GREGORIO DE NISA
Sobre el Espíritu Santo
I
Puede ser ciertamente indigno responder a las afirmaciones necias. Además, parece que el sabio consejo de Salomón nos indica que no debemos responder a un necio según su necedad. Pero existe el peligro de que, por nuestro silencio, el error prevalezca sobre la verdad, y así la llaga de esta herejía macedoniana invada y destruya la sana palabra de la fe. Por lo tanto, me ha parecido imperativo responder, no según la necedad de quienes presentan objeciones de tal descripción a nuestra religión, sino para corregir sus ideas depravadas. El consejo de los Proverbios citado anteriormente da, creo, la consigna no para el silencio, sino para corregir a quienes cometen algún acto de necedad. Es decir, que nuestras respuestas no deben ponerse al nivel de sus concepciones necias, sino más bien refutar esas opiniones irreflexivas y engañosas sobre la doctrina.
II
¿Cuál es, en concreto, la acusación que nos hacen los macedonios? Nos acusan de profanación, por albergar concepciones elevadas sobre el Espíritu Santo. Además, todo lo que nosotros, siguiendo las enseñanzas de los padres, confesamos respecto al Espíritu, ellos lo toman como propio y lo usan como excusa para denunciarnos por profanación. Nosotros, por ejemplo, confesamos que el Espíritu Santo es del mismo rango que el Padre y el Hijo, de modo que no hay diferencia entre ellos en nada, ya sea pensado o nombrado, que la devoción pueda atribuir a una naturaleza divina. Confesamos que, salvo que se le contempla con atributos peculiares en cuanto a persona, el Espíritu Santo proviene ciertamente de Dios y de Cristo, según las Escrituras. Confesamos que no debe confundirse con el Padre por no haber tenido origen, ni con el Hijo por ser el Unigénito, y que debe considerarse por separado en ciertas propiedades distintivas. En todo lo demás, como acabo de decir, se identifica exactamente con ellos. Nuestros oponentes afirman que él es ajeno a cualquier comunión vital con el Padre y el Hijo, y que por razón de una variación esencial él es inferior y menos que ellos en todo punto (en poder, en gloria, en dignidad, y en todo lo que en palabra o pensamiento atribuimos a la deidad) y que, en consecuencia, en la gloria de ellos él no tiene parte, ni tiene derecho a igualarse con ellos en honor. En cuanto al poder, ellos afirman que él posee sólo lo suficiente para las actividades parciales que le son asignadas, y que él está completamente desconectado de la fuerza creativa.
III
Tal es la concepción del Espíritu Santo que poseen los macedonianos. La consecuencia lógica de ello es que el Espíritu no tendría en sí mismo ninguna de esas marcas que nuestra devoción, en palabra o pensamiento, atribuye a una naturaleza divina. ¿Cuál será, entonces, nuestra manera de argumentar? No responderemos nada nuevo, nada de nuestra propia invención, aunque nos desafíen a ello; nos apoyaremos en el testimonio de la Sagrada Escritura acerca del Espíritu, de donde aprendemos que el Espíritu Santo es divino, y debe ser llamado así. Ahora bien, si ellos admiten esto, y no contradicen las palabras de la inspiración, entonces ellos, con todo su afán por luchar con nosotros, deben decirnos por qué están a favor de contender con nosotros, en lugar de con la Escritura. Nosotros no decimos nada diferente de lo que dice la Escritura. No obstante, en una naturaleza divina, una vez que hemos creído en ella, no podemos reconocer distinciones sugeridas ni por la enseñanza de la Escritura ni por nuestro propio sentido común. ¿Por qué? Porque estas distinciones dividirían esa naturaleza divina y trascendente en sí misma con cualquier grado de intensidad y remisión, de modo que se alterara al ser más o menos. Nosotros creemos firmemente que la naturaleza divina es simple, uniforme, incompuesta, y no vemos en ella complicidad ni composición de disímiles. Por lo tanto, cuando nuestras mentes han comprendido la idea de deidad, y aceptamos por la implicación de ese mismo nombre la perfección en ella de todo lo concebible que le corresponde. De hecho, la deidad exhibe perfección en todo aspecto en el que se puede encontrar el bien. Si fallara y no alcanzara la perfección en algún punto, en ese punto la concepción de la deidad se vería afectada, de modo que no podría, en absoluto, ser ni llamarse deidad. En ese caso, ¿cómo podríamos aplicar la palabra deidad a algo que es imperfecto y deficiente, y que requiere una adición externa?
IV
Puedo confirmar mi argumento con ejemplos concretos. El fuego, con todas sus partes componentes, imparte naturalmente la sensación de calor a quienes lo tocan; una parte no experimenta un calor más intenso, la otra menos intenso; pero mientras es fuego, exhibe una unidad invariable consigo mismo en una absoluta uniformidad de actividad. Si en alguna parte se enfría, en esa parte ya no puede llamarse fuego, pues al cambiar su actividad calorífica a la inversa, su nombre también cambia. Lo mismo ocurre con el agua, con el aire, con cada elemento que subyace al universo. En cada caso existe una única y misma descripción del elemento, sin admitir ideas de exceso o defecto. El agua, por ejemplo, no puede considerarse más o menos agua, y mientras mantenga un nivel de humedad igual, el término agua le será aplicado. No obstante, cuando cambia a la cualidad opuesta, el nombre que se le aplica también debe cambiarse. La naturaleza flexible, boyante y ágil del aire también se aprecia en cada parte de él; mientras que lo denso, pesado, gravitando hacia abajo, se desvanece de la connotación del propio término aire. Así, la deidad, mientras posee perfección en todas las propiedades que la devoción puede atribuirle, en virtud de esta perfección en todo lo bueno, no desmiente su nombre. Si se le sustrae alguno de los elementos que contribuyen a esta idea de perfección, el nombre deidad se falsea en ese aspecto y ya no se aplica al sujeto. Es igualmente imposible aplicar a una sustancia seca el nombre de agua, a aquella cuya cualidad es un estado de frescura el nombre de fuego, a las cosas rígidas y duras el nombre de aire, y llamar divino a algo que no implica inmediatamente la idea de perfección (o mejor dicho, la imposibilidad es mayor en este último caso).
V
Si el Espíritu Santo, entonces, es verdaderamente Dios, y no sólo de nombre (llamado divino tanto por la Escritura como por nuestros padres), ¿qué fundamento les queda a quienes se oponen a la gloria del Espíritu? Él es divino, y absolutamente bueno, y omnipotente, y sabio, y glorioso, y eterno. Él es todo lo de esta clase que puede ser nombrado para elevar nuestros pensamientos a la grandeza de su ser. La singularidad del sujeto de estas propiedades testifica que él no las posee solo en una medida, como si pudiéramos imaginar que él era una cosa en su misma sustancia, sino que se convirtió en otra por la presencia de las cualidades antes mencionadas. Esa condición es peculiar a aquellos seres a quienes se les ha dado una naturaleza compuesta; mientras que el Espíritu Santo es único y simple en todos los aspectos por igual. Esto es aceptado por todos, y el hombre que lo niega no existe. Si, entonces, hay una sola definición simple y única de su ser, el bien que él posee no es un bien adquirido, sino que él mismo es bondad, sabiduría, poder, santificación, justicia, eternidad, incorruptibilidad y todo nombre sublime que se eleva por encima de otros. ¿Cuál es, entonces, el estado mental que lleva a estos hombres, que no temen la terrible sentencia dictada sobre la blasfemia contra el Espíritu Santo, a sostener que tal ser no posee gloria? Pues claramente afirman que no debemos creer que él deba ser glorificado (aunque desconozco por qué razón juzgan conveniente no confesar la verdadera naturaleza de aquello que es esencialmente glorioso).
VI
A los que nieguen esto no les servirá de defensa el alegato de que él es entregado por nuestro Señor a sus discípulos en tercer lugar en el orden, y que por lo tanto está alejado de nuestro ideal de deidad. Donde en cada caso la actividad en obrar el bien no muestra disminución ni variación alguna, ¡cuán irrazonable es suponer que el orden numérico sea señal de disminución o variación esencial alguna! Es como si alguien viera una llama separada ardiendo en tres antorchas (y supondremos que la tercera llama es causada por la de la primera que se transmite a la del medio, y luego enciende la antorcha del extremo), y sostuviera que el calor en la primera excedía al de las otras; que luego mostró una variación en dirección a la menor; y que la tercera no podría llamarse fuego en absoluto, aunque ardía y brillaba como el fuego, e hiciera todo lo que el fuego hace. Si realmente no hay impedimento para que la tercera antorcha sea fuego, aunque se haya encendido de una llama anterior, ¿cuál es la filosofía de estos hombres, que profanamente creen que pueden menospreciar la dignidad del Espíritu Santo porque los labios divinos lo nombran como el Padre y el Hijo? Ciertamente, si en nuestras concepciones de la sustancia del Espíritu hay algo que no alcance el ideal divino, hacen bien en atestiguar que no posee gloria, mas si la excelsitud de su dignidad se percibe en cada punto, ¿por qué se resisten a confesar su gloria? Esto es como si alguien, tras describir a alguien como hombre, considerara inseguro decir también que es racional, mortal o cualquier otra cosa que pueda predicarse de un hombre, y así anulara lo que acaba de admitir. Si no fuese racional, no sería hombre en absoluto, mas si se admite esto último, ¿cómo puede haber duda alguna sobre las concepciones ya implícitas en el hombre? Así pues, respecto al Espíritu, si al llamarlo divino se dice la verdad, tampoco se miente al definirlo como digno de honor, glorioso, bueno y omnipotente, pues todas estas concepciones se admiten de inmediato junto con la idea de la deidad. De modo que deben aceptar una de dos alternativas: o no llamarlo divino en absoluto, o abstenerse de restarle a su deidad ninguna de las concepciones atribuibles a la deidad. Debemos comprender entonces, con toda seguridad y conjuntamente, estos dos pensamientos, a saber, la naturaleza divina, y junto con ella una idea justa, y una intuición devota, de esa naturaleza divina y trascendente.
VII
Puesto que se ha afirmado que el Espíritu es de la esencia divina, y puesto que en esa sola palabra, divino, está implicada toda idea de grandeza, como he dicho, se sigue que quien concede esa divinidad ha concedido potencialmente todo lo demás: la gloriosidad, la omnipotencia y todo lo que indica superioridad. Es una monstruosidad, en efecto, negarse a confesar esto en el caso del Espíritu. Es un monstruosidad por la incongruencia, aplicada a él, de los términos que en la lista de opuestos corresponden a los términos anteriores. Es decir, si no se concede la gloria, se debe conceder la ausencia de gloriosidad; y si se deja de lado su poder, se debe aceptar su opuesto. Lo mismo ocurre con el honor, la bondad y cualquier otra superioridad. Si no se aceptan, se deben conceder sus opuestos.
VIII
Si todo debe retroceder ante eso, por ir incluso más allá de la blasfemia más repugnante, entonces una mente devota debe aceptar los nombres y concepciones más nobles del Espíritu Santo, y debe pronunciar sobre él todo lo que ya hemos nombrado, que él tiene honor, poder, gloria, bondad y todo lo que inspira devoción. Debe reconocer, también, que estas realidades no se unen a él en imperfección o con algún límite a la calidad de su brillantez, sino que corresponden con sus nombres hasta el infinito. No debe ser considerado como poseedor de dignidad hasta cierto punto, y luego volviéndose diferente; pero él siempre es así. Si comienzas a contar a través de los siglos, o si fijas tu mirada en el más allá, no encontrarás ninguna disminución en dignidad, gloria u omnipotencia, como para constituirlo capaz de aumentar por adición, o de disminuir por sustracción. Siendo total y enteramente perfecto, él no admite disminución en nada. Donde quiera que, bajo una suposición como la de ellos, él se vea disminuido, estará expuesto a la intrusión de ideas que tienden a deshonrarlo (pues aquello que no es absolutamente perfecto debe ser sospechoso, en algún punto, de participar del carácter opuesto). Pero si incluso pensar en esto es señal de un trastorno mental extremo, es bueno confesar nuestra creencia de que su perfección en todo lo bueno es completamente ilimitada, incircunscrita, sin ninguna disminución particular.
IX
Si tal es la doctrina concerniente al Espíritu Santo, que se haga la misma pregunta respecto al Hijo y al Padre. ¿No confiesan una perfección de gloria tanto en uno como en el otro? Creo que todos los que reflexionan lo admitirán. Si, entonces, el honor del Padre es perfecto, y el honor del Hijo es perfecto, y han confesado también la perfección del honor para el Espíritu Santo, ¿por qué estos nuevos teóricos nos dictan que no debemos admitir en su caso una igualdad de honor con el Padre y el Hijo? En cuanto a nosotros, seguimos las consideraciones anteriores y nos encontramos incapaces de pensar, así como de decir, que aquello que no requiere adición para su perfección es, en comparación con otra cosa, menos digno. En efecto, cuando tenemos algo en lo que, debido a su perfección impecable, la razón no puede descubrir posibilidad de aumento, tampoco veo que pueda descubrir posibilidad de disminución. Los macedonianos, al negar la igualdad de honor, en realidad establecen su relativa ausencia. Y cuando profundizan en esta misma línea de pensamiento, por una disminución derivada de la comparación, desvían todas las concepciones que la devoción se ha formado del Espíritu Santo. Y no reconocen su perfección ni en bondad, ni en omnipotencia, ni en ningún atributo similar. Si rehúyen de tal profanidad abierta y admiten su perfección en cada atributo del bien, entonces estas personas inteligentes deben explicarnos cómo una cosa perfecta puede ser más perfecta o menos perfecta que otra (pues mientras la definición de perfección se aplique a ella, esa cosa no puede admitir una mayor ni una menor en materia de perfección).
X
Si están de acuerdo en que el Espíritu Santo es absolutamente perfecto, y se ha admitido que la verdadera reverencia requiere perfección en todo lo bueno para el Padre y el Hijo también, ¿qué razones pueden justificarlos en quitar al Padre una vez que lo han concedido? Porque quitar la igualdad de dignidad con el Padre es una prueba segura de que no creen que el Espíritu tenga parte en la perfección del Padre. En cuanto a la idea misma de este honor en el caso del ser divino, del cual los macedonianos excluirían al Espíritu, ¿qué quieren decir con ello? ¿Se refieren a ese honor que los hombres confieren a los hombres, cuando con palabras y gestos les rinden homenaje, significando su propia deferencia en forma de precedencia y todas las prácticas similares, que en la tonta moda del día se mantienen en nombre del honor? Todas estas cosas dependen de la buena voluntad de quienes las realizan, y si suponemos un caso en el que no eligen realizarlas, entonces no hay nadie entre la humanidad que tenga por mera naturaleza ventaja alguna, tal que necesariamente deba ser más honrado que el resto (pues todos están marcados por igual con las mismas proporciones naturales). La verdad de esto está clara, y no admite duda alguna. Por ejemplo, hoy vemos al hombre que, debido al cargo que desempeña, es considerado por la multitud un objeto de honor, convirtiéndose mañana en uno de los que rinden honor, habiendo transferido el cargo a otro. ¿Conciben los herejes, entonces, un honor como el del ser divino, de modo que, mientras queramos rendirlo, ese honor divino se conserva, pero cuando dejamos de hacerlo, también cesa por dictado de nuestra voluntad? ¡Pensamiento absurdo, y además blasfemo! La deidad, siendo independiente de nosotros, no crece en honor (pues él es siempre el mismo), y no puede pasar a un estado mejor o peor (porque no tiene mejor ni admite peor).
XI
¿De qué manera, entonces, podemos honrar a la deidad? ¿Cómo podemos exaltar al Altísimo? ¿Cómo podemos dar gloria a lo que está por encima de toda gloria? ¿Cómo podemos alabar al Incomprensible? Si todas las naciones son como una gota de un balde, como dice Isaías, y si toda la humanidad viviente enviara una nota unida de alabanza en armonía, ¿qué adición sería este regalo de una mera gota a lo que es esencialmente glorioso? Los cielos están narrando la gloria de Dios, y sin embargo, se consideran pobres heraldos de su valor. ¿Por qué? Porque su majestad es exaltada, y no tan lejos como los cielos, sino muy por encima de esos cielos (que están incluidos en una pequeña fracción de la deidad llamada figurativamente su extensión). ¿Y puede un hombre, esta criatura frágil y de corta vida, tan acertadamente comparada con la hierba, que hoy es, y mañana no es, creer que puede honrar dignamente al ser divino? Esto sería como si alguien encendiera una fina fibra de algún cable, y creyera que con esa chispa estaba haciendo una adición a los deslumbrantes rayos del sol. ¿Con qué palabras, por favor, honrarán los herejes al Espíritu Santo, suponiendo que realmente deseen honrarlo? Con estas mismas: diciendo que él es absolutamente inmortal, sin cambio ni variabilidad, siempre hermoso, siempre independiente de la atribución de otros, obrando como él quiere todas las cosas en todos, santo, líder, directo, justo, de expresión verdadera, escudriñando las cosas profundas de Dios, procedente del Padre, recibiendo del Hijo, y todas cosas similares. ¡Qué! ¿Le prestarán estos y otros términos similares? ¿Mencionarán lo que él tiene, o lo honrarán por lo que no tiene? Bueno, si atestiguaran lo que él no tiene, su atribución sería insignificante y se quedaría en nada, porque quien llamarían dulzura a la amargura, mientras se mentirían a sí mismos, no elogiando lo que es incensurable. Si mencionarán lo que él tiene, tal y tal cualidad es esencial, sea que los hombres lo reconozcan o no, él seguiría siendo el objeto de la fe, como dice el apóstol, aunque nosotros no tengamos fe.
XII
¿Qué significa, entonces, esta humillación, y esta expansión de su alma por parte de estos hombres que, entusiasmados por la honra del Padre, y que conceden al Hijo una parte igual a la suya, en el caso del Espíritu buscan limitar sus favores, dado que se ha demostrado que el valor intrínseco del ser divino no depende de nuestra voluntad, sino que siempre ha sido inalienablemente inherente a él? Su estrechez de miras y su ingratitud quedan expuestas en esta opinión suya, mientras que el Espíritu Santo es esencialmente honorable, glorioso, todopoderoso y todo lo que podemos concebir en términos de exaltación, a pesar de ellos. Sí, responde uno de ellos, pero las Escrituras nos han enseñado que el Padre es el Creador, y del mismo modo que fue "por medio del Hijo" que "todas las cosas fueron hechas", mientras que la palabra de Dios no nos dice nada de este tipo acerca del Espíritu. ¿Cómo, nos preguntan estos insensatos, podría ser correcto colocar al Espíritu Santo en una posición de igual dignidad con Aquel que ha mostrado tal magnificencia de poder a través de la creación? Ahora veréis cómo.
XIII
¿Qué responderemos a esto? Lo primero, que sus pensamientos son pura palabrería, al imaginar que el Espíritu no siempre estuvo con el Padre y el Hijo, sino que, según las circunstancias, a veces se le contempla solo, a veces se le encuentra en la más íntima unión con ellos. En efecto, si el cielo, la tierra, y todo lo creado, fueron realmente hechos por medio del Hijo y del Padre, y no del Espíritu, ¿qué hacía el Espíritu Santo cuando el Padre trabajaba con el Hijo en la creación? ¿Se dedicaba a otras obras, y fue esta la razón por la que no intervino en la construcción del universo? Respecto a qué obra especial del Espíritu puede señalar el momento en que se creó el mundo, sin duda es una locura insensata concebir una creación distinta a la que surgió del Padre a través del Hijo, en el Espíritu. Y si no, supongamos que no se dedicaran los tres en absoluto, sino que se disociaran de la ajetreada labor creadora por una inclinación al descanso y la tranquilidad. Es este caso, estaríamos acusando a Dios de esquivar el trabajo, cosa que no fue así. ¡Que el misericordioso Espíritu mismo perdone esta suposición infundada de los macedonianos!
XIV
La blasfemia de estos teóricos, que he tenido que seguir a cada paso, me ha llevado, sin darme cuenta, a ensuciar mi discusión con el lodo de sus propias imaginaciones. La perspectiva, consistente con toda reverencia, es la siguiente: que no debemos pensar en el Padre como separado del Hijo, ni buscar al Hijo separado del Espíritu Santo. Así como es imposible ascender al Padre a menos que nuestros pensamientos se exalten allí a través del Hijo, también es imposible decir que Jesús es el Señor excepto por el Espíritu Santo. Por lo tanto, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo deben ser conocidos solo en una Trinidad perfecta, en la más íntima consecuencia y unión entre sí, antes de toda la creación, antes de todos los tiempos, antes de cualquier cosa de la que podamos formarnos una idea. El Padre es siempre Padre, y en él el Hijo, y con el Hijo el Espíritu Santo. Si estas personas, entonces, son inseparables entre sí, ¡cuán grande es la locura de estos hombres que intentan romper esta indivisibilidad mediante ciertas distinciones de tiempo, y dividir lo inseparable hasta el punto de afirmar con seguridad que sólo el Padre, a través del Hijo, creó todas las cosas (es decir, que el Espíritu Santo no estuvo presente en absoluto en el momento de esta creación, o bien no actuó)! Bueno, si no estuvo presente, deben decirnos los herejes dónde estuvo. Y si, aunque Dios abarca todas las cosas, pueden imaginar un lugar separado para el Espíritu, que nos digan dónde pudo haber permanecido aislado durante el tiempo ocupado por el proceso de creación. Si, por otro lado, estuvo presente, ¿cómo fue que estuvo inactivo? ¿Porque no pudo, o porque no quiso, actuar? ¿Se abstuvo voluntariamente, o porque alguna fuerte necesidad lo alejó? Ahora bien, si abrazó deliberadamente esta inactividad, debe rechazar actuar de cualquier otra manera posible. Y Aquel que afirmó que obra todas las cosas en todos, como él quiere (1Cor 13,6), es, según ellos, un mentiroso. Si, por el contrario, este Espíritu tiene el impulso de obrar, pero algún control abrumador obstaculiza su designio, deben explicarnos la causa de este impedimento. ¿Se debió a que le negaron una parte de la gloria de esas operaciones, y para asegurar que la admiración por su éxito no se extendiera a una tercera persona como su objeto? ¿O se debió a una desconfianza en su ayuda, como si su cooperación resultara en un daño presente? Estos hombres inteligentes, ciertamente, proporcionan las bases para que sostengamos una de estas dos hipótesis. O bien, si un espíritu rencoroso no tiene conexión con la deidad, como tampoco se puede concebir un fracaso en relación con un ser infalible, ¿qué sentido tienen estas estrechas perspectivas suyas, que aíslan el poder del Espíritu de toda eficiencia constructora del mundo? Su deber era, más bien, expulsar su baja forma de pensar humana, mediante ideas más elevadas, y hacer un cálculo más digno de la sublimidad de los objetos en cuestión. Porque ni el Dios universal creó el universo a través del Hijo, como si necesitara ayuda alguna, ni el Dios unigénito obra todas las cosas por el Espíritu Santo, como si tuviera un poder que no alcanza su diseño. Pero la fuente del poder es el Padre, y el poder del Padre es el Hijo, y el espíritu de ese poder es el Espíritu Santo, y la creación entera, en toda su extensión visible y espiritual, es la obra consumada de ese poder divino. Dado que no se puede pensar en ningún esfuerzo en la composición de nada relacionado con el ser divino (pues, al estar la ejecución ligada al momento de la voluntad, el plan se convierte inmediatamente en realidad), estaríamos justificados en llamar a toda esa naturaleza que surgió por creación un movimiento de voluntad, un impulso de diseño, una transmisión de poder, que comienza en el Padre, avanza a través del Hijo y se completa en el Espíritu Santo.
XV
Éste es el punto de vista que nosotros adoptamos, y la manera que solemos utilizar. Por ello, rechazamos todas estas elaboradas sofisterías de nuestros adversarios, creyendo y confesando, como lo hacemos, que en cada hecho y pensamiento (ya sea en este mundo o más allá de este mundo, ya sea en el tiempo o en la eternidad) el Espíritu Santo debe ser aprehendido como unido al Padre y al Hijo, y no le falta ningún deseo o energía, ni ninguna otra cosa que esté implicada en una concepción devota de la bondad suprema (y por tanto, que, excepto la distinción de orden y persona, no debe aprehenderse ninguna variación en ningún punto). Nosotros afirmamos que, si bien su lugar se cuenta tercero en mera secuencia después del Padre y del Hijo, y tercero en el orden de transmisión, en todos los demás aspectos reconocemos su unión inseparable con ellos, tanto en naturaleza como en honor, en divinidad, gloria, majestad y poder omnipotente, y en toda creencia devota.
XVI
En cuanto al servicio y la adoración, y a las demás cosas que los herejes calculan y destacan, decimos esto: que el Espíritu Santo es exaltado por encima de todo lo que podemos hacer por él con nuestros propósitos meramente humanos. Decimos que nuestra adoración está muy por debajo del honor debido, y que cualquier otra cosa que en las costumbres humanas se considere honorable está en algún punto por debajo de la dignidad del Espíritu. Decimos que aquello que en su esencia es inconmensurable supera a quienes lo ofrecen todo con una capacidad de dar tan limitada y limitada. Esto es lo que decimos a quienes suscriben la concepción reverencial del Espíritu Santo: que él es divino y de naturaleza divina. Si alguno rechaza esta afirmación, y esta idea implícita en el mismo nombre de la divinidad, y afirma aquello que, para destrucción de la grandeza del Espíritu, circula entre la multitud (a saber, que él pertenece, no a la creación, sino a los seres creados, y que es correcto considerarlo no como de naturaleza divina, sino como de una creación), nosotros respondemos lo siguiente: que los que dicen eso no pueden ser cristianos. ¿Por qué? Porque así como no sería posible llamar ser humano al embrión no formado, sino sólo a uno en potencia (suponiendo que esté completo para dar a luz, mientras que mientras se encuentra en este estado no formado, es algo distinto de un ser humano) así también nuestra razón no puede reconocer como cristiano a quien no ha recibido, con respecto a todo el misterio, la forma genuina de nuestra religión. Podemos oír a los judíos creer en Dios, y también en nuestro Dios, e incluso nuestro Señor les recuerda en el evangelio que no reconocen otro Dios que el Padre del Unigénito, de quien decís que es vuestro Dios. ¿Debemos, entonces, llamar cristianos a los judíos, porque ellos también aceptan adorar al Dios que nosotros adoramos? Sé también que los maniqueos andan por ahí jactándose del nombre de Cristo. No obstante, porque reverencien el nombre ante el cual doblamos la rodilla, ¿les contaremos también entre los cristianos, si no dejan de blasfemar? Así también, quien cree en el Padre y recibe al Hijo, pero desprecia la majestad del Espíritu, ha negado la fe y es peor que un infiel, y desmiente el nombre de Cristo que lleva. El apóstol exhorta al hombre de Dios a ser perfecto. Ahora bien, considerando sólo al hombre en general, la perfección debe consistir en la plenitud de cada aspecto de la naturaleza humana: en tener razón, capacidad de pensamiento y conocimiento, una participación en la vida animal, un porte erguido, risibilidad y uñas anchas; y si alguien llamara hombre a un individuo, y sin embargo no pudiera presentar evidencia en su caso de las señales mencionadas de la naturaleza humana, llamarlo así sería un honor sin valor. Así también, el cristiano se distingue por su creencia en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. En esto consiste la forma de aquel que ha sido formado conforme al misterio de la verdad. Si su forma está dispuesta de otra manera, no reconoceré la existencia de nada donde la forma esté ausente, o haya difuminación de la marca, o una pérdida de la forma esencial, o una alteración de los signos característicos de nuestra humanidad completa, cuando el Espíritu Santo no está incluido en la creencia. En efecto, la palabra del Eclesiastés es cierta, cuando dice que el hereje no es un hombre vivo, sino huesos en el vientre de la embarazada. En definitiva, ¿cómo puede decirse que cree en el Ungido quien no piensa en la unción junto con el Ungido? A Jesús, dice Pedro, "Dios lo ungió con el Espíritu Santo".
XVII
Estos destructores de la gloria del Espíritu, que lo relegan a un mundo subordinado, deben decirnos de qué cosa es símbolo esa unción. ¿No es símbolo de la realeza? ¿Y qué? ¿Acaso no creen en el Unigénito como rey por naturaleza? Quienes no han cubierto sus corazones con el velo judío (2Cor 3,14-15) no negarán que él es esto. Si, pues, el Hijo es rey por naturaleza, y la unción es símbolo de su realeza, ¿qué consecuencia demuestra vuestra razón? Pues que la unción no es algo ajeno a esa realeza, y que, por lo tanto, el Espíritu tampoco debe considerarse extraño ni ajeno en la Trinidad. Pues el Hijo es rey, y su realeza viviente, realizada y personificada se encuentra en el Espíritu Santo, quien unge al Unigénito, convirtiéndolo así en el Ungido y rey de todo lo existente. Si, entonces, el Padre es rey, y el Unigénito es rey, y el Espíritu Santo es la realeza, una y la misma definición de realeza debe prevalecer en toda esta Trinidad, y el pensamiento de la unción transmite el significado oculto de que no hay intervalo de separación entre el Hijo y el Espíritu Santo. En efecto, así como entre la superficie del cuerpo y el líquido del aceite no se puede detectar nada intermedio, ni en la razón ni en la percepción, así de inseparable es la unión del Espíritu con el Hijo. El resultado de esto es que, quien quiera que toque al Hijo por fe, debe necesariamente encontrar primero el aceite en el mismo acto de tocarlo. Es decir, que no hay una parte de él que esté desprovista del Espíritu Santo. Por tanto, la creencia en el señorío del Hijo surge por medio del Espíritu Santo, y en todas partes el Espíritu Santo es encontrado por quienes por fe se acercan al Hijo. Si el Hijo, pues, es esencialmente rey, y el Espíritu Santo es aquella dignidad de realeza que unge al Hijo, ¿qué privación de esta realeza, en su esencia y comparándola consigo misma, puede imaginarse?
XVIII
La realeza se muestra con toda certeza en el gobierno sobre los súbditos. Ahora bien, ¿qué está sujeto a este Ser real? La palabra incluye ciertamente los siglos y todo lo que en ellos existe. Tu reino, dice, es "un reino de los siglos", y por siglos se refiere a toda sustancia en ellos creada en el espacio infinito, ya sea visible o invisible; pues en ellos todas las cosas fueron creadas por el Creador de esos siglos. Si, entonces, la realeza debe pensarse siempre junto con el rey, y se reconoce que el mundo de los súbditos es algo distinto del mundo de los gobernantes, ¡qué absurdo es que estos hombres se contradigan así, atribuyendo como lo hacen la unción como expresión del valor de Aquel cuya naturaleza misma es ser rey, pero degradando esa unción misma al rango de súbdito, como si careciera de tal valor! Si es súbdito por virtud de su naturaleza, entonces ¿por qué se le hace la unción de la realeza, y se le asocia así con la dignidad real del Unigénito? Si, por otro lado, la capacidad de gobernar se muestra por su inclusión en la majestad de la realeza, ¿dónde está la necesidad de tener todo arrastrado a una condición inferior plebeya y servil, y contado con la creación sujeta? Cuando afirmamos del Espíritu las dos condiciones, no podemos estar diciendo la verdad en ambos casos (es decir, que él gobierna y que está sujeto). Si él gobierna, no está bajo ningún señor, pero si está sujeto, entonces no puede ser comprendido con el Ser que es rey. Los hombres son reconocidos como entre los hombres, los ángeles entre los ángeles, todo entre su especie, y así debe necesariamente creerse que el Espíritu Santo pertenece a uno solo de dos mundos: al gobernante divino o al mundo inferior. Entre estos dos nuestra razón no puede reconocer nada, y no puede pensarse en ninguna invención nueva de ningún atributo natural en la frontera de lo creado y lo increado, que participe en ambos. Respecto a que no pertenezca a ninguno completamente, no podemos imaginar tal amalgama y soldadura de opuestos mediante algo que sea una mezcla de lo creado y lo increado, y dos opuestos fusionándose así en una persona. En ese caso, el resultado de esa extraña mezcla no sólo sería una cosa compuesta, sino compuesta de elementos que serían diferentes y discreparían en cuanto al tiempo (porque aquello que recibe su personalidad de una creación sería seguramente posterior a aquello que subsiste sin una creación).
XIX
Si los herejes declaran que el Espíritu Santo es una mezcla de ambos mundos, en consecuencia deberían considerar esa mezcla como de algo anterior con algo posterior. Es decir, que él será anterior a sí mismo y a la inversa (es decir, posterior a sí mismo). Según eso, de lo increado obtendría la antigüedad, y de lo creado la inferioridad. No obstante, esto no puede ser, sobre todo en la naturaleza de las cosas. Por tanto, debe ser ciertamente cierto afirmar del Espíritu Santo sólo una de estas alternativas. Es decir, el atributo de Ser increado, pues la cantidad de absurdo que implicaría la otra alternativa vendría a decir que vino a la existencia por un acto de existencia de sí mismo. En definitiva, ¿qué razón puede haber para separar al Espíritu Santo del resto de la creación? Ninguna, pues él está clasificado con el Padre y el Hijo? La lógica es la que lleva a descubrir esto en él. En efecto, lo que se contempla como parte de lo increado, no existe por creación; o si lo hace, entonces no tiene más poder que su creación afín, ni puede asociarse con esa naturaleza trascendente. Si, por otro lado, él fuese un ser creado, al mismo tiempo que tiene poder por encima de la creación, entonces la creación se encontrará en desacuerdo consigo misma, dividida entre gobernante y gobernado, de modo que una parte sería la benefactora, otra la beneficiada, otra la santificadora, otra la santificada. En definitiva, todo ese fondo de bendiciones que creemos provisto para la creación, por el Espíritu Santo, está presente en él, brotando abundantemente y derramándose sobre otros. Además, la creación permanece necesitada de la ayuda y la gracia que de él emanan, y recibe, como una mera limosna, aquellas bendiciones que pueden serle transmitidas por un semejante. Esto es lo que hizo el Espíritu Santo, sin parcialidad en la naturaleza de las cosas, como para que aquellas existencias que no difieren en nada entre sí en cuanto a sustancia no tengan igual poder. Esta capacidad de otorgar bendiciones, sin necesitar uno mismo de tal ayuda externa, es el privilegio peculiar y exquisito de la deidad, y de ningún otro.
XX
Consideremos también esto: en el santo bautismo, ¿qué obtenemos con él? ¿No es acaso la participación en una vida que ya no está sujeta a la muerte? Creo que nadie que se considere cristiano negará esta afirmación. ¿Qué, entonces? ¿Es ese poder vivificante del agua misma el que se emplea para transmitir la gracia del bautismo? ¿O no es más bien evidente para todos que este elemento sólo se emplea como medio en el ministerio externo, y por sí mismo no contribuye en nada a la santificación, a menos que primero sea transformado por ella; y que lo que da vida al bautizado es el Espíritu; como nuestro Señor mismo dice con respecto a él: "Es el Espíritu el que da vida"; pero para completar esta gracia, sólo él, recibida por la fe, no da la vida, sino que debe preceder la creencia en nuestro Señor, para que el don vivificante llegue al creyente, como nuestro Señor ha dicho ("él da vida a quien quiere"). Pero aún más, dado que esta gracia administrada por el Hijo depende de la Fuente ingenerada de todo, la Escritura nos enseña que la creencia en el Padre, quien engendra todas las cosas, debe ser lo primero; de modo que esta gracia vivificante se complete, para quienes son aptos para recibirla, tras partir de esa fuente como de un manantial que vierte vida en abundancia, a través del Unigénito, quien es la vida verdadera, por obra del Espíritu Santo. Si, entonces, la vida viene en el bautismo , y el bautismo se completa en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu, ¿qué pretenden estos hombres que consideran insignificante a este Ministro de vida? Si el don es insignificante, deben indicarnos qué es más precioso que esta vida. Pero si todo lo precioso es secundario a esta vida, me refiero a esa vida superior y preciosa en la que la creación animal no tiene parte, ¿cómo se atreven a menospreciar un favor tan grande, o mejor dicho, al Ser mismo que lo concede, y a degradarlo, en sus concepciones de él, a un mundo subordinado, separándolo del mundo superior de la deidad? Finalmente, si ellos quieren que esta dádiva de vida sea una cosa pequeña, y que no significa nada grande ni terrible en la naturaleza del dador, ¿cómo es que no sacan la conclusión que esta misma visión hace inevitable, a saber: que debemos suponer, incluso con respecto al Unigénito y al Padre mismo, nada grande en su vida, lo mismo que la que tenemos a través del Espíritu Santo, suministrada como es del Padre a través del Hijo?
XXI
Si estos despreciadores e impugnadores de su propia vida conciben el don como insignificante, y decretan menospreciar al Ser que lo imparte, que sepan que no pueden limitar su ingratitud a una sola persona, sino que deben extender su profanación más allá del Espíritu Santo. Es decir, a la Santísima Trinidad misma. En efecto, así como la gracia fluye ininterrumpidamente desde el Padre, a través del Hijo y el Espíritu, sobre las personas dignas de ella, así también esta profanación regresa y se transmite del Hijo al Dios de todo el mundo, pasando de uno a otro. Si, cuando un hombre es menospreciado, se menosprecia a quien lo envió (¡y qué distancia había entre el hombre y el Enviante!), ¡qué criminalidad implica esto en quienes así desafían al Espíritu Santo! Quizás sea ésta la blasfemia a la que se refiere nuestro Legislador, por la que decreta una condena sin remisión a todo aquel que insulte el ser, bondad y divinidad del Espíritu Santo. Como el devoto adorador del Espíritu ve en él la gloria del Unigénito, y en esa visión contempla la imagen del Dios infinito (y por medio de esa imagen hace un bosquejo, sobre su propio conocimiento, del original), así el despreciador del Espíritu, siempre que adelanta cualquiera de sus declaraciones audaces contra la gloria del Espíritu, extiende su profanación al Hijo, y más allá de él al Padre. Por tanto, aquellos que reflexionan deben tener miedo de perpetrar una audacia cuyo resultado será la completa condena sin perdón. Exaltar al Espíritu Santo no consiste el ascender a él a través del pensamiento propio, sino en situarse en el pensamiento propio del Espíritu Santo. En efecto, aún cuando uno haya llegado al límite más alto de sus facultades humanas, o a la máxima altura y magnificencia a la que su mente pueda llegar, incluso entonces debe creer que está muy por debajo de la gloria que le pertenece al Espíritu Santo. Es lo que recuerdan las palabras de los salmos, cuando dicen que, después de exaltar al Señor nuestro Dios, incluso entonces "apenas adoráis el estrado debajo de sus pies". La causa de que esta gran distancia, e incomprensibilidad, está en que él es santo, y su dignidad es inalcanzable.
XXII
Si toda altura de la capacidad humana cae por debajo de la grandeza del Espíritu (pues eso es lo que la palabra significa en la metáfora del escabel), ¡qué vanidad la de quienes piensan que hay dentro de sí mismos un poder tan grande que les corresponde definir la cantidad de valor que se debe atribuir a un ser que es invaluable! Vanidad porque declaran al Espíritu Santo indigno de algunas cosas que están asociadas con la idea del valor, como si sus propias habilidades pudieran hacer mucho más de lo que el Espíritu Santo es capaz de hacer. ¡Qué lamentable, qué miserable locura! No entienden lo que ellos mismos son cuando hablan así, y lo que es el Espíritu Santo contra quien se alinean insolentemente. ¿Quién les dirá a estas personas que los hombres son un "espíritu que va y no regresa" (Sb 16,14), construidos en el vientre de su madre mediante una concepción sucia, heredando una vida que se asemeja a la hierba, floreciendo brevemente durante la ilusión de la vida, y luego marchitando toda su belleza, sin saber con certeza qué eran antes de nacer, ni en qué se transformarán, pues su alma ignora su peculiar destino mientras perdure en la carne? Así es el hombre.
XXIII
En primer lugar, el Espíritu Santo existe por cualidades que son esencialmente santas. Lo que el Padre es, y lo que el Unigénito es, así es el Espíritu Santo. Lo es por su vivificación, su inmutabilidad, su perdurabilidad, su justicia, su sabiduría, su rectitud, su soberanía, su bondad, su poder, su capacidad de dar todos los bienes. Y sobre todo, por su vida misma, y por estar en todas partes, estando presente en cada uno, llenando la tierra, residiendo en los cielos, distribuyéndose sobre poderes sobrenaturales, colmando todo según los méritos de cada uno, permaneciendo él mismo pleno, estando con todos los que son dignos, y sin embargo, no separado de la Santísima Trinidad. El Espíritu Santo siempre escudriña las profundidades de Dios, y siempre recibe del Hijo, y siempre es enviado por el Padre. ¿Por qué? Porque nunca está separado de él, y comparte su gloria y sus profundidades. Es evidente, en efecto, que quien da gloria a otro debe encontrarse en posesión de gloria superabundante, pues ¿cómo podría alguien desprovisto de gloria glorificar a otro? Y a menos que una cosa sea en sí misma luz, ¿cómo puede exhibir el don gratuito de la luz? Así pues, el poder de glorificar nunca podría ser exhibido por alguien que no fuera él mismo gloria, y honor, y majestad, y grandeza. Por tanto, el Espíritu glorifica al Padre y al Hijo porque comparte su misma gloria. De hecho, no miente quien dice "a los que me glorifican, yo los glorifico" (1Sm 2,30), ni quien dice "yo te he glorificado a ti", ni quien dice "glorifícame con la gloria que tenía contigo antes que el mundo fuese". La voz divina responde: "Te he glorificado, y te volveré a glorificar". ¿Ves ya el círculo giratorio de la gloria, moviéndose de semejante a semejante? El Hijo es glorificado por el Espíritu, el Padre es glorificado por el Hijo, el Hijo recibe su gloria del Padre, y así el Unigénito se convierte en la gloria del Espíritu. En efecto, ¿con qué será glorificado el Padre, sino con la verdadera gloria del Hijo? ¿Y con qué será glorificado el Hijo? ¿Pero con la majestad del Espíritu? De igual manera, la fe completa el círculo y glorifica al Hijo por medio del Espíritu, y al Padre por medio del Hijo.
XXIV
Si tal es la grandeza del Espíritu, y todo lo moralmente bello, y todo lo proveniente de Dios (a través del Hijo), se completa por la instrumentalidad del Espíritu, que es el que "obra todo en todos", ¿por qué se oponen los macedonianos a su propia vida? ¿Por qué se alejan de la esperanza que pertenece a quienes han de ser salvados? ¿Por qué se separan de su adhesión a Dios? En efecto, ¿cómo puede alguien unirse al Señor si el Espíritu no opera en nosotros esa unión de nosotros mismos con él? ¿Por qué discuten con nosotros sobre la cantidad de servicio y adoración? ¿Por qué usan la palabra adoración en un sentido irónico, despectivo hacia un ser divino y completamente independiente, suponiendo que desean su propia salvación? Yo les diría a tales herejes: Vuestra súplica es para vuestro beneficio, y no para honrar a Aquel que os lo concede. ¿Por qué, entonces, se acercan a su benefactor como si tuvieran algo que dar? O mejor aún, ¿por qué se niegan a nombrar como benefactor a quien les da sus bendiciones, y menosprecian al dador de la vida mientras se aferran a la vida? ¿Por qué, buscando su santificación, conciben erróneamente al dispensador de la gracia de la santificación? Y en cuanto a la concesión de esas bendiciones, ¿por qué, sin negar que él tiene el poder, lo consideran indigno de que se le pida, y no toman en cuenta cuánto mayor es dar una bendición que pedirla? En efecto, pedir no atestigua inequívocamente la grandeza de quien recibe la petición, pues es posible que a quien no tiene lo que dar se le pida, pues pedir depende solo de la voluntad de quien la pide. En cambio, quien realmente otorga una bendición ha dado con ello evidencia indudable de un poder que reside en él. ¿Por qué entonces, al dar testimonio de lo más grande que hay en él (me refiero al poder de conceder todo lo moralmente bello), se privan de pedir lo realmente importante, y sólo piden cosas supérfluas? Por ejemplo, los esclavos de la superstición piden a los ídolos los objetos de sus deseos, aunque pedir no les confiera gloria alguna en este caso. ¿Por qué? Por la ilusoria expectativa de obtener algo de lo que piden. Los herejes, refugiándose en la ley que ordena "adorar a Dios y servirle solo a él", separan la íntima unión de Dios con su Unigénito y su Espíritu, por lo que acaban adorando a Dios como los judíos o los paganos.
XXV
Quizás me digas: Cuando pienso en el Padre, es sólo al Hijo a quien he incluido en ese término. Por eso, yo te pregunto: Cuando has comprendido la noción del Hijo, ¿no has admitido también la del Espíritu Santo? ¿Cómo puedes confesar al Hijo si no es por el Espíritu Santo? ¿En qué momento, entonces, el Espíritu se separa del Hijo, de modo que, cuando se adora al Padre, la adoración del Espíritu no se incluye junto con la del Hijo? Y en cuanto a su adoración en sí, ¿qué crees que es? Porque los herejes la otorgan al Dios supremo, y a veces también al Unigénito; pero consideran al Espíritu Santo indigno de tal privilegio. En el lenguaje común de la humanidad, la postración de los inferiores sobre el suelo es algo que se practica cuando saludan a sus superiores, y a eso le llaman adoración. Así, con esta postura, el patriarca Jacob, en su humillación, parece haber querido mostrar su inferioridad al encontrarse con su hermano y apaciguar su ira. Según la Escritura, Jacob se postró en tierra tres veces. Y los hermanos de José, mientras no lo conocían, y él fingía no conocerlos, reverenciaron su soberanía con esta adoración. Y el gran Abraham se inclinó ante los hijos de Het, un extraño entre los nativos de aquella tierra, demostrando con esa acción cuánto más poderosos eran aquellos nativos que los extranjeros. Es posible hablar de muchas acciones similares de adoración, tanto en los registros antiguos como en los ejemplos que tenemos ante nuestros ojos en el mundo actual.
XXVI
¿Acaso también los macedonianos quieren decir esto con su adoración? ¿Y no es absurdo pensar que está mal honrar al Espíritu Santo con la misma honra que el patriarca honró incluso a los cananeos? ¿O consideran su adoración algo diferente, como si una fuera apropiada para los hombres y otra para el Ser supremo? Pero entonces, ¿cómo es que omiten por completo la adoración en el caso del Espíritu, sin siquiera otorgarle la adoración concedida a los hombres? ¿Y qué clase de adoración imaginan reservada especialmente para la deidad? ¿Debe ser palabra hablada o gestos actuados? ¿Acaso estas marcas de honor no son compartidas también por los hombres? En su caso, se dicen palabras y se realizan gestos. ¿No es, entonces, evidente para cualquiera con un mínimo de reflexión que la humanidad no tiene derecho a dar ningún don digno de la deidad, pues el Autor de todas las bendiciones no nos necesita? En definitiva, somos nosotros, los hombres, quienes hemos transferido estas indicaciones de respeto y admiración unos hacia otros, cuando queremos mostrar, mediante el reconocimiento de la superioridad de un vecino, que uno de nosotros está en una posición más humilde que otro. Por lo tanto, puesto que los hombres, acercándose a los emperadores y potentados por los objetos que de alguna manera desean obtener de esos gobernantes, no les traen sólo su mera petición, sino que emplean todos los medios posibles para inducirlos a sentir piedad y favor hacia ellos mismos (adoptando una voz humilde y una posición de rodillas, abrazando sus rodillas, postrándose en el suelo, presentando la petición con todo tipo de signos patéticos, para despertar esa piedad), así es que aquellos que reconocen al verdadero Dios poderoso (por quien todas las cosas en la existencia son controladas), cuando están suplicando por lo que tienen en el corazón, y sus lamentables condiciones de este mundo, elevan sus pensamientos con eternas y misteriosas esperanzas (sin saber cómo pedir, ni mostrando ninguna reverencia que pueda alcanzar la grandeza de la gloria divina), llevando el ceremonial humano al servicio de la deidad. Esto no es adoración, sino que adoración es ofrecer lo que realmente nos importa, junto con la súplica y la humillación. Por eso, Daniel también se arrodilla ante el Señor, implorando su amor por el pueblo cautivo, cargando con nuestras enfermedades, intercediendo por nosotros. Por eso, también en el evangelio se registra que cierto personaje se postró sobre su rostro a la hora de la oración, y en esta postura hizo su petición sin una voz osada y asumiendo la actitud de los miserables. En efecto, "el Señor resiste a los soberbios", y "da gracia a los humildes", y "enaltece al que se humilla". Por tanto, si la adoración es una especie de estado suplicante, o una súplica presentada por el objeto de la petición, ¿cuál es la intención de estas nuevas normas? Los herejes ni siquiera se dignan a pedir al Dador, ni arrodillarse ante el Gobernante, ni atender al que es poderoso.