OPTATO DE MILEVI
Contra los Donatistas

LIBRO VII

I
Los donatistas actuales, no tan culpables como los primeros

Hermano Parmeniano, tras haber descrito a los traidores, y haber refutado las calumnias que ellos solían proferir contra nosotros, y haber expuesto los pecados que merecieron ser reprendidos por Dios, y vuestra repetición de los sacramentos, y vuestras reclamaciones gratuitas y vuestra violencia, ahora debo terminar mis respuestas y declaraciones. No obstante, percibo que, aunque el leño de la malicia ha sido cortado por los hachas de la verdad, todavía están brotando desafíos entre vosotros y vuestros amigos, en los cuales sostenéis que, en consecuencia a ser conocidos como hijos de traidores, no debéis ser invitados a la comunión de la unidad. Respecto a esto, déjame decir unas pocas palabras, en respuesta. Es cierto que la Iglesia Católica se autoabastece con sus innumerables pueblos en todos los países. Y también se autoabastece en África, aunque aquí sólo se encuentra en algunos lugares. Pero a Dios no le agrada vuestra separación, ni que los miembros de un mismo cuerpo se hayan separado, ni que vosotros os hayáis alejado de vuestros hermanos. La Iglesia había dictado sentencia contra vuestros padres, y se decretó que fuesen expulsados como consecuencia de su traición, si no lo hacían ellos por su propia voluntad. No se pronunció ningún juicio formal, pero se cumplió la sentencia. Deberían haber sido expulsados después de la traición, la cual reconocieron en el Concilio de Numidia. Mas para no dar oportunidad a la manifestación de su malicia, se abstuvo de la severidad del juicio, y vuestros antepasados, por propia voluntad, planearon separarse con apariencia de orgullo, cuando deberían haberse afligido y avergonzado. Si en aquel momento hubieran creído correcto, por el bien de la paz, unirse, y hubieran vuelto a la Iglesia Católica por su propia voluntad antes que alejarse del todo, tal vez nuestros padres habrían dudado en recibirlos, porque habían sido traidores pero tenían motivo de regocijo, porque ningún culpable de traición ha vivido hasta nuestros tiempos. Hoy nos encontramos con una situación completamente nueva, ya que no tenemos que tratar con ellos, sino con vosotros. Aunque pareciera que la mancha de vuestros padres pasó a vosotros por herencia, vosotros no podéis ser considerados culpables por la misma razón que vuestros padres, como bien revela el juicio de Dios por medio del profeta Ezequiel, cuando dijo: "El alma del padre es mía, y mía es el alma del hijo. El alma que peca será castigada sola". Esto se demostró incluso en el mismo principio del mundo, cuando el pecado de un padre (Adán) no recayó en su hijo (Set). Para que nadie diga que también está escrito por el Señor que él "castiga los pecados de los padres hasta la cuarta generación", dejo claro que estas palabras se refieren a un pueblo, y fueron dichas por Moisés a un grupo específico de personas a las que se refería Ezequiel. De hecho, Dios, sabiendo que los judíos declararían a Poncio Pilato "su sangre sea sobre nosotros y sobre nuestros hijos", en su previsión y en comparación con la magnitud de su pecado, amenazó a los propios judíos, para que su crimen fuera expiado con penas adecuadas, diciendo que "castigaría las ofensas de los padres hasta la cuarta generación". Así que esta palabra pertenece de manera particular a los judíos, y sólo a ellos. En la otra sentencia, en la que Dios se ha dignado prometer "no castigar en los hijos los pecados de sus padres", se está refiriendo a los cristianos. Vuestros padres hicieron estas cosas en los días de la unidad, y se apartaron del número de los vivos, dejándolos con una mancha heredada que Dios ya ha borrado por su Providencia, al establecer una distinción (como dijimos antes) entre padres e hijos. Por consiguiente, dado que la traición es un pecado, vuestros padres deben ocuparse de su propia respuesta en el juicio de Dios, pero vosotros no tenéis porqué cargar con su pecado, porque vivís en otros tiempos.

II
La Iglesia camina entre el bien y el mal, hacia la patria futura

Desde hace mucho tiempo los católicos hemos deseado recibiros en nuestra comunión, porque no fuisteis vosotros los que pecasteis entonces, sino vuestros padres. Tampoco debe nadie juzgar a otro hombre como si éste estuviera completamente libre de pecado, pues está escrito en el evangelio que Cristo dice: "No juzguéis, para que no seáis juzgados". Sobre todo porque no será posible encontrar a nadie absolutamente santo. Si alguno dice que no peca, es culpable de mentir en el Padrenuestro, pues sin razón pide perdón y le dice a Dios "perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores". Así pues, el apóstol Juan muestra las conciencias de todos los hombres, y revela la suya propia con estas palabras: "Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros". Se trata de un dicho cuya razón he explicado con más claridad en mi libro IV. Si algunos han alcanzado la perfección con completa santidad, no les es lícito estar sin hermanos ni rechazar con ello los preceptos del evangelio, donde encontramos descrito un campo (es decir, el mundo entero) en el que se encuentran la Iglesia y Cristo el sembrador, quien imparte preceptos saludables. Por otro lado, existe un hombre malvado (es decir, el diablo) que siembra pecados crueles en la oscuridad. En un mismo campo nacen diferentes tipos de semillas. De igual manera, en la Iglesia no hay una masa de almas iguales. El campo recibe semillas buenas o malas, y las semillas son los diferentes tipos de personas. No obstante, hay un solo Creador de todas las almas, un solo Señor del campo. Hay dos que siembran donde nace la cizaña, pero el campo tiene un solo Señor, el mismo Señor Dios. Suya es la tierra, suyas son las buenas semillas, suya también es la lluvia. Por consiguiente, la Iglesia ha consentido en recibiros en la unidad, pues no somos libres ni para separar ni para rechazar a los pecadores que han nacido con nosotros en un mismo campo y se han nutrido de una sola agua (es decir, del único bautismo). En efecto, los apóstoles no fueron libres para separar la cizaña del trigo (ya que la separación es imposible sin destrucción), no fuera que, al arrancar lo que debe ser arrancado, lo que no debe ser, sea pisoteado. De igual manera, Cristo ha ordenado que tanto sus propias semillas como las que pertenecen al otro crezcan en su campo por todo el mundo, en el cual está la única Iglesia. Cuando todos hayan madurado juntos, llegará el día del juicio, que es la cosecha de las almas. Entonces se sentará el Juez, el Hijo de Dios, quien reconoce lo que es suyo y lo que es ajeno. A él le corresponderá elegir lo que recogerá en su granero, y lo que entregará al fuego; a quién condenará a tormentos sin fin, y a quién otorgará las recompensas que ha prometido. Reconozcamos que todos somos hombres, y que nadie usurpe para sí el poder del juicio que pertenece a Dios. Porque si algún obispo lo reclamara todo para sí mismo, ¿qué le quedaría a Cristo por hacer en el juicio? Debería bastarle a un hombre no ser culpable de sus propios pecados, sin querer ser juez de los pecados de otro. Por tanto, nosotros no os rechazamos, ni habríamos rechazado a vuestros padres si en su día se hubiera logrado la unidad. Eso sería un pecado para nosotros los obispos, y supondría estar haciendo ahora lo que no hicieron los apóstoles, a quienes no se les permitió separar las semillas ni arrancar la cizaña del trigo.

III
Los donatistas, necesitados de pedir perdón

Si la Iglesia Católica dudara en recibirte, hermano Parmeniano, ¿no deberías esforzarte tú por alcanzar el modelo de unidad? No obstante, has rehuido presentar los ejemplos que se encuentran en el evangelio, como por ejemplo lo que se ha escrito sobre la persona del bienaventurado Pedro, donde podemos leer una descripción de cómo se debe conservar o procurar la unidad. Sin duda, es malo hacer algo contra una prohibición, pero es peor no tener unidad cuando se puede. Vemos que esta unidad fue preferida al castigo por Cristo mismo, quien eligió que todos sus discípulos estuvieran en unidad antes que castigar un pecado contra sí mismo. Porque, como no quería ser negado, declaró que a quien lo negara ante los hombres, lo negaría ante su Padre, pero no declaró que castigaría a quien renunciara a alguna Escritura, ya que es más grave negar a Aquel que habló que renunciar a las palabras que él ha dicho. Y aunque esto se ha escrito así, sin embargo, por causa de la unidad, el bienaventurado Pedro (para quien habría bastado con que después de su negación hubiera obtenido solo el perdón) mereció ser puesto sobre todos los apóstoles, y solo él recibió las llaves del Reino de los Cielos, que él debía comunicar a los demás. Así que, de este ejemplo se nos da a entender que por causa de la unidad los pecados deben ser enterrados, ya que el bienaventurado apóstol Pablo dice que la caridad puede cubrir una multitud de pecados. En efecto, Pablo dice: "Llevad juntos vuestras cargas", y: "La caridad es altiva, la caridad es bondadosa, la caridad no tiene envidia, la caridad no se envanece, la caridad no busca lo que es suyo". Tú mismo, hermano Parmeniano, habías visto todas estas cosas en los demás apóstoles, quienes, por amor a la unidad, y mediante la caridad, no se apartaron de la comunión de Pedro (es decir, del hombre que había negado a Cristo). Si su amor a la inocencia hubiera sido mayor que la ganancia de paz y unidad, habrían dicho que no debían comulgar con Pedro, quien había negado a su Maestro y al Hijo de Dios, el Señor. Podrían no comulgar con el bienaventurado Pedro, y les habría sido posible citar en su contra las palabras de Cristo, quien declaró que negaría ante su Padre a quien lo negara ante los hombres. Debemos prestar atención diligente al significado interno de esto. Mientras digo algunas palabras al respecto, que el mismo bienaventurado San Pedro me perdone si menciono lo que leímos y sabemos que hizo. Dudo en afirmar que una santidad tan grande como la suya haya pecado, pero él mismo lo demostró al lamentarse amargamente y llorar profusamente, pues ni se habría lamentado ni habría llorado de no haber cometido ninguna ofensa. Ahora bien, el jefe de los apóstoles seguramente podría haberse comportado de tal manera que no hubiera hecho nada por lo que lamentarse. Pero se ven muchas faltas en este caso, para demostrar que, en aras de la unidad, todo debe reservarse para Dios. Y no sé si en algún otro hombre este tipo de pecado pudo ser de tal gravedad, como claramente lo fue en el caso del bienaventurado Pedro. Pues quien, durante alguna persecución, por casualidad negó al Hijo de Dios, se verá, comparado con el bienaventurado Pedro, que pecó más levemente si negó a Aquel a quien no vio, si negó a Aquel a quien no reconoció, si negó a Aquel a quien no le había hecho promesa, si solo negó una vez. En el bienaventurado Pedro se amplió este género de pecado. En primer lugar, cuando Cristo preguntó a todos quién decían los hombres que era él, y uno dijo Elías, y otro dijo "el profeta", mientras que Cristo dijo: "Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?". Pedro le dijo: "Tú eres el Hijo de Dios vivo". Por ese reconocimiento, Pedro mereció ser alabado por Cristo, porque esto lo había dicho por inspiración de Dios Padre. He aquí que, cuando los demás no reconocieron al Hijo de Dios, solo Pedro lo reconoció. En segundo lugar, cuando Cristo dijo en la víspera de su pasión "yo estoy atado, y todos vosotros huís", los demás guardaron silencio, y sólo Pedro prometió que no volvería atrás. Por su presciencia, el Hijo de Dios dijo: "Oh Pedro, antes que cante el gallo, me negarás tres veces". Algo más se añadió al peso de su pecado: una promesa que no quiso cumplir. Después de que Cristo fue llevado a la casa de Caifás, de entre tantos, nadie fue interrogado (para colmar la medida de su trasgresión) excepto el bienaventurado Pedro. Al ser interrogado, primero niega; al ser interrogado, niega por segunda vez; en tercer lugar, dijo que no conocía a Cristo en absoluto; y el gallo cantó, no para marcar la hora con su canto, sino para que el bienaventurado Pedro reconociera cómo había pecado. Finalmente, se afligió amargamente y lloró copiosamente. Cuando los demás no le reconocieron, solo Pedro le reconoció. Cuando los demás no hicieron promesas, solo él prometió. Cuando los demás no negaron, sólo él negó una vez y tres veces. Aun así, por el bien de la unidad, no debía ser separado del grupo de los apóstoles. De lo cual entendemos que todo fue ordenado por la providencia del Salvador para que Pedro recibiera las llaves. El camino de la malicia fue obstruido para que los apóstoles no concibieran en sus mentes que eran libres de juzgar y condenar con severidad a quien había negado a Cristo. Tantos inocentes permanecen en pie, y el pecador recibe las llaves para que la obra de la unidad pudiera recibir su modelo. Se dispuso que el pecador abriera las puertas al inocente, para que el inocente no cerrara las puertas a los pecadores, y así la unidad necesaria no pudiera existir. Si hubierais dicho estas cosas y pedido la comunión, hermano Parmeniano, ¿cómo habría podido la Iglesia Católica, nuestra madre, dudar en recibiros en su seno, siendo cierto que no sois traidores, sino hijos de traidores?

IV
Los donatistas, nuevas moscas de Salomón que han de morir

Algunos de vuestro partido, en su deseo de señalarnos ante su pueblo como dignos de desprecio, mezclan en sus discursos lo que dijo el profeta Salomón acerca de "las moscas que pronto morirán", cuando aseveró: "Las moscas que pronto mueren destierran la dulzura del aceite''. En concreto, dicho líquido aceitoso está sazonado con el nombre de Cristo, y después de sazonado se llama crisma. Antes de la consagración todavía es por naturaleza aceite simple, mas se vuelve dulce cuando se sazona con el nombre de Cristo. Hay tres cosas, pues, que mencionó el profeta Salomón: el aceite, la dulzura y las moscas que pronto morirán y que destruyen la dulzura. Estas tres cosas ocupan su lugar en el orden debido. En primer lugar está el aceite, en segundo lugar está la dulzura que se ha producido, y en tercer lugar las moscas moribundas que ahuyentan la dulzura. Que cualquiera de vosotros presente tal argumento que demuestre por qué nos llamáis "moscas que pronto morirán". Si creéis tener el poder de la consagración que da su dulzura al aceite, entonces también tenéis tanto el aceite como su dulzura. ¿Acaso desterramos nosotros vuestro aceite, para que con razón nos llaméis "moscas que pronto morirán"? Lo vuestro permanece con vosotros. Y si alguien pasa de vosotros a nosotros, lo dejamos venir, tal cual como vosotros lo dejasteis. ¿Cómo, pues, podéis decir que somos "moscas que mueren pronto y corrompen la dulzura del aceite", cuando, aparte de vosotros, no hacemos tal cosa? Si dices que la dulzura del aceite puede ser corrompida por nosotros, o bien podemos efectuar algo y dar dulzura al aceite, o bien podemos (como tú sostienes) no efectuar nada, y entonces el aceite sigue siendo tal como era por naturaleza. En consecuencia, el aceite, antes de ser consagrado por nosotros, es tal como era por naturaleza, mas después de ser consagrado recibe la dulzura del nombre de Cristo. ¿Cómo podemos, con la misma acción, consagrar y corromper? De lo cual se sigue que, si el aceite es dulce por su propia naturaleza, no queda nada más que los hombres puedan efectuar, cuando se consagra en el nombre de Cristo. El mismo obrero no puede hacer al mismo tiempo dos cosas que sean repugnantes y opuestas entre sí. Cuando nosotros consagramos, no corrompemos. Y si corrompemos, ¿quién antes de nosotros consagró algo para que lo corrompiéramos? Por tanto, para que la palabra del profeta no quede sin aplicación, entended que sois vosotros las "moscas que pronto morirán". ¿Por qué? Porque habéis desterrado lo que no era por naturaleza, sino por consagración, y lo dulce no se corrompe por naturaleza (pues el aceite es simple y tiene su propio nombre único y distintivo). Una vez consagrado, el aceite se llama crisma, en el cual se encuentra la dulzura que, habiendo eliminado la dureza de los pecados, suaviza la piel exterior de la conciencia, que renueva una mente apacible, que prepara morada para el Espíritu Santo, para que sea invitado y, tras disipar la amargura, se digne morar aquí con alegría. Ésta es la dulzura del aceite que las "moscas que pronto morirán" pueden corromper. Si desterramos el aceite que se ha consagrado, con razón podrías llamarnos "moscas que pronto morirán", pero mientras conservemos lo que se ha ungido, tal como lo encontramos, no podemos ser "moscas que pronto morirán". En vuestro caso, impulsados por las tormentas de la envidia, y cayendo como moscas en el aceite, vosotros desterráis (rebautizando) la dulzura de ese aceite, que ha sido consagrado en el nombre de Cristo (el cual deben sazonarse las buenas costumbres, y la luz de la mente encenderse hacia una comprensión sana y verdadera). Con ello, estáis desterrando la realidad en la que residían el aceite y la dulzura. Así pues, ¿cómo hemos podido corromper una dulzura que ningún hombre antes de nosotros produjo por consagración? Sois vosotros los que habéis extraviado a los hombres, y los que habéis rebautizado, y los que habéis ungido por segunda vez. ¡Qué vergüenza! Para vuestra propia destrucción, como moscas que destruyen incluso mientras mueren, habeís desterrado lo que había sido consagrado en el nombre de Cristo. El pecado sin perdón lleva a la muerte, y también está escrito que "quien peque contra el Espíritu Santo no tendrá perdón ni en este mundo ni en el venidero". Por tanto, puesto que falsamente nos llamáis moscas, y os apresuráis a censurar nuestra inocencia como base para decir que no podemos perdonar los pecados ajenos, comprobad que no fue por nosotros, sino por vosotros, que el bendito apóstol Pablo dijo: "Habrá hombres amadores de sí mismos, avaros, alabados a sí mismos, soberbios, blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos, malvados, no guardianes de la paz, sin afecto natural, detractores, antipáticos, sin bondad, y el resto".

V
Los donatistas, nuevos Jamnes y Mambres contra Moisés

Volviendo al hecho del que tú has creído conveniente tomar sobre ti el carácter de Moisés, dime ahora mismo, hermano Parmeniano: Si el legislador Moisés recibió la oposición malvada de Jamnes y Mambres, ¿cuál es la verdad que se puede encontrar en ti, y a la cual se opone la Iglesia Católica? Es más, ¿qué hay en nosotros que tú puedas demostrar que es falso? ¿Acaso está equivocado, y en una comunión falsa, el mundo entero? ¿Podrás demostrar que todos estamos en la mentira? ¿Acaso no guardamos y defendemos el único y verdadero Credo? ¿Podrás demostrar que esto es mentira? ¿Podrás demostrar que la cátedra de Pedro es una mentira, y las llaves del Reino de los Cielos que le fueron otorgadas por Cristo, con las cuales estamos en comunión? En el mismo pasaje de la Escritura que tú has mencionado, considera el orden de las acciones de las personas y presta atención a cuál fue la primera. Sí, sin duda fue Moisés, y en segundo lugar Jamnes y Mambres, quienes con sus falsas artimañas se esforzaron por luchar contra Moisés y la verdad. Moisés, cuyos milagros intentaron en vano impugnar, estaba antes que ellos. Así como Moisés es el primero, también la Iglesia Católica es la primera. Así como Jamnes y Mambres lucharon contra Moisés y se opusieron a él, así también vosotros, en rebelión, lucháis contra la verdadera Iglesia Católica. ¿Por qué, entonces, habéis querido cambiar de nombre con nosotros, salvo para poder demostrar vuestra igualdad con vuestros colegas? Pues hay algunos de vuestro partido que, habiendo olvidado o ignorando el pasado, dicen contra nosotros cosas que pertenecen por derecho a aquellos hombres que, ya apartados de la Iglesia Católica, consagraron a Mayorino (es decir, a los autores del cisma y la traición). Porque todos ellos aún preservaban en la paz, y antes de desterrar la unidad (agradable a Dios), eran "luz del mundo", y con razón se les llamaba "sal de la tierra". Mientras predicaron la paz, se les llamó "hijos de la paz", y antes de envanecerse eran bendecidos en su pobreza de espíritu y formaban parte del sabor. Mientras eran mansos, eran bendecidos, y formaban parte del sabor. Mientras eran justos, eran bendecidos, y formaban parte del sabor. Mientras eran hijos de la paz, eran bendecidos, y eran la totalidad del sabor. Cuando desterraron las riquezas que poseían, y provocaron el cisma, es cuando se les vio crueles e implacables; desgarrando impíamente a los miembros de la Iglesia que antes habían besado. Adentrándose en la maldad, despreciaron el reino de Dios y dividieron la Iglesia, convirtiéndose así en sal podrida, de la cual nada podía sazonarse para agradar a Dios. Aquellos primeros líderes fueron tan malvados que hasta algunos de sus colegas abandonaron el cisma y reconocieron la verdad de lo sucedido y la inocencia de su madre la Iglesia Católica, y volvieron a la paz. Algunos de vuestro partido, hermano Parmeniano, creen que estos hombres conversos se equivocaron, y consideran que perdieron su sabor y con ello la sabiduría. No obstante, se equivocan en esto tanto como a la hora de citar sus nombres, o incluso a la hora de comparar a Jamnes y Mambres con los amantes de la paz, y a Moisés como al alejado de la verdad. Algunos de vuestros necios colegas han considerado incluso juzgar a los sabios, diciendo que los amantes de la paz se han vuelto necios, y se han negado a comprender que vuestros propios padres, por su disensión, perdieron su sabor.

VI
Sobre el respeto a la ley religiosa

Si en aquel momento hubieran considerado correcto vuestros padres, por el bien de la paz, volver a la Iglesia, no hubieran sido repelidos por ella, pues la extrema necesidad justificaría su voluntad. De ser así, ninguno de ellos habría sido traidor voluntariamente, y su pecado podría haberse comparado con otras trasgresiones. Todo lo que Dios quiso que no se hiciera, lo prohibió con su boca, cuando dijo: "No matarás, no cometerás adulterio", etc. Podría haber prohibido también lo que hicieron vuestros antepasados, mas como una cosa es lo que la mente hace y otra muy distinta lo que las circunstancias provocan, no todo lo que el hombre hace es materia para la prohibición, pues las malas acciones causadas por la necesidad no pueden ser censuradas con tanta violencia. Por lo tanto, los pecados voluntarios reciben castigo, y los cometidos por necesidad reciben perdón. El asesino, que no está obligado a cometer su delito por nadie, es libre de cometerlo; también es libre de dejarlo sin cometerlo. El adúltero, que no es obligado por nadie externo, puede cometer adulterio o no, según su elección. Lo mismo ocurre con otros asuntos de la misma naturaleza, donde existe la libre elección. En consecuencia, cuando se hacen cosas que han sido prohibidas, están destinadas al juicio; cuando las cosas que no han sido prohibidas se hacen por alguna necesidad, quizás quien no quiso prohibirlas pueda dignarse fácilmente a perdonarlas. Así pues, con respecto al crimen que podría haberse presentado contra vuestros padres como una ofensa mortal, si en ese momento hubieran sido llevados a juicio por ello, podrían haber salido en su ayuda alegando más de un ejemplo. En efecto, leemos que en los primeros tiempos también se rompieron las tablas de la ley, y se entregaron o cortaron y quemaron los libros sin que nadie fuera condenado. Si, como acabo de decir, las acciones de vuestros padres hubieran sido puestas al descubierto (si hubieran podido ser juzgados), sin duda habrían alegado que no habían hecho más de lo que hizo Moisés, el legislador. La necesidad y el libre albedrío no se parecen, sino que son contrarios, dado que (en lo que respecta al nombre legal), como se ve en el caso de Moisés. De igual manera, vuestros padres podrían haber dicho que, por necesidad, hicieron lo que Moisés había hecho por libre albedrío. En su indignación con el pueblo, Moisés no consideró que Dios había escrito con su propio dedo (y que lo escrito en el cielo es más que lo escrito en la tierra) ni reflexionó que lo escrito por el dedo de Dios no es lo mismo que lo escrito con pluma hecha por la mano de un hombre. Moisés llevó en la nube lo que había recibido, y sus padres entregaron lo que habían hecho como pago. Con razón, entonces, vuestros padres podrían haberse defendido, argumentando que no era una ofensa mortal si alguno de ellos, aterrorizado por un miedo excesivo, hubiera hecho lo que Moisés hizo por ira. Tampoco leemos que el Señor se enojara con Moisés, ni que vengara las tablas rotas que había escrito con su propia mano, ni que Moisés fuera llamado pecador o castigado. La ley provino de Dios de la misma manera que el agua proviene de una fuente, o que la fruta se corta de un árbol sin dañar su raíz. Lo que se ha usado no se pierde, siempre que se conserve de forma segura en su fuente. De igual manera, Moisés no fue condenado después de haber dispersado y roto en pedazos las tablas de la ley. Posteriormente, Moisés fue llamado de vuelta, subió al monte Sinaí, se le permitió hablar con Dios y recibió por segunda vez la ley ahora renovada, como lo revela el título del libro, que en griego se llama Deuteronomio. Ya ves que en la ley no se perdió lo que se había preservado en su fuente. Pero para que nadie supusiera que Moisés tenía mérito en cierta confianza con Dios debido a su trato con él, y que era por esta razón que Dios no estaba disgustado con él, y que, siendo así, era propio de la amistad exigir y recibir siempre su recompensa y fruto, ¿por qué entonces fue castigado después por otra ofensa? ¿No fue para demostrar que lo que había hecho en su ira era una ofensa venial? La ley estaba a salvo en Dios, aun después de que éste, junto con las tablas de piedra, había sido roto por el hombre; mientras que en la otra ocasión por no rendir la reverencia que le correspondía al hombre, Moisés mereció la pena de morir en medio de su viaje, de modo que no entró en la tierra prometida (de lo cual está claro que algo que, como en el presente ejemplo, podía escapar sin castigo, no puede ser considerado como un pecado muy grande). Si vuestros padres hubieran alegado esto, ¿quién les habría negado la comunión? Además, podrían haber presentado ejemplos posteriores, como lo que leemos que sucedió cuando la ley renovada se guardó en el Arca de la Alianza y el pueblo de Israel fue vencido en batalla. La ley, que por consejo del pueblo se llevó en el arca contra el enemigo, no pudo ser custodiada por los sacerdotes ni por el resto de los hijos de Israel, sino que, lejos de ser llevada a salvo, fue entregada al enemigo. Cuando la ley fue entregada, quienes habían instado a que se presentara huyeron aterrorizados, y no leemos que sufrieran castigo alguno por ello. Si sus padres hubieran alegado este ejemplo , ¿quién habría podido apartarlos de su comunión? Además, ¿qué habría sucedido si sus líderes no hubieran guardado silencio sobre los casos en los que leemos que Baruc entregó a Judín, el escriba, el libro de la ley que había recibido de labios del profeta Jeremías, y que los jefes del rey ordenaron tanto a Baruc, quien había recibido el libro, como a Jeremías, por medio de quien Dios había hablado, que escaparan y se escondieran? Jeremías dictó, Baruc se rindió; ambos huyeron. El libro fue llevado al rey Joaquín. Ahora bien, el rey, debido al frío de la estación, tenía un brasero encendido delante de él; así que, como no le agradó oír el libro recitado por Judín, el escriba, lo rompió en pedazos y lo arrojó a las llamas. Y Dios no se enojó ni con Jeremías, que huyó, ni con Baruc, que huyó con él y entregó el libro. Porque si Dios se hubiera enojado con ellos, habría hablado con otro profeta. No habló con ningún otro, sino con el propio Jeremías, pues así leemos: "La palabra del Señor vino a Jeremías después de que el rey quemara el capítulo del libro" y: "Las palabras que Baruc escribió de boca de Jeremías". Además, Dios le dijo a Jeremías: "Toma otro papel y escribe todas tus palabras, las que estaban escritas anteriormente en el libro que quemó Joaquín, rey de Judá". Así, vemos que ni Dios se enojó, ni pereció el libro quemado, ni Baruc fue castigado, ni Jeremías fue repudiado por Dios. De esto se desprende claramente que algo que nunca fue castigado nunca fue una falta grave. Si vuestros padres hubieran alegado estos ejemplos, ¿quién les habría rechazado de la comunión? Así pues, cuando Dios vio que Moisés había quebrantado las tablas de la ley, que el Arca de la Alianza había sido abandonada a sus enemigos y que el libro de la ley, tras ser entregado por Baruc, fue cortado y quemado, mostró su Providencia y prometió que escribiría la ley de ahí en adelante no en tablas ni en libros, sino en lo más íntimo del hombre, es decir, en la mente y el corazón de cada creyente, tal como la había escrito en el corazón de Noé, Abraham, Isaac, Jacob y los demás patriarcas, quienes, sin la ley, ciertamente vivieron conforme a ella. Esto lo prueba el bienaventurado apóstol Pablo, cuando dice: "Escrito no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne del corazón". Después que la ley fue quebrantada por Moisés, y abandonada por los hijos de Israel a sus enemigos, y rasgada y quemada (cuando fue ofrecida por Baruc al rey Joaquín), Dios señaló una ley a través del profeta, cuando dijo: "Éste es mi pacto, que estableceré con la casa de Israel y con la casa de Judá", y: "Daré mis leyes, y las escribiré en sus corazones y en sus mentes". Esto lo prometió hace mucho tiempo y lo cumplió por última vez en la época cristiana. Por lo tanto, el libro (o los pergaminos) está ahora está en segundo lugar. Si Dios escribió la ley allí, donde no podía ser traicionada, de modo que vuestros padres, que ya creían en la Trinidad (aunque renunciaron a los libros), no renunciaron ni a sus propios corazones ni mentes (en los cuales Dios, según su promesa, ya había escrito su ley), ¿con qué fundamento, hermano Parmeniano, has dicho que la ley fue completamente quemada por los traidores? Mira, ni ha sido completamente quemada ni ha sido completamente arrebatada, mientras permanezca en los corazones de los fieles y miles de libros se lean en voz alta por todas partes. De estas consideraciones es evidente que, por ignorancia, te has atrevido a acusarnos en vano. Si hubiera sido imposible rechazar incluso a vuestros padres de la comunión, y si en el tiempo de la unidad hubieran aportado tantos ejemplos que razonablemente se hubieran podido aducir, ¿cuánto más imposible es rechazaros a vosotros, que ciertamente no sois traidores, sino hijos de traidores, ya que debe hacerse una distinción entre las personas y los nombres de padres e hijos, y donde el pecado no ha sido compartido, allí no puede emitirse el mismo juicio? En definitiva, si vuestros padres hubieran sido movidos por la unidad, hubieran venido a la Iglesia Católica por su propia voluntad.

VII
Sobre el respeto a la ley civil

De igual manera, tampoco habría castigado Dios a los padres por las ofensas cometidas por los hijos. Puesto que la ley fue renovada en tiempos de Moisés sin que nadie fuera castigado, y el Arca de la Alianza fue restaurada libremente por el enemigo, y por orden de Dios Jeremías escribió un segundo libro, ¿por qué se cree que sólo vuestros padres cometieron un pecado mortal, al hacer algo por lo que, en tantos casos, nadie fue condenado? Si la ley fue dada para este propósito, para que los hombres fueran instruidos, no para que la ley misma fuera adorada en lugar de Dios, entonces, después del pecado de vuestros padres, aunque algunos individuos perdieron sus volúmenes bajo la presión del miedo, la mayoría de los fieles no sufrió pérdida. La ley, que había sido necesaria, aún mantiene su vigencia entre los maestros del pueblo y los adoradores de Dios. Las bibliotecas están llenas de libros, y nada le falta a la Iglesia. En diferentes lugares se proclaman por doquier las alabanzas divinas. Las bocas de los lectores no callan, y las manos de todos están llenas de volúmenes de la Escritura. Nada le falta al pueblo que desea ser instruido, aunque la ley no parece haber sido escrita más para la enseñanza que para el juicio venidero, para que el pecador sepa lo que le acontecerá si no vive rectamente. Así está escrito, y así leemos que "la ley no fue dada para los justos", porque "todo hombre justo es en sí mismo una ley para sí mismo". En otro lugar, el bendito apóstol Pablo también dice que la ley no hace justos a los hombres, sino que ella misma ama la justicia. Son los resultados lo que siempre se busca en todas aquellas cosas que producen resultados. La ley, que produce resultados, no es necesaria, cuando el resultado se obtiene más rápidamente. No obstante, no se le dijo a Abraham cree, sino que él creyó por su propia voluntad, por lo que en él el resultado de la ley se completó sin la ley. Y no se dice que "Abraham oyó la ley y creyó", sino que "Abraham creyó a Dios, y eso le fue contado como justicia". En los primeros tiempos, el patriarca Noé no hizo nada para alcanzar la justicia; sin embargo, como hombre justo, fue elegido para construir el arca, en la que, durante el diluvio, pudo navegar con éxito. Sería una larga tarea analizar individualmente todos los casos de quienes, sin la ley, resultaron ser justos. Si vuestros padres hubieran alegado estas cosas, ¿quién los habría rechazado de su comunión? Además, ¿qué habría sucedido si hubieran afirmado que lo que el apóstol dice de quienes están fuera de la ley no debe pasarse por alto? En efecto, éstas son sus palabras: "Las naciones que no conocen la ley, hacen lo que es de la ley, porque tienen la ley escrita en sus corazones". Se sabe que muchos pecaron con la ley, y muchos vivieron bien sin ella. La ley y el hombre son dos cosas, pero no pueden ser iguales, pues el hombre no fue creado para la ley, sino que la ley fue dada por causa de los hombres. No veo que se haya infringido a Dios en ninguna parte, mientras la fuente de la ley permanezca con él. Después de que la Escritura fue abandonada (así se dice) por vuestros padres, no le falta nada, y todos los miembros de la ley están sanos, a salvo y se leen en voz alta. Para quienes desean enseñar y ser enseñados, no hay nada menos que lo que había de la ley. ¿Era entonces necesario que el hombre fuera asesinado en lugar de que se abandonara alguna Escritura? De nuevo, los hombres no han sido asesinados, pero todas las Escrituras están aquí sin disminución. La ley y Dios no son una misma cosa. Si hubieran tenido que morir por Dios, que puede resucitar a los muertos y dar recompensas, bien; pero un libro que no ha sido entregado no puede hacer ni siquiera la segunda de estas dos cosas. Por tanto, la necesidad encadena la propia fuerza de voluntad de un hombre. A menudo vemos que el descuido es tan desastroso como la necesidad. Porque si los pergaminos o los libros, en los que se contiene la Escritura canónica, deben mantenerse totalmente intactos, ¿por qué no se condena a algunas personas descuidadas? No hay un gran abismo entre renunciar y colocar en una mala situación, o tratar mal. Un hombre ha colocado el libro en una casa, que se ha quemado en un incendio. Que sea condenado quien descuidadamente colocó el libro en esa casa, si otro ha de ser condenado quien por miedo entregó el libro que sabía que se le exigiría. Que también sean condenados quienes colocaron pergaminos o libros descuidados, donde podrían ser roídos por pequeños animales domésticos (es decir, por ratones) de tal manera que no pudieran leerse. Que sea condenado también quien los haya colocado en una parte de la casa donde, debido a la excesiva lluvia, el agua haya goteado por los aleros del tejado, de modo que toda la escritura haya sido arrastrada por la humedad y ya no pueda leerse. Que sean condenados también quienes, con la temeridad de confiarse, junto con los libros de la ley, a las olas hambrientas del mar, y en su afán por salvar sus vidas, estando en el agua, hayan dejado que las Escrituras se les escapen de las manos. Por consiguiente, si la Escritura es siempre la misma, y quien no ha podido salvarla es culpable, entonces uno la ha entregado a las olas, otro la ha abandonado a los roedores, otro ha permitido descuidadamente que la estropeara el agua que goteaba, y otro, aterrorizado por el miedo a la muerte, se la ha entregado, como hombre. Si todos han hecho lo mismo, ¿ por qué se elige a uno para ser condenado, y esto, aunque la culpa del traidor sea menor que la del descuidado? Quien lo dejó en manos de ratones o lo dejó bajo el agua, por voluntad propia fue descuidado, mientras que quien lo perdió en el río, pecó por temeridad. Quien, por temor a la muerte, renunció a algo, lo dio de hombre a hombre. Estaba completo mientras estaba con el dador, permaneció completo en manos del receptor. Si quien lo recibió lo entregó a las llamas, este es el pecado de quien lo quemó, no de quien lo entregó. Si estas cosas hubieran sido instadas por vuestros padres, ¿cómo podríamos haberlas rechazado de nuestra comunión? De haberlo hecho, ellos hubieran pensado bien en referirse a los tiempos del rey Antíoco, cuando todos los judíos fueron obligados a entregar sus libros para que fueran quemados, y toda la Escritura fue abandonada tan completamente que ni una sola letra quedó algo en algún libro. Ningún judío fue condenado entonces, ni se pronunció sentencia alguna contra ningún judío, ni por Dios ni por ningún ángel, porque el pecado fue suyo, quien ordenó y amenazó, no del pueblo, que se rindió con temor y dolor. Y para que este Antíoco no perjudicara a su pueblo en aquellos primeros días, Dios proveyó inmediatamente a un hombre, Esdras, quien en aquel entonces era llamado lector, para que dictara todo como se había hecho antes, hasta el último detalle. De esta manera, el tirano Antíoco no pudo disfrutar del fruto de su maldad, ya que (con la excepción de los siete hermanos y un anciano que se negó a comer carne de cerdo) no mató a ningún judío, y sin embargo, la ley no pudo ser destruida. De la misma manera, vuestros padres tampoco fueron asesinados en su época,  todos los libros de la ley del Señor siguen leyéndose en voz alta en todas partes. Si vuestros padres hubieran señalado estas cosas, ¿quién no los habría recibido en su comunión sin temor, ya que su pecado fue un pecado de necesidad, no de voluntad? Si alguno ha pecado, como vuestros antepasados, y viene a la Iglesia a alegar la necesidad de su caso, que sea recibido, y posteriormente acogido, en el seno bondadoso de la madre Iglesia.