GREGORIO DE NISA
Contra Eunomio

LIBRO III

I
Eunomio llama a Cristo unigénito, pero como criatura del Padre

Cuando un hombre lucha legalmente, y en la contienda es arrojado al suelo por tres veces, según las reglas de la lucha ha de darse por vencido. Pues bien Eunomio ha sido arrojado ya dos veces al suelo por nuestros argumentos. No obstante, él sigue sin reconocer la victoria de la verdad sobre la falsedad, y por tercera vez levanta el polvo contra la doctrina piadosa en su arena de la acostumbrada falsedad compositiva, fortaleciéndose para la lucha con el engaño. Con todo, por tercera vez la verdad derrotará su falsedad, y colocará la victoria en Aquel que es el dador y el juez de la justicia, y derribará las injusticias y artimañas de los embusteros. Pues no nos avergüenza confesar que no hemos preparado para nuestra contienda ningún arma argumentativa agudizada por la retórica, que podamos utilizar para ayudarnos en la lucha contra quienes se nos oponen, ni la astucia ni la agudeza dialéctica, como la que, con jueces inexpertos, hace sospechar incluso de la verdad la falsedad. Nuestro razonamiento contra la falsedad tiene una sola fuerza: primero, la Palabra misma, que es el poder de nuestra palabra, y luego, la podredumbre de los argumentos que se nos presentan, que se desbarata y cae por sí sola. Ahora bien, para que quede lo más claro posible a todos que los propios esfuerzos de Eunomio sirven como medios para su propia derrota ante quienes contienden con él, expondré a mis lectores su doctrina fantasma (pues así creo que puede llamarse la doctrina que está completamente alejada de la verdad). Quisiera que todos vosotros, presentes en nuestra lucha y observando el encuentro que ahora tiene lugar entre mi doctrina y la que se le contrapone, fuerais jueces justos de la legítima contienda de nuestros argumentos, para que por su justa recompensa, el razonamiento de la piedad sea proclamado victorioso ante todo el teatro de la Iglesia, habiendo obtenido una victoria indiscutible sobre la impiedad y siendo condecorado, en virtud de las tres caídas de su enemigo, con la corona inmarcesible de los que se salvan. Ahora bien, esta declaración se presenta contra la verdad a modo de prefacio al discurso III de Eunomio, y esta es la forma de la misma: "Según el orden natural y ateniéndonos a lo que conocemos de arriba, no rehusamos hablar del Hijo, ya que es engendrado como producto de la generación, pues la esencia generada y el apelativo Hijo hacen apropiada tal relación de palabras". Ruego al lector que preste atención a este punto: si bien llama a Dios engendrado e Hijo, atribuye la razón de tales nombres al orden natural y pone como testimonio de esta concepción el conocimiento que posee de arriba. De modo que si en lo que sigue se encuentra algo contrario a las posiciones que ha establecido, es evidente para todos que él mismo lo desmiente, refutado por sus propios argumentos antes de que los nuestros se presenten en su contra. Por lo tanto, consideremos su afirmación a la luz de sus propias palabras. Confiesa que el nombre de Hijo de ninguna manera se aplicaría correctamente al Dios unigénito si el orden natural, como él dice, no confirmara el apelativo. Si, entonces, uno retirara el orden de la naturaleza de la consideración de la designación de Hijo, su uso de este nombre, al estar privado de su significado propio y natural, carecería de sentido. Y además, el hecho de que él diga que estas afirmaciones se confirman, en cuanto se rigen por el conocimiento poseído desde arriba, es un fuerte apoyo adicional a la visión ortodoxa respecto a la designación de Hijo, ya que la enseñanza inspirada de las Escrituras, que nos viene de arriba, confirma nuestro argumento sobre estos asuntos. Si estas cosas son así, y este es un estándar de verdad que no admite engaño, que estos dos concurran (el orden natural, como él dice, y el testimonio del conocimiento dado desde arriba que confirma la interpretación natural) está claro que afirmar algo contrario a esto, no es otra cosa que luchar manifiestamente contra la verdad misma. Escuchemos de nuevo lo que este escritor, quien hace de la naturaleza su instructora en la materia de este nombre y afirma atenerse al conocimiento que nos fue dado desde arriba por la instrucción de los santos, expone extensamente un poco más adelante, después del pasaje que acabo de citar. Pues, por ahora, aplazaré la enumeración continua de lo que se ordena a continuación en su tratado, para que la contradicción en lo que ha escrito no pase inadvertida, velada por la lectura del texto intermedio. El mismo argumento, dice Eunomio, se aplicará también "en el caso de lo hecho y lo creado, ya que tanto la interpretación natural como la relación mutua de las cosas, y también el uso de los santos, nos dan libre autoridad para el uso de la fórmula: por lo cual no se estaría equivocado al tratar la cosa hecha como correspondiente al hacedor, y la cosa creada al creador". ¿De qué producto de la creación o de la creación habla, como teniendo naturalmente la relación expresada en su nombre con su hacedor y creador? Si de aquellos que contemplamos en la creación, visibles e invisibles (como relata Pablo, cuando dice que "por él fueron creadas todas las cosas, visibles e invisibles"), de modo que esta conjunción relativa de nombres tiene una aplicación propia y especial, lo hecho se establece en relación con el hacedor, lo creado con el creador. Si este es su significado, estamos de acuerdo con Eunomio, pues dado que el Señor es el creador de los ángeles, el ángel es ciertamente una cosa hecha por Aquel que lo creó; y dado que el Señor es el creador del mundo, claramente el mundo mismo y todo lo que en él existe se llaman "criaturas de Aquel que los creó". No obstante, si su intención es reinterpretar el orden natural, sistematizando la apropiación de términos relativos con vistas a su relación mutua en sentido verbal, su declaración doctrinal no sería más que un sistema de trivialidades gramaticales. Pero si es al Dios unigénito a quien aplica tales frases, de modo que dice que es una cosa hecha por Aquel que lo creó, una criatura de Aquel que lo creó, y refiere esta terminología al uso de los santos, que primero nos muestre en su declaración qué santos, según él, declararon que el Creador de todas las cosas es un producto y una criatura, y a quiénes sigue en esta audacia de frase. La Iglesia reconoce como santos a aquellos cuyos corazones fueron divinamente guiados por el Espíritu Santo: patriarcas, legisladores, profetas, evangelistas, apóstoles. Si alguno de ellos declara con sus palabras inspiradas que Dios, quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder, y toma con su mano todo lo que existe, y por sí mismo creó el universo mediante el mero acto de su voluntad, es una cosa creada y un producto, quedará excusado, por seguir, como él dice, el uso de los santos. Al proceder a formular tales doctrinas. Pero si el conocimiento de las Sagradas Escrituras está libremente al alcance de todos, y nada se prohíbe ni se oculta a quienes eligen compartir la instrucción divina, ¿cómo es que intenta desviar a sus oyentes mediante su tergiversación de las Escrituras, atribuyendo el término criatura, aplicado al Unigénito, al uso de los santos? Pues que por él fueron creadas todas las cosas, se puede oír casi en su totalidad, de Moisés y de los profetas y apóstoles que vinieron después de él, cuyas expresiones particulares sería tedioso exponer aquí. Nos basta para nuestro propósito, con los demás, y por encima de los demás, el sublime Juan, donde en el prefacio de su discurso sobre la divinidad del Unigénito proclama en voz alta el hecho de que no hay nada de lo creado que no haya sido hecho por él, un hecho que es una prueba incontestable y positiva de que él es el Señor de la creación, no contado en la lista de las cosas creadas. Porque si todas las cosas que son hechas existen por nadie más que por él (y Juan da testimonio de que nada entre las cosas que son, a lo largo de la creación, fue hecho sin él), ¿quién está tan ciego en el entendimiento como para no ver en la proclamación del evangelista la verdad de que él, quien hizo toda la creación, es seguramente algo más además de la creación? Pues si todo lo que se cuenta entre las cosas creadas tiene su ser por medio de él, mientras que él mismo está en el principio y está con Dios, siendo Dios, Verbo, vida, luz, imagen expresa y resplandor, y si ninguna de las cosas creadas a lo largo de la creación se nombra con los mismos nombres (ni Verbo, ni Dios, ni vida, ni luz, ni verdad, ni imagen expresa, ni resplandor, ni ninguno de los otros nombres propios de la deidad se emplea para referirse a la creación), entonces es claro que Aquel que es estas cosas es por naturaleza algo distinto de la creación, que ni es ni se llama ninguna de estas cosas. Si, de hecho, existiera en tales frases una identidad de nombres entre la creación y su Hacedor, tal vez se le podría disculpar por usar el nombre de la creación común a la cosa creada y a Aquel que la hizo, en razón de la comunidad de los otros nombres: pero si las características que se contemplan por medio de los nombres, en la naturaleza creada y en la increada, no son en caso reconciliables o comunes a ambas, ¿cómo puede dejar de ser manifiesta a todos la falsa representación de aquel hombre que se atreve a aplicar el nombre de servidumbre a Aquel que, como declara el salmista, gobierna con su poder para siempre, y a poner a un nivel con la naturaleza servil a Aquel que, como dice el apóstol, en todas las cosas tiene la preeminencia (Col 1,18), por medio del nombre y concepción de la creación? Porque toda la creación está en esclavitud, declara el gran Pablo en Rm 8,21 (quien en las escuelas celestiales fue instruido en ese conocimiento inefable, aprendiendo estas cosas en ese lugar donde toda voz que transmite significado verbalmente se aquieta, y donde la meditación silenciosa se convierte en palabra de instrucción, enseñando al corazón purificado mediante la iluminación silenciosa de los pensamientos aquellas verdades que trascienden el habla). Si, entonces, por un lado, Pablo proclama en voz alta que la creación está en esclavitud, y por otro, el Dios unigénito es verdaderamente Señor y Dios sobre todo, y Juan da testimonio de que toda la creación de las cosas que fueron hechas es por él, ¿cómo puede alguien, que en cualquier sentido se cuente entre los cristianos, callar al ver a Eunomio, mediante su sistematización inconsistente e inconsecuente, degradar a la humilde condición de la criatura, mediante una identidad de nombre que tiende a la servidumbre, ese poder de señorío que sobrepasa toda regla y autoridad? Y si dice que tiene a algunos de los santos que lo declararon esclavo, o creado, o hecho, o cualquiera de estos nombres bajos y serviles, he aquí, aquí están las Escrituras. Que él, o alguien en su nombre, nos presente una frase así, y nos callaremos. Pero si no existe tal frase (y nunca se podría encontrar en las Escrituras inspiradas que creemos una idea que sustente esta impiedad), ¿qué necesidad hay de discutir más sobre puntos admitidos con alguien que no solo tergiversa las palabras de los santos, sino que incluso contiende contra sus propias definiciones? Porque si el orden de la naturaleza, como Eunomio admite, da testimonio adicional del nombre del Hijo por razón de su engendramiento, y por lo tanto la correspondencia del nombre es según la relación del engendrado con el engendrador, ¿cómo es que él tergiversa el significado de la palabra Hijo de su aplicación natural, y cambia la relación con la cosa hecha y su hacedor (una relación que se aplica no sólo en el caso de los elementos del universo, sino que también podría afirmarse de un mosquito o una hormiga) que en la medida en que cada uno de estos es una cosa hecha, la relación de su nombre con su hacedor es igualmente equivalente? La naturaleza blasfema de la doctrina de Eunomio es clara, y no sólo de muchos otros pasajes sino incluso de los citados. En cuanto a ese uso de los santos que él alega seguir en estas expresiones, está claro que no existe tal uso en absoluto.

II
Sobre la frase "el Señor me creó"

Quizás se pueda esgrimir contra nosotros ese pasaje de Proverbios que los defensores de la herejía suelen citar como testimonio de la creación del Señor: "El Señor me creó en el principio de sus caminos, para sus obras". Porque, como estas palabras provienen de la sabiduría, y el gran Pablo llama así al Señor (1Cor 1,24), alegan este pasaje como si el mismo Dios unigénito, bajo el nombre de Sabiduría, reconociera haber sido creado por el Creador de todas las cosas. Sin embargo, me imagino que el sentido piadoso de esta afirmación es evidente para las personas moderadamente atentas y esmeradas, de modo que, en el caso de quienes son instruidos en los oscuros dichos de Proverbios, no se perjudica la doctrina de la fe. Sin embargo, creo que conviene analizar brevemente lo que debe decirse sobre este tema: que, al explicarse con mayor claridad la intención de este pasaje, la doctrina herética podría no tener cabida para la osadía, ya que se basa en la evidencia del autor inspirado. Es universalmente admitido que el nombre de proverbio, en su uso bíblico, no se aplica en relación con el sentido evidente, sino con vistas a un significado oculto, como el evangelio denomina proverbios a dichos oscuros y confusos; de modo que el proverbio, si se explicara su interpretación mediante una definición, sería una forma de expresión que, mediante un conjunto de ideas inmediatamente presentadas, señala algo más oculto, o una forma de expresión que no señala directamente el propósito del pensamiento, sino que imparte su instrucción mediante una significación indirecta. Ahora bien, a este libro se le atribuye especialmente este nombre como título, y la fuerza de la denominación se interpreta de inmediato en el prefacio del sabio Salomón. Pues no llama a los dichos de este libro máximas, consejos ni enseñanzas claras, sino proverbios, y añade una explicación. ¿Cuál es el significado de esta palabra? "Conocer sabiduría e instrucción", nos dice la Escritura (Prov 1,2), que no nos presenta el curso de la instrucción en sabiduría según el método común en otros tipos de aprendizaje, sino que nos insta a que primero nos hagamos sabios mediante una formación previa, y luego recibamos la instrucción que transmiten los proverbios. Pues nos dice que hay palabras de sabiduría que revelan su propósito mediante un giro. Pues lo que no se entiende directamente requiere un cambio para comprender lo oculto; y así como Pablo, a punto de cambiar el sentido literal de la historia por la contemplación figurativa, dice que cambiará su voz (Gál 4,20), así también aquí Salomón llama a la manifestación del significado oculto un cambio de sentido del dicho, como si la belleza de los pensamientos no pudiera percibirse a menos que se obtuviera una visión de la brillantez revelada del pensamiento al invertir el significado aparente del dicho, como sucede con el plumaje que adorna la parte posterior del pavo real. Pues en él, quien ve la parte posterior de su plumaje la desprecia por su falta de belleza y color, como una visión mezquina; pero si se le da la vuelta y se le muestra la otra perspectiva, entonces ve la variada pintura de la naturaleza: el semicírculo brillando en el centro con su tinte púrpura, y la niebla dorada alrededor del círculo, rodeada y reluciendo en su borde con sus múltiples tonos de arcoiris. Puesto que no hay belleza en lo obvio del dicho (pues toda la gloria de la hija del rey reside en su interior, brillando con su ornamento oculto en pensamientos dorados), Salomón necesariamente sugiere a los lectores de este libro el giro del dicho, para que así puedan comprender una parábola y un dicho oscuro, palabras de sabios y enigmas. Ahora bien, como esta enseñanza proverbial abarca estos elementos, un hombre razonable no recibirá ningún pasaje citado de este libro, por claro e inteligible que sea a primera vista, sin examen e inspección; pues sin duda hay cierta contemplación mística subyacente incluso a esos pasajes que parecen manifiestos. Y si los pasajes obvios de la obra necesariamente exigen un escrutinio algo minucioso, ¿cuánto más lo requieren aquellos pasajes donde incluso la comprensión inmediata nos presenta mucho que es oscuro y difícil? Comencemos entonces nuestro examen desde el contexto del pasaje en cuestión, y veamos si la lectura de las cláusulas contiguas nos da un sentido claro. El discurso describe a la sabiduría como la que pronuncia ciertos dichos en su propia persona. Todo estudiante conoce lo que se dice en el pasaje donde la sabiduría hace del consejo su morada, e invoca su conocimiento y entendimiento, y afirma que posee fuerza y prudencia (mientras que ella misma se llama inteligencia), y que anda por los caminos de la justicia y se guía por los caminos del juicio justo, y declara que por ella reinan los reyes, los príncipes escriben el decreto de la equidad y los monarcas se apoderan de su propia tierra. Ahora bien, todos verán que el lector atento no recibirá ninguna de las frases citadas sin un escrutinio previo, según el sentido obvio. Pues si por ella los reyes ascienden a su gobierno, y si de su monarquía deriva su fuerza, se deduce necesariamente que la sabiduría se nos muestra como una hacedora de reyes, y se atribuye la culpa de quienes ejercen un mal gobierno en sus reinos. Pero conocemos reyes que en verdad avanzan bajo la guía de la sabiduría hacia el gobierno sin fin: los pobres de espíritu, cuya posesión es el reino de los cielos, como promete el Señor, que es la sabiduría del evangelio. Y a estos también los reconocemos como los príncipes que gobiernan sus pasiones, que no están esclavizados por el dominio del pecado, que inscriben el decreto de la equidad en su propia vida, como si fuera en una tabla. Así, también, ese loable despotismo que, mediante la alianza de la sabiduría, transforma la democracia de las pasiones en la monarquía de la razón, esclaviza lo que corría desenfrenadamente hacia una libertad perversa, me refiero a todos los pensamientos carnales y terrenales, pues "la carne codicia contra el espíritu" (Gál 5,17) y se rebela contra el gobierno del alma. De esta tierra, entonces, tal monarca gana posesión, de la cual fue, según la primera creación, designado como gobernante por el Verbo. Dado que todos los hombres razonables admiten que estas expresiones deben interpretarse en este sentido, y no en el que aparece a primera vista en las palabras, es probable que la frase que analizamos, al estar escrita en estrecha relación con ellas, no sea recibida por los hombres prudentes de forma absoluta y sin examen. "Si os declaro, dice ella, las cosas que suceden día a día, "recordaré relatar las cosas desde la eternidad: que el Señor me creó". ¿Qué tiene que decir, por favor, el esclavo del texto literal, que se sienta a escuchar atentamente el sonido de las sílabas, como los judíos, a esta frase? ¿Acaso la conjunción "si os declaro las cosas que suceden día a día, el Señor me creó" no resuena extrañamente en los oídos de quienes escuchan atentamente? Como si, si ella no declarara las cosas que suceden día a día, negara por consiguiente absolutamente que fue creada. Pues quien dice "fui creada", con su silencio les deja entender que no fui creada si no declaro. El Señor me creó, dice ella, "en el principio de sus caminos, y para sus obras. Me creó desde la eternidad, en el principio, antes de crear la tierra, antes de crear las profundidades, antes de que brotaran los manantiales de las aguas, antes de que se establecieran los montes, antes de todas las colinas, me engendró". ¿Qué nuevo orden de formación de una criatura es éste? Primero se crea, luego se establece y luego se engendra. El Señor hizo, dice ella, tierras, incluso deshabitadas, y los confines habitados de la tierra bajo el cielo. ¿De qué Señor habla ella como creador de la tierra, tanto deshabitada como habitada? De Aquel, sin duda, que creó la sabiduría. Pues tanto una frase como la otra son pronunciadas por la misma persona; tanto la que dice "el Señor me creó", como la que añade "el Señor hizo la tierra, incluso deshabitada". Así, el Señor será igualmente creador de ambas: de la sabiduría misma, de la tierra habitada y deshabitada. ¿Qué debemos entonces interpretar con la afirmación: "Todas las cosas fueron hechas por él, y sin él nada fue hecho"? Pues si un mismo Señor crea tanto la sabiduría (que nos aconsejan entender del Hijo) como las cosas particulares que están incluidas en la creación, ¿cómo puede el sublime Juan decir la verdad al afirmar que todas las cosas fueron hechas por él? Pues esta Escritura suena contraria a la del evangelio, al atribuir al Creador de la sabiduría la creación de la tierra deshabitada y habitada. Así también, con todo lo que sigue: ella habla de un trono de Dios apartado sobre los vientos, y dice que las nubes de arriba se hacen fuertes, y las fuentes bajo el cielo seguras; y el contexto contiene muchas expresiones similares, que exigen en gran medida esa interpretación por parte de una inteligencia minuciosa y clarividente, que se observa en los pasajes ya citados. ¿Qué es el "trono apartado sobre los vientos"? ¿Cuál es "la seguridad de las fuentes bajo el cielo"? ¿Cómo "se hacen fuertes las nubes de arriba"? Si alguien interpretara el pasaje con referencia a los objetos visibles, encontraría que los hechos difieren considerablemente de las palabras. Porque ¿quién ignora que las partes extremas de la tierra bajo el cielo, por exceso en una dirección o en la otra, ya sea por estar demasiado cerca del calor del sol o por estar demasiado alejadas de él, son inhabitables? Algunas son excesivamente secas y áridas, otras abundan en humedad y se enfrían por las heladas, y solo está habitada la parte que se encuentra igualmente alejada del extremo de cada una de las dos condiciones opuestas. Pero si es el centro de la tierra lo que está ocupado por el hombre, ¿cómo dice el proverbio que los confines de la tierra bajo el cielo están habitados? Además, ¿qué fuerza podría percibirse en las nubes para que ese pasaje tenga un sentido verdadero, según su aparente intención, que dice que las nubes de arriba se han fortalecido? Pues la naturaleza de la nube es una especie de vapor bastante ligero que se difunde por el aire, el cual, al ser ligero, debido a su gran sutileza, es transportado por el aliento del aire y, al ser comprimido, cae a través del aire que lo sostenía, en forma de una pesada gota de lluvia. ¿Cuál es entonces la fuerza en estos, que no ofrecen resistencia al tacto? Pues en la nube se puede discernir la naturaleza ligera y fácilmente disuelta del aire. Además, ¿cómo se establece el trono divino sobre los vientos que son por naturaleza inestables? Y en cuanto a decir primero que es creada, luego que es engendrada, y entre estas dos afirmaciones que es establecida, ¿qué explicación podría alguien ofrecer que concordara con el sentido común y obvio? El punto también sobre el cual se planteó una duda previamente en nuestro argumento, es decir, la declaración de las cosas que suceden día a día, y el recordar relatar las cosas desde la eternidad, es, por así decirlo, una condición de la afirmación de la Sabiduría de que fue creada por Dios. Así pues, dado que lo dicho ha demostrado claramente que ninguna parte de este pasaje requiere un análisis y reflexión previos, sería conveniente, al igual que con el resto, no interpretar el texto "el Señor me creó" según el sentido que se nos presenta inmediatamente en la frase, sino buscar con atención y cuidado lo que debe entenderse piadosamente a partir de su enunciado. Ahora bien, comprender perfectamente el sentido del pasaje que nos ocupa parecería pertenecer solo a quienes sondean las profundidades con la ayuda del Espíritu Santo y saben expresar en el Espíritu los misterios divinos. Sin embargo, nuestra explicación se centrará únicamente en el pasaje en cuestión, sin pasar por alto su significado. ¿Cuál es, entonces, nuestra explicación? No creo que sea posible que la sabiduría que surge en cualquier hombre de la iluminación divina venga sola, al margen de los demás dones del Espíritu, sino que necesariamente debe acompañarla también la gracia de la profecía. Pues si la comprensión de la verdad de las cosas que son es el poder peculiar de la sabiduría, y la profecía incluye el conocimiento claro de las cosas que están por ser, uno no poseería el don de sabiduría en perfección, si no incluyera además en su conocimiento, con la ayuda de la profecía, el futuro igualmente. Ahora bien, puesto que no es mera sabiduría humana la que Salomón reivindica para sí mismo, quien dice: "Dios me ha enseñado sabiduría", y quien, al decir que todas mis palabras son habladas de Dios, refiere a Dios todo lo que él mismo dice, sería bueno en esta parte de Proverbios rastrear la profecía que se mezcla con su sabiduría. Pero decimos que en la parte anterior del libro, donde dice que la sabiduría se ha construido una casa, se refiere oscuramente en estas palabras a la preparación de la carne del Señor, pues "la sabiduría no habitó en el edificio de otro", sino que construyó para sí misma esa morada a partir del cuerpo de la Virgen. Aquí, sin embargo, añade a su discurso aquello de lo que ambos se hace uno: de la casa, y de la sabiduría que construyó la casa (es decir, de la humanidad y de la divinidad que se mezclaron con el hombre). A cada uno de estos aplica términos adecuados y apropiados, como podéis ver que también es el caso en los evangelios, donde el discurso, procediendo como corresponde a su tema, emplea la fraseología más elevada y divina para indicar la deidad, y la que es humilde y modesta para indicar la humanidad. Así, en este pasaje también podemos ver a Salomón conmovido proféticamente, presentándonos en su plenitud el misterio de la encarnación. Pues hablamos primero del poder y la energía eternos de la sabiduría; y aquí el evangelista, hasta cierto punto, concuerda con él en sus mismas palabras. Pues así como este último, en su frase abarcadora, lo proclamó causa y Creador de todas las cosas, así Salomón dice que "por él fueron creadas las cosas individuales que están incluidas en el todo". Pues nos dice que Dios, por medio de la sabiduría, estableció la tierra, y con entendimiento preparó los cielos, y todo lo que sigue a estos en orden, manteniendo el mismo sentido; y para que no pareciera pasar por alto el don de la excelencia en los hombres. Más adelante, Proverbios continúa diciendo, hablando en la persona de la sabiduría, las palabras que mencionamos un poco antes: "Hice del consejo mi morada, y del conocimiento, y del entendimiento, y de todo lo que se relaciona con la instrucción en el intelecto y el conocimiento". Después de relatar estos y otros asuntos similares, procede a presentar también su enseñanza acerca de la dispensación con respecto al hombre, por qué "el Verbo se hizo carne". Porque siendo evidente para todos que Dios, que está sobre todas las cosas, no tiene en sí nada como cosa creada o importada, ni poder, ni sabiduría, ni luz, ni palabra, ni vida, ni verdad, ni ninguna de las cosas que se contemplan en la plenitud del seno divino (todas las cuales es el Dios unigénito, que está en el seno del Padre), el nombre de creación no podría aplicarse propiamente a ninguna de las cosas que se contemplan en Dios, de modo que el Hijo que está en el Padre, o el Verbo que está en el principio, o la luz que está en la luz, o la vida que está en la vida, o la sabiduría que está en la sabiduría, dijeran: "El Señor me creó". Porque si la sabiduría de Dios es creada (y "Cristo es el poder de Dios y la sabiduría de Dios"; 1 Cor 1,24), Dios, se seguiría, tiene su sabiduría como una cosa importada, recibiendo después, como resultado de hacer, algo que no tenía al principio. Ciertamente, Aquel que está en el seno del Padre no nos permite concebir el seno del Padre como siempre vacío de sí mismo. Aquel que está en el principio ciertamente no es de las cosas que llegan a existir en ese seno desde afuera, sino que, siendo la plenitud de todo bien, se le concibe como estando siempre en el Padre, sin esperar a surgir en él como resultado de la creación, de modo que el Padre no debería ser concebido como vacío de bien en ningún momento, sino que Aquel que se concibe como estando en la eternidad de la divinidad del Padre está siempre en él, siendo poder, vida, verdad, sabiduría y similares. En consecuencia, las palabras "me creó" no proceden de la naturaleza divina e inmortal, sino de aquello que se mezcló con ella en la encarnación, de nuestra naturaleza creada. ¿Cómo es entonces que lo mismo, llamado sabiduría, entendimiento e inteligencia, establece la tierra, prepara los cielos y rompe las profundidades, y sin embargo, es creado aquí para el comienzo de sus obras? Tal dispensación, nos dice, no se presenta sin gran causa. En efecto, dado que los hombres, tras recibir el mandamiento de las cosas que debemos observar, desecharon por desobediencia la gracia de la memoria y se volvieron olvidadizos, por esta causa, para que yo pueda anunciarles las cosas que suceden día a día para su salvación, y puede traerte a la memoria al recordarte las cosas de la eternidad, que has olvidado (pues no es un nuevo evangelio el que ahora proclamo, sino que trabajo en tu restauración a tu primer estado) para esta causa fui creado, quien siempre soy, y no necesito creación para ser; de modo que soy el principio de los caminos para las obras de Dios (es decir, para los hombres). Porque destruido el primer camino, debe ser necesario consagrar de nuevo para los errantes un camino nuevo y vivo, incluso yo mismo, quien soy el camino. Esta visión, que el sentido de me creó tiene referencia a la humanidad, el divino apóstol nos lo expone más claramente con sus propias palabras cuando nos ordena: "Vestíos del Señor Jesucristo" (Rm 13,14), y: "Vestíos del nuevo hombre que después de Dios es creado" (Ef 4,24). Porque si la vestidura de la salvación es una, y es Cristo, no se puede decir que el nuevo hombre, creado según Dios, sea otro que Cristo, pero es claro que quien se ha revestido de Cristo se ha revestido del nuevo hombre creado según Dios. Porque, en realidad, sólo él es llamado propiamente el nuevo hombre, quien no apareció en la vida del hombre por las formas conocidas y ordinarias de la naturaleza, sino que sólo en su caso la creación, en una forma extraña y especial, fue instituida de nuevo. Por esta razón, nombra a la misma persona, cuando se refiere a la maravillosa manera de su nacimiento, el nuevo hombre, creado según Dios, y cuando mira a la naturaleza divina, que se fusionó en la creación de este nuevo hombre, lo llama Cristo: de modo que los dos nombres (me refiero al nombre de Cristo y al nombre del nuevo hombre creado según Dios) se aplican a una y la misma persona. Puesto que Cristo es sabiduría, que el lector inteligente considere la explicación de nuestro oponente y la nuestra, y juzgue cuál es la más piadosa, la que preserva mejor en el texto las concepciones propias de la naturaleza divina; si la que declara al Creador y Señor de todo como creado, y lo sitúa al mismo nivel que la creación esclava, o la que mira a la encarnación y preserva la debida proporción con respecto a nuestra concepción tanto de la divinidad como de la humanidad, teniendo en cuenta que el gran Pablo testifica a favor de nuestra opinión, quien ve en el nuevo hombre la creación, y en la verdadera sabiduría el poder de la creación. Además, el orden del pasaje concuerda con esta visión de la doctrina que transmite, porque si no se hubiera creado el comienzo de los caminos entre nosotros, no se habrían "establecido los cimientos de las eras que esperamos", ni el Señor se habría convertido para nosotros en "el Padre del siglo venidero" si no nos hubiera nacido un Hijo, y no se le hubiera llamado por su nombre, con todos los demás títulos que le da el profeta. Así, primero se cumplió el misterio obrado en la virginidad y la dispensación de la pasión, y luego los sabios constructores de la fe sentaron las bases de la fe: que éste es Cristo, el Padre del siglo venidero, sobre quien se edifica la vida eterna. Y cuando esto suceda, para que en cada creyente se obren los decretos divinos de la ley evangélica y los diversos dones de los espíritus santos (todo lo cual la Escritura divina denomina figurativamente, con un significado adecuado, montes y colinas, llamando a la justicia "montes de Dios" y hablando de sus juicios como abismos, y dando el nombre de tierra a lo que es sembrado por la Palabra y produce fruto abundante; o en ese sentido en que David nos enseña a entender "la paz por los montes y la justicia por los collados"), la sabiduría se engendra en los fieles, y el dicho es cierto. Porque Aquel que está en quienes lo han recibido, aún no ha sido engendrado en los incrédulos. Así, para que estas cosas se obren en nosotros, su Hacedor debe ser engendrado en nosotros. Porque si la sabiduría se engendra en nosotros, entonces en cada uno de nosotros está preparada por Dios una tierra deshabitada (la tierra, aquella que recibe la siembra y el arado de la Palabra, la tierra deshabitada, el corazón limpio de malos habitantes) y así nuestra morada estará en los extremos de la tierra. Porque puesto que en la tierra algo es profundidad y algo es superficie, cuando un hombre no está enterrado en la tierra, o por así decirlo, habitando en una cueva por pensar en las cosas de abajo (como es la vida de aquellos que viven en pecado, que se atascan en el lodo profundo donde no hay suelo, cuya vida es verdaderamente un pozo, como dice el salmo, que el pozo no cierre su boca sobre mí) si, digo, un hombre, cuando la sabiduría es engendrada en él, piensa en las cosas de arriba, y toca la tierra sólo lo que necesita, tal hombre habita en los extremos de la tierra bajo los cielos, sin sumergirse profundamente en el pensamiento terrenal; con él está presente la sabiduría, ya que prepara en sí mismo el cielo en lugar de la tierra: y cuando, llevando a cabo los preceptos, fortalece para sí la instrucción de las nubes de arriba, y encerrando el grande y extenso mar de la maldad, como si fuera una playa, con su conversación exacta impide que el agua turbulenta salga de su boca; y si por la gracia de la instrucción se le hace morar entre las fuentes, derramando la corriente de su discurso con segura cautela, para que no dé a nadie de beber el fluido turbio de la destrucción en lugar de agua pura, y si se le eleva por encima de todos los caminos terrenales y se vuelve aéreo en su vida, avanzando hacia esa vida espiritual de la que habla como los vientos, de modo que es apartado para ser un trono de Aquel que está sentado en él (como Pablo fue apartado para el evangelio para ser un vaso escogido para llevar el nombre de Dios, quien, como se expresa en otra parte, fue hecho un trono, llevando a Aquel que se sentó sobre él) cuando es establecido en estas y otras formas similares, de modo que el que ya ha formado completamente en sí mismo la tierra habitada por Dios, ahora se regocija en alegría por ser hecho padre, no de bestias salvajes e insensatas, sino de hombres (y estos serían pensamientos divinos, que son moldeados según la imagen divina, por la fe en Aquel que ha sido creado y engendrado, y puesto en nosotros (y la fe, según las palabras de Pablo, se concibe como el fundamento por el cual la sabiduría se engendra en los fieles, y se obran todas las cosas que he hablado) entonces, digo, la vida del hombre que ha sido así establecido es verdaderamente bienaventurada, pues la Sabiduría está siempre de acuerdo con él y se regocija con quien encuentra alegría a diario sólo en ella. Pues el Señor se regocija en sus santos, y hay alegría en el cielo por los que se salvan, y Cristo, como Padre, ofrece un banquete a su hijo rescatado. Aunque hemos hablado apresuradamente de estos asuntos, que el hombre cuidadoso lea el texto original de la Sagrada Escritura y ajuste sus oscuras palabras a nuestras reflexiones, comprobando si no es mucho mejor considerar que el significado de estas oscuras palabras tiene esta referencia, y no la que se le atribuye a primera vista. Pues no es posible que se considere verdadera la teología de Juan, que afirma que todas las cosas creadas son obra del Verbo, si en este pasaje se cree que quien creó a la sabiduría creó junto con ella también todas las demás cosas. Porque en ese caso no todas las cosas serán por ella, sino que ella misma será contada entre las cosas creadas. Y que esta es la referencia de los dichos enigmáticos se revela claramente en el pasaje que sigue, que dice "bienaventurado el que guarda mis caminos", refiriéndose a los caminos que conducen a la virtud, cuyo principio es la posesión de la sabiduría. ¿Quién, entonces, que consulte la divina Escritura, no estará de acuerdo en que los enemigos de la verdad son a la vez impíos y calumniadores? Impíos porque, en la medida en que de ellos depende, degradan la gloria inefable del Dios unigénito y la unen a la creación, esforzándose por demostrar que el Señor, cuyo poder sobre todas las cosas es unigénito, es una de las cosas que fueron hechas por él; calumniadores, porque, aunque la propia Escritura no les da fundamento para tales opiniones, se arman contra la piedad como si extrajeran su evidencia de esa fuente. Ahora bien, puesto que de ninguna manera pueden mostrar ningún pasaje de las Sagradas Escrituras que nos lleve a considerar la gloria pretemporal del Dios unigénito en conjunción con la creación sujeto, es bueno que, probados estos puntos , las señales de la victoria sobre la falsedad se aduzcan como testimonio de la doctrina de la piedad, y que dejando de lado estos sistemas verbales suyos por los cuales hacen que la criatura responda al creador, y la cosa hecha al hacedor, confesemos, como nos enseña el evangelio del cielo, al Hijo bienamado, no un bastardo, no una falsificación; sino que, aceptando con el nombre de Hijo todo lo que naturalmente pertenece a ese nombre, digamos que aquel que es de Dios verdadero es Dios verdadero, y que creamos de él todo lo que contemplamos en el Padre, porque son uno, y en uno se concibe el otro, no sobrepasándolo, no inferior a él, no alterado o sujeto a cambio en ninguna propiedad divina o excelente.

III
Sobre la generación del Hijo, carente de alienación
humana

Viendo que el conflicto de Eunomio consigo mismo se ha hecho manifiesto, y se ha demostrado que se contradice (en una ocasión diciendo que debe ser llamado Hijo, porque es engendrado, y en otra que, porque es creado, ya no se le llama Hijo, sino producto), creo que es correcto que el lector atento y cuidadoso, como no es posible, cuando dos afirmaciones están en desacuerdo mutuo, que la verdad se encuentre igualmente en ambas, rechace de las dos lo que es impío y blasfemo. Es decir, con respecto a la criatura y al producto, y asienta sólo a lo que es de tendencia ortodoxa, que confiesa que el apelativo de Hijo se aplica naturalmente al Dios unigénito: de modo que la palabra de verdad parecería ser recomendada incluso por la voz de sus enemigos. Reanudo mi discurso, sin embargo, retomando el punto de su argumento que originalmente dejamos de lado. No nos negamos, dice Eunomio, a llamar al Hijo, "ya que es engendrado, incluso con el nombre de producto de la generación, ya que la propia esencia generada y el apelativo de Hijo hacen apropiada tal relación de palabras". Que el lector que sigue críticamente el argumento recuerde esto: que hablar de la esencia generada en el caso del Unigénito nos permite hablar de la esencia no generada en el caso del Padre (de modo que ni la ausencia de generación ni la generación pueden ya suponer que constituyan la esencia, sino que la esencia debe tomarse por separado), y que su ser (o no ser engendrado) debe concebirse por separado mediante los atributos peculiares que se contemplan en ella. Consideremos ahora con más detenimiento el argumento de Eunomio sobre este punto. Dice Eunomio que "una esencia ha sido engendrada, y que el nombre de esta esencia generada es Hijo". Bien, en este punto nuestro argumento refutará el de nuestros oponentes por dos motivos: primero, por un intento de picardía, y segundo, por negligencia en su intento contra nosotros. Pues Eunomio se comporta como un pícaro al hablar de la generación de la esencia, para establecer su oposición entre las esencias, una vez que se dividen respecto a una diferencia de naturaleza entre lo generado y lo ingenerado; mientras que la negligencia de su intento se demuestra por las mismas posiciones que su picardía intenta establecer. Pues quien dice que la esencia es generada, define claramente la generación como algo distinto de la esencia, de modo que el significado de generación no puede atribuirse a la palabra esencia. Pues en este pasaje no ha representado el asunto como suele hacerlo, como para decir que la generación es en sí misma la esencia, sino que reconoce que la esencia es generada, de modo que se produce en sus lectores una noción distinta en el caso de cada palabra: pues una concepción surge en quien oye que fue generada, y otra es evocada por el nombre de esencia. Mi argumento puede aclararse con un ejemplo. El Señor dice en el evangelio que "una mujer, cuando se acerca el parto, está triste, pero después se regocija con alegría porque un hombre nace al mundo". Así como en este pasaje derivamos del evangelio dos concepciones distintas: una, el nacimiento que concebimos por vía de generación, y la otra, la que resulta del nacimiento (pues el nacimiento no es el hombre, sino el hombre es por el nacimiento); así también aquí, cuando Eunomio confiesa que la esencia fue generada, aprendemos por la última palabra que la esencia proviene de algo, y por la primera concebimos ese sujeto mismo que tiene su ser real de algo. Si, entonces, el significado de esencia es una cosa, y la palabra que expresa generación nos sugiere otra concepción, sus ingeniosas artimañas se han arruinado por completo, como vasijas de barro arrojadas una contra otra y mutuamente destrozadas. Pues ya no les será posible, si aplican la oposición de generado e ingenerado a la esencia del Padre y del Hijo, aplicar al mismo tiempo a las cosas mismas el conflicto mutuo entre estos nombres. Como Eunomio confiesa que la esencia es generar (dado que el ejemplo del evangelio explica el significado de dicha frase, donde, cuando oímos que un hombre es generado, no concebimos que el hombre sea lo mismo que su generación, sino que recibimos una concepción distinta en cada una de las dos palabras), la herejía seguramente ya no podrá expresar con tales palabras su doctrina de la diferencia de las esencias. Sin embargo, para aclarar al máximo nuestra explicación de estos asuntos, analicemos el punto de la siguiente manera: Quien creó el universo creó la naturaleza del hombre con todas las cosas en el principio, y después de la creación de Adán, estableció para los hombres la ley de la generación, diciendo: "Sed fecundos y multiplicaos" (Gn 1,28). Ahora bien, si bien Abel llegó a existir por generación, ¿qué hombre razonable negaría que, en el sentido real de la generación humana, Adán existió de forma no generada? Sin embargo, el primer hombre tenía en sí mismo la definición completa de la naturaleza esencial del hombre, y quien fue generado de él fue inscrito bajo el mismo nombre esencial. Pero si la esencia generada fuese hecha de otra manera que la que no fue generada, el mismo nombre esencial no se aplicaría a ambas: pues de aquellas cosas cuya esencia es diferente, el nombre esencial tampoco es el mismo. Puesto que, entonces, la naturaleza esencial de Adán y de Abel se caracteriza por las mismas características, debemos concordar en que una misma esencia se encuentra en ambos, y que ambos se manifiestan en la misma naturaleza. Pues Adán y Abel son uno en cuanto a la definición de su naturaleza, pero se distinguen sin confusión por los atributos individuales observados en cada uno. Por lo tanto, no podemos decir con propiedad que Adán generó otra esencia además de sí mismo, sino que de sí mismo generó otro yo, con el cual se produjo la definición completa de la esencia de quien lo generó. Lo que, entonces, aprendemos en el caso de la naturaleza humana mediante la guía inferencial que nos proporciona la definición, creo que debemos tomarlo como guía también para la comprensión pura de las doctrinas divinas. Pues cuando hayamos desechado de las doctrinas divinas y exaltadas todas las nociones carnales y materiales, seremos conducidos con toda seguridad por la concepción restante, una vez purificada de tales ideas, a las alturas elevadas e inaccesibles. Incluso nuestros adversarios confiesan que Dios, quien está sobre todas las cosas, es y es llamado Padre del Unigénito, y además le dan al Dios unigénito, quien es del Padre, el nombre de Engendrado, por razón de ser engendrado. Dado que entre los hombres la palabra padre tiene ciertos significados asociados, de los cuales la naturaleza pura es ajena, le corresponde al hombre dejar de lado todas las concepciones materiales que entran por asociación con el significado carnal de la palabra padre, y formarse, en el caso de Dios y Padre, una concepción acorde con la naturaleza divina, que exprese únicamente la realidad de la relación. Por lo tanto, dado que en la noción de un padre humano se incluye no sólo todo lo que la carne sugiere a nuestros pensamientos, sino que también se concibe, sin duda, cierta noción de intervalo con la idea de ser humano. Sería bueno, en el caso de la generación divina, rechazar, junto con la contaminación corporal, también la noción de intervalo, para que así lo que pertenece propiamente a la materia pueda ser completamente purgado, y la generación trascendente pueda ser clara, no sólo de la idea de pasión, sino de la de intervalo. Ahora bien, quien dice que Dios es un Padre unirá con el pensamiento de que "Dios es" el pensamiento adicional de que "él es algo", porque aquello que tiene su ser de algún principio, ciertamente también deriva de algo el principio de su ser, sea lo que sea: pero Aquel en cuyo caso el ser no tuvo principio, no tiene su principio de nada, aunque contemplemos en él algún otro atributo que la simple existencia. Pues bien, Dios es un Padre. Se sigue que él es lo que es desde la eternidad: porque él no llegó a ser, sino que es un Padre: porque en Dios lo que era, es y será. Por otra parte, si él no fue nada en un tiempo, entonces tampoco lo es ni lo será: pues no se le considera Padre de un ser, de modo que se pueda afirmar piadosamente que Dios existió en un tiempo por sí mismo sin ese ser. Pues el Padre es Padre de la vida, de la verdad, de la sabiduría, de la luz, de la santificación, del poder y de todo lo semejante que el Unigénito es o se le llama. Así, cuando los adversarios alegan que la luz no fue en un tiempo, no sé a quién se le hace mayor daño, si a la luz, por no ser, o a Aquel que la tiene, por no tenerla. Lo mismo ocurre con la vida, la verdad, el poder y todas las demás características con las que el Unigénito llena el seno del Padre, siendo todas las cosas en su propia plenitud. El absurdo será igual en ambos casos, y la impiedad contra el Padre será igual a la blasfemia contra el Hijo, pues al decir que el Señor no existió en un tiempo, no sólo se afirmaría la inexistencia del poder, sino que se estaría diciendo que el poder de Dios, quien es el Padre del poder, no existió. Así, la afirmación hecha por tu doctrina de que el Hijo no existió en un tiempo, no establece otra cosa que una destitución de todo bien en el caso del Padre. Mira a qué fin conduce la agudeza de estos sabios, cómo por ellos se cumple la palabra del Señor, que dice: "Quien me desprecia a mí, desprecia a quien me envió"; pues con los mismos argumentos con los que desprecian la existencia en cualquier momento del Unigénito, también deshonran al Padre, despojando con su doctrina de la gloria del Padre de todo buen nombre y concepción.

IV
Sobre el Padre e Hijo, unidos en idéntica esencia, naturaleza, comunicación y relación

He expuesto claramente la negligencia y picardía de Eunomio, que intenta establecer la oposición de la esencia del Unigénito a la del Padre (al llamar a uno ingénito y al otro ingénito). También he demostrado, a partir de sus propias palabras, que el término esencia significa una cosa y el término generación otra, y que no surgió con el Hijo ninguna esencia nueva y diferente aparte de la esencia del Padre (sino que lo que el Padre es en cuanto a la definición de su naturaleza), y es él quien es del Padre, ya que la naturaleza no cambia en la persona del Hijo (según la verdad del argumento demostrado por nuestra consideración de Adán y Abel). En efecto, así como en aquel caso el que no fue engendrado según la misma clase era, sin embargo, en lo que concierne a la definición de esencia, el mismo que fue engendrado, y la generación de Abel no produjo cambio alguno en la esencia, así también, en el caso de estas doctrinas puras, el Dios unigénito no produjo en sí mismo, por su propia generación, cambio alguno en la esencia de Aquel que no es engendrado (que procede, como dice el evangelio, del Padre y está en el Padre), sino que es, según el lenguaje sencillo y sencillo del Credo que profesamos, luz de luz, Dios mismo de Dios mismo, siendo el uno todo lo que el otro es, salvo ser ese otro. Sin embargo, respecto del fin por el cual él lleva a cabo este sistema, creo que no hay necesidad de que yo en este momento exprese ninguna opinión, si es audaz y peligroso, o algo permisible y libre de peligro, transformar las frases que se emplean para significar la naturaleza divina de una a otra, y llamar a Aquel que es generado con el nombre de "producto de la generación". Dejo estos asuntos de lado para que mi discurso no se entretenga demasiado en la lucha contra puntos menores y descuide los mayores; pero digo que debemos considerar cuidadosamente si la relación natural introduce el uso de estos términos: pues Eunomio afirma con seguridad que, junto con la afinidad de las denominaciones, se afirma también una relación esencial. Pues él no diría, supongo, que los nombres mismos, independientemente del sentido de las cosas significadas, tengan alguna relación o afinidad mutua; sino que todos disciernen la relación o diversidad de las denominaciones por los significados que expresan las palabras. Si, por lo tanto, confiesa que el Hijo tiene una relación natural con el Padre, dejemos las denominaciones y consideremos la fuerza que se encuentra en sus significados, si en su afinidad discernimos diversidad de esencia o aquello que es afín y característico. Decir que encontramos diversidad es una completa locura, pues, ¿cómo puede algo sin parentesco ni comunidad conservar el orden, conectado y conforme, en los nombres, cuando la propia esencia generada, como él dice, y el apelativo Hijo hacen apropiada tal relación de palabras? Si, por el contrario, afirmara que estos apelativos significan parentesco, necesariamente aparecería como defensor de la comunidad de esencia y como defensor de que la afinidad de nombres también significa la conexión de sujetos; y esto a menudo lo hace en su composición sin darse cuenta. Pues, por los argumentos con los que intenta destruir la verdad, a menudo se ve arrastrado, sin darse cuenta, a defender las mismas doctrinas contra las que contiende. Algo así nos dice la historia acerca de Saúl, que una vez, cuando fue movido a ira contra los profetas, fue vencido por la gracia, y fue hallado como uno de los inspirados, (el espíritu de profecía dispuesto, supongo, a instruir al apóstata por medio de sí mismo), de donde la naturaleza sorprendente del evento llegó a ser un proverbio en su vida posterior, ya que la historia registra tal expresión a modo de asombro: "¿Está Saúl también entre los profetas?" (1Sm 19,24). ¿En qué punto, entonces, asiente Eunomio a la verdad? ¿Cuando dice que el Señor mismo, siendo Hijo de Dios vivo, sin avergonzarse de su nacimiento de la Virgen, a menudo se llamaba, en sus propias palabras, "el Hijo del hombre"? Esta frase también la alegamos como prueba de la comunidad de esencia, pues el nombre de Hijo muestra que la comunidad de naturaleza es igual en ambos casos. Pues así como se le llama Hijo del hombre por razón de la afinidad de su carne con aquella de quien nació, también es concebido, sin duda, como Hijo de Dios, por razón de la conexión de su esencia con aquello de lo que proviene su existencia, y este argumento es la mayor arma de la verdad. Pues nada señala tan claramente a Aquel que es "el mediador entre Dios y el hombre" (1Tm 2,5), como el nombre de Hijo, aplicable por igual a cualquier naturaleza, divina o humana. Pues la misma persona es Hijo de Dios y, en la encarnación, Hijo del hombre, para que, mediante su comunión con cada uno, uniera por sí mismo lo que estaba dividido por naturaleza. Ahora bien, si al convertirse en Hijo del hombre carecía de participación en la naturaleza humana, sería lógico decir que tampoco participa de la esencia divina, aunque es Hijo de Dios. Pero si toda la naturaleza compuesta del hombre estaba en él (pues "fue tentado en todo según nuestra semejanza, menos en el pecado"; Hb 4,15), es ciertamente necesario creer que todas las propiedades de la esencia trascendente también están en él, como el Verbo Hijo reclama para él ambas por igual: lo humano en el hombre, pero en Dios, lo divino. Si, pues, las denominaciones, como dice Eunomio, indican parentesco, y la existencia de este se observa en las cosas, no en el mero sonido de las palabras (y por cosas me refiero a las cosas concebidas en sí mismas, si no es demasiado atrevido hablar así del Hijo y del Padre), ¿quién negaría que el mismísimo campeón de la blasfemia se ha visto arrastrado, por su propia acción, a la defensa de la ortodoxia, derribando por sus propios medios sus propios argumentos y proclamando la comunidad de esencia en el caso de las doctrinas divinas? Pues el argumento que, a regañadientes, pone en la balanza del lado de la verdad no falsea este punto: que no habría sido llamado Hijo si la concepción natural de los nombres no confirmara esta vocación. Pues así como a un banco no se le llama hijo del obrero, y nadie en su sano juicio diría que el constructor engendró la casa, y no decimos que la viña sea producto del viñador, sino que llamamos a lo que un hombre hace su obra, y a quien es engendrado por él hijo del hombre (para, supongo, que el significado correcto se pudiera atribuir mediante los nombres a los respectivos sujetos), así también, cuando se nos enseña que el Unigénito es Hijo de Dios, no entendemos por esta denominación una criatura de Dios, sino lo que la palabra Hijo en su significado realmente muestra. Y aunque la Escritura llame al vino "producto de la vid", tampoco nuestro argumento respecto a la doctrina ortodoxa se verá afectado por esta identidad de nombre. En efecto, no llamamos al vino "producto del roble", ni a la bellota "producto de la vid", sino que usamos la palabra solo si existe alguna comunidad natural entre el producto y aquello de lo que proviene. Pues la humedad de la vid, que se extrae de la raíz a través del tallo por la médula, es, en su poder natural, agua; pero, a medida que pasa en secuencia ordenada por los caminos de la naturaleza, y fluye de lo más bajo a lo más alto, se transforma en vino, un cambio al que contribuyen en cierta medida los rayos del sol, que con su calor extraen la humedad de las profundidades hacia los sarmientos, y mediante un proceso adecuado y adecuado de maduración la convierten en vino. De modo que, en cuanto a su naturaleza, no hay diferencia entre la humedad que existe en la vid y el vino que se produce a partir de ella. Pues una forma de humedad proviene de la otra, y no se podría decir que la causa. El vino es cualquier cosa distinta a la humedad que existe naturalmente en los sarmientos. Pero, en cuanto a la humedad, las diferencias de calidad no producen alteración, sino que se encuentran cuando alguna peculiaridad distingue la humedad presente en el vino de la presente en los sarmientos, siendo una de las dos formas acompañada de astringencia, dulzor o acidez, de modo que en esencia son lo mismo, pero se distinguen por diferencias cualitativas. Así como, por lo tanto, cuando escuchamos en la Escritura que el Dios unigénito es Hijo del hombre, aprendemos por el parentesco expresado en el nombre su parentesco con el hombre verdadero, así también, si el Hijo es llamado, en la frase de los adversarios, un producto, aprendemos, incluso por este nombre, su parentesco en esencia con Aquel que lo ha producido, por el hecho de que se ha descubierto que el vino, llamado producto de la vid, no es ajeno, en cuanto a la idea de humedad, al poder natural que reside en la vid. De hecho, si se examinara con prudencia lo que dicen nuestros adversarios, se inclinan hacia nuestra doctrina, y su sensatez se opone a sus propias invenciones, al esforzarse por establecer sus diferencias esenciales. Sin embargo, no es fácil conjeturar de dónde llegaron a tales concepciones. Pues si el apelativo Hijo no significa simplemente provenir de algo, sino que por su significado nos presenta especialmente, como dice el propio Eunomio, parentesco en cuanto a naturaleza, y el vino no se considera producto de un roble, y esos productos o generación de víboras, de los que habla el evangelio en algún lugar, son serpientes y no ovejas, es claro que, también en el caso del Unigénito, el apelativo Hijo o de producto no transmitiría el significado de parentesco con algo de otra clase. Pero incluso si, según la frase de nuestros adversarios, se le llama "producto de la generación", y el nombre de Hijo, como ellos confiesan, se refiere a la naturaleza, el Hijo es sin duda de la esencia de Aquel que lo generó o produjo, no de la de alguna otra cosa entre las que consideramos externas a esa naturaleza. Y si él es verdaderamente de él, no es ajeno a todo lo que le pertenece, de quien es, como también en los otros casos se demostró que todo lo que proviene de algo por generación es claramente de la misma clase que aquello de donde provino.

V
Sobre la incomprensibilidad de la esencia divina, pues "vosotros adoráis lo que no sabéis"

Si alguien pidiera alguna interpretación, descripción y explicación de la esencia divina, no negaré que en este tipo de sabiduría somos indoctos, reconociendo sólo esto: que no es posible que lo que es por naturaleza infinito pueda ser comprendido en ninguna concepción expresada con palabras. El hecho de que la grandeza divina no tiene límites lo proclama la profecía, que declara expresamente que su esplendor, su gloria y su santidad no tienen fin; y si su entorno no tiene límites, mucho más él mismo, en su esencia, sea cual sea, no está comprendido por ninguna limitación. Si, entonces, la interpretación mediante palabras y nombres implica por su significado algún tipo de comprensión del tema, y si, por otro lado, lo ilimitado no puede ser comprendido, nadie podría razonablemente culparnos de ignorancia, si no somos audaces respecto a lo que nadie debería aventurarse. Pues ¿con qué nombre puedo describir lo incomprensible? ¿Con qué palabras puedo declarar lo indecible? En consecuencia, siendo la deidad demasiado excelente y sublime para ser expresada en palabras, hemos aprendido a honrar en silencio lo que trasciende el habla y el pensamiento: y si aquel que piensa más altamente de lo que debe pensar (Rm 12,3), pisotea este discurso cauteloso nuestro burlándose de nuestra ignorancia de las cosas incomprensibles, y reconoce una diferencia de desemejanza en aquello que no tiene figura, ni límite, ni tamaño, ni cantidad (me refiero al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo), y presenta para reprochar nuestra ignorancia esa frase que continuamente alegan los discípulos del engaño: "Vosotros adoráis lo que no sabéis". Si no conocéis la esencia de lo que adoráis, seguiremos el consejo del profeta, y no temeremos el reproche de los necios, ni seremos llevados por sus insultos a hablar con valentía de cosas indecibles, haciendo de ese orador inexperto Pablo nuestro maestro en los misterios que trascienden el conocimiento, que está tan lejos de pensar que la naturaleza divina está al alcance de la percepción humana, que incluso llama los juicios de Dios insondables, y sus caminos inescrutables (Rm 11,33), y afirma que las cosas prometidas a quienes lo aman, por sus buenas obras en esta vida, son incomprensibles, de modo que no es posible contemplarlas con los ojos, ni recibirlas con el oído, ni contenerlas en el corazón. Aprendiendo esto, por lo tanto, de Pablo, declaramos con valentía que, no sólo los juicios de Dios son demasiado altos para quienes intentan buscarlos, sino que también los caminos que conducen al conocimiento de él son, incluso ahora, inexplorados e intransitables. Porque esto es lo que entendemos que el apóstol quiere significar, cuando llama a los caminos que conducen al pasado incomprensible descubriendo, mostrando con la frase que ese conocimiento es inalcanzable por los cálculos humanos, y que nadie jamás encaminó su entendimiento en tal camino de razonamiento, ni mostró rastro o señal alguna de un acercamiento, por vía de la percepción, a las cosas incomprensibles. Aprendiendo estas cosas, entonces, de las elevadas palabras del apóstol, argumentamos, por el pasaje citado, de esta manera: Si sus juicios no pueden ser escudriñados, y sus caminos no son rastreados, y la promesa de sus cosas buenas trasciende cada representación que nuestras conjeturas puedan formar, ¿por cuánto más es su deidad real más alta y más sublime, con respecto a ser inefable e inaccesible, que aquellos atributos que se conciben como acompañantes, de los cuales el divinamente instruido Pablo declara que no hay conocimiento? Y por este medio confirmamos en nosotros mismos la doctrina que ellos ridiculizan, confesándonos inferiores a ellos en el conocimiento de aquellas cosas que están más allá del alcance del conocimiento, y declaramos que realmente adoramos lo que conocemos. Ahora conocemos la excelsitud de la gloria de Aquel a quien adoramos, por el mismo hecho de que no somos capaces por razonamiento de comprender en nuestros pensamientos el carácter incomparable de su grandeza; Y ese dicho de nuestro Señor a la samaritana, que nuestros enemigos nos presentan, podría dirigirse más apropiadamente a ellos. Pues las palabras "adoráis lo que no sabéis" las dirige el Señor a la samaritana, condicionada como estaba por ideas corpóreas en sus opiniones sobre Dios. Y a ella la frase le aplica bien, porque los samaritanos, creyendo adorar a Dios y, al mismo tiempo, suponiendo que la deidad está corporalmente establecida en un lugar, lo adoran sólo de nombre, adorando algo más, y no a Dios. Pues nada es divino si se concibe como circunscrito, sino que pertenece a la deidad estar en todos los lugares, impregnar todas las cosas y no estar limitada por nada; de modo que quienes luchan contra Cristo consideran que la frase que esgrimen contra nosotros se convierte en una acusación contra ellos mismos. Porque, como los samaritanos, suponiendo que la deidad estaba circunscrita por alguna circunscripción de lugar, fueron reprendidos por las palabras que oyeron: "Vosotros adoráis lo que no sabéis", y su servicio es inútil para vosotros, porque un Dios que se considera establecido en cualquier lugar no es Dios. Así, uno bien podría decir a los nuevos samaritanos: Al suponer que la Deidad está limitada por la ausencia de generación, como si fuera por algún límite local, "vosotros adoráis lo que no sabéis"', sirviéndole a él ciertamente como Dios, pero sin saber que la infinitud de Dios excede todo el significado y comprensión que los nombres pueden proporcionar.

VI
Sobre la generación del Hijo, diferente a la generación de la luz, los hombres o los carneros

Mi discurso se ha desviado demasiado del tema que nos ocupa, al seguir las preguntas que surgen ocasionalmente por vía de inferencia. Reanudemos, pues, su desarrollo, pues imagino que la frase examinada ha demostrado suficientemente, por lo que hemos dicho, ser contradictoria no sólo con la verdad, sino también consigo misma. Si, según la perspectiva de Eunomio, la relación natural con el Padre se establece mediante la denominación de Hijo, y así con la del producto de la generación con Aquel que lo engendró (ya que la sabiduría de estos hombres modela erróneamente los términos que significan la naturaleza divina en una disposición verbal, según alguna frivolidad gramatical), nadie podría dudar ya de que la relación mutua de los nombres, establecida por la naturaleza, es una prueba de su parentesco, o más bien de su identidad de esencia. Pero que nuestro discurso no gire simplemente en torno a las palabras de nuestros adversarios, para que la doctrina ortodoxa no parezca obtener la victoria sólo por la debilidad de quienes la combaten, sino que parezca tener una abundante reserva de fuerza en sí misma. Que el argumento contrario, por tanto, se fortalezca tanto como sea posible por nosotros mismos con una defensa más enérgica, para que la superioridad de nuestra fuerza pueda ser reconocida con plena confianza, al someter a la prueba infalible de la verdad también aquellos argumentos que nuestros adversarios han omitido. Quien contienda a favor de nuestros adversarios quizá diga que el nombre de Hijo, o producto de la generación, no establece en absoluto el hecho de parentesco en la naturaleza. Pues en la Escritura se usa los términos "hijo de la ira" e "hijo de perdición" (Jn 17,12), y "producto de una víbora", y en tales nombres ciertamente no hay comunidad de naturaleza aparente. Judas, por ejemplo, a quien se llama "hijo de perdición", no es en esencia lo mismo que la perdición, según lo que entendemos por la palabra, pues el significado del hombre en Judas es una cosa, y el de perdición es otra. El argumento puede establecerse igualmente a partir de un ejemplo opuesto, porque aquellos que son llamados en cierto sentido "hijos de la luz" e "hijos del día" (1Ts 5,5) no son lo mismo que la luz y el día en cuanto a la definición de su naturaleza, y las piedras son hechas hijos de Abraham cuando reclaman su parentesco con él por la fe y obras; y aquellos que son guiados por el Espíritu de Dios, como dice el apóstol, son llamados "hijos de Dios" (Rm 8,14), sin ser lo mismo que Dios en cuanto a la naturaleza; y uno puede recoger muchos ejemplos de este tipo de la Escritura inspirada, por medio de los cuales el engaño, como una imagen adornada con los testimonios de la Escritura, se disfraza de la semejanza de la verdad. Bien, ¿qué decimos a esto? La Sagrada Escritura sabe usar la palabra Hijo en ambos sentidos, de modo que en algunos casos tal denominación se deriva de la naturaleza, en otros es adventicia y artificial. Pues cuando habla de "hijos de los hombres" o de carneros, señala la relación esencial de lo engendrado con aquello de lo que proviene su ser; pero cuando habla de hijos del poder o de Dios, nos presenta ese parentesco que es resultado de la elección. Y además, en el sentido opuesto, también, las mismas personas son llamadas "hijos de Elí" e "hijos de Belial", siendo el apelativo de hijos fácilmente adaptable a cualquiera de las dos ideas. Pues cuando son llamados "hijos de Elí", se declara que tienen una relación natural con él, pero al ser llamados "hijos de Belial", se les reprende por la maldad de su elección, ya que ya no emulan a su padre en su vida, sino que someten su propio propósito al pecado. En el caso, pues, de nuestra naturaleza inferior y de las cosas que nos conciernen, debido a que la naturaleza humana se inclina por igual a ambos lados (es decir, al vicio y a la virtud), está en nuestro poder convertirnos en hijos de la noche o del día, mientras nuestra naturaleza permanezca, en lo esencial, dentro de sus límites propios. Pues ni quien por el pecado se convierte en hijo de la ira se aleja de su generación humana, ni quien por elección se apega al bien rechaza su origen humano mediante el refinamiento de sus hábitos; sino que, si bien su naturaleza en cada caso permanece igual, las diferencias de propósito asumen los nombres de su relación, según se conviertan en hijos de Dios por la virtud, o de lo contrario por el vicio. Pero ¿cómo, al menos en el caso de las doctrinas divinas, Eunomio (que preserva el orden natural y se atiene a lo que conocemos desde el principio, y no se niega a llamar al engendrado "producto de la generación", puesto que la propia esencia generada, y el apelativo Hijo, hacen apropiada tal relación de palabras), aleja al engendrado de su parentesco esencial con Aquel que lo engendró? Pues en el caso de quienes son llamados hijos o productos a modo de reproche, o cuando tales nombres van acompañados de alguna alabanza, no podemos decir que alguien sea llamado hijo de la ira, siendo al mismo tiempo engendrado por ella; ni nadie tuvo el día para su madre, en sentido corpóreo, como para que se le llamara hijo de ella; sino que es la diferencia de su voluntad la que da lugar a nombres de tal parentesco. Aquí, sin embargo, dice Eunomio que no se niega a "llamar al Hijo, ya que es engendrado, con el nombre de producto de la generación, ya que la esencia generada y el apelativo de Hijo hacen apropiada tal relación de palabras". Si, entonces, confiesa que tal relación de palabras se hace apropiada por el hecho de que el Hijo es realmente un producto de la generación, ¿cómo es oportuno asignar tal razón de nombres, por igual a aquellos que se usan inexactamente a modo de metáfora, y a aquellos donde la relación natural, como nos dice Eunomio, hace apropiado tal uso de nombres? Seguramente tal explicación es cierta sólo en el caso de aquellos cuya naturaleza es una tierra fronteriza entre la virtud y el vicio, donde uno a menudo comparte a su vez clases opuestas de nombres, convirtiéndose en un hijo, ahora de la luz, luego de nuevo de la oscuridad, por razón de afinidad con el bien o con su opuesto. Pero donde los contrarios no tienen cabida, ya no se podría decir que la palabra Hijo se aplica metafóricamente, como en el caso de quienes por elección se apropian del título. Pues no se podría llegar a esta conclusión: que, así como un hombre que se despoja de las obras de las tinieblas se convierte, por su vida decente, en un hijo de la luz, así también el Dios unigénito recibió la más honorable nombre como resultado de un cambio desde el estado inferior. Porque quien es hombre se convierte en hijo de Dios al unirse a Cristo por generación espiritual, pero Aquel que por sí mismo hace al hombre hijo de Dios no necesita otro Hijo que le otorgue la adopción de un hijo, sino que también tiene el nombre de lo que él es por naturaleza. Un hombre mismo se cambia a sí mismo, intercambiando el hombre viejo por el nuevo; pero ¿en qué se cambiará Dios, para que pueda recibir lo que no tiene? Un hombre se despoja de sí mismo y se viste de la naturaleza divina; pero ¿de qué se despoja o con qué se viste, quien es siempre el mismo? Un hombre se convierte en hijo de Dios, recibiendo lo que no tiene y dejando de lado lo que tiene; pero Aquel que nunca ha estado en estado de vicio no tiene nada que recibir ni nada que renunciar. Además, el hombre puede ser, por un lado, llamado verdaderamente "hijo de alguien", cuando se habla con referencia a su naturaleza; y por otro lado, puede ser llamado así inexactamente, cuando la elección de su vida impone el nombre. Pero Dios, siendo el bien único, en una naturaleza única e incompuesta, siempre se ve de la misma manera, y nunca cambia por el impulso de la elección, sino que siempre desea lo que es, y es, con toda seguridad, lo que desea: de modo que en ambos aspectos se le llama propiamente Hijo de Dios, pues su naturaleza contiene el bien, y su elección tampoco se separa de lo que es más excelente, de modo que esta palabra se emplea, sin inexactitud, como su nombre. Por lo tanto, no hay lugar para que estos argumentos (que, en la persona de nuestros adversarios, nos hemos estado oponiendo) sean presentados por nuestros adversarios como una objeción a la afinidad con respecto a la naturaleza.

VII
Sobre los nombres divinos y humanos del Hijo, y los términos generar y no generar

Sin saber cómo ni por qué, los herejes odian y aborrecen la verdad, y le dan el nombre de Hijo para evitar el testimonio que esta palabra daría a la comunidad de esencia, y separan la palabra del sentido incluido en el nombre, y conceden al Unigénito el nombre Hijo como algo vacío, otorgándole sólo el mero sonido de la palabra. Que lo que digo es verdad, y que no estoy apuntando en falso a la diana de los adversarios, se desprende claramente de los ataques que lanzan contra la verdad. Tales son los argumentos que esgrimen para fundamentar su blasfemia, que las Sagradas Escrituras nos enseñan muchos nombres del Unigénito: piedra, hacha, roca, cimiento, pan, vid, puerta, camino, pastor, fuente, árbol, resurrección, maestro, luz y muchos otros. Pero no podemos usar piadosamente ninguno de estos nombres del Señor, entendiéndolo según su sentido inmediato. Porque sería ciertamente una cosa absurda pensar que lo que es incorpóreo e inmaterial, simple y sin figura, debiera ser modelado según los sentidos aparentes de estos nombres, cualesquiera que sean, de modo que cuando oímos hablar de un hacha pensemos en una figura particular de hierro, o cuando oímos hablar de la luz, de la luz del cielo, o de una vid, de aquello que crece por la plantación de brotes, o de cualquiera de los otros nombres, como su uso ordinario nos sugiere pensar; pero trasladamos el sentido de estos nombres a lo que mejor se adapta a la naturaleza divina, y formamos alguna otra concepción, y si lo designamos así, no es como siendo alguna de estas cosas, según la definición de su naturaleza, sino como siendo llamado estas cosas mientras que él es concebido por medio de los nombres empleados como algo distinto de las cosas mismas. Pero si tales nombres se atribuyen verdaderamente al Dios unigénito, sin incluir la declaración de su naturaleza, dicen que, en consecuencia, tampoco deberíamos admitir el significado de Hijo, tal como se entiende según el uso predominante, como expresión de la naturaleza, sino que también deberíamos encontrarle a esta palabra un sentido diferente del que es común y obvio. Estos, y otros similares, son sus argumentos filosóficos, para establecer Eunomio que el Hijo no es lo que es ni se le llama. Mi argumento se apresuraba a demostrar que el nuevo discurso de Eunomio es falso e incoherente, y no contradice la verdad ni consigo mismo. Sin embargo, dado que los argumentos que empleamos para atacar su doctrina se presentan en la discusión como una especie de apoyo a su blasfemia, conviene primero analizar brevemente su punto y luego proceder al examen ordenado de sus escritos. ¿Qué podemos decir, entonces, de tales cosas sin relevancia? Que si bien, como dicen, los nombres que la Escritura aplica al Unigénito son muchos, afirmamos que ninguno de los otros nombres está estrechamente relacionado con la referencia a Aquel que lo engendró. Porque no empleamos el término piedra, ni resurrección, ni pastor, ni luz, ni ninguno de los demás, como sí lo hacemos con el nombre Hijo del Padre, con referencia al Dios de todo. Es posible hacer una doble división del significado de los nombres divinos, como si fuera una regla científica: pues a una clase pertenece la indicación de su gloria excelsa e inefable; la otra clase indica la variedad de la dispensación providencial; de modo que, como suponemos, si no existiera aquel que recibió sus beneficios, tampoco se aplicarían con respecto a aquellos que indican su generosidad. Por otro lado, todos aquellos que expresan los atributos de Dios se aplican adecuada y propiamente al Dios unigénito, independientemente de los objetos de la dispensación. Pero para exponer esta doctrina con claridad, examinaremos los nombres mismos. El Señor no habría sido llamado vid, de no ser por la plantación de quienes están arraigados en él, ni pastor, de no haberse perdido las ovejas de la casa de Israel, ni médico, de no ser por los enfermos. Tampoco habría recibido para sí los demás nombres, de no haber hecho apropiados los títulos, de manera ventajosa para quienes se beneficiaron de él, por alguna acción de su providencia. ¿Qué necesidad hay de mencionar ejemplos individuales y extender nuestro argumento sobre puntos reconocidos? Por otro lado, ciertamente se le llama Hijo, diestra, unigénito, verbo, sabiduría, poder, y todos los demás nombres relativos, como si se nombraran junto con el Padre en cierta conjunción relativa (pues se le llama poder de Dios, diestra de Dios, sabiduría de Dios, unigénito del Padre y verbo de Dios). Y lo mismo ocurre con los demás. De lo anterior se deduce que, en cada uno de los nombres, debemos considerar el sentido apropiado para el tema, a fin de no perder la comprensión correcta ni desviarnos de la doctrina de la piedad. Así como, entonces, trasladamos los demás términos al sentido en que se aplican a Dios, y rechazamos en su caso el sentido inmediato, de modo que no entendamos la luz material, ni el camino trillado, ni el pan que se produce mediante la agricultura, ni la palabra que se expresa mediante el habla, sino, en su lugar, todos aquellos pensamientos que nos presentan la magnitud del poder de la palabra de Dios; así, si alguien rechazara el sentido ordinario y natural de la palabra Hijo, por el cual aprendemos que es de la misma esencia que Aquel que lo engendró, por supuesto, trasladaría el nombre a una interpretación más divina. Pues, dado que el cambio hacia un significado más glorioso que se ha hecho en cada uno de los demás términos los ha adaptado para expresar el poder divino, se deduce con seguridad que el significado de este nombre también debe transferirse a lo que es más elevado. Pero ¿qué sentido más divino podríamos encontrar en el apelativo Hijo si rechazáramos, según la opinión de nuestros adversarios, la relación natural con Aquel que lo engendró? Supongo que nadie es tan osado en la impiedad como para pensar que, al hablar de la naturaleza divina, lo humilde y mezquino es más apropiado que lo sublime y grande. Si pueden descubrir, por tanto, algún sentido de carácter más exaltado que este, de modo que ser de la naturaleza del Padre parezca algo indigno de concebir en el Unigénito, que nos digan si conocen, en su sabiduría secreta, algo más exaltado que la naturaleza del Padre, que, al elevar al Dios unigénito a este nivel, lo eleven también por encima de su relación con el Padre. Pero si la majestad de la naturaleza divina trasciende toda altura y supera todo poder que suscita nuestra admiración, ¿qué idea queda que pueda elevar el significado del nombre Hijo a algo aún mayor? Dado que se reconoce, por lo tanto, que toda frase significativa empleada para el Unigénito, incluso si el nombre se deriva del uso ordinario de nuestra vida inferior, se aplica correctamente a él con una diferencia de sentido en dirección a una mayor majestad, y si se demuestra que no podemos encontrar una concepción más noble del título Hijo que la que nos presenta la realidad de su relación con Aquel que lo engendró, creo que no necesitamos extendernos más en este tema, ya que nuestro argumento ha demostrado suficientemente que no es adecuado interpretar el título Hijo de igual manera con los otros nombres. Pero debemos retomar nuestra investigación una vez más al libro. No es propio de las mismas personas no negarse (pues usaré sus propias palabras) a llamar a Aquel que es generado "producto de la generación", ya que tanto la propia esencia generada como el apelativo de Hijo hacen apropiada tal relación de palabras, y además cambiar los nombres que naturalmente le pertenecen por interpretaciones metafóricas: de modo que les ha sucedido una de dos cosas: o bien su primer intento ha fracasado, y es en vano que recurran al orden natural para establecer la necesidad de llamar a Aquel que es generado "producto de la generación"; o si este argumento es válido, encontrarán que su segundo argumento queda anulado por lo que ya han establecido. En efecto, la persona que es llamada "producto de la generación", porque es generada, no puede, por la misma razón, ser llamada "producto de la fabricación" ni "producto de la creación", pues el sentido de los diversos términos difiere mucho, y quien use sus frases con prudencia debería emplear las palabras con la debida consideración al tema, para que no caigamos en confusión de ideas al intercambiar indebidamente el sentido de nuestras frases. De ahí que llamemos "obra del artesano" a lo que es forjado por un oficio, y a quien es engendrado por un hombre "hijo de Fulano", y ninguna persona cuerda llamaría hijo a la obra, ni obra al hijo (pues ese es el lenguaje de quien confunde y oscurece el verdadero sentido mediante un uso erróneo de los nombres). De ello se sigue que debemos afirmar con verdad del Unigénito una de estas dos cosas: si es Hijo, que no se le debe llamar producto de la creación, y si es creado, que es ajeno al apelativo de Hijo (así como el cielo, el mar, la tierra y todas las cosas individuales, siendo cosas creadas, no asumen el nombre de Hijo). No obstante, dado que Eunomio da testimonio de que el Dios unigénito es engendrado (y la evidencia de los enemigos es de mayor valor para establecer la verdad), sin duda también testifica, al decir que es engendrado, que no es creado. Basta, sin embargo, sobre estos puntos. Aunque nos abrumen muchos argumentos, nos conformaremos, para que su número no resulte desproporcionado, con los que ya hemos presentado sobre el tema que nos ocupa.