BASILIO DE CESAREA
Sobre la Envidia

I
Descripción de la envidia

Dios es bueno y comunica sus bienes a quienes los merecen. Malo es el diablo, autor de todas las maldades. Y así como el bueno sigue siempre el amor hacia el prójimo, de la misma manera el demonio acompaña siempre la envidia. Estemos prevenidos, pues, hermanos, contra el vicio de la envidia. No participemos de las obras del adversario, no sea que nos encontremos condenados con él a la misma pena. Si el soberbio cae en la pena del demonio, ¿cómo escapará el envidioso del castigo del diablo? En las almas, ningún vicio que se arraiga es más funesto que la envidia, como principal y propio mal para quien lo posee, que va consumiendo al alma como el orín al hierro. Así como las víboras horadan al nacer el vientre de la madre que las engendró, así la envidia suele devorar el corazón que la ha criado. En general, la envidia es sentir pesar por la prosperidad del prójimo. De ahí que las tristezas y congojas no abandonen jamás al envidioso. ¿Es fértil el campo del vecino? ¿Abunda en su casa todo lo necesario para vivir? Pues bien, todo eso es alimento para esta enfermedad de la envidia, y aumenta el dolor en el envidioso, de suerte que en nada se diferencia de un hombre desnudo a quien todas las cosas le lastiman. ¿Es alguno valiente? ¿Es de buen parecer? Todo eso hiere al envidioso.

II
La elegancia ajena, primera llaga del envidioso

¿Sobresale uno, entre muchos, por las dotes de su alma? ¿Es admirado y emulado por su cordura y elocuencia? ¿Es otro rico y espléndidamente dadivoso en sus limosnas y en su trato con los necesitados, y es muy alabado por aquellos a quien hace beneficios? Pues bien, todas estas cosas son llagas y heridas que hieren el centro del corazón del envidioso. Con todo, lo más terrible de esta enfermedad es que no tiene remedio. El envidioso siempre anda con la vista baja y melancólico, y se inquieta y se irrita por poca cosa, pereciendo bajo este mal. Si se le pregunta sobre su pasión, se avergüenza de declarar su desgracia y de decir: soy envidioso y me afligen los bienes del amigo, y lamento las alegrías de mi hermano. Así debía expresarse el envidioso, si quisiera decir la verdad. Mas él prefiere no descubrir nada, y mantiene apresada en su pecho su enfermedad, sabiendo que le corroe sus entrañas.

III
El envidioso goza con la desgracia de los demás

El envidioso no halla médico para su mal, ni puede encontrar medicina alguna que calme su pasión, siendo así que la Sagrada Escritura está llena de remedios. Quédale un remedio para su mal: la ruina de los que envidia. Éste es el límite del odio. Cuando el envidioso ve caer la felicidad del que envidiaba, u observa la desgracia de aquel que era tenido por dichoso, entonces hace la paces y se hace su amigo. El envidioso no se goza con el que es feliz, y sí se alegra con el que llora. Se compadece de aquella mudanza de vida, lamenta las desgracias en que ha caído desde la altura de la felicidad, y alaba la dicha pasada. Mas no lo hace por misericordia y compasión, sino para hacerle sentir más hondamente su desgracia. Alaba al hijo pequeño después de muerto, y le llena de lisonjas diciendo ¡cuán, hermoso era!, ¡cuán despierto!, ¡cuán apto para todo! No obstante, mientras vivía no había proferido ni una sola palabra en su alabanza. Si ve que su alabanza es de todos aprobada, muda nuevamente, y siente envidia del muerto. Admira la riqueza después de perdida, y alaba la hermosura del cuerpo cuando la ve dañada por las enfermedades. En una palabra, el envidioso es enemigo de los bienes presentes, y finge ser amigo de los que se han perdido.

IV
Ejemplos de envidia: Satanás y Caín

¿Qué cosa hay, pues, más terrible que esta enfermedad? La envidia es destrucción de la vida, peste de la naturaleza, enemiga de los bienes que Dios comunica, contraria al mismo Dios. ¿Qué es lo que impulsó al príncipe del mal, al diablo, a hacer la guerra a los hombres? ¿No fue acaso la envidia? Por ella declaró abiertamente la guerra a Dios, y se enemistó con él por la munificencia con que trataba a los hombres. Por eso se venga él de Dios en el hombre, ya que no puede hacerlo en Dios. Esto mismo es lo que hizo en Caín, el primer discípulo del demonio, pues de él aprendió la envidia y el homicidio, pasiones hermanas a las que San Pablo pone juntas cuando dice: "Llenos de envidia y de homicidio". ¿Qué hizo Caín, pues? Vio la honra que su hermano recibía de Dios, y sintió emulación. Mató al que recibía el honor para herir al que le honraba. Sintióse débil para luchar contra Dios, y por eso cayó sobre su hermano y lo mató. Huyamos, hermanos, de esta enfermedad que nos induce hacer la guerra a Dios. Madre es este mal de los homicidios, deshonra de la naturaleza, desconocedora de la amistad, la más irracional desgracia. ¿Porqué te afliges, oh envidioso, sin haber padecido nada? ¿Porqué haces la guerra al que posee algún bien, sin que disminuya en nada los tuyos? ¿Acaso no gozas tú de tus bienes, y por eso te indignas contra el otro, no envidiando abiertamente tu misma comodidad?

V
La envidia de Saúl

Saúl, de los grandes beneficios que de David recibía, tomaba ocasión para hacerle la guerra. En primer lugar, por aquella música melodiosa  intentó traspasar con su lanza al bienhechor. Después, salvado con todo su ejército de las manos de sus enemigos, y libertado de los vergonzosos insultos que Goliat profería, cuando las vírgenes que danzaban atribuían a David una parte diez veces mayor de las hazañas (cantando "hirió Saúl a mil y David a diez mil"), únicamente por este cántico, y por el testimonio de la verdad misma, intentó Saúl matarle con sus mismas manos y quitarle de en medio valiéndose de acechanzas. Cuando huía David, no por eso depuso su enemistad, sino que empleó contra él un ejército de tres mil hombres escogidos, buscándole afanosamente. Si se le hubiera preguntado cuál era la causa de la guerra, hablaría lamentándose de los beneficios que aquel hombre recibía. Sorprendido cuando dormía, Saúl fue perdonado por David. Salvado otra vez por el justo que él intentaba matar; no por eso se doblegó Saúl ante tan gran beneficio, sino que reunió otro ejército y le persiguió nuevamente. Sorprendido por él mismo en una cueva, hizo que resplandeciese más la virtud de David, y que quedase más patente su propia maldad. Es la envidia un género de odio y el más fiero, porque doblega los beneficios a los que por otra causa son enemigos nuestros. El bien que se hace al envidioso le irrita a él todavía más, porque se cree que el benefactor lo hace por pena. ¿A qué fiera no supera el envidioso, en la brutalidad de sus costumbres? ¿A qué irracional no vence en la crueldad? Los perros se hacen mansos cuando alguien les da de comer; los leones se dejan domesticar si alguien los cuida bien, mas los envidiosos acrecientan su envidia contra los benefactores.

VI
La envidia de los hermanos de José

¿Que fue lo que hizo esclavo al generoso José, sino la envidia de sus hermanos? Es digno de considerar aquí la sin razón de este mal. Los hijos de Jacob, temiendo que se realizaran los sueños que tenía José, entregaron a su hermano a la esclavitud, sin saber que en el futuro deberían postrarse ellos mismos ante dicho esclavo. Si eran verdaderas las cosas que José soñó, oh hijos de Jacob ¿qué artificio podrá impedir que se efectúen las predicciones? Y si fue falso lo que vio en sueños, ¿porqué envidiáis a uno que se engaña? Por eso, por disposición de Dios, su determinación se volvió contra ellos mismos, y por los mismos medios con que creyeron impedir el vaticinio, por esos mismos preparó Dios el camino para que se llevasen a cabo. Si José no hubiera sido vendido, no hubiera llegado a Egipto, y su pureza no sería motivo de las acechanzas de una mujer lasciva, ni hubiera sido aherrojado en la cárcel, ni se hubiera familiarizado con los criados del faraón, ni hubiera declarado los sueños, ni hubiera recibido el mando de Egipto, ni hubiera acabado siendo reverenciado por sus mismos hermanos, cuando hubieron de acudir a él debido a la carestía de trigo.

VII
Los envidiosos, enemigos de Jesucristo

Pasemos ahora con nuestra consideración a aquella envidia, la mayor de todas, que se ensañó en las cosas más grandes: la que levantó contra el Salvador la locura de los judíos. ¿Por qué era envidiado Jesús? Por los milagros. ¿Y qué milagros eran éstos? La salud de quienes la suplicaban. En efecto, Jesús alimentaba a los pobres, y el que les daba alimento era perseguido. Ahuyentaba los demonios, y el que los arrojaba era injuriado. Quedaban limpios los leprosos, los cojos andaban, oían los sordos y los ciegos veían. No obstante, el que hacía estos beneficios fue arrojado fuera con despecho. De esta manera, los judíos entregaron a la muerte al autor de la vida, y azotaron al libertador de los hombres, y condenaron al Juez del universo. Con esta sola arma, comenzando desde la formación del mundo, hasta la consumación de los siglos, el destructor de nuestra vida (es decir, el demonio, que se goza con nuestra perdición, y que cayó por la envidia) nos persigue y derriba, queriendo llevarnos con él al precipicio, por medio de un mal semejante.

VIII
La envidia, dirigida preferentemente contra nosotros

Sabio era, en verdad, el apóstol que prohibió que se comiese con un hombre envidioso, queriendo significar con la comida la reunión, o cualquier otra sociedad de la vida. ¿Por qué? Porque así como tenemos cuidado de alejar el fuego de la materia que fácilmente puede quemarse, así conviene alejarse todo lo posible de la conversación y amistad con los envidiosos, poniéndonos fuera del alcance de los dardos de la envidia. No es que nosotros vayamos a caer en las redes de la envidia, pero sí en sus efectos, si es que nos acercamos a ella por familiaridad. Según el dicho de Salomón, "al hombre le viene la envidia de su compañero". Así, no envidia el escita al egipcio, sino cada uno al de su nación. Y entre los de su nación, no envidia a los que desconoce, sino a aquellos a quienes más trata. Y entre los que trata, a los que tienen el mismo oficio, o a los que de alguna manera les allega su vida, e incluso a los de la misma edad. En una palabra, así como el gorgojo es la enfermedad propia del trigo, así la envidia es la enfermedad de la amistad. Sólo una cosa podría alguno alabar en este mal: que cuanto más vehementemente se excita, tanto más daño hace al que le posee. Así como las saetas arrojadas con fuerza, si vienen a dar contra una cosa dura y resistente, rebotan y vuelven contra el que las arrojó, así los movimientos de la envidia, sin hacer ningún daño al envidiado, terminan por ser llagas para el envidioso. Y si no, ¿quién, al acongojarse de los bienes del prójimo, consiguió que se disminuyesen? Ciertamente, sólo a sí mismo se atormenta, y se consume por las tristezas, que el que envidia a otro. Por eso, a los enfermos de envidia se los considera más perjudiciales que los mismos animales venenosos. Estos animales inyectan el veneno a través de la herida que hacen, y el veneno poco a poco devora la parte mordida. En el caso de los envidiosos, éstos inyectan el daño tan sólo con la mirada, sin veneno físico ni psíquico, y dejan igual de florecientes que antes a los que han mirado con envidia. Si el envidioso está en el vigor de la edad, quedará macilento de por vida, y caerá por tierra en toda su lozanía, socavada por el pernicioso río que, saliendo de sus ojos, todo lo intenta destruir y corromper, sin poder conseguirlo. Este dicho popular fue inventado por las viejecitas y no por mí, en las reuniones de mujeres. Lo que yo digo es que los demonios, que aborrecen lo bueno, buscan voluntades amigas, para manejarlas en todos los sentidos para sus intentos. Los demonios se valen hasta de los ojos de los envidiosos, para que sirvan a su propio arbitrio. ¿No te horrorizas en hacerte compañero del demonio? ¿Y en dar cabida en ti a tan funesto mal? ¿Por que te haces enemigo de quienes no te han hecho injuria alguna? ¿No te horroriza hacerte enemigo de Dios, que es bueno y que está libre de toda envidia?

IX
Semblanza del envidioso

¡Huyamos de un vicio tan insoportable, hermanos! La envidia es mordedura de serpiente, invención de los demonios, cosecha del enemigo, señal de perdición, obstáculo para la piedad, camino para el infierno, privación del reino celestial. ¡Cómo se conoce manifiestamente, y por su mismo rostro, a los envidiosos! Su mirada es lánguida y oscura, su rostro siempre está triste, su entrecejo se arruga sin cesar, su ánimo es vencido por la pasión, su criterio deja de ser recto ante la verdad de las cosas. Los envidiosos no tienen paz. Para ellos no es laudable ninguna obra de virtud, ni la elocuencia, ni la gravedad y la gracia, ni cosa alguna de las que se alaban y se admiran. Como los buitres, dejando atrás en su vuelo prados deliciosos y paisajes de suavísimas fragancias, los envidiosos se lanzan sobre los sitios donde hay mal olor. Así como las moscas dejan lo sano y se arrojan sobre las heridas, así los envidiosos ni siquiera ven lo bueno de la vida y la grandeza de las buenas obras; se fijan en las debilidades. Y si en algo hay un desliz, y por cierto son muchos los de los hombres, lo publican, y quieren que de él se enteren los hombres. Justamente como hacen los malos pintores, quienes o de una nariz torcida o de una cicatriz u otra mutilación corporal, o de cualquier otro defecto que uno tiene por naturaleza o por ¡in accidente que le ha sobrevenido, deforman las facciones de la persona que pintan. Los envidiosos son pues, astutos en despreciar lo que merece alabanza, echándolo a mala parte; y en imputar a la virtud lo que es propio del vicio contrario a ella. Los envidiosos llaman temerario al valiente, necio al prudente, cruel al justo, falaz al sabio. Al que es magnánimo le tienen por hombre que hace gastos inútiles. Al liberal le tienen por derrochador, y al económico por parco. En una palabra, todo género de virtud tiene para ellos cambiado su nombre, o le ponen el nombre del vicio contrario.

X
Remedios contra la envidia

Pero ¿qué? ¿Voy a emplear todo mi discurso en reprender este vicio? Esto sería tan sólo la mitad de la cura. Con todo, mostrar al enfermo la gravedad de su enfermedad, para que tenga el debido cuidado de arrojarla de sí, no es inútil. Además, dejarle en este estado, sin llevarle de la mano a la salud, no ería otra cosa que abandonar al desesperado en manos de la enfermedad. Pues bien, ¿cómo hemos de precavernos para no contraer la enfermedad? ¿Cómo la sanaremos si, por desdicha, la contraemos? Primeramente, sabiendo que ninguna cosa de este mundo ha de ser tenida por grande ni por magnífica, ni las humanas riquezas, ni la gloria pasajera, ni la hermosura del cuerpo. Nuestro bien no está limitado a estas cosas caducas y perecederas, y nosotros estamos llamados a participar de los bienes eternos y verdaderos. Por eso no hay que envidiar al rico por sus riquezas, ni al poderoso por la grandeza de su dignidad y autoridad, ni al valiente por la fuerza de su cuerpo, ni al sabio por su facilidad en el hablar. Todas estas cosas son medios de virtud (para los que usan bien de ellas), pero no contienen en sí la felicidad. Por lo tanto, el que usa mal de ellas es digno de compasión, como lo sería el que, tomando una espada para vengarse de sus enemigos, se matase voluntariamente con ella a sí mismo. Si se usan bien, y según la recta razón, las cosas que se poseen, y se administran bien los bienes que de Dios hemos recibido, y no se amontonan por codicia, la caridad hacia los hermanos liberará de la envidia. ¿Sobresale alguno por su prudencia, y ha recibido el don de poder hablar de Dios, y es expositor de las Sagradas Escrituras? No le envidies, ni desees que calle, porque la gracia que ha recibido del Espíritu Santo es aprobada y alabada por sus oyentes. Él ha sido enviado para ti, y su don de enseñar te puede hacer bien. Nadie obstruye la fuente que mana en abundancia, o se cubre los ojos cuando el sol resplandece, ni envidia a los que gozan de su luz, ni desea tan sólo para sí este placer. Pues bien, brotando en la Iglesia el manantial de la divina palabra, y difundiéndose en los corazones piadosos por los dones del Espíritu Santo, ¿no escuchas con gozo? ¿No recibes con agradecimiento este favor? Si te hieren los aplausos de los oyentes, y querrías que no hubiese quien sacase fruto y quien alabase, reflexiona, y date cuenta que es el momento de buscar remedio contra la envidia.

XI
Más remedios contra la envidia

Estímese, pues, como hermoso por naturaleza, el bien del alma. Y al que florece por sus riquezas, y al que goza de poder y buena disposición corporal, y usa bien de lo que tiene, que se le estime y respete, por cuanto posee los medios comunes para vivir, y distribuye estas cosas con rectitud. Por su generosidad en repartirlas es liberal con los pobres, y da socorro corporal a los enfermos. Todo lo demás que le queda, que sea tanto suyo como de cualquiera que lo necesitase. Quien no proceda así, más que digno de envidia lo es de compasión, pues tiene mayores ocasiones para ser malo. Por lo tanto, si la riqueza es apoyo de la injusticia, digno de compasión es el rico. Si dicho rico es medio para la virtud, no tiene lugar la envidia, pues su utilidad común se pone al alcance de todos (a no ser que haya alguno tan perverso que envidie sus mismos bienes). En una palabra; si elevas tus pensamientos sobre las cosas humanas, y pones tu vista en la hermosura y gloria verdadera, muy lejos estarás de tener por dignas de apetecerse, y ser envidiadas, las cosas perecederas y terrenas. El que está en esta disposición, y no admira las cosas mundanas como grandes, jamás será poseído por la envidia. Si a todo trance ansías la gloria, y quieres sobresalir entre todos, y por eso no sufres ser el segundo (porque también esto es ocasión de envidia), dirige tu pasión, cual si fuera un torrente, hacia la adquisición de la virtud. No quieras enriquecerte y buscar la gloria en las cosas de este mundo, porque eso no está en tus manos. Por el contrario, lo que sí debes ser es justo, sobrio, prudente, valeroso y sufrido, en los padecimientos y trabajos, por causa de la virtud. De esta manera te salvarás a ti mismo y, por mejores bienes, adquirirás más gloria. Porque la virtud está en nuestra mano, y puede adquirirla todo aquel que sea amante del trabajo. La abundancia de riquezas y la hermosura del cuerpo, y la honra de las dignidades, no están a nuestro alcance. Por tanto, si la virtud es un bien mejor y más duradero, y goza del primer puesto, a ella debemos aspirar.

XII
La envidia, frente a la propia conciencia y frente a Dios

Es difícil que la virtud se posesione de un alma, sobre todo si ésta no está limpia de todo vicio (sobre todo, libre de la envidia). ¿No ves tú que gran mal es la hipocresía? Pues bien, también la hipocresía es fruto de la envidia. En efecto, la doble cara del carácter nace en los hombres, principalmente, por la envidia, puesto que teniendo el odio escondido dentro del corazón, muestran exteriormente una falsa capa de caridad. Estos escollos de la envidia son semejantes a los escollos del mar, que cubiertos con poca agua son un mal imprevisto para los incautos navegantes. Por consiguiente, siendo verdad que de este vicio mana la muerte, y la pérdida de los bienes, y el alejamiento de Dios, y la trasgresión de los mandamientos, y la ruina total de todos los bienes naturales, obedezcamos al apóstol y "no nos hagamos ambiciosos de la gloria vana, provocándonos unos a otros y envidiándonos mutuamente". Más bien, seamos "benignos, misericordiosos, perdonándonos los unos a los otros, como también Dios nos perdonó en Cristo Jesús".