OPTATO DE MILEVI
Contra los Donatistas

LIBRO VI

I
Los altares, ultrajados por los donatistas

Hermano Parmeniano, vuestras malas acciones con respecto a los divinos sacramentos han quedado claramente expuestas, según me parece, en mi libro V. Ahora paso a describir las cosas que vosotros habéis hecho, con crueldad e insensatez. En efecto, ¿qué sacrilegio más grande que romper, raspar y quitar los altares de Dios, sobre los cuales vosotros también ofrecisteis sacrificios, sobre los cuales se depositaron las oraciones del pueblo y los miembros de Cristo, donde se invocó a Dios todopoderoso, donde el Espíritu Santo descendió en respuesta a la oración, de los cuales muchos han recibido la prenda de la salvación eterna, la salvaguardia de la fe y la esperanza de la resurrección? Altares, digo, sobre los cuales el Salvador prohibió que se depositaran los dones de la hermandad, a menos que estuvieran sazonados con paz. "Deja tu ofrenda delante del altar", dijo Jesús, y "ve a ponerte de acuerdo con tu hermano, para que el sacerdote pueda ofrecer por ti". ¿Qué es, en efecto, un altar sino el lugar donde se encuentran tanto el cuerpo como la sangre de Cristo? Todos estos altares, en vuestra locura, los habéis raspado, roto o quitado. Cualquiera que haya sido la razón que os impulsó a esta maldad (para la cual no hay expiación posible), debería haberse hecho de la misma manera en todas partes. No obstante, en un lugar fue la abundancia de madera (según creo) lo que provocó la destrucción de los altares. En otros, la falta de madera provocó su raspado, mientras que en otros fue la vergüenza lo que os indujo a quitársela. En todo caso, en cada sitio se cometió una vergonzosa maldad, al poner vuestras manos sacrílegas e impías sobre algo tan grande. ¿Por qué mencionar a la turba de miserables abandonados, y al vino que se ofreció como pago por el crimen, y para el cual se prendió fuego con los restos rotos de los altares, para que labios impuros lo bebieran caliente con brebajes sacrílegos? Si en vuestro juicio ictérico os parecíamos corruptos, ¿qué daño os hizo Dios, Dios, quien en esos altares era habitualmente invocado? ¿En qué manera os ofendió Cristo, cuyo cuerpo y sangre solían morar allí durante determinados tiempos? ¿En qué manera os ofendisteis vosotros mismos, para derribar esos altares, sobre los cuales antes de nosotros vosotros (como decís, con santidad) ofrecisteis sacrificios durante largos períodos? Al atacar impíamente nuestras manos allí, donde solía morar el cuerpo de Cristo, también habéis herido las vuestras. Con esta acción, habéis imitado a los judíos. Ellos impusieron las manos sobre Cristo en la cruz, y vosotros lo habéis golpeado en el altar. Si hubierais querido atacar a los católicos en estos altares, habrías evitado al menos vuestros propios sacrificios anteriores. Vuestro orgullo se ha manifestado ahora en ese lugar en el que antes ofrecíais sacrificios con humildad, y ahora pecáis libremente donde antes solíais orar por los pecados de muchos. De esta manera, por vuestra propia voluntad, os habéis unido a los sacerdotes sacrílegos y os habéis asociado con los crímenes de los malvados, por quienes el profeta Elías se quejó ante el Señor con estas palabras con las que tú también, entre otros, has merecido ser acusado por él: "¡Oh Señor, han derribado tus altares!". Cuando dice tuyo, muestra que el altar donde se ha hecho cualquier ofrenda a Dios, por cualquier persona, pertenece a Dios. Podríais haber satisfecho vuestra locura, y haber herido a los miembros de la Iglesia, y haber dividido con vuestros engaños a los pueblos de Dios que antes estaban unidos. Entre todos vuestros procedimientos, podríais al menos haber respetado los altares. ¿Por qué rompisteis, junto con los altares mismos, las súplicas y anhelos de los hombres? Pues desde ellos la oración del pueblo solía llegar a oídos de Dios. ¿Por qué cortasteis el camino de sus oraciones hacia él? Con manos impías os habéis esforzado por desviar la escalera, para impedir que la súplica ascendiera a Dios por el camino acostumbrado. Aunque todos vosotros participasteis de una misma conspiración, aun así, en este asunto, aunque vuestra mala acción fuese la misma, la llevasteis a cabo por métodos diferentes. Si bastaba con mover, no era lícito romper; si era correcto romper, es pecado haber raspado. Si, como decretó vuestra asamblea, no era lícito preservar los altares, el hombre que los rompió parecería haber actuado correctamente. En ese caso, es culpable quien, raspando, preservó la mayor parte. ¿Qué es esta nueva y tonta sabiduría vuestra de buscar lo nuevo en el corazón mismo de lo viejo? Es como si, tras haber quitado algo de piel del cuerpo, buscarais, por así decirlo, una segunda piel en la parte del cuerpo que yacía oculta bajo la que habíais cortado. El don, que es propio de sí mismo y, en razón de su unidad, es un todo en sí mismo, puede, tras quitársele algo, verse disminuido. Es decir, no puede cambiarse. Habéis raspado lo que os parecía bien, mas ¡lo que odiáis sigue ahí! Además, aunque hayáis acordado que todo lo que haya sido tocado por nosotros, en el nombre de Dios y en su servicio, sea considerado impuro por vosotros, ¿quién de los fieles ignora que durante la celebración de los misterios, la madera del altar está cubierta de lino? Durante los ritos sagrados, se puede tocar la cubierta, no la madera. O si los velos pueden ser penetrados por el tacto, también la madera. Y si la madera puede ser penetrada, también la tierra. Si raspáis la madera, también debéis excavar la tierra que está debajo, y hacer un hoyo profundo, mientras buscáis aquello que os complace juzgar como puro. Pero ¡tened cuidado!, no sea que cavéis tan profundo que encontréis a los que yacen allí abajo, y encontréis allí a Coré, Datán y Abiram, a los cismáticos y a vuestros amos. Habéis roto y raspado altares, mas ¿cómo es que vuestra locura en este asunto se ha calmado de golpe? Pues veo que, después que cambiasteis de planes, los altares ya no fueron rotos ni raspados, sino solo movidos. Si esto fuera así, con ello estaríais demostrando que lo que hicisteis al principio de ninguna manera debería haberse hecho.

II
Los cálices, vendidos por los donatistas

Cuando rompisteis los cálices que contienen la sangre de Cristo, cometisteis dos pecados horribles. En primer lugar los fundisteis, lucrándoos así con negocios abominables. En este sentido, ni siquiera os molestasteis en seleccionar a los compradores, sino que cometisteis el sacrilegio (al vender) sin criterio (a desconocidos) y con avaricia (para obtener dinero). También permitisteis quemarlos con vuestras propias manos, con las que solíais manipular estos mismos cálices antes que nosotros. Aun así, ordenasteis que la venta se llevara a cabo en todas partes. Quizás mujeres depravadas los compraron para sus propios fines, y los paganos los compraron para fabricar con ellos vasijas con las que quemar incienso a sus ídolos. ¡Oh vergonzosa maldad! ¡Oh crimen inaudito! Quitarle algo a Dios para dárselo a los ídolos, robarle algo a Cristo para que sirviera como sacrilegio.

III
La contaminación de los objetos sagrados, excusa donatista para sus sacrilegios

Percibo que, en este asunto, para despertar un odio inmerecido contra nosotros, queréis recurrir al libro del profeta Ageo, donde está escrito: "Aquellas cosas que han sido tocadas por los contaminados han sido contaminadas". Para quien está enojado, es fácil lanzar insultos. Mas siempre que se hace una acusación, es necesaria alguna prueba clara. ¿Quién de nosotros, en efecto, ha entrado alguna vez en los templos de los ídolos? ¿Quién ha presenciado los sacrificios sacrílegos? Los hombres pueden contaminarse con incienso, olores, sacrilegios, sacrificios y sangre. Pero en este asunto, entre nosotros, ¿quién ha entrado en esos templos? ¿Quién ha quemado incienso a los ídolos? ¿Quién se ha manchado con olores impuros? ¿Quién ha visto derramar la sangre de una bestia impura o de un hombre? ¿A quién de nosotros podéis probar que haya aconsejado la perpetración o alguna mala acción? Probad, si podéis, que un solo obispo haya estado involucrado en alguna fechoría. Tenéis sospechas sobre algún primado que, según se informó, titubeó en ese momento, pero la sospecha no es motivo suficiente para la acusación. ¿Quién lo ha acusado? ¿Quién lo ha condenado? ¿En qué ocasión fue avergonzado o puesto en ridículo? Guardad vuestras sospechas, por tanto, para vosotros mismos. Como ya he repetido, si los juicios civiles contra vosotros se hicieron con severidad, vuestros padres son responsables. ¿Por qué, entonces, habláis de los católicos como si estuvieran contaminados? ¿Acaso es porque hemos seguido la voluntad y el mandato de Dios amando la paz, comunicándonos con todo el mundo o en unión con quienes viven en Oriente, donde nació Cristo, donde sus santos pasos tocaron la tierra, donde sus adorables pies caminaron, donde tantos y tan grandes milagros fueron obrados por el mismo Hijo de Dios, donde tantos apóstoles lo acompañaron? ¿Dónde está la Iglesia séptuple, en la que si alguien es separado, no sólo no deja de lamentarse, sino que en cierto modo se regocija? Nos llamáis contaminados porque hemos amado la unidad agradable a Dios, pero en realidad lo hacéis porque estamos de acuerdo y mantenemos comunión con los corintios, gálatas y tesalonicenses. Nos llamáis impuros porque no hemos leído vuestros libros corruptos. Negad si podéis, que leéis libros que difieren de los de la Iglesia. ¿Cómo os atrevéis a leer las epístolas escritas a los corintios, vosotros que os habéis negado a comunicaros con ellos? ¿Con qué propósito leéis en voz alta lo escrito a los gálatas o a los tesalonicenses, con quienes no estáis en comunión? Puesto que todo esto es así, oh Parmeniano, comprende que has sido separado de la santa Iglesia, y que nosotros no estamos contaminados, sino vosotros. ¿Qué fundamento tienes, entonces, para pensar que el profeta Ageo pueda serte de alguna ayuda? Los altares y los vasos sagrados que he mencionado, hermano, estaban antes en tus manos y en las nuestras. Si calumnias nuestras manos, ¿por qué no condenas también las tuyas? No obstante, tú dices que has leído eso de "aquello que toca aquel que está impuro, queda impuro". Supongamos que alguien ha sido contaminado, de modo que lo que ha tocado parece estar contaminado (es decir, concedamos que, si sólo ha habido contacto, lo que se ha tocado sin invocar el nombre de Dios puede estar contaminado). Pues bien, si se vuelve a invocar el nombre de Dios, la invocación misma santifica incluso aquello que parecía haber sido contaminado. Así, cuando 250 incensarios, que habían sido llevados en manos de pecadores, quedaron desechados (después que estos pecadores fueron absorbidos por la tierra), mientras el santo sacerdote Aarón dudaba qué hacer con ellos, oyó la voz de Dios que decía: "Toma, oh Aarón, estos incensarios, y haz con ellos láminas y fíjalas en las esquinas del arca del pacto del Señor, porque, aunque pecaron quienes los llevaron, sin embargo estos vasos son santos, porque mi nombre ha sido invocado con ellos". Ciertamente, llevar es más que tocar. Por tanto, es evidente que algo puede santificarse mediante la invocación del nombre de Dios, aunque sea un pecador quien lo invoque. De hecho, el tacto no puede tener tanta eficacia como la invocación del nombre de Dios. Hermano mío, tú que confías en tu propia santidad, dime esto: ¿Es el tacto lo que santifica, o la invocación? Sin duda, es la invocación, y no el tacto. De lo contrario, si confías sólo en el tacto, toca una tabla, una piedra, una prenda, y veamos si por sí mismas (sin la invocación de Dios) pueden santificarse.

IV
Las vírgenes consagradas, despojadas por los donatistas

Considera ahora, hermano Parmeniano, qué insensato y qué vano es que hayas ejercido tu voluntad y tu fingida autoridad al obligar a las vírgenes de Dios a aprender a hacer penitencia, de modo que quienes ya habían hecho su profesión tuvieron que cambiar después, por orden tuya, los signos de su elección sobre sus cabezas, y se vieron obligadas a quitarse los velos y a recibir otros en su lugar. En primer lugar, dime dónde se ha dado algún mandamiento sobre los velos, pues la virginidad es cuestión de elección, no de necesidad. El apóstol Pablo, aquel famoso posadero a cuyo cuidado se confió un pueblo herido por las heridas de sus pecados, había recibido dos denarios para repartir (es decir, los dos testamentos). Él, por así decirlo, los gastó en su enseñanza, enseñando cómo debían vivir los esposos y esposas cristianos; pero, cuando se le preguntó qué mandamiento daría respecto a las vírgenes, respondió que no se había ordenado nada sobre la virginidad. Reconoció haber repartido los dos testamentos (es decir, los dos denarios). En cierto modo, la comisión estaba agotada, pero, puesto que Cristo, quien había confiado al hombre herido a su cuidado, había prometido que reembolsaría cualquier cantidad adicional que se gastara en su cuidado, Pablo, después de repartir los dos denarios, no da mandamientos, sino un consejo respecto a la virginidad. No se interpone en el camino de quienes la desean, pero tampoco obliga ni obliga a quienes no la desean. En concreto, éstas son sus palabras: "El que ha dado a su virgen, hace bien; y el que no la ha dado, hace mejor". Éstas son palabras de consejo, y no se les adjuntan preceptos, ni en cuanto al tipo de lana con la que debe hacerse el velo, ni con qué tipo de tinte púrpura debe teñirse. La virginidad no puede ser ayudada con este tipo de prenda, ni con ella se apagan los ardores del alma (que a veces se encienden con el verano), ni con ella se alivia la mente (que de vez en cuando se ve oprimida por la carga de los deseos). Si fuera de otra manera, no un solo velo, sino muchos, se colocarían sobre la cabeza de la virgen, para que, cuando los deseos de la carne perturbaran el alma, el número de velos pudiera luchar contra los aguijones de la mente. El velo se consideraba una señal para la cabeza, no un remedio para la castidad. Así que una prenda de este tipo puede envejecer, ser roída y desgastada. Sin embargo, la virginidad, siempre que no haya sufrido daño, puede estar a salvo sin velo. Esta clase de vida es una especie de matrimonio espiritual. Ya habían llegado a las nupcias de su Esposo por elección y profesión; y ya se habían despojado del cabello, para demostrar así que habían renunciado a las nupcias mundanas y se habían unido a su Esposo espiritual. Ya habían celebrado nupcias celestiales. ¿Por qué razón las obligasteis a despojarse del cabello por segunda vez? ¿Por qué les habéis exigido una segunda profesión? ¿Quién es el segundo esposo espiritual, con quien pueden casarse por segunda vez? ¿Cuándo murió Aquel con quien se habían desposado, para que puedan casarse de nuevo? Vosotros habéis vuelto a desnudar sus cabezas, que ya ellas habían recibido el velo. Las habéis despojado de las marcas de su profesión, que habían sido introducidas como protección contra secuestradores o pretendientes. El velo es un signo de su libre elección (no una ayuda a la castidad) para que el pretendiente no siga pretendiendo, ni el raptor se atreva a violar, lo que ya ha sido consagrado a Dios. El velo, por tanto, es una señal, pero no un sacramento. Habéis encontrado vírgenes de esta clase, que ya se habían casado espiritualmente. Pues bien, a estas las obligasteis a segundas nupcias, y les ordenasteis que se soltaran el cabello. Esto no lo toleran ni siquiera las mujeres que contraen matrimonio natural, pues a ninguna de ellas se le hubiera ocurrido cambiar de marido, ni repetir la gran fiesta secular de la boda. Por tanto, no sólo les habéis quitado a las vírgenes los adornos de la cabeza, sino las pruebas de la elección de la mejor parte. Habéis rociado sus cabellos, que ya habían sido consagrado a Dios, con cenizas impuras. Incluso disteis órdenes de que se lavaran con agua salada. ¡Ojalá hubierais restituido ya lo que os llevasteis! Muchas de las que fueron arrastradas de vuelta al mundo, por vuestra culpa, permanecieron mucho tiempo con su atuendo original, sin las señales externas con las que se habían fortificado contra pretendientes y secuestradores. Cuando los hombres vieron que no llevaban puesta la barrera que antes les impedía el paso, en lugar de pretendientes se convirtieron en secuestradores. De hecho, nadie se sintió culpable al raptar a una de esas vírgenes, porque caminaban y vestían por el mundo como las que van buscando esposo.

V
Los libros sagrados, quemados por los donatistas

En este asunto, ¡cuán grandes fueron las injurias que infligisteis a Dios, cuán grandes las ganancias que obtuvisteis para el diablo! Fundisteis cálices impíamente, rompisteis y raspasteis altares con crueldad, obligasteis a las vírgenes a la desdichada y la deshonra). Esto no se puede pasar por alto, porque no tiene excusa ante Dios, ni ante vuestros seguidores, ni ante nadie. Aparte de esto, juzgasteis que, mediante tribunales civiles y leyes públicas, los libros de la ley divina debían, por acción de los funcionarios, ser arrancados a muchísimos, queriendo tener para vosotros solos lo que antes del cisma la Iglesia había tenido en común. Como cristiano, no temo afirmar este hecho, puesto que los mismos oficiales paganos lo recuerdan. Os apoderasteis con violencia de los manteles del altar y de los libros pertenecientes al Señor, que anteriormente habían sido poseídos en común. También os apoderasteis de los paños sudarios y de los manuscritos. En vuestro orgulloso juicio, pensasteis que todo eso había sido profanado. Si no me equivoco, os apresurasteis a purificar todas estas cosas, y también lavasteis los paños sudarios. Dime, hermano, ¿qué hicisteis con los manuscritos? ¿Los lavasteis también, para purificarlos? Emite un mismo juicio sobre todas estas cosas. O lavas ambos (paños y manuscristos), o los dejas en paz. Si actúas de manera diferente, habrás manchado tus propios esfuerzos. Lavas el paño sudario, pero no lavas el manuscrito. Si haces bien por un lado, haces mal por el otro. No puedes negar que das escándalo por un lado, si haces bien por el otro. Si os alegráis de parecer llenos de respeto hacia la religión en un asunto, debéis también lamentaros de que se os considere culpables de sacrilegio en el otro.

VI
Las paredes eclesiales, blanqueadas por los donatistas

Una pregunta más, hermano Parmeniano: ¿Cuando habéis decidido lavar incluso las paredes, y habéis ordenado rociar todo el interior con agua salada? ¡Oh agua, que por Dios fuiste creada dulce, sobre la cual el Espíritu Santo nació antes del nacimiento mismo del mundo! ¡Oh agua, que para purificar la tierra, lavaste la tierra! ¡Oh agua, que en los días de Moisés, después de ser endulzada por la madera, para perder la amargura que te es natural, saciaste con tus dulcísimos sorbos los corazones de tanta gente! ¡Te ha correspondido, después de tan alto cargo, recibir una degradación no leve! En presencia de Moisés, la amargura muere en ti, y hoy tu dulzura, junto con el pueblo católico, es acosada por los cismáticos. Juntos sufrimos el conflicto, juntos esperamos la venganza de Dios. Responde, hermano Parmeniano: ¿Qué daño os causó el lugar, qué daño las mismas paredes, para que sufrieran semejantes cosas a vuestras manos? ¿Acaso fue porque en ellas se suplicó a Dios? ¿O porque allí se alabó a Cristo? ¿O porque allí se invocó al Espíritu Santo? ¿O porque allí, aunque estabas ausente, se leyeron en voz alta los libros de los profetas y los santos evangelios? ¿O porque allí se armonizaron las mentes de hermanos que antes estaban en conflicto? ¿O porque la unidad, agradable a Dios, encontró allí un hogar donde morar? Indícame qué has encontrado en las paredes, para lavarlas. Si son las huellas de los católicos (que hemos pisado tanto en la calle como en la plaza), ¿por qué no las purificas todas? Porque tú y nosotros, para cuidar nuestros cuerpos, los hemos purificado en los mismos baños, y muchos de los tuyos los han usado a menudo antes que tú. Si crees que todo debe purificarse después de nosotros, lava también el agua, si puedes. O si, como acabamos de decir, nuestras pisadas te parecen impuras, bastaría con lavar la tierra. ¿Por qué, entonces, has considerado conveniente lavar también las paredes, sobre las que no se pueden dejar huellas humanas? Porque no podíamos pisarlas, sino que tan sólo las podíamos ver. Pero si crees que debe lavarse incluso lo que ha sido tocado por nuestra mirada, ¿por qué has dejado otras cosas sin lavar? Y si no, como también hemos visto el techo y los cielos, ¡lávalos! ¿Qué no puedes lavarlos? Entonces, ¿has merecido el bien de Dios, lavando lo uno y no lo otro? En ese caso, parecería que has cometido un pecado sin expiación, al no lavar lo otro. Hermano mío, así como quieres aparentar diligencia en un aspecto, no seas negligente en otro. Es más, tu diligencia debería calificarse de locura. O para llamarla por su verdadero nombre, de vanidad, a menos que al actuar así hayas aterrorizado a la población inculta, haciéndoles creer que, si la columna de la iglesia ha sido lavada, también deberían serlo sus cuerpos. Si habéis tenido este astuto designio, habéis engañado con astucia a la gente desdichada. Si habéis actuado así sin pensar, entonces vuestra torpeza ha quedado al descubierto. Aquellos a quienes habéis extraviado saben que vuestra conducta ha sido estúpida, y esto no podéis negarlo ni vosotros mismos.

VII
Los muertos, profanados por los donatistas

¿Debería mencionar también vuestra conspiración para apoderaros de los templos paganos, y reclamar los cementerios, y no permitir que se enterraran los cuerpos de los católicos? Para aterrorizar a los vivos, perjudicáis incluso a los muertos, y les negáis un lugar y unos ritos funerarios. Si hubierais estado en guerra con ellos mientras vivían, al menos la muerte de vuestro enemigo podría apaciguar vuestros odios. Pero ellos no estaban en guerra con nadie. Así pues, si todos ellos están ahora en el silencio, ¿por qué insultar sus exequias? ¿Por qué interferir en su entierro? ¿Con qué propósito entráis en conflicto con los muertos? Porque ellos han perdido ya, en el peor de los casos, el fruto de su malicia. Si no queréis que los cuerpos descansen juntos, no separéis sus almas, y ponedlas junto a Dios.

VIII
Los donatistas, comparados a los cazadores de pájaros

Para terminar, es imposible narrar por completo todas las maldades que habéis cometido, aunque podría darlas por sentadas en vuestros jefes, los líderes de la maldad. Sin embargo, ¿qué podría sobre los que ahora son vuestros, y vosotros habéis logrado engañar y atraer a vuestra facción? Podría decir esto: que por espíritu de partido, o por sutil astucia, de ovejas se han convertido repentinamente en lobos, de fieles se han vuelto infieles, de pacientes se han hecho iracundos, de amantes de la paz se han convertido en amantes de la contienda, de sencillos se han convertido en llenos de astucia, de amantes de la modestia se han hecho sinvergüenzas. Una vez gentiles, ahora son salvajes. Una vez inocentes, ahora son hacedores de maldad. De hecho, cuando personas de ambos sexos se han apartado de vosotros, y han vuelto a nuestra comunión, se lamentan de que otros sigan allí, y les instan a que dejen de mantenerse férreos en su caída. Si supieran que han alcanzado la gloria, habrían disfrutado de su propia felicidad en silencio. Por vuestra parte, vosotros invitáis a otros a caer de la misma manera, y a romper con la madre Iglesia sin avergonzaros de usar estas palabras: "Gayo, Seyo, o Gaia, Seia, ¿cuánto tiempo estarás donde estás?". Es decir, de pregonar: "Ahora deberías seguirme en mi error, ahora deberías abandonar la verdad. ¿Cuánto tiempo te quedarás donde estás?". Es decir: "Imítame en mi caída, imítame en mi vergonzoso paso al vacío. ¿Hasta cuándo serás llamado fiel? Abandona la fe, o aprende a hacer penitencia". Vosotros sois cazadores de pájaros, y los hombres o mujeres que cazáis son los pájaros. Además, entre vosotros no hay una sola clase de cazadores de pájaros. Hay quienes, con un arte que no es artificioso, se acercan a árboles de raíces profundas, que se encuentran frente a una arboleda, donde los pájaros vuelan con naturalidad y se posan en ramas reales. Entre ellos no encontrarás fraudes ni artimañas. Estos hombres confían únicamente en su arte y habilidad para atrapar pájaros. Hermano Parmeniano, tú te pareces al cazador de pájaros que, a diferencia de los demás, no se contenta con ir antes del amanecer a los árboles de verdad, sino que llevas contigo tu propio árbol y un manojo para tu propia arboleda. Con todo tipo de artimañas, formas un árbol sin médula ni raíces. Sobre él colocas ramas falsas, de modo que el que había sido cortado recientemente recibe ahora hojas extrañas, en lugar de las que había perdido. Llevas contigo algunos pájaros encerrados en una jaula. Sobre las ramas falsas colocas otros disecados para que parezcan vivos. Los pájaros vivos se esconden en sus jaulas, los demás se ven, como pájaros vivos sobre las ramas. Un doble fraude se une por tu astucia. Para engañar la ingenuidad de las aves vivas que vuelan, las que están muertas parecen estirar el cuello y cantar, mientras que las que están ocultas en su prisión cantan desde las gargantas de las demás. Entre la aparición en los árboles y el sonido que sale de la jaula, una mente astuta obra. Las aves ya capturadas capturan a las libres, y las aves muertas matan a las vivas. A éstos son a quienes habéis herido vosotros, ya sea rebautizándolos o sometiéndolos a la penitencia. Estos hombres y mujeres se esfuerzan con gran celo y trabajo para que otros perezcan con ellos, por temor a morir solos.