GREGORIO DE NACIANZO
Discurso a los Egipcios

I

Me dirigiré como es correcto a aquellos que han venido de Egipto, porque han venido aquí ansiosamente, habiendo vencido la mala voluntad por el celo. Han venido de ese Egipto que se enriquece con ese río que inunda la tierra como el mar durante su estación, y que también se enriquece con ese Cristo que fue fugitivo en Egipto cuando huyó de la masacre de los niños por Herodes (Mt 2,13), y por el amor de los padres hacia los que tienen hambre del bien (Jn 6,33). El grano más grande de trigo, del que habla la historia, es el pan que bajó del cielo y da vida al mundo, esa vida que es indestructible e indisoluble, acerca de quien ahora me parece oír al Padre decir: "De Egipto llamé a mi Hijo" (Os 11,1).

II

De vosotros ha resonado la Palabra a todos los hombres, creída y predicada sanamente. Sois el mejor portador de fruto entre todos los hombres, especialmente entre aquellos que ahora tienen la fe correcta, hasta donde sé, quienes no sólo aman este alimento, sino que también lo distribuyen, y no sólo en casa sino también en el extranjero. Ciertamente, proveéis alimento corporal a pueblos y ciudades hasta donde alcanza vuestra amorosa bondad. También proveéis alimento espiritual, y no a un pueblo en particular, ni a esta o aquella ciudad circunscrita por estrechos límites (aunque sus habitantes puedan considerarla muy ilustre), sino a casi todo el mundo. Traéis el remedio no para el hambre de pan ni la sed de agua (Am 8,11), que no es una hambruna terrible (y evitarla es fácil), sino a una hambruna de oír la palabra del Señor, que es muy miserable sufrir y un asunto muy laborioso curar en el tiempo presente. La iniquidad ha abundado (Mt 24,12), y raramente en ninguna parte encuentro sus sanadores genuinos.

III

Así era José, vuestro superintendente de las medidas de grano, a quien también puedo llamar nuestro. Con su extraordinaria sabiduría, José fue capaz tanto de prever la hambruna como de remediarla mediante decretos gubernamentales, sanando al ganado desfavorecido y hambriento mediante la carne blanca y gorda. De hecho, podéis entender por José a quien queráis, ya sea el gran amante (creador y homónimo de la inmortalidad) o su sucesor en el trono (de palabra y el cabello canoso, nuestro nuevo Pedro, no inferior en virtud ni fama a aquel por quien el término medio fue destruido y aplastado, aunque todavía se retuerce un poco débilmente, como la cola de una serpiente después de ser cortada), o aquel de quien, tras haber partido de esta vida en una buena vejez tras muchos conflictos y luchas, nos mira desde arriba y tiende una mano a quienes trabajan por el bien. Éste se libera de sus ataduras, y el otro se apresura al mismo fin o disolución de la vida, acercándose a los moradores del cielo aunque lejos en la carne como es necesario para dar las últimas ayudas al Verbo y emprender su viaje con mayor provisión.

IV

De estos grandes hombres, doctores, soldados de la verdad y vencedores, vosotros sois los hijos de Dios. No lo sois de los tiempos, ni de los tiranos, ni de la razón, ni de la envidia, ni del miedo, ni del acusador, ni del calumniador (ya sea librando una guerra abierta contra ellos o conspirando en secreto), ni de nadie que pareciera estar de vuestro lado, ni de ningún extraño, ni del oro (ese tirano oculto, por el cual ahora casi todo se trastoca y depende del azar), ni de las lisonjas, ni de las amenazas, ni de los largos y lejanos exilios (pues sólo ellos no podían ser afectados por la confiscación, debido a sus grandes riquezas, que eran no poseer nada). Nada, ni lo ausente, presente o esperado, puede induciros a tomar la peor parte. Es decir, a ser traidores a la Trinidad o a sufrir la pérdida de la divinidad. Al contrario, os fortalecéis con los peligros y os volvéis más celosos por la verdadera religión. Sufrir así por Cristo refuerza el amor y es como una prenda para los hombres de alma noble, para futuros conflictos. Éstos, oh egipcios, son vuestros relatos y maravillas actuales.

V

En su momento alabasteis a las cabras mendesianas, y a vuestra Apis menfita, y a un ternero gordo y carnoso, y los ritos de Isis, y las mutilaciones de Osiris, y vuestro venerable Serapis, y un tronco que fue honrado por sus adoradores como materia desconocida y celestial, por mucho que se demostrase su falsedad. Adorasteis cosas aún más vergonzosas que estas, como imágenes multiformes de bestias monstruosas y cosas que se arrastran. No obstante, ahora todo esto lo habéis superado, gracias a Cristo y a los heraldos de Cristo han conquistado, y habéis sido ilustres en vuestros propios tiempos. Por los padres que hicieron esta superación, oh admirable egipcios, sois más famosos hoy que todos los demás juntos, ya sea en la historia antigua o moderna.

VI

Os abrazo y saludo, oh noble pueblo y cristiano en Egipto, de la más cálida piedad, y digno de vuestros líderes. No encuentro nada mejor que decir de vosotros que esto, ni nada con que daros una mejor bienvenida. Os saludo con la lengua y de corazón, con los sentimientos de mi afecto (Gál 2,9). ¡Oh pueblo mío, de una sola mente y una sola fe, instruidos por los mismos padres y adorando a la misma Trinidad! os llamo "pueblo mío" porque míos sois, aunque no lo parezca a quienes me envidian. Para que quienes se sientan heridos por decir yo esto, mirad, os doy la mano derecha en señal de compañerismo ante tantos testigos, visibles e invisibles. Destierro la vieja calumnia con este nuevo acto de bondad. ¡Oh pueblo mío!, sois míos, siendo yo el más pequeño de todos los hombres, y reivindicando para mí lo que es más grande. Tal es la gracia del Espíritu, que honra por igual a quienes comparten una misma voluntad. ¡Oh, pueblo mío!, aunque estéis lejos, estamos unidos divinamente (Is 62,4), de una manera completamente diferente a las uniones de las personas carnales. En efecto, los cuerpos están unidos en un lugar, pero las almas son ensambladas por el Espíritu. ¡Oh, pueblo mío!, que antes estudiasteis cómo sufrir por Cristo, y no os dedicáis sino a considerar hacer ganancias suficientes para ofrecerlas a Cristo, tanto en aquellos días de vuestra resistencia como en estos de mansedumbre. ¡Oh, pueblo a quien el Señor se ha preparado para hacer el bien, como para hacer el mal a vuestros enemigos! ¡Oh, pueblo a quien el Señor ha elegido para sí de entre todos los pueblos! ¡Oh, pueblo esculpido en las manos del Señor, a quien el Señor dice: "Tú eres mi voluntad"; y: "Tus puertas son de obra labrada", y todo lo demás que se dice a los que se salvan! Oh pueblo, no os maravilléis de mi insaciabilidad, que me hace repetir vuestro nombre tan a menudo, pues me deleito en nombraros continuamente, como aquellos que nunca se cansan de gozar de ciertos espectáculos o sonidos.

VII

Oh pueblo de Dios y mío, hermosa también fue vuestra asamblea de ayer, que celebrasteis junto al mar, y placentera, si alguna vista lo fue, a la vista, cuando vi el mar como un bosque, oculto por una nube hecha a mano, y la belleza y velocidad de vuestras naves, como si estuvieran ordenadas para una procesión, y la ligera brisa de popa, como si os escoltara deliberadamente y os llevara a la ciudad, vuestra ciudad del mar. Sin embargo, la asamblea actual que contemplamos es más hermosa y más magnífica. Porque no os habéis apresurado a mezclaros con la mayoría, ni habéis calculado la religión por los números, ni habéis tolerado ser una simple chusma desorganizada, en lugar de un pueblo purificado por la palabra de Dios; sino que, habiendo, como es justo, rendido "al césar lo que es del césar", habéis ofrecido además a Dios lo que es de Dios: a la primera, la costumbre, al segundo, el temor; y después de alimentar al pueblo con vuestros cargamentos, vosotros mismos habéis venido a ser alimentados por nosotros. Porque también distribuimos grano, y nuestra distribución quizá no valga menos que la vuestra. Venid a comer de mi pan y a beber del vino que he preparado para vosotros (Prov 9,5). Me uno a la sabiduría al invitaros a mi mesa. Pues alabo vuestro buen sentir, y me apresuro a encontrarme con vuestra disposición de ánimo, porque vinisteis a nosotros como a vuestro propio puerto, corriendo hacia vuestro semejante; y valorasteis la fe afín, y os pareció monstruoso que, mientras quienes insultan cosas superiores están en armonía entre sí y piensan igual, y piensan en compensar la falsedad individual de cada uno mediante su conspiración común, como cuerdas que se fortalecen al ser retorcidas. Sin embargo, no debéis reuniros ni uniros con quienes comparten vuestra misma mentalidad, con quienes es más razonable que os asociéis, pues también nos reunimos en la deidad. Para que veáis que no en vano habéis venido a nosotros, y que no os habéis criado en un puerto entre extraños y advenedizos (sino entre vuestro propio pueblo), y habéis sido bien guiados por el Espíritu Santo, os hablaré brevemente acerca de Dios. Reconoced esto como un presente, como aquellos que distinguen a sus parientes por las enseñas de sus armas.

VIII

Encuentro dos diferencias supremas en las cosas que existen, a saber: gobierno y servicio. Y no como las que entre nosotros ha cortado la tiranía o ha separado la pobreza, sino las que la naturaleza ha distinguido, si a alguien le gusta usar esta palabra. En efecto, aquello que es primero también está por encima de la naturaleza. De estos, el primero es creador, originario e inmutable; pero el otro es creado, sujeto y cambiante; o para hablar aún más claramente, uno está por encima del tiempo, y el otro sujeto al tiempo. El primero se llama Dios, y subsiste en tres grandes (a saber, la Causa, el Creador y el Perfeccionador, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo), quienes no están ni tan separados entre sí como para estar divididos en naturaleza, ni tan contraídos como para estar circunscritos por una sola persona. La primera alternativa es la de la locura arriana, y la segunda es la de la herejía sabeliana. Vosotros, oh hermanos, sois más únicos que lo que está completamente dividido, y más abundantes que lo que es completamente singular. La otra división está entre nosotros y se llama creación, aunque una puede ser exaltada sobre otra según la proporción de su cercanía a Dios.

IX

Si alguno está del lado del Señor, que venga con nosotros (Ex 32,26), y adoremos a la deidad única en la Trinidad. Hagámoslo sin atribuir ningún nombre de humillación a la gloria inaccesible, sino teniendo siempre presentes las exaltaciones del Dios trino. En efecto, puesto que ni siquiera podemos describir adecuadamente la grandeza de su naturaleza, debido a su infinitud e indefinibilidad, ¿cómo podemos afirmar que es humillante? Si alguien se aleja de Dios, y divide la sustancia suprema en una desigualdad de naturalezas, sería maravilloso que no fuera destrozado por la espada y su porción asignada con los incrédulos (Lc 12,46), cosechando cualquier mal fruto de sus malos pensamientos, tanto ahora como en el futuro.

X

¿Qué debemos decir del Padre, a quien por consentimiento común comparten todos los que se han preocupado por concepciones naturales, aunque él ha soportado los comienzos de la deshonra, habiendo sido primero dividido por antigua innovación en el bien y el Creador? Y del Hijo y del Espíritu Santo, vean con qué simple y concisamente disertaremos. Si alguien pudiera decir de cualquiera de los dos que él era mutable o sujeto al cambio; o que ya sea en tiempo, o lugar, o poder, o energía podía ser medido; o que él no era naturalmente bueno, o no se movía a sí mismo, o no era un agente libre, o un ministro, o un cantor de himnos; o que él temía, o era un receptor de libertad, o no era contado ante Dios... que pruebe esto, y asentiremos, y seremos glorificados por la majestad de nuestros consiervos, aunque perdamos a nuestro Dios. Pero si todo lo que el Padre tiene pertenece igualmente al Hijo, excepto la causalidad. Todo lo que es del Hijo pertenece también al Espíritu, excepto su filiación, y todo lo que se dice de él en cuanto a su encarnación por mí, un hombre, y por mi salvación, para que, tomando de lo mío, imparta lo suyo mediante esta nueva unión. Por tanto, que cesen las palabrerías de los sofistas de vanas palabras, aunque sea demasiado tarde, pues ¿por qué morirán, oh casa de Israel (Ez 18,31), si puedo llorar por vosotros con las palabras de la Escritura?

XI

Por mi parte, reverencio también los títulos del Verbo, que son tantos, tan elevados y grandiosos, que incluso los demonios respetan. Reverencio también el rango igual del Espíritu Santo, y temo la amenaza pronunciada contra quienes lo blasfeman. Blasfemia no es considerarlo Dios, sino separarlo de la deidad. Aquí debéis observar, oh hermanos, que aquello que se blasfema es el Señor, y aquel que se venga es el Espíritu Santo, evidentemente como Señor. No soporto quedar sin iluminación después de mi iluminación, marcando con un sello diferente a cualquiera de los tres en quienes fui bautizado; y así ser sepultado en el agua, e iniciado no en la regeneración, sino en la muerte.

XII

Me atrevo a decir algo, oh Trinidad, y que se me conceda el perdón por mi locura, pues el riesgo es para mi alma. Yo también soy una imagen de Dios y de la gloria celestial, aunque esté en la tierra. No puedo creer que me salve alguien que es mi igual. Si el Espíritu Santo no es Dios, que primero se le haga Dios, y luego que me deifique como su igual. Pero ahora, ¡qué engaño es este de parte de la gracia, o mejor dicho, de los dadores de la gracia, creer en Dios y volverse impío; por un conjunto de preguntas y confesiones que conducen a otro conjunto de conclusiones! ¡Ay de esta buena fama! Si después del lavacro me ennegrezco, si he de ver a los que aún no están limpios más brillantes que yo; si me engaña la herejía de mi Bautista; si busco el espíritu más fuerte y no lo encuentro. Dame una segunda fuente antes de que pienses mal de la primera. ¿Por qué me niegas una regeneración completa? ¿Por qué me conviertes, a mí, que soy templo del Espíritu Santo como de Dios, en la morada de una criatura? ¿Por qué honras una parte de lo que me pertenece y deshonras otra, juzgando falsamente a la divinidad, para separarme del don, o mejor dicho, para partirme en dos por el don? Honra al todo o deshonra al todo, oh nuevo teólogo, para que, si eres malvado, al menos seas consecuente contigo mismo y no juzgues con desigualdad a personas de igual naturaleza.

XIII

Para resumir mi discurso, hermanos, glorificadlo con los querubines, que unen a los tres santos en un solo Señor (Is 6,3), y hasta ahora indican la sustancia primordial como sus alas abiertas a los diligentes. Con David sed iluminados, pues él dijo a la luz "en tu luz veremos la luz" (es decir, en el Espíritu veremos al Hijo), y ¿qué puede ser de mayor alcance? Con Juan, tronad, y no proclamando nada que sea bajo o terrenal acerca de Dios, sino lo que es alto y celestial, que está en el principio, y está con Dios, y es el Verbo de Dios (Jn 1,1), y es verdadero Dios del verdadero Padre, y no un buen consiervo honrado sólo con el título de Hijo. Proclamad también al otro Consolador (otro del Orador y Verbo de Dios). Cuando leáis "yo y el Padre somos uno" mantened ante tus ojos la unidad de sustancia, y cuando leáis "vendremos a él y haremos morada con él" (Jn 14,23) recordad la distinción de personas; y cuando leáis los nombres (Padre, Hijo y Espíritu Santo) pensad en las tres personalidades.

XIV

Inspiraos con Lucas al estudiar Hechos de los Apóstoles., y no os alineéis con Ananías y Safira, esos vanos estafadores (si es que el robo de la propiedad propia es algo vano) que no sólo se apropiaron de plata y baratija inservible, como si fuese un lingote de oro (Jos 7,21) o una didracma (como hacía antaño un soldado rapaz), sino que también robaron la divinidad misma al mentir, a Dios. ¿Qué? ¿No reverenciarás ni siquiera la autoridad del Espíritu que sopla sobre quién, cuándo y como él quiere? Él vino sobre Cornelio y sus compañeros antes del bautismo, y sobre otros después del bautismo (por manos de los apóstoles), de modo que, desde ambos lados, tanto por el hecho de que viene bajo la apariencia de maestro y no de siervo, como por el hecho de que se le busca para perfeccionarlo, se da testimonio de la divinidad del Espíritu Santo.

XV

Hablad de Dios con Pablo, quien fue "arrebatado al tercer cielo" (2Cor 12,2) y nos habla de las tres personas en orden variado, considerando una y la misma persona ahora primera, ahora segunda, ahora tercera. ¿Con qué propósito? Con éste mismo: para mostrar la igualdad de la naturaleza. A veces menciona tres, a veces dos o uno. A veces atribuye la operación de Dios al Espíritu, como en ningún aspecto diferente de él, y a veces en lugar del Espíritu trae a Cristo. A veces separa las personas diciendo "un Dios, del cual son todas las cosas, y nosotros en él" y "un Señor Jesucristo, por quien son todas las cosas, y nosotros por él" (1Cor 8,6). Y a veces reúne la única deidad, porque de él, por él y en él son todas las cosas (Rm 11,36). Es decir, por el Espíritu Santo, como se muestra en muchos pasajes de las Escrituras.