JUAN CRISÓSTOMO
Sobre la Conciencia

I

Hoy es necesario que explique algo de la parábola de Lázaro. Quizás supongan que la he explicado esto ya, pero no quiero aprovecharme de su falta de conocimiento para engañarles; ni abandonaré la tarea sin antes irme con la seguridad de haberlo explorado todo, hasta donde me ha sido posible: como el labrador, al recoger el fruto de la vid, no cesa hasta cortar cada pequeño racimo. Ya que ahora percibo, como bajo las hojas, algunos pensamientos aún ocultos en estas palabras, permítanme recogerlos también, usando la mente como una hoz. Una vid completamente desprovista de fruto representa la presente estéril, con solo hojas. Con respecto a la vid espiritual de las Sagradas Escrituras, no es así; pero cuando hemos recogido todo el fruto visible, aún queda más. Así, muchos antes que nosotros han hablado sobre este tema; quizás muchos después de nosotros lo hagan. Pero nadie podrá agotar toda la riqueza acumulada. Pues tal es la naturaleza de esta abundancia, que cuanto más se profundiza, más abundantemente brota la instrucción divina: es una fuente inagotable.

II

En la última asamblea debí haber saldado esta deuda con ustedes, pero no creí oportuno pasar por alto el recuerdo de las buenas obras de San Babilas y de los dos santos mártires que le sucedieron. Por lo tanto, posponemos el resto de este tema, reservando la conclusión de la parábola para hoy. Puesto que, pues, hemos rendido homenaje a los padres, no según su mérito, sino según nuestra capacidad; permítannos ahora presentar el resto de este tema. Y no se cansen hasta que lleguemos al final, resumiendo nuestro discurso desde el punto donde lo dejamos hace poco. ¿Dónde, entonces, dejamos la narración? Fue donde llegamos al gran abismo entre lo justo y lo injusto. Porque, cuando el hombre rico dijo: «Envía a Lázaro», Abraham le respondió: «Un gran abismo se ha abierto entre nosotros y vosotros, de modo que quienes quieran pasar de aquí a vosotros no pueden, ni tampoco pueden pasar a nosotros quienes quieran venir de allá» (Lc 16,26). También demostramos con muchos argumentos que es necesario depositar nuestra esperanza de seguridad, según la gracia de Dios, en nuestra propia condición, y no confiar en padres, abuelos, bisabuelos, parientes, amigos, conocidos ni vecinos; porque «nadie puede redimir a su hermano» (Sal 48,8). Pero por mucho que quienes parten de esta vida en compañía de pecadores supliquen y supliquen por ellos, todo lo que digan será vano e inútil. Porque, de nuevo, las cinco vírgenes pidieron aceite a sus compañeras, y no lo obtuvieron; También el que escondió su talento en la tierra, aunque presentó muchas excusas, fue condenado. Quienes no alimentaron al Señor cuando tenía hambre ni le dieron de beber cuando tenía sed, esperando refugiarse en la ignorancia, no obtuvieron perdón ni excusa. Hay otros que no pueden decir ni una palabra, como quien apareció en el banquete vestido con ropas viles, acusado de la falta, y se quedó sin palabras. Y no sólo este hombre, sino también otro que no perdonó a su vecino, a quien le exigió los cien denarios, quien después, al ser acusado por su señor de crueldad e inhumanidad, no tuvo nada que responder. De estos ejemplos es evidente que nada puede ayudarnos en este caso. Si no realizamos buenas obras, ya sea que usemos oraciones y súplicas o que guardemos silencio, la sentencia de castigo y la pena caerán igualmente sobre nosotros. Escuchen, pues, cómo este hombre, tras haberle pedido a Abraham dos cosas, no logró ninguna de ellas. Pues primero, suplicó por sí mismo al decir: «Envía a Lázaro»; luego, no por sí mismo, sino por sus hermanos, pero no obtuvo ninguna de las dos. Si la primera petición fue imposible, mucho más lo fue la segunda: la de sus hermanos. Sin embargo, si parece buena, prestemos atención a las palabras mismas. Pues si cuando el magistrado hace comparecer a un delincuente ante el tribunal público, cita a los jueces y procede al juicio, todos se apresuran a escuchar las preguntas del juez y las respuestas del acusado, con mayor razón debemos prestar atención en este caso a lo que este criminal, es decir, el rico, solicita, y a lo que el juez justo, por boca de Abraham, responde. Pues no era el patriarca quien juzgaba el caso, aunque pronunció las palabras; sino que, como en nuestros tribunales terrenales, cuando se acusa a ladrones o asesinos, la ley exige que se mantengan a distancia y fuera de la vista del juez; les ordena que no oigan la voz del juez, lo que también marca su deshonra; pero un mensajero transmite las preguntas del juez y las respuestas del acusado. Lo mismo ocurrió entonces. El condenado no oyó la voz de Dios mismo que le hablaba. Pero Abraham actuó como delegado, transmitiendo las palabras del juez al criminal. Pues no pronunció lo que dijo por su propia cuenta, sino que expuso las leyes divinas al rico y pronunció las decisiones que le fueron dadas desde arriba. Y por esta razón, el rico no tuvo nada que replicar.

III

Nos vendría bien hacer un examen sobre la prosperidad de los malvados y la tribulación de los justos. Pues, en general, nada es tan tropiezo ni causa tanta duda religiosa a mucha gente, como el hecho de que los ricos que viven en pecado puedan disfrutar de gran prosperidad, mientras que los justos, que viven virtuosamente, se ven reducidos a la pobreza extrema y padecen innumerables cosas aún peores. Pero esta parábola basta para ofrecer un remedio que haga a los ricos más sabios y consuele a los pobres; enseña a los primeros a no ser arrogantes; consuela a los pobres respecto a su condición presente; prohíbe a los primeros jactarse si, viviendo malvadamente, no pagan penalidades en esta vida, pues les espera un severo examen en el otro mundo; persuade a los segundos a no preocuparse por la prosperidad ajena y a no imaginar que nuestros asuntos no están bajo el control de la Providencia, incluso si los justos sufren males aquí, mientras que los malvados y depravados disfrutan de una prosperidad continua. Pues ambos recibirán en el futuro su merecido: los primeros la corona, que es la recompensa de la paciencia y la resistencia; los segundos, los castigos y las penas que pertenecen al pecado. Que tanto ricos como pobres graben esta parábola: los ricos en las paredes de sus casas, los pobres en las paredes de su mente; y si alguna vez se oscurece por el olvido, renuévenla por completo mediante un nuevo recuerdo. O mejor aún, que los ricos, en lugar de tenerlo en sus casas, lo graben en su mente y lo lleven consigo constantemente; que sea su instructor y la base de toda su filosofía. Porque si tenemos esto grabado permanentemente en la mente, ni los deleites de la vida presente podrán exaltarnos, ni sus penas humillarnos ni derribarnos; sino que seremos afectados por ambos tipos de experiencia, tal como lo somos por los cuadros pintados en la pared. Porque cuando miramos una pared y vemos retratado a un hombre rico o a un pobre, no envidiamos a uno ni despreciamos al otro; porque lo que miramos es solo una imagen y no la realidad. Así también, si aprendemos la verdadera naturaleza de la riqueza y la pobreza, del honor y la deshonra; y de todas las demás cosas, tanto sombrías como brillantes, nos libraremos de los problemas que surgen de cada una de estas clases de cosas. Porque todas son más engañosas que una sombra; y ni una posición brillante y honorable podrá envanecer a un alma noble y elevada, ni una posición humilde y despreciada podrá perturbarla.

IV

Es hora de que considere ya las palabras del hombre rico: «Te ruego, padre, que envíes a Lázaro a la casa de mi padre, pues tengo cinco hermanos, para que les testifique, para que no vengan también ellos a este lugar de tormento» (Lc 16,27-28). Al no lograr lo que buscaba para sí, suplicó por los demás. Observen cuán benévolo y apacible se vuelve bajo castigo. Quien despreciaba a Lázaro cuando estaba presente, ahora tiene consideración por los ausentes; quien pasó por alto a quien se le presentó, se acuerda de los que no ve, y ruega con gran fervor y celo que se les advierta, para que puedan escapar de los males que están a punto de sobrevenirles. Y ruega que Lázaro sea enviado a la casa de su padre, al lugar que había sido para Lázaro un escenario, el lugar donde su virtud había sido puesta a prueba. Que lo vean coronado, dice, quienes lo han visto luchar; que los testigos de su pobreza y hambre, de sus innumerables aflicciones, sean también testigos de su honor, su transfiguración, su gloria completa; para que, enseñados por ambas visiones, aprendan que nuestros intereses no se limitan a esta vida presente; para que estén preparados de antemano, para poder escapar de este castigo y ruina. ¿Qué responde Abraham? «Tienen a Moisés y a los profetas», dice; «que los escuchen». Tú no tienes, insinúa, tanto cuidado por tus hermanos como Dios, quien los creó: les ha dado muchos maestros, consejeros y consejeros. ¿Qué dice, entonces, el hombre rico? "No, padre Abraham; pero si alguno fuese a ellos de entre los muertos, se persuadirían". Lo mismo se dice a menudo ahora. ¿Dónde están ahora los que dicen: "¿Quién ha salido de allí? ¿Quién resucitó de entre los muertos? ¿Quién puede decirnos qué hay en el hades?". ¡Cuántas cosas así se decía el rico cuando vivía en abundancia! No sólo pedía que alguien resucitara de entre los muertos; sino que, al oír las Escrituras, solía despreciarlas, ridiculizarlas y considerarlas mitos; por lo que él mismo había sentido, suponía que sus hermanos sentirían lo mismo. Ellos, decía, "son escépticos de la misma manera; pero si alguien resucita de entre los muertos, no lo descreerán ni se burlarán de él, sino que prestarán atención a sus palabras". ¿Qué responde entonces Abraham? «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, tampoco escucharán aunque uno se levante de entre los muertos» (Lc 16,31). Y que esto es cierto (que quien no escucha las Escrituras, no escuchará ni siquiera a los que resucitan) lo dan ejemplo los judíos, quienes, al no escuchar a Moisés ni a sus propios profetas, no creyeron ni siquiera al ver a los muertos resucitar; sino que, en el mismo momento del suceso, intentaron matar a Lázaro resucitado; y en otra ocasión, durante la crucifixión, se opusieron vehementemente a los apóstoles incluso mientras muchos muertos resucitaban.

V

Para que estén seguros, por otra razón, de que la enseñanza de los apóstoles es más convincente que la de los resucitados, consideren esto: que un muerto es completamente un siervo, pero lo que declaran las Escrituras lo dice el mismo Señor; de modo que, aunque alguien resucitara, aunque un ángel descendiera del cielo, las Escrituras seguirían siendo el testimonio más seguro. Pues el Soberano de los ángeles y Señor de los muertos y de los vivos ha dado él mismo la ley escrita. Además, que quienes desean el regreso de los muertos desean algo superfluo, se demuestra, además de lo dicho, comparando el caso de nuestros propios tribunales. La gehena no parece existir para quienes no creen. Para los fieles es evidente, pero para los incrédulos no parece existir. Hay un tribunal donde a diario oímos que a uno lo castigan, a otro lo despojan de sus bienes, a otro lo condenan a las minas, a otro a la hoguera, a otro a la muerte de alguna otra manera. A pesar de oír todo esto, los malvados, los perversos y los abandonados no se dan cuenta; a menudo, de hecho, muchos de ellos, tras ser capturados y eludir el castigo, se fugan de la prisión y, al huir, vuelven a las mismas andadas y cometen crímenes aún mayores que antes. No queramos, pues, oír de los muertos lo que las Escrituras nos enseñan a diario, y con mucha más claridad. Porque si Dios supiera esto, es decir, que si algunos resucitaran de entre los muertos, beneficiarían a los vivos, no lo habría pasado por alto; Aquel que ha creado todas las cosas para nuestro bien no habría descuidado este beneficio. Además, si los muertos resucitaran continuamente para declararnos todo lo que allí sucede, incluso este fenómeno sería con el tiempo ignorado; pues el tentador podría, con la mayor facilidad, adaptar su malvada enseñanza a tal situación. A menudo podría fingir apariciones, o al preparar a sus ministros para fingir muerte y sepultura, presentándolos como resucitados, introduciría en la mente de aquellos a quienes engaña todo lo que quería hacerles creer. Porque incluso ahora, cuando nada de eso ocurre, las imágenes de los difuntos se han aparecido a menudo en sueños, engañando y arruinando a muchos. Mucho más si existiera tal estado de cosas, es decir, que muchos regresaran de entre los muertos, ese espíritu sutil envolvería a muchos en sus artimañas e introduciría un gran engaño en nuestra vida. Por lo tanto, Dios ha cerrado las puertas y no permite que ninguno de los que han partido regrese para contarnos lo que allí sucede; para que el tentador no pueda aprovecharse de tal estado de cosas e introducir todo su engaño.

VI

Cuando había profetas, Satanás levantó falsos profetas, y cuando había apóstoles, levantó falsos apóstoles; incluso cuando Cristo apareció, levantó falsos Cristos; y siempre que se ha predicado la sana doctrina, ha introducido doctrina corrupta, sembrando cizaña entre el trigo. Así también, si este estado de cosas hubiera existido, él habría urdido el engaño con sus propios instrumentos; no resucitando realmente a los muertos, sino mediante hechicerías y astucias, engañando los sentidos de los observadores, o incluso, como dije antes, preparando a quienes simularían la muerte, trastornando y confundiendo así todo. Pero Dios, previendo todas estas cosas, ha impedido tal intento, y por consideración a nosotros, no ha permitido que nadie en ningún momento venga de allí para relatar a los hombres vivos las cosas que allí suceden. Él nos ha enseñado a considerar las Sagradas Escrituras como más dignas de confianza que todo lo demás. Pues nos ha aclarado ciertas cosas con mayor claridad que la que nos habría dado la resurrección de los muertos; ha instruido al mundo entero; ha alejado el error y ha traído la verdad; ha obtenido todos estos beneficios, valiéndose de pescadores y hombres sin reputación, y nos ha proporcionado por todos lados pruebas suficientes de su providencia. Por lo tanto, no imaginemos que nuestros asuntos se limitan a la vida presente; sino que tengamos la seguridad de que habrá un escrutinio y una recompensa o retribución por todo lo que ha sucedido aquí. Este hecho es tan claro y evidente para todos, que tanto judíos como griegos, incluso herejes, están de acuerdo al respecto; sí, todos los hombres de toda condición. Porque si bien no todos actúan con la sabiduría debida respecto a la resurrección, todos están de acuerdo respecto al juicio, el castigo y el juicio futuros. Todos coinciden en que hay una recompensa en el más allá por todo lo que ha sucedido aquí. Pues si no fuera así, ¿por qué extendió Dios un cielo así, extendió la tierra debajo, creó la expansión del mar y difundió el aire? ¿Por qué mostró tanta previsión, si no pretendía involucrarse en nuestros asuntos hasta el final? ¿No ves a muchos que, tras vivir una vida virtuosa, tras sufrir innumerables males, han partido de aquí sin recibir ningún bien? Otros, por su parte, que han mostrado toda clase de maldad, que han saqueado las posesiones ajenas, han robado y oprimido a viudas y huérfanos, han partido de esta vida tras disfrutar de riquezas, lujos e innumerables bienes, sin sufrir desgracia alguna. ¿Cuándo, pues, reciben los primeros la recompensa de su virtud? ¿Cuándo pagan los segundos el castigo de su maldad, si nuestros asuntos están limitados por la vida presente? Pues si hay un Dios (como sin duda lo hay), es un Dios justo, todos lo admitirán; y si es justo, recompensará a ambos según sus merecimientos; esto también les será concedido. Pero si él quiere dar a cada clase su merecido, mientras que en esta vida ninguna de las dos lo recibió (ni una el castigo de su pecado, ni la otra la recompensa de su virtud) es manifiesto que se reserva una oportunidad en la que cada una recibirá su recompensa apropiada.

VII

¿Con qué propósito ha puesto Dios en nuestra mente un juez tan vigilante y vigilante, quiero decir, la conciencia? Es imposible que un juez entre los hombres sea tan infatigable como nuestra conciencia. Pues los jueces en los asuntos mundanos a veces se corrompen por el dinero, se debilitan por la adulación o disimulan por miedo; y hay muchas otras cosas que destruyen la rectitud de su decisión; pero el tribunal de la conciencia nunca cede a ninguna de estas influencias; ya sea que ofrezcas dinero, adules, amenaces o hagas cualquier otra cosa similar, aún emite una sentencia imparcial contra las maquinaciones de los pecadores; y quien comete iniquidad, se condena a sí mismo, aunque nadie más lo acuse. Y no una ni dos veces, sino incluso con frecuencia, y a lo largo de toda la vida, continúa haciendo lo mismo; aunque haya transcurrido mucho tiempo, nunca olvida lo sucedido. En el momento en que se comete el pecado, antes y después de cometerse, la conciencia se constituye en nuestra acusadora; pero principalmente después de cometerlo. Pues al momento de cometer el pecado, embriagados por el placer, no somos tan sensibles; pero cuando el asunto ha pasado y ha llegado a su conclusión, entonces, especialmente cuando se ha agotado todo el placer, se siente la punzada aguda del arrepentimiento. Y a diferencia de lo que les sucede a las mujeres en labor de parto, quienes antes del nacimiento tienen un sufrimiento grande e insoportable, que sienten los dolores del parto causando un dolor intenso, pero después encuentran alivio, ya que el dolor cesa con el nacimiento del niño; en el caso que estamos considerando, no es así. Pues mientras concebimos y albergamos en nuestra mente designios corruptos, nos alegramos y nos regocijamos; pero cuando hemos dado a luz a este malvado fruto, el pecado, entonces vemos la bajeza de lo que se produce y nos duele; entonces estamos en mayor miseria que las mujeres en labor de parto. Por tanto, te suplico que no albergues ningún deseo corrupto, especialmente el comienzo de tal deseo. Pero si hemos admitido tal deseo, apaguemos sus inicios; e incluso si hemos sido negligentes más allá de esto, destruyamos el pecado que ha procedido a los hechos, mediante la confesión, las lágrimas y la auto-condenación. Nada es un antídoto tan grande contra el pecado como la condenación y el repudio de él con penitencia y lágrimas. Al condenar tu propio pecado, te liberas de su yugo. ¿Quién habla así? Dios, el juez mismo. «Reconoce primero tu pecado, para que seas justificado» (Is 43,26). ¿Por qué te avergüenzas y te sonrojas al confesar tu pecado? ¿Por qué hablar de él a un hombre, que puede culparte? ¿Por qué confesárselo a tu compañero, que puede avergonzarte? Más bien, muéstralo al Maestro, que es quien te cuida bondadosamente. Muéstrale la herida al médico.

VIII

Aunque tú no confieses, Dios no ignora el hecho, pues lo conocía antes de cometerse. ¿Por qué, entonces, no hablas de ello? ¿Acaso la trasgresión se vuelve más grave con la confesión? Es más, se vuelve más ligera y menos problemática. Y es por esta razón que él quiere que confieses, no para que seas castigado, sino para que seas perdonado; no para que él conozca tu pecado (¿cómo podría ser esto, si él lo ha visto?), sino para que conozcas el favor que él te concede. Dios desea que conozcas la grandeza de su gracia, para que lo alabes con perfección, para que seas más lento para pecar, para que seas más rápido para la virtud. Y si no confiesas la magnitud de la necesidad, no comprenderás la extraordinaria magnitud de su gracia. No te obligo, dice él, a presentarte en medio de la asamblea ante una multitud de testigos; declara el pecado en secreto solo a mí, para que yo sane la llaga y alivie el dolor. Por eso él ha puesto en nosotros una conciencia más fiel que un padre. Pues un padre, tras haber amonestado a su hijo una, dos, tres o incluso diez veces, al ver que no se corrige, lo reniega públicamente, lo despide de casa y corta el vínculo familiar; pero no actúa así la conciencia. Porque si una, dos, tres o mil veces habla, y no obedeces, volverá a hablar y no cesará hasta el último aliento; y tanto en casa como en la calle, en la mesa, en el mercado y en el camino, a menudo incluso en sueños, nos presenta la imagen y la apariencia de nuestros pecados.

IX

¡Contemplad la sabiduría de Dios! Él ha hecho que la reprensión de la conciencia no sea incesante (pues si hubiéramos sido acusados constantemente, no habríamos podido soportar la carga), ni la ha debilitado tanto que cese tras una o dos advertencias. Porque si sintiéramos auto-condenación cada día y a cada hora, nos habríamos visto abrumados por la tristeza. Si, a su vez, la conciencia, tras habernos advertido una o dos veces, dejara de reprendernos, no habríamos cosechado mucho beneficio. Por lo tanto, Dios ha hecho que la advertencia sea duradera, pero no incesante: es duradera para que no caigamos en la negligencia, sino para que siempre, hasta el final de nuestra vida, siendo advertidos, estemos vigilantes. Además, la advertencia no es incesante ni acumulativa para que no nos hundamos en ella, sino para que seamos refrescados por momentos de reposo y otros consuelos. Así, la completa liberación del dolor mental sería ruinosa para los pecadores; produciría en nosotros una insensibilidad total, mientras que, por otro lado, sentir este dolor incesantemente y sin medida sería aún más perjudicial. Pues el exceso de tristeza, a menudo lo suficientemente fuerte como para anular las facultades mentales naturales del hombre, abruma el alma y hace que nuestras buenas cualidades sean totalmente inservibles. Por esta razón, Dios ha hecho que las convicciones de la conciencia se nos impongan solo a intervalos, siendo estas convicciones extremadamente severas y a menudo punzando al pecador con más fuerza que un aguijón. No solo cuando nosotros mismos hemos pecado, sino también cuando otros han cometido los mismos actos, la conciencia se despierta y nos acusa con gran vehemencia. El fornicador, el adúltero o el ladrón, no sólo cuando él mismo es acusado, sino cuando oye que otros son acusados de haber cometido los mismos pecados, siente como si él mismo fuera castigado; la culpa que recae sobre los demás le recuerda su propio pecado; Y aunque sea otro el acusado, él mismo, sin ser culpado, siente la acusación, pues se ha atrevido a hacer lo mismo. De la misma manera, también, con respecto a las buenas obras, cuando otros son alabados y honrados, quienes las han realizado se regocijan con ellas, como si fueran alabados no menos que los demás. ¿Qué puede ser, pues, más miserable que el caso del pecador que, cada vez que otros son acusados, él mismo se siente avergonzado? ¿Qué, también, es más bendito que la suerte de quien, viviendo virtuosamente, cuando otros son alabados, él mismo siente gozo y alegría, recordando sus propias buenas obras por la alabanza otorgada a otros? Estas cosas son obra de la sabiduría de Dios; son ejemplos de su extraordinaria providencia. La advertencia de la conciencia es un ancla divina, que no nos permite naufragar del todo en el abismo de la iniquidad. No sólo al momento de cometer el pecado, sino después de largos períodos de años, la conciencia puede recordarnos antiguas faltas. De esto aportaré pruebas claras de las propias Escrituras.

X

Un día, los hermanos de José lo vendieron sin tener ningún cargo que presentar en su contra, salvo que previó en sueños la gloria que le esperaba: «Vi», dijo, «tus gavillas se inclinaban ante mi gavilla» (Gn 37,6). De hecho, precisamente por esto debían cuidarlo más, pues iba a ser la corona de toda la familia y la gloria de toda su raza. Así es, sin embargo, la envidia: lucha contra su propio honor; y un envidioso preferiría sufrir mil males antes que ver a su prójimo renombrado, aunque una parte de ese renombre recayera sobre él. ¿Qué puede ser más miserable que esto? Este tipo de sentimiento se apoderó de los hermanos de José. Al verlo a lo lejos, viniendo a traerles provisiones, se dijeron: «Vengan, matémoslo y veremos qué sucede con sus sueños» (Gn 37,20). Si no lo consideraban un hermano ni sentían el vínculo natural, deberían haber considerado la ayuda que les brindó y la forma en que les sirvió al venir a proveerles de sustento. Pero observen cómo, sin darse cuenta, profetizaron: «Vengan», dijeron, «matémoslo y veremos qué sucede con sus sueños». Si no hubieran conspirado contra él, urdido una traición y planeado ese descarado plan, no habrían experimentado la verdadera intención de esos sueños. Porque no era probable que él, a pesar de no sufrir desgracias, llegara al trono de Egipto; sin embargo, a través de estas dificultades y obstáculos, alcanzó tal esplendor. Porque si no hubieran conspirado contra él, no lo habrían vendido a Egipto; si no lo hubieran vendido a Egipto, la amante no se habría enamorado de él; si la amante no se hubiera enamorado de él, no lo habrían encarcelado, no habría interpretado los sueños, no lo habrían nombrado gobernante; si no lo hubieran nombrado gobernante, los hermanos no habrían venido a comprar trigo ni se habrían inclinado ante él. Así pues, ya que estaban dispuestos a matarlo, por esta misma razón percibieron el pleno significado de los sueños. ¿Qué, entonces? ¿Eran ellos los procuradores de todo su bien futuro y la causa de su gloria? En absoluto; estaban dispuestos a exponerlo a la muerte, al dolor, a la esclavitud, a los males más extremos. Pero el Dios omnipotente usó la maldad de los conspiradores para probar y aprobar al que fue vendido y traicionado.

XI

Para que este resultado no se considere fruto de una coincidencia casual, o una revolución accidental de las cosas, Dios, por medio de los mismos hombres que se opusieron, logró el mismo resultado al que se opusieron, valiéndose de sus enemigos para la aprobación de sus siervos, para que aprendáis que lo que Dios ha querido nadie lo impedirá, y que nadie desviará su mano poderosa; para que, cuando se os conspire contra vosotros, no tropecéis ni os desaniméis, sino que seáis capaces de saber que la conspiración resultará en bien al final, si tan solo sobrelleváis bien vuestra suerte. Contempla, pues, en este caso, cómo la envidia produjo una posesión real; cómo los celos procuraron a su víctima una corona y le consiguieron un trono; quienes conspiraron contra él, lo impulsaron a la grandeza de su poder. Quien fue conspirado gobernó, quienes conspiraron sirvieron; él recibió homenaje, ellos rindieron homenaje. Por tanto, cuando te sobrevengan males frecuentes y acumulados, no te preocupes ni te desanimes, sino persevera hasta el final. El fin resultará en todo digno de la beneficencia de Dios, si tan sólo soportas con gratitud las cosas que mientras tanto te acontecen. Quien tuvo estas visiones, estando en extremo peligro, vendido por sus hermanos, herido por su amante y nuevamente encarcelado, no se dijo a sí mismo: "¿Qué es todo esto? ¡Las visiones son entonces un engaño! Soy un exiliado de mi país y privado de libertad; por mi Dios, no he cedido a las seducciones de mi amante; por la templanza y la virtud, soy castigado, y él ni siquiera en este momento me ha defendido ni me ha extendido su mano, sino que ha permitido que me entreguen a una servidumbre constante y creciente. Después del pozo, me sobrevino la esclavitud; después de la esclavitud, la traición; después de la traición, la calumnia; después de la calumnia, la prisión". Pero nada de esto lo conmovió; permaneció firme en su esperanza, confiado en que nada de lo prometido fallaría jamás. Dios, en verdad, pudo cumplir todo en un mismo día; pero para mostrar su poder y la fe de sus siervos, permitió que transcurriera mucho tiempo y que surgieran muchos obstáculos, para que podáis comprender su poder, al cumplir las promesas en el mismo momento en que vosotros cederíais a la desesperación, y para que podáis ver la paciencia y la fe de sus siervos, al no desviarse de su expectativa del bien en medio de las calamidades.

XII

Como dije, los patriarcas volvieron, y el hambre, como un soldado armado, los obligó a ir a la presencia de José, el gobernador; querían comprar trigo. ¿Qué les dijo entonces? «Sois espías». Entonces se dijeron: «¡Qué es esto! ¡Venimos a buscar comida y hemos arriesgado nuestra vida!». Sí, con razón, ya que él también vino a vosotros trayendo comida, y vosotros pusisteis en peligro su vida. Y él lo soportó por su integridad; ahora vosotros sufrís por hipocresía. Sin embargo, no era su enemigo; fingió hostilidad para conocer con precisión la condición de la familia. Pues como habían sido malvados y despiadados con él, al no ver a Benjamín con ellos, temió por el niño, no fuera a ser también un hermano en el sufrimiento. Ordenó que alguno de ellos fuera atado y dejado allí; y que todos los demás que se llevaban el trigo se marcharan, amenazándolos de muerte si no traían de vuelta a su otro hermano. Desde que esto sucedió y él dijo: «Dejen a uno aquí y traigan al otro hermano, o morirán», ¿qué se dijeron? «En verdad, fuimos culpables con respecto a nuestro hermano cuando nos suplicó». ¿Observan después de cuánto tiempo recuerdan ese crimen? Entonces le dijeron a su padre: «Una mala bestia lo ha devorado» (Gn 37,33). Ahora, cuando el propio José está presente y los escucha, lamentan su crimen. ¿Qué puede ser más extraordinario que esto? Sin tribunal, hay convicción; sin acusación, disculpa; sin testimonio, prueba; ¡los mismos hombres que cometieron el hecho se condenan a sí mismos y divulgan lo que se hizo en secreto! ¿Quién los persuadió u obligó a exponer en público las cosas que se habían atrevido tanto tiempo antes? ¿No es evidente que la conciencia, el juez inexorable, había estado constantemente perturbando sus pensamientos y turbando su alma? También él, que había sido tratado con crueldad, se sentó allí, juzgándolos en silencio; y no habiendo nadie que presentara acusación contra ellos, ellos mismos dictaron sentencia contra sí mismos. Hablaron así entre ellos: otro también se excusó: "¿No les dije: No pequen contra el niño ni le hagan daño, pues es nuestro hermano? Y ahora su sangre es demandada de nuestras manos" (Gn 42,22). Aunque nadie habló así ni dijo nada sobre el crimen ni sobre el asesinato; aunque la víctima, sentada en su presencia, no preguntó nada al respecto, sino que preguntó por el otro hermano; su conciencia, aprovechando la oportunidad, se apoderó de ellos, y al no haber ninguna acusación, los obligó a confesar sus actos. Nosotros mismos sufrimos a menudo cosas así, cuando los pecados ya han pasado. Cuando nos acosan las penas o la desgracia, recordamos nuestras malas acciones pasadas.

XIII

Sabiendo todo esto, cuando hayamos cometido algún mal, no esperemos la calamidad ni la dificultad, ni el peligro ni las cadenas; sino que, a cada hora del día, constituyámonos este tribunal, juzguémonos a nosotros mismos y esforcémonos por todos los medios por reconciliarnos con Dios. No dudemos de la resurrección ni del juicio futuro, ni nos dejemos intimidar por lo que digan los demás; más bien, según las verdades que hemos aprendido, refutémoslos. Porque si no rindiéramos cuentas de todo lo que hemos hecho, Dios no habría establecido tal tribunal dentro de nosotros. Pero esto también es una prueba de su bondad. Pues, puesto que en el futuro nos pedirá cuentas de nuestros pecados, ha puesto en nosotros a este juez incorruptible para que, condenándonos ahora por nuestros pecados y haciéndonos más sabios, nos libre del juicio futuro. Esto también dice San Pablo: «Si nos juzgáramos a nosotros mismos, no seríamos juzgados por el Señor» (1Cor 11,31). Para no ser castigados entonces ni pagar la pena, que cada uno de nosotros reflexione en su conciencia; y, analizando su vida pasada y examinando cuidadosamente todas sus faltas, condene al alma que cometió tales actos; castigue sus pensamientos; aflíjase; confíe en su propia mente; exija un castigo por sus pecados mediante la autocondena, la penitencia, las lágrimas, la confesión, el ayuno y la limosna, la templanza y el amor. Hagamos esto para que, por todos los medios a nuestro alcance, podamos, con plena confianza, alcanzar el reino futuro, que nos tome a todos por la gracia y la bondad de nuestro Señor Jesucristo.

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Traducido por
Manuel Arnaldos, ed. EJC, Molina de Segura 2025

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