JUAN CRISÓSTOMO
Contra los Espectáculos
I
Carísimos hijos, me dicen que algunos que nos abandonaron ayer, y fueron a los espectáculos de la iniquidad, están hoy aquí presentes. Me gustaría saber con claridad quiénes son, para apartarlos del sagrado recinto. Para que no permanezcan perpetuamente fuera de la Iglesia, les permitiré que regresen en otra ocasión, si antes se han corregido. Cuando los hijos delinquen, con frecuencia sus padres los castigan y los apartan de la mesa, no para alejarlos perpetuamente pero sí para que vuelvan mejores con ese correctivo, y regresen con el debido honor y alabanza a participar de los bienes paternos. Pues bien, lo mismo hacemos los pastores, cuando apartamos a las ovejas inficionadas de sarna de las que están sanas. Lo hacemos para que, una vez curadas de la miserable enfermedad, más tarde puedan regresar y juntarse con las que están sanas. Lo hacemos a fin de que no contagien las enfermas a toda la grey con su mal.
II
Por este motivo deseo saber yo quienes son ésos. Aun cuando con los ojos del cuerpo no podamos discernirlos, ciertamente la palabra los conocerá bien. Cuando su conciencia les haya corregido, fácilmente los persuadirá a que por su voluntad y espontáneamente se retiren de esos espectáculos, y que sepan que sólo aquí dentro deben estar quienes tengan un modo de pensar digno de su ocupación. Quien vive en la corrupción y se hace participante de esta santa reunión, en realidad está excluido y echado fuera, con mayor verdad que los que allí afuera esperan por no serles lícito aún participar de la sagrada mesa (pues éstos permanecen fuera por las leyes sagradas, aunque tienen buenas intenciones) o los que todavía tienen que corregir sus pecados para poder ser de nuevo incluidos en la Iglesia (los cuales podrán hacerlo de nuevo y con una conciencia limpia). En efecto, los que pueden estar ya con nosotros, y se contaminan con crímenes, se portan con toda impudencia, y vuelven la llaga y la úlcera mayor y más dolorosa, y delinquen impudentemente.
III
¿Qué mal tan grande es el que han cometido éstos, para que yo les pida abstenerse de los sagrados dinteles? ¿Qué delito tan grave busco en ellos? ¿Queréis saberlo? Pues bien, ahí va: se han contaminado del todo con el adulterio, a la manera de canes rabiosos, y ahora quieren irrumpir en esta mesa sagrada. Si deseáis conocer cómo adulteraron, no os referiré palabras mías, sino de Aquel que ha de juzgar toda la vida del hombre y dice: "El que mirare a una mujer para desearla, ya ha cometido adulterio en su corazón". Si la mujer que cruzó el ágora, tal vez vestida con alguna negligencia, muchas veces enredó al que con curiosidad la miraba, por una leve negligencia, ¿qué diré de la mujer que, no por casualidad, sino por un propósito y empeño firme, va a los espectáculos a provocar? Diré que son abyectas mujerzuelas, y que los hombres que van allí van a desearlas. En estos espectáculos se añaden palabras lascivas y de doble sentido, y canciones pornográficas, y voces bellamente moduladas para la voluptuosidad, y ojos pintados, y mejillas con coloretes, y vestidos curiosamente arreglados, y posturas corporales llenas de lubricidad y otros muchos incentivos preparados para engañar y cebar a los espectadores, provocar la lasitud de alma, confundir a los que miran e invitar a la lujuria, tanto por los cantores que preceden como por los que luego se va siguiendo.
IV
Añádase a esto la excitación causada por las flautas y las trompetas, y las modulaciones de otros géneros de músicas que llevan el engaño y reblandecen la fuerza del espíritu, y que, por las asechanzas y astucias de las meretrices, disponen el ánimo de los que están sentados escuchando, y hacen que más fácilmente sean atrapados en las redes. Aquí, donde hay canto de salmos y oraciones, y narración de las palabras divinas, hay piedad para con Dios, y todavía así se mete el ladrón, y con él, y subrepticiamente, la concupiscencia. Si esto es así aquí, ¿qué será de los que están sentados en el teatro, y no ven ni oyen cosa limpia, sino que están envueltos entre torpezas y maldades, y por todas partes ven sitiados los oídos y los ojos? ¿Cómo podrán superar las concupiscencias? Y si no pueden, ¿cómo podrán ser absueltos del crimen de adulterio? Quienes viven en adulterio, ¿cómo podrán, sin penitencia, acercarse a estos sagrados dinteles, y hacerse partícipes de esta sagrada reunión?
V
Por todo ello, ruego y exhorto a estos tales a que abandonen esta asamblea, y primeramente se limpien del pecado contraído en los espectáculos teatrales. Que lo hagan por medio de la penitencia y de los remedios previstos para ello, y luego se acerquen a oír la palabra divina. De no hacerlo, no sería pequeño su pecado, como puede verlo cualquiera por varios ejemplos. Si un siervo va y mete en una arquilla, donde están guardados los vestidos de sus señores (preciosos y tejidos de oro), una túnica de esclavo llena de mugre y de parásitos, ¿acaso será soportable tal injuria para el amo? Si alguno mete en un vaso de oro, donde su señor guarda siempre los ungüentos, estiércol y cieno, ¿acaso no azotarías ese amo a quien tal crimen cometiera? Entonces, decidme: ¿Cuidaremos tan excelentemente las arquillas y los vasos, y los vestidos y los ungüentos, y en cambio juzgaremos esta eucaristía más vil que ellos? Aquí se ha vacía el ungüento del Espíritu Santo, y ¿pondremos sobre él las pompas diabólicas? ¿Mezclaremos con la gracia del Espíritu las fábulas satánicas y los cantares de las meretrices, llenos de torpezas? ¿Con qué ánimo soportará Dios estas cosas?
VI
¿No hay gran diferencia entre el ungüento y el cieno, entre los vestidos señoriales y los serviles, entre la gracia del Espíritu Santo y aquellas perversas acciones? ¿No temes, oh hombre, mirar con los mismos ojos aquel prostíbulo puesto en el teatro, y las detestables fábulas de adúlteros, con los mismos que contemplas esta sagrada mesa? ¿No temes oír con los mismos oídos al adúltero que pronuncia obscenidades, y al profeta y al apóstol que te introducen a los arcanos misterios? ¿No temes en un mismo corazón los venenos mortíferos y esta hostia santa? ¿Acaso no traen aquellas cosas una inversión de vida, y la disolución de los matrimonios, y las discordias y los pleitos en los hogares? Cuando vas a los espectáculos, arrojas de tu casa el pudor de los tuyos, y cuando regresas de ellos eres más disoluto y más lujurioso. Con ello avergüenzas a tu mujer, y le vienes a decir que prefieres a una meretriz a ella. Inflamado en aquella concupiscencia que bebiste en el teatro, y vencido por el extraño espectáculo que te enloqueció, desprecias a tu casta y modesta esposa, tu consorte de por vida, y no porque encuentres en ella algo que condenar (que no lo hay, ni siquiera su belleza), sino porque estás enfermo y lleno de llagas. Hasta tal punto te han enloquecido los espectáculos, que te dedicas a zurcir absurdas acusaciones, y andas buscando injustas excusas para ocultar tu impura y perversa concupiscencia, que fue lo que te causó la herida. Mientras llevas pegado en tu ánimo el sonsonete de aquellas músicas, y el aspecto y movimientos de todas aquellas meretrices lujuriosas, no puedes ver con gusto las cosas que tienes en tu hogar, y con eso deshonras a tu familia. Con todo, ¿por qué hablo sólo de la esposa y de la familia? Aun a la misma Iglesia la verás enseguida con menos ganas, y oirás con fastidio cualquier predicación acerca del pudor y de la modestia. Las cosas que te digan ya no te sonarán a enseñanza sino a acusaciones, y poco a poco tú mismo te vas conduciendo a la desesperación, hasta que finalmente tú mismo te arranques de las disciplina establecida para la pública utilidad común.
VII
Por todo esto, os ruego que evitéis los malvados espectáculos que están viniendo a la ciudad, y apartéis de ellos a otros que quizás ya se han enredado. Todo lo que allí se hace no es para deleite, sino para daño, pena y suplicio. ¿De qué te sirve aquel placer pasajero, si de él nace un perpetuo dolor? ¿De qué te sirve pasar una noche de concupiscencia, si eso complicará tu vida, y la llenará de molestias con los tuyos, y serás por ello aborrecido? ¡Despierta ya, hermano! Despiértate a ti mismo, y cae en la cuenta del regreso a casa y a la Iglesia, y cómo el daño será irreparable. Compara lo uno y lo otro, y verás qué es lo que te conviene. Si lo haces, ya no será necesaria ninguna exhortación por mi parte. Bastará comparar ese breve momento de la noche con el resto de tus días, para percibir cuán gran utilidad hay en lo que aquí se saca, y cuán gran delito es el que de allí proviene. Estas cosas son las que he creído conveniente decir hoy a vuestra caridad, y no cesaré de repetirlas. La enfermedad hay que identificarla, atacarla y vencerla. De no poder hacerlo, el enfermo irá a peor y morirá. De haberlo conseguido, habremos curado a un enfermo y protegido a los que están libres de ella. Este discurso, pues, es útil para todos. Para unos, a fin de que desistan, para otros a fin de que no caigan.
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