ATANASIO DE ALEJANDRÍA
Apología Propia, frente a Constancio

I
Motivo y momento de la Apología

Sabiendo que has sido cristiano durante muchos años, muy religioso augusto, y que eres piadoso por descendencia, me comprometo alegremente a responder por mí mismo en esta ocasión; pues usaré el lenguaje del bienaventurado Pablo, y lo haré mi abogado ante ti, considerando que él fue un predicador de la verdad, y que tú eres un oyente atento de sus palabras.

En cuanto a los asuntos eclesiásticos que han sido motivo de una conspiración contra mí, basta con referir a vuestra piedad el testimonio de los numerosos obispos que han escrito en mi favor; basta también la retractación de Ursacio y Valente para demostrar a todos que ninguno de los cargos que presentaron contra mí tenía nada de verdad. Pues ¿qué prueba pueden presentar otros tan sólida como la que declararon por escrito? Ninguna, sino ésta: "Mentimos, inventamos estas cosas, y todas las acusaciones contra Atanasio están llenas de falsedad".

A esta prueba clara se puede añadir, si os dignáis escucharla, la circunstancia de que los acusadores no presentaron ninguna prueba contra el presbítero Macario mientras estábamos presentes. Porque en nuestra ausencia, y cuando estaban solos, manejaron el asunto como quisieron. Ahora bien, la ley divina en primer lugar, y después nuestras propias leyes, han declarado expresamente que tales procedimientos no tienen ningún valor. Estoy seguro de que por estas cosas vuestra piedad, amante de Dios y de la verdad, percibirá que estamos libres de toda sospecha y declarará falsos acusadores a nuestros adversarios.

II
La tentación de enfrentar a Constante y Constancio

En cuanto a la acusación calumniosa que se ha presentado contra mí ante vuestra merced, respecto a la correspondencia con el piadosísimo augusto, vuestro hermano Constante, de bendita y eterna memoria (pues mis enemigos me lo cuentan y se han atrevido a afirmarlo por escrito), los hechos anteriores son suficientes para probar que también es falsa. Si la hubieran alegado otras personas, el asunto habría sido ciertamente un tema adecuado para la investigación, pero habría requerido pruebas sólidas y una prueba abierta en presencia de ambas partes; pero cuando las mismas personas que inventaron la acusación anterior son también los autores de esta, ¿no es razonable concluir de lo que se dice de una, la falsedad de la otra?

Por esta razón, volvieron a conferenciar juntos en privado, pensando que podrían engañar a vuestra merced antes de que yo me diera cuenta. Pero en esto fracasaron, pues no quisiste escucharlos como deseaban, sino que pacientemente me diste una oportunidad para presentar mi defensa. Y como no os dejasteis llevar inmediatamente a la venganza, obrasteis como corresponde a un príncipe, cuyo deber es esperar la defensa de la parte agraviada. Si os dignaréis escuchar esto, estoy seguro de que también en este asunto condenaréis a esos hombres temerarios, que no tienen temor de ese Dios que nos ha ordenado no mentir delante del rey.

III
La 1ª acusación, de que Atanasio actuó por su cuenta

En verdad, me avergüenzo incluso de tener que defenderme de acusaciones como éstas, que no creo que ni siquiera el acusador se atreva a mencionar en mi presencia. Porque él sabe muy bien que dice una mentira y que yo nunca he estado tan loco ni tan fuera de sí como para ser sospechoso de haber concebido semejante cosa. De modo que, si alguien me hubiera preguntado sobre este tema, ni siquiera habría contestado, no fuera a ser que, mientras me defendía, mis oyentes hubieran suspendido por un momento su juicio sobre mí.

A vuestra merced respondo con voz alta y clara, y extendiendo mi mano, como he aprendido del apóstol ("poniendo a Dios por testigo sobre mi alma"; 2Cor 1,23), y como está escrito en las historias de los reyes ("el Señor es testigo, y su Ungido es testigo"; 1Sm 12,5), que nunca he hablado mal de vuestra merced ante vuestro hermano Constante, el muy religioso augusto de bendita memoria. No lo exasperé contra vos, como éstos me han acusado falsamente. Al contrario, cada vez que en mis entrevistas con él ha mencionado a vuestra merced (en el momento en que Talaso llegó a Pitibión, y yo estaba en Aquilea), el Señor es testigo de cómo hablé de vuestra piedad en términos que quisiera que Dios revelara a vuestra alma, para que pudierais condenar la falsedad de estos mis calumniadores.

Ten paciencia conmigo, graciosamente augusto, y concédeme libremente tu indulgencia mientras hablo de este asunto. Tu muy cristiano hermano no era un hombre de temperamento tan ligero, ni yo una persona de tal carácter, como para que debiéramos comunicarnos juntos sobre un tema como este, o para que yo calumniara a un hermano a otro hermano, o hablara mal de un emperador delante de otro emperador. No estoy tan loco, Señor, ni he olvidado aquella expresión divina que dice: "No maldigas al rey, ni siquiera en tu pensamiento; ni maldigas al rico en tu dormitorio; porque un pájaro del cielo llevará la voz, y lo que tiene alas lo contará" (Ecl 10,20).

Si las cosas que se dicen en secreto contra vosotros, los reyes, no están ocultas, ¿no es increíble que yo haya hablado contra vosotros en presencia de un rey y de tantos circunstantes? Porque nunca vi a tu hermano solo, ni él conversó conmigo en privado, sino que siempre me presentaban en compañía del obispo de la ciudad donde me encontraba y de otros que por casualidad estaban allí. Entrábamos juntos en la presencia y juntos nos retirábamos. Fortunato, obispo de Aquilea, puede dar testimonio de esto, el padre Osio puede decir lo mismo, como también los obispos Crispino de Padua, Lucilio de Verona, Dionisio de Leis y Vicencio de Campania. Y aunque Maximino de Tréveris y Protasio de Milán están muertos, sin embargo Eugenio, que era maestro de palacio, puede dar testimonio de mí; porque él estaba delante del velo, y escuchó lo que pedimos al emperador, y lo que él se dignó respondernos.

IV
Los movimientos de Atanasio refutan esta acusación

Esto es suficiente, sin duda, para demostrar lo que digo. Mas permíteme que te cuente un relato de mis viajes, que te llevará a condenar las calumnias infundadas de mis oponentes.

Cuando salí de Alejandría, no fui a la sede de tu hermano ni a ninguna otra persona, sino solo a Roma; y después de exponer mi caso ante la Iglesia (pues esto era lo único que me preocupaba), pasé mi tiempo en el culto público. No escribí a tu hermano, excepto cuando Eusebio y sus compañeros le escribieron para acusarme, y me vi obligado, mientras estaba todavía en Alejandría, a defenderme; y nuevamente cuando le envié volúmenes que contenían las Sagradas Escrituras, que me había ordenado que preparara para él. Me corresponde, mientras defiendo mi conducta, decir la verdad a vuestra merced.

Cuando pasaron tres años, me escribió en el cuarto año, ordenándome que me reuniera con él (estaba entonces en Milán). Al preguntarle la causa (pues yo la ignoraba, el Señor es testigo), supe que algunos obispos habían ido a pedirle que escribiera a vuestra piedad pidiendo que se convocara un concilio. Créeme, señor, que es la verdad del asunto.

Así pues, fui a Milán y me recibió con gran amabilidad, pues se dignó verme y decirme que había enviado cartas a vosotros pidiendo que se convocara un concilio. Mientras permanecí en esa ciudad, me mandó llamar de nuevo a la Galia (pues el padre Osio iba allí), para que de allí pudiéramos viajar a Sárdica. Después del concilio, me escribió mientras yo permanecía en Naiso, y subí y me quedé después en Aquilea, donde me encontraron las cartas de vuestra merced. Invitado de nuevo por vuestro difunto hermano, volví a la Galia, y así llegué finalmente a vuestra merced.

V
No hay tiempo ni lugar posible para el presunto delito

Ahora bien, ¿en qué lugar y tiempo me ha dicho mi acusador que yo dije estas palabras según su calumniosa acusación? ¿En presencia de quién cometí la locura de decir las palabras que él falsamente me acusa de haber dicho? ¿Quién está dispuesto a apoyar la acusación y a dar testimonio de los hechos? Lo que sus propios ojos han visto, eso debería decir, como manda la Sagrada Escritura. Pero no, no encontrará testigos de lo que nunca ocurrió. Pero tomo tu piedad como testigo, junto con la verdad, de que no miento.

Porque sé que eres una persona de excelente memoria, te pido que recuerdes la conversación que tuve contigo, cuando te dignaste verme, primero en Viminacio, una segunda vez en Cesarea de Capadocia, y una tercera vez en Antioquía. ¿Hablé mal ante ti incluso de Eusebio y sus compañeros que me habían perseguido? ¿Lancé imputaciones sobre alguno de los que me han hecho daño? Si yo no le imputara nada a ninguno de aquellos contra quienes tenía derecho a hablar, ¿cómo podría estar tan poseído por la locura como para calumniar a un emperador ante un emperador y poner a un hermano en desacuerdo con otro hermano?

Os suplico que me hagáis comparecer ante vosotros para que se pruebe el asunto, o bien condenéis estas calumnias y seguid el ejemplo de David, que dice: "Quien calumnie a su prójimo en secreto, a éste destruiré". En cuanto a ellos, me han matado, porque "la boca que desmiente mata el alma" (Sb 1,11). Vuestra paciencia ha prevalecido contra ellos, y me ha dado confianza para defenderme, para que puedan sufrir la condenación como personas contenciosas y calumniosas. Respecto a vuestro muy religioso hermano, de bendita memoria, esto puede bastar, porque podréis, según la sabiduría que Dios os ha dado, sacar mucho provecho de lo poco que he dicho y reconocer la acusación ficticia.

VI
La 2ª acusación, de que Atanasio apoyó a Magencio

En cuanto a la segunda calumnia, sobre que escribí cartas al tirano (del que no quiero pronunciar su nombre), te suplico que investigues y pruebes el asunto como quieras y por quien quieras. La extravagancia de la acusación me confunde tanto que no sé cómo actuar. Créeme, piadosísimo príncipe, he meditado muchas veces sobre el asunto, pero no podía creer que alguien pudiera ser tan loco como para decir semejante falsedad.

Cuando esta acusación fue publicada por los arrianos, así como por los primeros, y se jactaron de haberte entregado una copia de la carta, me quedé asombrado y pasaba noches sin dormir luchando contra la acusación, como si estuviera en presencia de mis acusadores. De repente, rompiendo a gritar fuerte, inmediatamente me ponía a orar, deseando con gemidos y lágrimas poder obtener una audiencia favorable de tu parte. Y ahora que por la gracia del Señor he obtenido tal audiencia, de nuevo me encuentro perdido en la confusión sobre cómo comenzar mi defensa, pues cada vez que intento hablar, me lo impide el horror que me produce el hecho.

En el caso de tu difunto hermano, los calumniadores tenían en verdad una excusa plausible para lo que alegaban, porque me habían permitido verlo y él se había dignado escribirte acerca de mí para expresar tu afecto fraternal; y a menudo me había mandado llamar para que fuera a verlo, y me había honrado cuando llegué.

En cuanto al traidor Magencio, el Señor es testigo, y su Ungido es testigo (1Sm 12,5) que no lo conozco ni lo conocí nunca. ¿Qué correspondencia podría haber entonces entre personas tan completamente desconocidas entre sí? ¿Qué razón había para inducirme a escribirle a un hombre así? ¿Cómo habría podido comenzar mi carta si le hubiera escrito a él? ¿Habría podido decir: "Hiciste bien en asesinar al hombre que me honró, cuya bondad nunca olvidaré"? ¿O bien: "Apruebo tu conducta al destruir a nuestros amigos cristianos y hermanos más fieles" o: "Apruebo tus procedimientos al masacrar a quienes tan amablemente me agasajaron en Roma? Por ejemplo, tu difunta tía Eutropia, cuya disposición respondía a su nombre, ese hombre digno, Abuterio, el muy fiel Spirancio y muchas otras personas excelentes.

VII
El carácter increíble y absurdo de dicha acusación

¿No es pura locura que mi acusador incluso sospeche de mí algo así? ¿Qué, pregunto de nuevo, podría inducirme a depositar confianza en este hombre? ¿Qué rasgo percibí en su carácter en el que pudiera confiar? Había asesinado a su propio amo; había sido infiel a sus amigos; había violado su juramento; había blasfemado contra Dios, consultando a envenenadores y hechiceros en contra de su ley. ¿Y con qué conciencia podía enviar saludos a un hombre así, cuya locura y crueldad me habían afligido no sólo a mí, sino a todo el mundo que me rodeaba?

Sin duda, le debía mucho por su conducta, ya que cuando tu difunto hermano había llenado nuestras iglesias con ofrendas sagradas, lo asesinó. Porque el miserable no se conmovió al ver estos dones suyos, ni tuvo temor de la gracia divina que le había sido dada en el bautismo, sino que, como un espíritu maldito y diabólico, se enfureció contra él, hasta que tu bendito hermano sufrió el martirio en sus manos; mientras que él, en adelante un criminal como Caín, fue llevado de un lugar a otro, "gimiendo y temblando", con el fin de poder seguir el ejemplo de Judas en su muerte, convirtiéndose en su propio verdugo, y así atraer sobre sí un doble peso de castigo en el juicio venidero.

VIII
Más refutaciones contra dicha acusación

Con un hombre así, el calumniador creyó que yo había tenido relaciones de amistad. O mejor dicho, no creyó así, sino que, como un enemigo, inventó una ficción increíble, pues sabe muy bien que ha mentido. Quisiera que, quienquiera que sea, estuviera presente aquí para poder preguntarle sobre la palabra de la Verdad misma (pues todo lo que hablamos como en la presencia de Dios, nosotros los cristianos lo consideramos como un juramento). Digo que podría preguntarle: ¿quién de nosotros se alegró más por el bienestar del difunto Constante? ¿Quién rezó por él con más fervor?

Los hechos de la acusación anterior lo prueban. En realidad, es evidente para todos cómo se presenta el caso. Pero aunque él mismo sabe muy bien que nadie que estuviera dispuesto así hacia el difunto Constante y que lo amara de verdad podría ser amigo de su enemigo, temo que, al estar poseído por otros sentimientos hacia él que los que yo tenía, me haya atribuido falsamente los sentimientos de odio que él albergaba.

IX
Atanasio no podía apoyar a alguien que ni siquiera conocía

Por mi parte, estoy tan sorprendido por la enormidad del asunto, que no sé qué decir en mi defensa. Sólo puedo declarar que me condeno a morir diez mil veces si se me imputa la más mínima sospecha en este asunto. A vos, señor, como amante de la verdad, os hago un llamamiento con confianza. Os suplico, como ya he dicho, que investiguéis este asunto, y especialmente con el testimonio de aquellos que en otro tiempo os envió como embajadores, es decir, los obispos Sarvacio y Máximo y los demás, junto con Clemente y Valente.

Os ruego que les preguntéis si me trajeron cartas. Si así fuera, me daría ocasión de escribirle. Pero si él no me escribiera, si ni siquiera me conociera, ¿cómo podría yo escribirle a alguien a quien no conozco? Pregúntales si, cuando vi a Clemente y sus compañeros y hablé de tu hermano de bendita memoria, no mojé mis vestidos con lágrimas, como dicen las Escrituras, al recordar su bondad y su espíritu cristiano. Aprende de ellos cuán ansioso estaba, al enterarme de la crueldad de la bestia y saber que Valente y su compañía habían venido por Libia, por temor a que él también intentara pasar y, como un ladrón, asesinara a quienes amaban y recordaban al príncipe difunto, entre quienes me considero el segundo.

X
La lealtad de Atanasio hacia Constancio y su familia

¿Cómo, si yo temía que su hermano tuviera semejantes intenciones, no habría otra posibilidad de que yo rezara por vuestra gracia? ¿Debería sentir afecto por su asesino y sentir antipatía por vos, su hermano, que vengó su muerte? ¿Debería recordar su crimen y olvidar que vuestra bondad, que os dignasteis asegurar por carta, seguiría siendo la misma hacia mí después de la muerte de vuestro hermano, de feliz recuerdo, que durante su vida? ¿Cómo habría podido soportar mirar al asesino? ¿No habría debido pensar que el bendito príncipe me contemplaba cuando rezaba por vuestra seguridad?

Los hermanos son por naturaleza espejos unos de otros. Así que, al veros a vos en él, nunca debería haberos calumniado delante de él; y al veros a él en vos, nunca debería haber escrito a su enemigo en lugar de rezar por vuestra seguridad. Testigos de ello son, en primer lugar, el Señor, que os ha oído y os ha dado todo el reino de vuestros antepasados; y a continuación, los que estaban presentes en aquel momento: Felicísimo, duque de Egipto; Rufino y Esteban, el primero de los cuales era síndico general y el segundo, maestro; el conde Asterio y Paladio, maestro de palacio; Antíoco y Evagrio, agentes oficiales. Sólo tuve que decir: "Oremos por la salvación del piadosísimo emperador augusto Constancio", y todo el pueblo gritó inmediatamente a una voz: "Oh Cristo, envía ayuda a Constancio". Y así continuaron orando durante algún tiempo.

XI
Recusación a los acusadores, en cuanto a la supuesta deslealtad

He invocado a Dios y a su Palabra, el Hijo unigénito nuestro Señor Jesucristo, para que me den testimonio de que nunca le he escrito a ese hombre ni he recibido cartas de él. Y en cuanto a mi acusador, permíteme hacerle algunas preguntas breves sobre esta acusación también. ¿Cómo llegó a saber este asunto? ¿Dirá que tiene copias de la carta? Porque esto es lo que los arrianos se esforzaron por demostrar. Ahora bien, en primer lugar, incluso si puede mostrar una escritura parecida a la mía, la cosa aún no es segura; porque hay falsificadores que a menudo han imitado la mano incluso de los que son emperadores. La semejanza no probará la autenticidad de la carta, a menos que mi amanuense habitual testifique a su favor.

Quisiera entonces preguntar de nuevo a mis acusadores: ¿Quién les proporcionó estas copias? ¿Y de dónde las obtuvieron? Yo tenía mis escritores y él sus sirvientes, que recibían sus cartas de los portadores y las entregaban en su mano. Mis ayudantes están a punto de llegar. Dígnate llamar a los demás (porque lo más probable es que aún estén vivos) e indagar acerca de estas cartas.

Investiga el asunto, como si la verdad fuera la compañera de tu trono. Ella es la defensa de los reyes, y especialmente de los reyes cristianos; con ella reinarás con la mayor seguridad, porque la Sagrada Escritura dice: "La misericordia y la verdad preservan al rey, y rodearán su trono con justicia" (Prov 20,28). El sabio Zorobabel obtuvo una victoria sobre los demás al exponer el poder de la Verdad, y todo el pueblo gritó: "Grande es la verdad, y poderosa sobre todas las cosas" (Esd 4,41).

XII
La 3ª acusación, de que Atanasio ambicionaba tronos y sedes

Si yo hubiera sido acusado antes que cualquier otro, habría apelado a vuestra piedad, como el apóstol apeló en otro tiempo al césar, y puso fin a las maquinaciones de sus enemigos contra él. Pero ya que han tenido la osadía de presentar su acusación ante vosotros, ¿a quién apelaré en lugar de vosotros? Al Padre de Aquel que dice: "Yo soy la verdad" (Jn 14,6), para que incline vuestro corazón a la clemencia. Oh Señor todopoderoso y Rey de la eternidad, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que por tu palabra has dado este reino a tu siervo Constancio; resplandece en su corazón, para que él, conociendo la falsedad que se opone a mí, reciba favorablemente esta mi defensa; y haga saber a todos los hombres que sus oídos están firmemente puestos para escuchar la verdad, según está escrito: "Sólo los labios justos son aceptables al rey". Porque tú has hecho que se dijera por medio de Salomón, que así se establecerá el trono del reino.

Por tanto, al menos investigad este asunto, y haced entender a los acusadores que vuestro deseo es aprender la verdad; y ved si no mostrarán su falsedad con su propia apariencia; porque el rostro es una prueba de la conciencia, como está escrito: "Un corazón alegre alegra el rostro, pero por la tristeza del corazón se quebranta el espíritu" (Prov 15,13). Así, los que habían conspirado contra José fueron condenados por sus propias conciencias; y la astucia de Labán hacia Jacob se mostró en su rostro. Y así veréis la alarma sospechosa de estas personas, porque huyen y se esconden; pero por nuestra parte, franqueza al hacer nuestra defensa.

La cuestión entre nosotros no es sobre riquezas mundanas, sino sobre el honor de la Iglesia. El que ha sido herido por una piedra, acude a un médico; pero más agudos que una piedra son los golpes de la calumnia ; porque como dijo Salomón: "El testigo falso es un garrote, una espada y una saeta aguda" (Prov 25,18), y sólo la Verdad puede curar sus heridas; y si se desprecia la verdad, empeoran cada vez más.

XIII
La falsedad de dicha acusación

Esto es lo que ha sumido a las iglesias en tal confusión, pues se han ideado pretextos y se ha desterrado a obispos de gran autoridad y de avanzada edad por mantener la comunión conmigo. Si las cosas se hubieran detenido aquí, nuestra perspectiva sería favorable gracias a vuestra amable interposición.

Para que el mal no se extienda, dejad que la verdad prevalezca ante vosotros; y no dejéis a todas las iglesias bajo sospecha, como si los hombres cristianos, o incluso los obispos, pudieran ser culpables de conspirar y escribir de esta manera. O si no estáis dispuestos a investigar el asunto, es justo que se nos crea a nosotros, que ofrecemos nuestra defensa, en lugar de a nuestros calumniadores.

Ellos, como enemigos, se dedican a la maldad; nosotros, como quienes luchamos fervientemente por nuestra causa, os presentamos nuestras pruebas. Y en verdad me pregunto cómo es posible que, mientras os dirigimos a vosotros con temor y reverencia, ellos estén poseídos de un espíritu tan imprudente, que se atrevan incluso a mentir ante el emperador.

Os ruego, por amor a la verdad y como está escrito, que busquéis diligentemente en mi presencia sobre qué bases afirman estas cosas y de dónde se obtuvieron estas cartas. Ninguno de mis siervos será probado culpable, ni ninguno de su gente podrá decir de dónde vinieron, porque son falsificaciones. Y tal vez sea mejor no investigar más. No lo quieren, para que el escritor de las cartas no esté seguro de ser descubierto. Porque sólo los calumniadores, y nadie más, saben quién es.

XIV
La 4ª acusación, de que Atanasio utilizaba a la Iglesia

Como me han denunciado en el asunto de la gran iglesia, que se celebró allí una comunión antes de que se terminara, responderé a vuestra piedad por esta acusación también, porque los partidos que me son hostiles me obligan a hacerlo. Confieso que así sucedió, porque, como en lo que he dicho hasta ahora no he dicho mentira, no lo negaré ahora. Pero los hechos son muy diferentes de lo que me han presentado.

En primer lugar, piadosísimo augusto, no celebramos ningún día de dedicación (pues habría sido ilegal hacerlo antes de recibir órdenes de vos), ni fuimos inducidos a actuar como lo hicimos por premeditación. Ningún obispo ni ningún otro clérigo fue invitado a participar en nuestros procedimientos, porque todavía faltaba mucho para completar el edificio. Es más, la congregación no se celebró con un aviso previo, lo que podría darles una razón para denunciarnos.

En segundo lugar, todo el mundo sabe cómo sucedió, así que escúchame con tu acostumbrada equidad y paciencia. Era la fiesta de Pascua, y la multitud reunida era tan grande que los reyes cristianos desearían verla en todas sus ciudades. Cuando se vio que las iglesias eran demasiado pocas para contenerlos, hubo un gran revuelo entre el pueblo, que deseaba que se les permitiera reunirse en la gran iglesia, donde todos podrían ofrecer sus oraciones por vuestra seguridad. Y así lo hicieron; porque aunque los exhorté a esperar un poco y a celebrar el servicio en las otras iglesias, con todas las molestias que esto les causaría, no me escucharon; estaban dispuestos a salir de la ciudad y reunirse en lugares desiertos al aire libre, pensando que era mejor soportar la fatiga del viaje que celebrar la fiesta en un estado de incomodidad tan grande.

XV
La falta de espacio para la causa, precedente de su justificación

Creedme, señor, y que la verdad sea mi testigo también en esto, cuando declaro que en las reuniones celebradas durante el tiempo de cuaresma, a consecuencia de lo estrecho de los lugares y de la gran multitud reunida, un gran número de niños, no pocos de los más jóvenes y muchas de las mujeres mayores, además de algunos jóvenes, sufrieron tanto por la presión de la multitud, que se vieron obligados a ser llevados a sus casas, aunque por la providencia de Dios, nadie murió. Sin embargo, todos murmuraron y exigieron el uso de la gran iglesia. Y si la presión fue tan grande durante los días que precedieron a la fiesta, ¿qué hubiera sido lo que hubiera sucedido durante la fiesta misma? Por supuesto, las cosas hubieran sido mucho peores. Por eso no me correspondía cambiar la alegría del pueblo en tristeza, su alegría en tristeza y hacer de la fiesta un tiempo de lamentación. Además, yo tenía un precedente en la conducta de nuestros padres.

El bienaventurado Alejandro, cuando los otros lugares eran demasiado pequeños, y él estaba ocupado en la erección de lo que entonces se consideraba muy grande, la Iglesia de Teonas, celebró sus congregaciones allí a causa del número de la gente, mientras al mismo tiempo procedía con la construcción. He visto que se hacía lo mismo en Tréveris y en Aquilea, en los cuales, mientras se realizaba la construcción, se reunieron allí durante las fiestas, a causa del número de la gente y nunca encontraron a nadie que los acusara de esta manera. Es más, tu hermano de bendita memoria estaba presente, cuando se celebró una comunión bajo estas circunstancias en Aquilea. También seguí este camino. No hubo dedicación, sino solo un servicio de oración. Tú, al menos estoy seguro, como amante de Dios, aprobarás el celo del pueblo y me perdonarás por no estar dispuesto a obstaculizar las oraciones de tan gran multitud.

XVI
Es mejor orar juntos que separados

De nuevo, quisiera preguntar a mi acusador: ¿dónde era justo que el pueblo rezara? ¿En los desiertos o en un lugar que se estaba construyendo para la oración? ¿Dónde era apropiado y piadoso que el pueblo respondiera: Amén? ¿En los desiertos o en lo que ya se llamaba la casa del Señor? ¿Dónde hubieras querido, príncipe piadoso, que tu pueblo extendiera sus manos y orara por ti? ¿Donde los griegos, al pasar, pudieran detenerse y escuchar, o en un lugar que lleva tu nombre, que todos los hombres han llamado desde hace mucho tiempo la casa del Señor, incluso desde que se pusieron los cimientos?

Estoy seguro que tú prefieres tu propio lugar, porque sonríes. Pero aquí todas las iglesias eran demasiado pequeñas y estrechas, para admitir a la multitud. Por otra parte, ¿de qué manera era más conveniente que se hicieran sus oraciones? ¿Se reunirían en grupos separados, con el peligro que suponía la multitud reunida? O cuando ya había un lugar que podía contenerlos a todos, ¿se reunirían en él y hablarían como con una sola voz en perfecta armonía?

Esto era lo mejor, porque así demostraba la unanimidad de la multitud, y de esta manera Dios escucharía fácilmente la oración. Porque si, según la promesa de nuestro Salvador mismo, donde dos se ponen de acuerdo acerca de cualquier cosa que pidan, les será concedida (Mt 18,19), ¿cómo será cuando una asamblea tan grande de gente a una voz pronuncie su amén a Dios? ¿Quién, en verdad, no se maravilló de lo que veía? ¿Quién no los declaró felices cuando vieron una multitud tan grande reunida en un solo lugar? ¡Cómo se regocijaron las mismas personas al verse unas a otras, habiendo estado acostumbradas hasta entonces a reunirse en lugares separados! La circunstancia fue una fuente de placer para todos; de vejación sólo para el calumniador.

XVII
Es mejor orar en un edificio que en el desierto

Quisiera responder también a la otra y única objeción restante de mi acusador, que dice que el edificio no estaba terminado y que no se debía haber hecho oración allí. Pero el Señor dijo: "Tú, cuando ores, entra en tu aposento y cierra la puerta" (Mt 6,6). ¿Qué responderá entonces el acusador? O mejor, ¿qué dirán todos los cristianos prudentes y verdaderos? Que vuestra majestad pregunte la opinión de tales personas, porque está escrito de los otros: "El necio hablará necedades", y: "Pregunta a todos los sabios" (Tob 4,18).

Cuando las iglesias eran demasiado pequeñas y el pueblo tan numeroso como era y deseaba salir a los desiertos, ¿qué debía haber hecho yo? El desierto no tiene puertas y todo el que quiera puede pasar por él, pero la casa del Señor está cerrada con paredes y puertas, y marca la diferencia entre los piadosos y los profanos. ¿No preferirán, pues, todos los sabios y vuestra piedad, Señor, este último lugar? Porque saben que aquí se reza lícitamente, mientras que allí se sospecha que se hace de manera irregular. A no ser que no existiera lugar propio para ello y los adoradores vivieran sólo en el desierto, como era el caso de Israel, aunque después de construirse el tabernáculo, también ellos tuvieran un lugar reservado para la oración.

Oh Cristo, Señor y verdadero rey de reyes, Hijo unigénito de Dios, palabra y sabiduría del Padre, se me acusa porque el pueblo imploró tu bondad y por medio de ti suplicó a tu Padre, que es Dios sobre todas las cosas, que salvara a tu siervo, el piadosísimo Constancio. Pero gracias a tu bondad, se me acusa por esto y por guardar tus leyes. Más grave hubiera sido la culpa y más verdadera la acusación si hubiéramos pasado por alto el lugar que estaba construyendo el emperador y nos hubiéramos ido al desierto a orar. ¿Cómo habría dado rienda suelta entonces el acusador a su locura? ¿Con qué aparente razón habría dicho: "Despreció el lugar que estáis construyendo; no aprueba vuestra empresa; lo pasó por alto con burla; señaló el desierto para suplir la falta de espacio; impidió que el pueblo ofreciera sus oraciones"?

Esto es lo que él quería decir, y buscó una ocasión para decirlo; y al no encontrarla, se enojó, e inmediatamente inventa una acusación contra mí. Si hubiera podido decir esto, me habría confundido con vergüenza; como ahora me perjudica, copiando los caminos del acusador y buscando una ocasión contra los que oran. De esta manera ha pervertido para un propósito malvado su conocimiento de la historia de Daniel (Dn 6,11). Pero ha sido engañado; porque ignorantemente imaginó que las prácticas babilónicas estaban de moda entre vosotros, y no sabía que usted es amigo del bendito Daniel, y que adoras al mismo Dios, y no prohíbes, sino que deseas que todos los hombres oren, sabiendo que la oración de todos es que puedas continuar reinando en perpetua paz y seguridad.

XVIII
Las oraciones iniciales no interfieren en la dedicación posterior

Esto es de lo que tengo que quejarme, de parte de mi acusador. Pero ojalá tú, piadosísimo augusto, vivas muchos años más y celebres la dedicación de la Iglesia. Seguramente las oraciones que todos los hombres han ofrecido por tu salvación no son impedimento para esta celebración. Que estos indoctos abandonen tales tergiversaciones, y que aprendan del ejemplo de los padres y lean las Escrituras. O mejor, que aprendan de ti, que eres tan instruido en tales historias, cómo Josué hijo de Josedec, sacerdote, y sus hermanos, y Zorobabel el sabio, hijo de Salatiel, y Esdras, sacerdote y escriba de la ley, cuando el templo estaba en proceso de construcción después de la cautividad, estando cerca la fiesta de los tabernáculos (que era una gran fiesta y tiempo de reunión y oración en Israel), reunió al pueblo de común acuerdo en el gran atrio dentro de la primera puerta, que está hacia el este, y prepararon el altar a Dios, y allí ofrecieron sus ofrendas, y celebraron la fiesta.

Después de esto, llevaron sus sacrificios en los sábados y en las lunas nuevas, y el pueblo ofreció sus oraciones. Sin embargo, la Escritura dice expresamente que cuando estas cosas se hicieron, el templo de Dios aún no estaba construido, así que, mientras oraban de esta manera, la construcción de la casa avanzaba. Así que ni sus oraciones se aplazaron en espera de la dedicación, ni la dedicación fue impedida por las asambleas celebradas para el motivo de la oración. Pero el pueblo continuó orando; y cuando la casa estuvo completamente terminada, celebraron la dedicación y trajeron sus ofrendas para ese propósito, y todos celebraron la finalización de la obra.

Pues bien, lo mismo que se hizo en la Escritura, es lo mismo que hizo el bienaventurado Alejandro y los otros padres. Continuaron reuniendo a su pueblo, y cuando terminaron la obra dieron gracias al Señor y celebraron la dedicación. Esto también te corresponde a ti, oh príncipe, con el mayor cuidado en tus investigaciones. El lugar está listo, habiendo sido ya santificado por las oraciones que se han ofrecido en él, y solo se requiere la presencia de vuestra merced. Esto es lo único que falta para su perfecta belleza. Entonces, suple esta deficiencia y haz allí tus oraciones al Señor, para quien has construido esta casa. Que puedas hacer esto es la oración de todos los hombres.

XIX
La 5ª acusación, de que Atanasio desobedeció una orden imperial

Ahora, si os place, consideremos la acusación restante y permitidme que la responda también. Porque se han atrevido a acusarme de resistirme a vuestras órdenes y de negarme a abandonar mi iglesia. En verdad, me asombra que no se cansen de proferir sus calumnias. Yo, sin embargo, no me canso todavía de responderles; más bien me alegro de hacerlo; pues cuanto más abundante sea mi defensa, más enteramente deben ser condenados.

En efecto, yo me resistí a las órdenes de vuestra merced, Dios no lo quiera, pues no soy hombre que se oponga ni  al cuestor de la ciudad, ni mucho menos a un príncipe tan grande. Sobre este asunto no necesito muchas palabras, pues toda la ciudad dará testimonio de mí. Sin embargo, permitidme que os vuelva a relatar las circunstancias desde el principio; porque cuando las escuchéis, estoy seguro de que os asombrará la presunción de mis enemigos.

El oficial de palacio, Montano, vino a traerme una carta que pretendía ser una respuesta a una mía, en la que solicitaba que yo pudiera ir a Italia, con el fin de obtener un resarcimiento de las deficiencias que yo creía que existían en la condición de nuestras iglesias. Ahora deseo agradecer a vuestra merced, que se dignó asentir a mi petición, suponiendo que yo os hubiera escrito, y ha dispuesto que yo emprendiera el viaje y lo llevara a cabo sin problemas.

Lo que me asombra es que, aquellos que han dicho mentiras en vuestros oídos, no hayan tenido miedo a hacerlo, viendo que la mentira pertenece al diablo, y que los mentirosos son ajenos a Aquel que dice: "Yo soy la verdad" (Jn 14,6). Porque yo nunca os escribí, ni mi acusador podrá encontrar una carta como esa. Y aunque debería haberte escrito todos los días para poder contemplar tu amable rostro, no habría sido piadoso abandonar las Iglesias ni correcto ser molesto para tu piedad, especialmente porque estás dispuesto a conceder nuestras peticiones en favor de la Iglesia, aunque no estemos presentes para hacerlas. Ahora, si te place, ordena que lea lo que Montano me ordenó que hiciera.

XX
La historia de la supuesta desobediencia

Pregunto de nuevo: ¿de dónde han sacado también esta carta mis acusadores? Quiero saber quién fue el que la puso en sus manos. Hazles responder. Por esto podrás ver que han falsificado la carta, y que difundieron por todos lados la carta que publicaron contra mí, con referencia al mal llamado Magencio. Su única preocupación es causar desorden y confusión, y para este fin veo que ejercen su celo. Tal vez piensan que con la repetición frecuente de sus acusaciones, al final te exasperarán contra mí.

Mi buen emperador, debes alejarte de esas personas y odiarlas, porque tales son ellos, y tales son las cosas que maquinan para sus calumnias prevalezcan ante ti. La acusación de Doeg (1Sm 22,9) prevaleció en la antigüedad contra los sacerdotes de Dios; pero fue el injusto Saúl quien le hizo caso. Y Jezabel pudo dañar al muy religioso Nabot (1Re 21,10) con sus falsas acusaciones; pero entonces fue el malvado y apóstata Acab quien la escuchó. El santísimo David, cuyo ejemplo os conviene seguir, no favorecía a tales hombres, sino que solía apartarse de ellos y evitarlos, como perros furiosos y como él mismo dice: "Al que calumnie a su prójimo en secreto, yo lo destruiré", siguiendo el mandamiento que dice: "No admitirás falso rumor" (Ex 23,1). Tú, como Salomón, pide al Señor (creyendo que obtendrás tu deseo), que aleje de ti las palabras vanas y mentirosas (Prov 30,8).

XXI
Las falsedades sobre dicha supuesta desobediencia

Como la carta tenía su origen en una historia falsa y no contenía ninguna orden de que yo fuera a verte, llegué a la conclusión de que no era el deseo de vuestra merced que yo fuera. Porque como no me diste una orden absoluta, sino que me limitaste a escribir como respuesta a una carta mía, pidiéndome que me permitieras poner en orden las cosas que parecían faltar, me resultó evidente (aunque nadie me lo dijo) que la carta que había recibido no expresaba los sentimientos de tu clemencia.

Todos lo sabían, y también manifesté por escrito, como sabe Montano, que no me negaba a ir, sino que sólo pensaba que no era apropiado aprovechar la suposición de que te había escrito para solicitar este favor, temiendo también que los falsos acusadores encontraran en esto un pretexto para decir que yo me volvía molesto para tu piedad. Sin embargo, como Montano también lo sabe, me preparé para que, si tú te dignabas escribirme, yo pudiera salir inmediatamente de casa y obedecer con prontitud tus órdenes, pues no era tan loco como para resistirme a una orden tuya de ese tipo.

Si vuestra merced no me escribió, ¿cómo podría resistirme a una orden que nunca recibí? ¿O cómo pueden decir que me negué a obedecer, cuando no me dieron órdenes? ¿No es esto otra vez una mera invención de los enemigos, que pretenden lo que nunca ocurrió? Temo que incluso ahora, mientras me dedico a esta defensa de mí mismo, puedan alegar contra mí que estoy haciendo algo para lo que nunca obtuve tu permiso. Con tanta facilidad acusan mi conducta y están tan dispuestos a desahogar sus calumnias a pesar de esa Escritura que dice: "No ames calumniar a otro, para que no seas cortado".

XXII
La irrupción de Diógenes y de Sirio

Después de 26 meses, cuando Montano se fue, llegó el notario Diógenes, pero no me trajo ninguna carta, ni nos vimos, ni me encargó órdenes como las tuyas. Además, cuando el general Sirio entró en Alejandría, al ver que los arrianos difundían ciertos rumores que decían que las cosas serían como ellos querían, pregunté si había traído alguna carta sobre el tema de sus declaraciones.

Yo le pedí cartas con tus órdenes. Y cuando dijo que no había traído ninguna, le pedí que el propio Sirio, y al prefecto de Egipto Máximo, que me escribieran sobre este asunto. Lo pedí porque vuestra merced me había escrito pidiendo que no me dejara intimidar por nadie ni que atendiera a quienes quisieran asustarme, sino que continuara residiendo en las iglesias sin temor. Fueron Paladio, el maestro de palacio, y Asterio, ex duque de Armenia, quienes me trajeron esta carta. Permítanme leer una copia de ella. Dice así:

XXIII
Las disposiciones imperiales de Constancio

"Constancio Víctor Augusto a Atanasio. No es desconocido a vuestra prudencia cuán constantemente oré para que mi difunto hermano Constancio tuviera éxito en todas sus empresas, y tu sabiduría fácilmente juzgará cuán afligido me sentí cuando supe que había sido cortado por la traición de los villanos. Ahora bien, puesto que algunas personas están tratando de alarmarte en este momento, poniendo ante tus ojos esa lamentable tragedia, he pensado que sería bueno dirigir a vuestra reverencia esta presente carta, para exhortarte a que, como corresponde a un obispo, enseñes al pueblo a conformarse a la religión establecida y, según tu costumbre, te entregues a la oración junto con ellos. Porque esto es agradable a nuestros deseos; y nuestro deseo es que seas en todo momento obispo en tu propio lugar. La divina Providencia os guarde, padre amado, muchos años".

XXIV
Por qué Atanasio no obedeció la orden imperial

Sobre esta carta, mis adversarios se pusieron de acuerdo con los magistrados. ¿No era razonable que yo, después de recibirla, les exigiera sus cartas y me negara a prestar atención a meras pretensiones? ¿No estaban actuando en contradicción directa con el tenor de tus instrucciones para mí, mientras que no me mostraban los mandatos de tu piedad?

Al ver que no presentaban cartas tuyas, consideré improbable que se les hiciera una simple comunicación verbal, especialmente porque la carta de vuestra merced me había ordenado no prestar atención a tales personas. Actué correctamente, entonces, piadosísimo augusto, ya que había regresado a mi país bajo la autoridad de tus cartas, así que solo debía abandonarlo por tu orden; y no podría exponerme en el futuro a una acusación de haber desertado de la Iglesia, sino que recibir tu orden podría ser una razón para que me retirara.

Esto fue lo que exigieron para mí todos mis compatriotas, que fueron a Siria junto con los presbíteros, y la mayor parte, por decir lo menos, de la ciudad con ellos. También estaba allí Máximo, el prefecto de Egipto, y le pidieron que me enviara una declaración por escrito de tus deseos o que se abstuviera de perturbar las iglesias, mientras el pueblo mismo te enviaba una delegación con respecto al asunto.

Cuando persistieron en su demanda, Sirio finalmente comprendió la razonabilidad de la misma y consintió, protestando por tu seguridad (Hilario estaba presente y fue testigo de esto), que pondría fin a los disturbios y remitiría el caso a vuestra merced. Los guardias del duque, así como los del prefecto de Egipto, saben que esto es verdad; el Pritanis de la ciudad también recuerda las palabras; de modo que percibirás que ni yo ni ningún otro nos resistimos a tus órdenes.

XXV
La irrupción de Sirio

Todos exigieron que se exhibieran las cartas de vuestra merced. Pues, aunque la palabra de un rey tiene igual peso y autoridad que su orden escrita, especialmente si quien la comunica afirma con valentía por escrito que le ha sido dada. Sin embargo, cuando no declararon abiertamente que habían recibido ninguna orden ni, como se les pidió, me dieron seguridad de ello por escrito, sino que actuaron totalmente como si estuvieran autorizados a hacerlo, yo desconfié de ellos. Desconfié porque había muchos arrianos a su alrededor, que eran sus compañeros de mesa y sus consejeros, y aunque no intentaron nada abiertamente, se preparaban para atacarme con estratagemas y traición. Y desconfié porque no actuaron en absoluto bajo la autoridad de una orden real, sino como su conducta delataba. Es decir, a instancias de los enemigos.

Esto me hizo exigir con mayor urgencia que me mostraran cartas vuestras, ya que todas sus empresas e intenciones eran de naturaleza sospechosa. Y porque no era conveniente que, después de haber entrado en la iglesia, con la autoridad de tantas cartas tuyas, me retirara de ella sin tal sanción. Sin embargo, cuando Sirio dio su promesa, todo el pueblo se reunió en las iglesias con sentimientos de alegría y seguridad. Pero 23 días después, irrumpió en la iglesia con sus soldados, mientras estábamos ocupados en nuestros servicios habituales, como lo atestiguaron los que entraron allí; porque era una vigilia, preparatoria para una comunión al día siguiente.

Esa noche se hicieron las cosas que los arrianos deseaban y habían denunciado de antemano contra nosotros. Porque el general los trajo consigo; y fueron los instigadores y consejeros del ataque. Esta no es una historia increíble mía, piadosísimo augusto, porque no se hizo en secreto, sino que se difundió por todas partes.

Cuando vi que comenzaba el asalto, primero exhorté al pueblo a retirarse, y luego me retiré tras ellos. Dios me ocultó y me guió, como atestiguan los que estaban conmigo en ese momento. Desde entonces, me he quedado solo, aunque tengo plena confianza para responder de mi conducta, en primer lugar ante Dios y también ante vuestra merced, porque no huí ni abandoné a mi pueblo, sino que puedo señalar el ataque del general contra nosotros como prueba de persecución. Sus procedimientos han causado el mayor asombro entre todos los hombres; porque o no debió haber hecho una promesa, o no haberla roto después de haberla hecho.

XXVI
Cómo actuó Atanasio cuando esto ocurrió

¿Por qué, pues, me han tendido una emboscada y me han apresado, cuando tenían poder para hacerme cumplir la orden por escrito? La orden de un emperador suele dar gran audacia a quienes están a cargo de ella, pero su deseo de actuar en secreto hizo más fuerte la sospecha de que no habían recibido ninguna orden. ¿Acaso exigí yo algo tan absurdo? Que lo decida la sinceridad de vuestra majestad. ¿No dirá todo el mundo que era razonable que un obispo hiciera semejante exigencia?

Vosotros sabéis, porque habéis leído las Escrituras, qué gran ofensa es para un obispo abandonar su iglesia y descuidar los rebaños de Dios, pues la ausencia del pastor da a los lobos una oportunidad de atacar a las ovejas. Y esto era lo que deseaban los arrianos y todos los demás herejes, que durante mi ausencia pudieran encontrar una oportunidad para atrapar al pueblo en la impiedad. Si, pues, hubiera huido, ¿qué defensa habría podido presentar ante los verdaderos obispos? O mejor aún, ante Aquel que me ha encomendado su rebaño? Él es quien juzga a toda la tierra, el verdadero Rey de todo, nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios. ¿No me habrían acusado todos con razón de descuidar a mi pueblo? ¿No me habría reprochado vuestra merced, y me habría preguntado con razón: ¿por qué te retiraste sin tal autoridad y abandonaste a tu pueblo? ¿No me habría imputado el pueblo mismo en el día del juicio este descuido de ellos y habría dicho: "El que tenía la supervisión de nosotros huyó, y fuimos desatendidos, no habiendo nadie que nos recordara nuestro deber"? Además, ¿qué podría haber respondido?

Tal queja fue hecha por Ezequiel contra los pastores de la antigüedad; y el bendito apóstol Pablo, sabiendo esto, nos ha encargado a cada uno de nosotros por medio de su discípulo, diciendo: "No descuides el don que está en ti, que te fue dado con la imposición de las manos del presbiterio" (1Tm 4,14). Temiendo esto, no quise huir, sino recibir vuestras órdenes, si en verdad esa era la voluntad de vuestra piedad. Pero nunca obtuve lo que tan razonablemente pedí, y ahora soy falsamente acusado ante vos, porque no me resistí a ninguna orden de vuestra piedad; ni ahora intentaré regresar a Alejandría, hasta que vuestra merced lo desee. Esto digo de antemano, para que los calumniadores no vuelvan a usar esto como pretexto para acusarme.

XXVII
La imposibilidad de Atanasio de ir a ver a Constancio

Al observar estas cosas, no me sentencié contra mí mismo, sino que me apresuré a acudir a vuestra merced con esta mi defensa, conociendo vuestra bondad y acordándome de vuestras fieles promesas, y estando seguro de que, como está escrito en los divinos proverbios: "Las palabras justas son aceptables para un rey bondadoso".

Cuando ya había iniciado mi viaje, y había atravesado el desierto, de repente me llegó una noticia que al principio pensé que era increíble, pero que luego resultó ser cierta. Se rumoreaba por todas partes que Liberio, obispo de Roma, y el gran Osio de España, y Paulino de Galia, y Dionisio y Eusebio de Italia, y Lucifer de Cerdeña, y algunos otros obispos, presbíteros y diáconos, habían sido desterrados, porque se negaron a suscribir mi condena. Éstos habían sido desterrados, y Vicente de Capua, y Fortunato de Aquilea, y Heremio de Tesalónica, y todos los obispos de Occidente, fueron tratados con una fuerza extraordinaria. Más aún, sufrieron una violencia extrema y graves injurias, hasta que pudieron ser inducidos a prometer que no se comunicarían conmigo.

Mientras estaba asombrado y perplejo por estas noticias, he aquí que me llegó otra noticia, con respecto a los de Egipto y Libia, de que casi noventa obispos habían sido perseguidos y que sus iglesias habían sido entregadas a los profesores del arrianismo; que dieciséis habían sido desterrados, y del resto, algunos habían huido, y otros se vieron obligados a disimular. Porque se decía que la persecución era tan violenta en esas partes, que en Alejandría, mientras los hermanos estaban rezando durante la Pascua y los días del Señor en un lugar desierto cerca del cementerio, el general los atacó con una fuerza de soldados, más de 3.000 en número, con armas, espadas desenvainadas y lanzas.

En consecuencia, se cometieron ultrajes, como era de esperar después de un ataque tan no provocado, contra mujeres y niños, que no hacían nada más que rezar a Dios. Tal vez no sería oportuno dar cuenta de ellos ahora, no sea que la mera mención de tales enormidades nos haga llorar a todos. Pero fue tal su crueldad, que desnudaron a las vírgenes, e incluso los cuerpos de los que murieron por los golpes que recibieron no fueron entregados inmediatamente para el entierro, sino que fueron arrojados a los perros, hasta que sus parientes, con gran riesgo para ellos mismos, vinieron en secreto y los robaron.

XXVIII
La intrusión de Jorge

El resto de sus procedimientos tal vez se considere increíble, y llene de asombro a todos por su extrema atrocidad. Sin embargo, es necesario hablar de ellos, para que vuestro celo y piedad cristianos puedan percibir que sus calumnias y calumnias contra nosotros no tienen otro fin que el de expulsarnos de las iglesias e introducir su propia impiedad en nuestro lugar.

Cuando los obispos legítimos, hombres de edad avanzada, fueron desterrados algunos de ellos, y otros obligados a huir, paganos y catecúmenos, los que ocupan los primeros puestos en el senado y hombres que son notorios por su riqueza, fueron comisionados inmediatamente por los arrianos para predicar la santa fe en lugar de los cristianos. Y ya no se hacía la investigación, como ordenó el apóstol ("si alguno es irreprensible..."; Tt 1,8), sino que según la práctica del impío Jeroboam, se nombró obispo al que podía dar más dinero; y no les importaba nada, aunque el hombre fuera pagano, siempre que les proporcionara dinero.

Los que habían sido obispos desde el tiempo de Alejandro, monjes y ascetas, fueron desterrados. Y los hombres que sólo practicaban la calumnia, corrompían, en la medida de sus posibilidades, la regla apostólica y contaminaban las iglesias. En verdad, sus falsas acusaciones contra nosotros les han ganado mucho, para poder cometer iniquidades y hacer cosas como estas en vuestro tiempo; de modo que se les pueden aplicar las palabras de la Escritura: "¡Ay de aquellos por quienes mi nombre es blasfemado entre los gentiles!" (Rm 2,24).

XXIX
Atanasio se enteró de su propia proscripción

Tales eran los rumores que circulaban por todas partes. Mas aunque todo se había trastocado, no desistí de mi ardiente deseo de ir a vuestra merced, y por eso me puse de nuevo en camino. Lo hice con más ardor, confiando en que estas acciones eran contrarias a vuestros deseos y que, si vuestra merced se enteraba de lo que se estaba haciendo, lo impediría en el futuro. Porque no podía pensar que un rey justo pudiera desear que se desterrara a los obispos, que se despojara a las vírgenes o que se perturbara de algún modo a las iglesias.

Mientras pensaba en esto y me apresuraba en mi viaje, me llegó una tercera noticia: se habían escrito cartas a los príncipes de Auxumis pidiendo que trajeran de allí a Frumencio, obispo de Auxumis, y que me buscaran hasta el país de los bárbaros, para que me entregaran a los comentarios (como se los llama) de los prefectos, y que se obligara a todos los laicos y clérigos a comunicarse con la herejía arriana, y que se condenara a muerte a quienes no cumplieran esta orden. Para demostrar que no eran meros rumores vanos, sino que estaban confirmados por los hechos, ya que vuestra merced me ha dado permiso, presento la carta. Mis enemigos la leían constantemente y amenazaban a todos con la muerte. Dice así:

XXX
La carta de Constancio contra Atanasio

"Víctor Constancio Máximo Augusto a los alejandrinos. Vuestra ciudad, conservando su carácter nacional y recordando la virtud de sus fundadores, se ha mostrado habitualmente obediente a nosotros, como lo hace hoy; y nosotros, por nuestra parte, nos consideraríamos muy incumplidores de nuestro deber, si nuestra buena voluntad no eclipsara incluso a la del propio Alejandro. Porque, así como es propio de un espíritu templado comportarse ordenadamente en todos los aspectos, así es propio de la realeza, por causa de la virtud, permítame decirlo, como la vuestra, abrazaros por encima de todos los demás; vosotros, que os alzasteis como los primeros maestros de la sabiduría, los primeros en reconocer a Dios; que además habéis elegido para vosotros mismos a los maestros más consumados; y habéis consentido cordialmente en nuestra opinión, abominando con justicia a ese impostor y tramposo, y uniéndoos obedientemente a esos hombres venerables que están más allá de toda admiración. Sin embargo, ¿quién ignora, incluso entre los que viven en los confines de la tierra, qué violento espíritu de partido se manifestó en los últimos procedimientos? No sabemos nada que haya sucedido jamás que sea digno de comparación. La mayoría de los ciudadanos tenían los ojos cegados, y un hombre que había salido de los antros más bajos de la infamia obtuvo autoridad entre ellos, atrapando en la mentira, como bajo el manto de las tinieblas, a los que deseaban conocer la verdad; un hombre que nunca les proporcionó ningún discurso fructífero y edificante, sino que corrompió sus mentes con sutilezas inútiles. Sus aduladores gritaban y aplaudían; se asombraban de sus poderes, y probablemente todavía murmuran en secreto; mientras que la mayoría de la gente más simple seguía su ejemplo. Y así todo se dejó llevar por la corriente, como si hubiera estallado una inundación, mientras que todo estaba completamente descuidado. Uno de la multitud estaba en el poder; ¿cómo puedo describirlo con más veracidad que diciendo que no era superior en nada al más humilde del pueblo, y que la única bondad que mostró a la ciudad fue no arrojar a sus ciudadanos al pozo? Este noble e ilustre personaje no esperó a que se dictara sentencia contra él, sino que se condenó a sí mismo al destierro, como merecía. De modo que ahora conviene a los bárbaros quitarlo de en medio, para que no induzca a algunos de ellos a la impiedad, pues se quejará, como personajes afligidos de una obra de teatro, a los primeros que se le acerquen. Sin embargo, ahora nos despediremos de él largamente. En cuanto a vosotros, hay pocos con los que pueda compararos; estoy obligado a honraros más a vosotros por separado que a todos los demás, por la gran virtud que tenéis y la sabiduría que vuestras acciones, que son celebradas casi en todo el mundo, proclaman que poseéis. Seguid en este sobrio camino. Con mucho gusto me habría repetido una descripción de vuestra conducta en los términos de elogio que merece; ¡oh vosotros que habéis eclipsado a vuestros predecesores en la carrera de la gloria, y seréis un noble ejemplo tanto para los que ahora están vivos como para todos los que vendrán después, y solos habéis elegido para vosotros mismos al más perfecto de los seres como guía para vuestra conducta, tanto en palabra como en obra, y no habéis vacilado un momento, sino que habéis transferido varonilmente vuestros afectos y os habéis entregado al otro lado, dejando a esos maestros terrenales y serviles, y extendiéndoos hacia las cosas celestiales, bajo la guía del veneradísimo Jorge, que no tiene más instrucción que ningún otro hombre en la materia. Bajo su dirección seguiréis teniendo una buena esperanza con respecto a la vida futura, y pasaréis vuestro tiempo en este mundo presente, en descanso y tranquilidad. ¡Ojalá todos los ciudadanos se aferraran a sus palabras como a un ancla sagrada, para que no necesitemos ni cuchillo ni cauterización para aquellos cuyas almas están enfermas! A estas personas les aconsejamos encarecidamente que renuncien a su celo en favor de Atanasio y que ni siquiera recuerden las cosas tontas que él dijo tan abundantemente entre ellos. De lo contrario, se verán expuestos sin darse cuenta a un gran peligro, del cual no conocemos a nadie que sea lo suficientemente hábil para librar a tales personas facciosas. Porque mientras ese pestilente compañero Atanasio es llevado de un lugar a otro, siendo condenado por los crímenes más bajos, por los cuales solo sufriría el castigo que merece si alguien lo matara diez veces, sería incoherente por nuestra parte permitir que esos aduladores y ministros prestidigitadores se regocijaran contra nosotros; hombres de tal carácter que es una vergüenza incluso hablar de ellos, respecto de los cuales hace mucho tiempo se ha dado orden a los magistrados de que sean condenados a muerte. Pero tal vez no mueran ahora, si desisten de sus antiguas ofensas y finalmente se arrepienten. Porque aquel pestilente individuo, Atanasio, los condujo y corrompió todo el estado y puso sus manos impías y contaminadas sobre las cosas más santas".

XXXI
La carta de Constancio contra Frumentio

Lo que sigue es la carta que fue escrita a los príncipes de Auxumis respecto a Frumencio, obispo de ese lugar. Dice así:

"Constancio Víctor Máximo Augusto, a Ezanes y Sazanes. Es un asunto de la mayor preocupación y cuidado para nosotros extender el conocimiento del Dios supremo; y creo que toda la raza humana exige de nosotros igual consideración en este respecto, para que puedan pasar sus vidas con esperanza, siendo llevados a un conocimiento apropiado de Dios, y no teniendo diferencias entre sí en sus investigaciones sobre la justicia y la verdad. Por lo tanto, considerando que son merecedores del mismo cuidado providente que los romanos, y deseando mostrar igual consideración por su bienestar, ordenamos que la misma doctrina sea profesada en sus iglesias como en las de ellos. Envíad rápidamente a Egipto, por tanto, al obispo Frumencio, al muy venerable obispo Jorge y al resto de los que están allí, que tienen autoridad especial para nombrar a estos cargos y decidir cuestiones relacionadas con ellos. Por supuesto, sabéis y recordáis (a menos que pretendáis ignorar lo que todos los hombres saben bien) que este Frumencio fue promovido a su rango actual por Atanasio, un hombre que es culpable de diez mil crímenes. Frumencio, en efecto, no ha podido librarse de ninguna de las acusaciones que se le imputan, sino que fue inmediatamente privado de su sede y ahora vaga por ahí sin domicilio fijo y pasa de un país a otro, como si de esta manera pudiera escapar de su propia maldad. Ahora bien, si Frumencio obedece de buena gana nuestras órdenes y se somete a una investigación sobre todas las circunstancias de su nombramiento, demostrará claramente a todos que no se opone en ningún sentido a las leyes de la Iglesia y a la fe establecida. Siendo llevado a juicio, cuando haya dado pruebas de su buena conducta general y presentado un relato de su vida a los que han de juzgar estas cosas, recibirá su nombramiento de ellos, si es que de hecho resulta que tiene algún derecho a ser obispo. Pero si demora y evita el juicio, seguramente será muy evidente que ha sido inducido por las persuasiones del malvado Atanasio a complacer así la impiedad contra Dios, eligiendo seguir el curso de aquel cuya maldad se ha puesto de manifiesto. Nuestro temor es que él pase a Auxumis y corrompa a vuestro pueblo, presentándoles declaraciones malditas e impías, y no sólo perturbando y perturbando a las iglesias, y blasfemando contra el Dios supremo, sino también causando con ello el derrocamiento y la destrucción totales de las diversas naciones que visita. Pero estoy seguro de que Frumencio regresará a casa, perfectamente familiarizado con todos los asuntos que conciernen a la Iglesia, habiendo obtenido mucha instrucción, que será de gran utilidad general, de la conversación del veneradísimo Jorge y de otros obispos, que están excelentemente calificados para comunicar tal conocimiento. Que Dios les preserve continuamente, muy honorables hermanos".

XXXII
El destierro de Atanasio

Oyendo, o casi viendo, estas cosas, a través de las tristes representaciones de los mensajeros, confieso que volví de nuevo al desierto, concluyendo justamente, como vuestra piedad percibirá, que si me buscaban, para que me enviaran tan pronto como me descubrieran a los prefectos, se me impediría llegar a vuestra merced. En definitiva, si los que no quisieron suscribir contra mí sufrieron tan severamente como lo hicieron, y si los laicos se negaron a comunicarse con los arrianos fueron condenados a muerte... no había ninguna duda de que los calumniadores idearían diez mil nuevos modos de destrucción contra mí; y que después de mi muerte, emplearían contra quien quisieran dañar, cualquier medio que eligieran, descargando sus mentiras contra nosotros con mayor audacia, porque entonces ya no quedaría nadie que pudiera exponerlos.

No huí por temor a vuestra merced (pues conozco vuestra paciencia y vuestra bondad), sino porque, por lo que había sucedido, percibí el ánimo de mis enemigos y pensé que harían uso de todos los medios posibles para llevar a cabo mi destrucción, por temor a ser llevados a responder por lo que habían hecho contra las intenciones de vuestra excelencia.

Observad otra cosa. Vuestra merced ordenó que los obispos fueran expulsados sólo de las ciudades y de la provincia. Sin embargo, estas personas indignas se atrevieron a exceder vuestras órdenes, y desterraron a ancianos y obispos venerables por su edad a lugares desiertos, poco frecuentados y temibles, más allá de los límites de tres provincias. Algunos de ellos fueron enviados desde Libia al gran oasis; otros desde Tebas a Amoniaca de Libia.

No fue por miedo a la muerte por lo que huí y que ninguno de ellos me condene como culpable de cobardía. Sino que el mandato de nuestro Salvador es que huyamos cuando seamos perseguidos, que nos escondamos cuando seamos buscados, que no nos expongamos a ciertos peligros ni que, presentándonos ante nuestros perseguidores, inflamemos aún más su ira contra nosotros. Porque entregarse a los enemigos para que lo maten es lo mismo que matarse a uno mismo.

Huir, como nos ha ordenado nuestro Salvador, es conocer nuestro tiempo y manifestar una verdadera preocupación por nuestros perseguidores, no sea que si proceden al derramamiento de sangre, se vuelvan culpables de la trasgresión de la ley que dice: "No matarás" (Ex 20,13). Sin embargo, estos hombres, con sus calumnias, contra mí, desean ardientemente que sufra la muerte. Lo que han hecho nuevamente últimamente prueba que ese es su deseo y su intención asesina. Te sorprenderás, estoy seguro, augusto, el más amado de Dios, cuando lo oigas; es realmente un ultraje digno de asombro. Te ruego que escuches brevemente de qué se trata.

XXXIII
Conducta de los arrianos, hacia las vírgenes consagradas

El Hijo de Dios, nuestro Señor y Salvador Jesucristo, habiéndose hecho hombre por nosotros, habiendo destruido la muerte y librado a nuestra raza de la esclavitud de la corrupción, además de todos sus otros beneficios nos concedió también que poseyéramos en la tierra, en el estado de virginidad, una imagen de la santidad de los ángeles. Por eso la Iglesia Católica ha tenido la costumbre de llamar esposas de Cristo a las que han alcanzado esta virtud, y los paganos que las ven expresan su admiración por ellas como templos del Verbo.

En verdad, esta santa y celestial profesión no está establecida en ninguna parte, sino sólo entre nosotros los cristianos, y es un argumento muy fuerte que entre nosotros se encuentra la religión genuina y verdadera. Vuestro muy religioso padre Constantino Augusto, de bendita memoria, honró a las vírgenes por encima de todas las demás, y vuestra piedad en varias cartas les ha dado los títulos de mujeres honorables y santas.

Pues bien, los indignos arrianos que me han calumniado, y por quienes se han formado conspiraciones contra la mayoría de los obispos, habiendo obtenido el consentimiento y la cooperación de los magistrados, primero las desnudaron, y luego las hicieron colgar en lo que se llama hermetarios, y las azotaron en las costillas tan severamente tres veces, que ni siquiera los verdaderos malhechores han sufrido algo similar.

Pilato, para complacer a los judíos de la antigüedad, atravesó uno de los costados de nuestro Salvador con una lanza. Pues bien, estos hombres han excedido la locura de Pilato para con las vírgenes, porque las han azotado no por un lado sino por los dos, sabiendo que los miembros de las vírgenes son de una manera especial los propios del Salvador.

Todos los fieles se estremecen al escuchar el relato desnudo de hechos como estos. Porque los arrianos no solo no temieron desnudar y azotar los miembros inmaculados de las vírgenes, que ellas habían dedicado únicamente a nuestro Salvador Cristo, sino que también las violaron. Pero lo peor de todo es que, cuando todos les reprocharon tan extrema crueldad, en lugar de manifestar vergüenza, pretendieron que se lo había ordenado vuestra piedad.

Dichos herejes son tan presuntuosos, y llenos de malos pensamientos y propósitos, que jamás se ha oído hablar de semejante acto en persecuciones pasadas. Y aun suponiendo que hubiera ocurrido antes, tampoco era propio que la virginidad sufriera tal ultraje y deshonra en tiempos de vuestra majestad, o que estos hombres imputen a vuestra merced su propia crueldad. Tal maldad sólo es propia de los herejes, como lo es blasfemar contra el Hijo de Dios o hacer violencia a sus santas vírgenes.

XXXIV
Sobre la supuesta oposición de Atanasio a Constancio

Cuando los arrianos perpetraron de nuevo atrocidades como éstas, seguramente no me equivoqué al cumplir con el mandato de la Sagrada Escritura, que dice: "Escóndete por un momento, hasta que pase la ira del Señor". Ésta fue otra razón para que me retirara, augusto, muy amado de Dios, no rehusando ni partir al desierto ni ser bajado de una pared en una canasta (2Cor 11,33). Todo lo soporté, incluso viviendo entre bestias salvajes, para que tu favor me volviera, esperando una oportunidad para presentarte esta mi defensa, confiado como estoy de que serán condenados y tu bondad se manifestará hacia mí.

Oh augusto, bendito y muy amado de Dios, ¿qué hubieras querido que hiciera? Que viniera a ti mientras mis calumniadores estaban inflamados de ira contra mí y buscaban matarme; ¿O como me escondería un poco, para que mientras tanto ellos fueran condenados como herejes y tu bondad pudiera manifestarse conmigo? ¿O hubieras querido, señor, que me presentara ante tus magistrados, para que, aunque hubieras escrito simplemente a modo de amenaza, ellos, no entendiendo tu intención, sino estando exasperados contra mí por los arrianos, me mataran con la autoridad de tus cartas y por eso te atribuyeran el asesinato?

No hubiera sido propio de mí rendirme y entregarme, para que mi sangre fuera derramada. Ni de ti, como rey cristiano, que se te imputara el asesinato de los cristianos y de los obispos.

XXXV
Súplica de Atanasio a Constancio

Por eso me convenía esconderme, y esperar la oportunidad. Estoy seguro de que, por vuestro conocimiento de las Sagradas Escrituras, daréis vuestra conformidad y aprobaréis mi conducta en este sentido. Pues veréis que, ahora que los que os exasperaban contra nosotros han sido silenciados, vuestra justa clemencia es evidente y está probado a todos que nunca perseguisteis a los cristianos, sino que fueron ellos los que desolaron las iglesias para sembrar por todas partes las semillas de su propia impiedad; por lo que yo también, si no hubiera huido, hace tiempo que habría sufrido su traición. Es muy evidente, pues, que quienes no tuvieron escrúpulos en proferir tales calumnias contra mí ante el augusto, y en atacar con tanta violencia a los obispos y a las vírgenes, también procurarían mi muerte.

Gracias sean dadas a Dios, que ha puesto el reino en vuestras manos. Porque todos los hombres están confirmados en su opinión de vuestra bondad y de su maldad, de la que huí y de la que ahora pido vuestra ayuda, para que podáis encontrar a alguien hacia quien mostrar bondad. Todo esto os lo suplico, puesto que "una respuesta suave aparta la ira" y "los pensamientos rectos son aceptables al rey", como dice la Escritura.

Recibid esta mi defensa, y restaurad a todos los obispos y al resto del clero a sus países y a sus iglesias. Así, la maldad de nuestros acusadores quedará manifiesta, y vosotros, tanto ahora como en el día del juicio, tendréis la valentía de decir a nuestro Señor y Salvador Jesucristo, el rey de todos: "No he perdido a ninguno de los vuestros" (Jn 18,9), sino que yo me afligía por los que perecían, y por las vírgenes que fueron azotadas, y por todas las demás cosas que se cometieron contra los cristianos; y traje de vuelta a los que habían sido desterrados, y los restauré a sus propias iglesias.