BASILIO DE CESAREA
Sobre la Embriaguez
I
Disgusto y desaliento por los excesos cometidos
Los espectáculos que ayer por la tarde tuvieron lugar me inducen a dirigiros la palabra, hermanos. Pero por otra parte, reprime mi deseo y apaga todo mi entusiasmo la inutilidad de mis exhortaciones anteriores. Todo labrador desmaya si no crece la primera semilla que siembra, mostrándose desalentado para sembrar de nuevo sobre la misma tierra. Así pues, ¿con qué esperanza voy a hablaros hoy, si después de tantas exhortaciones, como las que días pasados os hice incesantemente, y después de haber estado durante siete semanas de ayuno, anunciándoos sin parar la buena nueva del Señor, no he obtenido ningún fruto, y ninguna utilidad se ha conseguido? ¡Cuántas noches habéis velado en vano! ¡Cuántos días os habéis congregado en vano! Todo eso ha sido en vano, porque quien comienza una vez el camino de las buenas obras, y vuelve después a sus antiguas costumbres, no sólo pierde el fruto de sus desvelos, sino que se hace digno de un mayor castigo. Habiendo gustado la suavidad de la palabra de Dios, habiendo sido dignos de conocer los misterios de la fe, todo lo habéis perdido, seducidos por un pasajero deleite. El humilde, dice el sabio, "es digno de perdón y de misericordia, pero el poderoso será poderosamente atormentado". Con una sola tarde, y con un solo ataque del enemigo, se ha arruinado todo aquel trabajo. ¿Qué ánimo puedo tener yo para volver a hablaros? Hubiera callado, creedme, si no me hiciese temblar el ejemplo de Jeremías, a quien por no querer hablar a un pueblo perverso, le sobrevino el castigo que él mismo nos cuenta: un fuego devorador se apoderó de sus entrañas, que le consumía por todas partes sin poder soportarlo.
II
Descripción de los excesos cometidos
Unas mujeres lascivas, olvidadas del temor de Dios, y despreciando el fuego eterno del infierno, en el mismo día en que debían haber estado quietas en sus casas, en memoria de la resurrección (recordando el día en que se abran los cielos y aparezca el Juez de los hombres, día en el que, al sonido de la trompeta divina, resucitarán los muertos, compareciendo el justo Juez que juzgará a cada uno según sus obras), y en lugar de estar pensando en estas cosas, y de purgar sus almas de los malos pensamientos (borrando con lágrimas sus pecados anteriores y preparándose para recibir a Cristo en el día grande de su aparición), ayer por la tarde sacudieron el yugo de su divino servicio. Arrojaron de sus sienes el velo de la honestidad, despreciaron a Dios y se rieron de sus ángeles. Se portaron indecorosamente ante toda mirada de los hombres, agitando sus cabellos, y sus túnicas. Durante el baile, con sus ojos lascivos y risas desenfrenadas, e impulsadas como por la locura, provocaron toda la liviandad en los jóvenes. Hicieron el baile nada menos que en la Basílica de los Mártires, fuera de los muros de la ciudad, y convirtieron los lugares sagrados en lugares de corrupción. Corrompieron la atmósfera con sus cantares livianos, y mancharon la tierra al bailar sobre ella con sus inmundos pies. Desvergonzadas y locas, no omitieron ningún género de manía. Hiciéronse a sí mismas espectáculo, delante de una turba de jóvenes. ¿Cómo callar esto? ¿Cómo lo lamentaré como merece? El vino es el que ha causado estos estragos en estas almas. El vino, don de Dios, dado para alivio de la debilidad del cuerpo, y para usarlo con sobriedad, se ha convertido en aliciente para lascivia, por usarlo sin templanza.
III
Primeros efectos de la embriaguez
La embriaguez es el demonio voluntario que penetra en el alma, por medio del placer. Es madre de la maldad y enemiga de la virtud. Al hombre fuerte lo hace débil, y al casto lascivo. No conoce la justicia, y rebasa los límites de la prudencia. De la misma manera que el agua es contraria al fuego, así el vino, usado en demasía, extingue la razón. Por eso me resistía yo a hablar contra la embriaguez. No porque se tratase de un mal poco considerable, sino porque nada van a aprovechar mis palabras. Si el ebrio ha perdido el juicio, y no sabe donde está, en vano habla quien le reprocha, pues él no escucha. ¿A quién, pues, hablaré? Ciertamente, los que tienen necesidad de amonestaciones no oyen lo que se les dice. Los prudentes y los sobrios no tienen necesidad de mis palabras, pues están libres de este vicio. ¿Qué partido he de tomar en la presente condición de cosas, si mis palabras no han de ser útiles, ni mi silencio seguro? ¿Abandonaremos la cura? Peligrosa la negligencia, mas ¿hablaré con los ebrios? Eso sería como tronar en oídos sordos. Cuando aparece una peste, los médicos aplican remedios aptos para prevenir el mal en los sanos, mas no osan tocar a los que ya están infestado. Pues bien, este es mi caso, y por eso mi palabra tendrá una mediana utilidad, la de tutelar y precaver a los fieles todavía sanos. No obstante, no servirá para curar a los que están ya atacados por la enfermedad.
IV
La embriaguez, fuente de daños físicos
¿En qué te diferencias, oh borracho, de los animales irracionales? ¿No es en el don de la razón, don que recibiste del Creador, don por el cual eres constituido príncipe y señor de todas las criaturas? Quien se priva a sí mismo de la razón, y del juicio por la embriaguez, "se hace semejante a las bestias irracionales y pónese a la par de ellas". Más aún, yo diría que los que están embriagados son más irracionales que los mismos brutos, puesto que todos los cuadrúpedos tienen en cierta manera ordenada su concupiscencia, mas los entregados al vino tienen sus cuerpos animados por un ardor que supera al querido por la naturaleza. A todas horas y constantemente son impelidos a los deleites impuros y torpes. Y esto no sólo los embrutece y los atonta, sino que la privación de sus sentidos hace al embriagado el más abominable de todos. En efecto, ¿qué animal pierde el sentido de la vista y del oído, como lo pierde el que se embriaga? Los ebrios lo pierden, y con ello no conocen a sus parientes, y tratan muchas veces con desconocidos creyendo que son sus amigos o allegados. ¿No pasan muchas veces saltando por las sombras, creyendo que atraviesan arroyos y valles? Sus oídos están continuamente percibiendo ruidos y estrépitos, como furor de mar tempestuoso. Les parece que la tierra se levanta hacia arriba, y que los montes giran a su alrededor. Unas veces ríen sin cesar. Otras, se lamentan y lloran sin consuelo. Ora se muestran intrépidos y audaces, ora tímidos y temblorosos. El sueño les es pesado, difícil de sacudir, sofocante y parecido a la muerte. En las vigilias permanecen más estúpidos que en los mismos sueños. Su vida es una especie de sueño continuado. No teniendo con qué vestirse, ni qué comer para mañana, se imaginan ser reyes, capitanean ejércitos, edifican ciudades y reparten dinero. Es el vino el que llena sus cabezas de semejantes locuras y visiones. En otros, en cambio, el vino produce efectos contrarios. Pierden el coraje, están tristes, doloridos, llorosos, tímidos y consternados. Un mismo vino, según la distinta constitución produce distintos y diferentes efectos en los ánimos. A los ardorosos y llenos de sangre, los pone alegres y gozosos. A los que ya han gastado las fuerzas con su peso, y los ha corrompido la sangre, les excita a los efectos contrarios. ¿Qué necesidad hay de enumerar la turba de los demás trastornos? La pesadez de su carácter, el irritarse con facilidad, el ser quejumbrosos, el ser de ánimo mudable, los gritos, los tumultos, el ser inclinados a las acciones criminales, el ser incapaces de refrenar y disimular la ira... todos ellos no son sino los primeros trastornos del borracho.
V
La embriaguez, fuente de impureza
La incontinencia en los goces y placeres tiene su origen en el vino, como en su fuente. A una con el vino, brota la enfermedad de la impureza, que es menor en los brutos que en los embriagados. Las bestias conocen los términos de la naturaleza, mas los ebrios pierden todo el control de su persona y van hasta contra la naturaleza. No es fácil decir y ponderar con palabras todos los males que se encierran en la embriaguez. Los daños que trae la peste, afligen de tiempo en tiempo a los hombres, pues el aire inyecta poco a poco su misma corrupción en los cuerpos. En cuanto a los daños que trae el vino, éstos lo invaden todo a un mismo tiempo, al perder al alma con todo género de vicios. Corrompen al propio cuerpo con los inmoderados placeres, a que son arrastrados por una especie de furor. Más aún, los mismos vapores del vino hinchan de tal manera el cuerpo qué le hace perder su vigor vital. Los borrachos tienen los ojos lívidos, el semblante pálido, el espíritu embotado y atada la lengua. Sus gritos son confusos, y sus pies titubeantes son como los del niño. Sus espontáneos vómitos parecen salir de las bocas de unas bestias. Son desgraciados por sus lascivias, más desgraciados aún que los que en el mar son agitados por una tempestad. A éstos las olas, sucediéndose unas a otras, no les permiten salir a flote. De modo semejante, las almas de los borrachos quedan ahogadas y sumergidas en el vino. Así como a la nave muy llena de mercancías, cuando es agitada por la tempestad, es necesario que le alivien el peso, arrojando parte de su carga al mar, así a los borrachos es necesario aliviarles de lo que les hacen tan pesados. No obstante, aún apenas con el vómito quedan libres de sus cargas. Son tanto más desgraciados que los navegantes, por cuanto éstos son acometidos por los vientos, el mar y fuerzas exteriores que no pueden impedir, mas se levantan voluntariamente en sí mismos de la tempestad. El que es atacado por la embriaguez, en cambio, es digno de lástima. Por lo que dedica al tiempo de la bebida, al borracho le parece pequeño el día, breve la noche y corto el invierno.
VI
El ansia de beber
El mal de la embriaguez no tiene fin, porque el mismo vino abre el deseo de beber más. No alivia la necesidad, sino que induce a beber más, abrasando a los embriagados en el deseo de beber más. Cuando piensan que van a saciar su sed insaciable, a los borrachos les sucede lo contrario, porque con el continuo uso de este placer embotan y languidecen sus sentidos. Así como la excesiva luz daña a la vista, así los borrachos pierden sus sentidos, e hieren sus oídos con estrépitos tan grandes que ya no oyen nada. Dejándose arrastrar por la afición de este vicio, llegan a perder hasta el placer que produce, sabiéndole hasta el vino más puro como si fuese insípido o pareciese agua. El frío les parece caliente, y aunque estén helados, o en la nieve, no pueden apagar la hoguera que en su pecho arde de forma inmoderada.
VII
¡Ay de los ebrios!
"¿Para qué son los ayes? ¿Para quién los alborotos? ¿Para quién los tribunales? ¿Para quién los disgustos y las riñas? ¿Para quién las heridas inútiles? ¿Quién trae los ojos encendidos? ¿No son éstos los dados al vino, y los que andan explorando dónde hay bebidas?". Se trata de palabras de lamentación, como de lamentación son dignos los que se embriagan, porque no han de alcanzar el reino de Dios. Vienen después los alborotos, porque el vino turba sus mentes. Los disgustos y las riñas se deben al amargo placer que el beber les ha acarreado. Los borrachos, en efecto, quedan atados de pies y manos por los vapores del vino, los cuales se extienden por todo su cuerpo. Y aún antes de todos estos padecimientos, en el mismo tiempo en que están bebiendo, se apodera de ellos el furor de los frenéticos. Cuando el vino se les sube a la cabeza, sienten en ella dolores insufribles. No pudiendo mantenerla recta sobre sus hombros, la dejan caer a un lado y otro, balanceándola sobre las vértebras. Llaman entretenimiento al inmoderado y disputador hablar en los convites. Finalmente, los ebrios reciben heridas sin causa alguna. Por la embriaguez no pueden tenerse en pie, y van cayendo hacia ambos lados. Necesariamente, y sin causa, llenan de heridas sus cuerpos.
VIII
Los daños y maldición de la embriaguez
¿Quién va a decir todo esto a los que están llenos de vino? Sobre todo porque estos tales tienen pesada la cabeza por los vapores, y dormitan y bostezan, y ven nieblas delante de sus ojos, y sienten náuseas. En efecto, los borrachos no oyen a sus maestros que les están clamando por todas partes, cuando les dicen: "No os llenéis de vino, porque en él está la lujuria", y: "El vino es lujurioso y contumeliosa la embriaguez". Al mismo tiempo que hacen oídos sordos, están mostrando el fruto de su embriaguez. Su cuerpo está pesado por la hinchazón, sus ojos humedecidos, su boca seca y hecha una llama. Y así como las concavidades, donde desembocan los torrentes, mientras éstos se despeñan en ellas, parecen estar llenas de agua, pero tan pronto como la corriente cesa, quedan secas y áridas. Así, mientras en la boca del ebrio, está cayendo el vino, parece estar húmeda y llena; pero apenas cesa, queda seca y árida. Y viciado como está, por el uso inmoderado del vino, aún la fuerza vital llega a perder. Porque, ¿quién habrá tan fuerte que pueda resistir a los males de la embriaguez? ¿Qué arte podrá evitar el que un cuerpo que siempre se abrasa, que está siempre anegado en vino, no se haga enfermizo, desgastado y flojo? De aquí los temblores y las debilidades. Por el inmoderado vino se les corta la respiración, pierden los nervios su fortaleza, y todo el cuerpo, queda tembloroso por la falta de fuerza. ¿Por qué atraes sobre ti la maldición de Caín, que toda su vida anduvo tembloroso y vagabundo? El cuerpo que pierde su natural base es inevitable que vacile y tiemble.
IX
La embriaguez hace olvidar las grandezas del Creador
¿Hasta dónde arrastra el vino, y hasta dónde la embriaguez? El peligro está en que te conviertas en cieno y lodo, hermano, en lugar de hombre. Por las embriagueces cotidianas, los borrachos están tan mezclados con el vino, que sólo huelen a vino. Como vaso corrompido, nada les sirve de nada. A éstos son a los que llora Isaías, cuando dice: "¡Ay de aquellos que se levantan por la mañana, y se lanzan a la sidra, y esperan la tarde porque el vino les abrasa. Beben vino al son de la cítara y del pandero y no miran las obras del Señor, ni consideran las obras del Señor!". En efecto, los sobrios tienen la costumbre de llamar sidra a toda bebida que pueda embriagar, porque apenas la conocen. En cambio, los ebrios, apenas comienza el día, andan en busca de las bodegas y tabernas, y agotan todos los cuidados de su alma en tales ocupaciones. A éstos son a los que llora el profeta, porque a éstos ningún tiempo les queda para considerar las maravillas de Dios. No tienen tiempo para levantar los ojos al cielo, ni para embelesarse con su hermosura, ni para ponderar el orden de todo lo creado, ni para conocer por este orden al Creador. Apenas comienza el día, los borrachos adornan con variados tapices y con floridas alfombras el lugar del convite. Todo su empeño y cuidado está en preparar las copas y los vasos, para refrescar el vino. Sacan las copas adornadas con piedras preciosas o las de oro, como para un público y pomposo banquete, a fin de que su variedad les entretenga el fastidio, y para que mientras alternan unas y otras puedan beber durante más largo tiempo.
X
La embriaguez, fuente de discordia y vanidad
En todo convite están presentes los maestros, y otros que sirven la copa, y los architriclinos. En dichos convites se simula orden, pero hay confusión, y se simula armonía pero hay alboroto. Así como a los magistrados seculares les dan autoridad sus satélites, así también la embriaguez, haciéndose acompañar de sirvientes, reina tratando de ocultar su deshonra. Lo hace con coronas y flores, que embotan todavía más a los dados a la perdición. En el transcurso del convite, nacen por el vino las disputas, los encuentros, los litigios, mientras los que compiten luchan por aventajarse mutuamente en la embriaguez. El que preside estas luchas es el diablo, y el premio de la victoria es el pecado. Quien se echa más vino, esta victoria obtiene: "Su gloria consiste en su propia deshonra". Luchan entre sí, dañándose a sí mismos. ¿Qué palabras podrán declarar las torpezas de las cosas que allí se hacen? Todas están llenas de necedad, todas de confusión. Los vencidos están ebrios, ebrios los vencedores. Los sirvientes se mofan de ellos. Vacila la mano, la boca no recibe más alimento. El vientre se agita y el mal no se amansa. El miserable cuerpo, despojado de natural vigor, se inclina a una y otra parte, sin poder dominar la violencia que ejerce el excesivo vino.
XI
La embriaguez, fuente de espectáculos lamentables
¡Oh espectáculo lamentable para los ojos de un cristiano! ¿Por qué? Porque un hombre que está en la flor de la edad, de complexión robusta, y que sobresale entre los guerreros, tiene que ser llevado a su casa por no poder levantarse ni andar con sus propios pies. Un hombre que debía ser el terror de los enemigos, es en la plaza objeto de diversión para cualquier muchacho. El borracho, en efecto, es derribado sin armas, y matado sin enemigos. Es hábil en las armas, mas en la flor de su edad es consumido por el vino, dispuesto a que los enemigos hagan con él lo que quieran. La embriaguez embota el entendimiento, destruye el vigor, trae una vejez prematura y prepara para la muerte en poco tiempo. ¿Qué son los ebrios, sino los ídolos de los gentiles? Tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen. Sus manos están desmadejadas, sus pies muertos. ¿Quién ha puesto tales acechanzas? ¿Quién ha causado este mal? ¿Quién nos mezcló este veneno de la locura? Mira, oh perverso vino, lo que hiciste del convite: un campo de batalla. De él salen los jóvenes conducidos por manos ajenas, como heridos en el combate. Matas la flor de la juventud. Invitas a un convite a un amigo, y lo despides muerto. Cuando tú, oh vino, creías que ya estaban ya hastiados de ti, comenzaron entonces ellos a beber más, a la manera de los animales y como de una fuente que mana, ofreciendo a los convidados sus corrientes. Cuando los borrachos están a la mitad del banquete, en efecto, entra un joven de lucidos hombros que aún no está ebrio. Presenta en medio una gran vasija de vino fresco, despide al copero y empieza a repartir a los convidados, de pie, unos tubos oblicuos, por los que se comunica la embriaguez a todos. Peregrina invención es tal desorden, para que recibiendo todos en igual proporción aquel deleite, ninguno pueda vencer al otro en la bebida. Distribuidos los tubos, y tomando cada uno el suyo, beben todos a la vez como los bueyes en los lagos, apresurándose por traer a sus gargantas cuanto les viene de la vasija refrigerante, por los plateados caños. Mira tu miserable vientre. Fíjate en la grandeza del vaso que llenas, que apenas cabe en él una cótila. No mires a la vasija para agotarla, sino a tu vientre que ya está lleno. Por eso, ¡ay de los que se levantan por la mañana y se arrojan a la sidra! ¡ay de los que esperan la tarde, y pasan todo el día en la embriaguez. ¡Ningún tiempo les queda para mirar las obras del Señor y considerar sus maravillas! El vino les abrasa, porque el calor del vino, comunicándose a las carnes, se convierte en ascua para las encendidas saetas del enemigo. El vino sumerge en tinieblas a la razón y al entendimiento. Excita las pasiones y las lascivia como a un enjambre de abejas. ¿Qué carroza es arrastrada por un tronco sin auriga tan temerariamente? ¿Qué nave sin piloto no es agitada por las olas con más seguridad que el embriagado?
XII
Contraste entre la embriaguez y la severidad cristiana
Por estos males, hombres mezclados con mujeres, entregando sus almas al espíritu de la embriaguez, formando todos juntos una danza, se hieren mutuamente con el aguijón de las pasiones. Las risas de una y otra parte, los cantares livianos, los gestos lascivos, todo es una llamada a la impureza. ¿Te ríes? ¿Y te gozas con gozo impuro, cuando te era mejor estar llorando y gimiendo los pecados pasados? ¿Entonas cantos de meretriz, olvidándote de los himnos y salmos que aprendiste? ¿Mueves los pies y saltas como los locos y bailas, cuando debieras hincar tus rodillas para adorar? ¿A quién lloraré? ¿A las doncellas aún no casadas, o a las que están ya sujetas al yugo del matrimonio? Aquéllas volvieron sin la virginidad, y éstas sin la fidelidad a sus maridos. Si alguna evitó por ventura el pecado en sus cuerpos, recibió por completo el mal en sus almas. Lo mismo digo de los hombres, que tras el vino miran a las mujeres para desearlas, fornicando ya con ellas. Si tienen tanto peligro los que de paso e inadvertidamente miran a una mujer, ¿qué peligros no han de tener los que de propósito asisten a tales espectáculos para ver a unas mujeres que por la embriaguez se portan indecorosamente; que componen sus gestos para provocar la lascivia; que canten canciones muelles, que sólo con ser oídas pueden excitar la pasión de la carne en los lascivos? ¿Qué van a decir, qué excusa van a presentar quienes de tales espectáculos volvieron cargados de un enjambre de tantos males? ¿No se ven obligados a confesar que miraron para excitar su concupiscencia? Por lo tanto, son reos de adulterio, según el inevitable juicio de Dios. ¿Cómo os va a recibir el Espíritu Santo el día de Pentecostés, habiéndole tratado con tal desprecio el día de la Pascua? La venida de este Espíritu fue clara y manifiesta a todos, pero tú has preferido hacerte habitación del espíritu contrario, y te has convertido en templo de ídolos, siendo así que deberías ser templo de Dios, donde habitase el Espíritu Santo. Has traído sobre ti la maldición del profeta, que dice en nombre de Dios: "Convertiré sus solemnidades en luto". ¿Cómo vais a mandar a vuestros siervos, cuando vosotros sois esclavos de vuestros brutales apetitos y de vuestra liviandad? ¿Cómo vais a aconsejar a vuestros hijos, si vosotros lleváis una vida escandalosa y desarreglada?
XIII
Remedios contra la
embriaguez
Con todo lo dicho, ¿os he de abandonar, hermanos? De ninguna manera, pues temo que el díscolo tome de eso ocasión para hacerse más desvergonzado, y el compungido quede anegado en mayor tristeza. La medicina, dice la Escritura, remediará grandes pecados. La embriaguez se cura con el ayuno, así como los cantares obscenos con los salmos. Sean las lágrimas remedio de la risa. En vez de la danza, dóblese la rodilla. Al aplauso de las manos, sucedan los golpes de pecho. En lugar de la elegancia en el vestir, muéstrese la humildad. Sobre todo, redímete del pecado a través de la limosna. El precio de la redención del hombre son sus riquezas, así que con ellas haz que muchos sean tus compañeros de oración, a no ser que todavía estés determinado a darte al mal. Cuando el pueblo se sentó para comer y beber, y se levantaron para jugar (siendo su juego era la idolatría), los levitas, armados contra sus hermanos, consagraron sus manos al sacerdocio. Así pues, todos los que teméis al Señor, y os habéis lamentado por la vileza de estos hechos execrables, compadeceos de vuestros miembros enfermos, y arrepentios de la locura de vuestras acciones. Si os mantenéis obstinados, todos se burlarán de vuestra tristeza. Separaos ya de las malas amistades, no toquéis lo inmundo, avergonzaos de vuestra maldad, y a lo mejor podréis recibir el perdón del cielo que obtuvo Finés, en el justo juicio de Dios.