OPTATO DE MILEVI
Contra los Donatistas

LIBRO V

I
El bautismo es uno, en contra de lo defendido por los donatistas

En mi libro I, hermano Parmeniano, demostré claramente quiénes fueron los traidores de la ley y los causantes del cisma. En el libro II señalé que con nosotros está la única y verdadera Iglesia Católica, mientras que en el libro III demostré que todo lo que la autoridad juzgó con severidad sobre los culpables no puede atribuírsenos legítimamente. También he sostenido que hay justificación divina para decir que sois vosotros, y no nosotros, los pecadores. Ahora me toca hablar del bautismo. En el asunto que ahora se considera, la cuestión principal consiste en que te has atrevido a violar el bautismo, y has repetido lo que Cristo ordenó hacer una sola vez. Esto es algo, oh Parmeniano, que no puedes negar, y eso que al principio de tu tratado mencionaste que sólo hubo un diluvio y una sola circuncisión para el pueblo judío. Aunque trataste estos temas al principio de tu discurso, pronto los olvidaste por completo, e introdujiste la doctrina de las dos aguas. Comenzaste este argumento de forma absurda, aunque tú sabías muy bien que ibas a discutir sobre el agua verdadera y el agua falsa. Si lo que tratas con ello es de fortalecer la unidad del santo bautismo, lo que haces en realidad es debilitarlo. Además, has querido sentar la base de que el bautismo cristiano había sido prefigurado en la circuncisión judía (en la que ni siquiera había agua). De esta manera defendías tu postura de las dos aguas, al tiempo que atacabas a la Iglesia Católica. A medida que avanzaba tu tratado, vaciabas de valor uno de esos bautismos para llenar el otro. Al decir que hay un solo bautismo y uno segundo, no puedes negar que has intentado demostrar que son dos y que son diferentes. Cuando intentaste eliminar uno de estos, te esforzaste por tratar el segundo como si fuera el primero. Ahora te digo yo: si sostienes que entre los cristianos hay dos aguas, demuestra que entre los judíos hay dos circuncisiones, y explica cuál de ellas es la mejor y cuál es la peor. Si buscas esto, no podrás encontrarlo. En efecto, Dios quiso que la realidad judía fuese algo único, y que en ella no se extirpara nada de la oreja ni del dedo, sino esa parte del cuerpo que, una vez se había cortada, les dejase una señal para siempre, que no se pudiera quitar ni repetir. En efecto, cuando esta extirpación se hace una vez, preserva la salud, mas si se hace de nuevo puede causar daño físico. De modo similar, el bautismo cristiano, efectuado por la Trinidad, confiere la gracia, y si se repite causa la pérdida de la vida. ¿Qué te ha sucedido entonces, hermano Parmeniano, al presentar algo que es uno, y luego decir que hay dos bautismos, uno verdadero y el otro falso? De esta manera, has procedido a argumentar que hay dos aguas, atribuyéndote para ti el agua verdadera y la falsa a tus enemigos. Después de esto, mencionaste también el diluvio. Éste fue, en efecto, una figura del bautismo, pues todo el mundo manchado por el pecado, tras el ahogamiento de los pecadores, fue, mediante el lavamiento, restaurado (purificado) a su apariencia anterior. Al introducir el diluvio, tu intención era decir que, aparte de las fuentes fangosas de los herejes (que, en efecto, no son agua, y menos bautismales) habían dos aguas, un agua mentirosa y un agua verdadera. ¿Con qué propósito, pues, has considerado oportuno referirte al diluvio, que sólo ocurrió una vez? Por tanto, sí así lo deseas, muéstrame dos arcas distintas entre sí, y dos palomas distintas entre sí y con diferentes ramas en la boca. Haz esto para empezar, si lo que quieres es prefigurar el bautismo en el diluvio y demostrar que en el bautismo hay un agua verdadera y un agua falsa. Sólo es verdadera esa agua que ha sido santificada, y no de ningún lugar ni por ninguna persona humana, sino por la Trinidad. Como has dicho que hay un agua que yace, aprende dónde puedes encontrarla: con Praxeas el Patripasiano, quien niega totalmente al Hijo y sostiene que el Padre ha padecido. El Hijo de Dios es la verdad, como él mismo da testimonio al decir: "Yo soy la puerta, el camino y la verdad". Por tanto, si el Hijo de Dios es la verdad, donde él no está hay mentira. Y como el Hijo no está con los patripasianos, allí no está la verdad, y donde no está la verdad, allí yace el agua. Así que, aunque tarde, deja ya de inventar acusaciones, y no traslades a los católicos lo que se dijo contra los patripasianos. Ha quedado claramente demostrado, pues, que lo que tú dices del diluvio y de la circuncisión podría haber sido dicho igualmente por nosotros, como en apoyo de tu parte. Queda por demostrar que has alabado el bautismo de tal manera que has presentado muchas cosas tanto a tu favor como en tu contra. Todo lo que compartimos contigo es a favor de ambos, y esta razón te favorece: que de nosotros saliste. Así, por ejemplo, tú y nosotros tenemos una misma disciplina eclesiástica, leemos las mismas Escrituras, poseemos la misma fe, los mismos sacramentos de la fe, los mismos misterios. Con razón, por tanto, has alabado el bautismo, pues ¿quién entre los fieles ignora que el bautismo es vida para las virtudes, muerte para las malas acciones, nacimiento para la inmortalidad, consecución del reino celestial, puerto de la inocencia y (como también has dicho) naufragio de los pecados? Éstas son las bendiciones conferidas a todo creyente, y no por el ministro de este sacramento, sino por la fe del que es bautizado y por la Trinidad.

II
El bautismo es obra de la Trinidad, no del ministro

Me preguntarás qué hemos dicho nosotros contra vosotros, al alabar el bautismo. Escucha, y luego reconoce lo que ninguno de vosotros podrá negar: ¿Acaso no decía que la Trinidad no cuenta para nada, a menos que esté presente? Si nos tenéis en poco, al menos reverenciad al Padre, que es el primero en la Trinidad, quien con su Hijo y el Espíritu Santo realiza y completa todas las cosas, incluso cuando no está presente ninguna persona humana. Hermano Parmeniano, has dicho, en alabanza del agua, y refiriéndote al libro del Génesis, que las aguas primordiales dieron origen a los seres vivos. ¿Acaso no podría la Trinidad haber engendrado la vida por propia iniciativa? ¿Y no estaba allí también toda la Trinidad? Seguramente Dios Padre estaba allí, él, quien se dignó a ordenar: "Que las aguas produzcan seres nadadores, pájaros y demás". Si lo que entonces se hizo se hubiera hecho sin que nadie lo efectuara, Dios habría dicho "oh aguas, haced brotar". Así que el Hijo de Dios, quien lo realizó, estaba allí. El Espíritu Santo estaba allí, como está escrito ("el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas"). No veo nada allí que sea un cuarto elemento (el agua), sino tan sólo a las tres personas divinas. Sin embargo, lo que la Trinidad efectuó nació, y si la Trinidad hubiese ordenado que muriesen, lo hubiesen hecho. Si no le fuese permitido a la Trinidad hacer nada sin ti, llama tú a los peces de vuelta a su origen, o ahoga tú en las aguas a las aves mientras vuelan.

III
El bautismo no debe repetirse, como defienden los donatistas

Quedamos, pues, en que hubo un solo diluvio, y que la circuncisión no podía repetirse, y que el don celestial es otorgado a cada creyente por la Trinidad, y no por ningún hombre. ¿Por qué piensas, pues, que es correcto repetir el bautismo trinitario? En cuanto a este sacramento, vosotros habéis generado una controversia no pequeña, al discutir si es lícito realizarlo una segunda vez después de la Trinidad, en el nombre de la misma Trinidad. Tú dices que es lícito, mientras que nosotros decimos que no es lícito. Entre tu "es lícito" y nuestro "no es lícito", las almas de la multitud vacilan y se tambalean, y acaban por no creer ni a vosotros ni a nosotros. Todos somos como litigantes en un pleito. Hay que buscar jueces. Si han de ser cristianos, ninguna de las partes puede proporcionarlos, porque la verdad se ve impedida por el espíritu de tu partido. Hay que buscar un juez externo. Si ha de ser pagano, no puede conocer los secretos cristianos. Si ha de ser judío, es enemigo del bautismo cristiano. Por lo tanto, sobre este asunto no se puede encontrar juicio en la tierra; y tenemos que buscar un Juez del cielo. Además, ¿por qué llamar a las puertas del cielo, cuando tenemos a mano, en el evangelio, su testamento? En este caso, las cosas terrenales pueden compararse razonablemente con las celestiales. Por ejemplo, en el caso de cualquier hombre que tenga muchos hijos, mientras el padre esté presente, él mismo da sus órdenes a cada uno, sin que sea necesario ningún testamento. Así, mientras Cristo estuvo presente en la tierra, él dio sus órdenes a los apóstoles respecto a todo lo necesario para el momento. Pero, así como un padre terrenal, que se siente al borde de la muerte y teme que sus hijos alteren la paz después de su muerte y acudan a los tribunales, llama a testigos y transfiere su testamento de su pecho, tan pronto como fallezca, a un registro que perdurará por mucho tiempo. Si surge alguna disputa entre los hermanos, no van a la tumba, sino que se busca el testamento, y quien descansa en la tumba habla en silencio desde el registro. De la misma manera que Aquel a quien pertenece el testamento está en el cielo, por lo tanto, búsquese su voluntad en el evangelio como en su testamento. Mediante su presciencia, Cristo previó las cosas que ahora hacéis vosotros, y las que aún están por venir. Por consiguiente, cuando el Hijo de Dios lavó los pies de sus discípulos, le dijo así a Pedro: "Lo que yo hago, tú no lo sabes ahora, pero lo sabrás después". Al decir "lo sabrás después", señaló estos tiempos presentes. De esta manera, entre otras prescripciones de su testamento, dio esta prescripción sobre el agua. Si, al lavar los pies de sus discípulos y los demás guardaran silencio, Pedro también hubiera guardado silencio, solo habría dado ejemplo de humildad y no habría hecho ninguna declaración respecto al sacramento del bautismo. Pero cuando Pedro se niega y no permite que le laven los pies, Cristo le niega el Reino, a menos que acepte este servicio. Pero tan pronto como se menciona el reino celestial (aunque se le exigía una parte de su cuerpo para servirle) ofreció todo su cuerpo para ser purificado. Que vengan y estén presentes ahora las multitudes y todos los cristianos, y aprendan lo que es lícito. Cuando Pedro hace su llamada, Cristo enseña. Quien dude, que aprenda, porque es mandato de Cristo que "el que ha sido lavado una vez, no necesita ser lavado otra vez, porque está completamente limpio". Ésta fue la declaración de Cristo, en lo concerniente a aquel lavamiento que había ordenado que se hiciera por medio de la Trinidad. No en lo concerniente al de los judíos o herejes (quienes, mientras se lavan, se contaminan), sino en lo concerniente al agua bendita que fluye de las fuentes de la Trinidad. Esto fue lo que ordenó el mismo Señor, cuando dijo: "Id y bautizad a todas las naciones en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo". Éste fue el lavamiento del cual dijo: "El que ha sido lavado una vez, no necesita ser lavado dos veces". Al decirlo una vez, prohibió que se hiciera de nuevo, y habló de la cosa, no de la persona. De hecho, si hubiera habido una diferencia a considerar entre personas, habría dicho "el que ha sido lavado correctamente una vez", mas al no añadir la palabra correctamente, señala que todo lo que se ha hecho en el nombre de la Trinidad se hace correctamente. Esta es la razón por la que recibimos sin rebautizar a los que vienen de vosotros. Cuando Cristo dice "no necesita que lo laven dos veces", está declarando algo general y no particular. De hecho, si estas cosas se hubieran dicho sólo a Pedro, Cristo habría dicho "porque ya has sido lavado una vez, no tienes necesidad de ser lavado dos veces". Por tanto, cuando alguien que ha sido bautizado por ti desee pasar a nosotros, nosotros, instruidos por este mandato y ejemplo, lo recibimos con toda sencillez. Lejos de nosotros exorcizar jamás a un fiel que ha sido sanado, lejos de nosotros devolver a la fuente a quien ya ha sido lavado, lejos de nosotros pecar contra el Espíritu Santo (una ofensa por la cual se niega el perdón en este mundo y en el venidero), lejos de nosotros repetir lo que sólo debe hacerse una vez, o duplicar lo que es uno. Así lo escribió el apóstol: "Un Dios, un Cristo, una fe, un bautismo". Tú, pues, que pareces deleitarte en esforzarte en hacer un bautismo doble, si das un segundo bautismo, das una segunda fe; si das una segunda fe, das también un segundo Cristo; si das un segundo Cristo, das un segundo Dios. No puedes negar que Dios es uno, a menos que caigas en las trampas de Marción. Dios, pues, es uno, y de un solo Dios hay un solo Cristo. Quien es rebautizado ya había sido hecho cristiano, así que ¿cómo se le puede decir a un cristiano que puede convertirse en cristiano por segunda vez? La única fe se separa así de los errores de los herejes, y la única fe de su fe variable. Por eso esa única fe lanza un derecho prescriptivo contra vosotros, que rechazáis lo que es solo una vez, atribuyendo todo a las donaciones externas y nada a los sacramentos internos. Quien ha creído en Dios, al ser interrogado por cualquier persona afirma su fe. Sin embargo, después de su único Credo, vosotros le exigís un segundo Credo. En definitiva, el bautismo es uno, y por el hecho de ser uno es santo, y por el hecho de ser uno no debe compararse con lo que no es uno (los bautismos profanos y sacrílegos de los herejes), y por el hecho de ser uno no debe duplicarse, y por el hecho de ser uno no debe repetirse.

IV
El bautismo limpia por obra de Dios, y no del ministro

En la celebración de este sacramento del bautismo hay tres elementos, que no podrás disminuir ni disminuir, ni dejar de lado. El primero está en la Trinidad, el segundo en el creyente, el tercero en quien obra. Pero no todos deben ser sopesados con la misma medida, pues dos son necesarios (los dos primeros), y que uno es casi necesario (el tercero). La Trinidad ocupa el lugar principal, y sin ella la obra misma no puede realizarse. La fe del creyente sigue a continuación. Luego viene el oficio del ministro, que no puede tener igual autoridad. Los dos primeros (Trinidad y creyente) permanecen siempre inmutables e inamovibles, pero el tercero (el ministro) no. Porque la Trinidad es siempre ella misma; y la fe es la misma en el creyente. Ambas, la Trinidad y la fe, siempre conservan su propia eficacia. Se verá, pues, que el oficio del ministro no puede ser igual a los otros dos elementos en el sacramento del bautismo, porque sólo él está sujeto a cambios. Comprenderás, hermano, que entre vosotros y nosotros hay una distinción, aunque el oficio es el mismo. No obstante, vosotros os consideráis más santos que nosotros, y no dudáis en anteponer vuestro orgullo a la Trinidad. Pues bien, que sepáis que, aunque la persona del ministro puede cambiar, la Trinidad no cambia. Ya que sois ministros del sacramento, mostrad cuál es la naturaleza del lugar que ocupáis en este misterio, y si podéis pertenecer a su cuerpo. El bautismo es uno solo, que posee su propio cuerpo, un cuerpo con sus propios miembros bien definidos, al cual nada se puede añadir ni quitar. Si el ministro que debe ser elegido se cuenta como uno de estos miembros, entonces todo el cuerpo pertenece al ministro. Todos estos miembros están siempre y de una vez por todas con este cuerpo, y no pueden cambiarse, mientras que los ministros cambian cada día, tanto en lugar y tiempo, como en sus propias personas. Porque no es un solo hombre quien bautiza siempre o en todas partes. Esta obra la realizan ahora hombres diferentes de los que la realizaban antaño. En el futuro la realizarán otros. Los ministros pueden cambiar, pero los sacramentos no. Todos los que bautizan son obreros, no señores, mientras que los sacramentos son santos por sí mismos y no por los hombres. ¿Por qué reclamáis tanto para sí mismos? ¿Por qué intentáis excluir a Dios de sus propios dones? Concededle lo que le pertenece, pues el don del bautismo pertenece a Dios y no puede ser otorgado por el hombre. Si pensáis de otra manera, os estaréis esforzando por invalidar las palabras de los profetas y las promesas de Dios, que demuestran que es Dios, no el hombre, quien purifica. Aquí el profeta David está en vuestra contra, cuando dice en el Salmo 50: "Me lavarás, y quedaré limpio más allá de la nieve", y: "Oh Dios, lávame de mi maldad y límpiame de mi pecado". ¡Fíjate!, pues dijo David lávame, y no "elegidme a alguien que me lave". El profeta Isaías también escribió que "el Señor lavará la inmundicia de los hijos y de las hijas de Sión". Demostré en mi libro III que Sión es la Iglesia. Pues bien, de ello se desprende que Dios lava a los hijos e hijas de la Iglesia. En efecto, él no dijo "se lavarán los que se consideren santos". Admite, pues, que los profetas te vencen. O bien, reconoce con ellos que no es el hombre quien lava, sino Dios. Me preguntarás: ¿Cómo podrá dar quien no tiene nada que dar? Entiende, hermano Parmeniano, que es el Señor quien da, y no yo. Entiende que es Dios quien purifica a cada hombre, sea quien sea. Entiende que nadie puede lavar la impureza y las manchas de la mente, sino sólo Dios, quien también es el Creador de la mente. Si crees que es vuestro lavado lo que purifica, dime cuál es la naturaleza de esa mente que lava a través del cuerpo, o qué forma tiene, o en qué parte del hombre reside. Saber esto no le ha sido concedido a nadie. ¿Cómo, entonces, crees que eres tú quien purifica, cuando desconoces la naturaleza de lo que purificas? No le corresponde al hombre, sino a Dios, purificar, pues él mismo prometió que purificaría, a través del profeta Isaías, cuando dijo: "Aunque vuestros pecados sean como la grana, yo os haré blancos como la nieve". Es decir, él dijo "te haré blanco", y no "haré que quedes emblanquecido". Si esto ha sido prometido por Dios, ¿por qué deseas dar tú lo que no te está permitido prometer, dando sin tener? A través de Isaías, Dios se prometió a sí mismo lavar a los manchados por el pecado, pero no a través de ningún hombre. Regresa al evangelio, hermano Parmeniano, y observa lo que Cristo prometió para la salvación de la humanidad. Cuando la mujer samaritana le negó agua al Hijo de Dios, él dijo lo que responde a tus argumentos: "El que beba del agua que yo le daré, no tendrá sed eternamente". Es decir, él dijo "el agua que yo te daré", y no "que darán los que se consideran santos", como vosotros creéis ser. Por otra parte, él dijo "que yo le daré". Por lo tanto, es él mismo quien da, y lo que se da es suyo. ¿Qué es, entonces, lo que os esforzáis por reivindicar para vosotros mismos, con tanta irracionalidad?

V
Cuándo y por qué se confirió el bautismo de Cristo

Para dar la prueba definitiva sobre este asunto, Juan el Bautista, precursor del Salvador, al bautizar a muchos para el arrepentimiento y la remisión de sus pecados, declaró que el Hijo de Dios estaba por venir. Estas son sus palabras: "Mirad que viene a bautizaros". Sin embargo, no leemos que Cristo rebautizara a nadie después de Juan. Por otra parte, en cuanto a las palabras "él os bautizará", Cristo no bautizó a nadie, luego reservó esta promesa para nuestros tiempos, para que él pudiera dar lo que se da hoy, según su Palabra: "El que beba del agua que yo le daré, no tendrá sed eternamente". Aunque los discípulos de Juan dijeron a su maestro "mira, aquel a quien tú bautizaste, bautiza", sí, bautizó, pero no él sino sus apóstoles, a quienes les había dado las leyes del bautismo, como está escrito en otro lugar: "Porque él no bautizó a nadie, sino sus discípulos". En este asunto, todos somos sus discípulos, para que trabajemos, a fin de que él, quien prometió que daría, pueda dar. Sin embargo, cuando Juan bautizaba a muchos miles de hombres, incluso en presencia de Cristo, el siervo trabajó, y el Señor no hizo nada hasta que dio la forma del bautismo. Tras un período considerable, miles de hombres fueron lavados en arrepentimiento y perdón de pecados, pero nadie fue lavado en nombre de la Trinidad, ni nadie conocía aún a Cristo, ni nadie había oído que existía el Espíritu Santo. Cuando llegó la plenitud de los tiempos, en un momento determinado, el Hijo de Dios dio las leyes del bautismo. También indicó el camino por el cual podríamos ir al Reino de los Cielos, sobre todo cuando ordenó: "Id y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo". Desde ese día, lo que él había ordenado debía cumplirse. No fue su voluntad enmendar lo que se había hecho antes, para que no pareciera que autorizaba el rebautismo y para subrayar que el bautismo de Juan era una cosa y el bautismo de Cristo otra. Antes de que su ley fuera dada, él quiso que el bautismo de Juan, que no era completo, se considerara completo. Sin embargo, respecto a los miles de hombres mencionados anteriormente, aunque desconocían al Hijo de Dios y al Espíritu Santo, no pudo negarles el Reino de los Cielos, porque habían creído en Dios. Así es la voz del Hijo de Dios, que dice: "Desde los días de Juan hasta hoy, el reino de los cielos sufre violencia, y los que la ejercen la violencia lo arrebatan". Por esta razón dice "los que hacen violencia", porque Juan aún bautizaba. Así pues, dado que el tiempo anterior a sus mandamientos era diferente del tiempo posterior a ellos, quienes fueron bautizados en el nombre del Salvador después de los mandamientos entraron en el Reino mediante las leyes del bautismo, mientras que quienes estaban antes de los mandamientos cometieron violencia sin la ley, pero no fueron excluidos. Por lo tanto, aunque antes de los mandamientos el bautismo de Juan era imperfecto, fue juzgado por él, en cuyo lugar nadie juzga, como si fuera perfecto, porque se estableció una línea divisoria entre los tiempos anteriores y los posteriores a su mandato. Cuando el bienaventurado Pablo vio en Éfeso a algunos que habían sido bautizados, según los mandamientos de Cristo, en el bautismo de Juan, les preguntó si habían recibido el Espíritu Santo. Ellos respondieron que no sabían si existía el Espíritu Santo, y les dijo que, después del bautismo de Juan, debían recibir el Espíritu Santo. Habían sido bautizados de la misma manera que muchos a quienes Juan había bautizado. Pero quienes habían sido bautizados antes de la ley pertenecían al tiempo de exención, pues había estado presente quien podía conceder la exención. Quienes no estaban sujetos a las leyes eran completamente inocentes. Pero quienes, como leemos, fueron bautizados en Éfeso con el bautismo de Juan después de la ley, habían errado en el sacramento después de las leyes, porque el bautismo del Señor ya se había introducido y el bautismo del siervo había sido abrogado. Y así es que, después de los mandatos divinos, los hombres debían entrar en el Reino por leyes, no por la violencia. Porque Cristo ya había fijado el límite de tiempo, al decir "desde los días de Juan hasta hoy". Después de hoy, lo que era lícito ayer ya no lo era. Por tanto, no os engañéis aludiendo a las palabras del apóstol Pablo, pues Pablo no preguntó por la persona del ministro, sino por el asunto. Estaba insatisfecho con el hecho, no con la persona, insatisfecho con lo que habían recibido (el bautismo de Juan) y no con sus administradores (los seguidores del Bautista) Y si no, escuchad las palabras del propio Pablo, cuando dijo: "¿En qué bautismo fuisteis bautizados?". Le dijeron: "En el bautismo de Juan". Entonces, Pablo los persuadió a recibir el bautismo de Cristo. ¡Fíjate!, porque Pablo no dice "¿de quién lo has recibido?", sino "¿qué bautismo habéis recibido?". Vosotros, en cambio, arremetéis contra la conducta de los hombres, y queréis repetir lo que se hace de una vez para siempre. Quienes fueron bautizados en Éfeso creyeron en el arrepentimiento y el perdón de los pecados, y con razón se les invitó a ser bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Respecto a si pueden cambiar los hombres que ya han profesado creer en la Trinidad, los que lo han hecho te dirán que sí, pero que también siguen pecando aunque no deseen hacerlo.

VI
Sobre que un hombre no puede dar lo que no tiene

Vuelvo ahora a esa pregunta tuya, que preguntaba: ¿Cómo podrá dar quien no tiene nada que dar? ¿De dónde viene este dicho? ¿Dónde se puede encontrar? Porque dichas palabras no las has leído en ningún libro, sino que las has traído de la calle. En efecto, estas palabras no están escritas en la ley, pues si (como tú quieres) es el hombre quien da, Dios no hace nada; y si Dios no hace nada, y si todo lo que hay que dar está en tus manos, entonces los bautizados se convierten a ti y no a Dios. Sonrójate, pues, ante el bendito Pablo, que exclama y expresa su agradecimiento: "¿Habéis sido bautizados en mi nombre?". En efecto, Pablo se alegra de haber bautizado sólo a dos personas y una familia, pero vosotros os esforzáis por rebautizar de nuevo a pueblos enteros, y os conformáis tanto con haber pecado en el pasado como con seguir pecando, diciendo: "¿Qué da quien no tiene nada que dar?". Dios, en quien creemos, es el mismo dador de aquello en lo que creemos, no otro por cuya mediación se nos hace creer. Además, bajo Juan se bautizó una gran multitud de hombres. Demostrad, si podéis, que Juan recibió o poseyó algo que dar. Juan era el ministro, mas el don provenía de Dios, quien siempre es el que da. Aunque todos seamos ministros del bautismo, las obras son del hombre, pero los dones son de Dios.

VII
La gracia del bautismo es don de Dios, no del hombre

Considera también, hermano Parmeniano, cuán ridículo es ese dicho que siempre se oye venir de ti, como si fuera para tu glorificación: El don del bautismo pertenece a quien lo da, no a quien lo recibe. ¡Ojalá dijeras esto de Dios, quien es el verdadero dador! ¡Qué tontería! ¡Qué ridículo, decir que los hombres son los dadores! Si así fuese, tanto vosotros como nosotros estaríamos tratando con paganos. Vosotros, que decís ser santos, ¿preguntáis al neófito si renuncia al diablo y cree en el Señor? Supongamos que dice "no lo haré". Y supongamos que preguntamos a un pagano si renuncia al diablo y cree en Dios, y que éste dice "renuncio y creo". En ese caso, dime: cuando bautizas al que no cree, y no bautizas al que cree, ¿cuál de los dos puede llegar a la gracia de Dios? Seguramente, y sin duda, la adquiere quien cree, y no aquel en que tu santidad sustituye su propia voluntad. Reconoced, aunque tarde, que sólo sois ministros. Y si decís que la obra está en los obreros, y no en sí misma, encontrad a alguien que la reivindique en sus artes, para que podamos comparar las artes humanas con las divinas. Cuando algo se tiñe con un color precioso, su naturaleza a menudo cambia. Un vellón blanco se tiñe y se vuelve púrpura. Así como la lana blanca se transforma en púrpura real, el catecúmeno se transforma en cristiano. Ciertamente, al comenzar a ser lo que no era, deja de ser lo que era. La lana cambia tanto de color como de nombre, y el hombre cambia tanto de apelativo como de disposición. Debemos pensar en los resultados obtenidos, y considerar una vez más qué los ha producido. Tú dices que es tu don lo que ha hecho de ese hombre un cristiano. Si todo esto es obra tuya, entonces también el artesano que hace la púrpura puede decir que tiene el precioso color en sus propias manos, y no tiene necesidad de procurarse del océano los tintes preciosos (desconocidos para muchos) para que los vellones puedan ser promovidos a una maravillosa dignidad. Además, dicho artesano sería libre de afirmar que puede fabricar la púrpura con su simple tacto, sin mezcla de la sangre del pez. Si, por el contrario, este obrero no es capaz de dar el color con su solo tacto, entonces tampoco el obrero en el bautismo es capaz de dar nada de sí mismo sin la Trinidad. Tal es la cuestión que nos ocupa. El Salvador ordenó en quién debían ser bautizadas las naciones, y no por quién. Por medio de quién debían ser bautizadas fue designado sin excepción alguna. En efecto, Jesús no dijo a los apóstoles "hazlo tú" o "que no lo hagan otros", luego cualquiera que haya bautizado "en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" ha realizado la obra de los apóstoles. Así está escrito en el evangelio. De hecho, cuando Juan dijo "hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre, y se lo prohibimos, porque no sigue con nosotros", Cristo le contestó: "No se lo prohibáis, porque el que no está contra vosotros, está con vosotros". Es decir, a ellos se les había dado el mandato de que su obra fuera la santificación por la Trinidad, y que no bautizaran en su propio nombre, sino en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Por lo tanto, es el nombre de Dios el que santifica, y no nosotros. Entended, pues, hermanos cismáticos, aunque sea tarde, que sois obreros y no señores. Y si la Iglesia es la viña, y los hombres son las vides, y quienes deben cuidarlas han sido debidamente designados, ¿por qué os apresuráis a tomar lo que pertenece al dominio del Padre de la familia humana? ¿Por qué reclamáis para vosotros lo que pertenece a Dios? ¿Por qué deseáis que algo de lo que no podéis tener parte sea completamente vuestro? El orgullo es lo que os inflama, y por ese mismo orgullo el bienaventurado Pablo reprende a los corintios. En efecto, en sí mismo y en Apolo, el apóstol ofrece una imagen de lo que sucede en nuestro tiempo. Que nadie, dijo Pablo, "se envanezca contra otro". Y para mostrar cómo todo este sacramento del bautismo pertenece a Dios, de modo que no hay aquí nada que el ministro pueda reclamar para sí, habla así: "Yo, en verdad, he plantado, mientras que Apolo ha regado". Es decir, Pablo bautizó al catecúmeno, pero fue Dios, a través de otro, el que otorgó a ese catecúmeno la capacidad de crecer. De igual manera, hoy en día, cualquiera que desee excavar y aflojar la tierra de su viña, contrata a un obrero por una cantidad acordada para que haga hoyos en la tierra, donde, con la espalda encorvada y el sudor corriendo por sus costados, pueda colocar las pequeñas vides seleccionadas y, tras pisar los camellones, regarlas. Puede cavar las zanjas y plantar las vides. Puede traerles agua, pero no puede ordenarle que las retenga; solo en el poder de Dios, de la médula de las ramas de la vid brotan raíces que se asimilan a la tierra y los brotes, de los cuales brotan las hojas. Así como el bienaventurado apóstol Pablo, para domar vuestra presunción y soberbia, y para que el obrero no piense que tiene dominio alguno sobre el bautismo, ni reivindique para sí parte alguna (por pequeña que sea) de tan grande don, Pablo escribe lo siguiente, mostrando que todo pertenece a Dios: "Ni el que planta es algo, ni el que riega, sino sólo Dios, que conduce a la obtención del crecimiento". Vosotros, hermanos queridos, sois unos obreros más, entre otros muchos. Cuando el sol se ponga (es decir, cuando el mundo llegue a su fin, en el día del juicio), podréis discutir con nosotros sobre la recompensa. No queráis atribuiros, hermanos queridos, lo que pertenece a la suprema autoridad de Dios. Si esto os correspondiera a vosotros, entonces los siervos que atienden la mesa del Señor deberían reclamar el agradecimiento de sus invitados, por las cortesías que su Señor les ha dispensado. Pues bien, esto es lo que dijo Cristo sobre quién es el que da la invitación: "Venid, benditos de mi Padre, recibid el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo". Las naciones acuden en masa para recibir su gracia, y él, que fue quien se dignó invitar, es quien la otorga. No hay que dar gracias a quienes sirven en un banquete, sino al que lo ha costeado y provisto. Siendo vosotros los ministros, es una vergüenza que os atribuyáis la propiedad total del banquete, del que el bienaventurado Pablo confiesa con humildad que él y los demás son siervos, para que nadie piense que debe depositarse la esperanza en los apóstoles u obispos. Por esta razón, dice el apóstol: "¿Qué es Pablo, o qué es Apolo? ¿Acaso son servidores de aquel en quien habéis creído?". Hermano Parmeniano, ves que de los tres elementos del bautismo que he mencionado arriba, el que es triple viene primero y es inamovible, es supremo e inmutable, mientras la persona de cada ministro es pasajera y permanece sólo por un tiempo.

VIII
La fe, necesaria para recibir el bautismo

Queda ahora por decir algo sobre el mérito del creyente, a quien pertenece la fe, que el Hijo de Dios antepuso a su santidad y majestad. Porque no se puede ser más santo que Cristo. Cuando aquella mujer, cuya hija había muerto, acudió a él y le rogó que le devolviera la vida, él no prometió nada de su propio poder, sino que preguntó por la fe de otro, de modo que si la mujer creía, su hija resucitaría, en vista de la fe de su madre; pero que si no creía, el poder del Hijo de Dios estaría inactivo, sin nada que hacer. La mujer es interrogada. Responde que creía que lo que había pedido podía cumplirse. Se le ordena que se vaya. Regresa a su casa y encuentra con vida a la hija que había dejado muerta. No se apresura a besar ni a abrazar, sino que regresa para dar gracias al Salvador. Y el Hijo de Dios, para mostrar que había estado presente, y que sólo su fe había obrado, le dijo: "Oh mujer, vete en paz. Tu fe te ha salvado". ¿Qué resulta, pues, de lo que tú dices, oh Parmeniano, al decir que el don es del que da, y no del que recibe? ¿Y qué opinas de la fe del centurión? El centurión rogó al Salvador que alejara la muerte de su hijo cuando estaba enfermo. Cristo entonces fue al niño moribundo. El centurión lo tenía en tal estima que reconoció la indignidad de su casa y rogó que el Hijo de Dios no entrara en ella en persona, sino que enviara su poder, por el cual la muerte pudiera ser ahuyentada y el muchacho volviera a la vida. No fue el valor del centurión ni su sabiduría lo que se elogió, sino su fe, y por ello "su hijo quedó curado, en aquella misma hora". En verdad, el que da es Dios. Hay muchas cosas de este tipo en el evangelio sobre la fe perfecta, pero debemos terminar la historia de al menos tres testigos de la fe. ¿Qué opinas de aquella mujer que, tras doce años enferma de una enfermedad oculta, propia de mujeres, y tras gastar todos sus bienes en médicos, al contemplar tantas obras maravillosas realizadas por el Hijo de Dios, se acercó a la multitud, vio al médico y también a la gente? Su dolor la impulsó a pedir medicina, mas la vergüenza le impidió revelar, en presencia de los hombres, la causa de su dolencia. Su fe silenciosa le indicó qué hacer, a forma de decirse: Extenderé mi mano, y tocaré el borde de su manto, y seré sana. Cuando nadie la vio, en medio de la multitud extendió la mano. Tocó y sanó. Pero no se atrevió a decir en voz alta lo que no se había atrevido a pedir. Sin embargo, para que el fruto de su fe no quedara oculto a quienes lo ignoraban, el Salvador preguntó: "¿Quién me ha tocado?". Sus discípulos se maravillaron y dijeron: "La multitud te aprieta, y tú preguntas ¿quién me ha tocado?". Cristo preguntó: "¿Quién me ha tocado? Porque he sentido que la virtud ha emanado de mí". Hasta que la mujer reconoció que fue ella quien lo tocó y sanó. En otros casos, una madre había pedido por su hija, o un centurión había pedido por su hijo. En este caso, ni la mujer pidió, ni Cristo prometió, sino que la fe obtuvo todo lo que esperaba. Sin duda, "es del que da, no del que recibe". Pero el único que da es Dios.

IX
Sobre el ejemplo de Naamán el Sirio

Para ampliar el volumen de tu tratado, hiciste bien, hermano Parmeniano, en describir extensamente a Naamán el Sirio como una especie de masa inmadura de heridas muy duras, a punto de nacer. Mas ¿qué tiene esto que ver con nuestro asunto actual? Podrías presentarlo de forma pertinente, y bien podrías haber dedicado un largo discurso al respecto, si te hubieras topado con algún catecúmeno de la moral más ruda y del corazón más duro, que se negara a recibir la gracia más suave del agua salvadora. Con pertinencia, en ese caso, tus palabras habrían mostrado cómo el hombre puede renovarse. Con pertinencia podrías entonces haber señalado que una inveterada dureza de naturaleza puede transformarse y suavizarse en la carne de un niño. Con respecto a este asunto, que estamos discutiendo juntos, ¿con qué propósito has recordado una historia como esta? Pues no leemos aquí que alguien hubiera lavado a aquel sirio leproso antes de la palabra o por orden de Eliseo, de tal manera que pudiera ser lavado de nuevo debidamente para mayor beneficio suyo. Incluso si así fuera, no serviría a tu propósito, como algo que pudieras imitar legítimamente. De hecho, no leemos que se hubiera lavado primero en las aguas de Siria, ni que alguien lo hubiera lavado sin obtener con ello ninguna ventaja. Si así hubiera sido, esto no correspondería a la alabanza de Eliseo (quien no lo lavó, sino que le dio consejos). Más bien, redundaría en la gloria del Jordán, que no sólo transfirió esa gracia divina a Naamán, sino que siglos después permitió a Juan provocar la confesión y el arrepentimiento de una multitud.

X
Sobre la parábola de la fiesta de bodas del Cordero

Finalmente, ¿qué decir respecto a esa parte de tu tratado sobre las nupcias celestiales, en la que, quitando la esperanza de lo futuro, la has aplicado completamente al tiempo presente, diciendo que quien escapó de tus porteros y ministros, ha sido separado de tu comunión, de tal manera que ha sido expulsado, con contumelia, lejos de la comunión de los fieles? Si la parábola significa esto, nada le quedaría a la fe por esperar, nada para la resurrección que restaurar, nada más en el cielo que esperar, nada que Dios, Padre de la familia humana, pueda reconocer en su propio banquete (cuando se regocijará por la presencia de muchos y se lamentará por la ausencia de algunos, y dirá que "muchos han sido llamados, pero pocos elegidos"). En tu caso, tampoco habría ocasión para que él se enojara con el hombre que no tenía el "vestido de bodas". El Hijo de Dios, Cristo mismo, es el esposo, y el vestido y la túnica que flota en el agua para vestir a muchos, pero espera a otros innumerables y nunca se agota. Antes que alguien diga que he sido imprudente al llamar al Hijo de Dios vestido, que lea las palabras del apóstol, cuando dice: "Todos los que habéis sido bautizados en el nombre de Cristo, de Cristo estáis revestidos". ¡Oh túnica siempre una e inmutable, que viste apropiadamente todas las edades y formas, que no es demasiado holgada en los infantes, ni estirada en la juventud, ni cambiada en las mujeres! Seguramente llegará el día en que comiencen a celebrarse las nupcias celestiales. Allí se sentarán sin ansiedad quienes han preservado el único bautismo. Respecto a quien se haya dejado rebautizar por ti, no se les negará la resurrección, pues ha creído en la resurrección de la carne. Resucitará, sí, pero desnudo. Y por haber permitido que tú lo despojaras de su vestidura nupcial, oirá al Padre de la familia hablar así: Amigo mío, una vez renunciaste al diablo y te convertiste a mí, y yo te di un vestido de bodas, ¿por qué has venido así, sin lo que te di? ¿Por qué no tienes lo que te di? Recibiste un vestido de bodas, junto con estos otros, y sólo tú estás sin él. ¿Por qué has venido desnudo y afligido? ¿Quién te ha arrebatado tu botín? ¿En qué puertas de ladrones has entrado? ¿Con qué ladrones asesinos te has topado en el camino? Por muchos que sean los que así vengan, no tendrán lugar en ese banquete.

XI
El rebautismo de los donatistas, una aberración

Para terminar, creo que esto es suficiente. Aun así, permíteme dar una prueba más, hermano mío. Supongamos que, en tu ausencia, mil han sido bautizados. De estos, digamos que cien han muerto por casualidad. Por un momento, aparta tus manos de tu maldad, y que tu santidad (como tú la llamas) resucite primero a los sepultados, y purifique a los muertos (si puede) y los devuelva vivos. Hermano Parmeniano, si no puedes resucitar a los muertos, ¿con qué propósito intentas imponer las manos a los vivos, sino para cumplir lo que Dios habló de ti por medio del profeta Ezequiel: "¿Para matar las almas que no deben morir?".