OPTATO DE MILEVI
Contra los Donatistas

LIBRO I

I
El don divino de la paz, otorgado a todos los cristianos

Una sola fe, honorable hermano Parmeniano, nos encomienda a todos los cristianos a la custodia de Dios todopoderoso. A esta fe corresponde creer que el Hijo de Dios, el Señor, vendrá a juzgar al mundo; que él, que ya vino, nació, según su naturaleza humana, de María, una virgen; que sufrió, murió y (tras ser sepultado) resucitó de la tumba. Además, antes de ascender al cielo, de donde había descendido, dejó, por medio de sus apóstoles, como regalo de despedida, a todos los cristianos, la paz, para que no pareciera que solo a sus apóstoles había dejado esta paz, dijo: "Lo que a vosotros os digo, a todos lo digo", y: "Mi paz os doy, mi paz os dejo". Así, que la paz ha sido dada a todos los cristianos. Sabemos que es la paz de Dios porque Cristo "mi paz", y cuando dice "os doy" sabemos que quiso que perteneciera no sólo a él, sino también a todos los que creyeran en él.

II
Esta paz fue perturbada por el cisma donatista

La paz hubiera permanecido íntegra e inviolada, como fue dada por Cristo, si no hubiera sido perturbada por los autores de vuestro cisma. Y no habría hoy ningún desacuerdo entre nosotros y vosotros, ni estaríais vosotros causando a Dios lágrimas inconsolables (como atestigua el profeta Isaías), ni mereceríais el nombre de cismáticos, ni haríais las obras de los falsos profetas, ni habríais construido un muro desmoronado y blanqueado, ni derribaríais las mentes simples y crédulas. Tampoco, imponiendo malvadamente las manos sobre las cabezas de todos, colocaríais sobre ellos los velos de la destrucción, ni hablaríais cosas malas a Dios, ni rebautizaríais a los fieles. Ni deberíamos ahora lamentarnos por las almas que vosotros habéis destruido o matado, almas de inocentes por quienes Dios fue el primero en lamentarse y en decir por boca del profeta Ezequiel: "¡Ay de vosotros, que ponéis un velo sobre cada cabeza y sobre cada era, para la destrucción de las almas! Las almas de mi pueblo han sido destruidas, y me hablaron cosas malas entre mi pueblo, para matar almas que no deben morir, mientras proclamáis a mi pueblo vuestros vanos engaños".

III
Los cismáticos, también hermanos

Para que nadie diga que, sin pensarlo, os llamo hermanos, yo respondería que lo sois, porque no podemos escapar de las palabras del profeta Isaías. Y aunque vosotros no negaríais (como todos los hombres bien saben) que nos tenéis en aborrecimiento, y nos proscribís completamente, y no estáis dispuestos a ser llamados nuestros hermanos, aún así no podemos apartarnos del temor de Dios, porque el Espíritu Santo nos exhorta por medio del profeta Isaías, diciendo: "Vosotros que teméis la palabra del Señor, escuchad la palabra del Señor". Hermano Parmeniano, a vosotros que nos detestáis y nos maldecís, y no queréis ser llamados nuestros hermanos, os decimos: "Sois nuestros hermanos". Sois, sin duda, hermanos, aunque no buenos hermanos. Por tanto, que nadie se extrañe de que llame hermanos a quienes no pueden evitar ser nuestros hermanos. Ellos y nosotros tenemos un mismo nacimiento espiritual, aunque nuestra conducta sea muy diferente. Incluso Cam, que se burló indebidamente de la vergüenza de su padre, era hermano del inocente. De acuerdo con sus merecimientos, incurrió en el yugo de la esclavitud, de modo que él fue asignado en servidumbre a sus hermanos. De esto vemos que, incluso donde hay pecado, el nombre de la hermandad no se pierde. En cuanto a los pecados de ti y de tus hermanos, hablaré en otro lugar. Pues ellos, sentados frente a nosotros, hablan mal de nosotros. Se asocian con ese ladrón que roba a Dios, comparten su suerte con los adúlteros (es decir, con los herejes), hacen de sus pecados un motivo de alabanza y traman palabras de reproche contra nosotros los católicos. Todos los cismáticos, cada uno en su propio distrito, arman un gran alboroto con palabras malvadas. Respecto de los que no están dispuestos a estar en comunión con nosotros, ni con todo el cuerpo de obispos, concedamos libremente que no son colegas, pues ellos son los que se niegan a ser hermanos.

IV
Necesidad de refutar a Parmeniano

A algunas de tus declaraciones podré responder cuando se presente la oportunidad. De momento, sólo será posible tratar algunos asuntos, ya sea por correspondencia o mediante el intercambio de tratados. Hermano Parmeniano, para no hablar como los demás, de forma superficial y poco convincente, tú has expresado tus opiniones oralmente, y también las ha puesto por escrito. Puesto que el amor a la verdad me obliga a responder a lo que has dicho, aún podremos tener algún tipo de conferencia, aunque no podamos reunirnos. De esta manera, también se cumplirán los deseos de ciertas personas, pues muchos han expresado a menudo el deseo de una discusión pública entre defensores de ambos bandos para esclarecer la verdad. Esto, muy bien podría haberse hecho ya. En cualquier caso, aunque los donatistas prohibáis a vuestra gente acercarse a nosotros, o impidáis cualquier acercamiento, o evitéis un encuentro, u os neguéis a hablar con nosotros, o bloqueéis cualquier conferencia, entre nosotros dos, hermano Parmeniano, hablaremos de esta manera. Yo no he menospreciado ni menospreciado tus tratados, que has deseado que muchos leyeran y citaran, sino que he escuchado pacientemente todo lo que has presentado. A su vez, tú presta atención a la respuesta que, con humildad, te doy.

V
El propósito de Parmeniano

Entiendo bien, y cualquiera que no sea necio lo verá con claridad, que nunca habrías escrito con tanta extensión por ningún otro motivo, salvo para asestar un golpe inmerecido a la Iglesia Católica. No obstante, mientras tus deseos dicen una cosa, tus argumentos proclaman otra. Además, percibo que no todo lo que has escrito es un argumento contra el catolicismo. De hecho, aunque no seas católico, lo que dices a menudo habla a favor de la Iglesia Católica. Por lo tanto, solo será necesario que te responda cuando con información errónea escribas, y no de lo que tú mismo has visto, sino de lo que has oído de otros que hablan falsamente. Como hemos leído en la epístola de Pedro, "no queráis juzgar a vuestro hermano sin certeza". Entre otras cosas que no tienen ninguna relación con nosotros, tú dices que nosotros pedimos que se emplearan tropas armadas contra vosotros. En otras partes de tu tratado hay algunas cosas que hablan a nuestro favor y en contra de ti, como la analogía del diluvio y la de la circuncisión. Hay cosas que no dicen tanto a nosotros como a ti. Por ejemplo, lo que has escrito en alabanza del bautismo (excepto que hayas dicho cosas falsas sobre la carne de Cristo) dice mucho a tu favor, y también al nuestro, porque, aunque ahora tú estás fuera, aun así, de nosotros saliste. También sería en favor de ambas partes (si no os hubieras unido a los que son ciertamente cismáticos) que has demostrado que los herejes son extraños a los sacramentos católicos. Algunas cosas son argumentos sólo para nosotros, como tu referencia a la Iglesia única. Algunas cosas que has mencionado revelan que estás algo equivocado sobre los hechos, debido a tu ignorancia como extranjero, como es el caso de tu acusación de los traidores. También va contra ti el modo como has escrito acerca de los sacramentos y del sacrificio, ofrecidos por quien está en pecado. Al investigar tus escritos, descubro que, en realidad, no has presentado nada contra nosotros, salvo tu acusación errónea de que solicitamos el uso de tropas contra vosotros. Esto es una calumnia, que demostraré con pruebas irrefutables. Si sacas esta calumnia de tus libros, éstos serán nuestros. ¿Qué puede ser más acertado que tu argumento basado en el hecho de que hubo un solo diluvio, como tipo del bautismo? Al sostener que la única circuncisión valió para la salvación del pueblo judío, has escrito en defensa de nuestra doctrina, como si fueras uno de nosotros. Éste es nuestro argumento, y el de quienes defendemos la unidad del bautismo conferido en el nombre de la Trinidad. No es un argumento a tu favor (que te atreves a repetir, en contra de las leyes) ese bautismo, del cual son típicos el único diluvio y la única circuncisión. Y esto, aunque tú mismo niegues que, lo que se ha ordenado que se haga una sola vez, no deba repetirse. Por otro lado, mientras has alabado con agudeza lo que es digno de toda alabanza, has introducido con sutileza tu propia persona, como si (puesto que sólo es lícito bautizar una vez) para ti fuese lícito y para otros ilícito. Si es ilegal para los traidores bautizar, no puede ser lícito para vosotros, porque podemos probar que vuestros primeros padres fueron traidores. Si es ilegal para los cismáticos bautizar, también debe ser ilegal para vosotros, porque sois vosotros los que originasteis el cisma. Si es ilícito que los pecadores bauticen, podemos probar por el testimonio divino que vosotros también sois pecadores. Finalmente, como la validez del bautismo no depende del carácter del hombre que ha sido elegido para bautizar, sino de un acto que se hace lícitamente sólo una vez, por esta razón los católicos no corregimos los bautismos que vosotros habéis administrado, porque tanto entre nosotros como entre vosotros el sacramento es uno. La naturaleza entera de este sacramento la explicaremos en el libro V.

VI
Los argumentos de Parmeniano

Mi hermano Parmeniano, has tratado muchos temas, pero veo que no debo responderte punto por punto, en el mismo orden que has empleado. Has escrito, en primer lugar, sobre las figuras y la alabanza del bautismo. Aquí (excepto tu error sobre la carne de Cristo) has escrito bien. Sin embargo, eso nos beneficia a nosotros, como demostraré en su momento. En segundo lugar, has sostenido que existe una sola Iglesia, de la cual se excluye a los herejes. Sin embargo, no has querido reconocer dónde se encuentra esta única Iglesia. En tercer lugar, has denunciado a los traidores sin fijar nombres ni describir personas. En cuarto lugar, has atacado a los creadores de la unidad. En quinto lugar, para pasar por alto asuntos de importancia insignificante, has escrito sobre los sacramentos y el sacrificio de un pecador.

VII
Refutación a los argumentos de Parmeniano

Me parece que en primer lugar deben señalarse las ciudades, las posiciones y los nombres de los traidores y cismáticos. De esta manera, los verdaderos autores de los crímenes sobre los que has escrito podrán ser convencidos de su culpa. En segundo lugar, tendré que decir cuál es la Iglesia, o dónde se encuentra la única Iglesia, porque aparte de la única Iglesia no hay ninguna otra. En tercer lugar, demostraré que nosotros no pedimos las tropas contra vosotros, y que lo que se dice que hicieron los creadores de la unidad no nos concierne. En cuarto lugar, mostraré quién es el pecador cuyo sacrificio Dios repudia, o de cuyos sacramentos debemos huir. En quinto lugar, trataré del bautismo, y en sexto lugar de vuestras suposiciones y errores mal considerados.

VIII
Sobre la carne de Cristo, libre de pecado

Antes de abordar estos temas por separado, mostraré brevemente que has hablado erróneamente de la carne de Cristo, pues has dicho que la carne que fue ahogada por las inundaciones del Jordán, y así limpiada de toda mancha, era la carne del pecado. Podrías haber dicho esto con razón si el bautismo de la carne de Cristo hubiera bastado para todos, de modo que no fuera necesario que nadie se bautizara. De ser así, toda la familia humana habría estado en el Jordán, y todo lo que nace de la carne habría estado allí. En ese caso, no habría habido diferencia entre los fieles y cualquier pagano, pues la carne les pertenece a todos. Y puesto que no hay hombre sin carne, si, según tu modo de expresión, la carne de Cristo se hubiera ahogado en las aguas del Jordán, la carne de todos los hombres habría obtenido este beneficio. Pero una cosa es la carne de Cristo en Cristo, y otra muy distinta es la carne de cada hombre en sí mismo. ¿Qué te impulsó a llamar pecaminosa a la carne de Cristo? Ojalá hubieras dicho "la carne de los hombres en la carne de Cristo". Pero aun así, habrías hablado sin razón, ya que cada creyente es bautizado en el nombre de Cristo, no en la carne de Cristo (que le pertenecía exclusivamente). Debo añadir que su carne, concebida por el Espíritu Santo, no podía ser lavada (entre otras cosas, para la remisión de los pecados) porque estaba libre de pecado alguno. Has continuado diciendo que fue ahogada en las aguas del Jordán. Has usado la palabra ahogada de forma bastante imprudente, pues es una palabra que sólo debería usarse para el faraón y su pueblo, quienes fueron tan ahogados por el peso de sus ofensas que permanecieron, como plomo, bajo las aguas. La carne de Cristo, al descender y subir del Jordán, no debió ser considerada por vosotros como ahogada. Su carne resultó ser más santa que el mismo Jordán, de modo que fue ella la que purificó el agua, al entrar en ella.

IX
Sobre la mención a los herejes, hecha por Parmeniano

No puedo pasar por alto un asunto en el que creo que has actuado con astucia. Para desviar la atención de tus lectores o engañarlos, tras describir la circuncisión y el diluvio, y tras elogiar el bautismo, creíste conveniente resucitar, por así decirlo, a los herejes ya fallecidos, sepultados ya en el olvido (a pesar de que no sólo sus errores, sino sus mismos nombres, eran desconocidos en toda África). Marción, Práxeas, Sabelio, Valentín y hasta los catafrigas, todos ellos fueron refutados en su tiempo por Victorino de Petovio, por Ceferino de Roma, por Tertuliano de Cartago y por otros defensores de la Iglesia Católica. ¿Por qué, entonces, libras una guerra contra los muertos, que no tienen nada que ver con los asuntos de nuestro tiempo? Sin ninguna razón, excepto que tú, que eres un cismático de hoy, y no tienes nada que probar contra los católicos, te has dignado enumerar tanto herejes como herejías, para extender un tratado un tanto prolijo.

X
Distinción entre herejes y cismáticos

Te hago una pregunta, hermano Parmeniano: ¿Con qué propósito has mencionado a quienes no tienen los sacramentos que, tanto tú como nosotros, poseemos? La salud plena no clama por medicinas. La fuerza, que es segura en sí misma, no necesita ayuda externa. La verdad no carece de argumentos. Es señal de un enfermo buscar remedios; es señal de un perezoso y un débil correr en busca de auxiliares; es propio de un mentiroso buscar argumentos. Volviendo a tu libro, has dicho que las dotaciones de la Iglesia no pueden estar con los herejes, y en esto has dicho correctamente, pues sabemos que las iglesias de cada uno de los herejes no tienen sacramentos legítimos, ya que son adúlteras, carecen de matrimonios honestos y son rechazadas por Cristo (el Esposo de la Iglesia) como extrañas, como deja él mismo claro en el Cantar de los Cantares. Cuando alabas a una, condenas a las demás, pues aparte de la única y verdadera Iglesia Católica, las demás iglesias no son iglesias. Esto es lo que declara el Cantar de los Cantares, cuando en él Cristo dice que su paloma es una, y que ella es la esposa elegida, y habla de nuevo un jardín cerrado y de una fuente sellada. Por tanto, ninguno de los herejes posee las llaves que sólo Pedro recibió, ni el anillo con el que leemos que la fuente ha sido sellada, ni ninguno de ellos pertenece a ese Jardín en el que Dios planta sus árboles jóvenes. Respecto a estos herejes, lo que has escrito extensamente (aunque no tiene nada que ver con nuestro asunto actual) es más que suficiente. Para mi sorpresa, has pensado que sería bueno para nosotros unirnos a los cismáticos, pues al negar los dones de la Iglesia para los herejes, os los habéis asignado a vosotros mismos. Entre otras cosas, has dicho que los cismáticos habéís sido cortados, como las ramas, de la vid, y que habéis sido reservados y marcados para el día del castigo, como la madera seca se marca para el fuego del infierno. Veo que aún no sabes que el Cisma de Cartago fue iniciado por vuestros padres. Investiga el origen de estos asuntos y descubrirás que, al asociar herejes con cismáticos, te has condenado a ti mismo. En efecto, no fue Ceciliano quien se separó de Mayorino (el padre de tu padre), sino Mayorino quien abandonó a Ceciliano. Ni fue Ceciliano quien se separó de la cátedra de Pedro ni de la de Cipriano, sino Mayorino, en cuya cátedra te sientas tú, en una cátedra que no existía antes de Mayorino. Puesto que no cabe duda alguna de que estas cosas han sucedido así, y de que tú eres heredero de traidores y cismáticos, estoy suficientemente sorprendido que hayas considerado aconsejable hablar al unísono de cismáticos y herejes. Si estos son tus principios, reúne lo que has establecido hace poco, porque tú mismo has dicho que no es posible que uno que está manchado lave los pecados en un bautismo que no es bautismo, o que uno que está impuro limpie, o que uno que hace tropezar a los hombres los levante, o que uno que está perdido libere, o que uno que es culpable perdone, o que uno que ha sido condenado absuelva. Todas estas cosas bien podrían ser ciertas sólo respecto a los herejes (ya que éstos han falsificado el Credo, y han dicho que hay dos dioses, y han despojado al Hijo de Dios, y están separados de los sacramentos católicos), pero tú los has emparejado a los cismáticos. Creyendo que estabas atacando a otros (a los católicos), no te diste cuenta de cuán grande es el abismo entre cismáticos y herejes, y volviste la espada del juicio contra ti mismo. Ésta es la razón por la que no ves cuál es la santa Iglesia, y de esta manera has hecho confusión en todo.

XI
Las marcas de la Iglesia Católica y del cisma donatista

El catolicismo se constituye por una comprensión sencilla y verdadera de la ley, por un misterio único y veraz, y por la unidad de espíritus. El cisma, en cambio, surge de la pasión, se alimenta del odio y se fortalece con la envidia y las disensiones, de modo que la madre Iglesia Católica es abandonada, mientras que sus hijos infieles salen y se separan (como tú has hecho) de la raíz de la madre Iglesia (cortados por las tijeras de su odio) y se alejan perversamente en rebelión. Sin embargo, no pueden hacer nada nuevo ni diferente de lo que hace mucho tiempo aprendieron de su madre.

XII
Diferencias entre herejes y cismáticos

Los herejes, exiliados de la verdad, desertores del sólido y veraz Credo, corrompidos por sus perversas opiniones y extraviados del seno de la santa Iglesia (sin tener en cuenta su noble cuna), para engañar a los ignorantes y mal informados se han complacido en nacer de sí mismos. Ellos, que durante mucho tiempo se habían nutrido de alimento vivo (que al no ser asimilado se ha corrompido), mediante disputas impías, han vomitado venenos mortales, para la destrucción de sus miserables víctimas. Ves, pues, hermano Parmeniano, que sólo los herejes, que están separados del hogar de la verdad, poseen "varias clases de falsos bautismos con los cuales no puede lavarse el que está manchado, ni limpiarse el impuro, ni resucitar el destructor, ni liberar al que está perdido, ni dar perdón al culpable, ni absolver al condenado". Con razón has cerrado el jardín a los herejes; con razón has reclamado las llaves para Pedro; con razón has negado el derecho a cultivar los árboles jóvenes a quienes están ciertamente excluidos del jardín y del paraíso de Dios; con razón has retirado el anillo a quienes no les está permitido abrir la fuente. A vosotros, cismáticos, aunque no pertenecéis a la Iglesia Católica, estas cosas no se os pueden negar, ya que habéis compartido verdaderos sacramentos con nosotros. Por tanto, ya que todas estas cosas se les niegan con justicia a los herejes, ¿por qué pensaste negarlas también a vosotros, que claramente sois cismáticos, al haber salido? Por nuestra parte, en este asunto sólo los herejes han de ser condenados. En lo que a vosotros respecta, vosotros mismos habéiss optado por castigaros a vosotros mismos, junto con los herejes, en una sola condena.

XIII
Los provocadores del cisma donatista, traidores

Para volver al orden que he determinado, escucha los nombres de los traidores, y aprende con mayor claridad quiénes fueron los originadores del cisma. Es cierto que dos cosas malas se han perpetrado en África: la traición y el cisma. Ambos crímenes fueron cometidos, en un mismo período, por los mismos hombres malvados. Esto debes aprenderlo, hermano Parmeniano, pues parece que lo ignoras y han pasado ya 60 años desde que se extendió por toda África la tempestad de la persecución imperial, que a unos hizo mártires, a otros confesores, y a no pocos abatió con una muerte terrible, dejando ilesos a los que se escondían. ¿Por qué mencionar a laicos que en aquel entonces no contaban con el respaldo de ninguna dignidad eclesiástica? ¿Por qué nombrar a una multitud de clérigos? ¿O a diáconos de tercer grado? ¿O a sacerdotes de segundo grado del sacerdocio, cuando los jefes y caudillos de todos, algunos obispos de aquel período, para comprarse, a costa de la vida eterna, una breve prolongación de este día incierto, traicionaron impíamente los registros de la ley de Dios? Entre ellos estaban Donato de Mascula, Víctor de Rusica, Merino de Tíbilis, Donato de Calama y Purpurio de Limata. Éste último fue el asesino que, cuando fue interrogado sobre la acusación de haber matado a los hijos de su hermana en la prisión de Mileum, lo confesó con las palabras: "Sí, los maté, y no sólo a ellos maté, sino a cualquiera que actuase contra mí". Menalio, en cambio, fingió tener dolor en los ojos, y temblaba ante la idea de encontrarse con su propia gente, por temor a que sus conciudadanos probaran en su contra que había ofrecido incienso a los ídolos.

XIV
Convocatoria del Concilio de Cirta

Tras la persecución imperial, estos obispos y otros, a quienes pronto demostraré que fueron los primeros líderes de vuestro cisma, se reunieron el 13 de mayo en la ciudad de Cirta (en casa de Urbano Carisio), pues las basílicas aún no habían sido restauradas. Esto lo atestiguan los escritos de Nundinario, entonces diácono, y lo prueba la antigüedad de los pergaminos (que puedo mostrar, para quien tenga dudas), como he adjuntado en el apéndice de estos libros, para certificar con documentos la veracidad de mis afirmaciones. Estos obispos, al ser interrogados por Segundo de Tigisis, reconocieron haber sido traidores. Como Segundo fue objeto de burlas por parte de Purpurio no por haber escapado, sino por haber sido liberado tras haber permanecido largo tiempo entre los soldados, todos se pusieron de pie y comenzaron a murmurar que había sido liberado por sólo haber traicionado los libros sagrados. Entonces Segundo, temiendo su ira, recibió el consejo de su sobrino, Segundo el Menor, de remitir un asunto de esta naturaleza a Dios. Los demás, que no habían sido acusados (es decir, Víctor de Garba, Félix de Rotaria y Nabor de Centurio), fueron consultados, y dijeron que un caso como éste debía reservarse al Señor. Entonces Segundo dijo: "Sentaos todos". Todos respondieron: "Gracias a Dios", y se sentaron. Ves, pues, mi hermano Parmeniano, que está bastante claro quiénes fueron los traidores.

XV
La consagración cismática de Mayorino

Poco después, estas mismas personas que he mencionado, del carácter que he descrito (traidores, hombres que habían ofrecido incienso a los ídolos y asesinos), se dirigieron a Cartago, y allí, aunque Ceciliano ya era obispo, iniciaron el cisma al consagrar a Mayorino, en cuya cátedra, Parmeniano, te sientas. Puesto que he demostrado que los hombres culpables de traición fueron tus primeros padres, se deduce que los traidores también fueron los causantes de tu cisma. Para aclarar este asunto y dejarlo fuera de toda duda, tendremos que demostrar de qué raíz se han extendido las ramas del error hasta nuestros días, y de qué fuente este riachuelo de agua nociva, que se desliza sigilosamente, ha llegado hasta nuestros días. Tendremos que señalar de dónde, dónde y de quién surgió este mal cisma; cuáles fueron las causas que se unieron para producirlo; quiénes fueron las personas que lo llevaron a cabo; quiénes fueron los autores de este acto perverso; quiénes lo promovieron; quién apeló al emperador para que juzgara entre las partes; quiénes fueron los que juzgaron; dónde se celebró el concilio; cuáles fueron sus decretos. La pregunta es sobre una división. Ahora bien, en África, como en otras partes del mundo, la Iglesia era una antes de ser dividida por quienes consagraron a Mayorino, cuya cátedra heredaron y ahora ocupan. Tendremos que ver quién se ha mantenido en la raíz, con todo el mundo; quién se fue; quién se sienta en una segunda cátedra, que no existía antes del cisma; quién ha erigido altar contra altar; quién ha consagrado a un obispo cuando otro estaba en posesión intacta; quién está bajo el juicio del apóstol Juan, cuando declaró que muchos anticristos saldrían de fuera, porque "no eran de nosotros, pues si hubieran sido de nosotros habrían permanecido con nosotros". Por tanto, aquel que no quiso permanecer con sus hermanos en unidad, siguió a los herejes y salió fuera, como un Anticristo.

XVI
La querella de Lucila contra Ceciliano

Nadie ignora que el cisma, tras la consagración de Ceciliano, se efectuó en Cartago a través de una mujer malvada llamada Lucila. Cuando la Iglesia aún se encontraba en calma, antes de que su paz fuera perturbada por las tormentas de la persecución, esta mujer no soportó la reprimenda que recibió del archidiácono Ceciliano. Se decía que besó el hueso de algún mártir (si es que lo era) antes de recibir la comida y la bebida espirituales. Tras ser corregida por tocar (antes de tocar el sagrado cáliz) el hueso de un muerto (si era mártir, al menos aún no había sido reconocido como tal), se marchó confundida, llena de ira. Ésta fue la mujer sobre la que, mientras estaba enojada y temerosa de caer bajo la disciplina de la Iglesia, de repente se desató la tormenta de la persecución.

XVII
La venta de ornamentos de Mensurio

Fue también en esta época que un diácono llamado Félix, quien había sido citado ante los tribunales a causa de una carta muy comentada que había escrito sobre el emperador usurpador, temiendo su peligro, se dice que se encontraba escondido en la casa del obispo Mensurio. Cuando Mensurio se negó públicamente a entregarlo, se envió un informe del asunto. Un rescripto dictaminó que, a menos que Mensurio entregara al diácono Félix, él mismo sería enviado a palacio. Al recibir esta citación, se encontró en una situación difícil, pues la Iglesia poseía muchísimos ornamentos de oro y plata, que no podía ocultar ni llevarse consigo. Así que los confió al cuidado de algunos ancianos, a quienes consideraba dignos de confianza, no sin antes haber hecho un inventario, que se dice que entregó a una anciana. Le encargó que, cuando se restableciera la paz para los cristianos, entregara esto, si él no regresaba a casa, a quien quiera que encontrara sentado en la silla del obispo. Él se fue y defendió su causa. Se le ordenó regresar, pero no pudo llegar a Cartago.

XVIII
La consagración sacrílega de Ceciliano

La tormenta de la persecución pasó y se apaciguó. Por disposición divina, Majencio envió el indulto y la libertad fue restaurada a los cristianos. Botro y Celestio (según se dice), deseosos de ser consagrados obispos en Cartago, acordaron que, sin invitar a los númidas, solo se solicitaría a los obispos vecinos que oficiaran la ceremonia en Cartago. Entonces, por el voto de todo el pueblo, Ceciliano fue elegido y consagrado obispo, con la imposición de la mano de Félix de Autumna. Botro y Celestio vieron frustradas sus esperanzas. El inventario del oro y la plata, tal como lo había ordenado Mensurio, fue entregado (en presencia de testigos) a Ceciliano, quien ahora estaba en posesión de la sede. Los ancianos antes mencionados fueron convocados, pero éstos se habían tragado ya (en las fauces de su avaricia, como botín) lo que se les había confiado. Así, cuando se les ordenó restituir, se apartaron de la comunión con Ceciliano. Los ambiciosos intrigantes, que no habían logrado su consagración, hicieron lo mismo. Lucila, esa mujer influyente y malvada, que antes se había mostrado reacia a tolerar la disciplina (junto con todos sus seguidores), se separó de su obispo. Así, la maldad produjo su efecto, mediante la unión de tres causas y grupos de personas diferentes.

XIX
La consagración ilícita de Mayorino

Aquel Cisma de Cartago nació, por tanto, de la ira de una mujer deshonrada, que se alimentó de la ambición y se abrazó a la avaricia. Fue por esos tres (que ya he explicado) como se urdieron las acusaciones contra Ceciliano, para que su consagración fuera declarada nula. Enviaron a Segundo de Tigisis para que fuera a Cartago, adonde se dirigieron los traidores, de quienes ya hemos hecho mención. Recibieron hospitalidad, no de los católicos, a cuya petición Ceciliano había sido consagrado, sino de los avariciosos, de los ambiciosos, de aquellos que habían sido incapaces de controlar su temperamento. Ninguno de ellos fue a la basílica, donde todo el pueblo de Cartago se había reunido con Ceciliano. Entonces Ceciliano exigió: "Si hay algo que probar contra mí, que salga el acusador y lo pruebe". En ese momento, todos sus enemigos no pudieron hacer nada contra él; sin embargo, imaginaron que podría ser denigrado por la falsa acusación de traidor contra su consagrador. Así que Ceciliano presentó una segunda exigencia: que, dado que (así creían) Félix no le había otorgado nada, ellos mismos lo ordenaran como si aún fuera diácono. Entonces Purpurio, apoyándose en su habitual picardía, habló así, como si Ceciliano hubiera sido hijo de su hermana: "Que se presente como si fuera a ser consagrado obispo, y que le golpeen la cabeza en señal de penitencia". Cuando se vio el alcance de todo esto, toda la Iglesia de Cartago conservó a Ceciliano, para no entregarse a los asesinos. Las alternativas eran o bien que fuera expulsado de su sede como culpable, o bien que los fieles se comunicaran con él como inocente. La iglesia estaba llena de gente; Ceciliano estaba sentado en su silla episcopal; el altar estaba colocado en su propio lugar (ese mismo altar sobre el cual obispos reconocidos por todos habían ofrecido sacrificios en tiempos pasados, tales como Cipriano, Carpoforio, Luciano y el resto). De esta manera salieron y, altar contra altar, hubo una consagración ilícita. Mayorino, que era lector cuando Ceciliano era archidiácono (ambos, miembros de la casa de Lucila, y de sus instigaciones y sobornos) fue consagrado obispo por los traidores, por todos esos que en el Concilio Númida habían reconocido sus crímenes y se habían perdonado mutuamente. Es evidente, por tanto, que tanto los traidores que consagraron como Mayorino, como quien fue consagrado, abandonaron la Iglesia.

XX
La maldad de Félix, consagrador de Ceciliano

De la fuente de sus propios crímenes, que había brotado entre ellos en canales de diversas clases de maldad, pensaron que uno solo (el de la traición) podría evitarse para calumniar al consagrador de Ceciliano. Como previeron, la calumnia no podría ocuparse simultáneamente de dos cargos de naturaleza similar, y por eso procuraron manchar la vida de otro hombre para así silenciar sus propios crímenes. Temiendo ser condenados por inocentes, se esforzaron por condenar a inocentes en su lugar. Con este fin, distribuyeron por doquier una carta, inspirada por su odio. Esta carta la he incluido, junto con las demás actas, en el apéndice. Como aún estaban en Cartago, enviaron sus cartas por delante, para, mediante informes falsos, sembrar su falsedad en los oídos de todos. El rumor de la mentira difundida se extendió entre el pueblo. Así, mientras se divulgaban estas calumnias sobre un solo hombre, sus propios crímenes más innegables se mantuvieron en silencio. A menudo ocurre que el pecado es motivo de vergüenza, pero en aquella época no había nadie de quien avergonzarse, pues, con la excepción de unos pocos católicos, todos habían pecado, así que la maldad cometida por muchos se vistió de inocencia. La vergüenza de la traición, que sin duda cometieron Donato de Mascula y los otros que hemos mencionado, parecía de poca importancia. A esta traición añadieron la enorme maldad del cisma.

XXI
Gravedad y culpa del cisma donatista

Hermano Parmeniano, ves estas dos acusaciones (tan perversas, tan terribles) de traición y cisma contra tus jefes. Reconoce, aunque tarde, que al atacar a otros, has caído sobre tu propio pueblo. Y si bien es cierto que quienes te precedieron cometieron esta segunda abominación (la cismática, tras la herética), tú también te esfuerzas por seguir sus pasos manchados de pecado, de modo que también has estado haciendo durante mucho tiempo, y sigues haciendo, aquello de lo que tus padres fueron culpables al comienzo del cisma. Ellos en su día rompieron la paz, y ahora tú destierras la unidad. Se puede decir con razón de tus padres, así como de ti mismo, que "si un ciego guía a otro ciego, ambos caen en el hoyo". Una malicia furiosa cegó los ojos de tus padres, y a ti la envidia te ha privado de la vista. Ni siquiera tú podrás negar que el cisma es el mal supremo. Sin embargo, sin temor, tú has imitado a Datán, a Abiram y a Coré, tus desvergonzados maestros, y no has querido tener presente que Dios ha prohibido esta maldad y la ha castigado severamente. Además, recuerda que la forma en que los pecados son perdonados o castigados muestra que existen grados de culpa. Por los mandamientos de Dios, tres cosas están, entre otras, prohibidas por él: no matarás, no irás tras dioses extraños y, resumiendo los mandamientos, no cometerás cisma. Veamos algo acerca de estos tres, y qué debe ser castigado y qué es lícito perdonar. El asesinato de parientes es el pecado capital. Sin embargo, Dios no hirió a Caín en su culpa, sino que declaró que castigaría a cualquiera que lo asesinara. En la ciudad de Nínive, 120.000 habitantes siguieron sacrílegamente a dioses extraños, mas cuando Dios declaró su ira, y el profeta Jonás predicó, con un breve ayuno, y algo de oración, obtuvierion el perdón. Veamos si tal perdón fue concedido a quienes primero se aventuraron a dividir al pueblo de Dios. Dios había puesto sobre tantos miles de hijos de Israel, de cuyos cuellos su divina Providencia había librado del yugo de la servidumbre, a un solo sacerdote, el santo Aarón. Pero sus ministros, codiciando y usurpando ilegalmente un sacerdocio al que no tenían derecho, y extraviando a una parte del pueblo, imitaron los ritos sagrados y colocaron a más de doscientos de sus seguidores (que perecerían con ellos) con incensarios en sus manos ante el pueblo al que habían extraviado. Dios, a quien desagrada el cisma, no pudo verlo y lo dejó pasar. En cierta manera, los cismáticos le habían declarado la guerra a Dios, como si existiera un segundo Dios que aceptaría un segundo sacrificio. Por lo tanto, Dios se enfureció con una ira poderosa a causa del cisma que se había producido, y lo que no había hecho para castigar a los sacrílegos y herejes, sí lo hizo para castigar a los cismáticos. El ejército de ministros se formó, y la hueste sacrílega, junto con sus sacrificios prohibidos, pereció en un instante. A todos ellos se les negó la oportunidad de penitencia, pues este no era el tipo de pecado que merecía perdón. Se le ordenó a la tierra tener hambre de alimento. Inmediatamente abrió sus fauces para quienes habían dividido al pueblo, y con boca ansiosa se tragó a quienes habían despreciado los mandamientos de Dios. En un instante, la tierra se abrió para devorarlos, atrapó a sus víctimas, se cerró de nuevo y, para que no pareciera que se beneficiaban de la repentina muerte, no se permitió que estos hombres, indignos de vivir, murieran siquiera. De repente fueron encerrados en la prisión del infierno, y enterrados allí antes de morir. Nos reprochas, hermano Parmeniano, que se haya hecho algo tan severo contra ti, ¡tú que apruebas el cisma actual, aunque ves lo que merecían sufrir quienes cometieron el primer cisma! ¿O es porque este tipo de castigo ya ha cesado que por eso reclamas tu inocencia y la de tu grupo? En cada uno de estos casos, Dios ha dado un ejemplo del castigo que vendrá a sus imitadores. Ha puesto fin a los primeros pecados con castigo, como ejemplo para siempre. Los pecados posteriores los reservará para su juicio. ¿Qué tienes que decir a esto, tú, que, habiendo usurpado el nombre de la Iglesia, fomentas en secreto y defiendes el cisma sin vergüenza?

XXII
C
lemencia de los donatistas, ante el emperador Constantino

He oído que algunos de tu partido, en su afición a la controversia, presentan documentos. No obstante, debemos preguntarnos cuáles de éstos son dignos de confianza, y cuáles se ajustan a la razón, y cuáles concuerdan con la verdad. Porque es posible que sus documentos (si es que tienen alguno) estén contaminados con falsedades. La veracidad de nuestros documentos se demuestra por los argumentos y alegatos opuestos de las partes, por las sentencias firmes y por las cartas de Constantino. Respecto a lo que nos planteas, ¿qué tienen que ver los cristianos con los reyes, y los obispos con el palacio? Si es un crimen tratar con reyes, que todo tu odio recaiga sobre los de tu partido, pues fueron tus padres Luciano, Digno, Nasucio, Capito y Fidencio quienes dirigieron al emperador Constantino una petición, de la que transcribo una copia:

"Oh Constantino, excelentísimo emperador, puesto que provienes de una estirpe justa, y tu padre (a diferencia de otros emperadores) no persiguió a los cristianos, y la Galia está libre de esta maldad, te suplicamos que tu piedad ordene que se nos concedan jueces de la Galia, pues entre nosotros y otros obispos de África han surgido disputas. Dada por Luciano, Digno, Nasucio, Capito, Fidencio y el resto de los obispos que se adhieren a Donato".

XXIII
Juicio contra los donatistas, del emperador Constantino

Tras leer esta carta, Constantino respondió con gran enojo, y en su rescripto testificó sobre el objeto de su petición con las siguientes palabras: "Me pedís un juicio en este mundo, mientras que yo mismo espero el juicio de Cristo en el otro mundo". Sin embargo, Constantino les concedió jueces, como Materno de Colonia, Reticio de Autun y Marino de Arlés. Estos 3 obispos galos, y otros 15 obispos italianos llegaron a Roma. Se reunieron en la casa de Fausta, en el Letrán, el viernes 2 de octubre del año en que Constantino, por 4ª vez, y Licinio, por 3ª vez, fueron cónsules. Estaban presentes los obispos Melquíades I de Roma, Reticio, Materno y Marino (de la Galia), Merocles de Milán, Floriano de Sinna, Zótico de Quintiano, Estenio de Arimino, Félix de Florencia, Gaudencio de Pisa, Constancio de Faenza, Proterio de Capua, Teófilo de Benevento, Sabino de Terracina, Segundo de Preneste, Félix de Tres Tabernas, Máximo de Ostia, Evandro de Ursino y Donatiano de Criolo.

XXIV
La absolución de Ceciliano, por el tribunal romano

Cuando estos 19 obispos ocuparon sus asientos juntos, se presentaron los casos de Donato y Ceciliano. Se dictó este fallo contra Donato (por cada uno de los obispos) que él reconoció haber rebautizado a ambos y haber impuesto su mano en penitencia sobre los obispos que se habían apartado, algo ajeno a la Iglesia. Donato presentó a sus testigos, y estos admitieron que no tenían nada de qué acusar a Ceciliano. Ceciliano fue declarado inocente por la sentencia de todos los obispos antes mencionados y también por la sentencia de Milcíades, con la que se cerró el asunto y se dictó sentencia con estas palabras:

"Puesto que es cierto que los que vinieron con Donato no han podido acusar a Ceciliano de acuerdo con su compromiso, y puesto que también es cierto que Donato no ha demostrado que sea culpable de ningún cargo, juzgo que, según sus méritos, se le mantenga en la comunión de la Iglesia, continuando manteniendo su posición intacta".

XXV
Repercusión del juicio anti-donatista en Roma

Fue suficiente, por tanto, que Donato fuera condenado por el veredicto de tantos obispos, y que Ceciliano fuera absuelto por el juicio de tan gran autoridad. Sin embargo, Donato consideró oportuno apelar. A esta apelación, el emperador Constantino respondió con estas palabras: "¡Oh, qué atrevimiento tan desmedido! Un obispo ha creído oportuno apelar a nosotros, como se hace en los pleitos de los paganos".

XXVI
Repercusión del juicio anti-donatista en África

Donato también pidió que se le permitiera regresar y prometió que no iría a Cartago. Entonces, Filumino, su abogado, sugirió al emperador que, por el bien de la paz, Ceciliano debía ser detenido en Brescia, y así se hizo. Luego, dos obispos fueron enviados a África (Eunomio y Olimpio), para acabar con la dualidad episcopal y establecer uno solo. Llegaron y permanecieron en Cartago 40 días para poder declarar dónde estaba la Iglesia Católica. El partido sedicioso de Donato no pudo soportar esto, y cada día se producían ruidosos alborotos por espíritu partidista. Finalmente, los obispos Eunomio y Olimpio emitieron su decreto final, estableciendo que la Iglesia Católica era la que se encontraba dispersa por todo el mundo, y que el juicio de los 19 obispos, ya emitido, no podía ser alterado. En consecuencia, se comunicaron con el clero de Ceciliano y prosiguieron su camino. Todo esto lo podemos comprobar a partir de las actas escritas, que quien desee puede leer en nuestro apéndice. Cuando esto ocurrió, Donato fue el primero en regresar a Cartago sin ser invitado. Ceciliano, al enterarse de esta noticia, se apresuró a regresar con su pueblo. De esta manera, se reanudó el cisma. Pero el hecho es que muchos obispos habían condenado a Donato en su juicio y también habían declarado la inocencia de Ceciliano.

XXVII
La absolución de Félix,
por el tribunal romano

Como dos personas del lado católico habían sido acusadas durante algún tiempo en este asunto (el consagrado y el consagrador), incluso después de que el consagrado fuera absuelto en Roma, aún quedaba por declarar inocente al consagrador. Entonces Constantino escribió al procónsul Eliano, para que dejara de lado sus funciones públicas e hiciera una investigación pública sobre la vida de Félix de Autumna. El oficial designado tomó asiento. Los testigos fueron Claudio Saturiano, comisionado estatal, quien había estado en la ciudad de Félix durante toda la persecución y había sido comisionado cuando fue destituido; Calidio Graciano y el magistrado Alfio Ceciliano; también fueron citados Superio, el guardián, e Ingencio, el notario público, quien temía constantemente la tortura con la que lo amenazaban. Por el testimonio de todos, se comprobó que no había nada que pudiera deshonrar la vida del obispo Félix. Se conserva el volumen de las actas, en el que se registran los nombres de los presentes en el juicio: Claudio Saturiano, el oficial; Ceciliano, el magistrado; Superio, el guardián; Ingencio, el notario; y Solón, funcionario público de la época. Tras sus respuestas, el mencionado procónsul dictó su sentencia, de la cual forma parte la siguiente. Que Félix, el santo obispo, es inocente de haber quemado los libros divinos, queda claro por el hecho de que nadie pudo probar nada en su contra: ni que hubiera entregado ni quemado las Sagradas Escrituras. Pues todos los testigos antes mencionados demostraron claramente que ninguna de las Escrituras divinas había sido descubierta, dañada ni quemada. Las actas demuestran que el santo obispo Félix no estaba presente en ese momento, y que no estaba al tanto de tal delito ni lo ordenó. Y así abandonó la corte, limpio de toda mancha en su reputación y maravillosamente elogiado. Hasta entonces, la gente no sabía qué pensar de él, y había caminado bajo una nube oscura, causada por el aliento del odio y los celos, mientras la verdad permanecía oculta. Además, todos los documentos mencionados, ya sea en las actas o en las cartas que hemos mencionado o leído, fueron revelados.

XXVIII
Conclusión del libro I

Ya ves, hermano Parmeniano, que has atacado a los católicos sin ningún propósito, calificándolos falsamente de traidores, cambiando los nombres de los implicados y transfiriendo sus actos. Has cerrado los ojos para no reconocer la culpa de tus padres, y los has abierto para lanzar acusaciones sobre los inocentes e irreprensibles. Has dicho todo según lo oportuno, y nada según la verdad. Por eso, fue sobre personas como tú que el santísimo apóstol Pablo dijo: "Algunos se han desviado a vanas palabrerías, queriendo ser maestros de la ley, sin entender ni lo que dicen ni de quién lo dicen". Acabo de demostrar que tus padres fueron traidores y cismáticos. Sin embargo, tú y los tuyos, que sois sus herederos, no habéis querido perdonar ni a los cismáticos ni a los traidores, de modo que, por las pruebas que he alegado, todos los dardos que erróneamente quisisteis lanzar contra otros han rebotado (repelidos por el escudo de la verdad) para golpear a vuestros padres. Todo lo que habéis podido decir contra los traidores y cismáticos os pertenece, y nosotros no tenemos nada que ver con ello. Nosotros permanecemos en la raíz, y estamos unidos con todo en el mundo católico.