JUAN CRISÓSTOMO
Diodoro de Tarso
I
El sabio y noble doctor Diodoro subió ayer a este púlpito, apenas libre de su enfermedad, y tomó su exordio de mi persona y me aplicó los nombres de Juan Bautista, voz de la Iglesia y vara de Moisés. Él me alabó, y vosotros aplaudisteis, y yo sentado allá lejos lloraba amargamente. El antioqueno demostraba su cariño para con sus paisanos, vosotros los antioquenos aplaudíais demostrando vuestra fraterna vecindad, y yo me entregaba al llanto, pues me sentía oprimido por el cúmulo de elogios. En efecto, la multitud de las alabanzas suele, no menos que la de los pecados, remorder la conciencia. Cuando alguien oye que otros predican de él muchos y grandes bienes, y él en sí mismo no tiene conciencia de bien alguno, entonces va comparando la opinión presente con aquel otro día futuro, cuando quedarán al desnudo y manifiestas todas las cosas. Sí, el que ha de juzgar juzgará, y no por las opiniones del vulgo sino conforme a la verdad de las cosas.
II
Dice la Escritura que Dios "no juzgará según la opinión ni argüirá según los rumores". Pensando yo en estas cosas, me encuentro atormentado por la buena opinión del vulgo y sus alabanzas; porque veo la gran diferencia entre esta opinión y la del juicio futuro. En efecto, ahora nos encubrimos como detrás de los disfraces del vulgo, pero aquel día estaremos de pie y con la cabeza descubierta, y quitados todos los disfraces, y en nada podremos ayudarnos de estas opiniones para la sentencia. Al revés, por esto mismo seremos más gravemente castigados, porque habiendo sido celebrados por los hombres, con muchas alabanzas y encomios, ni por eso nos hicimos mejores.
III
Pensando todo esto dentro de mí, amargamente gemía yo. Y por lo mismo, ahora con toda diligencia me presento delante de vosotros, mis queridos antioquenos, con el objeto de que desechéis semejante opinión. Cuando la corona es de mayores dimensiones que la cabeza que se corona, no aprieta las sienes ni se asienta en la cabeza, sino que se cae por los ojos y anda girando en torno del cuello a manera de collar, al tiempo que deja a la cabeza sin participación alguna de ella.
IV
Esto es precisamente lo que nos ha sucedido, al juzgar que esa corona de alabanzas era digna de una cabeza mayor que la nuestra. Con todo, aunque estas cosas son así, nuestro padre Diodoro no desistió de alabarnos, movido por la abundancia de su cariño, ni cesó hasta ceñírnosla en la forma que pudo. Así lo hacen con frecuencia los reyes, cuando éstos imponen en la cabeza de sus hijos la corona que a ellos les queda bien. Y luego, cuando advierten que la cabeza infantil es más pequeña que la corona, satisfechos de haberla colocado en la forma que haya sido, finalmente la recogen y se la ciñen ellos mismos.
V
Nuestro padre Diodoro, por tanto, me impuso una corona que sólo pertenece a su cabeza, y ya ha quedado probado que tal corona es mayor que mi cabeza, y que por otra parte él nunca se la impondrá a sí mismo. ¡Ea, quitémosla de mi cabeza y coloquémosla en la cabeza de nuestro padre, a la que exactísimamente se adapta!
VI
Ciertamente, mi nombre es Juan, pero el ánimo del Bautista es Diodoro quien lo tiene. Yo obtuve su nombre, pero él alcanzó su sabiduría celestial, de forma que él era más digno que yo de heredar su nombre. En efecto, el verdadero sinónimo no lo hace la comunidad de nombres, sino el parentesco en las acciones, aunque los nombres sean diferentes. No suele la Sagrada Escritura discurrir sobre estas cosas al modo como lo hacen los filósofos paganos. Éstos, a no ser que sean comunes la sustancia y el nombre, no los llaman sinónimos. No así la Escritura, que cuando observa un gran parentesco en los modos de vivir, aunque a las personas se les hayan puesto nombres diversos, a los que así convienen en el género de costumbres los llama con el nombre de parientes.
VII
No hay que ir a buscar muy lejos la prueba, sino que traeremos al medio al mismo Juan, hijo de Zacarías. Habiendo preguntado los discípulos a Jesús si acaso Elías vendría de nuevo, Jesús les respondió: "Juan es Elías, el que ha de venir". Este que les habla se llama Juan, pero no tiene las mismas costumbres que Elías, que sí tenía el verdadero Juan. Ambos, en efecto, habitaban en el desierto. Éste vestía una piel de oveja, y aquél una hecha de cerdas. La mesa de ambos era vil y pobre, y éste fue ministro de la primera venida, y aquél lo será de la futura.
VIII
Por tener idénticos el alimento, el vestido, el sitio donde morar, y el ministerio en que servir, ambos eran en todo iguales en todas las cosas, y por eso Jesús les aplicó el mismo nombre. Por este medio manifestó la Escritura que cualquiera, aunque tenga distinto nombre, puede llegar a ser sinónimo de aquel cuyas costumbres ha emulado.
IX
Ésta es una regla certísima en la Escritura, y una exacta definición de sinónimos, y lo demostré en la forma en que nuestro padre Diodoro ha emulado las costumbres de aquel Juan, y veremos cuánto más digno es él, con mucho, de ser llamado con ese nombre. No tenía aquél mesa, ni lecho, ni casa en este mundo, y Diodoro tampoco los tuvo. De esto sois testigos vosotros, y también de cómo ha perseverado en llevar constantemente una vida apostólica, sin poseer nada propio, sino recibiendo caritativamente los alimentos de otros, mientras él se ocupaba en la oración y en la predicación de la doctrina del evangelio.
X
Predicó Juan al otro lado del río, y vivió en soledad. Y Diodoro, como hubiera recibido a su cargo la ciudad toda que queda más allá del río, la adoctrinó con sanas enseñanzas. Aquél habitó en la cárcel, y al fin fue degollado a causa de su libertad y defensa de la ley. Diodoro, a su vez, fue expulsado con frecuencia de su patria por su libertad en predicar la fe, y con frecuencia fue degollado por el mismo motivo, no de hecho pero sí en el propósito por los enemigos.
XI
Como no soportaran los enemigos de la verdad la lengua elocuente de Diodoro, por todas partes le armaban infinitas asechanzas, aunque Dios lo libró de todas ellas. Oigamos, pues, esta lengua por la cual se vio en peligro Diodoro, y por la cual se salvó. Oigamos la lengua de la cual, si algo dijera Moisés, diría que es lengua que "mana leche y miel". Para que gocemos de esta leche, y nos saciemos de esta miel, terminaré aquí mi discurso, y pasaremos a escuchar esa lira y esa trompeta.
XII
Al considerar la suavidad de sus palabras, a su voz llamo yo lira; mas cuando considero la fuerza de sus pensamientos, la llamo trompeta de combate, como aquella con que los judíos derribaron los muros de Jericó. Así como al sonido de las trompetas cayeron, a manera de fuego y con mayor vehemencia, hasta las piedras de Jericó, y todo lo consumió y derribó, así la voz de Diodoro, cayendo no de otra forma que aquella trompeta, sobre las fortificaciones de los herejes, destruye sus raciocinios y toda su soberbia, sobre todo cuando se levanta contra la sabiduría de Dios.
XIII
Asistiendo a esta celebración de los mártires antioquenos, me veo amonestado además por la vecindad de un mártir que aún vive, y que es como un río espiritual. Vivo está aún, pero ya es mártir, pues el propósito de sus enemigos fue muchas veces el de darle muerte. Ved sus miembros mortificados, observad su figura, y daos cuenta que todo lo que es propio del hombre él lo tiene, pero que va lleno de cierto sentido angélico. De esta manera, Diodoro ha muerto, y ha cobrado vida para sus miembros, y habiendo pisoteado las naturales concupiscencias en su cuerpo humano nos ha demostrado un camino angélico.
XIV
Si queréis ver cómo en realidad vive ya Diodoro el paso de muerte, recordad aquel tiempo en que se levantó contra nuestra Iglesia una guerra terrible y dura, y se movilizaron los ejércitos, y se prepararon las armas, y todos se congregaron al otro lado del río. Diodoro, en ese tiempo, salía, y a la manera de una torre interpuesta, o de un promontorio elevado y enorme, puesto de pie delante de los adversarios y recibiendo sobre sí las oleadas de los contrarios y rechazándolas, custodiaba en la tranquilidad al resto del cuerpo de la Iglesia. Recordad cómo alejaba él las tempestades, y a todos nos procuraba un puerto seguro. Para que no sea por mi lengua, sino por la suya, como conozcáis estas cosas, aquí pongo fin a mi discurso, dando gracias a Dios por proporcionarnos tales doctores a la Iglesia.
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