GREGORIO DE NISA
Sobre Dios
I
La primera parte de mis argumentos contra Eunomio, con la ayuda de Dios, quedó suficientemente establecida en la obra que escribí contra él en doce libros, como podrán ver todos los que deseen. Su falacia, por tanto, ha quedado completamente expuesta, y su falsedad ya no tiene fuerza contra la verdad, salvo en el caso de quienes muestran una animadversión descarada contra ella. No obstante, dado que, como la emboscada de un ladrón, Eunomio ha urdido una segunda batalla contra la ortodoxia, de nuevo la verdad se alza en armas a través de mí, y con la ayuda de Dios, contra el despliegue de sus enemigos, dominando mis argumentos como un general y dirigiéndolos a su antojo contra el enemigo. Siguiendo los pasos de la verdad me aventuraré con valentía, por tanto, en la segunda parte de mis argumentos, sin dejarme intimidar por la cantidad de falsedades o el despliegue de sus numerosos argumentos. Lo hago sabiendo que fiel es Aquel que prometió que mil serán perseguidos por uno, y que diez mil serán puestos en fuga por dos, y que la victoria en la batalla no se debe a la cantidad sino a la rectitud. En efecto, así como el corpulento Goliat, cuando blandió contra los israelitas aquella imponente lanza que ya conocemos, no inspiró temor alguno en su adversario (y eso que éste era pastor, e inexperto en las tácticas de la guerra), y enfrentado a él en combate perdió la cabeza por una reversión directa de sus expectativas, así también nuestro goliat Eunomio, campeón de los sistemas extraños, extendiendo su blasfemia contra sus adversarios como si su mano estuviera sobre una espada desnuda, y brillando al mismo tiempo con sofismas recién salidos de su piedra de afilar, no ha logrado inspirarnos a nosotros (que no somos soldados) ningún temor a su destreza. Por el contrario, nos ha encontrado como guerreros improvisados del redil del Señor, sin instrucción en la guerra lógica, y pensando que no es perjudicial serlo, sino que simplemente lanzamos nuestro sencillo y rudo argumento de la verdad contra él. Cuando aquel pastor derribó al extranjero con su honda, y rompió su yelmo con la piedra (de modo que se abrió por la violencia del golpe), no limitó su valor a contemplar a su enemigo caído, sino que corriendo hacia él, y privándolo de su cabeza, regresó llevándola como un trofeo a su pueblo, haciendo desfilar esa cabeza fanfarrona por entre el ejército de sus compatriotas. Mirando este ejemplo, me corresponde también a mí avanzar sin temor a la segunda parte de mis trabajos, imitando en la medida de lo posible el valor de David y, como él, después del primer golpe plantar nuestro pie sobre el enemigo caído, para que ese enemigo de la verdad pueda exhibirse como un tronco decapitado. Como Cristo es la cabeza de todo hombre, según dice el apóstol (1Cor 11,2), y es razonable que sólo el creyente sea llamado así (pues Cristo no puede ser también la cabeza del incrédulo, sino sólo del veraz), se deduce que quien se separa de la fe salvadora debe estar decapitado como Goliat, y separado de la verdadera cabeza por su propia espada (la cual afiló contra la verdad). Tarea mía será no sólo cortar esta cabeza fraudulenta, sino también demostrar que está cortada.
II
Que nadie suponga que es por orgullo, o por afán de reputación humana, que me involucro en esta guerra implacable y sin tregua para enfrentarme al enemigo. De hecho, si me permitieran llevar una vida pacífica, sin entrometerme con nadie, estaría muy lejos de mi disposición perturbar mi tranquilidad, provocando y fomentando voluntariamente una guerra contra mí mismo. No obstante, ahora que la ciudad de Dios, la Iglesia, está sitiada, y el gran muro de la fe es sacudido, golpeado por las máquinas circundantes de la herejía, y no hay pequeño riesgo de que la palabra del Señor sea arrastrada al cautiverio a través de su ataque diabólico, considerando una cosa terrible rehusar tomar parte en el conflicto cristiano, me he desviado del reposo, considerado el sudor del trabajo como más honorable que la relajación, sabiendo que así como cada hombre recibirá su propia recompensa (1Cor 3,14) conforme a su propio trabajo, así también recibirá un castigo por descuidar el trabajo proporcional a su fuerza. Ya apoyé con buen ánimo la primera parte del debate, sacando de mi zurrón de pastor (es decir, de la enseñanza de la Iglesia) mis argumentos naturales e impremeditados para subvertir esta blasfemia, sin necesitar en absoluto el equipo de argumentos de fuentes profanas. En el caso presente, tampoco me quedaré atrás en esta segunda parte del encuentro, fijando mi esperanza, como el gran David, en Aquel que "adiestra mis manos para la guerra y mis dedos para la lucha". Si la mano del escritor puede ser guiada por el poder divino para derrocar las opiniones heréticas, y mis dedos pueden servir para derrocar su maligno arsenal con habilidad y precisión contra el enemigo, eso es lo que pido a Dios. No obstante, así como en los conflictos humanos los que sobresalen en valor y poder, asegurados por su armadura y habiendo adquirido previamente habilidad militar mediante su entrenamiento para enfrentar el peligro, se sitúan a la cabeza de su columna (encontrando peligro para los que se alinean detrás de ellos), mientras que el resto de la compañía sólo sirve para dar una apariencia de número (aunque sólo sea por sus escudos apretados) y contribuir al bien común, así también en este conflicto que emprendo sacaré a primera línea al noble soldado de Cristo y vehemente campeón contra los extranjeros: el poderoso guerrero espiritual Basilio, equipado con toda la armadura descrita por el apóstol, y asegurado por el escudo de la fe, y sosteniendo siempre ante sí esa espada del espíritu, o argumento elaborado contra esta herejía. Basilio estará en esta contienda vivo, resistiendo y prevaleciendo sobre el enemigo, mientras que yo, y el rebaño común, resguardándonos bajo el escudo de ese campeón de la fe, no nos abstendremos de ningún conflicto dentro del ámbito de nuestro poder, según como nuestro capitán nos guíe contra el enemigo. Como él, entonces, en su refutación de la opinión falsa e insostenible sostenida por esta herejía, afirma que lo no generado no puede predicarse de Dios excepto como una mera noción o concepción, de lo cual ha aducido pruebas apoyadas por el sentido común y la evidencia de la Escritura, mientras que Eunomio, el autor de la herejía, ni coincide con sus declaraciones ni es capaz de revocarlas, sino que en su conflicto con la verdad, cuanto más claramente brilla la luz de la verdadera doctrina, más, como criaturas nocturnas, evita la luz y, no pudiendo encontrar ya los escondites sofísticos a los que está acostumbrado, deambula al azar y, entrando en el laberinto de la falsedad, da vueltas y vueltas en el mismo lugar, estando casi todo su segundo tratado dedicado a esta nimiedad vacía, es bueno, en consecuencia, que nuestra batalla contra los que se oponen a nosotros tenga lugar en el mismo terreno en el que nuestro campeón, por su propio tratado, ha sido nuestro líder.
III
Antes que nada, creo conveniente repasar brevemente nuestras propias opiniones doctrinales y el desacuerdo de nuestro oponente con ellas, para que nuestra revisión de las proposiciones en cuestión pueda proceder metódicamente. Ahora bien, el punto principal de la ortodoxia cristiana es creer que el Dios unigénito, quien es la verdad y la luz verdadera, y el poder de Dios y la vida, es verdaderamente todo lo que se dice que es, tanto en otros aspectos como especialmente en éste: que él es Dios y la verdad (es decir, Dios en verdad), siendo siempre lo que se le concibe y como se le llama, quien nunca dejó de ser, ni dejará de ser, cuyo ser, tal como es esencialmente, está más allá del alcance de la curiosidad que intente comprenderlo. A nosotros, como dice la palabra de la sabiduría, él se nos da a conocer por la grandeza y belleza de sus criaturas, proporcionalmente a lo que conocemos, otorgándonos el don de la fe por la obra de sus manos, pero no la comprensión de lo que él es. Considerando, pues, que tal es la opinión que prevalece entre todos los cristianos (al menos aquellos que son verdaderamente dignos de tal denominación, es decir, aquellos a quienes la ley ha enseñado a no adorar nada que no sea Dios mismo, y por ese mismo acto de adoración confiesan que el Unigénito es Dios en verdad, y no un Dios falsamente llamado así), surgió esta plaga mortal de la Iglesia, que siembra la esterilidad en las santas semillas de la fe, propugnando los errores del judaísmo y participando hasta cierto punto de la impiedad de los griegos. En efecto, al inventar un Dios creado, propugna el error de los griegos, y al no aceptar al Hijo, apoya el de los judíos. Esta escuela, entonces, que pretende suprimir la divinidad misma del Señor y enseñar a los hombres a concebirlo como un ser creado, y no como lo que el Padre es en esencia, poder y dignidad, puesto que estas ideas nebulosas no encuentran apoyo cuando se exponen por todos lados a la luz de la verdad, han pasado por alto todos aquellos nombres suministrados por la Escritura para la glorificación de Dios, y predicados de igual manera del Padre y del Hijo, y se han aferrado al término "no generado", un término inventado por ellos mismos para menospreciar la grandeza del Dios unigénito. En efecto, mientras que una confesión ortodoxa nos enseña a creer en el Dios unigénito para que todos los hombres honren al Hijo como honran al Padre, estos hombres, rechazando los términos ortodoxos mediante los cuales la grandeza del Hijo se significa a la par con la dignidad del Padre, extraen de allí los inicios y fundamentos de su herejía con respecto a su divinidad. En efecto, como el Dios unigénito, como enseña la voz del evangelio, provino del Padre y es de él, tergiversando esta doctrina mediante un cambio de términos, se valen de ellos para destrozar la verdadera fe. Pues mientras que la verdad enseña que el Padre no proviene de ninguna causa preexistente, estos hombres han dado a tal visión el nombre de agenerecia y designan la sustancia del Unigénito del Padre con el término generación. Al comparar ambos términos, agenerecia y genere, como contradictorios entre sí, se valen de la oposición para confundir a sus insensatos seguidores. Pues, para aclarar el asunto con una ilustración, las expresiones "él fue generado" y "él no fue generado" son prácticamente lo mismo que "él está sentado" y "él no está sentado", y expresiones similares. Los herejes, desviando estas expresiones de su significado natural, se afanan en darles otro significado con miras a subvertir la ortodoxia. Como se ha dicho, las expresiones "está sentado" y "no está sentado" no tienen un significado equivalente (siendo una expresión contradictoria con la otra), pretenden que esta contradicción formal en la expresión indica una diferencia esencial, atribuyendo la generación al Hijo y la no generación al Padre como sus atributos esenciales. Sin embargo, así como es imposible considerar que un hombre se siente o no como la esencia del hombre (pues no se usaría la misma definición para el hecho de que un hombre se siente que para el hombre mismo), así, por analogía con el ejemplo anterior, la esencia no generada es, en su idea inherente, algo completamente diferente de lo que se expresa al no haber sido generada. Nuestros oponentes, con la mira puesta en su malvado objetivo, el de establecer su negación de la divinidad del Unigénito, no dicen que la esencia del Padre es ingenuo, pero, a la inversa, declaran que la ingenuidad es su esencia, para que mediante esta distinción respecto a la generación puedan establecer, mediante la oposición verbal, una diversidad de naturalezas. En dirección a la impiedad miran con diez mil ojos, pero respecto a la impracticabilidad de su propia afirmación son tan incapaces de visión como los hombres que deliberadamente cierran los ojos. En efecto, ¿quién sino alguien cuya óptica mental es completamente ciega puede dejar de discernir el carácter impreciso e insustancial del principio de su doctrina, y que su argumento en apoyo de la ingenuidad como esencia no tiene fundamento? En efecto, así es como se establecería su error.
IV
En la medida de mis posibilidades, alzaré la voz para refutar el argumento de nuestros enemigos. Dicen que se declara que Dios es sin generación, que la deidad es simple por naturaleza, y que lo simple no admite composición. Si, entonces, Dios, quien se declara sin generación, es por naturaleza sin composición, su título de ingenerado debe pertenecer a su propia naturaleza, y esa naturaleza es idéntica a la ingeneración. A esto respondemos que los términos incompuesto e ingenerado no son lo mismo, pues el primero representa la simplicidad del sujeto, el otro su ser sin origen, y estas expresiones no son convertibles en significado, aunque ambas se predican de un mismo sujeto. No obstante, del apelativo de ingenerado se nos ha enseñado que Aquel que es así llamado es sin origen, y del apelativo simple que él está libre de toda mezcla (o composición), y estos términos no pueden sustituirse entre sí. Por lo tanto, no hay necesidad de que, porque la deidad es simple por naturaleza, la naturaleza se denomine ingeneración; Pero en cuanto es indivisible y sin composición, se habla de él como simple, mientras que en cuanto no fue generado, se habla de él como no generado.
V
Si el término ingenuo no significara ser sin origen, sino que la idea de simplicidad entrara en el significado de dicho término, y él fuera llamado ingenuo en su sentido herético, simplemente porque él es simple e incompuesto, y si los términos simple e ingenuo tienen el mismo significado, entonces también la simplicidad del Hijo debe ser equivalente a la ingenuidad. En efecto, no negarán que Dios unigénito es por su naturaleza simple, a menos que estén dispuestos a negar que él es Dios. En consecuencia, el término simplicidad en su significado no tendrá tal conexión con ser ingenuo como para que, debido a su carácter incompuesto, su naturaleza deba ser llamada ingenuidad; o recurren a una de dos alternativas absurdas, o bien negar la divinidad del Unigénito, o bien atribuirle también la ingenuidad. En efecto, si Dios es simple, y el término simplicidad es, según ellos, idéntico a no generado, deben o bien hacer que el Hijo sea de naturaleza compuesta, con lo cual se implica que él tampoco es Dios, o si admiten su divinidad, y Dios (como he dicho) es simple, entonces lo hacen al mismo tiempo no generado, si los términos simple y no generado son convertibles. Pero para aclarar mi significado, recapitularé. Afirmamos que cada uno de estos términos tiene su propio significado peculiar, y que el término indivisible no puede traducirse por no generado, ni no generado por simple; pero por simple entendemos no compuesto, y por no generado se nos enseña a entender lo que no tiene origen. Además, sostenemos que estamos obligados a creer que el Hijo de Dios, siendo él mismo Dios, es él mismo también simple, porque Dios está libre de toda composición. De igual manera, al hablar de él también con el apelativo Hijo, no denotamos simplicidad de sustancia, ni en la simplicidad incluimos la noción de hijo, sino que sostenemos que el término Hijo indica que él es de la sustancia del Padre, y que el término simple significa lo que la palabra lleva en su faz. Dado que el significado del término simple con respecto a la esencia es uno y el mismo ya sea que se hable del Padre o del Hijo, sin diferir en ningún grado, mientras que hay una amplia diferencia entre generado e ingenerado (el uno contiene una noción no contenida en el otro), por esta razón afirmamos que no hay necesidad de que, siendo el Padre ingenerado, su esencia deba, porque esa esencia es simple, definirse por el término ingenerado. Porque ni del Hijo, quien es simple, y a quien también creemos generado, decimos que su esencia es simplicidad. Pero como la esencia es simple y no simplicidad, así también la esencia es ingenerada y no ingeneración. De igual manera, al ser generado el Hijo, nuestra razón se libera de la necesidad de que, por ser su esencia simple, definamos esa esencia como generatividad. Aquí, de nuevo, cada expresión tiene su fuerza peculiar, pues el término generado sugiere una fuente de donde proviene, y el término simple implica libertad de composición. Todo esto, a los herejes no les parece bien, pues sostienen que, dado que la esencia del Padre es simple, no puede considerarse otra cosa que ingeneración (por lo cual también se dice que él es ingenerado). En respuesta a esto, podemos observar también que, dado que llaman al Padre Creador y Hacedor, mientras que Aquel a quien se llama así es simple en cuanto a su esencia, ya es hora de que tales sofistas declaren que la esencia del Padre es creación y hacer, ya que el argumento sobre la simplicidad introduce en su esencia cualquier significado de cualquier nombre que le demos. O bien, que separen la ingeneración de la definición de la esencia divina, limitándose al término a su significado propio, o bien, si por la simplicidad del tema definen su esencia con el término ingeneración, por una paridad de razonamiento que vean igualmente la creación y la creación en la esencia del Padre, no como si el poder que reside en la esencia creara e hiciera, sino como si el poder mismo significara creación y creación. Si rechazan esto como malo y absurdo, que se convenzan, por lo que sigue lógicamente, de rechazar también la otra proposición (pues así como la esencia del constructor no es lo construido, tampoco lo es la ingeneración la esencia de lo ingenerado). Para mayor claridad y concisión, reformularé mis argumentos. Si el Padre es llamado ingenerado, no por no haber sido nunca generado, sino porque su esencia es simple e incompuesta, por una paridad de razonamiento el Hijo también debe ser llamado ingenerado, pues él también es una esencia simple e incompuesta. Si nos vemos obligados a confesar que el Hijo fue engendrado porque fue engendrado, es evidente que debemos referirnos al Padre como ingenuo, porque no fue engendrado. Si la verdad y la fuerza de nuestras premisas nos obligan a esta conclusión, es evidente que el término ingenuo no forma parte de la esencia, sino que indica una diferencia de concepciones, que distingue lo generado de lo no generado. Analicemos también este punto, además de lo que he dicho. Si afirman que el término no generado significa la esencia (del Padre), y no que él tiene su sustancia sin origen, ¿qué término usarán para denotar la ingenuidad del Padre, cuando han dejado de lado el término no generado para indicar su esencia? Si el término no generado no nos enseña la diferencia distintiva de las personas, sino que debemos considerarlo como una indicación de su propia naturaleza, que fluye de alguna manera del objeto de estudio y revela lo que buscamos en sílabas articuladas, debe seguirse que Dios no es, o no debe ser llamado, no generado, al no quedar ninguna palabra para expresar un significado tan peculiar con respecto a él. Dado que, según los herejes, el término ingenuo no significa sin origen, sino que indica la naturaleza divina, su argumento lo excluye por completo, y el término ingenuo se escabulle de su enseñanza respecto a Dios. Al no existir otra palabra o término que represente que el Padre es ingenuo, y al significar ese término, según su argumento falaz, algo más, y no que él no fue engendrado, todo su argumento se derrumba y se derrumba en el sabelianismo. Por este razonamiento, debemos sostener que el Padre es idéntico al Hijo, al haber sido eliminada de su enseñanza la distinción entre engendrado e ingenuo. De este modo, los herejes se ven obligados a una de dos alternativas: o bien deben adoptar de nuevo la perspectiva del término como denotando una diferencia en los atributos propios de cada persona (y no como denotando la naturaleza), o bien atenerse a sus conclusiones respecto a la palabra, y alinearse con Sabelio. En efecto, es imposible que la diferencia entre las personas sea inconfundible, a menos que exista una distinción entre engendrado e ingenuo. En consecuencia, si el término denota diferencia, la esencia no se denotará en absoluto mediante la denominación. Pues las definiciones de diferencia y esencia no son en absoluto las mismas. Pero si desvían el significado de la palabra para significar naturaleza, caerán en la herejía de quienes se llaman hijos-padres, rechazando de su explicación toda precisión en la definición respecto a las personas. Si afirman que nada impide que la distinción entre generado e ingenerado se traduzca mediante el término ingenerado, y ese término representa la esencia, que también distingan los significados afines de la palabra, para que la noción de no generado pueda aplicarse apropiadamente a cualquiera de ellos tomados por sí mismos. La expresión de la diferencia mediante este término no implica ambigüedad, pues consiste en una oposición verbal. Como equivalente a decir que el Hijo ha sido engendrado y el Padre no, nosotros también asentimos a la afirmación de que este último es no generado y el primero generado, por una especie de correlación verbal. Desde qué punto de vista puede hacerse una clara manifestación de esencia mediante esta denominación, esto es algo que no pueden decir. Guardando silencio sobre este punto, nuestro novedoso teólogo Eunomio nos teje una red de sutilezas insignificantes en su tratado anterior, porque Dios (según él), siendo simple, es llamado no generado, por lo tanto Dios es no generado. ¿Qué tiene que ver la noción de simplicidad con la idea de no generado? Porque no sólo es engendrado el Unigénito, sino que, sin controversia, también es simple. Según Eunomio, él también es sin partes y está incompuesto, pero ¿qué tiene esto que ver? En efecto, el Hijo no es multiforme ni compuesto, y no por eso es ingenerado.
VI
Según Eunomio, Dios carece tanto de cantidad como de magnitud. Concedido: pues el Hijo también es ilimitado por cantidad y magnitud, y sin embargo, es el Hijo. Pero este no es el punto, pues la tarea que se nos plantea es esta: ¿En qué significado de ingenerado se declara la esencia? En efecto, así como esta palabra marca la diferencia de las propiedades, sostienen que la esencia también se indica sin ambigüedad por una de las cosas significadas por el apelativo. Esto es algo que Eunomio deja sin decir, y sólo dice que la ingenuidad no debe predicarse de Dios como una mera concepción, pues lo que se dice así (dice él) se disuelve y desaparece con su expresión. No obstante, ¿qué hay de lo que se dice que no se disuelva así? Pues no conservamos indisoluble, como quienes hacen ollas o ladrillos, lo que pronunciamos con nuestra voz en el molde del discurso que formamos de una vez para siempre con nuestros labios, sino que tan pronto como nuestra voz emite un discurso, lo que hemos dicho deja de existir. En efecto, al dispersarse de nuevo el aliento de nuestra voz en el aire, ningún rastro de nuestras palabras queda impreso en el lugar donde se ha producido dicha dispersión. De este modo, si Eunomio hace de esto la característica distintiva de un término que expresa una mera concepción, que no permanece, sino que desaparece con la voz que lo expresa, bien podría llamar de inmediato a todo término una mera concepción, puesto que no queda sustancia en ningún término posterior a su expresión. Esto no es así, ni podrá demostrar Eunomio que la indeterminación misma, que él excluye de los productos de la concepción, es indisoluble y fija una vez emitida, pues esta expresión de la voz a través de los labios no permanece en el aire. De esto podemos ver el carácter insustancial de sus afirmaciones; porque, incluso si sin habla describimos por escrito nuestras concepciones mentales, no es como si los objetos sustanciales de nuestros pensamientos adquirieran su significado de las letras, mientras que lo insustancial no tuviera parte en lo que las letras expresan. En efecto, todo lo que llega a nuestra mente, ya sea intelectualmente existente o de otra manera, podemos almacenarlo por escrito a nuestra discreción. La voz y las letras tienen igual valor para la expresión del pensamiento, pues comunicamos lo que pensamos tanto por estas últimas como por las primeras. ¿Qué ve Eunomio, entonces, para justificar que la concepción mental perezca sólo con la voz, es algo que no comprendo? Pues en el caso de todo discurso emitido por medio del sonido, el paso del aliento que transmite la voz se dirige hacia su elemento afín, pero el sentido de las palabras pronunciadas se graba por la audición en la memoria del alma del oyente, sea verdadero o falso. ¿No es esta, entonces, una interpretación débil de la concepción que ofrece nuestro escritor, al caracterizarla y definirla por la disolución de la voz? Por esta razón, el oyente comprensivo, como dice Isaías, se opone a esta explicación inconcebible de la concepción mental, demostrándola, en sus propias palabras, como verdaderamente disoluble e insustancial, y discute científicamente la fuerza inherente del término, presentando su argumento con ejemplos familiares para la reflexión de la doctrina. En definitiva, Eunomio, exaltándose con este pomposo escrito, intenta derribar la verdadera explicación de la concepción mental, de esta manera.
VII
Antes de examinar lo que ha escrito Eunomio, sería mejor preguntar con qué propósito se niega a admitir que la no generación pueda predicarse de Dios mediante la concepción. Ahora bien, el principio común de todos los que han recibido la palabra de nuestra religión es que toda esperanza de salvación debe depositarse en Cristo, siendo imposible encontrar a alguien entre los justos a menos que la fe en Cristo supla lo que se desea. Esta convicción estando firmemente establecida en las almas de los fieles, y siendo todo honor, gloria y adoración debidos al Dios unigénito como autor de la vida, quien hace las obras del Padre, como el Señor mismo dice en el evangelio, y quien no deja de alcanzar la excelencia en todo conocimiento de lo que es bueno, no sé cómo han sido tan pervertidos por la malignidad y los celos del honor del Señor, que, como si juzgaran que el culto rendido por los fieles al Dios unigénito es un detrimento para ellos mismos, se oponen a sus divinos honores e intentan persuadirnos de que nada de lo que se dice de ellos es verdad. En efecto, para los herejes ni Cristo es verdadero Dios (aunque así parece ser llamado por la Escritura), ni aunque llamado Hijo tiene una naturaleza que haga válida la denominación, ni tiene una comunidad de dignidad o de naturaleza con el Padre. Como dicen ellos, no es posible que quien es engendrado tenga igual honor que quien lo creó, ni en dignidad, ni en poder, ni en naturaleza, porque la vida de este último es infinita y su existencia desde la eternidad, mientras que la vida del Hijo está en cierto modo circunscrita, pues el comienzo de su engendramiento limita su vida desde el principio e impide que sea coextensiva con la eternidad del Padre, de modo que su vida también debe considerarse defectuosa; y el Padre no siempre fue lo que ahora es y se dice que es, sino que, habiendo sido algo diferente antes, determinó después que sería Padre (o mejor dicho, que sería llamado así). En efecto, ni siquiera del Hijo fue llamado Padre con razón, sino de una criatura supuestamente investida con el título de hijo. Y en todos los sentidos, dicen ellos, el menor es necesariamente inferior al mayor, lo finito a lo eterno, aquello que es engendrado por la voluntad del engendrador, al engendrador mismo, tanto en poder, dignidad, naturaleza, precedencia debida a la edad y todas las demás prerrogativas de respeto. No obstante ¿cómo podemos dignificar con justicia, con los honores debidos al Dios verdadero, aquello que carece de la perfección de los atributos divinos? Así, los herejes pretenden establecer la doctrina de que quien tiene un poder limitado, carece de la perfección de la vida, está sujeto a un superior y no hace nada por sí mismo salvo lo que sanciona la autoridad del más poderoso, no goza de honor ni consideración divina, sino que, al llamarlo Dios, empleamos un término carente de toda grandeza en su significado. Con declaraciones como estas, al despojarse de su apariencia plausible, indignan y hacen estremecer los herejes al oyente por su extrañeza (pues ¿quién puede tolerar que un consejero malvado inste descaradamente e imprudentemente a derrocar la majestad de Cristo?), e intentan pervertir a los oyentes necios con estas nociones extrañas, envolviendo sus argumentos malignos e insidiosos en una serie de falacias seductoras. Y no sólo eso, sino que tras establecer las premisas que podrían guiar naturalmente la mente de los oyentes en la dirección deseada, los herejes dejan que cada uno saque sus propias conclusiones.
VIII
Tras afirmar Eunomio que el Dios unigénito no es el mismo en esencia que el verdadero Padre, y tras inferirlo sofísticamente de la oposición entre lo generado y lo ingenerado, obran en silencio hasta la conclusión, prevaleciendo su impiedad por el curso natural de la inferencia. Y así como el envenenador hace aceptable su droga a su víctima endulzando su letalidad con miel, y, en cuanto a él, solo tiene que ofrecérsela, mientras la droga, al insinuarse en los órganos vitales sin ninguna acción adicional por parte del envenenador, realiza su efecto letal, así también actúan nuestros oponentes. Al matizar su perniciosa enseñanza con sus refinamientos sofísticos, como con miel, una vez que han infundido en la mente del oyente la venenosa falacia de que Dios unigénito no es Dios mismo, hacen que todo lo demás se infiera sin decir una palabra. Cuando están persuadidos de que él no es verdaderamente Dios, se deduce, como es lógico, que ningún otro atributo divino es verdaderamente aplicable. En efecto, si él no es verdaderamente Hijo ni Dios, salvo por un abuso de términos, entonces los demás nombres que se le dan en las Sagradas Escrituras divergen de la verdad. Pues uno no puede predicarse de él con verdad, y el otro carecer de ella; sino que necesariamente deben sucederse, de modo que, si él es verdaderamente Dios, se sigue que él es juez y rey, y que sus diversos atributos son tal como se describen; mientras que, si se afirma falsamente su divinidad, tampoco se sostendrá la verdad respecto a ninguno de sus otros atributos. Entonces, engañados por la persuasión de que el atributo de la divinidad se aplica falsamente al Unigénito, se deduce que él no es objeto legítimo de adoración ni de ninguno de los honores que se le rinden. Para, pues, que su ataque contra el Salvador sea eficaz, este es el método blasfemo que han adoptado. No es necesario, insisten, considerar los atributos colectivos que significan la igualdad del Hijo en honor y dignidad con el Padre, sino que, a partir de la oposición entre lo generado y lo ingenerado, debemos argumentar una diferencia distintiva de naturaleza; pues la naturaleza divina es la que se denota con el término ingenerado. Además, dado que todos los hombres sensatos consideran impracticable indicar el Ser inefable con palabras, porque nuestro conocimiento tampoco se extiende a la comprensión de lo que trasciende el conocimiento, ni el ministerio de las palabras tiene en nosotros tal poder como para permitir la plena enunciación de nuestro pensamiento, cuando la mente se ocupa en algo eminentemente elevado y divino. Estas personas sabias, por el contrario, convencen a los hombres en general de falta de sentido e ignorancia de la lógica, afirman su propio conocimiento de tales asuntos y su capacidad para impartirlo a quien quieran; y en consecuencia, sostienen que la naturaleza divina es simplemente indegeneración per se, y declarando que esto es soberano y supremo, hacen que esta palabra comprenda toda la grandeza de la deidad, de modo que es necesario inferir que si la indegeneración es el punto principal de la esencia, y los demás atributos divinos están ligados a ella, a saber: la deidad, el poder y la imperecibilidad. Si digo indegeneración, entonces esta indegeneración no puede predicarse de algo, y tampoco puede el resto. Pues como la razón, la risibilidad y la capacidad de conocimiento son propias del hombre, y lo que no es humanidad no puede clasificarse entre las propiedades de su naturaleza, así también, si la verdadera divinidad consiste en la ageneridad, entonces, a cualquier cosa a la que no pertenezca propiamente este último nombre, no se encontrará en ella ninguno de los otros atributos distintivos de la divinidad. Si, pues, la ageneridad no es predicable del Hijo, se sigue que ningún otro de Sus atributos sublimes y divinos se le atribuye propiamente. Esto, entonces, lo definen como una correcta comprensión de los misterios divinos (el rechazo de la divinidad del Hijo) casi gritando en el oído de quienes los escucharían; A ti te es dado ser perfecto en conocimiento, si tan sólo no crees en Dios unigénito como siendo Dios verdadero, y no honras al Hijo como se honra al Padre, sino que lo consideras por naturaleza un ser creado, no Señor y amo, sino esclavo y súbdito. Porque éste es el fin y el objeto de su designio, aunque la blasfemia se disfrace con términos diferentes.
IX
Envolviendo sus anteriores argumentos especiales en las evoluciones laberínticas de sus sofismas, y tratando sutilmente el término ingenerado, Eunomio roba la inteligencia de sus engañados, diciéndoles: "Si no es así, ni por vía de concepción, ni por privación, ni por división (pues él no tiene partes), ni como siendo otro en sí mismo (pues él es el único ingenerado), Dios mismo debe ser, en esencia, ingenerado". Viendo, pues, el perjuicio que resulta para los ingenuos de este razonamiento falaz (que asentir a que él no es Dios mismo es apartarse de nuestra confesión de él como nuestro Señor, conclusión a la que, de hecho, sus palabras llevarían su enseñanza), nuestro maestro no niega que lo ingenuo no sea un predicado parcial de Dios, admitiendo también que Dios carece de cantidad, magnitud o partes; pero refuta y presenta sus pruebas la afirmación de que este término no debe aplicarse a él mediante la concepción mental. Pero de nuevo, cambiando de postura, nuestro escritor Eunomio, en el segundo de sus tratados, nos enfrenta con su sofisma, combatiendo sus propias afirmaciones respecto a la concepción mental.
X
Pronto será el momento de recordar el método de este argumento, mas baste decir primero esto: que no hay facultad en la naturaleza humana adecuada para la plena comprensión de la esencia divina. Puede ser que sea fácil demostrar esto solo en el caso de la capacidad humana, y decir que la creación incorpórea es incapaz de tomar y comprender esa naturaleza que es infinita no estará muy lejos de la verdad, como podemos ver con ejemplos familiares; porque como hay muchas y diversas cosas que tienen vida carnal, cosas aladas y cosas de la tierra, algunas que se elevan sobre las nubes en virtud de sus alas, otras que habitan en huecos o madrigueras en el suelo, al compararlas, parecería que no había poca diferencia entre los habitantes del aire y de la tierra; mientras que, si la comparación se extiende a las estrellas y la circunferencia fija, se verá que lo que se eleva con alas no está menos alejado del cielo que de los animales que están en la tierra; Así también, la fuerza de los ángeles comparada con la nuestra parece preeminentemente grande, porque, imperturbable por la sensación, persigue sus elevados temas con pura inteligencia desnuda. Sin embargo, si sopesamos incluso su comprensión con la majestad de Aquel que realmente es, puede ser que si alguien se aventurara a decir que incluso su poder de entendimiento no es muy superior a nuestra propia debilidad, su conjetura caería dentro de los límites de lo probable, pues amplio e insuperable es el intervalo que divide y separa la naturaleza increada de la creada. Esta última es limitada, la primera no. Esta última está confinada dentro de sus propios límites según el placer de su Creador. La primera está limitada sólo por el infinito. Esta última se extiende dentro de ciertos grados de extensión, limitados por el tiempo y el espacio: la primera trasciende toda noción de grado, desconcertando la curiosidad desde cualquier punto de vista. En esta vida podemos aprehender el principio y el fin de todo lo que existe, pero la bienaventuranza que está por encima de la criatura no admite fin ni principio, sino que está por encima de todo lo que ambos connotan, siendo siempre la misma, autosuficiente, sin desplazarse gradualmente de un punto a otro en su vida; pues no hay participación de otra vida en su vida, de modo que podamos inferir fin y principio; pero, sea como sea, es vida energizante en sí misma, sin hacerse mayor ni menor por adición o disminución. Pues el aumento no tiene cabida en el infinito, y lo que por naturaleza es desapasionado excluye toda noción de disminución. Y así como, al mirar al cielo, y en cierta medida aprehendemos mediante los órganos visuales la belleza que reside en la altura, no dudamos de la existencia de lo que vemos, pero si nos preguntan qué es, no podemos definir su naturaleza, sino que simplemente admiramos al contemplar la bóveda que lo abarca todo, el movimiento planetario inverso, el llamado Zodíaco grabado oblicuamente en el polo, mediante el cual los astrónomos observan el movimiento de los cuerpos que giran en dirección opuesta, las diferencias de las luminarias según su magnitud y las especialidades de sus rayos, sus salidas y puestas que tienen lugar según el año circular siempre en las mismas estaciones indefinidamente, las conjunciones de los planetas, los cursos de los que pasan por debajo, los eclipses de los que están por encima, los umbrales de la tierra, la reaparición de los cuerpos eclipsados, los cambios multiformes de la luna, el movimiento del sol a medio camino dentro de los polos, y cómo, lleno de su propia luz, y coronado con sus rayos envolventes, y abrazando todas las cosas en su luz soberana, él mismo también a veces sufre eclipse (el disco de la luna, como dicen, pasando delante de él), y cómo, por voluntad de Aquel que así lo ha ordenado, siguiendo siempre su propio curso particular, cumple su órbita y progreso designados, abriendo sucesivamente las cuatro estaciones del año; nosotros, como digo, cuando contemplamos estos fenómenos con la vista, no dudamos de su existencia, aunque estamos tan lejos de comprender su naturaleza esencial como si la vista no nos hubiera dado ningún atisbo de lo que hemos visto; e incluso así, con respecto al Creador del mundo, sabemos que existe, pero no podemos negar nuestra ignorancia sobre su naturaleza esencial. Pero, alardeando como lo hacen de saber estas cosas, que nos hablen primero de las cosas de naturaleza inferior; qué piensan del cuerpo celeste, del mecanismo que mueve las estrellas en sus trayectorias eternas, o de la esfera en la que se mueven; pues, por mucho que la especulación llegue, al llegar a lo incierto e incomprensible debe detenerse. Pues aunque alguien diga que otro cuerpo, similar en estilo (a ese cuerpo celeste), adaptándose a su forma circular, frena su velocidad, de modo que, girando siempre en su curso, gira conforme a ese otro sobre sí mismo, impidiendo que la fuerza que lo rodea salga disparado por una tangente, ¿cómo puede afirmar que estos cuerpos permanecerán inmóviles por su constante fricción entre sí? Y además, ¿cómo se produce el movimiento en el caso de dos cuerpos coetáneos mutuamente conformados, cuando uno permanece inmóvil (pues el cuerpo interior, se habría pensado, está sujeto como en un torno) por la inmovilidad de aquello que lo abraza, será completamente incapaz de actuar); ¿y qué es lo que mantiene al cuerpo que lo abraza en su fijeza, de modo que permanece inmóvil e inafectado por el movimiento de aquello que encaja en él? Y si en la incansable curiosidad del pensamiento concibiéramos alguna posición para él que lo mantuviera estacionario, debemos continuar con coherencia lógica buscando la base de esa base, y de la siguiente, y de la siguiente, y así sucesivamente, y así la investigación, procediendo de igual a igual, continuará hasta el infinito y terminará en una perplejidad desesperada, aún, incluso cuando se haya puesto un cuerpo como el cimiento más lejano del sistema del universo, buscando lo que está más allá, de modo que no haya detención en nuestra investigación después del límite de los círculos que lo abarcan. Pero no es así, dicen otros, sino que (según la vana teoría de quienes han especulado sobre estos asuntos) existe un espacio vacío extendido sobre la parte posterior del cielo, en cuyo vacío el movimiento del universo gira sobre sí mismo, sin encontrar resistencia de ningún cuerpo sólido capaz de retardarlo por oposición y de detener su curso de revolución. ¿Qué es, entonces, ese vacío, que dicen no es ni un cuerpo ni una idea? ¿Hasta dónde se extiende, y qué le sucede, y qué relación existe entre el cuerpo firme y resistente, y ese vacío e insustancial? ¿Qué hay que una cosas tan contrarias por naturaleza? ¿Y cómo puede la armonía del universo consistir en elementos tan incongruentes? ¿Y qué puede alguien decir del cielo mismo? ¿Que es una mezcla de los elementos que contiene, o uno de ellos, o algo más aparte de ellos? ¿Qué, de nuevo, hay de las propias estrellas? ¿De dónde proviene su resplandor? ¿Qué es y cómo está compuesto? ¿Y cuál es la razón de su diferencia en belleza y magnitud? Y los siete orbes internos que giran en dirección opuesta al movimiento del universo, ¿qué son y qué los impulsa? Además, ¿qué es ese empíreo inmaterial y etéreo, y el aire intermedio que forma una pared divisoria entre el elemento de la naturaleza que da calor y consume, y el húmedo y combustible? ¿Y cómo la tierra que está debajo forma el fundamento del todo, y qué es lo que la mantiene firme en su lugar? ¿Qué es lo que controla su tendencia descendente? Si alguien nos preguntara sobre estos y otros puntos similares, ¿se consideraría alguno tan presuntuoso como para prometer una explicación? ¡No! La única respuesta que pueden dar los hombres sensatos es esta: que solo Aquel que creó todas las cosas con sabiduría puede dar cuenta de su creación. En cuanto a nosotros, por la fe entendemos que los mundos fueron creados por la palabra de Dios, como dice el apóstol (Hb 1,2).
XI
Si la creación inferior que se encuentra bajo nuestros sentidos trascendiera el conocimiento humano, como afirma Eunomio, pregunto yo: ¿Cómo puede él, quien por su mera voluntad creó los mundos, estar dentro del alcance de nuestra comprensión? Seguramente esto es vanidad y una falsa locura, como dice el profeta, creer posible comprender las cosas que son incomprensibles. Así podemos ver a niños pequeños entretenidos en sus juegos. Porque a menudo, cuando un rayo de sol los ilumina a través de una ventana, encantados con su belleza, se lanzan sobre lo que ven, ansiosos por atraparlo con sus manos, y forcejean entre sí, y aferran la luz con sus dedos, y creen haber aprisionado el rayo en ellos, pero en cuanto separan las manos y descubren que el rayo de sol que sostenían se les ha escapado, ríen y aplauden. De igual manera, los niños de nuestra generación, como dice la parábola, se sientan a jugar en los mercados; porque, viendo el poder de Dios brillando sobre sus almas a través de las dispensaciones de su providencia, y las maravillas de su creación como un rayo cálido que emana del sol natural, no se maravillan del don divino, ni adoran a aquel a quien tales cosas revelan, sino que, yendo más allá de los límites de las capacidades del alma, buscan con su entendimiento sofístico captar lo que es intangible, y piensan por sus razonamientos apoderarse de aquello de lo que están persuadidos; pero cuando su argumento se despliega y descubre la enmarañada red de sus sofismas, los hombres de discernimiento ven de inmediato que lo que han aprehendido no es nada en absoluto. Tan mezquina e infantilmente, trabajando en vano en imposibilidades, se proponen incluir la naturaleza inconcebible de Dios en las pocas sílabas del término no generado, y aplauden su propia locura, imaginando a Dios de tal manera que el razonamiento humano puede incluirlo bajo un solo término. Y aunque pretenden seguir la enseñanza de los escritores sagrados, no temen elevarse por encima de ellos. Pues lo que no se puede demostrar que haya sido dicho por ninguno de esos bienaventurados, cuyas palabras están registradas en los libros sagrados, estas cosas, como dice el apóstol, sin entender ni lo que dicen ni lo que afirman, sin embargo dicen saber, y se jactan de guiar a otros a tal conocimiento. Y por esta razón declaran haber comprendido que Dios unigénito no es como se le llama. Pues a esta conclusión se ven obligados por sus premisas.
XII
¡Cuán dignos de lástima son estos herejes, por su astucia! ¡Cuán miserable, cuán fatal es su filosofía excesivamente sabia! ¿Quién se lanza por su propia voluntad al pozo con tanto afán como estos hombres que se esfuerzan y se esfuerzan por desenterrar su lago de blasfemia? ¡Cuánto se han separado de la esperanza del cristiano! ¡Qué abismo han creado entre ellos y la fe que salva! ¡Cuánto se han alejado de Abraham, el padre de la fe! Si con el noble espíritu del apóstol podemos tomar las palabras alegóricamente, y así penetrar en el sentido profundo de la historia, sin perder de vista la verdad de sus hechos, él partió por mandato divino de su propio país y parientes en un viaje digno de un profeta ávido del conocimiento de Dios (Hb 11,8). Pues ninguna migración local me parece que satisfaga la idea de las bendiciones que se significa que encontró. Porque, al salir de sí mismo y de su patria (por lo cual entiendo su mente terrenal y carnal), y al elevar sus pensamientos lo más posible por encima de los límites comunes de la naturaleza, abandonando la conexión del alma con los sentidos (de modo que, sin ser perturbado por ninguno de los objetos de los sentidos, sus ojos pudieran abrirse a las cosas invisibles, sin que la vista ni el sonido distrajeran la mente en su trabajo), andando, como dice el apóstol, por la fe, no por la vista, se elevó tanto por la sublimidad de su conocimiento que llegó a ser considerado la cumbre de la perfección humana, conociendo tanto de Dios como era posible para la capacidad humana finita en su máximo desarrollo. Por lo tanto, también el Señor de toda la creación, como si fuera un descubrimiento de Abraham, es llamado especialmente "el Dios de Abraham". Sin embargo, ¿qué dice la Escritura sobre él? Que salió sin saber adónde iba, ni siquiera siendo capaz de aprender el nombre de aquel a quien amaba, pero de ninguna manera impaciente ni avergonzado por tal ignorancia.
XIII
Éste fue, por tanto, el significado de su segura guía en el camino hacia lo que buscaba: que no fue guiado ciegamente por ninguno de los medios disponibles para su instrucción en las cosas de Dios, y que su mente, libre de cualquier objeto de los sentidos, nunca fue impedida de su viaje en busca de lo que está más allá de todo lo que se conoce, sino que habiendo ido razonando mucho más allá de la sabiduría de sus compatriotas (me refiero a la filosofía de los caldeos, limitada como estaba a las cosas que aparecen), y elevándose por encima de las cosas que son cognoscibles por los sentidos, desde la belleza de los objetos de contemplación y la armonía de las maravillas celestiales, deseó contemplar el arquetipo de toda belleza. Y así, también, todas las otras cosas que en el curso de su razonamiento fue llevado a comprender a medida que avanzaba, ya sea el poder de Dios, o su bondad, o su ser sin principio, o su infinitud, o cualquier otra cosa concebible con respecto a la naturaleza divina, usándolas todas como suministros y dispositivos para su viaje hacia adelante, haciendo siempre de cada descubrimiento un trampolín hacia otro, siempre extendiéndose hacia aquellas cosas que estaban antes, y fijando en su corazón, como dice el profeta, cada etapa justa de su avance, y pasando por alto todo conocimiento adquirido por su propia habilidad como si fuera insuficiente respecto de aquello que estaba buscando, cuando hubo ido más allá de toda conjetura respecto a la naturaleza divina que se sugiere por cualquier nombre entre todas nuestras concepciones de Dios, habiendo purgado su razón de todas esas fantasías, y llegado a una fe pura y libre de todo prejuicio, hizo de esto una muestra segura y manifiesta del conocimiento de Dios, a saber: la creencia de que él es más grande y más sublime que cualquier muestra por la cual pueda ser conocido. Por esta razón, en efecto, tras el éxtasis que lo invadió y tras sus sublimes meditaciones, recurriendo a su debilidad humana, dijo: "Soy solo polvo y ceniza" (Gn 18,27), es decir, sin voz ni poder para interpretar el bien que su mente había concebido. Pues el polvo y la ceniza parecen denotar lo inerte y estéril; y así surge una ley de fe para la vida venidera, que enseña a quienes desean acercarse a Dios, mediante esta historia de Abraham, que es imposible acercarse a Dios a menos que la fe medie y lleve al alma buscadora a la unión con la naturaleza incomprensible de Dios. Porque, dejando atrás la curiosidad que surge del conocimiento, Abraham, dice el apóstol, "creyó a Dios, y eso le fue contado por justicia" (Gn 15,6; Rm 4,22). Ahora bien, no fue escrito para él, dice el apóstol, sino para nosotros, que Dios cuenta a los hombres por justicia su fe, no su conocimiento. Pues el conocimiento actúa, por así decirlo, con un espíritu comercial, tratando solo con lo conocido. Pero la fe de los cristianos actúa de otra manera. Pues es la sustancia, no de lo conocido, sino de lo esperado. Ahora bien, lo que ya tenemos ya no lo esperamos. Pues lo que un hombre tiene, dice el apóstol, ¿por qué todavía lo espera? (Rm 8,24). Pero la fe hace nuestro lo que no vemos, asegurándonos por su propia certeza de lo que no aparece. Porque así habla el apóstol del creyente, que perseveró como viendo a Aquel que es invisible (Hb 11,27). Vano, por tanto, es quien sostiene que es posible alcanzar el conocimiento de la esencia divina mediante un conocimiento que se envanece sin propósito. Pues no hay hombre tan grande que pueda pretender igualdad de entendimiento con el Señor (pues como dice David, "¿quién entre las nubes se comparará al Señor?"), ni es lo que se busca tan pequeño que pueda ser abarcado por los razonamientos de la superficialidad humana. Escuchen al predicador que exhorta a no apresurarse a pronunciar nada ante Dios, pues "Dios está arriba en el cielo, y tú abajo en la tierra" (Ecl 5,2).
XIV
Creo que he demostrado, por la relación entre estos elementos, o más bien por su distancia, cuán por encima de las especulaciones de la razón humana se encuentra la naturaleza divina. Pues esa naturaleza que trasciende toda inteligencia está tan por encima del cálculo terrenal como las estrellas están por encima del tacto de nuestros dedos; o mejor dicho, mucho más. Sabiendo, pues, cuán ampliamente difiere la naturaleza divina de la nuestra, permanezcamos tranquilos dentro de nuestros límites. Pues es más seguro y reverente creer que la majestad de Dios es mayor de lo que podemos comprender, que, tras circunscribir su gloria con nuestras concepciones erróneas, suponer que no hay nada más allá de nuestra concepción de ella. Y por otras razones también puede considerarse seguro dejar de lado la esencia divina, como inefable y más allá del alcance del razonamiento humano. Pues el deseo de investigar lo que es oscuro y rastrear cosas ocultas mediante la operación del razonamiento humano da entrada a nociones falsas no menos que a nociones verdaderas, en la medida en que quien aspira a conocer lo desconocido no siempre llegará a la verdad, sino que también puede concebir la falsedad misma como verdad. Pero el discípulo de los evangelios y de la profecía cree que Aquel que es, es; tanto por lo que ha aprendido de los escritores sagrados, como por la armonía de las cosas que aparecen, y por las obras de la Providencia. Pero qué es él y cómo (dejando esto como una especulación inútil e improductiva) tal discípulo no abrirá puerta a la falsedad contra la verdad. Pues en la investigación especulativa las falacias encuentran fácilmente lugar. Pero donde la especulación está completamente en reposo, la necesidad del error está excluida. Y que este es un relato verdadero del caso, puede verse si consideramos cómo es que las herejías en las iglesias se han desviado hacia muchas y diversas opiniones con respecto a Dios, engañándose los hombres al ser influenciados por uno u otro impulso mental; y cómo estos mismos hombres con quienes se ocupa nuestro tratado se han deslizado en tal pozo de profanidad. ¿No habría sido más seguro para todos, siguiendo el consejo de la sabiduría, abstenerse de indagar en asuntos tan profundos, y en paz y tranquilidad mantener inviolado el puro depósito de la fe? Pero desde que, de hecho, la nada humana ha comenzado a entrometerse imprudentemente en asuntos que están más allá de la comprensión, y a apoyar con la enseñanza dogmática los inventos de su vana imaginación, ha surgido en consecuencia toda una hueste de enemigos de la verdad, y dogmáticos del engaño que buscan limitar al Ser divino e idolatran casi abiertamente su propia imaginación, pues deifican la idea expresada por esta ingenuidad suya, no sólo como algo discernible en la naturaleza divina, sino como Dios mismo, o la esencia de Dios. Sin embargo, quizás habrían hecho mejor en recurrir a la sagrada compañía de los profetas y patriarcas, a quienes en diversas ocasiones y de diversas maneras (Hb 1,1). La Palabra de verdad habló y, a continuación, quienes fueron testigos oculares y ministros de la palabra, para que honraran debidamente las exigencias de su creencia en las cosas atestiguadas por el mismo Espíritu Santo, y se mantuvieran dentro de los límites de su enseñanza y conocimiento, sin aventurarse en temas que no están comprendidos en el canon de los escritores sagrados. Pues estos escritores, al revelar a Dios, tan desconocido para la vida humana debido a la prevalencia de la idolatría, y al darlo a conocer a los hombres, tanto por las maravillas que se manifiestan en sus obras como por los nombres que expresan la multiforme variedad de su poder, conducen a los hombres, como de la mano, a la comprensión de la naturaleza divina, dándoles a conocer la grandeza del pensamiento divino; mientras que la cuestión de su esencia, como algo incomprensible y que no rinde fruto al investigador curioso, la descartan sin intentar resolverla. Pues mientras que respecto a todas las demás cosas han establecido que fueron creadas (el cielo, la tierra, el mar, los tiempos, las eras y las criaturas que en ellas habitan), pero qué es cada una en sí misma, cómo y de dónde proviene, sobre estos puntos guardan silencio; así también, respecto a Dios mismo, exhortan a los hombres a creer que él existe y que recompensa a quienes lo buscan diligentemente (Hb 11,6), pero respecto a su naturaleza, como superior a todo nombre, ni la nombran ni se preocupan por ella. Pues si hemos aprendido nombres que expresen el conocimiento de Dios, todos estos están relacionados y tienen analogía con los nombres que denotan características humanas. Porque así como quienes quieren señalar a una persona desconocida con señales de reconocimiento hablan de ella como de buena familia y descendencia, si tal es el caso, o como distinguida por sus riquezas o su valor, o como en la flor de la vida, o de tal o cual estatura, y al hablar así no exponen la naturaleza de la persona indicada, sino que dan ciertas notas de reconocimiento (pues ni las ventajas del nacimiento, ni de la riqueza, ni de la reputación, ni de la edad, constituyen al hombre; se las considera, simplemente, como observables en el hombre), así también las expresiones de la Sagrada Escritura, ideadas para la gloria de Dios, expusieron una u otra de las cosas que se declaran acerca de él, cada una inculcando una enseñanza especial. Pues mediante estas expresiones se nos enseña su poder, o que no admite deterioro, o que es sin causa ni límite, o que es supremo sobre todas las cosas, o en resumen, algo, sea lo que sea, respecto a él. Pero su esencia misma, al no ser concebida por el intelecto humano ni expresada con palabras, la ha dejado intacta como algo que no debe ser objeto de investigación curiosa, dictaminando que debe ser reverenciada en silencio, pues prohíbe la investigación de cosas demasiado profundas para nosotros, mientras que impone el deber de ser lentos para pronunciar palabra alguna ante Dios. Y por lo tanto, quien escudriñe toda la revelación no encontrará en ella doctrina alguna de la naturaleza divina, ni de ninguna otra cosa con existencia sustancial, de modo que pasamos nuestras vidas ignorando mucho, siendo ignorantes primero de nosotros mismos, como hombres, y luego de todo lo demás. ¿Quién ha llegado a comprender su propia alma? ¿Quién conoce su esencia misma, ya sea material o inmaterial, puramente incorpórea o corpórea? ¿Cómo surge, cómo se compone, cómo entra en el cuerpo, cómo se separa de él o qué medios posee para unirse a la naturaleza del cuerpo? ¿Cómo, siendo intangible e informe, se mantiene dentro de su propia esfera? ¿Qué diferencia existe entre sus poderes? ¿Cómo una misma alma, en su ansiosa curiosidad por conocer lo invisible, se remonta a los cielos más altos y, de nuevo, arrastrada por el peso del cuerpo, recae en las pasiones materiales: la ira y el miedo, el dolor y el placer, la compasión y la crueldad, la esperanza y la memoria, la cobardía y la audacia, la amistad y el odio, y todos los contrarios que se producen en las facultades del alma? Observando estas cosas, ¿quién no se ha imaginado tener una especie de multitud de almas apiñadas en su interior, donde cada una de las pasiones mencionadas difiere ampliamente de las demás, y, cuando prevalece, las domina a todas, de modo que incluso la facultad racional cae bajo el poder predominante de tales fuerzas y se somete a él, contribuyendo a tales impulsos como a un señor despótico? ¿Qué palabra, entonces, de la Escritura inspirada nos ha enseñado el carácter múltiple y multiforme de lo que entendemos al hablar. ¿Es el alma una unidad compuesta de todas ellas? Y de ser así, ¿qué es lo que mezcla y armoniza las cosas mutuamente opuestas, de modo que muchas se convierten en una, mientras que cada elemento, considerado por sí mismo, está encerrado en el alma como en un amplio recipiente? ¿Y cómo es que no tenemos la percepción de todas ellas como involucradas en ella, estando a la vez confiados y temerosos, odiando y amando a la vez, y sintiendo también en nosotros la acción de todas las demás emociones confusas y entremezcladas; sino que, por el contrario, solo conocemos su control alternativo, cuando una de ellas prevalece, mientras las demás permanecen inactivas? ¿Qué es, en resumen, esta composición y disposición, y este amplio vacío dentro de nosotros, tal que a cada una se le asigna su propio puesto, como si los muros intermedios le impidieran comunicarse con su vecino? Y además, ¿qué explicación ha explicado si la pasión es la esencia fundamental del alma, o el miedo, o cualquiera de los otros elementos que he mencionado; y qué emociones son insustanciales? Pues si estas tienen una subsistencia independiente, entonces, como he dicho, se comprende en nosotros no una sola alma, sino un conjunto de almas, cada una ocupando su posición distintiva como alma particular e individual. Pero si debemos suponer que estas son una especie de emoción sin subsistencia, ¿cómo puede aquello que no tiene existencia esencial ejercer dominio sobre nosotros, habiéndonos reducido, por así decirlo, a esclavos de cualquiera de estas cosas que prevalezca? Y si el alma es algo que sólo el pensamiento puede comprender, ¿cómo puede contemplarse como tal aquello que es múltiple y compuesto, cuando tal objeto debería contemplarse por sí mismo, independientemente de estas cualidades corporales? Entonces, en cuanto al poder del alma para crecer, desear, nutrirse, cambiar, y el hecho de que todas las facultades corporales se nutren, mientras que la sensibilidad no se extiende a todos, sino que, como en las cosas sin vida, algunos de nuestros miembros carecen de sensibilidad, como los huesos, los cartílagos, las uñas, el cabello, por ejemplo, que se nutren, pero no sienten, ¿quién comprende esta función del alma, aunque sólo sea a medias? ¿Y por qué hablo del alma? Ni siquiera la investigación sobre esa cosa en la carne misma que asume todas las cualidades corpóreas ha llegado a un resultado definitivo. Pues si alguien ha hecho un análisis mental de lo que se ve en sus componentes y, tras despojarlo de sus cualidades, ha intentado considerarlo por sí mismo, no veo qué quedará por investigar. Pues cuando se le quita a un cuerpo su color, su forma, su grado de resistencia, su peso, su cantidad, su posición, sus fuerzas activas o pasivas, su relación con otros objetos, lo que queda, que aún puede llamarse cuerpo, no lo podemos ver por nosotros mismos, ni nos lo enseñan las Escrituras. Pero ¿cómo puede quien se ignora a sí mismo adquirir conocimiento de algo que está por encima de sí mismo? Y si un hombre está familiarizado con tal ignorancia de sí mismo, ¿no se le enseña claramente por el hecho mismo a no asombrarse ante ninguno de los misterios externos? Por lo tanto, también, de los elementos del mundo, sólo conocemos por nuestros sentidos lo suficiente como para poder percibir lo que cada uno de ellos nos proporciona para nuestra vida. Pero desconocemos su sustancia, ni consideramos una pérdida ignorarla. Pues, ¿de qué me sirve indagar con curiosidad sobre la naturaleza del fuego: cómo se enciende, cómo, una vez que ha captado el combustible que se le suministra, no lo suelta hasta que ha devorado y consumido a su presa; cómo la chispa está latente en el pedernal; cómo el acero, frío al tacto, genera fuego; cómo la fricción de los palos enciende la llama; cómo el agua al brillar al sol produce un destello; y finalmente, la causa de su tendencia ascendente, su poder de movimiento incesante? Dejando a un lado todas estas curiosas preguntas e investigaciones, nos centramos únicamente en la subordinación de este fuego a la vida, ya que quien se sirve de su servicio no le va peor que quien se dedica a investigar su naturaleza.
XV
La Sagrada Escritura omite toda indagación superficial sobre la sustancia, considerándola superflua e innecesaria. Y me parece que fue por esto que Juan, el hijo del trueno, quien con la potente voz de las doctrinas contenidas en su evangelio se elevó por encima de la predicación que las anunciaba, dijo al final de su evangelio: "Hay también muchas otras cosas que Jesús hizo, las cuales si se escribieran todas, supongo que ni siquiera el mundo mismo podría contener los libros que se escribirían". Ciertamente, no se refiere con esto a los milagros de sanidad, pues la narración no deja ninguno sin registrar, aunque no menciona los nombres de todos los que fueron sanados. Pues cuando nos dice que los muertos resucitaron, que los ciegos recuperaron la vista, que los sordos oyeron, que los cojos caminaron, y que sanó toda clase de enfermedades y dolencias, no deja en esto ningún milagro sin registrar, sino que abarca todos y cada uno en estos términos generales. Pero puede ser que el evangelista quiera decir esto en su profunda sabiduría: que debemos aprender la majestad del Hijo de Dios no solo por los milagros que hizo en la carne. Porque estos son pequeños comparados con la grandeza de su otra obra. ¡Pero tú mira al cielo! ¡Contempla sus glorias! ¡Transfiere tu pensamiento a la amplia extensión de la tierra y a las profundidades acuáticas! Abraza con tu mente el mundo entero, y cuando hayas llegado al conocimiento de la naturaleza supramundana, aprende que estas son las verdaderas obras de Aquel que peregrina por ti en la carne, las cuales (dice él), si cada una fuera escrita (y la esencia, manera, origen y extensión de cada una dada) el mundo mismo no podría contener la plenitud de la enseñanza de Cristo sobre el mundo mismo. Porque como Dios ha hecho todas las cosas en sabiduría, y para su sabiduría no hay límite (porque su entendimiento, dice la Escritura, es infinito), el mundo, que está limitado por límites propios, no puede contener dentro de sí mismo el relato de la sabiduría infinita. Si, entonces, el mundo entero es demasiado pequeño para contener la enseñanza de las obras de Dios, ¿cuántos mundos podrían contener un relato del Señor de todos ellos? Porque quizá ni siquiera la lengua del blasfemo pueda negar que el Creador de todas las cosas, creadas por el simple mandato de su voluntad, es infinitamente mayor que todo. Si, entonces, la creación entera no puede contener lo que podría decirse respecto a sí misma (pues así, según nuestra explicación, atestigua el gran evangelista), ¿cómo podría la superficialidad humana contener todo lo que podría decirse del Señor de la creación? Que esos grandes oradores nos informen qué es el hombre, en comparación con el universo, qué punto geométrico es tan sin magnitud, cuál de los átomos de Epicuro es capaz de una reducción tan infinitesimal en la vana fantasía de quienes hacen de tales problemas el objeto de su estudio, cuál de ellos está tan cerca de la inexistencia, como la superficialidad humana, cuando se compara con el universo. Como dice también el gran David, con una verdadera comprensión de la debilidad humana, "mi edad es como nada para ti", no diciendo que sea absolutamente nada, sino significando, por esta comparación con lo inexistente, que lo que es tan extremadamente breve es casi nada en absoluto.
XVI
Con sólo esa naturaleza, como base de sus operaciones, abren sus bocas de par en par los herejes contra el poder inefable, y abarcan con una sola denominación la naturaleza infinita, confinando la esencia divina dentro de los estrechos límites del término indegeneración, para que así puedan preparar el camino para su blasfemia contra el Unigénito; pero aunque el gran Basilio había corregido esta falsa opinión y señalado, con respecto a los términos, que no tienen existencia en la naturaleza, sino que están unidos como concepciones a las cosas significadas, tan lejos están de volver a la verdad, que se aferran a lo que una vez han propuesto, como a la hierba, y no quieren perder su falaz modo de argumentación, ni permiten que el término indegeneración se use en el modo de una concepción mental, sino que lo hacen representar la naturaleza divina misma. Ahora bien, analizar todo su argumento e intentar desmentirlo discutiendo palabra por palabra sus frívolas y prolijas tonterías requeriría mucho tiempo, tiempo y ausencia de ocupaciones. Así como oigo que Eunomio, tras dedicarse con dedicación y esfuerzo durante años que superaron los de la Guerra de Troya, se ha forjado este sueño en su profundo sueño, buscando con esmero, no cómo interpretar las ideas a las que ha llegado, sino cómo ajustarlas a sus frases, y rebuscando en ciertos libros las palabras que suenan más grandiosas. Y como mendigos sin ropa que se cosen túnicas con alfileres y tachuelas, así él, recortando una frase aquí y otra allá, ha tejido para sí mismo los retazos de su tratado, pegando y fijando las uniones de su dicción con mucho trabajo y esfuerzo, mostrando en ello una mezquina y pueril ambición por el combate, que cualquier hombre con la mirada puesta en la realidad desdeñaría, así como un luchador tenaz, ya no en la flor de la vida, desdeñaría aparentar ser una mujer con un exceso de elegancia en el vestir. Pero a mí me parece que, una vez repasado el alcance de toda la cuestión, sus indirectas florituras bien podrían dejarse de lado.
XVII
Sostengo, pues, que la razón nos proporciona sólo una comprensión vaga e imperfecta de la naturaleza divina; sin embargo, el conocimiento que obtenemos de los términos que la piedad nos permite aplicarle es suficiente para nuestra limitada capacidad. Ahora bien, no decimos que todos estos términos tengan un significado uniforme; pues algunos de ellos expresan cualidades inherentes a Dios, y otros cualidades que no lo son, como cuando decimos que él es justo o incorruptible, significando el término justo que la justicia se encuentra en él, y por incorruptible que la corrupción no la hay. Además, mediante un cambio de significado, podemos aplicar términos a Dios a modo de acomodación, de modo que lo que es propio de Dios puede ser representado por un término que de ninguna manera le pertenece, y lo que es ajeno a su naturaleza puede ser representado por lo que le pertenece. Pues mientras que la justicia es lo contrario de la injusticia, y la eternidad lo contrario de la destrucción, podemos emplear con propiedad y sin impropiedad lo contrario al hablar de Dios, como cuando decimos que él es siempre existente, o que él no es injusto, lo cual equivale a decir que él es justo, y que no admite corrupción. Así también, podemos decir que otros nombres de Dios, mediante un cierto cambio de significado, pueden emplearse adecuadamente para expresar ambos significados, por ejemplo, bueno e inmortal, y todas las expresiones de formación similar; pues cada uno de estos términos, según se tome, es capaz de indicar lo que pertenece o no a la naturaleza divina, de modo que, a pesar del cambio formal, nuestra opinión ortodoxa respecto al objeto permanece inamovible. Pues es lo mismo si hablamos de Dios como insensible al mal, o si lo llamamos bueno; si confesamos que él es inmortal, o si decimos que él vive eternamente. Pues no entendemos ninguna diferencia en el sentido de estos términos, sino que con ambos nos referimos a una misma cosa, aunque uno parezca transmitir la noción de afirmación y el otro de negación. Así pues, cuando hablamos de Dios como la causa primera de todas las cosas, o cuando hablamos de él como sin causa, no incurrimos en ninguna contradicción de sentido, al declarar, como lo hacemos con cualquiera de los dos nombres, que Dios es el gobernante principal y la causa primera de todo. En consecuencia, cuando hablamos de él como sin causa y como Señor de todo, en el primer caso significamos lo que no se vincula a él, en el segundo caso lo que sí lo es; siendo posible, como he dicho, mediante un cambio en las cosas significadas, dar un sentido opuesto a las palabras que las expresan, y significar una propiedad mediante una palabra que temporalmente toma una forma negativa, y viceversa. Pues es admisible, en lugar de decir que él mismo no tiene causa primaria, describirlo como la primera causa de todo, y de nuevo, en lugar de esto, sostener que sólo él existe de manera no generada, de modo que, aunque las palabras parezcan discrepar entre sí por el cambio formal, el sentido permanece uno y el mismo. Pues el objetivo que se persigue, en cuestiones relativas a Dios, no es producir una armonía dulce y melodiosa de palabras, sino elaborar una fórmula ortodoxa de pensamiento, mediante la cual se pueda asegurar una concepción digna de Dios. Puesto que, entonces, es ortodoxo inferir que Aquel que es la causa primera de todo es él mismo sin causa, si se confirma esta opinión, ¿qué controversia de palabras les queda a los hombres de sentido común y juicio, cuando cada palabra mediante la cual se nos transmite tal noción tiene el mismo significado? Pues ya sea que digas que él es la causa primera y principio de todo, o hables de él como sin origen, ya sea que hables de él como de subsistencia no generada o eterna, como la causa de todo o como el único sin causa, todas estas palabras son, en cierto modo, de igual fuerza y equivalentes entre sí, en lo que respecta al significado de las cosas significadas; y es mera locura contender por esta o aquella entonación vocal, como si la ortodoxia fuera cosa de sonidos y sílabas más que de la mente. Esta perspectiva, entonces, ha sido cuidadosamente enunciada por nuestro gran maestro, mediante la cual todos aquellos cuyos ojos no estén vendados por el velo de la herejía pueden ver claramente que, sea cual sea la naturaleza de Dios, no puede ser aprehendido por los sentidos, y que trasciende la razón, aunque el pensamiento humano, ocupado en una indagación curiosa, con la ayuda de la razón que le es posible, extiende su mano y roza su naturaleza inaccesible y sublime, sin ser lo suficientemente perspicaz para ver con claridad lo invisible, ni tan retraído como para ser incapaz de vislumbrar lo que busca conocer. Pues tal conocimiento se alcanza en parte por el toque de la razón, en parte por su propia incapacidad para discernirlo, descubriendo que es una especie de conocimiento saber que lo que se busca trasciende el conocimiento (pues ha aprendido lo contrario a la naturaleza divina, así como todo lo que cabe conjeturar adecuadamente sobre ella). No es que haya podido alcanzar un conocimiento pleno de la naturaleza misma sobre la que razona, sino que, a partir del conocimiento de las propiedades que le son inherentes, o no, esta mente humana ve lo único visible: que aquello que está alejado de todo mal y se comprende en todo bien, es completamente tal que yo lo consideraría inefable e incomprensible para la razón humana.
XVIII
Aunque nuestro gran maestro Basilio ha despejado así todas las nociones indignas respecto a la naturaleza divina, y ha instado y enseñado todo lo que puede ser reverente y apropiadamente sostenido acerca de ella, a saber, que la primera causa no es una cosa corruptible, ni algo traído a la existencia por algún nacimiento, sino que está fuera del alcance de cada concepción de la clase; y que a partir de la negación de lo que no es inherente, y la afirmación de lo que puede ser concebido con reverencia como inherente a ella, podemos comprender mejor lo que él es. Sin embargo, este vehemente adversario de la verdad se opone a estas enseñanzas, y espera con la sonora palabra ingeneración proporcionar una definición clara de la esencia de Dios. Sin embargo, es evidente para cualquiera que haya prestado alguna atención al uso de las palabras, que la palabra incorrupción denota por la partícula privativa que ni la corrupción ni el nacimiento pertenecen a Dios: así como muchas otras palabras de formación similar denotan la ausencia de lo que no es inherente en lugar de la presencia de lo que es; por ejemplo, inofensivo, indoloro, inocente, imperturbable, desapasionado, insomne, sin enfermedad, imposible, irreprensible y similares. Porque todos estos términos son verdaderamente aplicables a Dios, y proporcionan una especie de catálogo y lista de cualidades malignas de las que Dios está separado. Sin embargo, los términos empleados no dan una explicación positiva de aquello a lo que se aplican. Aprendemos de ellos lo que no es; pero lo que es, la fuerza de las palabras no lo indica. Pues si alguien, al querer describir la naturaleza del hombre, dijera que no es inerte, insensible, alado, cuadrúpedo ni anfibio, no indicaría qué es: simplemente declararía lo que no es, y no estaría haciendo afirmaciones falsas respecto al hombre, ni definiendo positivamente su objeto. De la misma manera, de las muchas cosas que se predican de la naturaleza divina, aprendemos bajo qué condiciones podemos concebir la existencia de Dios, pero tales afirmaciones no nos informan sobre su esencia.
XIX
Aunque nosotros evitamos enérgicamente toda coincidencia con nociones absurdas en nuestros pensamientos sobre Dios, nos permitimos el uso de muchas denominaciones diversas con respecto a él, adaptándolas a nuestro punto de vista. Porque mientras que no se ha encontrado una palabra adecuada para expresar la naturaleza divina, nos dirigimos a Dios por muchos nombres, cada uno con algún toque distintivo añadiendo algo nuevo a nuestras nociones respecto a él (buscando así mediante la variedad de nomenclatura obtener algunos destellos para la comprensión de lo que buscamos). Porque cuando nos cuestionamos y nos examinamos en cuanto a qué es Dios, expresamos nuestras conclusiones de diversas maneras, como que él es lo que preside el sistema y el funcionamiento de las cosas que son, que su existencia es sin causa, mientras que para todo lo demás él es la causa del ser; que él es lo que no tiene generación ni principio, ni corrupción, ni retroceso, ni disminución de supremacía; que él es aquello en lo que el mal no encuentra lugar, y de lo cual no está ausente ningún bien. Y si alguien quisiera distinguir tales nociones con palabras, encontraría absolutamente necesario llamar inmutable e invariable a aquello que no admite cambio alguno, y llamar a la causa primera de todo ingenerable, y a aquello que no admite corrupción incorruptible; y a aquello que no cesa sin límite, inmortal e infalible; y a aquello que preside sobre todo, todopoderoso. Y así, al dar nombres a todos los demás atributos divinos de acuerdo con concepciones reverentes de él, los designamos ahora con un nombre, ahora con otro, según nuestras diversas líneas de pensamiento, como poder, o fuerza, o bondad, o ingeneración, o perpetuidad. Digo, pues, que los hombres tienen derecho a esa construcción de palabras, adaptando sus denominaciones a su tema, cada uno según su juicio; y que no hay en ello ninguna absurdidad, como la que pretende nuestro polemista, estremeciéndose como ante un duende espantoso, y que estamos plenamente justificados en permitir el uso de esas nuevas aplicaciones de las palabras con respecto a todas las cosas que pueden nombrarse y a Dios mismo.
XX
Dios no es una expresión, ni posee su esencia en voz o enunciado. Pero Dios es por sí mismo lo que se cree que es, pero quienes lo invocan lo nombran no por lo que es esencialmente (pues la naturaleza de aquel, que es el único, es indecible), sino que recibe sus apelativos de lo que se cree que son sus operaciones en nuestra vida. Por poner un ejemplo: cuando hablamos de él como Dios, lo llamamos así al considerarlo como alguien que lo contempla todo y ve a través de lo oculto. Pero si su esencia es anterior a sus obras, y las entendemos por nuestros sentidos y las expresamos con palabras como mejor podemos, ¿por qué deberíamos temer llamar a las cosas con palabras de origen posterior? Pues si nos detenemos en la interpretación de los atributos de Dios hasta comprenderlos, y los entendemos solo por lo que sus obras nos enseñan, y si su poder precede a su ejercicio y depende de la voluntad de Dios, mientras que su voluntad reside en la espontaneidad de la naturaleza divina, ¿no se nos enseña claramente que las palabras que representan las cosas son de origen posterior a las cosas mismas, y que las palabras que se forjan para expresar las operaciones de las cosas son reflejos de las cosas mismas? Y que esto es así, nos lo enseña claramente la Sagrada Escritura, por boca del gran David, cuando, como por ciertos nombres peculiares y apropiados, derivados de su contemplación de las obras de Dios, habla así de la naturaleza divina: "El Señor es lleno de compasión y misericordia, paciente y de gran bondad". Ahora bien, ¿qué nos dicen estas palabras? ¿Indican sus operaciones o su naturaleza? Nadie dirá que indican otra cosa que sus operaciones. ¿En qué momento, entonces, después de mostrar misericordia y piedad, Dios adquirió su nombre de su manifestación? ¿Fue antes del comienzo de la vida humana? Pero ¿quién era objeto de compasión? ¿Acaso fue después de que el pecado entró en el mundo? Pero el pecado entró después del hombre. Por lo tanto, el ejercicio de la compasión, y el nombre mismo, vinieron después del hombre. ¿Qué entonces? ¿Acaso nuestro adversario, sabio como es superior a los profetas, condenará a David por error al aplicar nombres a Dios derivados de sus oportunidades de conocerlo? ¿O al contender con él, usará en su majestuoso paso como una tragedia, diciendo que se gloría en la bendita vida de Dios con nombres sacados de la imaginación humana, cuando esta se gloría solo en sí misma, mucho antes de que los hombres nacieran para imaginarlo? ¿A ellos? El defensor del salmista admitirá sin reservas que la naturaleza divina se glorificaba solo en sí misma incluso antes de la existencia de la imaginación humana, pero sostendrá que la mente humana solo puede hablar de Dios en la medida en que su capacidad, instruida por sus obras, le permita. Como dice la sabiduría de Salomón, "por la grandeza y belleza de las criaturas se ve proporcionalmente a su Creador" (Sb 13,5).
XXI
Al aplicar tales apelativos a la esencia divina, que sobrepasa todo entendimiento, no buscamos gloriarnos en ella con los nombres que empleamos, sino guiarnos con la ayuda de tales términos hacia la comprensión de las cosas ocultas. Dice el profeta "tú eres mi Dios, mis bienes no son nada para ti". ¿Cómo, entonces, glorificamos la vida bendita de Dios, como afirma este hombre, cuando (como dice el profeta) "nuestros bienes no son nada para él"? ¿Acaso interpreta llamado como "gloriarse en"? Sin embargo, quienes emplean esta última palabra correctamente, y quienes han sido entrenados para usar las palabras con propiedad, nos dicen que la expresión "gloriarse en" nunca se usa como mera indicación, sino que esa idea se expresa con palabras como dar a conocer, mostrar, indicar o similares, mientras que la expresión "gloria en" significa estar orgulloso o deleitarse en algo. Pero él afirma que al emplear nombres extraídos de la imaginación humana nos gloriamos en la vida bendita. Sostenemos, sin embargo, que añadir algún honor a la naturaleza divina, que está por encima de todo honor, es más de lo que la debilidad humana puede hacer. Al mismo tiempo, no negamos que nos esforcemos, mediante palabras y nombres ideados con la debida reverencia, por dar alguna noción de sus atributos. Y así, siguiendo cuidadosamente el camino de la debida reverencia, comprendemos que la causa primera es aquella que no obtiene su subsistencia de ninguna causa superior a sí misma. Esta opinión, si se acepta como verdadera, es digna de elogio sólo por su verdad. Pero si se la juzgara como superior a otros aspectos de la naturaleza divina, y así se dijera que Dios, exultando y regocijándose sólo en esto, se gloría en ello, como de excelencia suprema, sólo se encontraría apoyo en la musa en la que se inspira Eunomio, cuando dice que la ingenuidad se gloría en sí misma, aquello que, fíjense, él llama la esencia de Dios y llama la vida bienaventurada y divina.
XXII
Escuchemos ahora cómo, de la manera más necesaria y en la forma que precedió (pues con tales rimas nos da de nuevo una muestra de las florituras del estilo), por tales medios se propone refutar la opinión formada sobre él y mantener en la oscuridad la ignorancia de aquellos a quienes ha engañado. Pues usaré las propias inflexiones verbales y fraseología de nuestro ditirambista Eunomio. Cuando, dice él, afirmamos que las palabras mediante las cuales se expresa el pensamiento mueren tan pronto como se pronuncian, añadimos que, se pronuncien o no las palabras, existan o no, Dios fue y es ingenuo. Aprendamos, entonces, qué conexión hay entre la concepción o la formación de las palabras y lo que significamos mediante este o aquel modo de expresión. En consecuencia, si Dios es ingenuo antes de la creación del hombre, debemos considerar nulas las palabras que indican ese pensamiento, en la medida en que se dispersan junto con los sonidos que las expresan, si dicho pensamiento resulta ser nombrado según la noción humana. Pues ser y ser llamado no son términos convertibles. Pero Dios es por naturaleza lo que es, pero lo llamamos con los nombres que nos permite usar la pobreza de nuestra naturaleza, incapaz de enunciar el pensamiento excepto por medio de la voz y las palabras. En consecuencia, al entender que él no tiene origen, enunciamos ese pensamiento con el término ingenuo. ¿Y qué daño le hay a Aquel que en verdad es, que lo nombremos como lo concebimos? Pues su existencia ingenua no es el resultado de que se le llame ingenuo, sino que el nombre es el resultado de la existencia. Pero esto nuestro agudo amigo no lo ve, ni tiene una visión clara de sus propias posiciones. Pues si lo hiciera, sin duda habría dejado de insultar a quienes inventaron el término ingenuidad para expresar la idea en sus mentes. Y si no, vean lo que dice Eunomio: "Las palabras así pronunciadas perecen en cuanto se pronuncian; pero Dios es y fue ingenuo, tanto después como antes de que las palabras fueran pronunciadas. Se ve que el Ser Supremo es lo que es, antes de la creación de todas las cosas, ya sea silencioso o no, siendo lo que es ni en mayor ni en menor grado; mientras que el uso de palabras y nombres no se concibió hasta después de la creación del hombre, dotado por Dios con la facultad de razonar y hablar".
XXIII
Si la creación es posterior a su Creador, y el hombre es el último en la escala de la creación, y si el habla es una característica distintiva del hombre, y los verbos y los sustantivos son los elementos que lo componen, y la agenerecia es un sustantivo, ¿cómo es que no comprende que está combatiendo sus propios argumentos? Pues nosotros, por nuestra parte, decimos que mediante el pensamiento y la inteligencia humanos se han ideado palabras que expresan lo que representan, y él, por su parte, admite que quienes emplean el habla son demostrablemente posteriores en el tiempo a la vida divina, y que la naturaleza divina es ahora, y siempre ha sido, sin generación. Si, entonces, él admite que la vida bienaventurada es anterior al hombre (pues a ese punto vuelvo), y no negamos la creación posterior del hombre, sino que sostenemos que hemos usado formas de habla desde que llegamos a la existencia y recibimos la facultad de razonar de nuestro Creador, y si la ingenuidad es una palabra que expresa una idea especial, y toda palabra es parte del habla humana, se deduce que quien admite que la naturaleza divina fue anterior al hombre debe al mismo tiempo admitir que el nombre inventado por el hombre para expresar que la naturaleza misma fue posterior. Pues no era probable que el uso del habla se ejerciera antes de la existencia de las criaturas que lo usaran, como tampoco lo era que la agricultura se ejerciera antes de la existencia de los agricultores, o la navegación antes de la de los navegantes, o de hecho, cualquier ocupación de la vida antes de la vida misma. ¿Por qué, entonces, contiende Eunomio con nosotros, en lugar de llevar sus premisas hasta su legítima conclusión?
XXIV
Eunomio dice que Dios era lo que es, antes de la creación del hombre. Y no lo negamos. Pues todo lo que concebimos de Dios existía antes de la creación del mundo. Pero sostenemos que recibió su nombre después de que el que lo nombró existiera. Pues si usamos palabras con este propósito, para que nos proporcionen enseñanza sobre las cosas que significan, y es sólo la ignorancia la que requiere enseñanza, mientras que la naturaleza divina, al abarcar todo conocimiento, está por encima de toda enseñanza, se sigue que los nombres fueron inventados para denotar al Ser Supremo, no por su bien, sino por el nuestro. Pues él no unió el término ingenuidad a su naturaleza para que él mismo pudiera ser instruido. Porque él, que conoce todas las cosas, no tiene necesidad de sílabas y palabras que lo instruyan en cuanto a su propia naturaleza y majestad.
XXV
Para que podamos comprender mejor lo que con reverencia puede pensarse de él, hemos marcado nuestras diferentes ideas con ciertas palabras y sílabas, etiquetando, por así decirlo, nuestros procesos mentales con fórmulas verbales que sirven como notas e indicaciones características, con el fin de dar una declaración clara y sencilla de nuestros procesos mentales mediante palabras asociadas a nuestras ideas y expresivas de ellas. ¿Por qué, entonces, critica nuestra afirmación de que el término ingeneración se inventó para indicar la existencia de Dios sin origen ni principio, y que, independientemente de todo ejercicio de palabra, silencio o pensamiento, y antes de la idea misma de la creación, Dios era y sigue siendo ingenerado? Si, en efecto, alguien argumentara que Dios no era ingenerado hasta que se encontró el término ingeneración, se le podría perdonar por escribir como lo ha hecho, contraviniendo tal absurdo. Pero si nadie niega que él existió antes del habla y la razón, mientras que, si bien decimos que la forma de las palabras con las que se expresa el significado fue ideada por la concepción mental, el fin y el objetivo de su controversia con nosotros es mostrar que el nombre no es un invento humano, sino que existía antes de nuestra creación, aunque desconozco quién lo pronunció, ¿qué tiene que ver la afirmación de que Dios existió ingenuamente antes de todas las cosas y la afirmación de que la concepción mental es posterior a Dios con este objetivo suyo? Pues Dios no es una concepción ha sido plenamente demostrado, de modo que podemos presionarlo con el mismo tipo de argumento y responder, por así decirlo, con sus propias palabras. Por ejemplo, es una completa locura considerar el entendimiento como de nacimiento anterior a quienes lo ejercen; o también, como él procede un poco más adelante, Ni como si pretendiéramos esto, es decir, hacer a los hombres, la última de las obras de la creación de Dios, anteriores a las concepciones de su propio entendimiento. Grande sería, en verdad, la fuerza del argumento si alguno de nosotros, por pura locura, argumentara que Dios es una concepción de la mente. Pero si esto no es así, ni lo ha sido nunca (pues ¿quién llegaría a tal extremo de locura como para afirmar que Aquel que es el único, y que creó todo lo demás, no tiene existencia sustancial propia, y lo presentaría como una mera concepción de un nombre?), ¿por qué lucha con sombras, contendiendo con proposiciones imaginarias? ¿No es evidente la causa de esta litigiosidad irrazonable, que, avergonzado de la falacia de la falta de generosidad con la que han sido engañados sus incautos (ya que se ha demostrado que la palabra está muy alejada de la esencia divina), está barajando deliberadamente sus argumentos, desplazando la controversia de las palabras a las cosas, de modo que, al confundirlo todo, los incautos puedan ser seducidos más fácilmente, imaginando que Dios ha sido descrito por nosotros como una concepción o como posterior en existencia a la invención de la terminología humana; y así, dejando nuestro argumento sin refutar, ¿está desplazando su posición a otra parte del campo? Porque nuestra conclusión fue, como he dicho, que el término ingeneridad no indica la naturaleza divina, sino que se le aplica como resultado de una concepción por la cual se señala el hecho de que Dios subsiste sin causa previa . Pero lo que pretendían establecer era esto: que la palabra era indicativa de la esencia divina misma. Sin embargo, ¿cómo se ha establecido que la palabra tiene esta fuerza? Supongo que el tratamiento de esta cuestión está reservado en algún otro de sus escritos. Pero aquí se propone demostrar que Dios existe de forma no generada, como si alguien simplemente le preguntara sobre puntos como estos: qué opinión tenía sobre el término no generado, si lo creía inventado para demostrar que la causa primera carecía de principio y origen, o para declarar la esencia divina misma; y él, con gran arrogancia de gravedad y sabiduría, respondía que, por su parte, no dudaba de que Dios fuera el Creador del cielo y la tierra. Es evidente cuán diferente y desconectado está este método de proceder de su primera afirmación, de la misma manera que es evidente cuán poco se relaciona su excelente descripción de la controversia con nosotros con la cuestión en cuestión. Veamos el asunto desde esta perspectiva.
XXVI
Dice Eunomio que Dios es agendrado, y en esto estamos de acuerdo. Pero que la agendración misma constituye la esencia divina, aquí hacemos una excepción. Porque sostenemos que este término es declarativo de la subsistencia agendrada de Dios, pero no que la agendración sea Dios. Pero ¿de qué naturaleza es su refutación? Es ésta: que antes de la creación del hombre, Dios existía agendradamente. Pero ¿qué tiene esto que ver con el punto que promete establecer, que el término y su sujeto son idénticos? Porque él establece que la agendración es la esencia divina. Pero, ¿qué clase de cumplimiento de su promesa es mostrar que Dios existía antes de los seres capaces de hablar? ¡Qué demostración tan maravillosa, qué irresistible! ¡Qué perfección de refinamiento lógico! ¿Quién que no haya sido iniciado en los misterios del terrible oficio puede aventurarse a mirarlo a la cara? Sin embargo, al particularizar los significados del término concepción, lo convierte en una solemne parodia. Pues, dice él, de las palabras utilizadas para expresar una concepción de la mente, algunas existen solo en la pronunciación, como por ejemplo las que significan nada, mientras que otras tienen su significado peculiar; y de éstas, algunas tienen una fuerza amplificadora, como en el caso de las cosas colosales, otras una disminución, como en el de los pigmeos, otras una multiplicación, como en el de los monstruos de muchas cabezas, y otras una combinación, como en el de los centauros. Tras reducir así la fuerza del término concepción a su valor mínimo, nuestro astuto amigo no le concederá, como ven, mayor extensión. Dice que carece de sentido y significado, que imagina lo antinatural, ya sea contrayendo o extendiendo los límites de la naturaleza, o uniendo nociones heterogéneas, o haciendo malabarismos con combinaciones extrañas y monstruosas.
XXVII
Con tales burlas al término concepción, afirma Eunomio, lo mejor que puede, que es inútil e improductivo para la vida humana. ¿Cuál fue, entonces, el origen de nuestras ramas superiores del saber: la geometría, la aritmética, las ciencias lógicas y físicas, las invenciones del arte mecánico, las maravillas de la medición del tiempo con la esfera de bronce y el reloj de agua? ¿Qué hay, a su vez, de la ontología, de la ciencia de las ideas, en resumen, de toda especulación intelectual aplicada a objetos grandes y sublimes? ¿Qué hay de la agricultura, la navegación y las demás actividades de la vida humana? ¿Cómo llega el mar a ser una vía para el hombre? ¿Cómo se ponen las cosas del aire al servicio de las cosas de la tierra, se doman las cosas salvajes, se someten los objetos de terror, se hacen obedientes a las riendas animales más fuertes que nosotros? ¿Acaso no se han logrado todos estos beneficios para la vida humana mediante la concepción? Pues, según mi explicación, la concepción es el método mediante el cual descubrimos cosas desconocidas, avanzando hacia nuevos descubrimientos mediante lo que se suma y se desprende de nuestra primera percepción respecto a lo estudiado. Pues cuando nos hemos formado una idea de lo que buscamos saber, adaptando lo que sigue al primer resultado de nuestros descubrimientos, gradualmente conducimos nuestra indagación hasta el final de la investigación propuesta.
XXVIII
¿Por qué enumerar los mayores y más espléndidos resultados de esta facultad? Pues quien no sea hostil a la verdad puede ver por sí mismo que todo lo demás que el tiempo ha descubierto para el servicio y beneficio de la vida humana, ha sido descubierto únicamente por la concepción. Y me parece que quien considere esta facultad más preciosa que cualquier otra, cuyo ejercicio nos ha sido otorgado en esta vida por la divina providencia, no se equivocaría mucho. Y al decir esto, me apoyo en la enseñanza de Job, donde representa a Dios respondiendo a su siervo con la tempestad y las nubes, afirmando que ambas cosas le corresponden, y que es él quien ha puesto al hombre al frente de las artes y ha dado a la mujer la habilidad de tejer y bordar. Ahora bien, si él no nos enseñó tales cosas mediante alguna operación visible, presidiendo él mismo la obra, como podemos ver en materia de enseñanza corporal, nadie cuya naturaleza no sea completamente animal y brutal lo negaría. Sin embargo, se ha dicho que nuestro primer conocimiento de tales artes proviene de él, y, si tal es el caso, sin duda aquel que dotó a nuestra naturaleza con la facultad de concebir y descubrir los objetos de nuestra investigación fue él mismo nuestro guía en las artes. Y por la ley de causalidad, todo lo que se descubre y establece mediante la concepción debe atribuirse a aquel que es el autor de esa facultad. Así, la vida humana inventó el arte de curar; sin embargo, tendría razón quien afirmara que ese arte es un don de Dios. Y cualquier descubrimiento realizado en la vida humana, conducente a cualquier propósito útil de paz o guerra, nos llegó únicamente de una inteligencia que concibe y descubre según nuestras diversas necesidades; y esa inteligencia es un don de Dios. Es a Dios, entonces, a quien debemos todo lo que la inteligencia nos proporciona. Tampoco niego la objeción de nuestros adversarios de que esta facultad también fabrica prodigios mentirosos. Pues su argumento al respecto nos apoya en la discusión. Nosotros también afirmamos que la ciencia de los opuestos es la misma, ya sea beneficiosa o contraria; por ejemplo, en el caso de las artes de la curación y la navegación. Pues quien sabe aliviar a los enfermos con medicamentos también sabrá, si de hecho dedicara su arte a un propósito maligno, cómo mezclar algún ingrediente perjudicial en la comida de los sanos. Y quien puede dirigir un barco con el timón hacia el puerto también puede dirigirlo hacia el arrecife o la roca, si desea destruir a quienes están a bordo. Y el pintor, con el mismo arte con el que plasma la forma más hermosa en su lienzo, podría darnos una representación exacta de la más fea. Así también, el maestro de lucha libre, gracias a la experiencia que ha adquirido en la unción, puede enderezar un miembro dislocado o, si lo desea, dislocar uno sano. Pero ¿por qué complicar nuestro argumento con múltiples ejemplos? Como en los casos mencionados nadie negaría que quien ha aprendido a practicar un arte con fines rectos también puede abusar de él para fines erróneos, decimos que la facultad de pensar y concebir fue implantada por Dios en la naturaleza humana. Para bien, pero, con quienes abusan de ella como instrumento de descubrimiento, con frecuencia se convierte en cómplice de invenciones perniciosas. Si bien esta facultad puede dar forma plausible a lo falso e irreal, no deja de ser competente para investigar lo que realmente subsiste, y su capacidad para lo uno debe, en justicia, considerarse evidencia de su capacidad para lo otro.
XXIX
Quien se propone aterrorizar o encantar a un público debe tener mucha concepción para llevar a cabo tal propósito y debe mostrar a los espectadores monstruos de muchas manos y de muchas cabezas o que escupen fuego, u hombres envueltos en anillos de serpientes, o que pareciera aumentar su estatura o agrandar sus proporciones naturales hasta un grado ridículo, o que describiera hombres metamorfoseados en fuentes, árboles y pájaros, una especie de narración que no deja de tener su atractivo para quienes se complacen en cosas de esa clase; todo esto, digo, es la más clara de las demostraciones de que es posible llegar a un conocimiento superior también por medio de esta facultad inventiva. Pues no es cierto que, si bien la inteligencia implantada en nosotros por el Dador es plenamente competente para conjurar irrealidades, no esté dotada de ninguna facultad para proporcionarnos cosas que puedan beneficiarnos. Pero así como la facultad impulsiva y electiva del alma está establecida en nuestra naturaleza para incitarnos al bien y a la nobleza, aunque también se puede abusar de ella para el mal, y nadie puede considerar que el hecho de que la facultad electiva a veces incline al mal sea una prueba de que nunca se inclina al bien, así también la inclinación de la concepción hacia lo vano e improductivo no prueba su incapacidad para lo provechoso, sino que, por el contrario, demuestra que no es inservible para lo beneficioso y necesario para la mente. Pues así como, en un caso, descubre medios para producir placer o terror, en el otro, no deja de encontrar maneras de alcanzar la verdad. Ahora bien, uno de los objetos de investigación era si la causa primera, a saber, Dios existe sin principio, o si su existencia depende de algún principio. Pero al percibir, con la ayuda del pensamiento, que aquello que concebimos como consecuencia de otra no puede ser una causa primera, inventamos una palabra que expresa tal noción, y decimos que Aquel que no tiene causa anterior existe sin origen, o por así decirlo, de forma no generada. Y a Aquel que así existe lo llamamos no generado y sin origen, indicando con esta denominación no lo que es, sino lo que no es. Pero, en la medida de lo posible para dilucidar la idea, intentaré ilustrarla con un ejemplo aún más claro. Supongamos que la pregunta se refiere a un árbol, ya sea cultivado o silvestre. Si es cultivado, lo llamamos plantado; si es silvestre, no plantado. Y este término es totalmente cierto, pues el árbol debe ser necesariamente de una u otra manera. Sin embargo, la palabra no indica la naturaleza peculiar de la planta. Del término no plantado se desprende que crece espontáneamente; pero si se trata de un plátano, una parra o alguna otra planta similar, el nombre que se le aplica no nos lo indica.
XXX
Entendido este ejemplo, es hora de pasar a lo que ilustra. Comprendemos que la causa primera no tiene su existencia de ninguna causa anterior. Por consiguiente, llamamos a Dios ingenuo, ya que existe ingenuamente, reduciendo esta noción de ingenuidad a una forma verbal. Que él no tiene origen ni principio lo demostramos por la fuerza del término. Pero esta denominación no nos permite discernir qué es ese Ser que existe ingenuamente. Tampoco se suponía que los procesos de concepción pudieran elevarnos por encima de los límites de nuestra naturaleza, abrirnos a la vista lo incomprensible y permitirnos comprender aquello que ningún conocimiento puede alcanzar. Sin embargo, nuestro adversario ataca a nuestro Maestro e intenta destrozar su enseñanza respecto a la facultad de pensar y concebir, y se burla de lo que se ha dicho, deleitándose como de costumbre en el ruido de su fraseología tintineante y diciendo que nuestro gran Basilio se resiste a presentar evidencia respecto a aquellas cosas de las que presume ser el intérprete. Pues, citando algunas de las especulaciones del Maestro sobre la facultad de concepción, en las que muestra que su ejercicio tiene lugar, no sólo en referencia a objetos vanos y triviales, sino que es competente también para tratar asuntos más importantes, él, por medio de su especulación sobre el grano, la semilla y otros alimentos (en el Génesis), lleva a Basilio a la corte con la acusación de que su lenguaje es un seguimiento de la filosofía pagana, y que está circunscribiendo la divina providencia, al no admitir que las palabras fueron dadas a las cosas por Dios, y que está luchando en las filas de los ateos, y tomando las armas contra la Providencia, y que admira las doctrinas de los profanos en lugar de las leyes de Dios, y les atribuye la palma de la sabiduría, sin haber observado en los primeros registros sagrados, que antes de la creación del hombre, el nombramiento de frutos y semillas se menciona en las Sagradas Escrituras.
XXXI
Tales son las acusaciones de Eunomio contra nosotros. No sus nociones, tal como las expresa en su propia fraseología, pues hemos hecho las modificaciones necesarias para corregir la crudeza y aspereza de su estilo. ¿Cuál es, entonces, nuestra respuesta a este cuidadoso guardián de la divina providencia? Afirma que estamos en un error, porque, si bien no negamos que el hombre haya sido creado racional por Dios, atribuimos la invención de las palabras a la facultad lógica implantada por Dios en la naturaleza humana. Y esta es la más amarga de sus acusaciones, mediante la cual se acusa a nuestro maestro de justicia de desertar a los dogmas de los ateos, y se le denuncia por participar y apoyar su compañía ilegal, y de hecho, como culpable de las ofensas más atroces. Pues bien, que este corrector de nuestros errores nos diga: ¿Dios dio nombre a las cosas que creó? Pues así dice nuestro nuevo intérprete (Eunomio) de los misterios: "Antes de la creación del hombre, Dios nombró germen, hierba, pasto, semilla, árbol y cosas similares, cuando con la palabra de su poder los creó individualmente". Si, entonces, se atiene a la letra pura, y hasta ese punto judaiza, y aún no ha aprendido que el cristiano es discípulo no de la letra, sino del Espíritu (pues "la letra mata, pero el Espíritu vivifica"; 2Cor 3,6), y nos cita la simple lectura literal de las palabras como si Dios mismo las pronunciara; si, digo, cree esto, que, a semejanza de los hombres, Dios hizo uso de la fluidez del habla, expresando sus pensamientos con voz y acento; si, repito, cree esto, no puede negar razonablemente lo que sigue como su lógica consecuencia. Nuestro habla se emite mediante los órganos del habla: la tráquea, la lengua, los dientes y la boca. La inhalación de aire desde el exterior y la respiración desde el interior trabajan conjuntamente para producir la expresión. La tráquea, encajada en la garganta como una flauta, emite un sonido desde abajo; y el paladar, gracias al espacio vacío que se extiende hasta las fosas nasales, como un instrumento musical, da volumen a la voz desde arriba. Las mejillas también ayudan al habla, contrayéndose y expandiéndose según su estructura, o impulsando la voz a través de un estrecho conducto mediante diversos movimientos de la lengua, que realiza ora con una parte de sí misma, ora con otra, dando dureza o suavidad al sonido que pasa por ella al contacto con los dientes o el paladar. Además, la función de los labios contribuye en gran medida al resultado, afectando la voz con la variedad de sus movimientos distintivos y ayudando a dar forma a las palabras al ser pronunciadas.
XXXII
Si Dios da a las cosas sus nombres como nuestro nuevo expositor del registro divino nos asegura, nombrando germen, hierba, árbol y fruto, necesariamente debe haber pronunciado cada una de estas palabras de la misma manera que se pronuncia; es decir, según la composición de las sílabas, algunas de las cuales son emitidas por los labios, otras por la lengua, otras por ambos. Pero si ninguna de estas palabras pudiera ser pronunciada, excepto por la operación de órganos vocales que producen cada sílaba y sonido mediante algún movimiento apropiado, necesariamente debe atribuir la posesión de tales órganos a Dios y modelar al Ser divino según las exigencias del habla. Porque cada adaptación de los órganos vocales debe ser de una forma u otra, y la forma es una limitación corporal. Además, sabemos muy bien que todos los cuerpos son compuestos, pero donde ves composición también ves disolución, y disolución, como la noción implica, es lo mismo que destrucción. Éste, entonces, es el resultado de la victoria de nuestro polemista sobre nosotros; para mostrarnos al Dios de su imaginación, a quien ha creado con el nombre de ingenuidad (hablando, de hecho, para no perder su parte en la invención de nombres) pero provisto de órganos vocales con los cuales pronunciarlos, y no sin naturaleza corporal que le permita emplearlos (pues no se puede concebir la expresión formal en abstracto aparte de un cuerpo), y gradualmente pasando a las afecciones congénitas del cuerpo, a través de lo compuesto hasta la disolución, y así encontrando su fin en la destrucción.
XXXIII
Tal es la naturaleza de esta deidad novedosa de Eunomio, como se deduce de las palabras de nuestro nuevo Dios creador. Pero él se basa en las Escrituras y sostiene que Moisés lo declara explícitamente cuando dice "Dios dijo", añadiendo: "Sea la luz", "hágase el firmamento", "júntense las aguas", "aparezca lo seco", "produzca la tierra", "produzcan las aguas" y todo lo demás que esté escrito en su orden. Examinemos, pues, el significado de lo que se dice. ¿Quién ignora, incluso el más ingenuo, que existe una correlación natural entre la audición y el habla, y que, así como es imposible que la audición cumpla su función cuando nadie habla, el habla es ineficaz si no se dirige a la audición? Si, entonces, quiere decir literalmente que Dios dijo, que nos diga también a qué audición se dirigieron sus palabras. ¿Quiere decir que se las dijo a sí mismo? Si es así, las órdenes que emite, se las emite a sí mismo. Sin embargo, ¿quién aceptará esta interpretación de que Dios se sienta en su trono prescribiendo lo que él mismo debe hacer y se emplea como su ministro para cumplir sus órdenes? Pero incluso suponiendo que alguien admitiera que no fuera blasfemia decir esto, ¿quién necesita palabras ni lenguaje para sí mismo, aunque sea un hombre? Pues la propia acción mental de cada uno le basta para producir elección y volición. Pero sin duda dirá que el Padre conversó con el Hijo. Pero ¿qué necesidad de expresión vocal para eso? Pues es una propiedad de la naturaleza corporal expresar los pensamientos del corazón mediante palabras, de donde también se inventaron caracteres escritos equivalentes al habla para la expresión del pensamiento. Porque declaramos el pensamiento igualmente hablando y escribiendo, pero en el caso de quienes no están muy lejos llegamos a su oído por la voz, pero declaramos nuestra mente a quienes están a distancia por caracteres escritos; Y en el caso de quienes están con nosotros, en proporción a su distancia, elevamos o bajamos el tono de nuestra voz, y a quienes están cerca a veces les indicamos lo que deben hacer con un simple gesto de la cabeza; y tal o cual expresión de la mirada es suficiente para transmitir nuestra determinación, o un movimiento de la mano es suficiente para indicar nuestra aprobación o desaprobación de algo que está sucediendo. Si, entonces, quienes están rodeados por el cuerpo pueden dar a conocer la comunicación oculta de sus mentes con sus vecinos, incluso sin voz, habla ni correspondencia por cartas, y el silencio no obstaculiza el cumplimiento de sus deberes, ¿puede ser que, en el caso de lo inmaterial e intangible, y como dice Eunomio, el Ser supremo y primero, se necesiten palabras para indicar el pensamiento del Padre y dar a conocer su voluntad al Hijo unigénito, palabras que, como él mismo dice, suelen perecer al ser pronunciadas? Nadie, creo, con sentido común aceptará esto como cierto, especialmente porque todo sonido se difunde en el aire. Pues la voz no puede producirse a menos que adquiera consistencia en el aire. Ahora bien, incluso ellos mismos deben suponer algún medio de comunicación entre el hablante y aquel a quien se dirige. Pues si no existiera tal medio, ¿cómo podría la voz viajar del hablante al oyente? ¿Cuál, entonces, dirán que es el medio o intervalo por el que separan al Padre del Hijo? Entre los cuerpos, en efecto, existe un intervalo de espacio atmosférico, cuya naturaleza difiere de la de los cuerpos humanos. Pero Dios, quien es intangible, sin forma y puro de toda composición, al comunicar sus designios con el Hijo unigénito, quien es similarmente, o mejor dicho, de la misma manera, inmaterial e incorpóreo, si se comunicara mediante la voz, ¿qué medio habría tenido para que la palabra, transmitida como una corriente, llegara a los oídos del Unigénito? Pues apenas necesitamos detenernos a considerar que Dios no es separable en facultades aprehensivas, como nosotros, cuyas percepciones captan por separado sus objetos correspondientes; por ejemplo, la vista capta lo que se puede ver, el oído lo que se puede oír, de modo que el tacto no saborea, y el oído no percibe olores ni sabores, sino que cada uno se limita a la función para la que fue designado por la naturaleza, manteniéndose insensible, por así decirlo, a aquellos con los que no tiene correspondencia natural, e incapaz de saborear el placer que disfruta su sentido vecino. Pero con Dios es diferente. En definitiva, él es a la vez vista, oído y conocimiento; y ahí nos detenemos, pues no se nos permite atribuir las percepciones más animales a esa naturaleza refinada. Aun así, tenemos una opinión muy baja de Dios, al rebajar lo divino a nuestro propio estándar servil, si suponemos al Padre hablando con su boca y el oído del Hijo escuchando sus palabras. ¿Cuál, entonces, debemos suponer que es el medio que transmite la voz del Padre al oído del Hijo? Debe ser creado o increado. Pero no podemos llamarlo creado; pues el Verbo existía antes de la creación del mundo: y además de la naturaleza Divina no hay nada increado. Si, por lo tanto, no hubo creación entonces, y el Verbo del que se habla en la cosmogonía era más antiguo que la creación, ¿acaso quien sostiene que el Verbo se refiere al habla y a la voz, sugerirá qué medio existía entre el Padre y el Hijo, mediante el cual se expresaron esas palabras y sonidos? Pues si existe un medio, debe existir necesariamente en una naturaleza propia, de modo que difiera en naturaleza tanto del Padre como del Hijo. Siendo, entonces, algo necesariamente diferente, separa al Padre y al Hijo entre sí, como si estuviera insertado entre los dos. ¿Qué podría ser, entonces? No creado, pues la creación es más joven que el Verbo. Hemos aprendido que el Unigénito (y solo él) es generado. Excepto el Padre, nadie es ingenerado. La verdad, por lo tanto, nos obliga a concluir que no hay intermediario entre el Padre y el Hijo. Pero donde no se concibe la separación, se implica naturalmente la conexión más estrecha. Y lo que está así conectado no necesita intermediario para la voz o el habla. Ahora bien, por conectado, me refiero aquí a lo que es en todos los aspectos inseparable. Pues en el caso de una naturaleza espiritual, el término conexión no significa conexión corpórea, sino la unión y fusión de lo espiritual con lo espiritual mediante la identidad de voluntad. En consecuencia, no hay divergencia de voluntad entre el Padre y el Hijo, sino que la imagen de la bondad es según el arquetipo de toda bondad y belleza, y así como si un hombre se mirara en un espejo (pues es perfectamente admisible explicar la idea con ilustraciones corpóreas), la copia se ajustará en todos los aspectos al original, siendo la forma del hombre reflejada la causa de la forma en el espejo, y el reflejo no produce ningún movimiento o inclinación espontánea a menos que sea iniciado por el original, sino que, si se mueve, se mueve junto con él; de igual manera, sostenemos que nuestro Señor, la imagen del Dios invisible, es inmediata e inseparablemente uno con el Padre en cada movimiento de su voluntad. Si el Padre quiere algo, el Hijo, que está en el Padre, lo sabe. O mejor dicho, él mismo es la voluntad del Padre, pues si él posee en sí todo lo que es del Padre, no hay nada del Padre que no pueda poseer. Si, pues, él posee todo lo que es del Padre en sí mismo, o mejor dicho, si él posee al Padre mismo, entonces, junto con el Padre y lo que es del Padre, necesariamente posee en Sí mismo toda la voluntad del Padre. No necesita, por lo tanto, conocer la voluntad del Padre por palabra, siendo él mismo la palabra del Padre, en el sentido más elevado del término. ¿Cuál es, entonces, la palabra que puede dirigirse a Aquel que es la palabra verdadera? ¿Y cómo puede Aquel que es la palabra verdadera requerir una segunda palabra para instrucción?
XXXIV
Puede decirse que la voz del Padre se dirigió al Espíritu Santo. Pero el Espíritu Santo tampoco necesita instrucción verbal, pues siendo Dios, como dice el apóstol, "todo lo escudriña, incluso las profundidades de Dios" (1Cor 2,10). Si, pues, Dios pronuncia alguna palabra, y todo discurso se dirige al oído, que quienes sostienen que Dios se expresa en el lenguaje del discurso continuo nos digan a qué público se dirigía. No necesita dirigirse a sí mismo. El Hijo no necesita instrucción verbal, el Espíritu Santo "escudriña incluso las profundidades de Dios", y la creación aún no existía. ¿A quién, entonces, se dirigía la palabra de Dios? Pero, dice él, el registro de Moisés no miente, y de él aprendemos que Dios habló. ¡No! Tampoco el gran David es del número de los que mienten, y él dice expresamente: "Los cielos declaran la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos. Día a día emite palabra, y noche a noche muestra conocimiento". Después de decir que los cielos y el firmamento declaran, y que día y noche muestran conocimiento y palabra, añade a lo que ha dicho que "no hay palabra ni lenguaje", y que "sus voces no son oídas". Sin embargo, ¿cómo puede tal declaración y manifestación ser otra cosa que palabras, y cómo es que ninguna voz se dirige al oído? ¿Se contradice el profeta, o está afirmando una imposibilidad, cuando habla de palabras sin sonido, declaración sin lenguaje, y anuncio sin voz? ¿O no hay más bien la misma perfección de la verdad en su enseñanza, que nos dice, en las palabras que he citado, que la declaración de los cielos y la palabra gritada durante el día no es una voz articulada ni un lenguaje de labios, sino una revelación del poder de Dios a aquellos que son capaces de oírla, aunque no se oiga ninguna voz?
XXXV
¿Qué pensamos, entonces, de este pasaje? Pues es posible que, si lo entendemos, también entendamos el significado de Moisés. Sucede a menudo que la Sagrada Escritura, para permitirnos comprender con mayor claridad un asunto que ha de ser revelado, recurre a una ilustración corporal, como parece ser el caso de este pasaje de David, quien nos enseña con sus palabras que nada de lo que existe proviene del azar o del accidente, como algunos han imaginado que nuestro mundo y todo lo que en él existe fue formado por combinaciones fortuitas e imprevistas de elementos primarios, y que ninguna providencia penetró en el mundo. Pero se nos enseña que existe una causa del sistema y gobierno del universo, de quien depende toda la naturaleza, a quien debe su origen y causa, hacia quien se inclina y se mueve, y en quien reside. Y puesto que, como dice el apóstol, "su eterno poder y divinidad se comprenden, viéndose claramente a través de la creación del mundo" (Rm 1,20), por lo tanto, toda la creación y, sobre todo, como dice la Escritura, el sistema de los cielos, declaran la sabiduría del Creador en la habilidad desplegada por sus obras. Y esto es lo que me parece que desea exponer, a saber, el testimonio de las cosas que demuestran que los mundos fueron creados con sabiduría y habilidad, y permanecen para siempre por el poder de Aquel que es el gobernante sobre todo. Los mismos cielos, dice, al exhibir la sabiduría de Aquel que los creó, casi gritan con una voz, y, aunque sin voz, proclaman la sabiduría de su Creador. Pues podemos oír como si fueran palabras que nos enseñan: Oh hombres, cuando nos contemplan y contemplan nuestra belleza y magnitud, y esta revolución incesante, con su movimiento ordenado y armonioso, trabajando en la misma dirección y de la misma manera, dirijan sus pensamientos a Aquel que preside nuestro sistema y, con la ayuda de la belleza que ven, imaginen la belleza del Arquetipo invisible. Pues en nosotros no hay nada sin su Señor, nada que se mueva por su propio movimiento: pero todo lo que aparece, o lo que es concebible respecto a nosotros, depende de un poder inescrutable y sublime. Esto no se da en lenguaje articulado, sino por las cosas que se ven, e infunde en nuestras mentes el conocimiento del poder divino más que si el habla lo proclamara con voz. Así como los cielos declaran, aunque no hablan, y el firmamento muestra la obra de Dios, pero no requiere voz para el propósito, y el día expresa palabras, aunque no hay habla, y nadie puede decir que la Sagrada Escritura está en error (ya que Moisés y David tienen un mismo Maestro, es decir, el Espíritu Santo, quien dice que el mandato fue anterior a la creación). No se nos dice que Dios sea el creador de palabras, sino de cosas que nos son dadas a conocer por el significado de nuestras palabras. Pues, para que no supongamos que la creación carece de su Señor y se originó espontáneamente, él dice que fue creada por el Ser divino y que él la establece en un sistema ordenado y conectado. Ahora bien, sería una tarea larga discutir el orden de lo que Moisés registra didácticamente en su resumen histórico respecto a la creación del mundo. O (si lo hiciéramos) cada segundo pasaje serviría para demostrar con mayor claridad el carácter erróneo e inútil de la opinión de nuestros adversarios. Pero quien quiera hacerlo puede leer lo que hemos escrito sobre el Génesis y juzgar si nuestra enseñanza o la de ellos es más razonable.
XXXVI
Volviendo al asunto en cuestión, afirmo que las palabras que dijo no implican voz ni palabras de parte de Dios; pero el escritor, al mostrar que el poder de Dios es concurrente con su voluntad, hace que la idea sea más fácil de comprender. Porque puesto que por la voluntad de Dios todas las cosas fueron creadas, y es la forma ordinaria de los hombres significar su voluntad primeramente por medio de la palabra, y así poner su obra en armonía con su voluntad, y el relato escritural de la creación es la introducción del aprendiz, por así decirlo, al conocimiento de Dios, representando a nuestras mentes el poder del Ser divino por objetos más fáciles de nuestra comprensión (pues la aprehensión sensible es una ayuda para el conocimiento intelectual ), por esta razón, Moisés, al decir que Dios ordenó que todas las cosas fueran, nos significa el poder incitador de su voluntad, y al agregar, y así fue, muestra que en el caso de Dios no hay diferencia entre voluntad y acción; sino, por el contrario, que aunque el propósito inicia la actividad de Dios, su cumplimiento se acompasa con el propósito, y que ambos deben considerarse juntos y a la vez (a saber, el movimiento deliberado de la mente y el poder que efectúa su propósito). Pues la idea del propósito y la acción divinos no deja intervalo concebible entre ellos, sino que, así como la luz se produce junto con el encendido del fuego, emergiendo de él y brillando junto con él, de la misma manera, la existencia de las cosas creadas es un efecto de la voluntad divina, pero no posterior a ella en el tiempo.
XXXVII
Este último caso es diferente al de los hombres dotados por naturaleza de capacidad práctica, donde se puede considerar la capacidad y la ejecución por separado. Por ejemplo, decimos de un hombre que posee el arte de la construcción naval que siempre es constructor naval en cuanto a su habilidad para construir barcos, pero que solo opera cuando demuestra su habilidad en el trabajo. Con Dios ocurre lo contrario; pues todo lo que podemos concebir como en él es enteramente obra y acción, y su voluntad se traslada inmediatamente a su objeto. Así como el mecanismo de los cielos "da testimonio de la gloria de su Creador y confiesa a aquel que los creó", sin necesidad de voz para tal fin, por otro lado, cualquiera que esté familiarizado con la Escritura mosaica verá que Dios habla del mundo como su creación, habiendo dado existencia a todo por el mandato de su voluntad, y que no necesita palabras para dar a conocer su mente. Así como quien oyó a los cielos proclamar la gloria de Dios no buscó un lenguaje definido (pues, para quienes pueden comprenderlo, el universo habla a través de las cosas que se hacen, sin consideración ni cuidado por la explicación verbal), así también, si alguien oye a Moisés relatar cómo Dios ordenó y dispuso cada parte de la creación por su nombre, no suponga que el profeta mintió ni degrade la contemplación de las verdades sublimes con nociones mezquinas y serviles, reduciendo así, por así decirlo, a Dios a un mero modelo humano y suponiendo que, a la manera de los hombres, dirige sus operaciones mediante la palabra; sino que su fiat signifique sólo su voluntad, y que los nombres de las cosas creadas denoten la mera realidad de su surgimiento. Y así aprenderá estas dos cosas de lo registrado: que Dios creó todas las cosas por su voluntad, y que sin ningún problema ni dificultad, la divina voluntad se hizo naturaleza.
XXXVIII
Si alguien quisiera dar una interpretación más sensual a las palabras que Dios dijo, como prueba de que el habla articulada fue su creación, por una paridad de razón debe entender por las palabras "Dios vio", que lo hizo por facultades de percepción como las nuestras, a través de los órganos de la visión; y así nuevamente por las palabras "el Señor me escuchó y tuvo misericordia de mí", y "olió un olor grato", y cualesquiera otras expresiones sensuales que se emplean en las Escrituras en referencia a la cabeza, o al pie, o a la mano, o a los ojos, o a los dedos, o a las sandalias, como pertenecientes a Dios, tomándolas, digo, en su clara acepción literal, nos presentará una deidad antropomorfa, a semejanza de lo que se ve entre nosotros. Pero si alguien, oyendo que los cielos son obra de sus dedos, que tiene una mano fuerte, un brazo poderoso, ojos, pies y sandalias, deduce de tales palabras ideas dignas de Dios, y no degrada la idea de su naturaleza pura por imaginaciones carnales y sensuales, se seguirá que, por una parte, considerará las expresiones verbales como indicaciones de la voluntad divina, pero por otra parte no las concebirá como sonidos articulados, sino que razonará así: que el Creador de la razón humana nos ha dotado del habla proporcionalmente a la capacidad de nuestra naturaleza, para que podamos así significar los pensamientos de nuestras mentes; pero que, en la medida en que la naturaleza divina difiere de la nuestra, tan grande será el grado de diferencia entre nuestras nociones respecto a ella y su propia majestad y divinidad inherentes. Y así como nuestro poder comparado con el de Dios, y nuestra vida con la suya, es como nada, y todo lo demás que es nuestro, comparado con lo que hay en él, es como nada en comparación con él, como dice la Escritura inspirada, así también nuestra palabra comparada con él, quien es la Palabra en verdad, es como nada. Porque esta palabra tuya no existía en el principio, sino que fue creada junto con nuestra naturaleza, ni debe considerarse con realidad propia, sino que, como nuestro gran maestro Basilio ha dicho en alguna parte, se desvanece junto con el sonido de la voz, ni es discernible ninguna operación de la palabra, sino que tiene su subsistencia solo en la voz o en caracteres escritos. Pero la palabra de Dios es Dios mismo, la Palabra que existía en el principio y que permanece para siempre, por quien todas las cosas fueron y son, quien gobierna sobre todo y tiene todo el poder sobre las cosas en el cielo y las cosas en la tierra, siendo vida, verdad, justicia, luz y todo lo que es bueno, y sustentando todas las cosas en la existencia. Tal, pues, y tan grande siendo la palabra, tal como la entendemos, de Dios, nuestro oponente permite que Dios, como una gran cosa, el poder del lenguaje, compuesto de sustantivos, verbos y conjunciones, sin percibir que, como Aquel que confirió poderes prácticos a nuestra naturaleza no es mencionado como fabricante de cada uno de sus varios resultados, sino que, mientras que él dio a nuestra naturaleza su capacidad, es por nosotros que se construye una casa, o un banco, o una espada, o un arado, y cualquier cosa que nuestra vida necesite, cada una de las cuales es nuestra propia obra, aunque puede atribuirse a Aquel que es el autor de nuestro ser, y quien creó nuestra naturaleza capaz de toda ciencia, así también nuestro poder de habla es obra de Aquel que hizo nuestra naturaleza lo que es, pero la invención de cada término requerido para denotar los objetos en la mano es de nuestra propia invención. Y esto se prueba por el hecho de que muchos términos en uso son de un carácter bajo e indecoroso, de los cuales ninguna persona sensata concebiría a Dios como inventor: de modo que, si ciertas de nuestras expresiones familiares son atribuidas por la Sagrada Escritura a Dios como el hablante, debemos recordar que el Espíritu Santo se dirige a nosotros en un lenguaje propio, como por ejemplo en la historia de Hechos de los Apóstoles se nos dice que cada hombre recibió la enseñanza de los discípulos en su propia lengua en la que nació, entendiendo el sentido de las palabras por el idioma que conocía. Y que esto es cierto, puede verse aún más claramente mediante un examen cuidadoso de las promulgaciones de la ley levítica. Porque hacen mención de panes, y tortas, y harina fina, y similares, en los sacrificios místicos, inculcando doctrina saludable bajo el velo del símbolo y el enigma. También se mencionan ciertas medidas entonces en uso, como efa, y nebel, y hin, y similares. ¿Debemos, entonces, suponer que Dios creó estos nombres y apelativos, o que en el principio ordenó que fueran tales y se llamaran así, llamando a un tipo de grano trigo, su harina de médula y dulces planos, ya fueran pesados o ligeros, tortas; y que ordenó que a un recipiente del tipo en el que se hierve o hornea una masa húmeda se le llamara sartén, o que habló de cierta medida líquida con el nombre de hin o nebel, y midió los productos secos con el homer? Sin duda, es una trivialidad y una mera locura judía, muy alejada de la grandeza de la simplicidad cristiana, pensar que Dios, quien es el Altísimo y está por encima de todo nombre y pensamiento, quien por la sola virtud de su voluntad gobierna el mundo que él creó, y la sostiene en su existencia, debería establecerse como un maestro de escuela para definir las sutilezas de la terminología. Digamos más bien que, así como indicamos a los sordos lo que queremos que hagan mediante gestos y señas, no porque carezcamos de voz propia, sino porque la comunicación verbal sería completamente inútil para quienes no pueden oír, así también, en la medida en que la naturaleza humana es en cierto sentido sorda e insensible a las verdades superiores, sostenemos que la gracia de Dios, en diversas ocasiones y de diversas maneras, habló por los profetas, ordenando sus voces conforme a nuestra capacidad y a los modos de expresión con los que estamos familiarizados, y que por tales medios nos conduce, como una mano guía, al conocimiento de las verdades superiores, no enseñándonos en términos proporcionales a su sublimidad inherente (pues ¿cómo puede lo grande ser contenido por lo pequeño?), sino descendiendo al nivel inferior de nuestra limitada comprensión. Y así como Dios, tras otorgar a los animales el poder del movimiento, ya no prescribe cada paso que dan, pues su naturaleza, habiendo tomado su origen del Creador, se mueve por sí misma y se abre camino, adaptando su poder de movimiento a su objeto de vez en cuando (excepto cuando se dice que los pasos del hombre son dirigidos por el Señor), así nuestra naturaleza, habiendo recibido de Dios el poder del habla y la expresión oral, y de expresar la voluntad mediante la voz, procede a través de las cosas, dándoles nombres distintivos mediante diversas inflexiones de sonido; y estos signos son los verbos y sustantivos que usamos, y mediante los cuales indicamos el significado de las cosas. Y aunque Moisés usó la palabra fruto antes de la creación del fruto, y semilla antes de la de la semilla, esto no refuta nuestra afirmación, ni el sentido del legislador se opone a lo que hemos dicho respecto al pensamiento y la concepción. Pues ese fin de la agricultura pasada, al que llamamos fruto, y ese comienzo de la agricultura futura, al que llamamos semilla, esto que subyace a estos nombres (ya sea trigo o algún otro producto que crece y se multiplica mediante la siembra) no crece, nos enseña, espontáneamente, sino por la voluntad de Aquel que los creó para crecer con su peculiar poder, de modo que sean el mismo fruto y se reproduzcan como semilla, y sustenten a la humanidad con su crecimiento. Y por voluntad divina se produce la cosa, no el nombre, de modo que la cosa sustancial es obra del Creador, sino que los nombres distintivos de las cosas, mediante los cuales el habla nos proporciona una descripción clara y precisa de ellas, son obra e invención de la facultad de razonamiento del hombre, aunque la facultad de razonamiento misma y su naturaleza son obra de Dios. Si los hombres están dotados de razón, inevitablemente se encontrarán diferencias de lenguaje según el país. Pero si alguien sostiene que la luz, el cielo, la tierra o la semilla recibieron nombres de Dios según la forma humana, sin duda concluirá que fueron nombrados en algún idioma especial. Que lo demuestre. Pues quien conoce una cosa probablemente no ignorará la otra. Pues en el río Jordán, tras el descenso del Espíritu Santo, y de nuevo ante los judíos, y en la transfiguración, se escuchó una voz del cielo que enseñaba a los hombres no solo a considerar el fenómeno como algo más que una figura, sino también a creer que el amado Hijo de Dios es verdaderamente Dios. Ahora bien, esa voz fue moldeada por Dios, apropiada para el entendimiento de los oyentes, en sustancia etérea y adaptada al lenguaje de la época. Dios, que "quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1Tm 2,4), articuló sus palabras en el aire con miras a la salvación de los oyentes, como nuestro Señor también dice a los judíos, cuando creyeron que tronó porque el sonido se produjo en el aire. Esta voz no vino por causa mía, sino por amor a vosotros. Pero antes de la creación del mundo, dado que no había nadie que escuchara la palabra ni ningún elemento corporal capaz de acentuar la voz articulada, ¿cómo puede quien dice que Dios usó palabras dar algún aire de verosimilitud a su afirmación? Dios mismo es incorpóreo; la creación aún no existía. La razón no nos permite concebir nada material con respecto a él. Quienes podrían haberse beneficiado de la audición aún no habían sido creados. Y si los hombres aún no habían existido ni se había elaborado ninguna forma de lenguaje de acuerdo con las peculiaridades nacionales, ¿con qué argumentos, entonces, puede quien mira a la letra desnuda probar que Dios habló así usando partes humanas del discurso?
XXXIX
La futilidad de tales afirmaciones también se puede ver en esto. Pues así como la naturaleza de los elementos, obra del Creador, parece igual para todos, y no hay diferencia para el sentido humano en la experiencia que los hombres tienen del fuego, el aire o el agua, sino que la naturaleza de cada uno es una e inmutable, operando de la misma manera y sin sufrir modificaciones por las diferencias entre quienes participan de ella, así también la imposición de nombres, si Dios los hubiera aplicado a las cosas, habría sido la misma para todos. Pero, de hecho, si bien la naturaleza de las cosas, tal como Dios las constituyó, permanece igual, los nombres que las denotan están divididos por tantas diferencias lingüísticas que ni siquiera sería fácil calcular su número. Y si alguien cita la confusión de lenguas que tuvo lugar durante la construcción de la torre como contradictoria con lo que he dicho, ni siquiera allí se habla de Dios creando las lenguas humanas, sino confundiendo la existente (Gn 11,7), para que no todos pudieran oírlas. Pues cuando todos vivían juntos y aún no estaban divididos por diversas diferencias raciales, la humanidad convivía con una sola lengua; pero cuando por voluntad divina se decretó que la humanidad poblara toda la tierra, al romperse su comunidad lingüística, los hombres se dispersaron en diversas direcciones y adoptaron esta o aquella forma de habla y lenguaje, poseyendo un cierto vínculo de unión en la similitud de lenguas, no discrepando de los demás en su conocimiento de las cosas, sino difiriendo en la naturaleza de sus nombres. Pues una piedra o un palo no parecen una cosa para un hombre y otra para otro, sino que los diferentes pueblos los llaman por nombres diferentes. De modo que nuestra postura permanece inquebrantable: que el lenguaje humano es invención de la mente o el entendimiento humano. Pues desde el principio, mientras todos los hombres tenían el mismo idioma, vemos en las Sagradas Escrituras que los hombres no recibieron enseñanza de las palabras de Dios, ni, cuando los hombres se separaron en diversas diferencias de idioma, una promulgación divina prescribió cómo cada hombre debía hablar. Pero Dios, queriendo que los hombres hablaran diferentes idiomas, dio a la naturaleza humana plena libertad para formular sonidos arbitrarios, a fin de hacer su significado más inteligible. En consecuencia, Moisés, quien vivió muchas generaciones después de la construcción de la torre, usa uno de los idiomas posteriores en su narrativa histórica de la creación y atribuye ciertas palabras a Dios, relatando estas cosas en su propia lengua en la que había sido criado y con la que estaba familiarizado, sin cambiar los nombres de Dios por peculiaridades extranjeras y giros del habla, para probar por la extrañeza y novedad de las expresiones que eran las palabras de Dios mismo.
XL
Algunos que han estudiado cuidadosamente las Escrituras nos dicen que la lengua hebrea ni siquiera es antigua como las demás, sino que, junto con otros milagros, éste se realizó en beneficio de los israelitas, y que tras el éxodo de Egipto, el idioma se improvisó apresuradamente para el uso de la nación. Y hay un pasaje en el profeta que lo confirma. Pues dice que, al salir de la tierra de Egipto, oyó una lengua extraña. Si, pues, Moisés era hebreo, y la lengua de los hebreos era posterior a las demás, Moisés, digo, quien nació miles de años después de la creación del mundo y relata las palabras de Dios en su propia lengua, ¿no nos enseña claramente que no atribuye a Dios un lenguaje tan humano, sino que habla como lo hace porque era imposible expresar su significado de otra manera que no fuera en lenguaje humano, aunque las palabras que usa tienen un profundo significado divino? Pues suponer que Dios usó la lengua hebrea, cuando no había nadie que la oyera ni la entendiera, me parece que ningún ser razonable consentiría. Leemos en Hechos de los Apóstoles que el poder divino se dividió en muchos idiomas con este propósito, para que nadie de lengua extranjera perdiera su parte del beneficio. Pero si Dios habló en lenguaje humano antes de la creación, ¿a quién beneficiaría al usarla? Para que su discurso se adaptara a la capacidad de los oyentes, con miras a su beneficio, nadie se consideraría indigno del amor de Dios hacia el hombre, pues Pablo, el seguidor de Cristo, sabía cómo adaptar sus palabras adecuadamente a los hábitos y la disposición de sus oyentes, convirtiéndose en "leche para los bebés y alimento sólido para los hombres adultos" (Hb 5,12). Pero donde no se obtenía ningún beneficio con tal uso del lenguaje, argumentar que Dios, por así decirlo, declamó tales palabras por sí mismo, cuando no había nadie que necesitara la información que transmitían, tal idea, me parece, es a la vez blasfema y absurda. Ni, entonces, Dios habló en el idioma hebreo, ni se expresó según ninguna forma usada entre los gentiles. Pero todas las palabras de Dios registradas por Moisés o los profetas son indicaciones de la voluntad divina, que se manifiestan, ahora de una manera, ahora de otra, en el intelecto puro de aquellos hombres santos, según la medida de la gracia de la que eran partícipes. Moisés, entonces, habló su lengua materna, aquella en la que fue educado. Pero atribuyó estas palabras a Dios, como he dicho repetidamente, debido a la infantilidad de quienes estaban siendo llevados al conocimiento de Dios, para dar una representación clara de la voluntad divina y para hacer a sus oyentes más obedientes, al ser reverenciados por la autoridad del orador.
XLI
Todo esto lo niega Eunomio, autor de toda esta contumelia con la que nos asaltan, y compañero y consejero de esta banda impía. Pues, cambiando la insolencia por cortesía, lo presentaré con sus propias palabras. Sostiene, con toda claridad, que cuenta con el testimonio del propio Moisés para afirmar que los hombres fueron dotados con el uso de las cosas nombradas, y de sus nombres, por el Creador de la naturaleza, y que la denominación de las cosas dadas fue anterior en el tiempo a la creación de quienes debían usarlas. Ahora bien, si posee algún Moisés propio, de quien ha aprendido esta sabiduría, y, haciendo de este su fundamento, se basa en afirmaciones como estas, a saber, que Dios, como él mismo dice, establece las leyes del lenguaje humano, decretando que las cosas se llamen de una manera y no de otra, que juegue con las reglas que quiera, con su Moisés de fondo para respaldar sus afirmaciones. Pero si solo hay un Moisés cuyos escritos son la fuente común de instrucción para quienes son eruditos en la palabra divina, aceptaremos libremente nuestra condenación si nos vemos refutados por la ley de ese Moisés. Pero ¿dónde encontró esta ley respecto a los verbos y sustantivos? Que la presente en las mismas palabras del texto. El relato de la creación, la genealogía de las generaciones sucesivas, la historia de ciertos eventos, el complejo sistema legislativo y las diversas regulaciones respecto al servicio religioso y la vida cotidiana, estos son los principales capítulos de los escritos de Moisés. Pero, si dice que hubo alguna promulgación legislativa respecto a las palabras, que la señale, y me callaré. Pero no puede; porque, si pudiera, no abandonaría las evidencias más contundentes de la deidad, pues estas sólo pueden procurarle ridículo, y no crédito, de los hombres sensatos. Pues considerar esencial en la piedad atribuir la invención de las palabras a Dios, cuya alabanza el mundo entero y las maravillas que en él se encuentran son incapaces de celebrar, ¿no sería una locura extrema descuidar los fundamentos superiores de la alabanza y magnificar a Dios sobre la base de seres puramente humanos? Su mandato preludió la creación, pero fue registrado por Moisés según un modelo humano, aunque divinamente emitido. Esa voluntad de Dios, entonces, que ocasionó la creación del mundo por su poder divino, consistió, dice nuestro estudioso cuidadoso de las Escrituras, en la enseñanza de las palabras. Y como si Dios hubiera dicho "hágase la palabra" o "créese el habla", o bien, que esto o aquello tenga tal o cual nombre, de modo que, en defensa de su trivialidad, presenta el hecho de que la Creación tuvo lugar por impulso de la voluntad divina. Pues, a pesar de todo su estudio y experiencia en las Escrituras, ni siquiera sabe que el impulso de la mente se menciona con frecuencia en las Escrituras como una voz. Y para ello tenemos la evidencia del propio Moisés, cuyo significado con frecuencia pervierte, pero a quien en este punto simplemente ignora. Pues, ¿quién, por muy poco familiarizado que esté con el libro sagrado, ignora que el pueblo de Israel, que acababa de escapar de Egipto, se vio repentinamente aterrorizado en el desierto por la persecución de los egipcios? Y cuando los peligros los rodearon por todas partes, y por un lado el mar les cortó el paso como un muro, mientras el enemigo les impedía la huida por la retaguardia, el pueblo, unido al profeta, lo acusó de ser la causa de su indefensión. Y cuando él los consoló en su terror abyecto, y los despertó al coraje, una voz vino de Dios, dirigiéndose al profeta dijo: "¿Por qué clamas a Mí?" (Ex 14,15). Y sin embargo antes de esto la narración no hace mención de ninguna expresión por parte de Moisés. Pero el pensamiento que el profeta había elevado a Dios es llamado "un clamor", aunque expresado en silencio en el pensamiento oculto de su corazón. Si, entonces, Moisés clama, aunque sin hablar, como lo atestigua Aquel que oye esos "gemidos que no pueden ser expresados" (Rm 8,26), ¿es extraño que el profeta, conociendo la voluntad divina, en la medida en que le era lícito decirla y que nosotros la oyéramos, la revelara con palabras conocidas y familiares, describiendo el discurso de Dios a la manera humana, no expresado de hecho con palabras, sino significado por los efectos mismos? En el principio, dice, "Dios creó el cielo y la tierra", y no los nombres del cielo y la tierra. Y otra vez "dijo Dios: Sea la luz", pero no que sea llamada luz. Y apartando la luz de las tinieblas, "llamó Dios a la luz día, y a las tinieblas llamó noche".
XLII
Es probable que nuestros oponentes adopten su postura sobre estos pasajes. Coincido con ellos en lo que se dice y aprovecharé sus posturas más adelante en nuestra investigación, para que nuestra enseñanza quede más firmemente establecida, sin que ningún punto de la controversia quede sin examinar debidamente. Dios, dice, "llamó al firmamento cielo, y a lo seco tierra, a la luz día, y a las tinieblas noche". ¿Cómo es posible, entonces, que pregunten, cuando la Escritura admite que sus apelativos les fueron dados por Dios, que ustedes digan que sus nombres son obra de la invención humana? ¿Cuál es, entonces, nuestra respuesta? Volvemos a nuestra afirmación sencilla y afirmamos que Aquel que creó toda la creación de la nada es el Creador de las cosas visibles en existencia sustancial, no de palabras insustanciales sin existencia, salvo en el sonido de la voz y el ceceo de la lengua. Pero las cosas se nombran mediante la indicación de la voz, de conformidad con la naturaleza y las cualidades inherentes a cada una, adaptándose los nombres a las cosas según la lengua vernácula de cada raza.
XLIII
Como la naturaleza de la mayoría de las cosas que se ven en la creación no es simple, como para que todo lo que connotan se pueda abarcar en una sola palabra, como, por ejemplo, en el caso del fuego, el elemento en sí es una cosa en su naturaleza, mientras que la palabra que lo denota es otra (pues el fuego mismo posee las cualidades de brillar, quemar, secar, calentar y consumir cualquier combustible que tome, pero el nombre es sólo una palabra breve de una sílaba), por esta razón el lenguaje, que distingue los poderes y cualidades que se ven en el fuego, les da a cada uno un nombre propio, como ya he dicho. Y no se puede decir que sólo se le haya dado un nombre al fuego cuando se habla de él como brillante, o consumidor, o cualquier otra cosa que observemos que es. Pues tales palabras denotan cualidades físicamente inherentes a él. De igual manera, en el caso del cielo y el firmamento, aunque cada una de estas palabras significa una naturaleza, su diferencia representa una u otra de sus características peculiares, al observarlas aprendemos una cosa con el nombre de cielo y otra con el de firmamento. Pues cuando el lenguaje define el límite de la creación sensible, más allá del cual le sucede el vacío transmundano aprehendido sólo por la mente, en contraste con lo intangible, incorpóreo e invisible, el principio y el fin de toda subsistencia material se llama firmamento. Y cuando examinamos el entorno de las cosas terrestres, llamamos cielo a lo que abarca toda la naturaleza material y que forma el límite de todo lo visible. De la misma manera, con respecto a la tierra y la tierra seca, dado que toda la naturaleza pesada y descendente se dividió en estos dos elementos, tierra y agua, el término seco define hasta cierto punto su opuesto, pues la tierra se llama seca en oposición a húmeda, ya que, tras expulsar, por mandato divino, el agua que la cubría, apareció con su propia naturaleza. Pero el término tierra no sigue expresando el significado de solo una de sus cualidades, sino que, en virtud de su significado, abarca todo lo que la palabra connota, por ejemplo, dureza, densidad, peso, resistencia, capacidad de sustentar la vida animal y vegetal. En consecuencia, la palabra seco no fue cambiada por el habla al último nombre que se le asignó (pues su nuevo nombre no hizo que dejara de llamarse así), pero si bien ambos apelativos permanecieron, un significado peculiar se adjuntó a cada uno: uno lo distinguía en naturaleza y propiedades de su opuesto, y el otro abarcaba todos sus atributos colectivamente. Y así, en la luz y el día, y de nuevo en la noche y la oscuridad, no encontramos una pronunciación de sílabas creada a su medida por el Creador de todas las cosas, sino que a través de estos apelativos percibimos la sustancia de las cosas que significan. Con la entrada de la luz, por la voluntad de Dios, se disipa la oscuridad que prevalecía sobre la creación primitiva. Pero la tierra, que yace en el medio y es sostenida por todos lados por su entorno de diferentes elementos, como dice Job ("Dios cuelga la tierra sobre nada"; Job 26,7), era necesario que cuando la luz viajaba por un lado y la tierra la obstruía por el opuesto con su propio volumen, un lado de oscuridad fuera dejado por la oscurecimiento, y así, como el movimiento perpetuo de los cielos no puede sino llevar consigo la oscuridad resultante de la oscurecimiento, Dios ordenó esta revolución por una medida de duración del tiempo. Y esa medida es el día y la noche. Por esta razón Moisés, según su sabiduría, en su elucidación histórica de estos asuntos, nombró a la sombra resultante de la obstrucción de la tierra, una división de la luz de la oscuridad, y a la alternancia constante y medida de luz y oscuridad sobre la superficie de la tierra la llamó día y noche. Así que lo que se llamaba luz no se llamaba día, sino que, como había luz, y no el simple término luz, también se creó la medida del tiempo y el nombre le siguió, no creado por Dios con un sonido de palabras, sino porque la naturaleza misma de la cosa asumió esta notación vocal. Y como si el legislador Moisés hubiera dicho claramente que nada de lo que se ve o nombra es de generación espontánea o improvisado, sino que tiene su subsistencia de Dios, podríamos haber concluido por nosotros mismos que Dios creó el mundo y todas sus partes, y el orden que se ve en ellas, y la facultad de distinguirlas, así también, con lo que dice, nos lleva a comprender y creer que nada de lo que existe carece de principio. Con esta perspectiva, describe los sucesivos eventos de la Creación de forma ordenada, enumerándolos uno tras otro. Pero era imposible representarlos en lenguaje, excepto expresando su significado con palabras que lo indicaran. Puesto que está escrito que Dios llamó día a la luz, debe entenderse que Dios creó el día a partir de la luz, siendo algo diferente, por la fuerza del término. Pues no se puede aplicar la misma definición a la luz y al día, sino que la luz es lo que entendemos por lo opuesto a la oscuridad, y el día es la extensión del intervalo de luz. De la misma manera, se puede considerar la noche y la oscuridad con la misma diferencia de descripción, definiendo la oscuridad como la negación de la luz y llamando noche a la extensión de la oscuridad circundante. Así, en todos los sentidos, nuestro argumento se confirma, aunque quizás no se desarrolle con una lógica estricta, mostrando que Dios es el Creador de las cosas, no de palabras vacías. Pues las cosas tienen sus nombres no por él, sino por nosotros. Pues como no podemos tener siempre todo ante nuestros ojos, tomamos conocimiento de algunas cosas que tenemos presentes de vez en cuando, y otras las registramos en nuestra memoria. Pero sería imposible mantener la memoria sin confusión si no tuviéramos la notación de palabras para distinguir las cosas que están almacenadas en nuestras mentes. Pero para Dios todas las cosas están presentes, y no necesita memoria, pues todas las cosas están dentro del alcance de su visión penetrante. ¿Qué necesidad, entonces, en su caso, de partes del discurso, cuando su propia sabiduría y poder abarcan y mantienen la naturaleza de todas las cosas distinta e inconfundible? Por lo tanto, todas las cosas que existen sustancialmente provienen de Dios; pero, para nuestra guía, todas las cosas existentes tienen nombres que las indican. Y si alguien dice que tales nombres fueron impuestos por el uso arbitrario de la humanidad, no será culpable de ofensa alguna contra el plan de la divina providencia. Pues no decimos que la naturaleza de las cosas fuese de invención humana, sino sólo sus nombres. El hebreo llama al cielo por un nombre, el cananeo por otro, pero ambos lo entienden de la misma manera, sin dejarse engañar en absoluto por la diferencia de los sonidos que transmiten la idea del objeto. Pero la excesivamente cautelosa y tímida adoración de esta gente inteligente, con cuya autoridad afirma que, si se admitiera que las palabras fueron dadas a las cosas por los hombres, los hombres tendrían mayor autoridad que Dios, se demuestra insustancial incluso por el ejemplo que encontramos registrado de Moisés. Pues ¿quién le dio a Moisés su nombre? ¿No fue la hija del faraón quien le puso ese nombre por lo sucedido (Ex 2,10)? Porque al agua se le llama Moisés en la lengua de los egipcios. Puesto que, entonces, a consecuencia de la orden del tirano, sus padres habían colocado al bebé en un arca y lo había arrojado al arroyo (porque así lo relataron algunos acerca de él), pero por la voluntad de Dios el arca fue arrastrada por la corriente y llevada hasta la orilla, y encontrada por la princesa, que en ese momento estaba tomando el refrigerio del baño, ya que el niño había sido sacado del agua, se dice que ella le dio su nombre como un memorial del suceso, un nombre con el cual Dios mismo no desdeñó dirigirse a su siervo, ni consideró que fuera indigno de él permitir que el nombre dado por la mujer extranjera permaneciera como la denominación apropiada del profeta.
XLIV
Antes de él, Jacob, tras haber agarrado el talón de su hermano, fue llamado suplantador (Gn 25,26), por la actitud con la que llegó al nacimiento. Pues quienes son eruditos en la materia nos dicen que esa es la interpretación de la palabra Jacob, traducida al griego. Así también, Farés fue llamado así por su nodriza por el incidente de su nacimiento (Gn 38,29), sin embargo, nadie por ese motivo, como Eunomio, mostró celos de que asumiera una autoridad superior a la de Dios. Es más, las madres de los patriarcas les dieron sus nombres, como Rubén, Simeón, Leví y todos los que vinieron después de ellos. Y nadie se levantó, como nuestro nuevo autor, como patrono de la divina providencia, para prohibir a las mujeres usurpar la autoridad divina mediante la imposición de nombres. ¿Y qué diremos de otros detalles en el registro sagrado, tales como las "aguas de la contienda", y el "lugar del duelo", y el "monte de los prepucios", y el "valle del racimo", y el "campo de sangre", y nombres similares, de imposición humana, pero que a menudo se registran como pronunciados por la persona de Dios, de los cuales podemos aprender que los hombres pueden notificar el significado de las cosas por medio de palabras sin presunción, y que la naturaleza divina no depende de las palabras para su evidencia a sí misma?
XLV
Pasaré por alto sus demás balbuceos contra la verdad, pues carecen de fuerza contra nuestras doctrinas, pues considero superfluo detenerme más en tales absurdos. Pues, ¿quién puede ser tan falto de los temas más importantes como para desperdiciar energía en argumentos tontos y contender con quienes dicen que la previsión humana tiene mayor peso y autoridad que la tutela divina, y que atribuimos a la providencia divina la negligencia que confunde a las mentes más débiles? Estas son las palabras exactas de nuestro calumniador. Pero yo, por mi parte, considero tan absurdo prestar atención a tales comentarios como ocuparme en sueños de viejas. Pues pensar en asegurar la dignidad del gobierno y la soberanía del Ser divino mediante una fórmula verbal, y mostrar que el gran poder de Dios depende de esto, y por otro lado descuidarlo y desatender la providencia que le pertenece, y reprocharnos que los hombres, habiendo recibido de Dios la facultad de razonar, hagan un uso arbitrario de las palabras para significar cosas, ¿qué es esto sino una fábula de una anciana o el sueño de un borracho? Pues el verdadero poder, la autoridad, el dominio y la soberanía de Dios no consisten, creemos, en sílabas. Si así fuera, cualquier inventor de palabras podría reclamar el mismo honor que Dios. Pero las eras infinitas, las bellezas del universo, los rayos de las luminarias celestiales, todas las maravillas de la tierra y el mar, las huestes angélicas y los poderes supramundanos, y todo lo demás cuya existencia en el reino de lo alto se nos revela bajo diversas figuras en las Sagradas Escrituras, éstas son las cosas que dan testimonio del poder de Dios sobre todo. Mientras que atribuir la invención del sonido vocal a quienes están naturalmente dotados con la facultad del habla no implica impiedad hacia Aquel que les dio la voz. Ni tampoco consideramos gran cosa inventar palabras que signifiquen cosas. Porque al ser a quien la Sagrada Escritura, en la historia de la creación, dio el nombre de ανθρωπος (lit. hombre; Gn 1,26), una palabra de invención humana, Job lo llama mortal (βροτός), mientras que entre los escritores profanos, algunos lo llaman ser humano (φώς), y otros hablante articulado (μέροψ), por no hablar de otras variedades del nombre. ¿Acaso los elevamos, entonces, al mismo honor que Dios, porque también inventaron nombres equivalentes al del hombre, que igualmente significan su sujeto? Pero, como ya he dicho, dejemos estas habladurías y no hagamos caso de su sarta de insultos, en los que nos acusa de mentir contra los oráculos divinos y de proferir calumnias con descaro incluso contra Dios.
XLVI
Retoma también Eunomio algunas de las palabras del Maestro, respecto del empleo del término concepción. Nuestro Señor Jesucristo, al declarar a los hombres la naturaleza de su divinidad, la explica mediante ciertas características especiales, llamándose a sí mismo la puerta, el pan, el camino, la vid, el pastor, la luz. Ahora bien, creo que conviene pasar por alto sus insolentes observaciones sobre estas palabras (pues así es como su formación retórica le ha enseñado a contender con sus oponentes), y no permitiré que me perturben sus efusivos desencuentros infantiles. Examinemos, sin embargo, un argumento punzante e irresistible que presenta para nuestra refutación. ¿Cuál de los escritores sagrados, pregunta, da evidencia de que estos nombres fueron atribuidos a nuestro Señor mediante una concepción? Pero, pregunto: ¿Quién de ellos lo prohíbe, considerando blasfemia considerar tales nombres como resultado de una concepción? Pues si sostiene que el hecho de no mencionarlos prueba que están prohibidos, por igualdad de razonamiento debe admitir que el hecho de no prohibirlos argumenta que están permitidos. ¿Se llama a nuestro Señor con estos nombres, o Eunomio también lo niega? Si niega que estos nombres se refieran a Cristo, hemos vencido sin batalla. Pues ¿qué victoria más notable podría haber que demostrar que nuestro adversario lucha contra Dios, despojando de su significado a las sagradas palabras del evangelio? Pero si admite que es cierto que Cristo es nombrado con estos nombres, que diga cómo pueden aplicarse sin irreverencia al Hijo unigénito de Dios. ¿Toma la piedra como indicativa de su naturaleza? ¿Comprende su esencia bajo la figura del hacha (para no complicar nuestro argumento enumerando el resto)? Ninguno de estos nombres representa la naturaleza del Unigénito, ni su divinidad, ni el carácter peculiar de su esencia. Sin embargo, se le llama por estos nombres, y cada denominación tiene su propia idoneidad. Porque no podemos, sin irreverencia, suponer que algo en las palabras de Dios sea vano y sin sentido. Que diga, entonces, si rechaza estos nombres como resultado de una concepción, ¿cómo se aplican a Cristo? Porque nosotros, por nuestra parte, decimos esto: que, como nuestro Señor proveyó para la humanidad vida en diversas formas, cada variedad de su beneficencia se distingue adecuadamente por sus varios nombres, su cuidado providente y obrar en nuestro favor pasando al molde de un nombre. Y decimos que tal nombre se llega por una concepción. Pero si esto no es agradable para nuestros oponentes, que sea como a cada uno le plazca. Sin embargo, en su ignorancia de las figuras de la Escritura, nuestro oponente contradice lo que se dice. Porque si hubiera aprendido los nombres divinos, debería haber sabido que nuestro Señor es llamado maldición y pecado (Gál 3,13), y una vaquilla (Hb 9,13), y un cachorro de león (Gn 49,9), y una osa privada de sus cachorros (Os 13,3), y un leopardo (Os 13,7) y nombres similares, según varios modos de concepción, por la Sagrada Escritura, los escritores sagrados e inspirados por tales nombres, como por flechas bien dirigidas, indicando el punto central de la idea que tenían en mente. Aunque estas palabras, tomadas en su significado literal y obvio, no parecen estar exentas de sospecha, ninguna de ellas, a menos que admitamos que se atribuya a Dios mediante algún proceso de concepción, escapará a la mancha de una sugerencia blasfema. Sería una larga tarea presentarlas y dilucidar en cada caso cómo, en general, estas palabras han sido desviadas de su significado obvio, y cómo solo en conexión con la facultad de concebir los nombres de Dios pueden conciliarse con la reverencia que le es debida.
XLVII
Tales nombres se usan para nuestro Señor, y nadie familiarizado con las Escrituras inspiradas puede negarlo. ¿Qué, entonces? ¿Afirma Eunomio que las palabras indican su propia naturaleza? De ser así, afirma que la naturaleza divina es multiforme, y que la variedad que muestra en lo que significan los nombres es muy compleja. Pues los significados de las palabras pan y león no son los mismos, ni tampoco los de hacha y agua, sino que a cada una de ellas podemos asignarle una definición propia, de la que las demás no participan. Por lo tanto, no significan naturaleza ni esencia; sin embargo, nadie se atreverá a decir que esta nomenclatura es completamente inapropiada y carente de significado. Si, entonces, estas palabras nos son dadas, pero no como indicativas de esencia, y toda palabra dada en las Escrituras es justa y apropiada, ¿de qué otra manera podrían aplicarse adecuadamente estos apelativos al Hijo unigénito de Dios, excepto en relación con la facultad de concebir? Pues es claro que se habla del Ser divino bajo diversos nombres, según la variedad de sus operaciones, de modo que podemos pensar en él en el aspecto así llamado. ¿Qué daño, entonces, causa a nuestras ideas reverenciales sobre Dios esta operación mental, instituida con miras a nuestra reflexión sobre las cosas realizadas, y que llamamos concepción? Aunque si alguien prefiere llamarla con otro nombre, no haremos objeción.
XLVIII
Como un poderoso luchador, no cede Eunomio su irresistible odio sobre nosotros, y afirma con estas palabras que estos nombres son obra del pensamiento y la concepción humanos, y que, mediante el ejercicio de esta operación de la mente por parte de algunos, se alcanzan resultados que ningún apóstol ni evangelista ha enseñado. Y tras esta valerosa arremetida, alza su voz santurrona, escupiendo sus vil abuso contra nosotros con una lengua bien entrenada para tal lenguaje. Pues, dice, atribuir homónimos, extraídos por analogía, al pensamiento y la concepción humanos es obra de una mente que ha perdido todo juicio, y que estudia las palabras del Señor con un entendimiento debilitado y un hábito de pensamiento deshonesto. ¡Misericordia de nosotros! ¡Qué argumento tan lógico! ¡Con qué científicamente llega a su conclusión! ¿Quién, después de esto, se atreverá a defender la causa de la concepción, cuando tal hedor emana de su boca sobre quienes intentan hablar? Supongo, entonces, que nosotros, quienes intentamos hablar, debemos abstenernos de examinar su argumento, por temor a que agite contra nosotros el pozo negro de sus abusos. Y en verdad, es de mente débil dejarnos irritar por absurdos infantiles. Por lo tanto, permitiremos a nuestro insolente adversario plena libertad para que se entregue a su método como quiera. Pero volveremos al argumento del Maestro, para que también de allí podamos reunir refuerzos para la verdad. A Eunomio se le ha recordado la analogía y ha percibido que los homónimos se derivan de ella. Ahora bien, ¿dónde o de quién aprendió estos términos? Ni de Moisés, ni de los profetas y apóstoles, ni de los evangelistas. Es imposible que los haya aprendido de la enseñanza de alguna Escritura. ¿Cómo llegó, entonces, a usarlos? La misma palabra que describe este o aquel significado de un pensamiento como analogía, ¿no es la invención de la facultad pensante de quien la pronuncia? ¿Cómo es, entonces, que no se da cuenta de que está usando las opiniones contra las que lucha como sus aliadas en la guerra? Pues se opone a nuestro principio de que las palabras se forman por la operación de la concepción, y pretende establecer, con la ayuda de palabras formadas según ese mismo principio, que es ilegal usarlas. No es, dice él, la enseñanza de ninguno de los escritores sagrados. ¿A quién, entonces, de los antiguos, atribuyes tú mismo el término ingenuo y su predicado de la esencia?¿De Dios? ¿O te es lícito, cuando quieres establecer algunas de tus conclusiones impías, acuñar e inventar términos a tu gusto; pero si alguien dice algo que contravenga tu impiedad, privar a tu adversario de una licencia similar? Grande sería, en verdad, el poder que asumirías si pudieras hacer valer tu derecho a tal autoridad: que lo que niegas a otros te sea permitido sólo a ti, y que lo que tú mismo presumes hacer en virtud de ello, lo impidas a otros. Condenas, como por un edicto, la doctrina de que estos nombres se aplicaron a Cristo como resultado de la concepción, porque ninguno de los escritores sagrados ha declarado que deban aplicarse así. ¿Cómo, entonces, puedes establecer la ley de que la esencia divina debe ser denotada por la palabra ingenuo, un término que no se puede demostrar que ningún escritor sagrado nos haya transmitido? Pues si esta es la prueba del uso correcto de las palabras, que sólo se emplearán las que la palabra inspirada de las Escrituras autoriza, la palabra ingenuo debe ser borrada de sus escritos, ya que ningún escritor sagrado la ha sancionado. Pero quizás la acepten por el sentido que le atribuye. Pues bien, nosotros mismos aceptamos el término concepción por el sentido que le atribuye. En consecuencia, excluiremos ambos de su uso, o ninguno, y cualquiera que sea la alternativa que adoptemos, dominamos igualmente el campo. Pues si el término ingenuo se suprime por completo, se suprime con él todo el clamor de nuestros adversarios contra la verdad, y resplandecerá una doctrina digna del Hijo unigénito de Dios, puesto que la oposición lógica no puede proporcionar ningún nombre que menoscabe la majestad del Señor. Pero si se conservan ambos, en ese caso también prevalecerá la verdad, y nosotros con ella, cuando hayamos transformado la palabra ingenuo de la sustancia a una concepción de la deidad. Pero mientras no excluya el término no generado de sus propios escritos, que nuestro fariseo moderno se advierta a sí mismo de no mirar la mota que está en nuestro ojo, antes de haber sacado la viga que está en el suyo.
XLIX
Según Eunomio, Dios dio a las cosas terrestres más débiles una participación en los nombres más honorables, aunque no les dio una parte igual de dignidad, y a las más altas les impartió los nombres de las más bajas, aunque la inferioridad natural de estas últimas no se transfirió a las primeras junto con sus nombres. Citamos esto en sus propias palabras. Si contienen algún significado profundo y recóndito que se nos ha escapado, que nos lo informen aquellos que ven lo que está más allá de nuestro alcance de visión, iniciados como están por él en sus misterios esotéricos e indecibles. Pero si no admiten ninguna interpretación más allá de lo que es obvio, apenas sé quiénes de los dos son más dignos de lástima, los que dicen tales cosas o los que las escuchan. A las cosas terrestres más débiles, dice, Dios les ha dado nombres en común con las más honorables, aunque no les dio una parte igual de dignidad. Examinemos qué significa esto. Las cosas más débiles, dice, se dignifican con el simple nombre que pertenece a lo honorable , pues su naturaleza no corresponde a su nombre. Y afirma que esto es obra del Dios de la verdad: ¡dignificar la naturaleza inferior con el apelativo más digno! Por otro lado, dice que Dios aplica los nombres menos honorables a las cosas superiores en su naturaleza, sin que la naturaleza de estas últimas se traslade a las primeras junto con el apelativo. Pero para que el asunto se aclare aún más, lo absurdo se demostrará con ejemplos reales. Si alguien llamara intemperante a un hombre estimado por todas las virtudes; o por otro lado, a un hombre igualmente desprestigiado por sus vicios, bueno y moral, ¿lo considerarían las personas sensatas de mente sana, o alguien que tuviera algún respeto por la verdad, invirtiendo, como sería el caso, el significado de las palabras y dándoles un significado antinatural? Por mi parte, creo que no. Habla, pues, de cosas relacionadas con Dios, contrariamente a nuestras ideas comunes y a las Sagradas Escrituras. Pues en la vida cotidiana, sólo quienes están perturbados por la bebida o la locura se equivocan con los nombres y los usan fuera de su significado, llamando, quizás, a un hombre perro, o viceversa. Pero las Sagradas Escrituras están tan lejos de sancionar tal confusión, que podemos oír claramente la voz de la profecía lamentándola. ¡Ay de aquel (dice Isaías) que llama a las tinieblas luz, y a la luz oscuridad, que llama a lo amargo dulce, y a lo dulce amargo! (Is 5,20). Ahora bien, ¿qué induce a Eunomio a aplicar este absurdo a su Dios? Que los iniciados en sus misterios digan qué juzgan por esas cosas terrestres tan débiles, a las que Dios ha dignificado con los apelativos más honorables. Las cosas existentes más débiles son aquellos animales cuya generación tiene lugar a partir de la corrupción de elementos húmedos, como las más honorables son la virtud, la santidad y todo lo que es agradable a la vista de Dios. ¿Acaso las moscas, los mosquitos, las ranas y cualquier insecto que se genere del estiércol son dignificados con los nombres de santidad y virtud, de modo que sean consagrados con honorables, aunque no compartan cualidades tan elevadas, como dice Eunomio? Pero nunca hasta ahora hemos oído algo como esto, que estas cosas débiles sean llamadas con títulos altisonantes, o que lo que es grande y honorable por naturaleza sea degradado por el nombre de cualquiera de ellas. Noé fue un hombre justo, dice la Escritura, Abraham fue fiel, Moisés fue manso, Daniel fue sabio, José fue casto, Job fue irreprensible, David fue perfecto en paciencia. Que se diga, entonces, si todos estos recibieron sus nombres por razones contrarias; o tomando el caso de aquellos de quienes se habla mal, como Nabal el Carmelita, Ramsés el Egipcio, Abimelec el Extranjero, y todos aquellos que son mencionados por sus vicios, si fueron dignificados con honorables por la voz de Dios. ¡No es así! Pero Dios juzga y distingue a sus criaturas tal como son en naturaleza y verdad, no por nombres contrarios a ellas, sino por apelativos apropiados que den la idea más clara de su significado.
L
Esto es lo que nuestro oponente obstinado Eunomio, que nos acusa de deshonestidad y de ser irracionales en el juicio, pretende conocer la naturaleza divina. Estas son las opiniones que presenta con respecto a Dios, como si se burlara de sus criaturas con nombres que no corresponden a su significado, otorgando a los más débiles los apelativos más honorables y derramando desprecio sobre los honorables al hacerlos sinónimos de lo bajo. Ahora bien, un hombre virtuoso, si es llevado, incluso involuntariamente, más allá de los límites de la verdad, se siente abrumado por la vergüenza. Sin embargo, Eunomio no cree que sea una vergüenza para Dios que parezca dar un color falso a las cosas por sus apelativos. No es tal el testimonio de las Escrituras sobre la naturaleza divina. Dios es paciente y abundante en misericordia y verdad, dice David. Pero ¿cómo puede ser un Dios de verdad quien da nombres falsos a las cosas y pervierte la verdad en el significado de sus nombres? De nuevo, lo llama "Señor justo". ¿Es, entonces, justo dignificar lo indigno con nombres honorables y, aun dando el nombre puro, escatimar el honor que denota? Tal es el testimonio de estos teólogos sobre su Dios novedoso. Este es el fin de su alardeada astucia dialéctica: mostrar a Dios mismo deleitándose en el engaño y no superior a la pasión de los celos. Pues, sin duda, no es mejor que el engaño no nombrar las cosas débiles como son en su verdadera naturaleza y valor, sino investirlas con nombres vanos, derivados de cosas superiores, sin proporcional su valor a su nombre; y no es mejor que los celos si, teniendo en su poder otorgar el apelativo más honorable a las cosas que deben ser nombradas por alguna superioridad, les escatimara el honor mismo, por considerar la felicidad de los débiles una pérdida para sí mismo. Pero recomendaría a todos los sabios, incluso si el Dios de estos gnósticos se demuestra, por el esfuerzo de la lógica, como tal, que no piensen así del Dios verdadero, el Unigénito, sino que examinen la verdad de los hechos, dándoles a cada uno su merecido, y de ahí deduzcan su nombre. "Venid, benditos", dice nuestro Señor; y también: "Apartaos, malditos" (Mt 25,34), por no honrar con el nombre de bienaventurado a quien merece ser maldecido, ni despedir a aquel que ha atesorado para sí la bendición, junto con los malvados.
LI
En concreto, ¿qué el lo que quiere decir nuestro opositor Eunomio, y cuál es el objeto de su argumento? Nadie debe imaginar que, a falta de algo que decir, para que parezca extender su discurso hasta el extremo, se ha entregado a toda esta palabrería sin sentido. Su misma insensatez no carece de sentido y huele a herejía. Pues decir que los nombres más honorables se aplican a las cosas más débiles, aunque no tengan por naturaleza la misma dignidad, allana el camino, por así decirlo, para la blasfemia que sigue, para enseñar a sus discípulos que, aunque el Unigénito se llama Dios, sabiduría, poder, luz, verdad, juez, rey, Dios sobre todas las cosas, gran Dios, príncipe de paz, padre del mundo venidero... su honor se limita al nombre. De hecho, no participa de la dignidad que indica el significado de esos nombres; y mientras que el sabio Daniel, al corregir el error de idolatría de los babilonios, de que no adoraran la imagen de bronce ni al dragón, sino que reverenciaran el nombre de Dios, que los hombres, en su locura, les habían atribuido, demostró claramente con sus acciones que el alto y sublime nombre de Dios no se parecía al reptil ni a la imagen de bronce fundido, este enemigo de Dios se esfuerza en su enseñanza por demostrar precisamente lo contrario con respecto al Hijo unigénito de Dios, exclamando con el estilo que él mismo adopta: "No consideren los nombres de los que nuestro Señor es partícipe, de modo que infieran su naturaleza inefable y sublime". Pues muchas de las cosas más débiles también están investidas de nombres de honor, de un sonido elevado, aunque su naturaleza no se transforma lo suficiente como para alcanzar la grandeza de sus apelativos. En consecuencia, dice que las cosas inferiores reciben su honor de Dios sólo en lo que respecta a sus nombres, sin que exista igualdad de dignidad en sus apelaciones. Por lo tanto, cuando hayamos aprendido todos los nombres del Hijo que tienen un significado elevado, debemos tener presente que el honor que implican se le atribuye solo en lo que respecta a las palabras, pero que, según el sistema de nomenclatura que adoptan, él no participa de la dignidad que implican las palabras.
LII
Al insistir en tales disparates, temo complacer en secreto a nuestros adversarios. Pues, al oponer la verdad a sus palabras vanas y vacías, me parece agotar la paciencia de mi público antes de llegar al meollo del asunto. Dejo, pues, que mis oyentes más doctos resuelvan estos puntos y continúen con mi tarea. Tampoco me referiré ahora a lo que ha dicho, que, sin embargo, está estrechamente relacionado con nuestra investigación; a saber, que estas cosas han sido organizadas de tal manera que el pensamiento y la concepción humanos no pueden reivindicar autoridad sobre los nombres. Pero ¿quién sostiene que lo que no se ve en su propia subsistencia tiene autoridad sobre algo? Pues solo las criaturas gobernadas por su propia voluntad deliberada son capaces de actuar con autoridad. Pero el pensamiento y la concepción son una operación de la mente, que depende de la elección deliberada de quienes hablan, sin subsistencia independiente, sino que subsisten únicamente en la fuerza de lo dicho. Pero esto, dice, pertenece a Dios, el Creador de todas las cosas, quien, mediante limitaciones y reglas de relación, operación y proporción, aplica denominaciones adecuadas a cada una de las cosas nombradas. Pero esto es un completo disparate o contradice sus afirmaciones anteriores. Pues si ahora profesa que Dios asigna nombres adecuados a sus sujetos, ¿por qué argumenta, como hemos visto, que Dios otorga nombres elevados a cosas sin honor, impidiéndoles compartir la dignidad que sus nombres indican, y además, que degrada las cosas de naturaleza elevada con nombres sin honor, cuya naturaleza no se ve afectada por la bajeza de sus denominaciones? Pero quizás seamos injustos con él al someter su insensata colocación de frases a tales acusaciones. Pues son completamente ajenas a cualquier sentido (no me refiero sólo a un sentido acorde con la reverencia), y serán consideradas completamente carentes de razón por todos aquellos que entiendan cómo formarse un juicio preciso en tales asuntos. Puesto que, entonces, como el pez llamado pulmón marino, lo que vemos parece tener volumen, pero resulta ser solo materia viscosa, repugnante a la vista y aún más repugnante a la mano, pasaré por alto sus observaciones, considerándolas la mejor respuesta a sus vanas efusiones. Pues sería mejor que no indagáramos qué ley gobierna la operación, la proporción y la relación, y quién prescribe leyes a Dios respecto a las reglas y modos de proporción y relación, que, al ocuparnos en tales asuntos, asquear a nuestros oyentes y desviarnos de cuestiones más importantes.
LIII
Me temo que todo lo que encontremos en el discurso de Eunomio resultará ser meros tumores y pulmones marinos, por lo que lo dicho debe necesariamente cerrar nuestro argumento, ya que sus escritos no proporcionarán material con el que trabajar. Pues así como el humo o la niebla hacen que el aire en el que residen sea pesado y denso, e incapacitan la vista para el ejercicio de su función natural, pero no se forman en un cuerpo tan denso que quien quiera pueda agarrarlo y sostenerlo en las palmas de las manos, y ofrecer resistencia a su impacto, así también, si alguien dijera lo mismo de su pomposo escrito, la comparación no sería falsa. Su discurso, tupido y viscoso, produce muchas tonterías, y para quien no posee un discernimiento excesivo, como la niebla para quien lo observa desde lejos, parece tener sustancia y forma. Pero si uno se acerca y examina lo que dice, las teorías se le escapan como humo y se desvanecen en la nada, sin solidez ni resistencia que opongan al impulso de su argumento. Es difícil, por lo tanto, saber qué hacer. Pues a quienes les gusta quejarse, cualquiera de las dos alternativas les parecerá objetable: o saltando por encima de su palabrería vacía, como por un barranco, dirigimos nuestro argumento hacia terreno llano y abierto, contra aquellos puntos que parecen tener alguna fuerza contra la verdad, o bien, basamos nuestra absurda batalla en toda la línea de sus inanidades. Pues en este último caso, para quienes no aman el trabajo duro, nuestra labor, que se extiende a lo largo de miles de líneas sin ningún propósito útil, será tediosa e infructuosa. Pero si atacamos sólo aquellos puntos que parecen tener alguna fuerza contra la verdad, daremos ocasión a nuestros adversarios para acusarnos de pasar por alto argumentos suyos que no podemos refutar. Dado que, entonces, tenemos dos caminos abiertos, o bien tomar todos sus argumentos uno por uno, o bien repasar sólo los que son más importantes (el primero tedioso para nuestros oyentes, el otro susceptible de ser sospechado por nuestros agresores) creo que es mejor tomar un camino intermedio y así, en la medida de lo posible, evitar la censura de ambas partes. ¿Cuál es, entonces, nuestro método? Después de limpiar sus vanas producciones, lo mejor que podamos, de la basura que han acumulado, repasaremos sumariamente los puntos principales de su argumento de tal manera que no nos sumerjamos innecesariamente en las profundidades de su sinsentido, ni dejemos ninguna de sus afirmaciones sin examinar. Ahora bien, todo su tratado es un ambicioso intento de demostrar que Dios habla a la manera de los hombres, y que el Creador de todas las cosas les da nombres adecuados, indicativos de las cosas mismas. Y por lo tanto, oponiéndose a quien sostenía que tales nombres provienen de la naturaleza racional que hemos recibido de Dios, lo acusa de error, y de deserción de su proposición fundamental: y habiendo presentado esta acusación contra él, utiliza los siguientes argumentos en apoyo de su posición.
LIV
Basilio afirma que tras obtener nuestra primera idea de algo, la investigación más minuciosa y precisa de la cosa en cuestión se llama concepción. Eunomio refuta esto, pues cree, con el siguiente argumento, que donde no se encuentran esta primera y esta segunda noción (es decir, una más minuciosa y precisa que la otra), la operación que llamamos pensamiento y concepción no tiene cabida. Aquí, sin embargo, será condenado por deshonestidad por todos los que tengan oídos para oír. Pues no fue de todo pensamiento y concepción que nuestro gran maestro Basilio estableció esta definición, sino que, tras hacer una subdivisión especial de los objetos de pensamiento y concepción (para no complicar la cuestión con demasiadas palabras), y habiendo aclarado esta parte, dejó que los hombres sensatos razonaran el todo a partir de la parte por sí mismos. Y así como, si alguien dijera que nuestra definición de animal se obtiene considerando varios animales de diferentes especies, no se le podría acusar de errar en la verdad al citar al hombre como ejemplo, ni habría necesidad de corregirlo por desviarse de la realidad, a menos que diera la misma definición de animal alado, cuadrúpedo o acuático que de hombre. Así, siendo tan diversos los puntos de vista desde los que podemos considerar esta concepción, no refuta la afirmación de Basilio decir que se le llama así incorrectamente en un caso porque existe otra especie. Por consiguiente, incluso si se considera otra especie, de ninguna manera se sigue que la dada previamente se llame así erróneamente. Ahora bien, si, dice él, se pudiera demostrar que alguno de los apóstoles o profetas usó estos nombres de Cristo, la falsedad tendría algo que la alentaría. ¡Qué estudio diligente de la palabra de Dios por parte de nuestro oponente no dan testimonio estas palabras! Ninguno de los profetas o apóstoles ha hablado de nuestro Señor como pan, o una piedra, o una fuente, o un hacha, o una luz, o un pastor. ¿Qué dice, entonces, David, y de quién? Esto mismo: "El Señor me pastorea", y: "Tú que pastoreas a Israel, escucha". ¿Qué diferencia hay si se habla de él como pastor? Nuevamente, el profeta dice: "Contigo está el manantial de vida". ¿Niega él que nuestro Señor sea llamado pozo? Nuevamente, el propio Jesús dice: "La piedra que los constructores rechazaron" (Mt 21,42). Juan, representando el poder de nuestro Señor para desarraigar el mal bajo el nombre de un hacha, dice: "El hacha está puesta a la raíz de los árboles" (Mt 3,10). ¿No es él un testigo de peso y creíble de la verdad de nuestras palabras?
LV
Moisés (viendo a Dios en la luz), y Juan (al llamarlo "luz verdadera"), y Pablo (cuando nuestro Señor se le apareció por primera vez, y "una luz brilló a su alrededor", y oyó "yo soy Jesús, a quien tú persigues"; Hch 9,5), ¿no son testigos competentes? En cuanto al término pan, que Eunomio lea el evangelio y vea cómo el "pan dado por Moisés", y suministrado a Israel desde el cielo, fue tomado por nuestro Señor como un tipo de sí mismo, porque "Moisés no les dio ese pan, sino que mi Padre les da el verdadero pan que baja del cielo y da vida al mundo". Pero este genuino oyente de la ley dice que ninguno de los profetas o apóstoles ha aplicado estos nombres a Cristo. ¿Qué diremos, entonces, de lo que sigue? Aun cuando nuestro Señor mismo los adopta, sin embargo, puesto que en los nombres del Salvador no hay primero ni segundo, ninguno más minucioso o preciso que otro, pues él los conoce todos a la vez con igual exactitud, no es posible acomodar su relato (el de Basilio) de la operación de la concepción a ninguno de sus nombres.
LVI
He inundado mi discurso con muchas tonterías de Eunomio, pero confío en que mis oyentes me perdonarán por no pasar por alto ni siquiera la más flagrante de sus inanidades; no es que nos deleite la indecoro de nuestro autor (pues ¿qué ventaja podemos obtener de la refutación de la necedad de nuestros adversarios?), sino que la verdad puede ser presentada mediante la confirmación de cualquier fuente. Dado que, dice, nuestro Señor se aplica estos apelativos a Sí mismo, sin considerar a ninguno primero, ni segundo, ni más minucioso y preciso que el resto, no se puede decir que estos nombres sean el resultado de la concepción. ¡Pues ha olvidado su propio objetivo! ¿Cómo llega a conocer las palabras contra las que declara la guerra? Nuestro maestro y guía había mencionado un ejemplo familiar para ilustrar la doctrina de la concepción, y tras explicar su significado con ejemplos inferiores, eleva la consideración de la cuestión a cuestiones más elevadas. Había dicho que la palabra grano, considerada en sí misma, es una sola cosa en cuanto a sustancia, pero que, en cuanto a las diversas propiedades que vemos en ella, varía sus denominaciones, siendo llamada semilla, fruto o alimento. De igual manera, dice Eunomio, nuestro Señor es con respecto a sí mismo lo que es esencialmente, pero cuando se le nombra según las diferencias de sus operaciones, no tiene una denominación en todos los casos, sino que toma un nombre diferente según cada noción producida en nosotros por la operación. ¿Cómo, entonces, lo que dice refuta nuestra teoría de que es posible que se atribuyan con propiedad muchas denominaciones, según la diversidad de sus operaciones y su relación con sus efectos, al Hijo de Dios, aunque una en cuanto a la fuerza subyacente, así como el grano, aunque uno, tiene varios nombres asignados a él, según el punto de vista desde el cual lo consideramos? ¿Cómo, entonces, puede lo que se dice ser derribado por nuestra afirmación de que Cristo usó todos estos nombres de sí mismo? Pues la cuestión no era quién los atribuyó, sino el significado de los nombres, si denotan esencia o si se derivan de sus operaciones mediante el proceso de concepción. Pero nuestro astuto y tenaz oponente, refutando nuestra teoría de la concepción, que declara que es posible encontrar muchos apelativos para un mismo sujeto, según el significado de sus operaciones, nos ataca vigorosamente, afirmando que tales nombres no fueron dados a nuestro Señor por otro. Pero ¿qué tiene esto que ver con el caso en cuestión? Dado que estos nombres son usados por nuestro Señor, ¿no admitirá que sean nombres, apelativos o palabras que expresan ideas? Pues si no los admite como nombres, al eliminar los apelativos, elimina al mismo tiempo la concepción. Pero si no niega que estas palabras sean nombres, ¿qué daño puede causar a nuestra doctrina de la concepción al demostrar que tales títulos fueron otorgados a nuestro Señor, no por alguien más, sino por él mismo? Pues lo que se dijo fue que, como en el caso del grano, nuestro Señor, aunque sustancialmente Uno, lleva epítetos adecuados a sus operaciones. Y como se admite que el grano tiene sus nombres en virtud de nuestra concepción de sus asociaciones, se demostró que estos términos que significan a nuestro Señor no son de su esencia, sino que se forman mediante el método de concepción en nuestras mentes respecto a él. Pero nuestro antagonista evita cuidadosamente atacar estas posturas y sostiene que nuestro Señor recibió estos nombres de sí mismo, de la misma manera que, si alguien buscara la verdadera interpretación del nombre Isaac, si significa risa, como dicen algunos, o algo diferente, alguien con la mentalidad de Eunomio respondería con seguridad que el nombre le fue dado de niño por su madre: pero esa, podría decirse, no era la pregunta, es decir, quién le dio el nombre, sino qué significa cuando se traduce a nuestro idioma. Y siendo este el punto de la investigación, si los diversos apelativos de nuestro Señor fueron el resultado de la concepción, en lugar de ser indicativos de su esencia, quien así intenta demostrar que no se derivan así porque son usados por nuestro Señor mismo, ¿cómo puede contarse entre los hombres de sentido común, luchando como lo hace contra la verdad y pertrechándose con tales alianzas para la guerra que sirven para demostrar la superioridad de su enemigo?
LVII
Yendo más allá, como si ya hubiera alcanzado su objetivo, plantea Eunomio contra nosotros otras acusaciones, más difíciles, según piensa él, de tratar que las anteriores, y con muchos gemidos preliminares e intentos de prejuiciar a sus oyentes contra nosotros y de abrirles el apetito por su discurso, acusándonos además de intentar establecer doctrinas que saben a blasfemia, y de atribuir a nuestra propia concepción nombres asignados por Dios (aunque en ninguna parte menciona a qué asignación se refiere, ni cuándo y dónde tuvo lugar), y además, de confundir todo e identificar la esencia del Unigénito con su operación, sin discutir el asunto ni mostrar cómo probamos la identidad de la esencia y la operación, termina Eunomio con la misma lista de acusaciones, como sigue: "Yendo más allá de esto, él (Basilio) difama incluso al Altísimo con las más viles blasfemias, utilizando al mismo tiempo un lenguaje roto e ilustraciones fuera de lugar". Antes de indagar esta calumnia, me gustaría que me dijeran en qué está roto nuestro lenguaje y de qué está desviado; no es que quiera saberlo, excepto para mostrar la confusión y oscuridad de su discurso, que repetía en los oídos de las viejas entre nuestros hombres, enorgulleciéndose de sus bonitas frases, que pronunciaba para los admiradores de tales cosas, ignorante, como parecería, de que a juicio de los hombres educados este discurso suyo serviría solo como un monumento conmemorativo de su propia infamia.
LVIII
Todo esto está fuera de nuestro propósito, y ojalá nuestras acusaciones contra él se limitaran a esto, y que se pudiera pensar que solo erró en su forma de hablar, y no en cuestiones de fe; ya que le habría importado comparativamente poco ser alabado o censurado por expresarse de una forma u otra. Pero sea como fuere, la continuación de sus acusaciones contra nosotros contiene esto además: Considerando el caso del grano, dice Eunomio, y de nuestro Señor, después de ejercitar sus concepciones de diversas maneras sobre ellos, declara que incluso "de la misma manera la santísima esencia de Dios admite la misma variedad de concepciones". Esta es la más grave de sus acusaciones, y es al proseguir con esto que recita sus duras invectivas, acusando lo que hemos dicho de blasfemia y absurdo. ¿Cuál es, entonces, la prueba de nuestra blasfemia? Ha mencionado, dice Eunomio, "ciertos hechos bien conocidos sobre el grano, como percibir cómo crece y cómo, cuando está maduro, proporciona alimento, creciendo, multiplicándose y siendo distribuido por ciertas fuerzas de la naturaleza" y tras mencionarlos, añade que "es razonable suponer que el Hijo unigénito también admite diferentes modos de ser concebido, en razón de ciertas diferencias de operación, ciertas analogías, proporciones y relaciones". De hecho, usa estos términos con respecto a Cristo hasta la saciedad. ¿Y no es absurdo, o más bien blasfemo, comparar lo ingenerado con objetos como estos? ¿Qué objetos? ¡Pues, el grano y Dios unigénito! Ya ven su astucia. Quiere demostrar que el insignificante grano y Dios unigénito están igualmente alejados de la dignidad de lo ingenerado. Y para demostrar que no estamos tratando sus palabras injustamente, podemos aprender su significado de las mismas palabras que ha escrito. De hecho, pregunta Eunomio: "¿No es absurdo, o más bien blasfemo, comparar a los no generados con estos?". Al hablar así, cita Eunomio el caso del grano y de nuestro Señor como iguales en dignidad, considerando igualmente absurdo comparar a Dios con cualquiera de ellos. Ahora bien, todos sabemos que las cosas igualmente distantes de un objeto dado poseen igualdad entre sí, de modo que, según nuestro sabio teólogo, el Creador de los mundos, quien tiene toda la naturaleza en sus manos, se muestra a la par con la semilla más insignificante, ya que él y el grano, en el mismo grado, están a la altura de Dios. ¡A tal extremo de blasfemia ha llegado Eunomio!
LIX
Es hora de examinar el argumento que lleva a esta profanación, y ver cómo, en sí mismo, se conecta lógicamente Eunomio con todo su discurso. Pues tras afirmar Eunomio que es absurdo comparar a Dios con el grano y con Cristo, afirma que Dios no está sujeto a cambios como ellos; pero respecto al Unigénito, silenciando la cuestión de si él también está sujeto a cambios, y sugiriendo así claramente que es de menor dignidad, pues no podemos compararlo, como tampoco podemos comparar el grano, con Dios, interrumpe su discurso sin utilizar argumento alguno para demostrar que el Hijo de Dios no puede compararse con el Padre, como si nuestro conocimiento del grano fuera suficiente para establecer la inferioridad del Hijo en comparación con el Padre. Pero habla de la indestructibilidad del Padre, como si en realidad no se uniera al Hijo. Pero si la vida verdadera es una realidad que se opera a sí misma, y si vivir eternamente significa lo mismo que no disolverse jamás en la destrucción, por mi parte, aún no estoy de acuerdo con su argumento, sino que me reservo para una ocasión más apropiada. Sin embargo, que solo existe una única noción de indestructibilidad, considerada con referencia tanto al Padre como al Hijo, y que la indestructibilidad del Padre no difiere en ningún aspecto de la del Hijo, no observándose ninguna diferencia en cuanto a la indestructibilidad ni en la remisión y la intención, ni en ninguna otra fase del proceso de destrucción, esto, digo, es oportuno afirmarlo ahora y en todo momento, para descartar la doctrina de que, con respecto a la indestructibilidad, el Hijo no tiene comunión con el Padre. Pues así como esta indestructibilidad se entiende con respecto al Padre, tampoco debe discutirse con respecto al Hijo. Pues ser incapaz de disolución significa casi, o más bien, exactamente lo mismo respecto a cualquier sujeto al que se le atribuya. ¿Qué, entonces, le induce a afirmar que solo a la deidad ingenerada le corresponde esta indestructibilidad que no se le atribuye por razón de ninguna energía, como si con ello mostrara una diferencia entre el Padre y el Hijo? Pues si supone que su propio Dios creado es destructible, demuestra bien la divergencia esencial de las naturalezas mediante la diferencia entre lo destructible y lo indestructible. Pero si ninguno está sujeto a la destrucción (y no se encuentran grados en la indestructibilidad pura), ¿cómo demuestra que el Padre no puede compararse con el Hijo unigénito, o qué significa decir que la indestructibilidad no se observa en el Padre por razón de ninguna energía? Pero revela su propósito a continuación. No es por sus operaciones o energías, dice, que él es ingenerado e indestructible, sino porque es Padre y Creador. Y aquí debo pedir a mis oyentes que me presten la mayor atención. ¿Cómo puede pensar que el poder creador de Dios y su paternidad tienen el mismo significado? Pues define a cada uno por igual como una energía, afirmando clara y expresamente que Dios no es indestructible por razón de su energía, aunque se le llama Padre y Creador por razón de las energías. Si, entonces, es lo mismo llamarlo Padre y Creador del mundo, porque ambos nombres se deben a una energía como causa, los resultados de sus energías deben ser homogéneos, puesto que ambas existen a través de una energía. Pero a qué blasfemia conduce esto lógicamente es evidente para quien pueda extraer una conclusión. Por mi parte, quisiera añadir mis propias deducciones a mi disquisición. Es imposible que una energía u operación que produce un resultado subsista por sí misma sin que exista algo que la ponga en movimiento; como decimos que un herrero opera o trabaja, pero que el material sobre el que ejerce su arte es operado o forjado. Por lo tanto, estas facultades, la de operar y la de ser operado, deben necesariamente estar en cierta relación entre sí, de modo que si se elimina una, la restante no puede subsistir por sí misma. Pues donde no hay nada operado, no puede haber nada operando. ¿Qué prueba esto, entonces? Si la energía que produce algo no subsiste por sí misma, no habiendo nada sobre lo que pueda operar, y si el Padre (como afirma Eunomio) no es más que una energía, el Hijo unigénito se muestra así susceptible de ser actuado (es decir, moldeado según la energía motriz que le da su subsistencia). Pues así como decimos que el Creador del mundo, al disponer de un material susceptible de ser actuado, dotó a su ser creativo de un campo de ejercicio: en el caso de las cosas sensibles, dotando hábilmente al sujeto de diversas y multiformes cualidades para su producción, pero en el caso de las esencias intelectuales, moldeándolo de otra manera, no por cualidades, sino por impulsos de elección, así también, si alguien define la paternidad de Dios como una energía, no puede indicar la subsistencia del Hijo de otra manera que comparándola con un material actuado y forjado hasta su consumación. Pues si no pudiera ser operado, necesariamente opondría resistencia al operador: al verse así obstaculizada su energía, no se produciría ningún resultado. O bien, entonces, deben hacer que la esencia del Unigénito sea objeto de acción, para que la energía tenga algo sobre lo que actuar, o si se abstienen de esta conclusión, debido a su manifiesta impiedad, se ven obligados a concluir que no tiene existencia alguna. Pues lo que es naturalmente incapaz de ser actuado, no puede admitir la energía creativa. Quien, entonces, define al Hijo como el efecto de una energía, lo define como una de esas cosas que son susceptibles de ser actuadas y que son producidas por una energía. O si niega tal susceptibilidad, debe al mismo tiempo negar su existencia. Pero como la impiedad está implicada en cualquiera de las alternativas del dilema, la de afirmar su inexistencia y la de considerarlo capaz de ser actuado, la verdad se manifiesta, saliendo a la luz mediante la eliminación de estos absurdos. Porque si él verdaderamente existe, y no está sujeto a que se actúe sobre él, es claro que no es el resultado de una energía, sino que se ha demostrado que es el verdadero Dios del verdadero Dios Padre, sin estar sujeto a que se actúe sobre él, irradiando desde él y brillando desde la eternidad.
LX
En su misma esencia, dice Eunomio, Dios es indestructible. Pues bien, ¿qué otro atributo concebible de Dios no se atribuye a la misma esencia del Hijo, como la justicia, la bondad, la eternidad, la incapacidad para el mal, la perfección infinita en toda bondad concebible? ¿Hay alguien que se atreva a decir que alguna de las virtudes de la naturaleza divina es adquirida, o a negar que todo lo bueno surge de ella y se ve en ella? Pues todo lo que es bueno proviene de él, y todo lo que es amable proviene de él. Pero añade a esto que él también es ingenuo en su misma esencia. Pues bien, si con esto quiere decir que la esencia del Padre es ingenua, estoy de acuerdo con lo que dice y no me opongo a su doctrina, pues ninguno de los ortodoxos sostiene que el Padre del Unigénito sea él mismo engendrado. Pero si, mientras la forma de su expresión indica solamente esto, mantiene que la ingeneración misma es la esencia, digo que no debemos dejar tal posición sin examinar, sino exponer su intento de ganar el asentimiento de los incautos a su blasfemia.
LXI
Que la idea de ingenuidad y la creencia en la esencia divina son cosas muy diferentes, se desprende de lo que él mismo ha expuesto. Dios, dice, es indestructible e ingenuo por su propia esencia, al ser puro y sin mezcla, sin diversidad ni diferencia. Esto lo dice de Dios, cuya esencia declara ser indestructibilidad e ingenuidad. Hay tres nombres, entonces, que aplica a Dios: indestructibilidad e ingenuidad. Si la idea de estas tres palabras con respecto a Dios es una, se sigue que la divinidad y estas tres son idénticas. Es como si alguien, queriendo describir a un hombre, dijera que es una criatura racional, risible y de uñas anchas; con lo cual, al no existir variación esencial entre estos términos en los individuos, decimos que los términos son equivalentes entre sí, y que las tres cosas vistas en el sujeto son una sola cosa, a saber, la humanidad descrita por estos nombres. Si, entonces, divinidad significa esto: ingenuidad, indestructibilidad, ser, al suprimir uno de estos, necesariamente suprime la divinidad. Pues, así como diríamos que una criatura que no fuera racional ni risible tampoco sería hombre, así también en el caso de estos tres términos (ingenuidad, indestructibilidad, ser), si la divinidad se describe con estos, si uno de los tres falta, su ausencia destruye la definición de divinidad. Que nos diga, entonces, en respuesta, qué opinión tiene del Dios unigénito. ¿Lo considera engendrado o ingenuo? Por supuesto, debe decir engendrado, a menos que se contradiga. Si, entonces, ser e indestructibilidad son equivalentes a ingenuidad, y por todos ellos se denota la divinidad, a quien le falta la ingenuidad, a él necesariamente le faltan también el ser y la indestructibilidad, y en ese caso la divinidad también debe ser necesariamente suprimida. Y así, su lógica blasfema lo lleva a una doble conclusión. Pues si ser, indestructibilidad e ingenuidad se aplican a Dios en el mismo sentido, nuestro nuevo Dios creador está claramente convencido de considerar al Hijo creado por él como destructible, al no considerarlo ingenuo, y no sólo así, sino completamente sin ser, por su incapacidad de verlo en la deidad, como alguien en quien no se encuentran la ingenuidad ni la indestructibilidad, pues considera que la ingenuidad y la indestructibilidad son idénticas al ser. Pero ya que en esto hay una perdición manifiesta, que alguien aconseje a estos infelices que recurran al único camino que les queda, y en lugar de oponerse abiertamente a la verdad, para admitir que cada uno de estos términos tiene su propio significado, como se aprecia aún mejor a partir de sus contrarios. Pues encontramos lo ingenerado en contraposición a lo generado, y entendemos lo indestructible por su oposición a lo destructible, y el ser por contraste con lo que no tiene subsistencia. Pues así como lo no generado se llama ingenerado, y lo indestructible se llama indestructible, así también lo no existente lo llamamos ser, y a la inversa, como no llamamos ingenerado a lo generado, ni indestructible a lo destructible, así también lo inexistente no lo llamamos ser. El ser, entonces, es discernible en el ser de este o aquel, la bondad o la indestructibilidad en el ser de este o aquel tipo, la generosidad o la ingenuidad en la manera del ser. Y así, las ideas de ser, manera y cualidad son distintas entre sí.
LXII
Creo que será bueno pasar por alto las nauseabundas observaciones (pues así debemos llamar a sus ataques insensatos al método de concepción) de Eunomio, y detenernos con más placer en el tema de nuestra reflexión. Pues todo el veneno que nuestro disputador ha vertido con la intención de refutar las especulaciones de nuestro Maestro respecto a la concepción, no es de tal índole que resulte peligroso para quienes se interpongan en su camino, por estúpidos que sean y por propensos a ser engañados. Pues ¿quién es tan falto de entendimiento como para pensar que hay algo en lo que dice Eunomio, o para ver algún ingenio en sus artificios contra la verdad cuando toma la referencia de nuestro Maestro al grano (que simplemente pretendía ilustrar, proporcionando así a sus oyentes una especie de método e introducción al estudio de instancias superiores), y la aplica literalmente al Señor de todo? Pensar en su afirmación de que la causa más apropiada para que Dios engendrara al Hijo fue su autoridad y poder soberanos, lo cual puede decirse no solo con respecto al universo y sus elementos, sino también con respecto a las bestias y los reptiles; y en la enseñanza de nuestro reverendo teólogo de que lo mismo conviene a nuestra concepción del Dios unigénito; o de nuevo, en su afirmación de que Dios fue llamado ingenuo, o Padre, o cualquier otro nombre, incluso antes de que existieran criaturas que lo llamaran así, como temiendo que, al no ser pronunciado su nombre entre las criaturas aún no nacidas, se ignorara u olvidara de sí mismo, por ignorancia de su propia naturaleza debido a que su nombre no se pronunciaba. Pensar, de nuevo, en la insolencia de su ataque a nuestra enseñanza; ¡Qué acritud, qué sutileza muestra al intentar demostrar lo absurdo de lo que dijo el gran Basilio, a saber: que Aquel que era en cierto modo el Padre antes de todos los mundos y el tiempo, y de toda naturaleza sensible e intelectual, debe esperar de algún modo a la creación del hombre para ser nombrado mediante la concepción humana, sin haber sido nombrado así ni por el Hijo ni por ninguno de los seres inteligentes de su creación! ¿Por qué nadie, imagino, puede ser tan ingenuo como para ignorar que Dios Unigénito, que está en el Padre y ve al Padre en sí mismo, no necesita nombre ni título para darse a conocer, ni el misterio del Espíritu Santo, que "sondea las profundidades de Dios" (1Cor 2,10), ha sido traído a nuestro conocimiento? Mediante una denominación nominal, ni la naturaleza incorpórea de los poderes supramundanos puede nombrar a Dios con la voz y la lengua. Pues, en el caso de la naturaleza intelectual inmaterial, la energía mental es el habla, que no necesita instrumentos materiales de comunicación. Pues incluso en el caso de los seres humanos, no necesitaríamos usar palabras ni nombres si pudiéramos comunicarnos mutuamente nuestros sentimientos e impulsos mentales puros. Tal como están las cosas, y dado que los pensamientos que surgen en nosotros son incapaces de ser revelados de esa manera (debido a que nuestra naturaleza está limitada por su entorno carnal), estamos obligados a expresarnos mutuamente lo que ocurre en nuestras mentes, dando a las cosas sus respectivos nombres, como signos de su significado.
LXIII
Si fuera posible revelar los movimientos del pensamiento, abandonando la instrumentalidad formal de las palabras, conversaríamos entre nosotros con mayor lucidez y claridad, revelando, por la mera acción del pensamiento, la naturaleza esencial de las cosas que consideramos. Pero ahora, debido a nuestra incapacidad para hacerlo, hemos dado a las cosas sus nombres especiales, llamando a una cielo, a otra tierra, y así sucesivamente, y como cada una se relaciona con otra, actúa o sufre, las hemos marcado con nombres distintivos, para que nuestros pensamientos con respecto a ellas no permanezcan incomunicados ni desconocidos. Pero la naturaleza supramundana e inmaterial, al ser libre e independiente de la envoltura corporal, no requiere palabras ni nombres ni para sí misma ni para lo que está por encima de ella, sino que cualquier expresión de dicha naturaleza intelectual registrada en la Sagrada Escritura se da para el bien de los oyentes, quienes no podrían comprender lo que se expone si no se les comunicara mediante la voz y la palabra. Y si David en el espíritu habla de algo dicho por el Señor al Señor, es David mismo quien habla, no pudiendo de otra manera darnos a conocer la enseñanza de lo que se quiere decir, excepto interpretando con voz y palabra su propio conocimiento de los misterios que le fueron dados por inspiración divina.
LXIV
Creo que es mejor pasar por alto todo el argumento de Eunomio en contra de la doctrina de la concepción, aunque acusa de locura a quienes creen que el nombre de Dios, tal como lo usa la humanidad para indicar al Ser Supremo, es el resultado de esta concepción. Pues lo que piensa cuando se considera obligado a vilipendiar esa doctrina, todo el que quiera puede aprenderlo de sus propias palabras. Nuestra opinión sobre el uso de las palabras ya la hemos expuesto, a saber, que, siendo las cosas como son en cuanto a su naturaleza, la facultad racional implantada en nuestra naturaleza por Dios inventó palabras que indican esas cosas reales. Y si alguien atribuyera su origen al Dador de la facultad, no lo contradeceríamos, pues también sostenemos que el movimiento, la vista y el resto de las operaciones realizadas por los sentidos son efectuadas por Aquel que nos dotó de tales facultades. Así pues, la causa de que nombremos a Dios, quien es por naturaleza lo que es, es atribuible por consentimiento común a sí mismo, pero la libertad de nombrar de una u otra forma todas las cosas que concebimos reside en esa cosa de nuestra naturaleza que, ya sea que un hombre quiera llamarla concepción o de otra manera, nos resulta completamente indiferente. Y hay esta única prueba segura a nuestro favor: que el Ser divino no es nombrado de la misma manera por todos, sino que cada uno interpreta su idea como mejor le parece. Dejando, pues, de lado sus tonterías sobre la concepción, mantengámonos en nuestros principios y simplemente anotemos de paso algunas de las observaciones que se producen en medio de sus discursos vacíos, donde pretende que Dios, sentándose junto a nuestros primeros padres, como un pedagogo o gramático, les dio una lección de palabras y nombres (en donde dice que quienes fueron formados primero por Dios, o quienes nacieron de ellos en sucesión continua, a menos que se les hubiera enseñado cómo se debe llamar y nombrar cada cosa, habrían vivido juntos en silencio y mudez, y habrían sido incapaces de desempeñar ninguna de las funciones útiles de la vida, siendo el significado de cada una incierto por falta de intérpretes: verbos, en verdad, y sustantivos). Tal es la obsesión de este escritor llamado Eunomio, que cree que la facultad implantada en nuestra naturaleza por Dios es insuficiente para cualquier método de razonamiento, y que a menos que se enseñe cada cosa individualmente, como a quienes se les enseña hebreo o latín palabra por palabra, uno debe ser ignorante de la naturaleza de las cosas, sin discernimiento del fuego, el agua, el aire ni nada más, a menos que se haya adquirido el conocimiento de ellos por los nombres que llevan. Pero sostenemos que Aquel que creó todas las cosas en su sabiduría y moldeó a esta criatura viviente y racional, por el simple hecho de implantar la razón en su naturaleza, la dotó de todas sus facultades racionales. Y como poseemos naturalmente nuestras facultades de percepción por el don de Aquel que formó el ojo y plantó el oído, podemos emplearlas por nosotros mismos para sus objetos naturales, y no necesitamos que nadie nombre los colores, por ejemplo, de los que el ojo se percata, pues el ojo es competente para informarse en tales asuntos; ni necesitamos que nadie nos familiarice con las cosas que percibimos por el oído, el gusto o el tacto, ya que poseemos en nosotros mismos los medios para discernir todo lo que nuestra percepción nos informa. Así pues, sostenemos que la facultad intelectual, creada originalmente por Dios, actúa de ahí en adelante por sí misma al observar las realidades, y para que no haya confusión en su conocimiento, fija una nota verbal a cada cosa como un sello que indica su significado. El propio Moisés confirma esta doctrina cuando afirma que Adán asignó nombres a la creación animal, registrando el hecho con estas palabras: "De la tierra formó Dios todos los animales del campo y todas las aves del cielo, y los trajo a Adán para que viera cómo los llamaría; y el nombre que Adán le puso a cada criatura viviente, ese fue su nombre. Y Adán puso nombre a todo el ganado y a todas las bestias del campo" (Gn 2,19-20).
LXV
Como una arcilla viscosa y pegajosa, el disparate que ha urdido Eunomio, contraviniendo nuestra enseñanza de la concepción, parece frenarnos e impedirnos dedicarnos a asuntos más importantes. Pues, ¿cómo se puede pasar por alto su solemne y profunda filosofía, como cuando afirma que la grandeza de Dios se ve no sólo en las obras de sus manos, sino que su sabiduría se manifiesta también en sus nombres, adaptados como están con tan peculiar adecuación a la naturaleza de cada obra de su creación? Habiéndose encontrado quizás con el Crátilo de Platón, o escuchando a alguien que lo había conocido, debido, supongo, a su propia pobreza de ideas, unió ese disparate a trozos al suyo, actuando como quienes se ganan el pan mendigando. Pues así como ellos, recibiendo alguna nimiedad de quien se la da, recogen su pan de muchas y diversas fuentes, así el discurso de Eunomio, debido a su escasa reserva del verdadero pan, recoge asiduamente fragmentos de frases y nociones de todas partes. Y así, impresionado por la belleza del estilo platónico, no le parece inapropiado convertir la teoría de Platón en una doctrina de la Iglesia. Pues, ¿con cuántas denominaciones, por ejemplo, se denomina al firmamento creado según las variedades del lenguaje? Pues nosotros lo llamamos cielo, los hebreos samaim, los romanos coelum, otros nombres le dan los sirios, los medos, los capadocios, los africanos, los escitas, los tracios y los egipcios: tampoco sería fácil enumerar la multiplicidad de nombres que las diferentes naciones que los emplean aplican al cielo y a otros objetos. ¿Cuál de estas, entonces, dime, es la palabra apropiada en la que se manifiesta la gran sabiduría de Dios? Si prefieres el griego al resto, el egipcio quizá te confrontará con la suya. Y si le das el primer lugar al hebreo, ahí está el sirio para reclamar precedencia para su propia palabra, ni el romano cederá la supremacía, ni el medo se dejará superar; mientras que de las demás naciones cada una reclamará el premio. ¿Cuál será, entonces, el destino de su dogma cuando sea destrozado por quienes reclaman tantos idiomas diferentes? Pero por estos, dice él, como por leyes promulgadas públicamente, se demuestra que Dios creó nombres exactamente adecuados a la naturaleza de las cosas que representan. ¡Qué gran doctrina! ¡Qué grandes visiones concede nuestro teólogo a las enseñanzas divinas, como las que los hombres no escatiman ni siquiera a los asistentes de baño! Pues les permitimos dar nombres a las operaciones que realizan, y sin embargo, nadie les otorga honores divinos por la invención de nombres como pediluvios, depilatorios, toallas y similares, palabras que designan apropiadamente los artículos en cuestión.
LXVI
Pasaré por alto tanto esto como la interpretación que hace Eunomio del sistema de la naturaleza de Epicuro, que según él, es equivalente a nuestra concepción, sosteniendo que la doctrina de los átomos y el espacio vacío, y la generación fortuita de las cosas, es afín a lo que entendemos por concepción. ¡Qué comprensión la de Epicuro! Si atribuimos palabras expresivas de cosas a la facultad lógica de nuestra naturaleza, nos condenamos a sostener la doctrina epicúrea de los cuerpos indivisibles, las combinaciones de átomos, la colisión y el rebote de partículas. No hablo de Aristóteles, a quien toma como su propio patrón y aliado de su sistema, cuya opinión, dice, en sus comentarios posteriores, coincide con nuestras opiniones sobre la concepción. Pues dice que ese filósofo enseñó que la Providencia no se extiende a toda la naturaleza ni penetra en la región de las cosas terrestres, y esto, sostiene Eunomio, corresponde a nuestros descubrimientos en el campo de la concepción. ¡Tal es su idea de determinar una doctrina con precisión! Pero continúa diciendo que debemos negar la creación de las cosas a Dios o, si la concedemos, no debemos privarlo de la imposición de nombres. Y sin embargo, incluso con respecto a la creación animal, como ya hemos dicho, las Sagradas Escrituras nos enseñan precisamente lo contrario de ambas alternativas: que ni Adán creó a los animales, ni Dios les dio nombre, sino que la creación fue obra de Dios, y el nombramiento de las cosas creadas fue obra del hombre, como Moisés registró. Luego, en su propio discurso, nos dedica un elogio del lenguaje en general (como si alguien quisiera menospreciarlo), y tras su eminente y grandilocuente conglomerado de palabras, afirma que, por una ley y regla de su providencia, Dios ha combinado la transmisión de palabras con nuestro conocimiento y uso de las cosas necesarias para nuestro servicio; y tras proferir semejantes disparates en la profundidad de su sueño, pasa a su argumento irresistible e incontestable. No lo diré con tantas palabras, sino que simplemente daré una idea general. No debemos, dice, atribuir la invención de las palabras a los poetas, quienes están muy equivocados en sus nociones de Dios. ¡Qué generosa concesión le hace a Dios al dotarlo de las invenciones de la facultad poética, para que así Dios parezca a los hombres más sublime y augusto, cuando los discípulos de Eunomio creen que expresiones como las que usó Homero para de lado, sonó, aparte, mezclar o "aferrarse a su mano". Los términos silbaron, golpearon, traquetearon, chocaron, resonaron, vibraron, gritaron, reflexionaron y muchos otros, no son usados por los poetas por una licencia arbitraria, sino que los introducen en sus poemas por una misteriosa iniciación divina. Dejemos esto también de lado, y con ese astuto e irresistible intento, de que no está en nuestro poder citar ejemplos bíblicos de hombres santos que han inventado nuevos términos. Ahora bien, si la naturaleza humana hubiera sido imperfecta hasta la aparición de tales hombres, y aún no completada por el don de la razón, habría sido bueno que buscaran que se supliera la deficiencia. Pero si desde el principio la naturaleza del hombre existió autosuficiente y completa para todos los propósitos de la razón y el pensamiento, ¿por qué alguien, para establecer esta doctrina de la concepción, debería complacerlos hasta el punto de buscar ejemplos donde hombres santos iniciaron sonidos o nombres? O bien, si no podemos aportar ningún ejemplo, ¿por qué debería alguien considerar como prueba suficiente que tales y tales sílabas y palabras fueron designadas por Dios mismo?
LXVII
Dice Eunomio que, dado que Dios se digna a comunicarse con sus siervos, podemos suponer que desde el principio promulgó palabras apropiadas a las circunstancias. ¿Cuál es, entonces, nuestra respuesta? Explicamos la disposición de Dios a admitir a los hombres a la comunión con él por su amor hacia la humanidad. Pero como lo finito por naturaleza no puede sobrepasar sus límites prescritos ni aferrarse a la naturaleza superior del Altísimo, por esta razón él, rebajando su poder, tan lleno de amor por la humanidad, al nivel de la debilidad humana, en la medida en que nos fue posible recibirlo, nos concedió este útil don de gracia. Porque así como por divina dispensación el sol, templando la intensidad de sus rayos con el aire intermedio, vierte luz y calor sobre los que reciben sus rayos, siendo él mismo inaccesible por causa de la debilidad de nuestra naturaleza, así también el poder divino, según la forma de la ilustración que he usado, aunque exaltado muy por encima de nuestra naturaleza e inaccesible a todo acercamiento, como una tierna madre que se une a las expresiones inarticuladas de su bebé, da a nuestra naturaleza humana lo que es capaz de recibir; y así en las diversas manifestaciones de Dios al hombre él se adapta al hombre y habla en lenguaje humano, y asume ira, y compasión, y emociones similares, para que a través de sentimientos correspondientes a los nuestros, nuestra vida infantil pueda ser guiada como por la mano, y apoderarse de la naturaleza divina por medio de las palabras que su previsión le ha dado. Pues es irreverente imaginar que Dios está sujeto a cualquier pasión, como la que vemos con respecto al placer, la compasión o la ira; nadie que haya reflexionado siquiera sobre la verdad de las cosas negará. Y sin embargo, se dice que el Señor se complace en sus siervos, se enoja con los que se apartan de su camino y, además, tiene misericordia de quien él quiere tenerla y muestra compasión. La palabra nos enseña en cada una de estas expresiones que la providencia de Dios ayuda a nuestra debilidad usando nuestro propio lenguaje, para que quienes se inclinan al pecado se abstengan de cometerlo por temor al castigo, y para que quienes son alcanzados por él no desesperen de volver por el camino del arrepentimiento al ver la misericordia de Dios, mientras que quienes caminan con rectitud y rigor pueden adornar aún más su vida con la virtud, sabiendo que con su propia vida se regocijan en Aquel cuyos ojos están sobre los justos. Pero así como no podemos llamar sordo a un hombre que conversa con otro sordo mediante señas (su única forma de oír), tampoco debemos suponer que Dios habla porque la emplee como forma de complacencia al dirigirse a los hombres. Pues nosotros mismos estamos acostumbrados a dirigir a las bestias brutas mediante cloqueos, silbidos y similares, y sin embargo, esto, mediante el cual llegamos a sus oídos, no es nuestro lenguaje, sino que usamos nuestro habla natural al hablar entre nosotros, mientras que, con respecto al ganado, algún ruido o sonido adecuado acompañado de gestos es suficiente para cualquier propósito de comunicación.
LXVIII
Nuestro piadoso oponente Eunomio no permitirá que Dios use nuestro lenguaje, debido a nuestra propensión al mal, cerrando los ojos (¡buen hombre!) ante el hecho de que por nosotros no se negó a ser pecado y maldición. Tal es la superabundancia de su amor por el hombre, que voluntariamente vino a probar no solo nuestro bien, sino también nuestro mal. Y si participó de nuestro mal, ¿por qué habría de negarse a participar en la palabra, el más noble de nuestros dones? Pero apoya a David, y declara que él dijo que Dios impuso nombres a las cosas, porque así está escrito: "Él cuenta el número de las estrellas; las llama a todas por sus nombres". Pero creo que debe ser obvio para cualquier persona sensata que lo que se dice así de las estrellas no tiene nada que ver con el tema. Sin embargo, dado que no es improbable que algunos, incautamente, aprueben su afirmación, analizaré brevemente el punto. La Sagrada Escritura suele atribuir a Dios expresiones que parecen bastante concordantes con las nuestras, como por ejemplo: "El Señor se enojó y se arrepintió de sus pecados", y: "Se arrepintió de haber ungido a Saúl como rey" (1Sm 15,35), y: "El Señor despertó como quien despierta de un sueño". Además, menciona que se sentó, se puso de pie, se movió y cosas similares, que no están relacionadas con Dios, pero que no dejan de ser útiles para quienes reciben instrucción. Pues, en el caso de los demasiado desenfrenados, una muestra de ira los refrena por el miedo. Y a quienes necesitan la medicina del arrepentimiento, dice que el Señor se arrepiente con ellos del mal, y a quienes se vuelven insolentes por la prosperidad, les advierte, mediante el arrepentimiento de Dios con respecto a Saúl, que su buena fortuna no es una posesión segura, aunque parezca provenir de Dios. A quienes no están sumidos en su caída pecaminosa, sino que se han levantado de una vida de vanidad como de un sueño, se les dice que Dios se levanta del sueño. A quienes se mantienen firmes en la justicia, él se mantiene. A quienes se asientan en la justicia, él se sienta. Y además, en el caso de quienes se han apartado de su firmeza en la justicia, él se mueve o camina; como en el caso de Adán, la historia sagrada registra que Dios "anduvo en el jardín al fresco del día" (Gn 3,8), significando con ello la caída del primer hombre en las tinieblas, y por el movimiento, su debilidad e inestabilidad con respecto a la justicia.
LXIX
La mayoría de la gente, quizás, pensará que esto está demasiado alejado del alcance de nuestra presente investigación. Sin embargo, nadie lo considerará ajeno a nuestro tema: el hecho de que muchos piensen que lo que es incomprensible para ellos mismos es igualmente incomprensible para Dios, y que todo lo que escapa a su propio conocimiento también está fuera del poder de él. Ahora bien, puesto que hacemos del número la medida de la cantidad, y el número no es otra cosa que una combinación de unidades que crecen hasta convertirse en multitud de una manera compleja (pues la década es una unidad que llega a ese valor por la composición de unidades, y de nuevo la centena es una unidad compuesta de décadas, y de igual manera el millar es otra unidad, y así en la debida proporción la miríada es otra por una multiplicación, la una se completa a su valor por millar, la otra por centenas, asignando todo lo cual a su clase subyacente hacemos signos de la cantidad de las cosas numeradas), en consecuencia, para que podamos ser enseñados por la Sagrada Escritura que nada es desconocido para Dios, nos dice que la multitud de las estrellas está numerada por él, no que su numeración se realiza como he descrito, (pues ¿quién es tan simple como para pensar que Dios toma el conocimiento de las cosas por pares e impares, y que uniendo las unidades forma el total de la cantidad colectiva?) sino, puesto que en nuestro propio caso el conocimiento exacto de la cantidad se obtiene por el número, para, digo, que podamos ser enseñados con respecto a Dios que todas las cosas son comprendido por el conocimiento de su sabiduría, y que nada escapa a su minucioso conocimiento, por ello representa a Dios contando las estrellas, aconsejándonos con estas palabras que entendamos esto: que no debemos imaginar que Dios toma nota de las cosas según la medida del conocimiento humano, sino que todas las cosas, por incomprensibles y superiores a la comprensión humana, son abarcadas por el conocimiento de la sabiduría de Dios. Pues así como las estrellas, debido a su multitud, escapan a la numeración, en lo que respecta a nuestra concepción humana, la Sagrada Escritura, enseñando el todo a partir de la parte, al decir que son numeradas por Dios, atestigua que ninguna de las cosas desconocidas para nosotros escapa al conocimiento de Dios. De ahí que se diga "¿quién cuenta la multitud de las estrellas?", sin querer decir, por supuesto, que desconocía su número de antemano; pues ¿cómo iba a ignorarlo ?De lo que él mismo creó, ya que el Gobernante del universo no podía ignorar lo que abarca su poder, que abarca los mundos. ¿Por qué, entonces, habría de numerar lo que conoce? Pues medir la cantidad por números es propio de quienes buscan información. Pero Aquel que conocía todas las cosas antes de su creación no necesita numerar como su informante. Pero cuando David dice que él numera las estrellas, es evidente que la Escritura se basa en ese lenguaje, de acuerdo con nuestro entendimiento, para enseñarnos simbólicamente que Dios conoce con precisión lo que desconocemos. Así como se dice que él numera, aunque no necesita un proceso aritmético para llegar al conocimiento de las cosas creadas, también el profeta nos dice que él las llama a todas por sus nombres, sin querer decir, supongo, que lo haga mediante una expresión oral. Pues, en verdad, tal lenguaje resultaría en una concepción extrañamente indigna de Dios, si significara que Dios aplicara estos nombres, de uso común entre nosotros, a las estrellas. Pues, si alguien admite que Dios los aplicó así, se deduce que él también aplicó los nombres de los dioses ídolos de Grecia a las estrellas, y debemos considerar ciertas todas las historias mitológicas que se cuentan sobre esos nombres estelares, como si Dios mismo hubiera sancionado su enunciación. Así, la distribución entre los ídolos griegos de los siete planetas que contiene el cielo eximirá de culpa a quienes se hayan equivocado con respecto a ellos, si se convence a los hombres de que tal disposición fue divina. Así, se creerán las fábulas de Orión y el Escorpión, y las leyendas sobre la nave Argo, el Cisne, el Águila, el Perro, y la historia mítica de la corona de Ariadna. Además, esto allanará el camino para suponer que Dios es el inventor de los nombres en el círculo zodiacal, ideados a partir de una supuesta semejanza con las constelaciones, si Eunomio tiene razón al suponer que David dijo que estos nombres les fueron dados por Dios.
LXX
Dado que es monstruoso considerar a Dios como el inventor de tales nombres, para que ni siquiera los nombres de estos dioses ídolos parezcan tener su origen en Dios, conviene no aceptar lo dicho sin indagar, sino comprender el significado en este caso también mediante la analogía de aquello que el número nos informa. Pues bien, dado que esto atestigua la exactitud de nuestro conocimiento, cuando llamamos a alguien conocido por su nombre, se nos enseña que Aquel que abarca el universo en su conocimiento no sólo comprende la totalidad de la cantidad agregada, sino que también tiene un conocimiento exacto de las unidades que lo componen. Por lo tanto, la Escritura dice no sólo que él indica el número de las estrellas, sino que las llama a todas por sus nombres, lo que significa que su conocimiento preciso se extiende hasta la más pequeña de ellas, y que conoce cada detalle respecto a ellas, tal como un hombre conoce a alguien conocido por su nombre. Y si alguien dice que los nombres dados por Dios a las estrellas son diferentes, desconocidos para el lenguaje humano, se aleja mucho de la verdad. Pues si existieran otros nombres para las estrellas, la Sagrada Escritura no habría mencionado los de uso común entre los griegos, como Isaías (que dice "que Dios creó las Pléyades, y Héspero, y Arturo, y las Cámaras del Sur") y Job (que menciona Orión y Aserot), de modo que, de esto, es evidente que la Sagrada Escritura emplea para nuestra instrucción palabras de uso común. Así, en Job oímos hablar del cuerno de Amaltea, y en Isaías de las sirenas. El primero nombra así muchas según la presunción de los griegos, y el segundo representa el placer de oír, con la figura de las sirenas. Así como en estos casos la palabra inspirada ha empleado nombres extraídos de fábulas mitológicas para beneficio de los oyentes, aquí se vale libremente de los apelativos que la imaginación humana da a las estrellas, enseñándonos que todo lo que se nombra entre los hombres tiene su origen en Dios. Por todo aludo a las cosas y no a sus nombres, pues la Escritura no dice "quién nombró", sino "quién creó la Pléyade, el Héspero y el Arturo". Creo, pues, que se ha demostrado suficientemente en lo que he dicho que David apoya nuestra opinión, al enseñarnos con esta afirmación que Dios no da a las estrellas sus nombres, sino que tiene un conocimiento exacto de ellas, al estilo de los hombres, quienes poseen el conocimiento más certero .de aquellos a quienes, mediante una larga familiaridad, pueden llamar por su nombre.
LXXI
Si exponemos la opinión de la mayoría de los comentaristas sobre estas palabras del salmista, la de Eunomio al respecto será aún más condenada a la insensatez. Pues quienes han escudriñado con más cuidado el sentido de la Escritura inspirada, declaran que no todas las obras de la creación son dignas del reconocimiento divino. Pues en los relatos evangélicos sobre la alimentación de las multitudes en el desierto, las mujeres y los niños no son considerados dignos de enumeración. Y en el relato del éxodo de los hijos de Israel, sólo se enumeran en la lista aquellos que estaban en edad de portar armas contra sus enemigos y realizar hazañas de valor. Pues no todos los nombres de las cosas son aptos para ser pronunciados por los labios divinos, sino que la enumeración es sólo para lo que es puro y celestial, que, por la excelsitud de su estado, permaneciendo puro de toda mezcla de oscuridad, se llama estrella, y el nombre es sólo para lo que, por la misma razón, es digno de ser registrado en las tablas divinas, como recuerda la Escritura ("no tomaré sus nombres en mis labios"). Pero los nombres que el Señor da a tales estrellas los podemos aprender claramente de la profecía de Isaías, que dice: "Te he llamado por tu nombre; eres mío" (Is 43,1). De modo que si un hombre se hace posesión de Dios, su acto se convierte en su nombre. Pero sea como le plazca al lector. Eunomio, sin embargo, añade a su afirmación anterior que los inicios de la creación dan testimonio de que Dios dio nombres a las cosas que creó; pero creo que sería superfluo repetir lo que ya he expuesto suficientemente como resultado de mis investigaciones; y él podría interpretar arbitrariamente la palabra Adán, que, según nos dice el apóstol, apunta proféticamente a Cristo. Porque nadie puede estar tan fascinado, cuando Pablo, por el poder del Espíritu, nos ha revelado los misterios ocultos, como para considerar a Eunomio un intérprete más confiable de las cosas divinas; un hombre que impugna abiertamente las palabras del testimonio inspirado y que, mediante su falsa interpretación de la palabra, se esforzaría por demostrar que Adán no nombró a los diversos animales. Haríamos bien, también, en pasar por alto sus expresiones insolentes, su vulgaridad insípida, su lengua sucia y repugnante, con su habitual fluidez, hablando de nuestro Maestro como sembrador de cizaña, de una engañosa exhibición de grano, de la plaga de Valentín y de su grano amontonado en la mente de nuestro Maestro; y silenciaremos el resto de su desagradable charla, como si cubriéramos cadáveres putrefactos en la tierra, para que el hedor no resulte perjudicial para muchos. Más bien, procedamos a lo que nos queda por decir. Pues una vez más, aduce un dicho de nuestro maestro Basilio a este respecto. Llamamos a Dios indestructible e ingenerado, aplicando estas palabras desde diferentes perspectivas. Pues cuando miramos a las eras pasadas, encontrando la vida de Dios que trasciende toda limitación, lo llamamos ingenerado. Pero cuando volvemos nuestros pensamientos a las eras venideras, a Aquel que es infinito, ilimitado y sin fin, lo llamamos indestructible. Así como aquello que no tiene fin de vida es indestructible, a aquello que no tiene principio lo llamamos ingenerado, representando así las cosas por la facultad de concebir.
LXXII
Pasaré por alto el abuso con el que Eunomio ha precedido su discusión sobre estos asuntos, como cuando usa términos como alteración de la semilla, maestro de la siembra, censura ilógica y cualquier otra difamación que se aventura con su lengua sucia. Pasemos más bien al punto que intenta establecer con su acusación calumniosa. Promete condenarnos por decir que Dios no es indestructible por naturaleza. Pero sólo consideramos como ajenos a su naturaleza aquellos elementos que pueden añadirse o sustraerse de ella. Pero, en el caso de elementos sin los cuales el sujeto es incapaz de ser concebido por la mente, ¿cómo puede alguien ser acusado de separar su naturaleza de sí misma? Si, entonces, la indestructibilidad que atribuimos a Dios fuera accidental, y no siempre le perteneciera, o pudiera dejar de pertenecerle, su ataque calumnioso estaría justificado. Pero si siempre es lo mismo, y nuestra afirmación es que Dios es siempre lo que es, y que no recibe nada por aumento o adición de propiedades, sino que permanece siempre en todo lo que se concibe y se llama bueno, ¿por qué se nos acusaría calumniosamente de no atribuirle la indestructibilidad como parte de su naturaleza esencial? Pero él pretende fundamentar su acusación en las palabras del gran Basilio que ya he citado, como si otorgáramos la indestructibilidad a Dios con referencia a los siglos. Ahora bien, si nuestra afirmación la presentáramos nosotros mismos, nuestra defensa podría parecer sospechosa, como si quisiéramos enmendar o justificar cualquier expresión cuestionable nuestra. Pero dado que nuestras afirmaciones provienen de labios de un adversario, ¿qué mejor demostración de su veracidad que la evidencia de nuestros propios oponentes? ¿Qué ocurre, entonces, con la afirmación que Eunomio se aferra a nuestro prejuicio? Cuando, dice, volvemos nuestros pensamientos a las eras que aún están por venir, hablamos de lo infinito, lo ilimitable y lo eterno como indestructible. ¿Acaso Eunomio considera tal atribución como idéntica a otorgar? Sin embargo, ¿quién es tan ajeno al uso existente como para ignorar el significado correcto de estas expresiones? Pues otorga quien posee algo que otro no tiene, mientras que atribuye quien designa con un nombre lo que otro tiene. ¿Cómo es, entonces, que nuestro instructor en verdad no se avergüenza de su evidente calumnia?¿Acusación? Pero, así como quienes, por alguna enfermedad, carecen de visión, se comportan de forma indecorosa ante los ojos de quienes ven, suponiendo que lo que no ven ellos mismos es algo que tampoco observan quienes tienen la vista intacta, así es el caso de nuestro agudo y perspicaz oponente, quien supone que sus oyentes padecen la misma ceguera ante la verdad que él. ¿Y quién es tan necio como para no comparar las palabras que calumnia con su propia acusación y, al leerlas juntas, detectar la malicia del autor? Nuestra afirmación le atribuye indestructibilidad; él la acusa de otorgarla. ¿Qué tiene esto que ver con nuestra afirmación? Todo hombre tiene derecho a ser juzgado por sus propias acciones, no a ser culpado por las de otros; y en este caso, mientras nos acusa y nos dirige su amargura, en realidad no condena a nadie más que a sí mismo. Pues si es reprensible atribuirle indestructibilidad a Dios, y esto sólo lo hace él mismo, ¿no es nuestro calumniador su propio acusador, atacando sus propias declaraciones y no las nuestras? Y respecto al término indestructibilidad, afirmamos que así como la vida eterna se llama con razón indestructible, lo que no tiene principio se llama con razón ingenerado. Y sin embargo, Eunomio dice que le otorgamos la primacía sobre todas las cosas creadas simplemente por referencia a las eras.
LXXIII
Silencio la blasfemia de Eunomio al reducir al Dios unigénito al mismo nivel que todas las cosas creadas y, en una palabra, no concederle al Hijo de Dios mayor honor que el de ellas. Aun así, para mis oyentes más inteligentes, daré aquí un ejemplo de su insensata malicia. Según Eunomio, nuestro gran Basilio otorga a Dios la primacía sobre todas las cosas en referencia a los siglos. ¡Qué disparate ininteligible es este! ¿Que el hombre es hecho protector de Dios, y le otorga a Dios una primacía debido a los siglos? ¿Qué es esta vana fanfarronería de expresiones sin fundamento, ya que nuestro Maestro simplemente dice que todo lo que en la esencia divina trasciende las distancias mensurables de los siglos en cualquier dirección es llamado por ciertos nombres distintivos, en el caso de Aquel que, como dice el apóstol, "no tiene principio de días ni fin de vida" (Hb 7,3), para que la distinción de la concepción pudiera marcarse mediante la distinción en los nombres. Por esta razón, Eunomio tiene el descaro de escribir que llamar a lo anterior a todo principio ingenerado, y a lo que no tiene límites inmortal e indestructible, es una concesión o préstamo de nuestra parte, y otras tonterías por el estilo. Además, dice que dividimos las eras en dos partes, como si no hubiera leído las palabras que citó nuestro Basilio, o como si se dirigiera a quienes hubieran olvidado sus propias afirmaciones previas. En efecto, ¿qué el lo que dice nuestro maestro Basilio? Si miramos el tiempo anterior a la creación, y si, recorriendo con el pensamiento las eras, reflexionamos sobre la infinitud de la vida eterna, designamos el pensamiento con el término ingenerado. Y si volvemos nuestros pensamientos a lo que sigue, y consideramos que el ser de Dios se extiende más allá de todas las eras, interpretamos el pensamiento con la palabra infinito o indestructible. Ahora bien, ¿cómo divide tal explicación las eras en dos, si con tales palabras y nombres posibles nos referimos a la eternidad de Dios, que es igualmente observable desde cualquier punto de vista, en todas las cosas lo mismo, ininterrumpida en continuidad? Pues viendo que la vida humana, moviéndose de etapa en etapa, avanza en su progreso desde un principio hasta un fin, y nuestra vida aquí se divide entre lo pasado y lo esperado, de modo que uno es objeto de esperanza, el otro de memoria; por esta razón, así como, en relación con nosotros mismos, aprehendemos un pasado y un futuro en esta extensión medible, también aplicamos el pensamiento, aunque incorrectamente, a la naturaleza trascendente de Dios; no, por supuesto, que Dios en su propia existencia deje algún intervalo atrás, o pase de nuevo a algo que yace antes, sino porque nuestro intelecto sólo podemos concebir las cosas según nuestra naturaleza, y mide lo eterno por un pasado y un futuro, donde ni el pasado impide la marcha del pensamiento hacia lo ilimitable e infinito, ni el futuro nos anuncia pausa o límite alguno en su vida eterna. Si, entonces, es así como pensamos y hablamos, ¿por qué nos sigue provocando con la división de las eras? A menos que, de hecho, Eunomio sostenga que la Sagrada Escritura también lo hace, significando como lo hace con la misma idea la infinitud de la existencia divina; David, por ejemplo, mencionando el reino desde la eternidad, y Moisés, hablando del reino de Dios como extendiéndose más allá de todas las eras, de modo que ambos nos enseñan que toda duración concebible está rodeada por la naturaleza divina, limitada por todos lados por la infinitud de Aquel que sostiene el universo en su abrazo. Pues Moisés, mirando hacia el futuro, dice que él reina de generación en generación para siempre. Y el gran David, volviendo su pensamiento al pasado, dice: "Dios es nuestro Rey desde tiempos inmemoriales", y: "Dios, que existía desde tiempos inmemoriales, nos escuchará". Pero Eunomio, con su astucia, despreocupándose de guías como estas, afirma que hablamos de la vida sin principio como una sola, y de la vida sin fin como otra completamente distinta, y además, de la diversidad de las diversas eras, que, por su propia diversidad, producen una separación en nuestra idea de Dios. Pero para que nuestra controversia no se extienda demasiado, añadiremos, sin críticas ni comentarios, el resultado de los trabajos de Eunomio sobre el tema, muy adecuados, gracias a su laboriosidad en la causa del error, para hacer la verdad aún más evidente a los ojos del perspicaz.
LXXIV
Continuando con su discurso, Eunomio nos pregunta qué entendemos por siglos. Y sin embargo, sería más razonable que nosotros le planteáramos estas preguntas. Pues es él quien profesa conocer la esencia de Dios, definiendo con autoridad propia lo inaccesible e incomprensible para el hombre. Que nos dé, pues, una conferencia científica sobre la naturaleza de los siglos, alardeando como lo hace de su familiaridad con las cosas trascendentales, y que no nos inculque con tanta vehemencia, pobres ignorantes, el doble peligro del dilema que implica nuestra respuesta, diciéndonos que, tanto si mantenemos esta como aquella visión de los siglos, el resultado debe ser en ambos casos un absurdo. Pues si (dice él) decís que son eternos, seréis griegos, valentinianos e ignorantes; y si decís que son generados, ya no podréis atribuir la imprescriptibilidad a Dios. ¡Qué ataque tan terriblemente incontestable! Si, oh Eunomio, algo se considera engendrado, ¡ya no sostenemos la doctrina de la ingeneración divina! Y dime, ¿qué ha sido de tus sutiles distinciones entre generatividad e ingeneración, con las que intentabas establecer la disimilitud entre la esencia del Hijo y la del Padre? Pues, según lo que ahora se nos enseña, el Padre no es diferente en esencia cuando se lo contempla con respecto a la generatividad, sino que, de hecho, si sostenemos su ingeneración, lo reducimos a la inexistencia; ya que si hablamos de los siglos como engendrados, nos vemos obligados a renunciar a lo ingenerado. Pero examinemos la fuerza del argumento mediante el cual nos obliga a aceptar este absurdo. Cuando, dice él, aquellas cosas en comparación con las cuales dioses sin principio son inexistentes, Aquel que se compara con ellos debe ser también inexistente. ¡Qué agarre tan fuerte y abrumador es este! ¡Con cuánta fuerza nos tiene este luchador por la cintura en su inextricable agarre! Dice que la ingenuidad de Dios se le añade mediante la comparación con los siglos. ¿Por quién se la añade así? ¿Quién dice que a Aquel que no tiene principio la ingenuidad se le añade como una adquisición mediante la comparación con algo más? Ni semejante palabra ni semejante sentido se encontrará en ninguno de nuestros escritos. Nuestras palabras, de hecho, tienen su propia justificación y no contienen nada parecido a lo que se nos alega; y del significado de lo que se dice, ¿quién puede ser un intérprete más confiable que quien lo dijo? ¿No tenemos, entonces, el mejor derecho a decir lo que queremos decir cuando hablamos de la vida de Dios como extendiéndose más allá de los siglos? Y lo que decimos es lo que ya hemos dicho en nuestros escritos anteriores. Pero, dice él, al ser imposible la comparación con las eras, es imposible que de ella se derive algo para Dios, lo que significa, por supuesto, que la falta de generación es una adición. Que nos diga quién ha hecho tal adición. Si por sí mismo, se vuelve simplemente ridículo al imputarnos su propia locura; si por nosotros, que cite nuestras palabras, y entonces admitiremos la fuerza de su acusación.
LXXV
Creo que debemos pasar por alto esto y todo lo que sigue, pues son meras nimiedades de niños que se entretienen construyendo casas en la arena. Pues habiendo compuesto un fragmento de un párrafo, y aún sin concluirlo, demuestra que la misma vida no tiene principio ni fin, y así, en su afán, llega a nuestra propia conclusión. Pues esto es precisamente lo que decimos: que la vida divina es una y continua en sí misma, infinita y eterna, sin límite alguno en su infinitud. Hasta aquí nuestro oponente dedica sus esfuerzos a la verdad tal como la presentamos, demostrando que la misma vida no tiene límites, ya sea que consideremos la parte anterior a los siglos o la posterior. Pero en sus siguientes observaciones vuelve a su antigua confusión. Pues tras decir que la misma vida no tiene principio ni fin, dejando de lado el tema de la vida y reuniendo todas las ideas que tenemos sobre la vida divina bajo un mismo título, lo unifica todo. Si, dice él, la vida es sin principio ni fin, no generada e indestructible, entonces la indestructibilidad y la no generación serán la misma cosa, como también lo será el ser sin principio ni fin. Y a esto añade la ayuda de argumentos. No es posible, dice, que la vida sea una, a menos que la indestructibilidad y la no generación sean términos idénticos. Una adición admirable por parte de nuestro amigo. Parecería, entonces, que podemos mantener el mismo lenguaje con respecto a la justicia, la sabiduría, el poder, la bondad y todos los atributos de Dios. Que ninguna palabra tenga un significado peculiar en sí misma, sino que un significado subyazca a cada palabra en una lista, y una forma de descripción sirva para la definición de todas. Si se le pide que defina la palabra juez, responda con la interpretación de no generación; si se le pide que defina justicia, esté listo con lo incorpóreo como respuesta. Si se le pide que defina incorruptibilidad, diga que tiene el mismo significado que misericordia o juicio. Así pues, que todos los atributos de Dios sean términos intercambiables, sin que exista un significado especial que los distinga entre sí. Pero si Eunomio así lo prescribe, ¿por qué las Escrituras asignan vanamente diversos nombres a la naturaleza divina, llamando a Dios Juez, justo, poderoso, paciente, veraz o misericordioso? Pues si ninguno de estos títulos debe entenderse en un sentido especial o peculiar, sino que, debido a esta confusión en su significado, se mezclan todos, sería inútil emplear tantas palabras para lo mismo, sin que exista diferencia de significado que las distinga entre sí. Pero ¿quién está tan loco como para no saber que, mientras que la naturaleza divina, sea lo que sea en su esencia, es simple, uniforme e incompuesta, y que no puede ser vista bajo ninguna forma de formación compleja, la mente humana, arrastrándose en la tierra y enterrada en esta vida en la tierra, en su incapacidad de contemplar claramente el objeto de su búsqueda, siente al Ser inefable de maneras varias y multifacéticas, y nunca persigue el misterio a la luz de una sola idea? Nuestra comprensión de él sería ciertamente fácil, si hubiera ante nosotros un solo camino asignado al conocimiento de Dios: pero como es, de la habilidad aparente en el universo, obtenemos la idea de la habilidad en el Gobernante de ese universo, de la gran escala de las maravillas obradas obtenemos la impresión de su poder; y de nuestra creencia de que este universo depende de él, obtenemos una indicación de que no hay causa alguna de su existencia. Y además, cuando vemos el carácter abominable del mal, captamos su propia pureza inalterable con respecto a esto: cuando consideramos la disolución de la muerte como el peor de los males, damos el calificativo de inmortal e indisoluble de inmediato a Aquel que está alejado de toda concepción de ese tipo: no es que separemos el sujeto de tales atributos junto con ellos, sino que creyendo que esta cosa en la que pensamos, sea cual sea su sustancia, es una, todavía concebimos que tiene algo en común con todas estas ideas. Porque estos términos no se oponen entre sí como opuestos, como si, existiendo uno allí, el otro no pudiera coexistir en el mismo sujeto (como, por ejemplo, es imposible que la vida y la muerte se piensen en el mismo sujeto); pero la fuerza de cada uno de los términos utilizados en conexión con el ser divino es tal que, aunque tiene un significado peculiar propio, no implica oposición al término asociado con él. ¿Qué oposición hay, por ejemplo, entre lo incorpóreo y lo justo, aunque las palabras no coincidan en significado? ¿Y qué hostilidad hay entre la bondad y la invisibilidad? Así también, la eternidad de la vida divina, aunque representada bajo el doble nombre e idea de lo infinito y lo sin principio, no se divide por esta diferencia de nombre; ni tampoco un nombre tiene el mismo significado que el otro; uno señala la ausencia de principio, el otro, la ausencia de fin; y sin embargo, no hay división en el sujeto por esta diferencia en los términos que se le aplican.
LXXVI
Tal es nuestra posición. La de nuestro adversario Eunomio, con respecto al significado preciso de este término, es tal que no puede obtener ayuda de ningún razonamiento; solo escupe al azar sobre él estas expresiones extrañamente insensatas y rimbombantes, en el marco de sus oraciones y períodos. Pero el resultado de todo lo que dice es éste: que no hay diferencia en el significado de los más variados nombres. Pero debemos, sin duda, según me parece, citar este pasaje palabra por palabra, para que no se piense que lo estamos acusando calumniosamente de algo que no le pertenece. Las expresiones verdaderas, dice, derivan su precisión de las realidades subjetivas que indican; diferentes expresiones se aplican a diferentes realidades, lo mismo a lo mismo: y, por lo tanto, una u otra de estas dos cosas debe sostenerse necesariamente: o que la realidad indicada es diferente (si las expresiones lo son), o bien que las expresiones indicadoras no son diferentes. Con estas y muchas otras palabras similares, procede a efectuar el objeto que tiene ante sí, excluyendo de la expresión ciertas relaciones y afinidades, como especie, proporción, parte, tiempo, manera: para que por la retirada de todas estas, la ingeneración pueda volverse indicativa de la sustancia de Dios. Su proceso de prueba es de la siguiente manera (expresaré su idea en mis propias palabras). La vida, dice, no es una cosa diferente de la sustancia; no se puede pensar en ninguna adición en conexión con un ser simple, dividiendo nuestra concepción de él en un lado comunicante y comunicado; pero sea lo que sea la vida, esa misma cosa, insiste, es la sustancia. Aquí su filosofía es excelente; ninguna persona pensante lo contradiría. Pero ¿cómo llega a su conclusión contemplada, cuando dice que cuando nos referimos a lo no principio, nos referimos a la vida, y la verdad nos obliga por esto último a significar la sustancia? Lo ingenerado, entonces, según él, es expresivo de la misma sustancia de Dios. Nosotros, por nuestra parte, si bien coincidimos en que la vida de Dios no fue dada por otro, lo cual es el significado de no principio, pensamos que la creencia de que la idea expresada por el término no generado es la sustancia de Dios es sólo de un loco. ¿Quién puede estar tan fuera de sí como para declarar que la ausencia de cualquier generación es la definición de esa sustancia (pues así como la generación está involucrada en lo generado, también lo está la ausencia de generación en lo no generado)? La no generación indica lo que no está en el Padre; entonces, ¿cómo permitiremos que la indicación de lo ausente sea su sustancia? Si la conclusión de las premisas le permite concluir que la ingenuidad de Dios expresa la vida de Dios, para aclarar su engaño al respecto, veámoslo de la siguiente manera: no empleando el mismo método con el que, en el caso del Padre, definió la sustancia como ingenuidad, porque de ahí no podremos inducir la ingenuidad de la sustancia del Hijo.
LXXVII
Cito textualmente lo que dice a continuación Eunomio: "La vida que es la misma y completamente única debe tener una misma expresión externa, aunque parezca variar en los nombres, la manera y el orden. Pues las expresiones verdaderas derivan su precisión de las realidades que indican; se aplican diferentes expresiones a diferentes realidades, lo mismo a lo mismo; y por lo tanto, debe sostenerse necesariamente una u otra de estas dos cosas: o bien que la realidad indicada es completamente diferente (si las expresiones lo son), o bien que las expresiones que indican no son diferentes (y en este caso no hay otra realidad además de la vida del Hijo, sobre la que se pueda basar una idea o expresarse de manera diferente)". ¿Hay, pregunto ahora yo, alguna inadecuación en las palabras citadas que impida que se digan o escriban correctamente acerca del Unigénito? ¿No es el Hijo mismo también una vida completamente única? ¿No hay para él también una misma expresión adecuada, aunque parezca variar en los nombres, la manera y el orden? ¿No debe, también para él, considerarse fija una u otra de estas dos cosas: o que la realidad indicada es completamente diferente, o que las expresiones que la indican no son diferentes, al no existir otra realidad sujeto, aparte de su vida, sobre la que se pueda fundamentar una idea o expresarse de manera diferente? No confundimos aquí nada con lo que Eunomio ha dicho acerca del Padre; sólo hemos pasado de la misma premisa aceptada a la misma conclusión que él, simplemente insertando en su lugar el nombre del Hijo. Si, entonces, el Hijo también es una sola vida, pura, libre de toda mezcla o complicación, y no hay realidad subjetiva aparte de esta vida del Hijo (pues ¿cómo en lo simple puede sospecharse la mezcla de algo extraño? Lo que tenemos que pensar junto con algo más ya no es simple), y si la sustancia del Padre también es una sola vida, y de esta sola vida, en virtud de su misma vida y su misma singularidad, no hay diferencias, ni aumento ni disminución en cantidad o calidad que creen variación alguna, es necesario que las cosas que coinciden en idea también reciban el mismo nombre. Si, es decir, lo que se detecta tanto en el Padre como en el Hijo, es decir, la singularidad de la vida, es uno, y la idea misma de singularidad excluye, como hemos dicho, cualquier variación, es necesario que el nombre propio de uno se atribuya también al otro. Pues como aquello que razona, es mortal y es capaz de pensamiento y conocimiento, se llama hombre igualmente en el caso de Adán y Abel, y este nombre de la naturaleza no se altera ni por el hecho de que Abel pasó a la existencia por generación, ni por el hecho de que Adán lo hizo sin generación, así, si la simplicidad e incompositividad de la vida del Padre tiene la ingeneración por nombre, de la misma manera para la vida del Hijo necesariamente tendrá que ser atribuida la misma idea a la misma expresión, si, como dice Eunomio, una u otra de estas dos cosas debe necesariamente sostenerse; o bien que la realidad indicada es completamente diferente, o bien que las expresiones que la indican no son diferentes.
LXXVIII
¿Por qué nos detenemos en estas locuras, cuando deberíamos más bien poner el libro de Eunomio en manos de los estudiosos y así, sin examinarlo, demostrar de inmediato a los perspicaces no solo la blasfemia de su opinión, sino también la insensibilidad de su estilo? Mientras, de diversas maneras, sin basarse en nuestra comprensión, sino siguiendo su propia fantasía, malinterpreta el término concepción, como en una batalla nocturna nadie puede distinguir entre amigos y enemigos, no comprende que está atacando su propia doctrina con las mismas armas que cree usar contra nosotros. Pues el punto en el que se cree más alejado de la iglesia ortodoxa es este: que intenta demostrar que Dios se convirtió en Padre en algún momento posterior, y que el apelativo paternidad es posterior a todos los demás nombres que se le atribuyen; pues fue llamado Padre desde el momento en que se propuso y se convirtió en Padre. Pues bien, puesto que en este tratado pretende demostrar que todos los nombres que se dan a la divina naturaleza coinciden entre sí, y que no hay diferencia alguna entre ellos, y puesto que uno de estos nombres es Padre (pues como Dios es indestructible y eterno, también es Padre), debemos o bien aprobar, también en el caso de este término, la opinión que mantiene sobre los demás, y contravenir así su postura anterior, puesto que la idea de paternidad se encuentra implicada en cualquiera de estos otros términos (pues es evidente que si el significado de indestructible y Padre es exactamente el mismo, se creerá que él es, así como siempre es indestructible, también siempre Padre, habiendo un solo significado, dice, en todos estos nombres); o bien, si teme así testificar de la eterna paternidad de Dios, debe abandonar por fuerza todo su argumento y reconocer que cada uno de estos nombres tiene un significado peculiar; y así, todo este disparate suyo sobre los nombres divinos estalla como una burbuja y se desvanece como humo.
LXXIX
Si respondiera a esta oposición de los nombres divinos, que sólo el término Padre y el término Creador se aplican a Dios como expresión de producción, siendo ambas palabras aplicadas así, como Eunomio dice, debido a una operación, entonces acortaría nuestra larga discusión sobre este tema, concediendo así lo que habría requerido un argumento laborioso de nuestra parte demostrar. Pues si la palabra Padre y la palabra Creador tienen el mismo significado (pues ambas surgen de una operación), una de las cosas significadas es exactamente equivalente a la otra, ya que si el significado es el mismo, los sujetos no pueden ser diferentes. Si, entonces, se le llama Padre y Creador debido a una operación, es perfectamente permisible intercambiar los nombres y convertir uno en el otro y decir que Dios es Creador del Hijo y Padre de una piedra, ya que el término Padre carece de cualquier significado de relación esencial. Pues bien, la monstruosa conclusión que aquí se prueba no puede permanecer dudosa para quienes reflexionan. Pues como es absurdo considerar divina una piedra, o cualquier otra cosa que existe por creación, debe convenirse en que tampoco hay divinidad que reconocer en el Unigénito, cuando ese significado único e idéntico de una operación, por la que Dios es llamado Padre y Creador, le asigna, según Eunomio, ambos términos. Pero detengámonos en la cuestión que nos ocupa. Abusa de nuestra afirmación de que nuestro conocimiento de Dios se forma mediante la contribución de términos aplicados a diferentes ideas, y dice que la prueba de su simplicidad la destruimos así, ya que debe participar de los elementos significados por cada término, y sólo en virtud de una participación en ellos puede completar completamente su esencia. Aquí escribo en mi propio idioma, reduciendo su fastidiosa prolijidad; y en respuesta a su necia e insensata redundancia, creo que ninguna persona sensata respondería, excepto en lo que respecta a su acusación de insensatez. Ahora bien, si hubiéramos dicho algo parecido, por supuesto que deberíamos retractarnos si se hubiera expresado de forma insensata, o si existiera alguna duda sobre su significado, interpretarlo de forma irreprochable. Pero no hemos dicho nada parecido, como tampoco las consecuencias de nuestras palabras llevan la mente a tal necesidad. ¿Por qué, entonces, detenerse en aquello a lo que todos acuerdan y cansar al lector prolongando el argumento? ¿Quién es tan falto de reflexión como para imaginar, al oír que en nuestra ortodoxia las concepciones de la deidad se obtienen de diversas maneras de pensar en él, que la deidad está compuesta de estos diversos elementos, o completa su plenitud real al participar en algo en absoluto? Un hombre, digamos, ha hecho descubrimientos en geometría, y este mismo hombre, supongamos, ha hecho descubrimientos también en astronomía, y en medicina también, y en gramática, y agricultura, y ciencias de ese tipo. ¿Se seguirá, porque existen estos diversos nombres de ciencias vistos en conexión con una sola alma, que esa sola alma debe considerarse un alma compuesta? Sin embargo, existe una gran diferencia de significado entre medicina y astronomía; y la gramática no significa nada en común con la geometría, ni la náutica con la agricultura. No obstante, es posible que la idea de cada una de estas ciencias se asocie con una sola alma, sin que esta se vuelva compuesta, o por otro lado, sin que todos esos términos para las ciencias se fusionen en un solo significado. Si, pues, la mente humana, con todos esos términos aplicados a ella, no resulta dañada en cuanto a su simplicidad, ¿cómo puede alguien imaginar que la deidad, cuando se le llama sabio, justo, bueno y eterno, y todos los demás nombres divinos, debe, a menos que todos esos nombres signifiquen una sola cosa, convertirse en muchas partes, o tomar una parte de todas ellas para constituir la perfección de su naturaleza?
LXXX
Examinemos ahora una acusación aún más vehemente que nos hace Eunomio: que no por decir algo más duro aún se mantendrá la sustancia divina pura e inalterada de elementos inferiores y contradictorios. Esta es la acusación, pero la prueba es: ¿qué? ¡Observen el fuerte ataque profesional! Si él es imperecedero solo por la infinitud de su Vida, e ingenerado sólo por la incomienzo, entonces, en lo que no es imperecedero, es perecedero, y en lo que no es ingenerado, es generado. Volviendo a la acusación, repite Eunomio que Dios será ingenerado y perecedero (como incomienzo), a la vez que imperecedero y generado (como infinito). Esta es su afirmación más dura, que, según su amenaza, ha lanzado contra nosotros, para demostrar que decimos que la sustancia divina está mezclada con elementos contradictorios e incluso inferiores. Sin embargo, creo que es evidente para todos aquellos que conservan intacta su capacidad de juzgar la verdad, que nuestro maestro Basilio no ha dado ningún argumento, en lo que ha dicho, a este calumniador, sino que este lo ha distorsionado a su antojo y luego, jugando a argumentar, ha extendido esta sofistería infantil. Pero para que sea aún más claro para todos mis lectores, repetiré esa declaración del gran maestro Basilio palabra por palabra, y luego confrontaré las palabras de Eunomio con ella. Tales palabras son: "Llamamos a la deidad universal imperecedera e ingenerada, usando estas palabras con diferentes aplicaciones del pensamiento; pues cuando concentramos nuestra mirada en las eras pasadas, encontramos la vida de la deidad trascendiendo todo límite, y por eso la llamamos ingenerada; pero cuando dirigimos nuestros pensamientos a las eras venideras, llamamos a lo infinito en él, lo ilimitado, la ausencia de todo fin en su vida, imperecebilidad. Así como, entonces, esta infinitud se llama imperecedera, también esta falta de principio se llama ingenerada; Y llegamos a estos nombres por concepción". Tales son las palabras del gran maestro Basilio, y con ellas nos enseña esto: que la vida divina es esencialmente única y continua consigo misma, sin principio ni fin; y que las intuiciones que poseemos respecto a esta vida se pueden explicar con palabras. Es decir, expresamos el no haber surgido de ninguna causa con el término sin principio o ingenerado; y expresamos el no estar circunscrito por ningún límite ni ser destruido por ninguna muerte con el término imperecedero o sin fin. En esta ausencia de causa, él define que es correcto que hablemos de la vida divina como existente sin generación; y que este ser sin fin debe ser considerado imperecedero, pues todo lo que ha dejado de existir está necesariamente en estado de aniquilación, y cuando oímos hablar de algo aniquilado, inmediatamente pensamos en la destrucción de su sustancia. Dice, pues, que Aquel que nunca deja de existir, y ajeno a toda destrucción y disolución, debe ser llamado imperecedero.
LXXXI
¿Qué dice Eunomio a esto? Esto mismo: que si Dios es imperecedero sólo por la infinitud de su vida, e ingenerado sólo por la falta de principio, entonces, en lo que no es imperecedero, es perecedero, y en lo que no es ingenerado, es generado. ¿Quién te concedió esto, Eunomio, que la imperecibilidad no debe asociarse con la vida entera de Dios? ¿Quién dividió esa Vida en dos partes y luego puso nombres particulares a cada mitad de la vida, de modo que a la división en la que un nombre correspondía no pudiera decirse que el otro correspondía? Este es el resultado de su agudeza dialéctica: decir que la vida sin principio es perecedera, y que lo imperecedero no puede asociarse con lo que no tiene principio. Esto es como si, al afirmar que el hombre es racional, además de capaz de especulación y conocimiento (atribuyendo cada frase a su tema según una aplicación e idea diferentes), alguien se burlara y continuara con la misma tónica diciendo: "Si el hombre es capaz de especulación y conocimiento, no puede, en este aspecto, ser racional, pero en lo que es capaz de tal conocimiento, es esto y sólo esto, y su naturaleza no admite ser lo otro". Y a la inversa, si se estableciera la racionalidad como definición del hombre, se negara en este caso su capacidad de especulación y conocimiento; pues en lo que es racional, se demuestra que carece de mente. Pero si la ridiculez y el absurdo en este caso son evidentes para cualquiera, tampoco en el primero lo son en absoluto. Cuando hayan leído el pasaje del gran maestro Basilio, descubrirán que su sofistería infantil se desvanecerá como una sombra. En nuestro caso de la definición del hombre, la capacidad de conocimiento no se ve obstaculizada por la posesión de la razón, ni la razón por la capacidad de conocimiento: tampoco la eternidad de la vida divina está privada de imperecibilidad, si es sin comienzo, o de falta de comienzo, si reconocemos su imperecibilidad. Este aspirante a buscador de la verdad, con los artificios de su astucia dialéctica, inserta en nuestro argumento lo que viene de su propio repertorio; y así lucha consigo mismo y se derriba, sin tocar nunca nada de lo nuestro. Porque nuestra posición no era otra que esta; que la vida como existente sin comienzo se estila, por medio de una nueva concepción, como no generada: se estila, digo, no, se hace tal; y que marcamos la vida como continuando hacia el infinito con el apelativo de imperecedera; marcarla, digo, como tal, no, hacerla tal; y que el resultado es que, si bien es una propiedad de la vida divina, inherente al sujeto, ser Infinito en ambas perspectivas, los pensamientos asociados con ese sujeto se expresan de una u otra manera sólo en relación con el término particular que indica el pensamiento expresado. Un pensamiento asociado con esa vida es que no existe por causa alguna; esto se indica mediante el término ingenerado. Otro pensamiento sobre ella es que es ilimitada e infinita; esto se representa mediante la palabra imperecedera. Así, mientras el sujeto permanece como es, por encima de todo, ya sea nombre o pensamiento, el no ser por causa alguna y el no transformarse en lo inexistente se significan mediante la concepción implícita en las palabras mencionadas.
LXXXII
¿Qué puede ser lo que ha incitado a Eunomio a esta pieza de locura infantil, en la que vuelve a la carga y repite una y otra vez que Dios es sin principio (a la vez no generado y perecedero) y sin fin (a la vez imperecedero y generado)? Está claro para cualquiera que posea la más mínima reflexión, sin que lo probemos lógicamente, cuán absurdamente tonto es, o mejor dicho, cuán condenablemente blasfemo. Por el mismo argumento con el que establece esta unión de lo perecedero y lo sin principio, puede burlarse de cualquier nombre apropiado y dignamente concebido para la deidad. Porque no son solo estas dos ideas las que asociamos con la vida divina, es decir, el ser sin principio y el no admitir disolución; sino que también se la llama inmaterial y sin ira, inmutable e incorpórea, invisible y sin forma, verdadera y justa; y hay innumerables otras maneras de pensar sobre la vida divina, cada una de las cuales es anunciada por un sonido expresivo con un significado peculiar propio. Bueno, a cualquier nombre (quiero decir, cualquier nombre que exprese alguna concepción apropiada de la deidad) está abierto para nosotros aplicar este método de unión antinatural ideado por Eunomio. Por ejemplo, la inmaterialidad y la ausencia de ira se predican de la vida divina; pero no con el mismo pensamiento en ambos casos; porque por el término inmaterial transmitimos la idea de pureza de cualquier mezcla con materia, y por el término sin ira la extrañeza a cualquier emoción de ira. Ahora bien, con toda probabilidad Eunomio tropezará con todo esto y bailará, como antes, sobre nuestras palabras. Encadenando sus absurdos de la misma manera, dirá: "Si donde él está separado de toda mezcla con materia se le llama inmaterial, en este respecto no estará sin ira. Y si por no caer en la ira, carece de ella, es imposible atribuirle inmaterialidad, pero la lógica nos obligará a admitir que, en la medida en que está exento de materia, es a la vez inmaterial e iracundo; y así encontrarán que ocurre lo mismo con respecto a sus otros atributos. Y si lo desean, propondremos otra combinación de lo mismo, es decir, su inmutabilidad y su incorporeidad". Puesto que ambos términos se usan para la vida divina en un sentido distinto, en su caso también la habilidad de Eunomio embellecerá el mismo absurdo. Pues si su ser siempre como es se significa con el término inmutable, y si el término incorpóreo representa la espiritualidad de su esencia. Eunomio seguramente dirá lo mismo aquí también, que los términos son irreconciliables y ajenos entre sí, y que las nociones que nuestras mentes atribuyen a ellos no tienen punto de contacto uno con el otro; porque en la medida en que Dios es siempre el mismo, es inmutable, pero no incorpóreo; y con respecto a la espiritualidad y la falta de forma de su esencia, si bien posee atributos de incorporeidad, no es inmutable; de modo que sucede que cuando se considera la inmutabilidad con respecto a la vida divina, junto con esa inmutabilidad se establece que es corpórea; pero si la espiritualidad es el objeto de la búsqueda, se prueba que es a la vez incorpórea y mutable.
LXXXIII
Tales son los ingeniosos descubrimientos de Eunomio contra la verdad. ¿Qué necesidad hay de desarrollar todo su argumento con trivial prolijidad? Pues en cada caso se puede ver un intento de demostrar la misma futilidad. Por ejemplo, por una implicación como la anterior, lo verdadero y lo justo se encontrarán opuestos entre sí; pues hay una diferencia de significado entre verdad y justicia. De modo que, por una paridad de razonamiento, Eunomio dirá también sobre estos que la verdad no es injusticia y que la justicia está ausente de la verdad; y sucederá que, cuando con respecto a Dios pensamos en su alienación a la injusticia, el Ser divino se mostrará como a la vez justo e falso, mientras que si consideramos su alienación a la falsedad, demostraremos que es a la vez verdadero e injusto. Lo mismo ocurre con su invisibilidad y su falta de forma. Pues según un razonamiento sabio similar al que hemos aducido, no será admisible decir que lo invisible existe en lo informe, ni que lo informe existe en lo invisible; sino que comprenderá la forma en lo invisible, y así, a la inversa, demostrará que lo informe es visible, empleando para estos el mismo lenguaje que ideó para lo imperecedero e incompleto, en el sentido de que, cuando consideramos la naturaleza incompuesta de la vida divina, confesamos que es informe, pero no invisible; y que, cuando reflexionamos sobre la imposibilidad de ver a Dios con nuestros ojos corporales, admitiendo así su invisibilidad, no podemos admitir su carencia de forma. Ahora bien, si estos ejemplos parecen ridículos e insensatos, con mayor razón cualquier persona sensata condenará el absurdo de las afirmaciones, a partir de las cuales su argumento lo ha llevado lógicamente a tal extremo de absurdo. Sin embargo, critica las palabras del gran maestro Basilio, considerándolas erróneas al ver lo imperecedero en lo eterno, y lo eterno en lo imperecedero. Bien, pues, hagamos también nuestra parte, de una manera similar a la astucia de Eunomio. Examinemos su opinión sobre estos dos nombres antes mencionados, y veamos cuál es.
LXXXIV
Dice Eunomio que lo infinito tiene un significado distinto de lo imperecedero, o bien ambos deben ser uno. Pero si los considera uno a ambos, estará apoyando nuestro argumento. Pero si dice que el significado de lo imperecedero es una cosa y que el de ser infinito es otra, entonces, necesariamente, en el caso de cosas que difieren entre sí, la fuerza de uno no puede ser equivalente a la fuerza del otro. Si, pues, la idea de lo imperecedero es una y la de ser infinito es otra, y cada una de estas es lo que la otra no es, tampoco concederá que lo imperecedero sea infinito, ni que lo infinito sea imperecedero, sino que lo infinito será perecedero y lo imperecedero será terminable. Pero debo rogar a mis lectores que no recurran a un método ridículo de condena contra nosotros. Nos hemos visto obligados a adoptar una actitud tan jovial contra las burlas de nuestro oponente, para así poder romper con la pueril labor de sus sofismas. Pero si no resulta demasiado tedioso para mis lectores, no estaría fuera de lugar repetir lo que Eunomio dice en sus propias palabras. Si, dice él, Dios es imperecedero solo por la infinitud de su vida, e ingenuo sólo por la incomienzo, entonces, en lo que no es imperecedero, es perecedero, y en lo que no es ingenuo, es engendrado. Volviendo a la acusación, repite: "Entonces, como incomienzo, será a la vez ingenuo y perecedero; y como infinito, a la vez imperecedero y engendrado". Pues paso por alto las observaciones superfluas e inoportunas que ha intercalado aquí, pues en nada contribuyen a la prueba de su punto. Ahora bien, creo que es fácil para cualquiera ver, por sus propias palabras, que el sentido de nuestro argumento no tiene ninguna relación con la acusación que nos formula. Pues llamamos al Dios del universo imperecedero e ingenuo, dice el gran maestro Basilio, usando estas palabras con diferentes significados. Su trascendencia, continúa, de todo límite de las eras y de toda distancia en la extensión temporal, ya sea que consideremos lo anterior o lo posterior. Esta ausencia de límite o circunscripción en la vida eterna la designamos en un caso con el nombre de imperecibilidad, y en el otro con el de ingeneración. Pero Eunomio pretendería que decimos que el ser sin principio es su esencia, y de nuevo, que el ser sin fin es su esencia, como si presentáramos dos segmentos contradictorios de la esencia; y de esta manera establece un absurdo, y mientras establece, y luego lucha contra, posiciones propias, y reduce nociones de su propia invención a un absurdo, no le da asidero a nuestro argumento en ningún punto. Pues que Dios es imperecedero solo en lo que su vida es eterna, es su afirmación, no la nuestra. De la misma manera, que lo imperecedero no es sin principio, es una invención de esa misma astucia sutil que constituiría un atributo negativo una esencia; mientras que nosotros no definimos ningún atributo negativo como una esencia. Ahora bien, es un atributo negativo de Dios, que ni la vida cesa en la disolución, ni tuvo un comienzo en la generación; y esto lo expresamos con estas dos palabras (imperecibilidad e ingeneración). Pero Eunomio, mezclando su propia necedad con nuestra enseñanza, no parece entender que está publicando su propia desgracia con sus acusaciones calumniosas. Pues, al definir la ungeneración como una esencia, llegará lógicamente al mismo grado de absurdo que atribuye a nuestra enseñanza. Pues como el principio significa una cosa y el fin significa otra, en virtud de una extensión intermedia, si alguien admite que la privación del primero de estos es la esencia, debe suponer que su vida sólo subsiste a medias en este ser sin principio, y que no se extiende más allá, en virtud de su naturaleza, hasta el ser sin fin, si la ungeneración se considera en sí misma su naturaleza. Pero si alguien insiste en que ambos son esencia, entonces, según la definición propuesta por Eunomio, cada uno de estos términos debe necesariamente, en virtud de su significado inherente, contarse como esencia, siendo tanto como, y no más de, lo que indica el significado del término; y por lo tanto el argumento de Eunomio no carecerá de fuerza, puesto que lo que es sin principio no implica la noción de ser sin fin, y viceversa, ya que según su explicación cada una de las cosas mencionadas es una esencia, y no hay confusión entre las dos en su relación entre sí, siendo la noción de principio diferente a la de fin, mientras que las palabras que expresan la privación de estas también difieren en sus significados.
LXXXV
Para que el propio Eunomio sea consciente de su propia insignificancia, lo reprenderemos por sus propias afirmaciones. Pues en el curso de su argumento dice que Dios, por ser infinito, es ingendrado, y que por ser ingendrado es agendrado, como si los significados de ambos términos fueran idénticos. Si, entonces, por razón de su infinitud es agendrado, y ser infinito e agendrado son términos intercambiables, y admite que el Hijo también es infinito, por una paridad de razonamiento debe necesariamente admitir que el Hijo es agendrado, si (como ha dicho) su infinitud y su ingenuidad son idénticos en significado. Pues así como en lo agendrado ve lo que no tiene principio, así también admite que en lo agendrado ve lo que no tiene principio. Pues de lo contrario no habría hecho que los términos fueran completamente intercambiables. Pero Dios, dice, es agendrado por naturaleza, y no por contraste con los siglos. Ahora bien, ¿quién sostiene que Dios no es por naturaleza todo lo que se dice que es? Pues no decimos que Dios sea justo, todopoderoso, Padre e imperecedero en contraste con los siglos, ni por su relación con cualquier otra cosa existente. Pero en relación con el sujeto mismo, sea cual sea su naturaleza, consideramos toda idea que sea reverente; de modo que, suponiendo que ni los siglos ni ninguna otra cosa creada hubieran sido creados, Dios no sería menos lo que creemos que es, sin necesidad de los siglos para constituirse en lo que es. Pero, dice Eunomio, él tiene una vida que no es extraña, ni compuesta, ni admite diferencias; pues él mismo es vida eterna en virtud de esa vida misma inmortal, en virtud de esa inmortalidad imperecedera. Esto también se nos enseña respecto al Unigénito; y nadie puede impugnar esta enseñanza sin oponerse abiertamente a la declaración de San Juan. Pues la vida tampoco fue traída desde fuera al Hijo (pues él dice "yo soy la vida"); ni su vida es compuesta ni admite diferencias, sino que, en virtud de esa misma vida, él es inmortal (pues ¿en qué otra cosa sino en la vida podemos ver la inmortalidad?), y en virtud de esa inmortalidad, él es imperecedero. Pues aquello que es más fuerte que la muerte debe ser, por naturaleza, incapaz de corrupción.
LXXXVI
Hasta aquí, nuestro argumento termina con Eunomio. Pero el enigma con el que acompaña sus palabras debemos dejarlo a quienes están instruidos en la sabiduría de Prúnico para que lo interpreten: pues parece haber derivado lo que ha dicho de ese sistema. Siendo incorruptible sin principio, es ingenerado sin fin, siendo así llamado de forma absoluta e independiente de todo fuera de sí mismo. Ahora bien, quien tenga oídos limpios y un entendimiento iluminado sabe, incluso sin que yo lo diga, que más allá del tintineo de palabras producido por su extraordinaria combinación, no hay rastro de sentido en lo que dice; y si pudiera encontrarse alguna sombra de idea en tal estruendo de palabras, resultaría profano o ridículo. Pues ¿qué quieres decir cuando afirmas que él es sin principio como sin fin, y sin fin como sin principio? ¿Crees que principio es idéntico a fin, y que ambas palabras se emplean en el mismo sentido, así como los apelativos Simón y Pedro representan un mismo sujeto? Y por esta razón, de acuerdo con tu pensamiento de que principio y fin son lo mismo, ¿al combinar bajo un mismo significado estas dos palabras que denotan privación mutua (fin, quiero decir, y comienzo) y tomar la infinidad como equivalente a la infinidad, confundiste una palabra con la otra? ¿Y es este el significado de tal confusión de palabras, cuando dices que él es ingenuo por ser ingenuo, y que él es ingenuo por ser ingenuo? Sin embargo, ¿cómo es que no viste la profanidad y la ridícula locura de tus palabras? Pues si por esta nueva confusión de palabras se hacen convertibles, de modo que ingenerado significa ingenerado sin fin, y lo que es ingenuo es ingenerablemente ingenerado, se sigue necesariamente que lo ingenuo debe serlo también por ser ingenerado. Y así sucede, mi buen amigo, que tu tan comentada ingenuidad, que dices es la única característica de la esencia del Padre, se encontrará compartida con todo lo que es inmortal, y que hace que todas las cosas sean consustanciales con el Padre, porque es igualmente evidente en todas las cosas cuya vida, por razón de su inmortalidad, continúa hasta el infinito (ángeles, almas humanas, y quizás también, en la hueste apóstata, el diablo y sus demonios). Pues si lo que es ingenuo e imperecedero, también, según tu argumento, debe ser ingenuamente imperecedero, entonces en todo lo que es ingenuo e imperecedero debe connotarse ingenuidad. Ésos son los absurdos en que caen aquellos hombres que, antes de haber aprendido lo que les conviene aprender, sólo publican su propia ignorancia, por lo que intentan enseñar. Pues si tuviera alguna facultad de discernimiento, no ignoraría el sentido peculiar inherente a sus términos, sin principio y sin fin, y que el término sin fin es común a todas las cosas cuya vida creemos capaz de extenderse hasta el infinito, mientras que el término sin principio pertenece sólo a Aquel que no tiene causa originaria. ¿Cómo, entonces, es posible que consideremos lo que es común a todos ellos, como equivalente a lo que todos creen que es un atributo especial solo de la deidad, de modo que con ello extendamos la ageneredad a todo lo que comparte la inmortalidad, o bien no debamos permitir la inmortalidad a ninguno de ellos, viendo que el ser sin fin debe pertenecer solo a lo ingenerado, y viceversa, el ser ingenerado debe pertenecer solo a lo que es sin fin? Así, todo lo sin fin tendría que considerarse como ingenerado.
LXXXVII
Dejemos, pues, todo esto, y con ello la habitual lluvia de calumnias en las palabras de Eunomio, y pasemos a sus citas posteriores sobre nuestro gran Basilio. Pero creo que quizás sería bueno pasar por alto la mayoría de estas palabras posteriores. Pues en todas ellas se muestra igual, sin abordar lo que realmente hemos dicho, sino sólo inventándose argumentos de refutación que, según él, provienen de nuestra afirmación. Cualquier persona con buen juicio consideraría inútil examinarlos con detenimiento; pues cualquier lector comprensivo de su libro puede percibir su soez en sus mismas palabras. Dice que la gloria de Dios es anterior a la concepción de nuestro líder. Nosotros tampoco lo negamos. Pues la gloria de Dios, sea cual sea nuestra concepción, es anterior no sólo a esta generación nuestra, sino a toda la creación; trasciende los siglos. ¿Qué se gana, entonces, con este argumento, al admitir que la gloria de Dios es superior no sólo a Basilio, sino a todos los siglos? Sí, pero este nombre es su gloria, dice. Pero, para que podamos asentir a esta afirmación, díganos, por favor, ¿quién ha demostrado que el apelativo es idéntico a la gloria? Una ley de nuestra naturaleza, responde, nos enseña que, al nombrar realidades, la dignidad de los nombres no depende de la voluntad de quienes los dan. ¿Cuál es esta ley de la naturaleza? ¿Y cómo es que no está vigente para todos? Si la naturaleza realmente hubiera promulgado tal ley, debería tener autoridad entre todos los que comparten la naturaleza común, al igual que las demás cosas peculiares de esa naturaleza. Si, en resumen, fue la ley de la naturaleza la que hizo que los apelativos brotaran para nosotros de los objetos, tal como sus plantas brotan de semillas y raíces, y no confió la denominación significativa de cada uno de los sujetos a la elección de quienes debían indicar los objetos, entonces toda la humanidad hablaría una sola lengua. Porque si los nombres impuestos a estos objetos no variaran, no difiriéramos unos de otros en el ámbito del habla. Él dice que es algo sagrado, y está estrechamente vinculado con los designios de la Providencia, que sus sonidos se impongan a las realidades desde una fuente superior a nosotros. ¿Cómo es, entonces, que los profetas ignoraban esta santidad y no fueron instruidos en este designio de la Providencia, quienes, según tu relato, no hicieron a Dios en absoluto de esta ingenuidad? ¿Cómo es, también, que la deidad misma nunca conoció esta clase de santidad? ¿Cuándo no dio nombres de arriba a los animales que había formado, sino que entregó a Adán este poder de dar nombres? Si está estrechamente relacionado con los designios de la Providencia, como dice Eunomio, y es algo sagrado, que sus sonidos se impusieran desde arriba a las realidades, es ciertamente algo impío e impropio que estos nombres se hayan adaptado a las cosas que existen por cualquier persona aquí abajo. Pero el Guardián universal, dice, consideró correcto injertar estos nombres en nuestras mentes por una ley de su creación. ¿Y cómo fue, entonces, si estos fueron injertados en las mentes de los hombres, que desde Adán en adelante hasta tu trasgresión no se produjeron frutos de esta locura, injertados como estaban, según Eunomio, en esas mentes, de modo que la ingenuidad fuera el nombre de la esencia del Padre? Adán y todos los que le sucedieron habrían pronunciado esta palabra, si Dios la hubiera injertado en su naturaleza. Pues así como todo lo que ahora crece sobre la tierra continúa siempre, debido a la transmisión de su semilla desde la primera creación, y ni una sola semilla en la actualidad innova sobre la forma natural, así también esta palabra, si hubiera sido, como dices, injertada por Dios en nuestra naturaleza, habría brotado junto con las primeras expresiones de los primeros seres humanos formados, y habría acompañado la línea de su posteridad. Pero dado que esta palabra no existía al principio (pues nadie en generaciones anteriores y hasta el presente pronunció tal palabra, excepto este hombre), es evidente que es una invención bastarda, que ha surgido de la semilla de la cizaña, no de esa buena semilla que Dios ha sembrado, para usar palabras evangélicas, en el campo de nuestra naturaleza. Pues todo lo que caracteriza nuestra naturaleza común no tiene su origen ahora, sino que apareció con ella en su primera formación; como, por ejemplo, el funcionamiento de los sentidos, el instinto apetitivo o contrario del hombre con respecto a cualquier cosa, y otros acompañamientos generalmente reconocidos de su naturaleza, ninguno de los cuales una época particular ha introducido entre quienes nacieron en ella; pero nuestra humanidad se conserva continuamente, de principio a fin, dentro del mismo círculo de cualidades, sin perder ninguna de las que tenía al principio, ni adquirir ninguna de las que no tenía entonces. Pero así como, si bien la vista es una facultad común a nuestra naturaleza, la observación científica se adquiere mediante el entrenamiento de quienes se han dedicado a alguna ciencia (no cualquiera, por ejemplo, puede observar con el teodolito, demostrar un teorema mediante líneas en geometría, o hacer cualquier otra cosa, donde el arte ha introducido, no la mera vista, sino un uso especial de la vista), así también, si bien se podría afirmar que la posesión de la razón es una propiedad común de la humanidad unida a la esencia misma de nuestra naturaleza desde arriba, la invención de términos que significan realidades es obra de hombres que, poseyendo desde arriba el poder de la razón, continuamente encuentran, según lo desean para la elucidación de lo que ven claramente, ciertas palabras que las expresan. Pero si estas opiniones prevalecen, dice él, se prueba una de dos cosas: o bien que la concepción es anterior a quienes la conciben, o bien que los nombres que naturalmente corresponden a la deidad, y preexistentes a todo, son posteriores al comienzo del hombre. ¿Debemos continuar la lucha contra tales afirmaciones y oponernos a un absurdo tan manifiesto?
LXXXVIII
¿Quién, por favor, es tan ingenuo como para resultar perjudicado por tales argumentos e imaginar que, si se cree que los nombres son resultado de la facultad de razonar, debe admitir que la enunciación de nombres es anterior a quienes los pronuncian, o bien que debe pensar que peca contra la deidad, pues cada hombre continúa nombrándola, según cada uno, después del nacimiento, es capaz de concebirla? En cuanto a esta última suposición, ya se ha explicado que el Ser Supremo no necesita palabras emitidas por una voz y una lengua; y sería superfluo repetir lo que sólo obstaculizaría el argumento. En resumen, un Ser cuya naturaleza no es deficiente ni redundante, sino simplemente perfecta, no carece de lo necesario ni posee lo innecesario. Puesto que, pues, hemos demostrado previamente, y todos los pensadores concuerdan unánimemente, que llamar por nombres no es una necesidad de la deidad, nadie puede negar la extrema profanidad de atribuirle así lo que no es necesario.
LXXXIX
No creo que sea necesario detenernos en esto ni examinar minuciosamente lo que sigue. Para el lector más atento, el argumento elaborado por nuestro oponente aparecerá a la luz de un defensor especial del lado de la ortodoxia. Este afirma, por ejemplo, que la imperecibilidad y la inmortalidad son la esencia misma de la deidad. Por mi parte, no veo la necesidad de discutir con él, independientemente de si estas cualidades mencionadas sólo corresponden a la deidad o si son, en virtud de su significado, su esencia; cualquiera de estas dos perspectivas que se adopte respaldará plenamente nuestro argumento. Pues si la imperecibilidad sólo corresponde a la esencia, la no generación también, con toda seguridad, sólo corresponderá a ella; y así, la idea de la no generación dejará de ser la característica de la esencia. Si, por otra parte, porque Dios no está sujeto a la destrucción, se afirma que la imperecibilidad es su esencia, y porque él es más fuerte que la muerte, se define, por tanto, la inmortalidad como su misma esencia, y si el Hijo es imperecible e inmortal (como él lo es), la imperecibilidad y la inmortalidad también serán la esencia del Unigénito. Si, entonces, el Padre es imperecibilidad, y el Hijo imperecibilidad, y cada una de estas imperecibilidades es la esencia, y no existe diferencia entre ellas en cuanto a la idea de imperecibilidad, una esencia no diferirá de la otra en absoluto, ya que en ambas por igual la naturaleza es ajena a cualquier corrupción. Incluso si retomase el mismo método anterior y nos pusiera en la piel de su dilema, del cual, según él, no hay escapatoria, al afirmar que, si distinguimos lo que se deriva de lo que es, hacemos que la deidad sea compuesta, mientras que si reconocemos su simplicidad, entonces la imperecibilidad y la ingeneración se ven de inmediato como significativas de su propia esencia, incluso entonces podemos demostrar que está de nuestro lado. Pues si acepta que Dios se hace compuesto al afirmar que algo le corresponde, entonces ciertamente no puede excluir la paternidad de la esencia, sino que debe confesar que él es Padre por naturaleza, tanto como imperecedero e inmortal; y así, sin proponérselo, debe admitir también que el Hijo participa de esa naturaleza íntima; pues no será posible, si Dios es esencialmente Padre, excluir al Hijo de una relación con él tan esencial. Pero si dice que la paternidad le corresponde a Dios, pero está fuera del círculo de la sustancia, entonces debe concedernos que podemos decir que cualquier cosa que queramos corresponde a la deidad, ya que la simplicidad divina no se ve afectada de ninguna manera, si su cualidad de no-generación se hace significar algo fuera de la esencia. Sin embargo, si declara que la imperecibilidad y la no-generación significan la esencia, y si insiste en que estas dos palabras son equivalentes, ya que, en razón del mismo significado que reside en cada una, no hay diferencia entre ellas, y si así afirma que la idea misma de imperecibilidad y no-generación es una y la misma, Aquel que es el primero de estos debe ser necesariamente el segundo también. Pero que el Hijo es imperecible, observemos, incluso estos hombres no tienen duda; por lo tanto, por el argumento de Eunomio, el Hijo también es no-generado, si imperecibilidad e no-generación han de significar lo mismo. De modo que debe aceptar una de dos alternativas; o bien debe estar de acuerdo con nosotros en que la ingeneración es distinta de la imperecibilidad, o si se mantiene en sus afirmaciones, debe blasfemar de diversas maneras acerca del Unigénito, haciéndolo, por ejemplo, perecedero, para no tener que decir que él es ingenerado y por no poder probar que él es perecedero.
XC
En este momento, ya no sé qué es mejor hacer: seguir con este tema paso a paso, o dar por terminada nuestra disputa con semejante disparate de Eunomio. Pues bien, como en el caso de quienes venden drogas destructivas, un experimento muy ligero garantiza a los compradores el poder destructivo latente en toda la droga, y nadie duda, tras descubrir mediante un experimento su letalidad parcial, de que la droga vendida sea completamente de este carácter mortal, así creo que ya no puede dudar a las personas reflexivas que esta dosis venenosa de argumento, de la que se ha mostrado un ejemplo en lo que ya hemos examinado, seguirá siendo tal como la que acabamos de refutar. Por esta razón, creo que es mejor no extenderme en sus absurdos. Sin embargo, dado que los defensores de este error le encuentran plausibilidad en muchos frentes, y hay motivos para temer que haber pasado por alto alguno de sus esfuerzos se convierta en un pretexto engañoso para tergiversarnos, presentándonos como si hubiéramos eludido su punto más fuerte, ruego por ello a quienes nos acompañan en esta obra que sigan nuestro argumento, sin acusarnos de prolijidad, mientras se expande para hacer frente a los ataques del error en toda su extensión. Obsérvese, entonces, que apenas ha dejado de tejer en las profundidades de su sueño este sueño sobre la concepción, se arma de nuevo con sus recursos de esos métodos monstruosos e insensatos, y convierte su argumento en otro sueño mucho más insensato que su ilusión anterior. Pero podemos comprender mejor lo absurdos de sus esfuerzos observando su tratamiento de la privación; aunque para abordar su sinsentido en toda su extensión se requeriría un Eunomio, o uno de su escuela, hombres que nunca han reflexionado sobre las realidades serias. Sin embargo, lo repasaremos de manera concisa, para que, si bien no se omita ninguna de sus acusaciones, ningún elemento sin importancia pueda ayudar a prolongar la discusión hasta un punto absurdo.
XCI
Cuando Eunomio está a punto de introducir este tratamiento de los términos de privación, se encarga de mostrar el absurdo incurable, como él lo llama, de nuestra enseñanza y su fingida y culpable cautela. Tal es su promesa; pero ¿cuál es la prueba de estas acusaciones? Algunos han dicho que la deidad es ingenerada únicamente por la privación de la generación; pero nosotros, en refutación, decimos que ni esta palabra ni esta idea son aplicables en modo alguno a la deidad. Que señale al sustentador de tal afirmación, si es que alguno, desde la primera creación del hombre hasta la actualidad, ya sea en tierras extranjeras o griegas, se ha comprometido jamás a tal afirmación; y guardaremos silencio. Pero nadie en toda la historia de la humanidad habrá dicho tal cosa, salvo algún loco. ¿Quién estuvo tan aturdido por la embriaguez, tan fuera de sí por la locura o el delirio como para afirmar, en pocas palabras, que la generación pertenece naturalmente al Dios ingenuo, pero que, privado de esta condición natural, se vuelve ingenuo en lugar de generado? Pero estos son los trucos de la retórica; a saber, escapar, cuando son refutados, de la vergüenza de su refutación mediante personajes supuestos. Fue así como se disculpó por su célebre Apología, transfiriendo la culpa de ese título a jurados y acusadores, aunque incapaz de demostrar que hubo acusadores, juicio ni tribunal alguno. Ahora, también, con el aire de quien corrige la necedad ajena, finge que la necesidad lo impulsa a hablar así. En esto consiste su prueba de nuestro absurdo incurable y de nuestra fingida y culpable cautela. Pero continúa diciendo que no sabemos qué hacer en nuestra posición actual, y que para disimular nuestra perplejidad nos dedicamos a insultarlo por su erudición mundana, mientras que nosotros mismos reclamamos el monopolio de la enseñanza del Espíritu Santo. He aquí su otro sueño, a saber: que ha adquirido tanta erudición pagana, y que por medio de ella se presenta como un formidable antagonista de Basilio. De la misma manera, ha habido algunos hombres que se han imaginado entronizados con los basilicales, y de un rango exaltado, porque la visión engañosa de sus sueños, nacida de sus anhelos despiertos, infunde tales fantasías en sus corazones. Dice que nuestro Basilio, sin saber qué hacer después de lo dicho, lo insulta por su erudición mundana. Ciertamente, habría valorado mucho tal insulto, es decir, que lo consideraran formidable por la abundancia de sus palabras, incluso para cualquier oyente común, por no hablar de Basilio y hombres como él (si es que hay alguno que se le parezca, o que alguna vez lo haya habido). Pero, en cuanto a su argumento intermedio, si tan baja vulgaridad y tan insípida bufonería pueden llamarse argumento, con los que cree impugnar nuestra causa, lo dejo pasar, pues considero abominable y descortés manchar nuestro tratado con tales contaminaciones; y las detesto como se detesta una úlcera hinchada y repugnante, o se rechaza el espectáculo que ofrecen aquellos cuya piel está hinchada por el exceso de humores y desfigurada por verrugas tuberosas. Y por un tiempo permitiremos que nuestro argumento se expanda libremente, sin tener que recurrir a defenderse de hombres que están dispuestos a burlarse y a destrozar todo lo que se dice.
XCII
Todo término (es decir, todo término que realmente lo sea) es una expresión que expresa algún movimiento del pensamiento. Pero toda operación y movimiento del pensamiento sano se dirige, en la medida de lo posible, al conocimiento y la contemplación de alguna realidad. Pero entonces, todo el mundo de las realidades se divide en dos partes: lo inteligible y lo sensible. Con respecto a los fenómenos sensibles, el conocimiento, debido a su proximidad, está al alcance de todos; el juicio de los sentidos no da lugar a dudas sobre el tema que se examina. Las diferencias de color, y las diferencias en todas las demás cualidades que juzgamos mediante el oído, el olfato, el tacto o el gusto, pueden ser conocidas y nombradas por todos los que poseen nuestra humanidad común; y lo mismo ocurre con todas las demás cosas que parecen más obvias para nuestra comprensión, es decir, las cosas pertenecientes a la época en que vivimos, diseñadas para fines políticos y morales. Pero en la contemplación del mundo inteligible, debido a que ese mundo trasciende el alcance de los sentidos, nos movemos, algunos de una manera, otros de otra, en torno al objeto de nuestra búsqueda; y luego, según la idea que surge en cada uno de nosotros al respecto, anunciamos el resultado lo mejor que podemos, esforzándonos por acercarnos lo más posible al significado completo de lo pensado mediante frases expresivas. En esto, si bien a menudo es posible haber logrado la tarea de ambas maneras, cuando el pensamiento no falla en dar en el blanco y la expresión interpreta la noción con la palabra apropiada, puede suceder que fallemos incluso en ambas, o al menos en una de las dos, cuando la facultad de comprensión o la capacidad de interpretación no son las adecuadas. Siendo, pues, dos factores por los que cada término se convierte en un término correcto, la exactitud mental y la expresión verbal, el resultado que exige aprobación en ambos sentidos será sin duda el preferible. Pero no será menor la ganancia de no haber errado la concepción correcta, aunque la palabra misma resulte inadecuada para ese pensamiento. Siempre que nuestro pensamiento se dirige a esas cosas elevadas e invisibles que los sentidos no pueden alcanzar (me refiero a ese mundo divino e inefable respecto del cual es audaz captar con el pensamiento cualquier cosa al azar, y más audaz aún confiar a cualquier palabra al azar la representación de la concepción que de él surge), entonces, digo, dejando de lado el mero sonido de las frases, bien o mal pronunciadas según la facultad mental del hablante, buscamos el pensamiento, y solo eso, que se encuentra en las frases, para ver si es correcto o no; y dejamos que las minucias de la frase y el nombre sean tratadas por las artificiosidades de los gramáticos. Ahora bien, dado que sólo designamos con una denominación aquello que conocemos, y aquellas cosas que están más allá de nuestro conocimiento no pueden definirse con términos distintivos (¿cómo se puede identificar algo que desconocemos?), por lo tanto, dado que en tales casos no se encuentra un término apropiado para definir adecuadamente el tema, nos vemos obligados, con muchos y diferentes nombres, según sea la oportunidad, a divulgar nuestras conjeturas sobre la deidad a medida que surgen en nosotros. Pero, por otro lado, todo lo que realmente llega a nuestra comprensión debe ser de una de estas cuatro clases: o bien se contempla como existente en una extensión de la distancia, o bien sugiere la idea de una capacidad en el espacio dentro de la cual se detectan sus detalles, o bien entra en nuestro campo de visión al estar circunscrito por un principio o un fin donde lo inexistente lo limita en cada dirección (pues todo lo que tiene un principio y un fin de su existencia), comienza desde lo inexistente y termina en lo inexistente), o, finalmente, captamos el fenómeno mediante una asociación de cualidades donde se combinan la muerte, el sufrimiento, el cambio, la alteración y similares. Considerando esto, para que el Ser Supremo no parezca tener conexión alguna con las cosas inferiores, usamos, respecto a su naturaleza, ideas y frases que expresan separación de todas esas condiciones; llamamos, por ejemplo, a lo que está por encima de todo tiempo pretemporal; a lo que está por encima del principio incomienzo; a lo que no llega a un fin eterno; a lo que tiene una personalidad separada de un cuerpo incorpóreo; a lo que nunca se destruye imperecedero; y a lo que no recepta el cambio, el sufrimiento ni la alteración inapasionable, inmutable e inalterable. Esta clase de denominaciones puede ser reducida a cualquier sistema que deseen quienes deseen; y pueden fijar sobre estas denominaciones reales otras denominaciones privativas, por ejemplo, negativas, o las que prefieran. Cedemos la enseñanza y el aprendizaje de tales cosas a aquellos que las desean; e investigaremos únicamente los pensamientos, ya estén dentro o fuera del círculo de una concepción religiosa y adecuada de la deidad.
XCIII
Si Dios no existió anteriormente, o si hay un tiempo en que no existirá, no se le puede llamar eterno ni sin principio; ni tampoco inalterable, incorpóreo ni imperecedero, si existe alguna sospecha de cuerpo, destrucción o alteración en él. Pero si es parte de nuestra religión no atribuirle ninguna de estas cosas, entonces es un deber sagrado usar para él nombres que despojen de lo que aborrece su naturaleza, y decir todo lo que ya hemos enumerado tantas veces (a saber: que él es imperecedero, eterno e ingenerado, y los demás términos de esa clase), donde el sentido inherente a cada uno solo nos informa de la privación de lo que es obvio para nuestra percepción, pero no interpreta la naturaleza real de lo que así se aparta de esas condiciones aborrecibles. Lo que la deidad no es, el significado de estos nombres sí lo indica; pero lo que ese otro ser, que no es estas cosas, es esencialmente, permanece sin revelar. Además, incluso el resto de estos nombres, cuyo sentido sí indica alguna posición o estado, no ofrecen esa indicación de la naturaleza divina en sí, sino solo de los resultados de nuestras reverentes especulaciones sobre ella. Pues cuando concluimos de manera general que ninguna cosa existente, ya sea objeto de los sentidos o del pensamiento, se forma espontánea o fortuitamente, sino que todo lo que se puede descubrir en el mundo está vinculado al Ser que trasciende todas las existencias y posee allí la fuente de su continuidad, y entonces percibimos la belleza y la majestuosidad de las maravillosas visiones de la creación, obtenemos así de estas y otras señales similares una nueva gama de pensamientos sobre la deidad, e interpretamos cada uno de los pensamientos que surgen en nosotros con un nombre especial, siguiendo el consejo de la Sabiduría, quien dice que por la grandeza y belleza de las criaturas se ve proporcionalmente a su Creador (Sb 13,5). Por lo tanto, nos dirigimos como creador a Aquel que ha creado todas las cosas mortales, y como todopoderoso a Aquel que ha abarcado una creación tan vasta, cuyo poder ha sido capaz de realizar su deseo. Cuando percibimos el bien en nuestra vida, en consonancia con ello, le damos el calificativo de bueno a Aquel que es la causa primera de nuestra vida. Habiendo aprendido también de las Escrituras la incorruptibilidad del juicio venidero, lo llamamos juez y justo, y en resumen plasmamos los pensamientos que surgen en nuestro interior sobre el Ser divino en el molde de un nombre correspondiente; de modo que no se le da ningún apelativo aparte de una intuición clara sobre él. Incluso la palabra Dios (Θεoς) entendemos que se originó a partir de la actividad de su visión; pues nuestra fe nos dice que la deidad está en todas partes y ve (θεασθαι) todas las cosas, y penetra todas las cosas, y entonces sellamos este pensamiento con este nombre (Θεoς), guiados a él por la santa voz. Porque quien dice "oh Dios, atiéndeme", y "mira, oh Dios", y "Dios conoce los secretos del corazón", revela el significado latente de esta palabra, a saber: que Θεoς se llama así de θεασθαι. Porque no hay diferencia entre decir atiende, mira y ve. Dado que, entonces, el vidente debe mirar hacia alguna visión, Dios es correctamente llamado el vidente de lo que ha de ser visto. Se nos enseña, entonces, con esta palabra una operación seccional del Ser divino, aunque no captemos en el pensamiento por medio de ella su propia sustancia, creyendo, sin embargo, que la gloria divina no sufre pérdida por no encontrar un nombre naturalmente apropiado. Pues esta incapacidad para expresar cosas tan indecibles, si bien refleja la pobreza de nuestra propia naturaleza, ofrece evidencia de la gloria de Dios, enseñándonos, en palabras del apóstol, que el único nombre naturalmente apropiado para Dios es creer que él está por encima de todo nombre (Flp 2,9). Que él trasciende todo esfuerzo del pensamiento y está mucho más allá de cualquier circunscripción por un nombre, constituye una prueba para el hombre de su inefable majestad.
XCIV
Hasta aquí, pues, lo que sabemos sobre los nombres que se pronuncian, en cualquier forma, en referencia a la deidad. Hemos dado una explicación sencilla, sin argumentos, para beneficio de nuestros sinceros oyentes; en cuanto a las insensibles afirmaciones de Eunomio sobre estos nombres, consideramos vergonzoso e impropio rebatirlas seriamente. En efecto, ¿qué se podría responder a quien declara que damos más importancia a la forma externa del nombre que al valor de la cosa nombrada, dando a los nombres la prerrogativa sobre las realidades y la igualdad a las cosas desiguales? Tales son las palabras que pronuncia. Pues bien, que quien pueda hacerlo con consideración juzgue si esta calumniosa acusación suya contra nosotros contiene algo lo suficientemente peligroso como para que valga la pena defendernos de que damos a los nombres la prerrogativa sobre las realidades; porque es evidente para todos que no hay un solo nombre que tenga en sí mismo una realidad sustancial, sino que cada nombre no es más que una marca de reconocimiento colocada sobre alguna realidad o alguna idea, que no tiene existencia en sí misma ni como hecho ni como pensamiento.
XCV
Cómo es posible asignar gratificaciones a lo insubsistente, que este hombre llamado Eunomio, que afirma usar palabras y frases con toda su fuerza natural, explique a los seguidores de su error. Sin embargo, no lo habría mencionado en absoluto si no me hubiera obligado a demostrar la debilidad de nuestro autor, tanto en pensamiento como en expresión. En cuanto a todos los pasajes de los escritos inspirados que arrastra, aunque completamente ajenos a su objetivo, formulando así una diferencia de inmortalidad en ángeles y en hombres, no sé qué tiene en mente ni qué espera demostrar con ellos, y los paso por alto. Lo inmortal, mientras sea inmortal, no admite grados de más o menos que surjan de la comparación. Pues si un elemento de la comparación ha de sufrir, por la fuerza del contraste, una disminución o privación en cuanto a su inmortalidad, necesariamente debe ser que dicho elemento no debe llamarse inmortal en absoluto. Además, ¿cómo puede llamarse absolutamente inmortal aquello en lo que la mortalidad se detecta mediante esta yuxtaposición y comparación? ¡Y pensar en esa fina sutileza suya, al no permitir que la idea de privación sea invariable y general, sino al afirmar, por el contrario, que mientras que la separación de las cosas buenas es privación, la ausencia de cosas malas no debe marcarse con ese término! Si ha de salirse con la suya aquí, tomará la verdad de las palabras del apóstol, que dicen que sólo él tiene inmortalidad (1Tm 6,16), la cual da a los demás. Ni nosotros ni nadie más entre las personas reflexivas podemos entender qué tiene que ver este dictamen recién importado con su argumento anterior. Sin embargo, como no tenemos la fuerza mental para asimilar estas sutilezas científicas, nos llama acientíficos tanto en nuestro juicio sobre los objetos como en nuestro uso de los términos; esas son sus propias palabras. Pero todo esto, como no tiene poder para sacudir la verdad, lo paso por alto sin más detalle; y también cómo tergiversa la visión que hemos expuesto de lo imperecedero y de lo incorpóreo, a saber, que de estos términos el último significa lo adimensional, donde no se encuentra la triple extensión perteneciente a todos los cuerpos, y el primero significa aquello que no es receptivo a la destrucción; y también cómo dice que no creemos correcto dejar que se pierda la forma de estas palabras extendiéndolas a ideas inaplicables a ellas, o imaginar que cada una de ellas es indicativa de algo no presente o no acumulativo; sino que más bien creemos que son indicativas de la esencia real. Considero que todo esto merece silencio y profundo olvido, y dejo al lector la tarea de descubrir por sí mismo su mezcla de locura y blasfemia. De hecho, afirma que lo perecedero no se opone a lo imperecedero, y que el signo privativo no marca la ausencia de lo malo, sino que la palabra objeto de nuestra investigación significa la esencia misma.
XCVI
Si el término imperecedero (o indestructible) no es considerado por este creador de sistemas vacíos (Eunomio) como privativo de destrucción, entonces por una estricta necesidad debe seguirse que esta forma dada a la palabra indica exactamente lo contrario (de la privación de destrucción). Si, es decir, la indestructibilidad no es la negación de la destrucción, debe ser la afirmación de algo incongruente consigo mismo; pues es la naturaleza misma de los opuestos que, cuando se elimina uno, se admite que el otro entre en su lugar. Pero en cuanto a la amarga tarea que requiere para demostrar que la deidad no receptiva a la muerte, como si existiera alguien que sostuviera la opinión contraria, dejamos que se resuelva sola. Porque sostenemos que en el caso de los opuestos, no hay ninguna diferencia en absoluto si decimos que algo es A, o que no es el opuesto de A; Por ejemplo, en la presente discusión, cuando hemos dicho que Dios es vida, implícitamente prohibimos con esta afirmación el pensamiento de la muerte en conexión con él, aunque no lo expresemos en el habla; y cuando afirmamos que él no es receptivo a la muerte, al mismo tiempo mostramos que él es vida.
XCVII
Replica Eunomio que no ve cómo Dios puede estar por encima de sus propias obras simplemente en virtud de cosas que no le pertenecen. Y con esta astuta ocurrencia, califica de combinación de locura y profanidad que nuestro gran Basilio se haya aventurado en tales términos. Pero le aconsejaría que no se excediera en sus obscenidades contra quienes usan estos términos, no sea que inconscientemente se esté insultando a sí mismo. Pues creo que él mismo no negaría que la grandeza misma de la naturaleza divina se reconoce en esto (es decir, en la ausencia de toda participación en las cosas que se muestra que poseen las naturalezas inferiores). Pues si Dios estuviera involucrado en alguna de estas peculiaridades, no poseería su superioridad, sino que se identificaría plenamente con cualquier individuo entre los seres que comparten esa peculiaridad. Pero si él está por encima de tales cosas, precisamente por no poseerlas, entonces también está por encima de quienes sí las poseen; así como decimos que el sin-pecado es superior a los que están en pecado. El hecho de estar alejado del mal es evidencia de que abunda en lo mejor. Pero que nos insulte a su antojo. Sólo comentaremos, de pasada, uno de los puntos mencionados en este apartado, y luego volveremos a la discusión de la cuestión principal. Eunomio declara que Dios supera a los seres mortales como inmortales, a los seres destructibles como indestructibles, a los seres generados como no generados, justo en el mismo grado. ¿No es, entonces, evidente para todos lo que probaría esta blasfemia de un luchador contra Dios? ¿O debemos mediante una demostración verbal revelar la profanidad? Bueno, ¿quién no conoce el axioma de que las cosas que se distancian en la misma cantidad (por algo más) están al mismo nivel? Si, entonces, lo destructible y lo generado son superados en el mismo grado por la deidad, y si nuestro Señor es generado, será para Eunomio sacar la conclusión blasfema resultante de estos datos. Porque es claro que él considera la generación como lo mismo que la destrucción y la muerte, así como en sus discusiones anteriores declara que lo no generado es lo mismo que lo indestructible. Si, entonces, considera la destrucción y la generación al mismo nivel, y afirma que la deidad está igualmente separada de ambas, y si nuestro Señor es generado, que nadie nos exija aplicar la conclusión lógica, sino que la extraiga él mismo; si es cierto, como él dice, que Dios está igualmente separado de lo generado y de lo destructible. Pero, prosigue, no nos es lícito llamarlo indestructible e inmortal en virtud de la ausencia de muerte y destrucción. Que quienes se dejan llevar por la nariz y se desvían en la dirección que cada maestro sucesivo desee, crean esto, y que declaren que la destrucción y la muerte pertenecen a Dios, ¡para que sea posible llamarlo inmortal e indestructible! Pues si estos términos de privación, como dice Eunomio, no indican la ausencia de muerte y destrucción, entonces la presencia en él de lo opuesto y ajeno a estas se prueba con toda certeza mediante este tratamiento de los términos. Cada una de las cosas concebibles está ausente de otra, o no está ausente: por ejemplo, la luz, la oscuridad; la vida, la muerte; la salud o la enfermedad. En todos estos casos, si uno afirma que una concepción está ausente, necesariamente demostrará que la otra está presente. Si, entonces, Eunomio niega que Dios pueda ser llamado inmortal por la ausencia de la muerte, probará claramente la presencia de la muerte en él, y así negará cualquier inmortalidad en el caso de la deidad universal. Pero quizás alguien diga que nos basamos injustamente en sus palabras; pues nadie es tan loco como para afirmar que Dios no es inmortal. Si poseemos algún conocimiento de lo que ciertas personas imaginan secretamente, es por sus palabras que tenemos que hacer nuestra conjetura sobre esas cosas secretas.
XCVIII
Por todo ello, volvamos a considerar este dictamen suyo: que Dios no es llamado inmortal en virtud de la ausencia de la muerte. ¿Cómo hemos de aceptar esta afirmación de que la muerte no está ausente de la deidad aunque se le llame inmortal? Si realmente nos ordena pensar así, el Dios de Eunomio será ciertamente mortal y sujeto a la destrucción; pues aquel de quien la muerte no está ausente no es en esencia inmortal. Pero, de nuevo; si estos términos no significan ni la ausencia de muerte ni de destrucción, o bien se aplican falsamente al Dios en general, o bien encierran en sí mismos un significado diferente. Nuestro creador de sistemas debe explicarnos cuál es este significado. Mientras que a nosotros, las personas que, según Eunomio, no somos científicos en nuestro juicio de los objetos y en nuestro uso de los términos, se nos ha enseñado a llamar sano (por ejemplo), no al hombre del que carece de fuerza, sino al hombre del que carece de enfermedad; y no mutilado, no al hombre que se mantiene alejado de las fiestas, sino al hombre que no tiene ninguna mutilación. y otras cualidades que nombramos de la misma manera por la presencia o ausencia de algo; varonil, por ejemplo, y poco varonil; soñoliento e insomne; y todos los demás términos similares que la costumbre sanciona. Sigo sin ver qué provecho hay en dignarme a examinar semejante disparate. Para un hombre como yo, que ha vivido hasta la vejez y cuya mirada se centra únicamente en la verdad, pronunciar las absurdas y frívolas expresiones de un enemigo contencioso corre un gran riesgo de condenación. Por lo tanto, pasaré por alto tanto esas palabras como el pasaje contiguo ("la verdad no da evidencia de unión de naturalezas con Dios"). Pues bien, si estas palabras no se hubieran pronunciado, ¿quién (excepto tú) habría mencionado una doble naturaleza en la deidad? Tú, sin embargo, unes cada idea de cada nombre con la esencia del Padre y niegas que algo externo le corresponda, centrando cada uno de sus nombres en esa esencia. Además, ella tampoco escribe en el código de nuestra religión ninguna idea externa ni inventada por nosotros mismos. Con respecto a estas palabras, de nuevo desaconsejaré la idea de haberlas citado con la intención de divertir al lector con su absurdo. Más bien, lo he hecho para mostrar con qué escaso arsenal de argumentos este hombre, tras criticarnos por nuestra falta de sistema, se atreve a tomarse estas audaces libertades con el nombre de verdad. ¿Qué es él en razonamiento y qué es él en oratoria, para que se deleite así en exhibirse ante sus lectores inflexibles, que lo aplauden como victorioso sobre todos por la fuerza del argumento, cuando ha puesto fin a estas expresiones inconexas de su jerga seca y grandilocuente? La inmortalidad, dice, es la esencia misma. Pero, entonces, ¿qué afirma Eunomio que es la esencia del Unigénito? ¿Es inmortalidad o no? Pues recuerda Eunomio que en su esencia también la singularidad no admite complejidad de naturaleza. Si, entonces, Eunomio niega que la inmortalidad sea la esencia del Hijo, está claro a qué se refiere; pues no se requiere un entendimiento excesivamente penetrante para descubrir qué es lo opuesto directo a lo inmortal. Así como la lógica de la dicotomía exhibe lo destructible en lugar de lo indestructible, y lo mutable en lugar de lo inmutable, también exhibe lo mortal en lugar de lo inmortal. ¿Qué hará, pues, este creador de nueva doctrina? ¿Qué nombre propio nos dará para la esencia del Unigénito? De nuevo le planteo esta pregunta a nuestro autor. Debe conceder que es la inmortalidad o negarla. Si, entonces, no asiente a su existencia. Si, por el contrario, rechaza algo tan monstruoso y nombra la esencia del Unigénito también como inmortalidad, debe concordar con nosotros en que, en consecuencia, no hay diferencia alguna entre ellas en cuanto a esencia. Si la naturaleza del Padre y la naturaleza del Hijo son igualmente inmortalidad, y si esta no se divide por ninguna diferencia, entonces nuestros propios adversarios confiesan que, en cuanto a esencia, no se puede descubrir ninguna diferencia entre el Padre y el Hijo.
XCIX
Ya es hora de exponer esa airada acusación que Eunomio nos lanza al final de su tratado, diciendo que afirmamos que el Padre proviene de lo absolutamente inexistente. Robando una expresión de su contexto, del cual la arrastra, como de su cuerpo circundante, a un aislamiento absoluto, intenta criticarla alterando la palabra, o más bien cubriéndola con la saliva de sus dientes enloquecidos. Por lo tanto, primero daré el significado del pasaje en el que nuestro maestro Basilio nos explicó este punto; luego lo citaré palabra por palabra: al hacerlo, el hombre que se entromete en la obra expositiva de los escritores ortodoxos, sólo para socavar la verdad misma, se revelará en su verdadera cara. Nuestro maestro Basilio, al introducirnos en su propio tratado al verdadero significado de no generado, sugirió una manera de llegar a un conocimiento real del término en disputa, más o menos como sigue, señalando al mismo tiempo que tenía un significado muy alejado de cualquier idea de esencia. Dice Baslio, en efecto, que el evangelista, al iniciar el linaje de nuestro Señor según la carne, desde José, y luego retroceder a la generación que lo precedió, y finalmente concluir la genealogía en Adán, y, dado que no hubo un padre terrenal anterior a esta primera criatura, al afirmar que era hijo de Dios, deja claro a la inteligencia de todo lector, respecto a la deidad, que Aquel de quien Adán provino no tiene su subsistencia de otro, a semejanza de las vidas humanas recién dadas. Cuando, tras haberlo recorrido todo, finalmente captamos la idea de la deidad, percibimos al mismo tiempo la causa primera de todo. Pero si dicha causa depende de algo más, entonces no es una causa primera. Por lo tanto, si Dios es la causa primera del universo, no habrá nada que trascienda esta causa de todas las cosas. Tal fue la exposición de nuestro gran Basilio sobre el significado de no generado; y para que nuestro testimonio al respecto no se extralimite en la verdad exacta, citaré el pasaje del evangelista Lucas, que al presentar la genealogía según la carne de nuestro Dios y salvador Jesucristo, y ascender del último al primero, comienza con José, diciendo que era "hijo de Elí, que a su vez era hijo de Matat", y así, ascendiendo, lleva su enumeración hasta Adán; pero cuando llega a la cima y dice que Set "era hijo de Adán, que a su vez era hijo de Dios", entonces detiene este proceso. Como, pues, ha dicho que Adán era hijo de Dios, preguntaremos a estos hombres: y Dios, ¿de quién es hijo?. ¿No es obvio para la inteligencia de todos que Dios no es hijo de nadie? Pero ser hijo de nadie es carecer de causa, claramente; y carecer de causa es no ser generado. Ahora bien, en el caso de los hombres, ser hijo de alguien no es la esencia, y ya no es posible, en el caso de la deidad que gobierna el mundo, decir que el ser ingenerado es la esencia.
C
¿Con qué ojos os atreveréis ahora a contemplar a vuestro guía, oh herejes? ¡Os hablo a vosotros, oh rebaño de almas que perecen! ¿Cómo podéis todavía volveros a escuchar a este hombre que ha erigido semejante monumento a su desvergüenza argumentativa? ¿No os avergonzáis ahora, al menos, si no antes, de tomar la mano de un hombre como este para que os conduzca a la verdad? ¿No lo consideráis una señal de su locura en cuanto a la doctrina, que se oponga así descaradamente a la verdad contenida en las Escrituras? ¿Es esta la manera de hacerse el campeón de la verdad de la doctrina, es decir, acusar al gran Basilio de derivar al Dios sobre todo de aquello que no tiene absolutamente ninguna existencia? ¿Debo decir cómo lo expresa? ¿Debo transcribir las mismas palabras de su desvergüenza? Dejo pasar su insolencia; no culpo a sus invectivas, pues no censuro a quien tiene mal aliento porque huela mal; O alguien que tiene una mutilación corporal, porque está mutilado. Cosas como esas son las desgracias de la naturaleza; escapan a la culpa de quienes pueden reflexionar. Esta fuerza de vituperio, entonces, es una debilidad en el razonamiento; es una aflicción de un alma cuyas facultades de argumentación sólida están dañadas. Ni una palabra de mí, entonces, sobre sus invectivas. Pero en cuanto a ese silogismo, con sus pliegues firmes e irrefutables, en cuya conclusión, para lograr su querido objetivo, llega a esta acusación contra nosotros, lo escribiré con sus propias palabras precisas. Le permitiremos decir que el Hijo existe por participación en lo autoexistente; pero (en lugar de esto), inconscientemente ha afirmado que el Dios sobre todo proviene de la nada absoluta. Porque si la idea de la ausencia de todo equivale a la de la nada absoluta, y la transposición de equivalentes es perfectamente legítima, entonces quien dice que Dios proviene de la nada dice que proviene de la nada. ¿A cuál de estas afirmaciones dirigiremos primero nuestra atención? ¿Criticaremos su opinión sobre la existencia del Hijo por participación en la deidad, y su forma de aniquilar con la grosería de su lengua a quienes no la aceptan; o examinaremos el sofisma, tan fríamente construido a partir de la materia de los sueños? Sin embargo, quien posea una pizca de sagacidad práctica no ignora que solo los poetas y los creadores de mitología engendran hijos por participación en el Ser divino. Es decir, quienes hilan los mitos en sus poemas, inventan un Dioniso, un Hércules, un Minos y similares, combinando lo sobrehumano con cuerpos humanos; y exaltan a tales personajes por encima del resto de la humanidad, presentándolos como de mayor estima por su participación en una naturaleza superior. Por lo tanto, respecto a esta opinión suya, que lleva en sí misma la evidencia de su propia locura y profanidad, es mejor callar; y repetir en cambio ese irrefutable silogismo suyo, para que todo pobre ignorante de nuestro lado pueda comprender cuáles y cuántas son las ventajas de las que se ven privados quienes no están adiestrados en sus métodos técnicos. Dice: "Si la idea de la ausencia de todo equivale a la de la nada absoluta, y la transposición de equivalentes es perfectamente legítima, entonces Dios proviene de la nada". Eunomio blande sobre nosotros esta arma aristotélica, pero ¿quién le ha concedido aún que decir que alguien no tiene padre equivale a decir que ha sido engendrado de la nada absoluta? Quien enumera a las personas cuyo linaje está registrado en las Escrituras claramente piensa en un padre que precede a cada persona mencionada. Pues ¿qué parentesco tiene Elí con José? ¿Qué parentesco tiene Matat con Elí? ¿Y qué relación tiene Adán con Set? ¿No es evidente para un simple niño que este catálogo de nombres es una lista de padres? Pues si Set es hijo de Adán, Adán debe ser el padre de uno que así nazca de él. Entonces dime, oh Eunomio: ¿Quién es el padre de la deidad que está sobre todo? Vamos, responde a esta pregunta, abre los labios y habla, emplea toda tu habilidad en la expresión para responder a tal indagación. ¿Puedes descubrir alguna expresión, oh Eunomio, que eluda la comprensión de tu propio silogismo? ¿Quién es el padre del Ingenerado? ¿Puedes decirlo? Si puedes, entonces él no es ingenerado. Presionado así, dirás, lo que de hecho la necesidad te obliga a decir: Nadie lo es. Bueno, mi querido señor, ¿aún no encuentras que las débiles costuras de tu sofisma ceden? ¿No percibes que has babeado en tu propio regazo? ¿Qué dice nuestro gran Basilio? Porque él dice que el Ingenerado no proviene de ningún padre. La conclusión que se extrae de la mención de los padres en la genealogía precedente permite, oh Eunomio, añadir la palabra padre, incluso en el silencio del evangelista, a esta confesión de fe. Mientras tanto, tú has transformado a nadie en nada, y de nuevo a nada en la absoluta nada, inventando así ese falaz silogismo tuyo. Por consiguiente, este astuto resultado de tu astucia profesional se volverá en tu contra. Y ahora te pregunto, oh Eunomio: ¿Quién es el padre del Ingenerado? Nadie, estarás obligado a responder, pues el Ingenerado no puede tener padre. Entonces, si nadie es el padre del Ingenerado, y tú has transformado a nadie en nada en absoluto, y "nada en absoluto" es, según tu argumento, lo mismo que la nada absoluta, y la transposición de equivalentes es, como tú dices, perfectamente legítima, entonces concluirás conmigo en esto: que quien dice que nadie es el padre del Ingenerado, dice que la deidad que está por encima de todo proviene de la nada absoluta. Ese es tu absurdo argumento, oh Eunomio, ese es tu loco resultado.
CI
Para usar tus propias palabras, oh hereje Eunomio, no es precisamente necesario valorar el carácter del ser inteligente antes de serlo realmente (pues quizás esto no sea una gran desgracia), sino desconocerse a sí mismo y ver cuán grande es la distancia entre el albahaca que se eleva y un reptil servil. Porque si esos ojos suyos, con su divina penetración, aún miraran este mundo, y si aún se extendieran sobre la humanidad las alas de su sabiduría, te habría mostrado con la rápida velocidad de sus palabras cuán frágil es esa cáscara de locura en la que estás encerrado, y cuán grande es aquel Basilio a quien te opones con tus errores, mientras con insultos e invectivas buscas una reputación entre criaturas decrépitas y despreciables. Aun así, no debes perder la esperanza de sentir las garras de ese gran hombre. De hecho, esta obra mía, si bien comparada con la suya sería tan sólo una fracción de una de sus garras, también tiene, en lo que respecta a la tuya, capacidad suficiente para haber roto la corteza exterior de tu herejía y haber detectado la deformidad que se esconde en su interior.