudad.

IV

La codicia no es simplemente ansiar el dinero y otras posesiones, deseando añadir a lo que se tiene aquello a lo que no se tiene derecho, sino que es, en términos más generales, el deseo de tener en cada transacción más de lo que se debe o pertenece. El diablo fue el primero en cometer esta falta, cuando era arcángel y disfrutaba de una vida y posición más honorables. Por arrogancia, el diablo concibió el dominio absoluto, y hasta se rebeló contra Dios. Por eso fue arrojado del cielo, y cayó a la atmósfera terrenal, y se convirtió en malicioso. Como se ve, el diablo no alcanzó la divinidad a la que aspiraba, y sí que perdió el rango que había disfrutado de arcángel. Una vez relegado a la posición de siervo infiel, él se convirtió audaz y gradualmente en un ladrón. Se convirtió en ese perro de la fábula griega que, privado de su alimento, no logró alcanzar su sombra, pues ¿cómo podría alcanzar algo intangible?

V

El primer hombre (Adán) fue seducido por el amor al placer, y al comer el fruto prohibido perdió la inmortalidad. Esaú perdió su primogenitura por un plato de lentejas. El amor a tener más introdujo en nuestro mundo los idiomas y las múltiples lenguas humanas, cuando los hombres, por la abundancia en que vivían, creyeron que los cielos les eran accesibles, y neciamente construyeron una absurda torre para ascender al cielo. Al buscar más de lo que tenían, ellos mismos no sólo se confundieron, sino que inocularon su cansancio en la humanidad, al volverse ellos ininteligibles.

VI

En cuanto al faraón, ¿cómo llegó a verse atrapado por tantas dificultades y plagas? ¿No fue por codicia, por el deseo de dominar a un pueblo extraño que de ninguna manera pertenecía a su reino? Por no perder a los extraños, el faraón perdió a los suyos, directamente a los primogénitos y al resto en su codiciosa persecución por el mar, por no mencionar lo que perdió al ver manar sus ríos sangre, o a esa infinita destrucción provocada por las ranas, langostas, llagas y cuadrúpedos. En definitiva, toda Egipto fue condenada a perder todo tipo de cosas, por la codicia de su gobernante.

VII

En otro lugar he aprendido el resultado de la codicia: que se extiende cómo la lepra, y en un solo instante, por el cuerpo del codicioso. Si tenéis inclinación por la historia, y os gusta escuchar las hazañas de Eliseo, recordad cómo Naamán el Sirio se bañó en el Jordán y sanó de su lepra, y cómo su enfermedad pasó a Giezi (un siervo del profeta, un joven codicioso e insensato, que recibió ropas y plata por la generosa sanación de su amo). Y si no, ¿cómo se convirtió Absalón, ese joven fogoso e impetuoso, e hijo de un padre indulgente, en parricida? ¿No fue por buscar prematuramente la herencia del reino, y saltar como un ladrón sobre lo que era ajeno? Respecto a Judas, ¿qué fue lo que le expulsó de la compañía de los apóstoles, y lo convirtió en traidor en lugar de apóstol? ¿No fue la tesorería, por lo visto administrada deshonestamente en vida, y luego causa de un precio vergonzoso? ¿Por qué Hechos de los Apóstoles hablan de manera trágica de Ananías y Safira? ¿No será porque fueron ladrones de lo suyo, y violadores de sus propias ofrendas? Pronto me faltará el día, si intento enumerar a los siervos de la codicia.

VIII

Dejando la historia antigua, interroguemos la experiencia de la vida diaria, y aprendamos qué clase de criatura es detectable en la codicia, y cuán difícil es librarse de ella. ¿Por qué? Porque a quien quiera que atrapa, siempre en crecimiento pero nunca menguando, envejece en deudas y permanece con ellas hasta el final.

IX

El lujurioso y amante del cuerpo, aunque durante mucho tiempo haya estado enloquecido por sus deseos, al envejecer, y ver al objeto de su afecto (su cuerpo) ya envejecido y sin brillo, descubre que su desorden tiene límites. El glotón mismo se abstiene de su indulgencia cuando sus órganos digestivos no pueden más, y su intenso deseo de comida desaparece. El ambicioso, tras alcanzar la notoriedad que ansiaba, deja de exhibirse. El codicioso, en cambio, es un enfermo cuya enfermedad es difícil de eliminar. Así como la hiedra trepa por los árboles que crecen cerca, y se enrosca fuertemente alrededor de los troncos, y nunca muere (a menos que alguien corte con un hacha sus espirales serpenteantes), así no es fácil liberar al alma de la codicia, ya sea que su cuerpo sea joven o esté comenzando a envejecer. En cualquier caso, la codicia no morirá, a menos que alguna consideración sobria entre y, como un cuchillo, corte la enfermedad.

X

El hombre codicioso es odioso con los miembros de su familia, severo con sus sirvientes, inútil con sus amigos, desagradecido con los extraños, problemático con sus vecinos, pésimo compañero para su esposa, pobre criador de hijos, mal dueño de sí mismo. De noche está lleno de ansiedad, y de día absorto, hablando consigo mismo como un demente. Abunda en riquezas, pero gime como si estuviera necesitado. No disfruta lo que tiene, pero busca lo que no tiene. No usa lo suyo, pero mira con avaricia la propiedad ajena. Tal hombre tiene un gran rebaño de ovejas, que llena los rediles donde está encerrado y cubre las llanuras donde pasta. Si una sola oveja de su vecino aparece en buen estado, sin reparar en las suyas la ataca con avidez. Lo mismo ocurre con sus vacas y sus caballos; y con sus tierras. Su casa está llena de todo, pero no se aprovecha nada. Es imposible que una persona avariciosa disfrute, pues su casa es como una tumba, como un sarcófago lleno de plata y oro que nadie usa. El cuerpo del codicioso no se sustenta, su alma no encuentra satisfacción, la diestra de los muertos no reparte limosnas.

XI

Que alguien que haya sido presa de esta enfermedad de la codicia me conteste a esto: ¿Cuál es el objeto de este esfuerzo, por obtener ganancias? Los codiciosos aman el dinero más cuando están enfermos que cuando gozan de salud. Si el médico les prescribe medicinas blandas y baratas, como perejil, tomillo o anís, ellos siguen de inmediato sus instrucciones. Si el médico menciona alguna droga rica o compleja, o los envían a un boticario o perfumista, ellos prefieren sacrificar sus vidas antes que abrir sus bolsillos. Por ser terrenales, creen que la posesión de bienes terrenales es la vida misma. Estos hombres se sienten profundamente deprimidos por la prosperidad general, y encantados por la angustia general. Ruegan que se impongan cargas fiscales por proclamación pública, para aumentar ellos su dinero mediante la usura. Quieren ver a sus vecinos estrangulados por los prestamistas, para asegurarse ellos sus granjas, bienes o ganado, cuando por necesidad se ven arrojados al mercado a bajo precio. Miran constantemente al cielo, como esos filósofos cuyo trabajo es investigar fenómenos astronómicos, sin estudiar el movimiento de una estrella ni qué lugar ocupa un planeta, sino curiosos por el estado de la atmósfera, o si las señales prometen lluvia o sequía. Si ven algún presagio de calamidad que amenace a la comunidad en general, se alegran. Lo guardan todo en sus almacenes, que sellan herméticamente y aseguran con doble cerrojo, mientras miden y calculan continuamente sus provisiones. Mientras el codicioso alberga tal expectativa, y en su mente se ve rico, si se levanta una espesa nube se asusta como si el peligro fuera inminente. Si llueve, empieza a llorar. Si llueve lo suficiente para mitigar la sequía, se siente profundamente miserable. A partir de entonces, en todo lo que hace se dedica a reflexionar sobre el grano, como un hijo en peligro, pensando en cómo conservarlo durante mucho tiempo y evitar el peligro de los insectos. Cuando ve que el tiempo está seco, sigue el ejemplo de los médicos que tratan a los sudorosos, extendiendo el grano, removiéndolo y refrescándolo con esmero, construyéndole un refugio contra el calor del mediodía y quitándole las mallas por la noche para que los vientos nocturnos lo abaniquen. Si un pobre se presenta ante él, y le pide el grano en peligro, él no se lo da, y si se lo da lo otorga con parsimonia y desgana, desprendiéndose de él con extrema reticencia. 

XII

Os suplico, hermanos que no sufráis estas infinitas penurias. El codicioso merece compasión, pues limita su existencia a tener el vientre asegurado, como fin único de la humanidad. El codicioso siempre va miserable y menesteroso, pues su miseria no tiene límite. En este sentido, él recibe los bienes de muchos y no se da ni siquiera a sí mismo, por lo que nunca tiene nada. ¿Quién ignora que nada, salvo las virtudes, existe por sí mismo, sino que hacemos una cosa para lograr otra? Ningún marinero surca el mar sólo por navegar, ningún agricultor se pasa la vida trabajando sólo por cultivar; sino que lo hacen por el fruto de la tierra y el comercio marítimo. Contéstame, oh avaro, a esta pregunta: ¿Cuál es tu objetivo? ¿Acumular? ¿Y qué clase de objeto en la vida es éste, acumular y regodearse con lo que no se usa? Seguramente, él me respondería: La sola vista me deleita. Y lo le diría: Entonces, calma tu anhelo con los plateros, viendo el brillo de sus vasijas intenso y reluciente. O recorre los mercados, y observa los cántaros ricamente labrados. Ahí tienes una vista libre y sin obstáculos. U observa a los cambistas, que continuamente calculan y cuentan las monedas en sus mesas. O mejor aún, cede a un buen consejo y abandona esta inclinación, pues la codicia no es una necesidad de la naturaleza, sino una decisión, y cambiarla no es difícil para quienes consideran su propio beneficio.

XIII

Cuando ya no existas, oh codicioso, y cuando un pequeño trozo de tierra contenga tu cuerpo, insensible y convertido en polvo, y una pequeña tablilla (de unos pocos palmos) cubra todo lo que quede, ¿dónde estarán entonces tu riqueza y tus tesoros acumulados? ¿Quién será el heredero de lo que dejes? Porque no es en absoluto seguro que sean de quien tú supones. Si dejas hijos, tal vez sean golpeados y expulsados llorando de su hogar ancestral por algún hombre codicioso como tú. Si no tienes hijos, ¿pretendes transmitir la herencia a uno de tus amigos? En todo caso, no consideres tu testamento como una ley inmutable, o algo fuerte e inamovible. Bastará con poco de esfuerzo para invalidar el escrito. ¿No ves a quienes constantemente impugnan testamentos en los tribunales, y cómo con todo tipo de ataques los arrebatan, y los hábiles abogados invocan la ayuda de oradores elocuentes, sobornando testigos y corrompiendo jueces? Respecto a lo que has acumulado en vida, aprende lo que sucederá a tu muerte. Si has obtenido tu riqueza con justicia, úsala, como hizo el bendito Job, para fines necesarios. Si la has obtenido injustamente, devuélvela a quienes has defraudado, como harías con algo capturado en la guerra. Devuelve lo que tomaste o algo más, como hizo Zaqueo. Si no tienes riquezas, no las adquieras con maldad, pues al recorrer un camino inevitable tu pecado, y una amarga porción, te seguirá, mientras que el disfrute de dichas ganancias quedará para quien no conoces. En este sentido, recuerda lo que dijo el rey David: "Acumula riquezas, y no sabe quién las recogerá".

XIV

Observa, oh avaro, al rico Epulón en contraste con Lázaro, en esa fábula que Cristo no compuso para inspirar terror, sino para mostrar una imagen muy verdadera. Su lino fino pereció, su seda pasó a otro, sus lujos desaparecieron y su pecado lo acompañó, como la sombra que te persigue al caminar. Por eso, tras sus extravagantes banquetes y su lujosa mesa, Epulón mendigó una gota de agua que caía del dedo de un leproso, y llamó para aliviar su castigo al mendigo que, tal vez, cuando yacía en la puerta, ni siquiera tenía manos (pues si las hubiera tenido, habría ahuyentado a los perros que "le lamían las llagas"). El rico deseó unirse a Lázaro, pero una zanja o abismo los separaba, como esa zanja que puede verse entre bandos hostiles durante la guerra. Sus pecados fueron el obstáculo que impidió el acercamiento de los condenados a los justos. El profeta Isaías pone su sello a esta interpretación, cuando reprende severamente a un pueblo necio y dice: "¿Se ha acortado la mano del Señor para salvar? ¿Se ha agravado su oído para oír? Vuestros pecados se interponen entre vosotros y Dios". Si el pecado separa a los hombres de Dios y de los demás, nada puede ser más separador que la codicia, a la que Pablo, el heraldo de la verdad, llama con acierto "idolatría, raíz y madre de todos los males". ¿No sabes, oh hombre codicioso, que quienes una vez fueron cristianos, y partícipes de los misterios, son atraídos al servicio de los demonios? ¿No es su caso adueñarse de lo ajeno, y el tuyo el mismo? ¿No es su caso adquirir grandes riquezas, y el tuyo el mismo? 

XV

Los codiciosos, al recibir de hombres impíos y sin Dios promesas de ascensos oficiales, o de riquezas de los tesoros reales, rápidamente se despojan de su religión como de una vestidura. Ejemplos de ello, ocurridos en épocas pasadas, la memoria y la tradición los han preservado y transmitido hasta nosotros. También hay ejemplos que pertenecen a nuestra propia generación, y que están dentro del alcance de nuestra experiencia. Hubo un emperador que, tras mucho tiempo aparentando ser de carácter cristiano, de repente reveló la farsa y ordenó sacrificar descaradamente a los demonios, ofreciendo muchos regalos a los cristianos que hicieran lo mismo. ¡Cuántos abandonaron la Iglesia y corrieron a los altares paganos! ¡Cuántos, tomando el anzuelo del emolumento, tragaron el anzuelo de la apostasía por causa de un poco de dinero! En efecto, tales personas no eran cristianas sino codiciosas, que hoy vagan por las ciudades como objetos de odio. Son conocidos con el nombre de apóstatas, son señalados como traidores a Cristo, son borrados de la lista de los cristianos como Judas de la lista de los apóstoles. A los caballos se les conoce por las marcas marcadas en ellos, y a los falsos cristianos por la marca de la codicia. Estos son los peores cristianos, pues son capaces de dejarse arrastrar al más bajo de todos los pecados, y prontamente siguen al mismo maestro de la impiedad profana y abominable.

XVI

Como dice el apóstol, la codicia es "una idolatría" y "la raíz de todos los males", generando iniquidades incalculables. Quienes buscan oro en las entrañas de la tierra dicen que la roca aurífera se encuentra en grandes cantidades en su misma fuente y lugar de origen, y de allí en vetas que corren de un lado a otro, y se extienden a gran distancia y se prolongan en múltiples ramificaciones, como las raíces de los árboles que se separan del tronco. Pues bien, de igual manera veo yo muchos vástagos de estos "buscadores de oro", y los encuentro a todos unidos en una sola raíz: la codicia. Por el oro veo yo al codicioso tomando medidas violentas contra la vida de su padre, sin reverenciar ni la cana ni la dignidad paterna, sino molesto por la prolongación de la vida del anciano. Viendo todo lo abundante en casa, pero sin tener autoridad sobre lo que ve, el codicioso anhela ser dueño de esta riqueza paterna, y encuentra la autoridad de su padre fastidiosa. Al principio guarda silencio y reprime la codicia en lo más profundo de su alma, pero cuando su deseo aumenta, y su alma se llena de él, de repente deja que la maldad brote, como las aguas rompen sus diques. A partir de entonces, el codicioso se comporta insoportablemente con su padre, tratando de llevarlo a la tumba cuanto antes, aunque esté vivo y sano. Si el padre monta a caballo con agilidad, su hijo se asombra. Si come con ganas, su hijo murmura. Si despierta a los sirvientes para que cumplan sus deberes, su hijo se aflige por la vigilancia y el vigor del anciano. Si regala algo de su propiedad, o libera a un sirviente de la esclavitud, entonces su hijo va más allá de los límites adecuados de la vida, y empieza a acusarlo impíamente de derrochador, despreciable y borracho, reprendiéndolo por no morir lo suficientemente pronto.

XVII

Este es tu fruto, ¡oh abominable codicia! Incitado por ti, el hijo se convierte en enemigo de sus padres. Tu llenas la tierra de ladrones y asesinos, y el mar de piratas, y las ciudades de tumulto, y los tribunales de falsos testigos, acusadores, traidores, abogados y jueces que se inclinan hacia donde tú los atraes. Tu eres, oh codicia, la madre de la desigualdad. Eres despiadada, odiosa a la humanidad, la más cruel con los cercanos. Por ti, la vida de los hombres está llena de desigualdad. Algunos, hartos, detestan la abundancia de sus posesiones, como quien regurgita la comida que ha sido tragada con demasiada avidez, mientras que otros están en peligro por el hambre y la necesidad extremas. Por ti, algunos se acuestan bajo techos dorados y viven en casas que son como pequeñas ciudades, adornadas con suntuosos baños y habitaciones, y los más amplios pórticos, y toda clase de extravagancias, mientras que otros no tienen el refugio de dos tablas. Cuando no pueden vivir al aire libre, éstos se refugian junto a los hornos de los baños o, al encontrar inhóspitos a los encargados, se hunden en el estiércol como cerdos, buscando así el calor necesario. Tú eres la causa de la marcada disparidad en las condiciones de vida entre los hombres, tú la causa de este desordenado y anómalo estado de cosas. Por ti, oh codicia, uno se avergüenza de sus miembros desnudos, y el otro, además de poseer innumerables prendas, adorna sus paredes con tapices de púrpura. Por ti, el pobre no tiene pan para compartir en su mesa de madera, mientras que el codicioso, sentado en su amplio establo de plata, se deleita con su brillo. ¡Cuánto más justo sería que el pobre se diera un festín con el lujo del otro, y que el sustento del necesitado fuera la decoración de la mesa del rico! Por ti, oh codicia, un anciano o cojo no posee el asno que necesita para transportarse, mientras que otro desconoce la multitud de sus manadas de caballos. Por ti uno carece de aceite para encender sus lámparas, mientras que otro tiene una fortuna simplemente en candelabros. Por ti uno sólo tiene el suelo para su cama, mientras que otro se deslumbra con el esplendor de su lecho, con sus bolas y cadenas de plata en lugar de cuerdas. Estos son los frutos que tú produces, oh codicia insaciable.

XVIII

Por la codicia, los hombres pierden su amistad natural, afilan sus espadas y se alinean con unos y sus contrarios, como fieras que luchan con gran ferocidad. ¿Cómo relatar las consecuencias de todo esto? Impresionantes murallas son derribadas por la máquina de la codicia, e imponentes ciudades tomadas, con sus mujeres cautivas y niños esclavizados. Por la codicia, la tierra es devastada, y los árboles son combatidos como si fueran malhechores, y una gran matanza provocada entre los que están en la flor de la vida, y torrentes de sangre fluyen de los miserables cadáveres. La riqueza de los conquistados es el premio de los vencedores, y para estos codiciosos no existen los lamentos de las viudas, ni las lágrimas de los huérfanos, ni los que lloran a la vez por sus padres y por su libertad. Por la codicia, quien ayer poseía grandes riquezas, hoy extiende su mano derecha para mendigar un bocado de pan. Por la codicia, quien ayer tenía muchos esclavos en el telar, y casas llenas de ropa, hoy viste con harapos, realiza el trabajo de esclavos y se ve obligado a acarrear agua, raspar el estiércol del establo y realizar las tareas más serviles. Además, la codicia acarrea innumerables males que es imposible abarcar de una vez. Esto es lo que acarrea el deseo desmedido de tener. Si alguien extirpara esta pasión de un corazón humano, se introduciría inmediatamente en dicho corazón una profunda paz interior. Si se extirpara esta pasión de todos los corazones, las guerras y los tumultos desaparecerían de inmediato, y todo volvería a la condición natural de amor y amistad. Por esta razón, nuestro Señor también atacó directamente esta enfermedad, declarando a pleno pulmón: "No podéis servir a Dios y al dinero". En otra ocasión, nuestro Señor declaró miserable al rico que estaba a punto de morir, mientras imaginaba el prolongado disfrute del lujo. En otro lugar, el Señor enseñó que era perfecto aquel que dividió todo lo que tenía entre los necesitados y pasó a una vida de abnegación, la cual es madre y compañera de la virtud.

XIX

Me parece estar oyendo, aunque ellos callan, a quienes me están diciendo: ¿Cómo seguiremos viviendo, si no nos preocupamos por el dinero? ¿Cómo cubriremos nuestras necesidades? ¿Cómo se devolverán los préstamos? ¿Cómo se concederá un don a quien lo pida, si todos seguimos tu consejo y somos pobres? Queridos hermanos, éstas son las objeciones de los incrédulos, y el discurso de alguien falto de entendimiento, y la excusa de los que no creen en Dios. En primer lugar, nuestro Señor es el director de nuestra vida, y lo mismo que él mismo provee a la criatura viviente de lo que necesita, lo mismo hará con nosotros y nuestros medios para obtener tanto el alimento como la ropa necesarios. En este sentido, la providencia de Dios está sobre todas sus obras, y la desgracia de la pobreza nunca alcanzará a quien es rico en fe. Por poner un ejemplo, en el libro de Reyes se menciona a una viuda que, debido a su condición solitaria, se vio muy oprimida. Un acreedor codicioso y grosero la acosaba, amenazando con quitarle como prenda de sus deudas a sus hijos, que eran todo lo que le quedaba. Cuando llegó la crisis en sus asuntos, la viuda no acudió a ningún rico, sino a un pobre en bienes materiales, sin hogar y vestido con una única túnica de piel de oveja barata: el profeta Eliseo, el único con fe y humanidad, y abundante en riquezas inmateriales, y vestido con el legado que cayó del carro de fuego de Elías. En concreto, Eliseo no socorrió a la viuda de su apuro, pero tampoco la decepcionó, ni la despidió vacía. Muchos otros habrían dicho: ¿Dónde voy a conseguir dinero para pagar tu deuda, oh viuda? Sin embargo, Eliseo, como excelente médico aun sin medicinas disponibles, y con ese ardid inesperado del espíritu, encontró el remedio para la pobre viuda, y le dijo: "Mujer, ¿qué tienes en casa? Recuerda si tienes algo dentro, por pequeño que sea. Porque nadie es tan pobre como para no tener absolutamente nada". Cuando ella respondió que tenía una vasija con un poco de aceite, él dijo: "Prepárame una multitud de vasijas". Cuando la viuda las preparó, él llenó las vasijas de aceite, y con ellas la viuda pagó la deuda al prestamista, y encontró la salida a sus dificultades. El poquísimo aceite que la viuda había dado al profeta, contrariamente a sus expectativas, brotó y llenó todas las vasijas que había preparado, y dejó de fluir sólo cuando no hubo otra vasija para recibirlo. Como se ve, el don fue proporcional a su necesidad, en este caso respecto al aceite de las misericordias de Dios. Comprad este conocimiento, si podéis, reyes y gobernantes, desde el amanecer hasta el ocaso. Obtened este don de profecía, sabios del mundo, si podéis. Ambicionad este aceite, oh codiciosos, si no queréis veros acosados por los ladrones, salteadores, tiranos, confiscadores, aduladores, conspiradores, el mar que ahoga y la tierra que se abre. Que la diestra de Dios sea la esperanza y el tesoro de los hombres. Que lo sea esa mano que sacó a su pueblo de Egipto, y en el desierto lo proveyó con abundancia de bienes. Que lo sea que llevó Habacuc a Daniel, y preservó a Ismael cuando fue depuesto de los brazos de su madre. Que lo sea quien provee para las generaciones futuras, y abasteció con cinco panes de cebada a cinco mil hombre hambrientos, hasta llenar todas las canastas con su pan.