JUAN CRISÓSTOMO
Domnina, Bernice y Prosdoce de Antioquía

I

No han corrido aún veinte días desde que celebramos la fiesta de la cruz, y he aquí que ahora celebramos la memoria de los mártires. ¿Advertís cuan pronto aparece el fruto de la muerte de Cristo? Por aquel Cordero, estas corderillas han sido degolladas; por aquel Cordero, estas víctimas; por aquel sacrificio, estas oblaciones. No han pasado veinte días, y el leño de la cruz ha germinado rápidamente en preclaros brotes de mártires. Sí, éstos son los frutos de aquella muerte. Mirad cómo el día de hoy se nos presenta la demostración de lo que entonces se dijo, mediante las obras. Decíamos entonces: "Rompió las puertas de bronce y quebrantó los cerrojos de hierro". Esto se demuestra, el día de hoy, con las obras. Si Cristo no hubiera quebrantado las puertas de bronce, estas mujeres no se habrían atrevido con tanta facilidad a entrar. Si Cristo no hubiera destrozado los cerrojos de hierro, unas tiernas vírgenes no habrían podido quitarlos. Si Cristo no hubiera inutilizado la cárcel, no habrían entrado las mártires con tanta confianza.

II

No hace mucho, surgió una guerra, la más grave de todas, contra la Iglesia. Era una guerra doble. Una nacida en el interior, otra que vino del exterior. Aquélla era doméstica, ésta de los enemigos; aquélla suscitada por los familiares, ésta por los extraños. Por cierto, que aunque hubiera sido solamente una, aun así habría sido un mal intolerable. Y aunque sólo hubiera venido de los extraños, aun así habría sido enorme la magnitud de esa calamidad. En realidad, fue doble, y fue mucho más grave la de los domésticos que la de los extraños, porque fácilmente podemos precavernos contra quien se declara enemigo, pero de aquel que se encubre bajo el disfraz de amigo, y con todo tiene afectos no diferentes de los de un enemigo, difícilmente se logran captar las asechanzas.

III

Había entonces una guerra doble, una de parte de los conciudadanos, otra de parte de los extranjeros. O si ha de decirse la verdad con exactitud, ambas eran de parte de los conciudadanos. ¿Por qué? Porque los que atacaban desde fuera (jueces, magistrados y milites) no eran precisamente extranjeros ni bárbaros, ni de algún otro reino, sino gente que se regía por las mismas leyes, habitaba en la misma patria y participaba de las mismas instituciones que nosotros. Fue aquella guerra, por tanto, una disensión civil, suscitada por los jueces y agravada por los parientes, de un género nuevo y lleno de crueldad. Los hermanos eran traicionados por los hermanos, los hijos por los padres, las esposas por los maridos. Se pisoteaban todos los lazos del parentesco, y se encontraba en revolución toda la tierra, y nadie había entonces amigo de otro, porque el demonio dominaba en una forma exorbitante.

IV

En aquella guerra y confusión, las mujeres, con cuerpo femenino y alma varonil, traspasaban no sólo los límites del ánimo varonil, sino los de la naturaleza misma, y sostuvieron la batalla contra las potestades incorpóreas. Es el caso de nuestras mártires Domnina, Bernice y Prosdoce, que abandonaron nuestra ciudad, su casa y sus parientes, y emigraron lejos todas juntas. ¿Por qué? Por lo que ellas mismas decían: que "cuando Cristo es despreciado, no debe haber para nosotras cosa alguna más preciosa que Cristo, ni estar tan unidas como con el parentesco". Por este motivo, tras abandonarlo todo, las tres se alejaron. Era ya media noche, cuando su mansión empezó a arder, y los que estaban dentro dormían. En cuanto escucharon el tumulto, al punto saltaron de sus lechos hacia el vestíbulo, y salieron apresuradas por las puertas de la casa, sin tomar nada de lo que dentro quedaba. Sólo una cosa las apresuraba: salvar sus cuerpos de las llamas, y tomar la delantera al fuego que velozmente avanzaba. Y así es como ellas procedieron.

V

Cuando vieron toda la calle incendiada y en llamas, al punto atravesaron las puertas de la ciudad y se alejaron rápidamente, buscando una sola cosa: conservar a salvo sus almas a cualquier precio, de cualquier manera. Por lo visto, el incendio era recio, y era profunda la tiniebla que se extendía y dominaba, y mucho más tétrica aún era la oscuridad. Por esas tinieblas, los amigos no conocían a los amigos, y los esposos traicionaban a sus esposas, y pasaban de lado junto a los enemigos mientras que desgarraban y destrozaban a los amigos y familiares. Aquello era una batalla nocturna y destructora, y todo estaba lleno de tumulto. Fue entonces cuando ellas abandonaron la patria, y se retiraron emulando al patriarca Abraham, al cual le fue dicho: "Sal de tu tierra y de tu parentela". De igual modo, a estas mujeres la ocasión de la guerra las excitaba a salir de su patria y de su parentela, para obtener la herencia del cielo.

VI

Salía de su casa, pues, aquella mujer (Domnina) con sus dos hijas (Bernice y Prosdoce), todas ellas educadas en la abundancia y sin la costumbre de sufrir semejantes miserias. Salían rodeadas de grandes dificultades, porque no eran varones, porque el viaje era largo camino, porque no tenían a la mano bestias de carga ni servidores, porque los caminos presentan peligros. No estaba en su mano el regresar, porque en su patria estaban los senadores inicuos, y la traición de los amigos, y el tumulto y el alboroto. Por delante, tan sólo podían esperar los asaltos de diversos peligros, y el peligro de su alma, y verse rodeadas por todas parte de enemigos. ¿Qué discurso podrá expresar, pues, la lucha de aquellas mujeres? Tan sólo éste: la fortaleza, la magnanimidad y la fe.

VII

Si solamente hubiera salido la madre, el certamen no habría sido tan insoportable. Mas cuando llevaba a sus hijas, y ambas doncellas, tenía duplicado el motivo de temor y la ocasión de grandes cuidados (porque cuanto era mayor el tesoro, tanto más difícil debía ser su guarda). Salía Domnina, pues, llevando consigo sus dos vírgenes, sin tener una casa donde ocultarlas. Ya entendéis que, para custodiar la flor de la virginidad, se necesita una casa, gineceo, puertas, cerrojos, guardias y gente que duerma vecina, y siervas y nutricias, y vigilancia asidua de parte de la madre, y providencia del padre, y muchos cuidados de parte de los parientes. En cambio, aquella mujer se encontraba destituida de todos estos auxilios. ¿Cómo, pues, podría defender a sus doncellas?

VIII

Con la guarda de las leyes divinas, la madre no tenía casa ni un muro donde ampararlas, pero tenía la mano poderosa que desde el cielo la protegía. No tenía puertas ni cerrojos, pero poseía la verdadera puerta que apartaba lejos todas las sospechas. Así como en Sodoma la casa de Lot era asediada, y con todo nada malo padecía (porque dentro tenía un ángel), así estas mártires, colocadas entre los sodomitas y los enemigos, y sitiadas por todas partes, nada malo sufrían, porque llevaban como habitante de sus almas al Rey de los ángeles, y en aquel camino nada padecían porque este camino las conducía al cielo. Por esto, aunque apretadas por un tan grande tumulto y guerra, y entre tantas olas, las tres caminaban seguras. Como ovejas entre lobos, y como corderillas entre leones, así ellas se abrían paso, y nadie las miraba con ojos lascivos. Así como Dios no permitió a los sodomitas, aunque estaban junto a la puerta, dar con la entrada, así en este caso cegó los ojos de todos, a fin de que aquellos cuerpos virginales no cayeran en sus manos.

IX

En concreto, las tres se dirigieron a una ciudad llamada Edesa, la más agreste entre muchas, pero también la más insigne por su piedad. ¿Qué fue lo que de aquella ciudad les pareció suficiente? ¿Por qué encontraron en ella un refugio en semejante oleaje, y un puerto en semejante tempestad? El hecho es que aquella ciudad recibió a las peregrinas, y custodió el depósito que se le confiaba. Allí, nadie acusó de debilidad a estas mujeres, ni les recriminó que huyeran, y la mayoría percibió que ellas cumplían el precepto del Señor que dice: "Cuando os persigan en esta ciudad, huid a otra". La gente cayó en la cuenta que ése era el motivo por el que habían huido de su ciudad estas mujeres, y que habían preferido el desprecio de las cosas presentes a despreciar a Cristo. En efecto, "cualquiera que abandone por mí a sus hermanos, hermanas, patria, casa o amigos y parientes, recibirá el ciento por uno y poseerá la vida eterna". Ellas tenían a Cristo habitando en ellas, y si "donde están dos o tres congregados, ahí está Cristo en medio", ¿acaso no merecían el auxilio de Cristo?

X

Mientras así estaban estas mujeres, por todas partes, y en todas las direcciones, eran enviados edictos criminales, repletos de malvada tiranía y de bárbara crueldad. Eran edictos que literalmente decían: "¡Entreguen los parientes a los parientes, los maridos a sus esposas, los padres a sus hijos, los hermanos a sus hermanos, los amigos a sus amigos!". Acordaos en este punto de aquella palabra de Cristo, y admiraos de su predicción, que ya de antemano él había dejado dicho: "Entregará el hermano al hermano, el padre al hijo, y se levantarán los hijos contra los padres".

XI

En efecto, Cristo predijo estas cosas por tres razones. En primer lugar, para que conozcamos su poder y que es verdadero Dios, puesto que conoce desde mucho antes las cosas que aún no han sucedido. Para que entiendas que éste fue el motivo por que predijo las cosas futuras, óyelo cómo dice: "Os he dicho estas cosas antes de que sucedan, para que cuando sucedan creáis que yo soy". En segundo lugar, para que ninguno de los adversarios vaya a decir que estas cosas suceden sin que Dios las pueda impedir, porque es débil. De ahí que las predijera Cristo, para dejar claro que, quien con tanta antelación pudo preverlas, pudo también evitarlas, y si no las impidió es para que se convirtieran en coronas más preclaras. En tercer lugar, para que se les sea más fácil la lucha a quienes ya están en el estadio, soportando unos males que no se esperaban. ¿Por qué? Porque al estar avisados, ya están preparados, y cuando llegan ya saben cómo afrontarlos.

XII

Volviendo al asunto, los enemigos que emitían aquellos decretos manifestaban su propia crueldad, pero sin saberlo daban veracidad a la profecía de Cristo (que los hermanos serían traicionados por los hermanos, y los padres por los hijos, y la naturaleza misma se haría la guerra a sí misma). Por tales decretos contra los cristianos, el parentesco se desgarraba en sí mismo, las leyes naturales eran arrancadas de cuajo, todos los sitios se llenaban de tumulto y revuelta, las casas se llenaban de sangre, y detrás de todo estaba el demonio. El padre entregaba a su hijo, pero era el mismo demonio quien lo degollaba. Entre los dos empujaban la espada, y cometían el asesinato, y llevaban a cabo todo el negocio. El padre, porque entrega al hijo al asesino, cometiendo él mismo el homicidio. El demonio, porque eran quien maquinó eso de "procuremos que ellos mismos se maten, los padres a los hijos y los hijos a los padres". Tales eran las maquinaciones del demonio, y ¡los padres inmolaban a sus hijos! Ya el profeta había clamado eso mismo y había dicho: "Inmolaron a los demonios a sus hijos e hijas". Como se ve, los que estaban sedientos de sangre eran los demonios, y los que estaban carentes de raciocinio eran los padres. ¿Cómo se llevó a cabo, en concreto? De la siguiente manera. Como no se atreverían a gritar con toda impudencia "¡matad a vuestros hijos!", porque nadie les habría obedecido, los demonios echaron por otro camino, a saber: la emisión de edictos imperiales, a través de premios y castigos. ¿Edictos de qué? De esto mismo: de denunciar a todo cristiano que exista.

XIII

Tras la emisión de dichos edictos, pudieron verse por todo el Imperio parricidas, filicidas, fratricidas, sicarios y amicidas, porque todo estaba lleno de tumulto y de revuelta. En cambio, aquellas mujeres (Domnina y sus dos hijas) gozaban de una profunda tranquilidad, porque un muro las rodeaba por todos lados: la esperanza de los bienes futuros. Viviendo en tierra extraña, ellas no vivían en ella, pues su verdadera patria era la fe y su propia ciudad la confesión de su fe. Alimentadas con la magnífica esperanza, no reparaban en las estrecheces presentes, porque tenían los ojos fijos únicamente en las venideras.

XIV

Estando así las cosas, llegó a aquella ciudad el padre de ellas, acompañado de militares, para darles caza. Se presenta pues, el padre y esposo, puesto que es necesario llamarlo padre y marido, a pesar de que se ocupaba en semejantes menesteres. No obstante, perdonémosle en cuanto se pueda, porque al fin y al cabo es padre de mártires y esposo de mártir. No aumentemos el dolor de su herida, sino consideremos la prudencia de aquellas mujeres. Nada más recibir la noticia, Domnina no dudó ni un instante lo que debía hacer, y así se lo dijo a sus hijas: "Si tenemos posibilidad de huir, huyamos; si fuese necesario entrar al combate, mantengámonos en pie firme ante los verdugos. No atraigamos sobre nosotras la tentación, sino evitémosla. Tampoco rechacemos el combate, para dar ejemplo de moderación y fortaleza". 

XV

Comenzando por la primera de las medidas, Domnina y sus dos hijas dejaron sigilosamente Edesa y se encaminaron hacia una ciudad llamada Hierápolis, verdadera ciudad sagrada de maquinarias y artificios. Marchaban por un camino que iba pegado a un río que corría a su lado, sin ser advertidas por nadie. En un momento dado, las dos hijas divisaron, al otro lado del río, a los soldados que las perseguían, comiendo y embriagándose junto a su padre. Unos dicen que las tres se valieron del auxilio del padre para ocultarse y engañar a los soldados, y así lo creo yo. Lo creo porque tal vez el padre se pudo haber arrepentido, y quiso por lo menos tener una mínima excusa a su traición de fe en el día del juicio supremo. En todo caso, el padre fue el que provocó su martirio, las ayudase a esconderse de los soldados o no. Otros dicen que fueron ellas las que invocaron su auxilio al padre, y por ello fueron descubiertas por los soldados. En todo caso, el padre pudo apartar de allí a los soldados, y no lo hizo. En definitiva, los soldados descubrieron a las jóvenes y a su madre al otro lado del río, y hacia ellas se precipitaron. Yendo ya los soldados por la mitad del río, la madre se arrojó en aquellas aguas corrientes, y las dos hijas hicieron lo mismo al instante. ¡Entró, pues, la madre con sus dos hijas! ¡Óiganlo las madres y también las doncellas, para que éstas obedezcan de ese modo a sus madres, y aquéllas eduquen a éstas de esa forma! Se sumergió en las aguas, como decía, la madre, llevando a los lados a sus dos hijas. La que tenía esposo se sumergió en medio de las dos célibes, el matrimonio en medio de la virginidad, y Cristo en medio de todas. A la manera de una raíz que se tiene entre dos retoños, así entraba en el río aquella mujer bienaventurada, teniendo a los lados a sus doncellas vírgenes. Ella misma las empujaba a lo profundo del agua, para guardar su virginidad, y así se ahogaron. O mejor dicho, así se bautizaron con un bautismo nuevo y admirable. Si queréis ver cómo fue claramente aquello un bautismo verdadero, oíd a Cristo llamando bautismo a su muerte, cuando dijo a los hijos de Zebedeo: "Beberéis mi cáliz, y seréis bautizados con el bautismo con que yo he de ser bautizado".

XVI

En efecto, ¿con qué otro bautismo fue bautizado Cristo, después del de Juan, sino con el de su muerte en la cruz? Así como Santiago fue decapitado, y no puesto en la cruz, y con todo fue bautizado con el bautismo de Cristo, así estas mujeres, aunque no fueron puestas en la cruz, sino muertas en las aguas, fueron bautizadas con el bautismo de Cristo. Además, a las doncellas ¡las bautizó su propia madre! ¿Qué dices, Juan? ¿Una mujer bautizando? Sí, porque en esta clase de bautismos también las mujeres bautizan. Domnina no necesitó ninguna piscina, pues el río le sirvió de baptisterio. Por eso dice Pablo: "En esto hemos sido injertados en Cristo: por la semejanza con su muerte". Mientras que Pablo no habla del bautismo "por la semejanza", en el caso del martirio sí que dice que "somos configurados con su muerte".

XVII

Llevaba la madre a sus dos hijas, pero no como quien las arroja al río sino como quien las conduce al tálamo nupcial. Las llevaba a su lado y decía: "Heme aquí, junto a mis doncellas. Tú me las diste, a ti las encomiendo, tanto a ellas como a mí misma". De manera que fue doble el martirio de esta mujer. O mejor dicho, triple, porque lo sufrió una vez por sí misma y dos por sus hijas, y del mismo modo que para arrojarse ella al profundo río necesitó gran fortaleza, para arrojar a las hijas necesitó igual o mayor fortaleza. Sobre todo, mucha más fortaleza, porque no suelen dolerse las madres tanto cuando ellas han de perecer como cuando sus hijas han de morir. De manera que ésta sufrió un martirio mayor a través de sus hijas, puesto que tuvo que vencer el impulso de la naturaleza (que es tiránico) y apagar la llama del amor maternal (encendida por el parto), y luchar contra la intolerable sacudida de sus entrañas y la conmoción más íntima de su ser. Si cualquier mujer, viendo muerta a una hija, estima que ya su vida es pura tristeza, ésta ¡vio morir a dos, y arrastradas por su propia mano! Ése fue el martirio que Domnina hubo de soportar, experimentando lo que para otras madres es insoportable tan sólo de oír.

XVIII

Los soldados, ignorantes de la determinación de las dos jóvenes, las esperaban para aprisionarlas, pero ellas estaban ya con los soldados celestes de Cristo. Por lo que hace a la madre, dice Pablo que "se salvará mediante la generación de sus hijos". Pues bien, aquí fue al revés: que las hijas se salvaron mediante su madre. De esta manera conviene que den a luz las madres, porque esta forma de dar a luz es superior a aquella otra, y en ésta los dolores son más grandes y mayores las ganancias. Acerca de los dolores primeros, saben por experiencia quienes han sido madres cuan graves son los sufrimientos cuando ven a sus hijas muertas. Esto es algo que apenas puede expresarse con palabras.

XIX

¿Por qué motivo Domnina no se presentó ante el tribunal? Porque quiso erigir su trofeo aun antes de dar la batalla, y antes del certamen arrebatar la corona, y antes del combate llevarse el premio. Y no porque temiera los tormentos, sino porque no quería que los ojos lascivos mancillaran a sus hijas. Domnina no temía que les traspasaran los costados, sino que les corrompieran su virginidad. Esto era lo que temía, pues de lo contrario se habría presentado ante los tribunales, y con sumo gusto habría sufrido tormentos mucho mayores que los del río. Por supuesto, sin obviar lo doloroso que es, como ya dije, tener que sumergir en el agua a los dos retazos de sus entrañas, y mirar cómo se ahogan al tiempo que las sumerge ella misma en las corrientes, haciendo ella las veces del verdugo. Ciertamente, esto es mucho más grave y más intolerable, aunque aquel otro martirio sea más cruento.

XX

Todas vosotras, las que habéis sido madres, estáis de acuerdo conmigo en este razonamiento, porque habéis experimentado los dolores del parto y habéis procreado hijos. ¿Cómo sujetó Domnina los cuerpos de sus doncellas? ¿Cómo pudo ser que las manos de Bernice y Prosdoce no se le deshacieran? ¿Cómo que sus nervios no se desmayaran? ¿Cómo ponerse al servicio de semejantes hechos? Aquella hazaña fue más amarga que infinitos tormentos, puesto que en vez del cuerpo era atormentada el alma. Sí, mas ¿por cuánto tiempo nos estaremos esforzando por alcanzar lo que nadie pudo alcanzar? Además, no puede la palabra igualar la grandeza de los sufrimientos, sino sólo quien tuvo experiencia de ello, y sólo quien llevó a cabo estos combates. ¡Oigan esto las madres, óiganlo las doncellas! Las madres, para que eduquen así a sus hijos. Las doncellas, para que obedezcan del mismo modo a sus madres. No alabemos únicamente a la madre que tales cosas ordenó, sino admiremos también a las dos doncellas que tales cosas obedecieron. No necesitó la madre ataduras para aquel sacrificio, pero las terneras tampoco se resistieron. Con igual alegría llevaron las tres el yugo del martirio, y se descalzaron en la ribera, y entraron en la corriente. Lo hicieron con el fin de ayudar a los guardias, y no sólo ante los jueces y los edictos, sino ante el futuro Juez y su supremo juicio. Por esto dejaron su calzado, para asegurar la conciencia de los soldados y dejar claro que ellas, espontáneamente, habían saltado atrevidamente al río.

XXI

Quizás estéis ya encendidos en no pequeño amor a estas santas. Pues bien, con esa llama de cariño postrémonos delante de sus reliquias, y abracemos sus lóculos. Estos lóculos tienen gran fuerza, del mismo modo que la tienen sus huesos. Estemos junto a ellos no sólo en este día de su festividad, sino también el resto del año, y pidámosles que nos sirvan de patronas. Si gran confianza y libertad tuvieron al hablar cuando estaban vivas, también después de su muerte lo siguen haciendo, y aun mucho más. Mucho más porque ahora portan las llagas de Cristo, y con esas llagas pueden obtener mucho más de parte del gran Rey. Hagámoslas, pues, nuestras amigas, por medio de la continua asistencia y de las frecuentes visitas. Imploremos por su intercesión la misericordia de Dios, la cual alcancemos todos por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo.

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Traducido por
Manuel Arnaldos, ed. EJC, Molina de Segura 2025

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