JUAN CRISÓSTOMO
Drosis de Antioquía

I

Es de alabar que nuestro generoso padre nos trajera a este lugar, mientras nos hacía la visita, los restos de la santa mártir Drosis, cuya memoria celebramos hoy. Así, al tenerla presente, podremos sacar mayor fruto todavía de la visita a este sitio. En efecto, cuando a un lado de nuestros sepulcros colocamos los de los mártires, nuestros pensamientos se levantan más arriba, nuestra alma se vuelve más fuerte, el fervor se acrecienta y la fe se fortifica. Cuando consideramos sus trabajos en nuestro interior, y sus premios y sus combates, y sus palmas y las coronas de su martirio, se nos presenta una nueva ocasión de humildad y celo. Aunque nosotros no hayamos llevado a cabo esclarecidas hazañas, podremos pensar en las suyas. Con ellos presentes pensaremos no haber hecho nada todavía, si se compara nuestra virtud con la de estos combatientes. Si nada de bueno ni de grande hemos llevado a cabo todavía, el ejemplo de su fortaleza nos abrirá el apetito de salvación, y nos exhortará a cambiar de procederes, y nos entregará al ejercicio de las buenas obras, y llevaremos consigo que tal vez pueda a nosotros más adelante acontecernos lo que a ellos, y así rápidamente ascender al cielo, y regresar a nuestras casas filosofado y meditado estas cosas y muchas otras.

II

La bienaventurada que hoy celebramos, llamada Drosis, tenía un cuerpo acostumbrado a las delicadeces, como hija del emperador Trajano. Su sexo estaba fácilmente expuesto a los daños, y su edad era bastante joven. No obstante, vino sobre ella la gracia de Dios, y esta gracia hizo desaparecer toda esta debilidad, y al punto la dotó de una prontitud de ánimo contagiosa, y una fe constante, y un alma preparada para acometer los peligros. Llegado el momento de la prueba, Drosis guardó clavada su mente en el temor de Dios; y sin dificultad ninguna despreció el fuego, el hierro, las bestias feroces y cualquiera otro enemigo que lo amenazaba.

III

En este caso, el tirano no arrojó a la santa a los precipicios, ni la hizo degollar. En concreto, su finalidad era aterrorizarla en su ánimo, para ver si vencía su energía indomable con la vista del fuego. Una vez encendida la pira, y estando la hoguera y el horno en llamas, el tirano hizo salir a Drosis al medio. La bienaventurada, al ver todo esto, inflamó todavía más su amor a Cristo, y se acordó de los tres jóvenes de Babilonia, y comprendió que ahora le tocaba a ella emprender la misma batalla que ellos, y ansió recibir sus mismas coronas.

IV

Los poseídos de alguna manía no ven las cosas tal como son, sino que aún teniendo delante una espada aguda se lanzan sobre ella, o sobre un horno ardiente, o por un precipicio, o al mar, o en un peligro cualquiera y se atreven a todo. De igual manera Drosis, arrebatada no de esa locura sino de toda prudencia, y empujada por el amor de Cristo, no miraba ya cosa alguna de las que estaban al alcance de su vista, sino que. arrebatada ya al cielo y trasladada allá con su pensamiento, despreciaba todos los males, y al fuego no lo juzgaba fuego sino rocío.

V

A este horno lo llamo yo fuente de limpísimas aguas, baño que da temple al excelente acero, y horno y fragua modeladora. Sí, porque así como el oro en el crisol, así el ánimo bienaventurado de la mártir, por medio de la pira, quedó más puro. Sus carnes se derretían, sus huesos se quemaban, los nervios quedaban tostados y todo su cuerpo chorreaba el humor purpúreo y divino, al tiempo que su alma se volvía más firme y brillante. Los verdugos, al contemplar todo esto, creían que ella ya había perecido, pero ella se purificaba cada vez más. Cuando un imperito contempla al oro derretirse, y correr y mezclarse con la ceniza, piensa que se ha echado a perder. Sin embargo, lo que está sucediendo es lo contrario, pues el oro se está volviendo más puro, y tras ponerlo al fuego se extrae más brillante por todos lados. Pues bien, esto mismo es lo que sucedió con Drosis y aquellos infieles, cuando vieron la carne de la mártir derretida y hecha como agua, pensando que se estaría convirtiendo ya en polvo y ceniza. Para los creyentes, éste es el momento en que sabemos que lo que se derrite es toda impureza, y lo que queda sube al cielo más resplandeciente, una vez conquistada la inmortalidad.

VI

Las carnes de Drosis se deshacían por el fuego, pero no provocaban ningún estrépito ni chirrido, ni clamaban feísimamente la puesta en fuga. Así como un esforzado militar, revestido en torno a sus armas broncíneas, pone miedo a sus adversarios sin tener que poner en estrépito sus armas, así la bienaventurada Drosis ponía en fuga aquellas potestades, sin tener que recurrir al chirrido de su piel.

VII

Aunque no únicamente vencía Drosis de este modo, sino también de otro de no menos fuerza. La pira había sido llenada con los alimentos destinados al sacrificio a los ídolos. Pues bien, apenas entrada Drosis en la pira, y cuando el humo negro llenaba los aires al elevarse a lo alto, y se acercaban los demonios de los cuatro vientos, y el diablo comenzaba a infectar la atmósfera, el humo que empezó a subir tornó de negro en blanco, y con ello empezó a limpiar las horridas que había esparcido el primero.

VIII

Aquella pira bien podría compararse con una fuente, o con ese recipiente de agua con el que Drosis se había bautizado a sí misma en la cárcel donde había sido encerrada al comienzo de todo, cuando se convirtió y decidió unirse a las vírgenes que habían sido condenadas por cristianas, y trasladadas a esta ciudad. En efecto, así como en esa fuente bautismal se hubiera despojado del vestido, y se hubiera sumergido en el baño de tintura, así, en esta llama, se despojó del cuerpo con mayor facilidad que de cualquier vestido imperial, y abrillantando así su alma, se apresuró hacia su esposo, acompañada de los ángeles. Si a Lázaro, lleno de llagas, lo llevaron los ángeles al seno de Abraham, con mayor razón acompañarían a esta bienaventurada que subía, como quien sale de un sagrado encierro y de un tálamo nupcial, tomándola ellos mismos del horno.

IX

¿Por qué motivo he llamado a aquella pira un "baño de tintura"? Porque Drosis pasó de una tintura regia y purpúrea a otra tintura más admirable todavía, la del verdadero Rey celestial y las celestiales mansiones. Todo esto sucedía cuando Cristo, con su mano invisible, tomaba a la santa de la cabeza y la sumergía, como en un baño de tintura, en la pira de fuego y fuente bautismal. ¡Oh admirable pira, oh admirable tesoro que en su interior contenía! Éste era el verdadero polvo, y la ceniza más preciosa que cualquier otra, y el aroma más fragante y rico que todas las piedras preciosas del Imperio. Sí, ni las riquezas ni el oro concedieron a Drosis lo que le concedieron estas reliquias de los mártires, ahora en su propio cuerpo.

X

El oro jamás aparta las enfermedades, ni echa fuera la muerte. En cambio, los huesos de los mártires hacen ambas cosas. Lo primero sucedió en tiempo de nuestros antepasados, y lo segundo en nuestros días. Acerca de esto supieron discurrir con exactitud los justos que vivieron antes de Cristo, cuando salieron de Egipto y unos llevaron consigo oro, y otros plata, mientras Moisés tomó los huesos de José y se los llevó consigo como tesoro supremo que daba de sí bienes innumerables.

XI

Preguntará alguno: ¿Por qué motivo se llevó esos huesos, de Egipto a Palestina? Por esto mismo: porque al celebrar la memoria de los mártires, también conviene reparar en esto. Así como muchos cuidan diligentemente la sepultura, y ordenan a sus parientes que, si acaso mueren en otra parte, los traigan a su patria y en ella les den sepultura, así nosotros nos burlamos de todo eso, y solemos oponernos estas viejas costumbres. Cuando les decimos que nada importa el que uno sea sepultado lejos de su patria o en ella, ellos nos responden: ¿Y por qué Moisés tomó consigo los huesos de José, y los llevó a Palestina? Y yo les respondo: Por respeto a José, que así lo había determinado al decir: "Visitándoos os visite el Señor, y llevaréis con vosotros mis huesos".

XII

Alguno me seguirá preguntando: ¿Y por qué ordenó esto José, y Moisés le obedeció? ¿De modo que el patriarca que despreciaba la vida presente, y decía que el mundo no le era digno, y que él era un inquilino y peregrinante, que constantemente revolvía en su alma las cosas del cielo, y esperaba la celestial Jerusalén, por verse privado de la patria, y a punto de morir, se muestra tan solícito de estas menudencias? ¿Y esa diligencia tan grande hacia la traslación de sus huesos? ¿Y esa anticipación tan impaciente, a la hora de ordenar que sus despojos mortales sean trasladados? ¿No era él de otro mundo? ¿Qué ventaja o utilidad se le seguía, una vez difunto?

XIII

Contestaré a todo esto diciendo que José no ordenó esto porque estuviera solícito de sus despojos mortales, sino porque temía la impiedad de los egipcios. Ciertamente, él los había colmado de muchos y grandes beneficios, y los había alimentado y civilizado, y les había prestado el máximo socorro contra el hambre, y les había descifrado cosas que jamás ellos habrían descifrado, y les había predicho el hambre, y les preparó el conveniente remedio para ella, y había repletado los graneros de los egipcios hasta el punto de que ninguno de éstos pudiera sentirse oprimido por el hambre, cuando éste se presentara. José, en fin, tendría que haber sido considerado magnánimo por los egipcios, a causa de los beneficios que les reportó. ¿Qué fue, pues, lo que temió José? Lo que temió fue esto mismo: que a su muerte lo deificasen, y lo tuvieran en adelante por Dios. ¿Y eso? Por esto mismo: porque eran egipcios, y estos bárbaros muy fácilmente divinizaban a los hombres. Por eso, para quitarles toda ocasión de impiedad, ordenó José que sus huesos fueran trasladados fuera de allí.

XIV

Este fue uno de los motivos. Pero hay otro que, sin duda, también puedo también alegar y confirmar por las Escrituras. ¿Cuál es? José sabía él, por haberlo oído de su padre (el cual, a su vez, lo había recibido de sus antepasados), que los israelitas iban a estar sujetos a la servidumbre por largos años, y que serían oprimidos por los egipcios. De hecho, esto es lo que el mismo Dios había dicho a Abraham, cuando le dijo: "Tu descendencia andará peregrina por tierra ajena, y será sujetada a servidumbre, y oprimida durante cuatrocientos años". A fin, pues, de que los hebreos no desesperaran por la larga espera en Egipto, y cogieran tedio a Dios por ser tan largo el tiempo de servidumbre, y para aliviar todo esto y los trabajos que allí hacían, por eso les predijo José que sus huesos serían transportados, dándoles con eso una prenda de suprema esperanza en el retorno, y en el regreso a la patria prometida.

XV

Por todo esto predijo aquel José que sus huesos volverían a Palestina. No porque tuviera interés en su sepultura, sino porque deseaba poner un remedio a la incredulidad de los hebreos. Si el incrédulo todavía no me cree, que escuche el testimonio de Pablo, que dice con estas mismas palabras: "Por la fe, José al tiempo de expirar, se acordó de la salida de los israelitas de Egipto hacia su patria, y así dio órdenes acerca de sus huesos". ¿Qué significa eso de "por la fe"? Esto mismo, más o menos: recordar lo que habría de suceder muchos siglos después, y ya había prometido Dios, sobre el regreso de los hebreos a su patria. Para significar esto, predijo José ambas cosas. Realmente, debió ser cosa digna de ver cómo llevaban aquellos huesos por el camino de regreso, y cómo el mismo José que fue el primero en bajar a Egipto, fue el primero en volver de nuevo a Palestina.

XVI

Cuando los hebreos veían delante de sí las reliquias de José, y mediante ellas recordaban toda su historia, y consideraban cómo sus hermanos le tendieron asechanzas, y fue arrojado en una cisterna, y estuvo a punto de muerte, y fue encarcelado, y después de eso fue hecho príncipe de todo Egipto, y fue constituido prefecto y procurador de tan inmensas regiones, cobraban certísimas esperanzas de que serían libertados de los males que les oprimían. Además, los huesos de aquel justo les enseñaban que nunca nadie había sido privado del auxilio divino, si había confiado en Dios y esperado en su ayuda. Aunque les sucedieran acontecimientos adversos e indeseables, los israelitas podían seguir esperando ese auxilio, y saber que no quedarían defraudados, sino que se cumpliría a la letra la sentencia divina y lo que había sido profetizado. Mediante las reliquias de José, pues, los israelitas aprendieron a esperar con paciencia todo lo que Dios había determinado.

XVII

No pongamos nuestras solicitudes, pues, en que nos sepulten en nuestra patria, ni temamos la muerte sino el pecado. No fue la muerte la que engendró al pecado, sino el pecado quien dio origen a la muerte. La muerte, de hecho, se convirtió en remedio del pecado. Por eso no hay que temer la muerte sino el pecado, como nos enseña el profeta: "Hermosa es en la presencia del Señor la muerte de sus santos", y: "La muerte de los pecadores es pésima". ¿Veis cómo, quienes andan cuidadosos de sus cosas, pueden incluso sacar gran utilidad de la muerte? En cambio, a los perezosos y desidiosos la muerte les es parte del suplicio.

XVIII

Oigo a muchos hablar con frecuencia sobre los varios géneros de muertes, y que a muchas cosas que de suyo no llevan consigo ignominia las consideran vergonzosas, mientras que a otras que sí son culpables no las vituperan. Por este motivo determiné entrar el día de hoy en esta disquisición. Es oportuna esta consideración, y muy propia y conveniente con la solemnidad de los mártires. A muchos he oído decir: Fulano murió con más ignominia que un perro, sin que estuviera presente ninguno de sus allegados ni nadie lo depositara en el sepulcro, hasta que n grupo de vecinos reunió una colecta y lo amortajó y depositó en un sepulcro. Muy bien, mas para que estas cosas no nos estorben, vale la pena corregir esta falsa opinión. Esto, oh hombre, no es morir como un perro. Lo que sí es más miserable es morir en pecado.

XIX

¿Prefieres un féretro dorado conducido al sepulcro, y con toda la ciudad acompañándolo, y con las multitudes alabándolo, y adornado con telas de seda recamadas de oro? Muy bien, pero no omitas ponerle también los gusanos que corroen su carne, para hacer así una mesa más opípara. Lo que sí sería conveniente es que dicho difunto pueda ser llevado con tanta honra ante el tribunal de Cristo, y dar cuenta allí con todo orgullo de lo que en vida hizo, dijo y pensó. En aquellos tribunales, ninguno de esta cómica turba lo acompañará, sino que se presentará él sólo. Nadie lo defenderá, pues las cómicas aclamaciones no se realizarán. Nadie le eximirá del suplicio, sino que con el rostro clavado en tierra, temblando y cubierto de vergüenza a causa de los crímenes que se le echan en cara, será sacado del tribunal y arrastrado por los malos espíritus al tormento eterno, mientras él rechina horriblemente los dientes, y se lamenta en vano, y llora a causa de los dolores intolerables.

XX

Todo esto les sucederá a esta clase de hombres, en la otra vida. Respecto de las cosas que en esta presente vida les acontecen, al día siguiente de aquellas públicas alabanzas oirá cómo todos lo critican en el foro, en las casas, en las tabernas, en las oficinas, en el camino o en el campo. En todas partes oirá cómo conversan los viajantes con sus compañeros, y hablan de los suplicios con que debería ser castigado, y los tormentos a los que debería verse sujeto. ¿De qué le aprovechó el funeral, pues? ¿Qué fruto sacó de la pompa momentánea? Éste mismo: que se marchó y hubo de depositar sus riquezas a otros, mientras él era sepultado.

XXI

Cuando esta clase de hombres reciben beneficios, con ellos se congratulan personas a quienes ni siquiera conoce, y se les unen en alabanzas los bienhechores. Cuando reciben injurias, son compadecidos aun por aquellos a quienes no se han hecho, y vituperan al que las hizo. Por eso dijo el profeta que "pésima es la muerte del pecador", tanto por las acusaciones que se les hacen en vida como por los tormentos que se les da tras su muerte. Éste es, pues, el que muere como un perro. No les acontece así a los justos, porque aunque mueran en el desierto, y nadie los amortaje, y nadie esté presente a su muerte, tienen como suficientes exequias el ir confiadamente ante Dios, y el ser llevado al sepulcro por los ángeles, y el dejar detrás de sí innumerables gentes que han aprendido su ejemplo.

XXII

El que muere cargado de rapiñas y pecados, si acaso tiene hijos al morir, los deja como herederos de las enemistades que se ganó, y entre enemigos. Si no los tiene, deja materia perpetua de acusación en los edificios y posesiones, que con sus fraudes y rapiñas adquirió. El que muere cargado de justicia, y ha hecho mejores a sus conciudadanos, será recordado por lo que hizo y el trato que dispensó. El que muere cargado de injusticias, no sólo habrá dañado a muchos en vida, sino que seguirá dañando a muchos después de su muerte, puesto que deja detrás de sí demostraciones de avaricia por todas partes.

XXIII

Conscientes de estas cosas, hermanos, no juzguemos miserables a quienes mueren fuera de su patria o sin honores funerarios, sino a quienes mueren siendo reos de pecado. Tampoco llamemos felices a quienes mueren en su casa y en su lecho, sino a quienes salen de esta vida cargados de virtudes. Evitemos el pecado y sigamos la virtud; puesto que ésta nos aprovecha en la vida y en la muerte, mientras que aquél daña en ambos casos. El pecado sujeta a los malos a mucha vergüenza, y allá a los suplicios eternos. Así pues, ojalá que Dios, que concedió a Drosis la oportunidad de entrar en combate, y luchar y vencer, y con ello ser adornada con la corona, también nos conceda a todos nosotros observar sus mandamientos y sus leyes, para poder un día entrar en los eternos tabernáculos en los que esta bienaventurada entró, y gozar allí de los bienes inmortales por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo.

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Traducido por
Manuel Arnaldos, ed. EJC, Molina de Segura 2025

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