GREGORIO DE NISA
Contra Eunomio
LIBRO II
I
La fe cristiana, obra de Cristo y no de ningún humano, y menos de los herejes
La fe cristiana, que según el mandato de nuestro Señor ha sido predicada a todas las naciones por sus discípulos, no es de los hombres ni por los hombres, sino por nuestro Señor Jesucristo mismo, quien siendo el Verbo, la vida, la luz, la verdad, y Dios, y la sabiduría, y todo lo demás que es por naturaleza, por esta causa sobre todo fue hecho a semejanza de los hombres, y compartió nuestra naturaleza, haciéndose en todo como nosotros, pero sin pecado. Él era como nosotros en todas las cosas, en que tomó sobre sí la humanidad en su totalidad con alma y cuerpo, de modo que nuestra salvación se logró por medio de ambos. Él, digo, "apareció en la tierra y conversó con los hombres" (Bar 3,37), para que los hombres ya no tuvieran opiniones según sus propias nociones sobre el Autoexistente, formulando en una doctrina las pistas que les llegan de conjeturas vagas, sino que pudiéramos estar convencidos de que Dios realmente se ha manifestado en la carne, y creer que ese es el único misterio verdadero de la piedad (1Tm 3,16), que nos fue entregado por la misma palabra de Dios, quien por sí mismo habló a sus apóstoles, y para que pudiéramos recibir la enseñanza sobre la naturaleza trascendente de la deidad que se nos da, por así decirlo, a través de un cristal oscuro (1Cor 13,12) de las Escrituras más antiguas (de la ley, y los profetas, y los libros sapienciales), como una evidencia de la verdad completamente revelada a nosotros. Nosotros aceptamos con reverencia el significado de lo dicho, para concordar con la fe establecida por el Señor de todas las Escrituras, fe que guardamos tal como la recibimos, palabra por palabra, en pureza, sin falsificación, considerando incluso la más mínima divergencia con las palabras que nos fueron entregadas como una blasfemia e impiedad extremas. Creemos, pues, como el Señor expuso la fe a sus discípulos cuando dijo: "Id y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28,19). Esta es la palabra del misterio por el cual, mediante el nuevo nacimiento de lo alto, nuestra naturaleza se transforma de corruptible a incorruptible, renovándose del viejo hombre, según la imagen de Aquel que nos creó. En el principio, la semejanza con la divinidad. En la fe, pues, que Dios entregó a los apóstoles, no admitimos sustracción, alteración ni adición, sabiendo con certeza que quien se atreve a pervertir la expresión divina con argucias deshonestas, es de su padre el diablo, quien abandona las palabras de la verdad y habla de las suyas, convirtiéndose en "padre de la mentira" (Jn 8,44). Porque todo lo que se diga de otra manera que no sea exactamente conforme con la verdad es ciertamente falso y no verdadero.
II
Sobre la eternidad del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo
Puesto que esta doctrina es presentada por la Verdad misma, se sigue que cualquier cosa que los inventores de herejías pestilentes ideen además para subvertir esta expresión divina (como, por ejemplo, llamar al Padre hacedor y creador del Hijo en lugar de Padre, y al Hijo un resultado, una criatura, un producto, en lugar de Hijo, y al Espíritu Santo la criatura de una criatura, y el producto de un producto, en lugar de su título apropiado el Espíritu, y todo lo que aquellos que luchan contra Dios se complacen en decir de él) todas esas fantasías las llamamos una negación y violación de la deidad revelada a nosotros en esta doctrina. Porque de una vez por todas hemos aprendido del Señor, por medio de quien viene la transformación de nuestra naturaleza de la mortalidad a la inmortalidad; de él, digo, hemos aprendido a lo que debemos mirar con los ojos de nuestro entendimiento, es decir, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Decimos que es una cosa terrible y destructora del alma malinterpretar estas declaraciones divinas y idear en su lugar afirmaciones para subvertirlas, afirmaciones que pretenden corregir a la palabra de Dios, quien designó que mantuviéramos estas declaraciones como parte de nuestra fe. Porque cada uno de estos títulos entendido en su sentido natural se convierte para los cristianos en una regla de verdad y una ley de piedad. Porque si bien hay muchos otros nombres con los que se indica a la deidad en los libros históricos, en los profetas y en la ley, nuestro maestro Cristo pasa por alto todos estos y nos encomienda estos títulos como más capaces de llevarnos a la fe acerca del Autoexistente, declarando que nos basta aferrarnos al título, Padre, Hijo y Espíritu Santo, para alcanzar la aprehensión de Aquel que es absolutamente existente, quien es uno y sin embargo no uno. En cuanto a la esencia, él es uno, por lo que el Señor ordenó que consideráramos un solo nombre; pero en cuanto a los atributos que indican las Personas, nuestra creencia en él se distingue en la creencia en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Él está dividido sin separación y unido sin confusión. Porque cuando oímos el título Padre entendemos que el significado es este: que el nombre no se entiende sólo en referencia a sí mismo, sino que también, por su significación especial, indica la relación con el Hijo. Pues el término Padre no tendría significado por sí solo, si Hijo no estuviera connotado por la pronunciación de la palabra Padre. Cuando, pues, aprendimos el nombre Padre, se nos enseñó al mismo tiempo, con el mismo título, la fe también en el Hijo. Ahora bien, puesto que la Deidad, por su propia naturaleza, es permanente e inmutablemente la misma en todo lo que pertenece a su esencia, ni en ningún momento dejó de ser lo que ahora es, ni en ningún momento futuro será lo que ahora no es, y puesto que Aquel que es el Padre mismo fue llamado Padre por el Verbo, y puesto que en el Padre está implícito el Hijo, necesariamente creemos que Aquel que no admite cambio ni alteración en su naturaleza fue siempre enteramente lo que es ahora, o, si hay algo que no era, que con seguridad no es ahora. Desde entonces, él es llamado Padre por la Palabra misma, él ciertamente siempre fue Padre, y es y será tal como era. Porque ciertamente no es lícito, al hablar de la esencia divina e inalterada, negar que lo excelente siempre le perteneció. Porque si él no fue siempre lo que ahora es, ciertamente cambió o de mejor a peor o de peor a mejor, y de estas afirmaciones la impiedad es igual en ambos sentidos, cualquiera que sea la declaración que se haga sobre la naturaleza divina. Pero, de hecho, la deidad es incapaz de cambio y alteración. Entonces, todo lo que es excelente y bueno siempre se contempla en la fuente de la excelencia. Pero el Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es excelente y está más allá de toda excelencia. De hecho, la Escritura dice que "él está en el seno del Padre", y no que "él vino para estar allí". Pues bien, se ha demostrado con estas pruebas que el Hijo debe ser contemplado desde la eternidad en el Padre, en quien él es, siendo vida, luz y verdad, y todo nombre y concepto noble. Decir que el Padre existió por sí mismo, aparte de estos atributos, es una muestra de la mayor impiedad e infatuación. Pues si el Hijo, como dice la Escritura, es poder de Dios, sabiduría, verdad, luz, santificación, paz, vida y similares, entonces, antes de que el Hijo existiera, según la opinión de los herejes, estas cosas tampoco existían en absoluto. Y si estas cosas no existieran, ciertamente conciben que el seno del Padre carecía de tales excelencias. Para que el Padre no sea concebido como desprovisto de las excelencias que le son propias, y para que la doctrina no caiga en esta extravagancia, la fe correcta respecto al Hijo se incluye necesariamente en la expresión de nuestro Señor, junto con la contemplación de la eternidad del Padre. Y por esta razón, pasa por alto todos los nombres que se emplean para indicar la excelencia suprema de la naturaleza divina, y nos ofrece, como parte de nuestra profesión de fe, el título de Padre, como más adecuado para indicar la verdad, siendo un título que, como se ha dicho, por su sentido relativo connota consigo mismo al Hijo, mientras que el Hijo, que está en el Padre, siempre es lo que es esencialmente, como ya se ha dicho, porque la deidad, por su propia naturaleza, no admite aumento. Pues no percibe ningún otro bien fuera de sí misma, por participación en el cual pueda adquirir algún acceso, sino que es siempre inmutable, sin desechar lo que tiene ni adquirir lo que no tiene: pues ninguna de sus propiedades es susceptible de ser desechada. Y si hay algo bendito, puro, verdadero y bueno asociado con él y en él, vemos necesariamente que el Espíritu bueno y santo debe pertenecerle, no por acreción. Ese Espíritu es indiscutiblemente un Espíritu principesco, un Espíritu vivificante, la fuerza controladora y santificadora de toda la creación, el Espíritu que "obra todo en todos según su voluntad" (1Cor 12,6). Así, no concebimos ninguna brecha entre el Cristo ungido y su unción, entre el rey y su soberanía, entre la sabiduría y el Espíritu de sabiduría, entre la verdad y el Espíritu de verdad, entre el poder y el Espíritu de poder, sino que así como desde toda la eternidad en el Padre se contempla al Hijo, que es sabiduría y verdad, y consejo, y poder, y ciencia, y entendimiento, así también se contempla en él al Espíritu Santo, que es el Espíritu de sabiduría, y de verdad, y de consejo, y de entendimiento, y todo lo demás que el Hijo es y es llamado. Por lo cual decimos que a los santos discípulos les fue confiado el misterio de la piedad en una forma que expresa a la vez unión y distinción: que debemos creer en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Pues la diferenciación de las subsistencias hace clara e inconfundible la distinción de las personas, mientras que el nombre único que preside la declaración de la Fe nos expone claramente la unidad de esencia de las personas que la fe declara (es decir, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo). Pues mediante estas denominaciones no se nos enseña una diferencia de naturaleza, sino sólo los atributos especiales que marcan las subsistencias, de modo que sabemos que ni el Padre es el Hijo, ni el Hijo el Padre, ni el Espíritu Santo el Padre ni el Hijo, y reconocemos a cada uno por la marca distintiva de su subsistencia personal, en perfección ilimitada, a la vez contemplada por él mismo y no separada de aquello con lo que está conectado.
III
Sobre el nombre, relación, esencia y condescendencia de las personas divinas.
Sobre la generación, resurrección, segunda venida y retribución
futura del Hijo
¿Qué significa entonces ese nombre innombrable, respecto al cual el Señor dijo «bautizándolos en el nombre», sin añadir el término significativo que el nombre indica? Tenemos al respecto esta noción: todas las cosas que existen en la creación se definen mediante sus diversos nombres. Así, cuando alguien habla del cielo, dirige la noción del oyente al objeto creado indicado por este nombre, y quien menciona al hombre o a algún animal, al mencionar el nombre, imprime en el oyente la forma de la criatura; y de la misma manera, todas las demás cosas, mediante los nombres que se les imponen, se representan en el corazón de quien, al oír, recibe el apelativo impuesto. Sólo la naturaleza increada, que reconocemos en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo, supera todo significado de nombres. Por esta razón, la Palabra, al hablar del nombre al impartir la fe, no añadió cuál es (pues ¿cómo podría encontrarse un nombre para aquello que está por encima de todo nombre?), sino que autorizó que cualquier nombre que nuestra inteligencia, mediante un esfuerzo piadoso, pudiera descubrir para indicar la naturaleza trascendente, ese nombre se aplicara por igual al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, ya sea el Bueno o el Incorruptible, cualquiera que cada uno considere apropiado para indicar la naturaleza inmaculada de la divinidad. Y con esta enseñanza, la Palabra me parece que nos establece esta ley: que debemos estar persuadidos de que la esencia divina es inefable e incomprensible, pues es evidente que el título de Padre no nos presenta la esencia, sino que solo indica la relación con el Hijo. De ello se deduce, entonces, que si fuera posible que la naturaleza humana aprendiera la esencia de Dios, aquel que "quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1Tm 2,4) no habría suprimido el conocimiento sobre este asunto. Pero así como están las cosas, al no decir nada acerca de la esencia divina, él mostró que el conocimiento de ella está más allá de nuestro poder, mientras que cuando hemos aprendido aquello de lo que somos capaces, no tenemos necesidad del conocimiento que está más allá de nuestra capacidad, ya que tenemos en la profesión de fe en la doctrina entregada a nosotros lo que es suficiente para nuestra salvación. Porque aprender que él es el absolutamente existente, junto con quien, por la fuerza relativa del término, se declara también la majestad del Hijo, es la enseñanza más completa de la piedad; el Hijo, como se ha dicho, implica en estrecha unión consigo mismo el Espíritu de vida y verdad, puesto que él mismo es vida y verdad. Establecidas así estas distinciones, mientras anatematizamos todas las fantasías heréticas en la esfera de las doctrinas divinas, creemos, tal como fuimos enseñados por la voz del Señor, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, reconociendo junto con esta fe también la dispensación que ha sido puesta en marcha en favor de los hombres por el Señor de la creación. Porque él, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que "se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo" (Flp 2,6), y encarnándose en la Santa Virgen, nos redimió de la muerte en la cual estábamos sujetos, vendidos al pecado, dando en rescate por la liberación de nuestras almas su sangre preciosa, la cual derramó en la cruz, y por medio de sí mismo nos abrió el camino de la resurrección de entre los muertos, y a su tiempo vendrá en la gloria del Padre a juzgar con justicia a toda alma; y todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y saldrán, los que hicieron lo bueno, a resurrección de vida, y los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación. Pero para que la perniciosa herejía que ahora se está sembrando y difundiendo por medio de Eunomio, no caiga en la mente de algunos de la clase más simple y quede sin investigación, y no haga daño a la fe inocente, nos vemos obligados a exponer la profesión que ellos circulan y a esforzarnos por exponer el daño de su enseñanza.
IV
Eunomio reniega de lo absolutamente
existente
La redacción de la doctrina de Eunomio es la siguiente: "Creemos en el único y verdadero Dios, según la enseñanza del mismo Señor, no honrándolo con un título mentiroso (pues él no puede mentir), sino en un Dios realmente existente, un solo Dios en naturaleza y en gloria, que es sin principio, eterno, sin fin, único". Que quien profesa creer de acuerdo con la enseñanza del Señor no pervierta la exposición de la fe que se hizo acerca del Señor de todo para adaptarla a su propia fantasía, sino que siga él mismo la expresión de la verdad. Puesto que entonces, la expresión de la fe comprende el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, ¿qué concordancia tiene esta interpretación suya con las declaraciones del Señor, de modo que se refiera tal doctrina a la enseñanza de esas declaraciones? No logran mostrar en qué parte de los evangelios dijo el Señor que debemos creer en el único y verdadero Dios: a menos que tengan algún nuevo evangelio. Pues los evangelios, que se leen continuamente en las iglesias desde la antigüedad hasta nuestros días, no contienen esta afirmación que nos dice que debemos creer o bautizarnos en el único y verdadero Dios, como dicen estos, sino en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Pero, como nos enseñó la voz del Señor, decimos que la palabra uno no indica sólo al Padre, sino que comprende en su significado al Hijo con el Padre, pues el Señor dijo: "Yo y el Padre somos uno". De igual manera, el nombre Dios pertenece por igual al principio en el que existía el Verbo y al Verbo que existía en el principio. Pues el evangelista nos dice que el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios. De modo que, cuando se expresa la deidad, el Hijo está incluido no menos que el Padre. Además, la verdad no puede concebirse como algo ajeno y desconectado de la verdad. Pero que el Señor es la verdad nadie lo discutirá, a menos que esté alejado de la verdad. Si, pues, la Palabra está en el uno, y es Dios y verdad, como se proclama en los evangelios. ¿En qué enseñanza del Señor basa su doctrina quien emplea estos términos distintivos? Pues la antítesis es entre solo y no solo, entre Dios y ningún Dios, entre lo verdadero y lo falso. Si es con respecto a los ídolos que hacen su distinción de frases, también estamos de acuerdo. Pues el nombre de deidad se da, en un sentido equívoco, a los ídolos de los paganos, ya que todos los dioses de los paganos son demonios, y en otro sentido marca el contraste de lo uno con lo múltiple, de lo verdadero con lo falso, de los que no son dioses con aquel que es Dios. Pero si el contraste es uno con el Dios unigénito, que nuestros sabios aprendan que la verdad tiene su opuesto sólo en la falsedad, y Dios en uno que no es Dios. Pero puesto que el Señor, que es la verdad, es Dios, y está en el Padre y es uno en relación con el Padre, no hay lugar en la verdadera doctrina para estas distinciones de frases. Porque quien verdaderamente cree en el Uno ve en el Uno a aquel que está completamente unido a él en verdad, deidad, esencia, vida, sabiduría y en todos los atributos cualesquiera; o, si no ve en el Uno a aquel que es todo esto, es en nada en lo que cree. Porque sin el Hijo el Padre no tiene existencia ni nombre, como tampoco el poderoso sin poder, ni el sabio sin sabiduría. Porque Cristo es el poder de Dios y la sabiduría de Dios (1Cor 1,24); de modo que quien imagina ver al Dios único aparte del poder, la verdad, la sabiduría, la vida o la luz verdadera, o no ve nada en absoluto o, con toda seguridad, ve lo que es malo. Porque la retirada de los buenos atributos se convierte en la posición y el origen del mal. No honrándolo, dice, con un título mentiroso, pues él no puede mentir. Con esa frase ruego que Eunomio permanezca, y así dé testimonio de la verdad que no puede mentir. Porque si él fuese de esta mente, que todo lo pronunciado por el Señor está muy lejos de la falsedad, por supuesto estaría persuadido de que dice la verdad quien dice "yo estoy en el Padre, y el Padre en mí" (claramente, el uno en su totalidad, en el otro en su totalidad, el Padre no sobreabundando en el Hijo, el Hijo no siendo deficiente en el Padre) y quien dice también que "el Hijo debe ser honrado como el Padre es honrado", y "quien me ha visto a mí ha visto al Padre", y "nadie conoce al Padre sino el Hijo", en todos estos pasajes no hay indicio dado a quienes reciben estas declaraciones como genuinas, de cualquier variación de gloria, o de esencia, o cualquier otra cosa, entre el Padre y el Hijo. Realmente existente, dice, un solo Dios en naturaleza y gloria. La existencia real se opone a la existencia irreal. Ahora bien, cada cosa existente es realmente existente en la medida en que es; pero aquello que, en cuanto a apariencia y sugestión, parece ser, pero no es, esto no es realmente existente, como por ejemplo una aparición en un sueño o un hombre en una pintura. Pues estas y otras cosas similares, aunque existen en cuanto a apariencia, no tienen existencia real. Si, entonces, sostienen, de acuerdo con la opinión judía, que el Dios unigénito no existe en absoluto, tienen razón al predicar la existencia real solo del Padre. Pero si no niegan la existencia del Creador de todas las cosas, que se contenten con no privar de existencia real a Aquel que es, quien en la aparición divina a Moisés se dio a sí mismo el nombre de existente, cuando dijo: "Yo soy el que soy"; incluso Eunomio en su argumento posterior concuerda con esto, diciendo que fue él quien se apareció a Moisés. Luego dice que Dios es uno en naturaleza y en gloria. Quien use estas palabras quizá lo sepa si Dios existe sin ser Dios por naturaleza; pero si es cierto que quien no es Dios por naturaleza no es Dios en absoluto, que aprendan del gran Pablo que quienes sirven a quienes no son dioses no sirven a Dios. Pero servimos al "Dios vivo y verdadero", como dice el apóstol (1Ts 1,10): y a quien servimos es a Jesucristo. Por él, el apóstol Pablo incluso se regocija en servir, diciendo: "Pablo, siervo de Jesucristo" (Rm 1,1). Nosotros, pues, que ya no servimos a quienes por naturaleza no son dioses, hemos llegado al conocimiento de aquel que por naturaleza es Dios, "ante quien se dobla toda rodilla de los que están en los cielos, en la tierra y debajo de la tierra" (Flp 2,10-11). Pero no seríamos sus siervos, si no hubiéramos creído que éste es el Dios vivo y verdadero, a quien toda lengua confiesa que Jesús es el Señor, para gloria de Dios Padre (Flp 2,10-11). Dios, dice, quien es sin principio, eterno, sin fin, único. Una vez más, ustedes, simples, como dice Salomón, comprendan su sutileza, no sea que se engañen y caigan de cabeza en la negación de la divinidad del Hijo unigénito. Es sin fin lo que no admite muerte ni decadencia. Así mismo, se llama eterno lo que no es sólo temporal. Por lo tanto, lo que no es ni eterno ni sin fin se ve ciertamente en la naturaleza perecedera y mortal. En consecuencia, quien predica la infinitud del único Dios, y no incluye al Hijo en la afirmación de infinitud y eternidad, sostiene con tal proposición que Aquel a quien contrasta con lo eterno e inagotable es perecedero y temporal. Pero nosotros, incluso cuando se nos dice que sólo Dios tiene inmortalidad (1Tm 6,16), entendemos por inmortalidad al Hijo. Porque la vida es inmortalidad, y el Señor es esa vida, quien dijo: "Yo soy la vida". Y si se dice que él "habita en la luz inaccesible" (1Tm 6,16), no nos cuesta comprender que la luz verdadera, inaccesible por la falsedad, es el Unigénito, en quien aprendemos, por la verdad misma, que el Padre existe. De estas opiniones, que el lector elija la más devota: si hemos de considerar al Unigénito como digno de la divinidad, o llamarlo, como prescribe la herejía, perecedero y temporal.
V
Eunomio afirma que la esencia del Padre no está separada ni dividida, y no se convierte en otra
cosa
Creemos en Dios, nos dice Eunomio, pero "no separado en cuanto a la esencia donde él es uno, en más de uno, o convirtiéndose a veces en uno y a veces en otro, o cambiando de ser lo que es, o pasando de una esencia a asumir la apariencia de una personalidad triple: pues él es siempre y absolutamente uno, permaneciendo uniforme e inmutablemente el único Dios". A partir de estas citas, el lector prudente puede distinguir, en primer lugar, las palabras ociosas insertadas en la declaración sin significado alguno de aquellas que parecen tenerlo, y después examinar el significado que se descubre en lo que queda de su declaración, para determinar si es compatible con la debida reverencia hacia Cristo. La primera de las afirmaciones citadas, entonces, carece por completo de significado inteligible, bueno o malo. Pues qué sentido tienen las palabras "no separado", en cuanto a la esencia en la que él es uno, en más de uno, o convirtiéndose a veces en uno y a veces en otro, o cambiando de ser lo que es, el propio Eunomio no pudo explicarnos, y no creo que ninguno de sus aliados pudiera encontrar en ellas ningún atisbo de significado. Cuando habla de él como no separado en cuanto a la esencia en la que él es uno, dice o bien que él no está separado de su propia esencia, o bien que su propia esencia no está dividida de él. Esta afirmación sin sentido no es más que una combinación aleatoria de ruido y sonido vacío. ¿Y por qué habría que dedicar tiempo a investigar estas expresiones sin sentido? Pues, ¿cómo puede alguien permanecer en existencia estando separado de su propia esencia? ¿O cómo se divide y se manifiesta aparte la esencia de algo? ¿O cómo es posible que alguien se aparte de aquello en lo que es y se convierta en otro, saliendo de sí mismo? Pero añade que no pasa de una sola esencia a asumir la forma de tres personas, pues él es siempre y absolutamente uno, permaneciendo uniforme e inmutablemente el único Dios. Creo que la falta de sentido en su afirmación es evidente para cualquiera, incluso sin mi intervención. Que argumente contra esto quien crea que tiene sentido o significado lo que dice: quien tenga ojo para discernir la fuerza de las palabras se negará a involucrarse en una lucha con sombras insustanciales. Pues ¿qué fuerza tiene contra nuestra doctrina decir que no está separado ni dividido en más de uno en cuanto a la esencia donde él es uno, o que a veces se convierte en uno y a veces en otro, o que pasa de una sola esencia a asumir la forma de tres personas? Sobre todo, porque todas éstas son cosas que los cristianos no dicen ni creen, ni entienden por inferencia de las verdades que confesamos. Pues ¿quién ha dicho o ha oído decir a alguien más en la Iglesia de Dios que el Padre está separado o dividido en cuanto a su esencia, o que a veces se convierte en uno y a veces en otro, llegando a estar fuera de sí mismo, o que asume la forma de tres personas? Eunomio se dice estas cosas a sí mismo, sin discutir con nosotros, sino inventando sus propias tonterías, mezclando con la impiedad de sus palabras una gran dosis de absurdo. Pues decimos que es igualmente impío e impío llamar al Señor de la creación un ser creado y pensar que el Padre, en cuanto es, está separado o dividido, o se aparta de sí mismo, o asume la apariencia de tres personas, como arcilla o cera moldeada en diversas formas. Pero examinemos las palabras que siguen: "Él es siempre y absolutamente uno, permaneciendo uniforme e inmutablemente el único Dios". Si habla del Padre, coincidimos con él, pues el Padre es verdaderamente uno, único y siempre absolutamente uniforme e inmutable, y nunca, en ningún momento presente ni futuro, deja de ser lo que es. Si, pues, tal afirmación se refiere al Padre, que no discuta con la doctrina de la piedad, pues en este punto está de acuerdo con la Iglesia. Pues quien confiesa que el Padre es siempre e inmutablemente el mismo, siendo uno y único Dios, se aferra Eunomio a la palabra de la piedad, si en el Padre ve al Hijo, sin quien el Padre no existe ni es nombrado. Pero si inventa otro Dios además del Padre, que dispute con los judíos o con los hipsistianos, entre los cuales y los cristianos hay esta diferencia: que ellos reconocen que hay un Dios al que llaman Altísimo o Todopoderoso, pero no admiten que sea Padre; mientras que un cristiano, si no cree en el Padre, no es cristiano en absoluto.
VI
Incomprensión del misterio por Eunomio, por desconocer las Escrituras
Lo que añade a continuación Eunomio es lo siguiente: "No teniendo partícipe de su divinidad, ni divisor de su gloria, ni quien tenga parte en su poder ni parte en su trono real, pues él es el único Dios, el Todopoderoso, Dios de dioses, Rey de reyes, Señor de señores". No sé a quién se refiere Eunomio cuando afirma que el Padre no admite a nadie que comparta su divinidad consigo mismo. Pues si usa tales expresiones con referencia a ídolos vanos y a las concepciones erróneas de quienes los adoran (así como Pablo nos asegura que no hay acuerdo entre Cristo y Belial, ni comunión entre el templo de Dios y los ídolos (2Cor 6,15-16), estamos de acuerdo con él. Pero si con estas afirmaciones pretende separar al Dios unigénito de la divinidad del Padre, que sepa que nos está planteando un dilema que puede volverse contra él mismo para refutar su propia impiedad. Pues bien, o bien niega que el Dios unigénito sea Dios en absoluto, para preservar para el Padre las prerrogativas de la deidad que (según él) no pueden compartirse con el Hijo, y así se le condena como trasgresor al negar al Dios a quien adoran los cristianos, o bien, si admitiera que el Hijo también es Dios, pero no concordando en naturaleza con el Dios verdadero, estaría necesariamente obligado a reconocer que mantiene dioses separados entre sí por la diferencia de sus naturalezas. Que elija cuál de estas dos opciones prefiere: negar la divinidad del Hijo o introducir en su credo una pluralidad de dioses. Pues cualquiera de estos que elija, es todo uno en cuanto a la impiedad: pues nosotros que somos iniciados en el misterio de la piedad por las palabras divinamente inspiradas de la Escritura no vemos entre el Padre y el Hijo una sociedad de deidad, sino unidad, en cuanto que el Señor nos ha enseñado esto con sus propias palabras, cuando dice: "Yo y el Padre somos uno, y el que me ha visto a mí ha visto al Padre". Porque si él no fuera de la misma naturaleza que el Padre, ¿cómo podría haber tenido en sí mismo lo que era diferente (Jn 17,10)? ¿O cómo podría haber mostrado en sí mismo lo que era diferente, si la naturaleza extraña y ajena no recibiera el sello de lo que era de una clase diferente de sí misma? Pero él dice, ni tiene un divisor de su gloria. Aquí habla de acuerdo con el hecho, aunque no sabe lo que está diciendo, porque el Hijo no divide la gloria con el Padre, sino que tiene la gloria del Padre en su totalidad, así como el Padre tiene toda la gloria del Hijo. Porque así le dijo al Padre: "Todo lo mío es tuyo y lo tuyo es mío" (Jn 17,10). Por lo cual también dice que aparecerá en el día del juicio en la gloria del Padre (Mc 8,38), cuando pagará a cada uno conforme a sus obras. Y con esta frase muestra la unidad de naturaleza que subsiste entre ellos. Porque como hay una gloria del sol y otra gloria de la luna (1Cor 15,41), debido a la diferencia entre las naturalezas de esas luminarias (ya que si ambas tuvieran la misma gloria no se consideraría que hubiera diferencia alguna en su naturaleza), así también aquel que predijo de sí mismo que aparecería en la gloria del Padre indicó por la identidad de gloria su comunidad de naturaleza. Pero decir que el Hijo no tiene parte en el trono real de su Padre implica una investigación exhaustiva de los oráculos de Dios por parte de Eunomio, quien, tras su extrema devoción a las Escrituras inspiradas, aún no ha oído "buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios" (Col 3,1) y muchos pasajes similares, cuya cantidad sería difícil de enumerar, pero que Eunomio nunca ha aprendido, y por ello niega que el Hijo esté entronizado junto con el Padre. De nuevo, la frase "no tener suerte en su poder" debería ser pasada por alto como carente de sentido antes que refutada como impía. Pues el significado del término "tener suerte" no es fácil de descubrir a partir del uso común de la palabra. Echaron suertes, como nos dice la Escritura, por la vestidura del Señor quienes no estaban dispuestos a rasgar su manto, sino a entregárselo a aquel de entre ellos a cuyo favor se decidiera la suerte (Jn 19,23-24). Entonces, aquellos que así echaron suertes entre sí por la túnica, tal vez se puede decir que tuvieron suerte en ella. Pero aquí, en el caso del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, puesto que su poder reside en su naturaleza (porque el Espíritu Santo respira donde quiere, y obra todo en todos como él quiere, y el Hijo, por quien fueron hechas todas las cosas, visibles e invisibles, en el cielo y en la tierra, hizo todas las cosas que él quiso, y vivifica a quien él quiere, y el Padre puso los tiempos en su propio poder (Hch 1,7), mientras que de la mención de los tiempos concluimos que todas las cosas hechas en el tiempo están sujetas al poder del Padre), si, digo, se ha demostrado que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo por igual están en una posición de poder para hacer lo que quieren, es imposible ver qué sentido puede haber en la frase tener suerte en su poder. Porque el heredero de todas las cosas, el Hacedor de los siglos, aquel que resplandece con la gloria del Padre y expresa en sí mismo la persona del Padre, tiene todas las cosas que el Padre mismo tiene, y es poseedor de todo su poder, no que el derecho se transfiera del Padre al Hijo, pero que a la vez permanece en el Padre y reside en el Hijo. Porque quien está en el Padre está manifiestamente en el Padre con todo su propio poder, y quien tiene al Padre en sí mismo incluye todo el poder y la fuerza del Padre. Porque él tiene en sí mismo todo el Padre, y no meramente una parte de él: y quien lo tiene completamente con seguridad tiene su poder también. Con qué significado, entonces, Eunomio afirma que el Padre no tiene a nadie que tenga suerte en su poder, tal vez lo puedan decir aquellos que son discípulos de su locura: alguien que sabe apreciar el lenguaje confiesa que no puede entender frases divorciadas del significado. El Padre, dice, no tiene a nadie que tenga suerte en su poder. Porque, ¿quién es el que dice que el Padre y el Hijo compiten juntos por el poder y echan suertes para decidir el asunto? Pero el santo Eunomio viene como mediador entre ellos y por un acuerdo amistoso sin suerte asigna al Padre la superioridad en poder. Fíjense, les ruego, en lo absurdo e infantil de esta exposición servil de sus artículos de fe. ¡Qué! Aquel que "sustenta todas las cosas con la palabra de su poder" (Hb 1,3), que dice lo que quiere que se haga y hace lo que quiere por el mismo poder de ese mandato, Aquel cuyo poder no se queda atrás de su voluntad y cuya voluntad es la medida de su poder (pues él pronunció la palabra y fueron hechas, él mandó y fueron creadas ), Aquel que hizo todas las cosas por sí mismo y las hizo consistir en sí mismo, sin quien nada existente llegó a existir ni permanece en el ser, ¡es él quien espera obtener su poder mediante algún proceso de asignación! Juzguen ustedes que escuchan si el hombre que habla así está en sus cabales. Porque él es el único Dios, el Todopoderoso, dice Eunomio. Si con el título todopoderoso se refiere al Padre, el lenguaje que usa es el nuestro, y no un lenguaje extraño; pero si se refiere a otro Dios que no sea el Padre, que nuestro patrón de las doctrinas judías predique también la circuncisión, si le place. Porque la fe de los cristianos se dirige al Padre. Y el Padre es todo esto: altísimo, todopoderoso, rey de reyes y señor de señores, y en una palabra, todos los términos de mayor significado son propios del Padre. Pero todo lo que es del Padre es también del Hijo; así que, en este entendimiento, admitimos también esta frase. Pero si, dejando al Padre, habla de otro Todopoderoso, está hablando el lenguaje de los judíos o siguiendo las especulaciones de Platón, pues dicen que ese filósofo también afirma que existe en lo alto un hacedor y creador de ciertos dioses subordinados. Así como en el caso de las opiniones judía y platónica, quien no cree en Dios Padre no es cristiano, aunque en su credo afirma un Dios todopoderoso, Eunomio también se autodenomina cristiano, siendo judío por inclinación, o bien afirmando las doctrinas de los griegos ocultándose bajo el título cristiano. Y respecto a los siguientes puntos, aplica la misma explicación: ser "Dios de dioses". Hacemos nuestra la declaración añadiendo el nombre del Padre, sabiendo que el Padre es Dios de dioses. Pero todo lo que pertenece al Padre ciertamente pertenece también al Hijo. Y "Señor de señores". La misma explicación se aplicará a esto. Y Altísimo sobre toda la tierra. Sí, pues cualquiera de las tres personas en la que estés pensando, él es Altísimo sobre toda la tierra, puesto que la supervisión de las cosas terrenales desde lo alto la ejercen por igual el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Lo mismo ocurre con lo que sigue a las palabras anteriores: altísimo en los cielos, altísimo en lo más alto, celestial, fiel en ser lo que es, y así continuo, fiel en palabras, fiel en obras. Pues bien, el ojo cristiano discierne todas estas cosas por igual en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Si Eunomio los asigna a una sola de las personas reconocidas en el credo, que se atreva a llamar falso de palabra a quien dijo "yo soy la verdad", o a llamar falso de palabra al Espíritu de verdad, o que se niegue a dar el título de verdadero en obras a quien obra la justicia y el juicio, o al Espíritu que obra todo en todos según su voluntad. Pues si no reconoce que estos atributos pertenecen a las personas que nos fueron entregadas en el credo, está anulando por completo el credo de los cristianos. Pues, ¿cómo podría alguien considerar digno de fe a quien es falso de palabra y falso en obras? Pero procedamos a lo que sigue. Sobre toda regla, sujeción y autoridad, dice. Este lenguaje es nuestro y pertenece propiamente a la Iglesia Católica: creer que la naturaleza divina está por encima de toda regla y que tiene en subordinación a sí misma todo lo que pueda concebirse entre las cosas existentes. Pero el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo constituyen la naturaleza divina. Si asigna esta propiedad sólo al Padre, y si afirma que sólo él está libre de variabilidad y cambio, y si dice que sólo él es puro, la inferencia que debemos extraer es clara: quien no posee estas características es variable, corruptible, sujeto al cambio y la decadencia. Esto, entonces, es lo que Eunomio afirma del Hijo y del Espíritu Santo: pues si no sostuviera esta opinión sobre el Hijo y el Espíritu, no habría empleado esta oposición, contrastando al Padre con ellos. Por lo demás, hermanos, juzguen si, con estos sentimientos, no es un perseguidor de la fe cristiana. ¿Quién admitiría que es justo considerar un objeto digno de reverencia algo que varía, cambia y está sujeto a la decadencia? Así pues, el único objetivo de quien critica tales ideas (ideas mediante las cuales afirma que ni la Verdad ni el Espíritu de la Verdad son puros, invariables ni inmutables) es expulsar de la Iglesia la creencia en el Hijo y en el Espíritu Santo.
VII
Sobre la generación del Hijo, nunca divisible de su sustancia y naturaleza
Veamos ahora lo que añade Eunomio a sus declaraciones anteriores, cuando dice: "No dividiendo su propia esencia al engendrar, y siendo a la vez engendrador y engendrado, al mismo tiempo Padre e Hijo; porque él es incorruptible". De tal clase como esta, quizás, es aquello de lo que dice el profeta ("tocándose con los impíos, tejen una tela de araña"; Is 59,5). Porque como en la telaraña hay la apariencia de algo tejido, pero no sustancialidad en la apariencia (pues quien la toca no toca nada sustancial, como los hilos de la araña se rompen con el toque de un dedo) tal es la textura insustancial de las frases ociosas. No dividiendo Su propia esencia al engendrar y ser a la vez engendrador y engendrado. ¿Deberíamos dar a sus palabras el nombre de argumento, o llamarlas más bien una hinchazón de humores secretada por alguna inflación hidrópica? ¿Qué sentido tiene dividir su propia esencia al engendrar y ser a la vez engendrador y engendrado? ¿Quién es tan distraído, tan demente, como para hacer la afirmación contra la que Eunomio cree estar combatiendo? La Iglesia cree que el verdadero Padre es verdaderamente Padre de su propio Hijo, como dice el apóstol, no de un Hijo ajeno a él. Así lo declara en una de sus epístolas ("quien no escatimó ni a su propio Hijo"; Rm 8,32), distinguiéndolo, por la adición de propio, de aquellos que son considerados dignos de la adopción de hijos por gracia y no por naturaleza. Pero ¿qué dice quien menosprecia esta creencia nuestra? No dividir su propia esencia al engendrar, ni ser a la vez engendrador y engendrado, Padre e Hijo a la vez; pues él es incorruptible. ¿Acaso quien escucha en el evangelio que el Verbo existía en el principio y era Dios, y que el Verbo provino del Padre, contamina de tal manera la doctrina pura con estas ideas viles y fétidas, diciendo que él no divide su esencia al engendrar? ¡Qué vergüenza la abominación de estas nociones viles y sucias! ¿Cómo es posible que quien habla así no comprenda que Dios, al manifestarse en carne, no admitió para la formación de su propio cuerpo las condiciones de la naturaleza humana, sino que nació para nosotros como un niño por obra del Espíritu Santo? Y respecto al poder del Altísimo, ¿ni la Virgen estuvo sujeta a esas condiciones, ni el Espíritu fue disminuido, ni el poder del Altísimo dividido? Porque el Espíritu es completo, el poder del Altísimo permaneció intacto: el niño nació en la plenitud de nuestra naturaleza, y no manchó la incorrupción de su madre. Entonces la carne nació de la carne sin pasión carnal: sin embargo, Eunomio no admitirá que el brillo de la gloria provenga de la gloria misma, ya que la gloria no se disminuye ni se divide al engendrar la luz. Además, la palabra del hombre se genera de su mente sin división, ¡pero Dios el Verbo no puede ser generado del Padre sin que la esencia del Padre se divida! ¿Hay alguien tan insensato como para no percibir el carácter irracional de su posición? No dividiendo, dijo él, su propia esencia al engendrar. ¿Por qué, de quién es la esencia que se divide al engendrar? Pues en el caso de los hombres, esencia significa naturaleza humana; en el caso de los animales brutos, significa, genéricamente, naturaleza bruta, pero en el caso del ganado, las ovejas y todos los animales brutos, específicamente, se considera según las distinciones de sus especies. ¿Cuál, entonces, de estos divide su propia esencia mediante el proceso de generación? ¿Acaso la naturaleza no permanece siempre intacta en el caso de cada animal mediante la sucesión de su posteridad? Además, un hombre al engendrar a otro hombre a partir de sí mismo no divide su naturaleza, sino que permanece en su plenitud por igual en quien engendra y en quien es engendrado, no escindida ni transferida de uno a otro, ni mutilada en uno cuando está completamente formada en el otro, sino que a la vez existe en su totalidad en el primero y se descubre en su totalidad en el segundo. Pues tanto antes de engendrar a su hijo, el hombre era un animal racional, mortal, capaz de inteligencia y conocimiento, como también después de engendrar a un hombre dotado de tales cualidades: de modo que en él se muestran todas las propiedades especiales de su naturaleza; ya que no pierde su existencia como hombre al engendrar al hombre derivado de él, sino que permanece después de ese evento lo que era antes sin causar ninguna disminución de la naturaleza derivada de él por el hecho de que el hombre derivado de él llegue a existir. Pues bien, el hombre es engendrado por el hombre, y la naturaleza del engendrador no está dividida. Sin embargo, Eunomio no admite que el Dios unigénito, que está en el seno del Padre, sea verdaderamente del Padre, por temor, en verdad, a que mutile la naturaleza inviolable del Padre por la subsistencia del Unigénito; sino que, tras decir "no dividiendo su esencia al engendrar", añade "no siendo él mismo engendrador y engendrado, o convirtiéndose él mismo en Padre e Hijo", y cree que con frases tan vagas y descoordinadas socava la verdadera confesión de piedad o justifica su propia impiedad, sin percatarse de que, precisamente por los medios que emplea para construir una reductio ad absurdum, se le descubre como defensor de la verdad. Pues también nosotros decimos que quien posee todo lo que pertenece a su propio Padre es todo lo que es, salvo ser Padre, y que quien posee todo lo que pertenece al Hijo exhibe en sí mismo al Hijo en su plenitud, salvo ser Hijo: de modo que el reductio ad absurdum, que aquí inventa Eunomio, resulta ser un apoyo a la verdad, cuando ampliamos la noción para mostrarla más claramente, bajo la guía del evangelio. Pues si quien ha visto al Hijo ve al Padre, entonces el Padre engendró otro yo, no saliendo de sí mismo, y al mismo tiempo apareciendo en su plenitud en él: de modo que a partir de estas consideraciones lo que parecía haber sido pronunciado contra la piedad se demuestra como un apoyo a la sana doctrina. Pero él dice: "No divide su propia esencia al engendrar, y es a la vez engendrador y engendrado, Padre e Hijo a la vez; pues es incorruptible". ¡Conclusión muy convincente! ¿Qué quiere decir, señor sapiente? Porque es incorruptible, por lo tanto no divide su propia esencia al engendrar al Hijo; ni se engendra a sí mismo ni es engendrado de sí mismo, ni se convierte al mismo tiempo en su propio Padre y en su propio Hijo porque es incorruptible. De ello se sigue, entonces, que si alguien es de naturaleza corruptible, divide su esencia al engendrar, y es engendrado por sí mismo, y se engendra a sí mismo, y es su propio padre y su propio hijo, porque no es incorruptible. Si esto es así, entonces Abraham, por ser corruptible, no engendró a Ismael e Isaac, sino que se engendró a sí mismo de la esclava y de su legítima esposa o, para usar otros trucos de charlatán del argumento, dividió su esencia entre los hijos que le nacieron. Primero, cuando Agar le dio un hijo, se dividió en dos partes, y en una de las mitades se convirtió en Ismael, mientras que en la otra permaneció como la mitad Abraham. Posteriormente, el residuo de la esencia de Abraham, al ser nuevamente dividido, tomó subsistencia en Isaac. En consecuencia, la cuarta parte de la esencia de Abraham se dividió entre los hijos gemelos de Isaac, de modo que hubo una octava parte en cada uno de sus nietos. ¿Cómo podría subdividirse la octava parte, dividiéndola en pequeñas fracciones entre los doce patriarcas, o entre las setenta y cinco almas con las que Jacob descendió a Egipto? ¿Y por qué hablo así cuando en realidad debería refutar la insensatez de tales nociones comenzando por el primer hombre? Porque si es propiedad solamente del incorruptible no dividir su esencia al engendrar, y si Adán era corruptible ("polvo eres y al polvo volverás"; Gn 3,19), entonces, según el razonamiento de Eunomio, ciertamente dividió su esencia, siendo cortado entre aquellos que fueron engendrados por él, y en razón del vasto número de su posteridad (la porción de su esencia que se encuentra en cada ser necesariamente subdividida según el número de su progenie), la esencia de Adán se agota antes de que Abraham comenzara a subsistir, dispersándose en estas diminutas e infinitesimales partículas entre las incontables miríadas de sus descendientes, y el diminuto fragmento de Adán que ha llegado a Abraham y sus descendientes por un proceso de división, ya no es descubrible en ellos como un remanente de su esencia, puesto que su naturaleza ya se ha agotado entre las incontables miríadas de quienes los precedieron por su división en fracciones infinitesimales. Observe la locura de quien no entiende ni lo que dice ni lo que afirma. Pues al decir "puesto que él es incorruptible, no divide su esencia, ni se engendra a sí mismo, ni se convierte en su propio padre", establece implícitamente que debemos suponer todas aquellas cosas de las que afirma que solo los incorruptibles son libres de ser incidentales a la generación en el caso de todo aquel que está sujeto a la corrupción. Aunque hay muchas otras consideraciones capaces de probar la inanidad de su argumento, creo que lo dicho anteriormente es suficiente para demostrar su absurdo. Pero esto seguramente ya lo han reconocido todos aquellos que tienen ojo para la coherencia lógica: que, cuando afirmó la incorruptibilidad sólo del Padre, coloca todas las cosas consideradas después del Padre en la categoría de corruptibles, en virtud de la oposición a lo incorruptible, de modo que incluso el Hijo no está libre de corrupción. Si, entonces, coloca al Hijo en oposición a lo incorruptible, no sólo lo define como corruptible, sino que también afirma de él todos aquellos incidentes de los que afirma que sólo lo incorruptible está exento. Pues de ello se sigue necesariamente que, si sólo el Padre no se engendra a sí mismo ni es engendrado de sí mismo, todo lo que no es incorruptible se engendra a sí mismo y es engendrado de sí mismo, y se convierte en su propio padre e hijo, pasando de su propia esencia a cada una de estas relaciones. Porque si ser incorruptible pertenece sólo al Padre, y si no ser las cosas especificadas es una propiedad especial de lo incorruptible, entonces, por supuesto, según este argumento herético, el Hijo no es incorruptible, y todas estas circunstancias, por supuesto, encuentran lugar en torno a él: tener su esencia dividida, engendrarse a sí mismo y ser engendrado por sí mismo, llegar a ser él mismo su propio padre y su propio hijo. Quizás, sin embargo, sea una pérdida de tiempo detenerse en tales disparates. Pasemos al siguiente punto de su declaración. Añade a lo que ya había dicho: "No necesita, en el acto de la creación, materia, partes ni instrumentos naturales, pues no necesita de nada". Esta proposición, aunque Eunomio la expresa con cierta ligereza, no la rechazamos por ser incompatible con la doctrina piadosa. Pues al aprender que él pronunció la palabra y fueron hechos, y que él ordenó y fueron creados, sabemos que el Verbo es el Creador de la materia, por ese mismo acto produciendo también con la materia las cualidades de la materia, de modo que para él el impulso de su voluntad todopoderosa era todo y en lugar de todo, materia, instrumento, lugar, tiempo, esencia, cualidad, todo lo que se concibe en la creación. Pues al mismo tiempo quiso que lo que debía ser fuera, y su poder, que produjo todas las cosas que son, se mantuvo al ritmo de su voluntad, convirtiendo su voluntad en acto. Así, el poderoso Moisés, en el relato de la creación, nos instruye sobre el poder divino, atribuyendo la producción de cada uno de los objetos que se manifestaron en la creación a las palabras que los ordenaron. Pues Dios dijo "hágase la luz", y la luz fue (Gn 1,3); y así con el resto, sin mencionar la materia ni ningún instrumento. Por consiguiente, el lenguaje de Eunomio sobre este punto no debe rechazarse. Pues Dios, al crear todas las cosas que tienen su origen en la creación, no necesitó materia alguna para operar ni instrumentos que lo ayudaran en su construcción; pues el poder y la sabiduría de Dios no necesitan ayuda externa. Pero Cristo es "el poder y la sabiduría de Dios" (1Cor 1,24), por quien todas las cosas fueron hechas y sin quien nada existe, como testifica Juan. Si, pues, todas las cosas fueron hechas por él, tanto visibles como invisibles, y si su sola voluntad basta para la subsistencia de las cosas existentes (pues su voluntad es poder), Eunomio expresa nuestra doctrina, aunque con una expresión imprecisa. Pues ¿qué instrumento y qué materia podría necesitar Aquel que sustenta todas las cosas con la palabra de su poder para sustentar la constitución de las cosas existentes con su palabra todopoderosa? Pero si sostiene que lo que hemos creído cierto del Unigénito en el caso de la creación, es cierto también en el caso del Hijo (en el sentido de que el Padre lo creó de la misma manera que la creación fue hecha por el Hijo) entonces nos retractamos de nuestra declaración anterior, porque tal suposición es una negación de la divinidad del Unigénito. Porque hemos aprendido de la poderosa declaración de Pablo que es el rasgo distintivo de la idolatría adorar y servir a la criatura más que al Creador, así como de David, cuando dice "no habrá nuevo Dios en vosotros, ni adoraréis a ningún dios extraño". Usamos esta línea y regla para llegar al discernimiento del objeto de adoración, para convencernos de que solo eso es Dios que no es nuevo ni extraño. Desde entonces se nos ha enseñado a creer que el Dios unigénito es Dios, reconocemos, por nuestra creencia de que él es Dios, que él no es nuevo ni extraño. Si, entonces, él es Dios, él no es nuevo, y si él no es nuevo, él es ciertamente eterno. En consecuencia, ni el Eterno es nuevo, ni aquel que es del Padre y está en el seno del Padre y que lo tiene en sí mismo es ajeno a la verdadera deidad. Así, quien separa al Hijo de la naturaleza del Padre, o bien prohíbe por completo la adoración del Hijo para no adorar a un Dios ajeno, o bien se inclina ante un ídolo, haciendo de una criatura y no de Dios el objeto de su adoración, y dando a su ídolo el nombre de Cristo. Ahora bien, este es el significado al que tiende Eunomio en su concepción sobre el Unigénito, que se hará más claro al considerar el lenguaje que emplea al referirse al Unigénito mismo, que es el siguiente: "Creemos también en el Hijo de Dios, el Dios unigénito, el primogénito de toda la creación, Hijo mismo, no ingenuo, verdaderamente engendrado antes de los mundos, llamado Hijo no sin ser engendrado antes de existir, nacido antes de toda creación, no increado". Creo que la mera lectura de su exposición de fe es suficiente para evidenciar su impiedad sin ninguna investigación por nuestra parte. Pues aunque lo llama primogénito, para no suscitar dudas en sus lectores sobre su increación, añade inmediatamente las palabras "no increado", para que, si sus lectores captaran el significado natural del término Hijo, no se les pudiera ocurrir ninguna concepción piadosa sobre él. Es por esta razón que, tras confesarle inicialmente como Hijo de Dios y Dios unigénito, procede de inmediato, con lo que añade, a pervertir las mentes de sus lectores de su creencia devota a sus nociones heréticas. Pues quien oye los títulos "Hijo de Dios" y "Dios unigénito" se ve necesariamente elevado a las afirmaciones más elevadas respecto al Hijo, impulsado por el significado de estos términos, puesto que no se introduce ninguna diferencia de naturaleza por el uso del título Dios y por el significado del término Hijo. Pues ¿cómo podría aquel que es verdaderamente el Hijo de Dios y él mismo Dios ser concebido como algo diferente de la naturaleza del Padre? Pero para que las concepciones piadosas no se impriman de antemano con estos nombres en los corazones de sus lectores, inmediatamente lo llama "primogénito de toda la creación", e Hijo, no sin haber sido engendrado antes de existir, habiendo llegado a existir antes de toda creación, no increado. Detengámonos un momento, entonces, en su argumento, de que se puede demostrar que el malhechor ofrece sus primeras declaraciones a la gente simplemente como cebo para inducirlos a recibir el veneno que endulza con frases de tendencia piadosa, como si fuera miel. ¿Quién no sabe cuán grande es la diferencia de significado entre el término unigénito y primogénito? Pues primogénito implica hermanos, y unigénito implica que no hay otros hermanos. Así, el primogénito no es unigénito, pues ciertamente primogénito es el primogénito entre hermanos, mientras que el unigénito no tiene hermano: pues si fuera contado entre hermanos, no sería unigénito. Y además, cualquiera que sea la esencia de los hermanos del primogénito, la misma es la esencia del primogénito mismo. Y no es esto todo lo que significa el título, sino también que el primogénito y los que nacieron después de él provienen de la misma fuente, sin que el primogénito contribuya en absoluto al nacimiento de los que vienen después de él: de modo que con esto se mantiene la falsedad de aquella afirmación de Juan, que afirma que todas las cosas fueron hechas por él. Pues si él es primogénito, se diferencia de los que nacieron después de él sólo por su prioridad temporal, mientras que debe haber alguien más que le imparta el poder de existir por igual a él y a los demás. Pero para que con nuestras objeciones no demos a ningún adversario injusto motivos para insinuar que no recibimos las palabras inspiradas de las Escrituras, primero expondremos a nuestros lectores nuestra propia opinión sobre estos títulos, y luego dejaremos a su criterio cuál es la mejor.
VIII
Sobre los términos Unigénito y Primogénito
El poderoso Pablo, sabiendo que el Dios unigénito, quien tiene la preeminencia en todas las cosas, es el autor y causa de todo bien, da testimonio de él, no sólo de que la creación de todo lo existente fue obra suya, sino que cuando la creación original del hombre decayó y se desvaneció (para usar sus propias palabras) y se forjó una nueva creación en Cristo, en esto también él tomó la iniciativa, sino que él mismo es el primogénito de toda esa nueva creación de hombres que se efectúa por el evangelio. Y para que nuestra visión sobre esto quede más clara, dividamos nuestro argumento de esta manera. El apóstol inspirado en cuatro ocasiones emplea este término, una vez como aquí, llamándolo "primogénito de toda la creación" (Col 1,15), y "primogénito entre muchos hermanos" (Rm 8,29), y "primogénito de entre los muertos", y empleando el término absolutamente, y diciendo que "de nuevo trae al primogénito al mundo", y "adórenle todos los ángeles de Dios" (Hb 1,6). En consecuencia, sea cual sea el punto de vista que tengamos sobre este título en las otras combinaciones, el mismo aplicaremos en consistencia a la frase primogénito de toda la creación. Porque dado que el título es uno y el mismo debe ser necesariamente que el significado transmitido también sea uno. ¿En qué sentido entonces llega a ser él el primogénito entre muchos hermanos? ¿En qué sentido llega a ser él el primogénito de entre los muertos? Ciertamente, esto es evidente, porque somos de carne y sangre por nacimiento, como dice la Escritura, y Aquel que por nuestro bien nació fue partícipe de carne y sangre, con el propósito de transformarnos de la corrupción a la incorrupción mediante el nacimiento de lo alto (el nacimiento por agua y el Espíritu). Además, él mismo abrió el camino en este nacimiento, atrayendo sobre el agua, mediante su propio bautismo, el Espíritu Santo (de modo que en todo se convirtió en el primogénito de los que nacen de nuevo espiritualmente), y dio el nombre de hermanos a quienes participaron de un nacimiento como el suyo por agua y el Espíritu. Y como también era conveniente que implantara en nuestra naturaleza el poder de resucitar de entre los muertos, se convierte en "primicias de los que durmieron" (1Cor 15,20) y el "primogénito de entre los muertos" (Col 1,18), pues él primero por su propia obra soltó los dolores de la muerte, para que su nuevo nacimiento de entre los muertos fuera abierto un camino también para nosotros, habiendo sido sueltos los dolores de la muerte en que estábamos sujetos, por la resurrección del Señor. Así, así como al participar del lavamiento de la regeneración se convirtió en el "primogénito entre muchos hermanos", y al hacerse "primicia de la resurrección", obtuvo el nombre de "primogénito de entre los muertos", así también, teniendo la preeminencia en todo, después de que todo lo viejo, como dice el apóstol, haya pasado, se convierte en el primogénito de la nueva creación de hombres en Cristo mediante la doble regeneración, la del santo bautismo y la que es consecuencia de la resurrección de entre los muertos, convirtiéndose para nosotros en ambas por igual en el Príncipe de la vida, las primicias, el primogénito. Este primogénito, entonces, también tiene hermanos, acerca de los cuales le habla a María, diciendo: "Ve y diles a mis hermanos: Voy a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios". En estas palabras resume todo el propósito de su dispensación como hombre. Porque los hombres se rebelaron contra Dios y sirvieron a quienes por naturaleza no eran dioses, y aun siendo hijos de Dios, se apegaron a un padre malvado falsamente llamado así. Por esta causa, el mediador entre Dios y el hombre, habiendo asumido las primicias de toda la naturaleza humana, envía a sus hermanos el anuncio de sí mismo, no en su carácter divino, sino en el que comparte con nosotros, diciendo: "Me voy para hacer por mí mismo que ese verdadero Padre, del cual se separaron, sea su Padre, y por mí mismo para hacer que ese verdadero Dios, del cual se habían rebelado, sea su Dios; pues por esas primicias que he asumido, presento en mí mismo a toda la humanidad a su Dios y Padre". Puesto que las primicias hicieron del Dios verdadero su Dios y del buen Padre su Padre, la bendición queda asegurada para la naturaleza humana en su conjunto, y por medio de las primicias el verdadero Dios y Padre se convierte en Padre y Dios de todos los hombres. Ahora bien, si las primicias son santas, también lo es la masa. Pero donde está Cristo, las primicias (y las primicias no son otro que Cristo), también están los que son de Cristo, como dice el apóstol. Por tanto, en los pasajes donde menciona al primogénito en conexión con otras palabras, sugiere que entendamos la frase como he indicado; pero donde, sin añadir nada al respecto, dice: "Cuando de nuevo traiga al primogénito al mundo" (Hb 1,6), la adición de "de nuevo" afirma la manifestación del Señor de todo que tendrá lugar en el último día. Porque así como "ante el nombre de Jesús se dobla toda rodilla de los que están en los cielos, en la tierra y debajo de la tierra" (Flp 2,10-11), aunque el nombre humano no pertenece al Hijo por estar sobre todo nombre, así también dice que el Primogénito, llamado así por nosotros, es adorado por toda la creación supramundana, a su regreso al mundo, cuando juzgará al mundo con justicia y al pueblo con equidad. Así, los diversos significados de los títulos primogénito y unigénito se mantienen distintos por la palabra de piedad, asegurándose su respectivo significado para cada nombre. Pero, ¿cómo puede quien relaciona el nombre de primogénito con la existencia pretemporal del Hijo preservar el sentido propio del término Unigénito? Que el lector perspicaz considere si estas cosas concuerdan entre sí, cuando el término primogénito implica necesariamente hermanos, y el término unigénito excluye necesariamente la noción de hermanos. Porque cuando la Escritura dice "en el principio era el Verbo", entendemos que se refiere al Unigénito, y cuando añade "el Verbo se hizo carne", recibimos con ello en nuestra mente la idea del primogénito, y así la palabra de piedad permanece sin confusión, conservando a cada nombre su significado natural, de modo que en el Unigénito consideramos lo pretemporal, y por el primogénito de la creación la manifestación de lo pretemporal en la carne.
IX
Sobre la generación del Hijo, no material ni inmaterial, sino divina
Volvamos ahora a otra de las afirmaciones de Eunomio, que dice: "Creemos también en el Hijo de Dios, el unigénito Dios, el primogénito de toda la creación, Hijo verdadero, no ingenuo, verdaderamente engendrado antes de los mundos". Que él transfiera, entonces, el sentido de generación para indicar creación es evidente al llamarlo expresamente creado, cuando habla de él como llegado a existir y no increado. Pero para que la temeridad desconsiderada y la falta de formación que se manifiestan en las doctrinas se manifiesten, omitamos toda expresión de indignación ante su evidente blasfemia y empleemos en la discusión de este asunto una división científica. Pues sería bueno, creo, considerar con cierta atención el significado exacto del término generación. Que esta expresión transmite el significado de existir como resultado de alguna causa es evidente para todos, y supongo que no hay necesidad de discutir sobre este punto: pero dado que existen diferentes modos de existir como resultado de una causa, creo que esta diferencia es la que debe explicarse exhaustivamente en nuestra discusión mediante la división científica. De las cosas que han surgido como resultado de alguna causa, reconocemos las siguientes diferencias. Algunas son resultado de la materia y el arte, como las estructuras de las casas y todas las demás obras producidas mediante su respectivo material, donde algún arte dirige y dirige su propósito hacia su fin apropiado. Otras son resultado de la materia y la naturaleza; pues la naturaleza ordena la generación de los animales, unos a partir de otros, realizando su propia obra mediante la subsistencia material en los cuerpos de los progenitores; otras, a su vez, lo son por eflujo material. En estas, el original permanece como era antes, y lo que fluye de él se contempla por sí mismo, como en el caso del sol y su rayo, o la lámpara y su resplandor, o de los aromas y ungüentos, y la cualidad que desprenden. Pues estas, aunque permanecen intactas en sí mismas, tienen cada una el efecto especial y peculiar que producen naturalmente, como el sol su rayo, la lámpara su brillo y perfuma la fragancia que engendran en el aire. Existe también otro tipo de generación además de estas, donde la causa es inmaterial e incorpórea, pero la generación es sensible y se lleva a cabo a través del cuerpo; me refiero a la generación de la palabra por la mente. Pues la mente, siendo en sí misma incorpórea, engendra la palabra por medio de instrumentos sensibles. Tantas son las diferencias del término generación, que descubrimos en una visión filosófica de ellos, que es en sí misma, por así decirlo, el resultado de la generación. Y ahora que hemos distinguido así los diversos modos de generación, será momento de observar cómo la benévola dispensación del Espíritu Santo, al entregarnos los misterios divinos, imparte esa instrucción que trasciende la razón mediante los métodos que podemos recibir. Pues la enseñanza inspirada adopta, para exponer el poder inefable de Dios, todas las formas de generación que la inteligencia humana reconoce, sin incluir, sin embargo, los sentidos corporales asociados a las palabras. Pues cuando habla del poder creador, le da a dicha energía el nombre de generación, porque su expresión debe rebajarse a nuestra baja capacidad; sin embargo, no transmite con ello todo lo que incluimos en la generación creadora, como el tiempo, el lugar, la provisión de la materia, la idoneidad de los instrumentos, el diseño de las cosas que surgen, sino que los deja, y afirma de Dios, con un lenguaje elevado y magnífico, la creación de todas las cosas existentes, cuando dice: "Él pronunció la palabra y fueron hechas, él ordenó y fueron creadas". De nuevo, cuando nos interpreta la existencia inefable y trascendente del Unigénito del Padre, dado que la pobreza del intelecto humano es incapaz de recibir doctrinas que superan todo poder de palabra y pensamiento, también allí toma nuestro lenguaje y lo llama Hijo, un nombre que nuestro uso asigna a quienes nacen de la materia y la naturaleza. Pero así como la Escritura, al hablar de la generación por creación, no implica, en el caso de Dios, que dicha generación se produjo por medio de ningún material, afirmando que el poder de la voluntad de Dios sirvió para la sustancia material, el lugar, el tiempo y todas esas circunstancias, así también aquí, al usar el término Hijo, rechaza todo lo demás que la naturaleza humana percibe en la generación aquí abajo (me refiero a los afectos y disposiciones, la cooperación del tiempo y la necesidad del lugar) y, sobre todo, la materia, sin la cual la generación natural aquí abajo no tiene lugar. Pero cuando toda esa existencia material, temporal y local se excluye del sentido del término Hijo, sólo queda la comunidad de naturaleza, y por esta razón con el título Hijo. Se declara, respecto al Unigénito, la estrecha afinidad y la autenticidad de la relación que marcan su manifestación desde el Padre. Y dado que tal tipo de generación no fue suficiente para inculcarnos una noción adecuada del modo inefable de subsistencia del Unigénito, la Escritura se vale también del tercer tipo de generación para indicar la doctrina de la divinidad del Hijo, a saber: aquel que es el resultado de la efusión material, y se refiere a él como "el resplandor de la gloria" (Hb 1,3), "el olor del ungüento" y "el aliento de Dios" (Sb 7,25); ilustraciones que en la fraseología científica que hemos adoptado comúnmente designamos como efusión material. Pero como en los casos alegados ni el nacimiento de la creación ni la fuerza del término Hijo admiten tiempo, materia, lugar ni afecto, así también aquí la Escritura, empleando sólo la ilustración de la refulgencia y las otras que he mencionado, al margen de toda concepción material, respecto a la idoneidad divina de tal modo de generación, muestra que debemos entender por el significado de esta expresión una existencia derivada del Padre y subsistiendo con él. Pues ni la figura del aliento pretende transmitirnos la noción de dispersión en el aire desde la materia de la que está formado, ni la figura de la fragancia pretende expresar la transmisión de la cualidad del ungüento al aire, ni la figura de la refulgencia la emanación que se produce mediante los rayos del cuerpo solar; sino que, como se ha dicho en todos los casos, tal modo de generación sólo indica esto: que el Hijo es del Padre y es concebido junto con él, sin intervalo entre el Padre y Aquel que es del Padre. Pues, dado que, por su inmensa bondad amorosa, la gracia del Espíritu Santo dispuso que las concepciones divinas acerca del Unigénito nos llegaran de diversas fuentes y se implantaran en nosotros, añadió también la generación restante: la del Verbo desde la mente. Y aquí el sublime Juan demuestra una notable previsión. Para que el lector no cayera, por descuido y concepciones indignas, en la noción común de Verbo, hasta el punto de considerar al Hijo como mera voz del Padre, afirma del Verbo que subsistió esencialmente en la primera y bendita naturaleza misma, proclamando así en voz alta: "En el principio era el Verbo", y con Dios, y Dios, y luz, y vida, y todo lo que es el principio, también era el Verbo. Dado que, entonces, estos tipos de generación (es decir, aquellos que surgen como resultado de alguna causa y se reconocen en nuestra experiencia cotidiana), también son empleados por la Sagrada Escritura para transmitir su enseñanza sobre los misterios trascendentes de tal manera que cada uno de ellos puede transferirse razonablemente a la expresión de concepciones divinas, podemos ahora proceder a examinar también la afirmación de Eunomio, para encontrar en qué sentido acepta el significado de generación. En efecto, habla Eunomio del "Hijo mismo, no ingénito, verdaderamente engendrado antes de los mundos". Creo que se puede pasar por alto rápidamente la violación de la secuencia lógica en su distinción, por ser fácilmente reconocible por todos. Pues, ¿quién ignora que, si bien la oposición adecuada es entre Padre e Hijo, entre engendrado e ingénito, él omite así el término Padre y opone ingénito a Hijo, cuando debería, si le importara la verdad, haber evitado desviar su frase de la debida secuencia de relación y haber dicho "Hijo mismo, no Padre"? Y de esta manera se habría prestado la debida atención tanto a la piedad como a la coherencia lógica, pues la naturaleza no se habría desgarrado al distinguir entre las personas. Pero en su declaración de fe, ha intercambiado el uso verdadero y escritural del término Padre, que nos fue confiado por el Verbo mismo, y habla del Ingenerado en lugar del Padre, para que, al separarlo de esa estrecha relación con el Hijo que se concibe naturalmente en el título de Padre, lo coloque al mismo nivel que todas las cosas creadas, que se oponen igualmente a lo ingenerado. En verdad, engendrado, dice, "antes de los mundos". Que diga de quién es engendrado. Responderá, por supuesto, del Padre, a menos que esté dispuesto a contradecir la verdad sin rubor. Pero como es imposible separar la eternidad del Hijo del Padre eterno, dado que el término Padre, por su propio significado, implica al Hijo, por esta razón rechaza el título de Padre y cambia su frase a ingenerado. Dado que el significado de este último nombre no guarda relación ni conexión con el Hijo, y al engañar así a sus lectores mediante la sustitución de un término por otro, para que no contemplen al Hijo junto con el Padre, abre camino a su sofistería, allanando el camino a la impiedad al introducir el término ingenuo. Pues quienes, según la ordenanza del Señor, creen en el Padre, al oír el nombre del Padre, reciben al Hijo junto con él en su pensamiento, al pasar la mente del Hijo al Padre, sin pisar un vacío insustancial interpuesto entre ellos. Pero quienes se desvían hacia el título ingenuo en lugar de Padre, obtienen una noción superficial de este nombre, aprendiendo sólo que él no existió en ningún momento, no que es Padre. Aun así, incluso con este modo de concepción, la fe de quienes leen con discernimiento permanece libre de confusión. Pues la expresión no llegar a existir se usa en un sentido idéntico de toda naturaleza increada, y Padre, Hijo y Espíritu Santo son igualmente increados. Pues siempre han creído quienes siguen la palabra divina que toda la creación, sensible y supramundana, deriva su existencia del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Quien ha oído que por la palabra del Señor fueron hechos los cielos, y todo su ejército por el aliento de su boca, no entiende por palabra mera expresión, ni por aliento mera exhalación, sino que por lo que allí se dice forma la concepción de Dios el Verbo y del Espíritu de Dios. Ahora bien, crear y ser creado no son equivalentes, sino que todas las cosas existentes se dividen en lo que hace y lo que es hecho, cada una es diferente en naturaleza de la otra, de modo que ni es increado lo que es hecho, ni es creado lo que efectúa la producción de las cosas que son hechas. Por tanto, aquellos que, según la exposición de la fe que nos dio nuestro Señor mismo, han creído en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, reconocen que cada una de estas Personas es igualmente no originada, y el significado que transmite la palabra no generado no perjudica su sana creencia; pero para quienes son densos e indefinidos, este término sirve como punto de partida para desviarse de la sana doctrina. Al no comprender la verdadera fuerza del término, que ingenuo no significa más que no haber llegado a existir, y que no llegar a existir es una propiedad común de todo lo que trasciende la naturaleza creada, abandonan su fe en el Padre y sustituyen Padre por el término Ingenuo. Y dado que, como se ha dicho, la existencia personal del Unigénito no se connota en este nombre, determinan que la existencia del Hijo comenzó desde un principio definido en el tiempo, afirmando (lo que Eunomio añade aquí a sus declaraciones anteriores) que se le llama Hijo no sin una generación que preceda a su existencia. ¿Qué es este vano juego de palabras? ¿Es consciente Eunomio de que habla de Dios, quien existía en el principio y está en el Padre, y que no hubo tiempo en que no existiera? No sabe Eunomio lo que dice ni lo que afirma, pero se esfuerza, como si estuviera construyendo el pedigrí de un simple hombre, por aplicar al Señor de toda la creación el lenguaje que propiamente corresponde a nuestra naturaleza terrenal. Pues, por ejemplo, Ismael no existía antes de la generación que lo engendró, y antes de su nacimiento hubo, por supuesto, un intervalo de tiempo. Pero con Aquel que es "el resplandor de la gloria", el antes y el después no tienen cabida: pues antes del resplandor, por supuesto, tampoco hubo gloria, pues concurrentemente con la existencia de la gloria, sin duda irradia su resplandor; y es imposible en la naturaleza de las cosas que una esté separada de la otra, ni es posible ver la gloria por sí misma antes de su resplandor. Pues quien así dice hará que la gloria en sí sea oscura y tenue, si el brillo que emana de ella no brilla al mismo tiempo. Pero este es el método injusto de la herejía, intentar, mediante las nociones y términos empleados respecto al Dios unigénito, desplazarlo de su unidad con el Padre. Es con este fin que dicen los herejes: "Antes de la generación que lo trajo a la existencia, él no era Hijo". No obstante, los hijos de carneros, de quienes habla el profeta, ¿no son también llamados hijos después de venir a la existencia? Esa cualidad, entonces, que la razón nota en los hijos de carneros, que no son hijos de carneros antes de la generación que los trae a la existencia, esto nuestro reverendo teólogo ahora lo atribuye al "Creador de los mundos" y de toda la creación, Quien tiene al Padre eterno en sí mismo, y es contemplado en la eternidad del Padre, como él mismo dice: "Yo estoy en el Padre, y el Padre en mí". Sin embargo, quienes no son capaces de detectar la sofistería que se esconde en su afirmación y no están acostumbrados a ningún tipo de percepción lógica, siguen estas declaraciones inconsecuentes y perciben lo que sigue como una consecuencia lógica de lo anterior. Pues dice que nació antes de toda creación, y como si esto no fuera suficiente para demostrar su impiedad, se reserva una grosería en la frase que sigue, cuando dice que el Hijo no es increado.¿En qué sentido, entonces, llama "Hijo mismo" a quien no es increado? Pues si es apropiado llamar "Hijo mismo" a quien no es increado, entonces, por supuesto, el cielo es hijo mismo; pues tampoco es increado. Así también el sol es hijo mismo, y todo lo que contiene la creación, tanto pequeño como grande, por supuesto tiene derecho al apelativo de "Hijo mismo". ¿Y en qué sentido llama Unigénito a quien ha llegado a existir? Pues todas las cosas que llegan a existir están incuestionablemente en hermandad entre sí, en lo que respecta, quiero decir, a su llegada a la existencia. ¿Y de quién llegó a existir? Pues, ciertamente, todas las cosas que han llegado a existir lo hicieron del Hijo. Pues así testificó Juan, diciendo: "Todas las cosas fueron creadas por él". Si, entonces, el Hijo también llegó a existir, según el credo de Eunomio, ciertamente se le clasifica entre las cosas que han llegado a existir. Si, entonces, todo lo que existió fue hecho por él, y el Verbo es una de las cosas que existieron, ¿quién es tan ingenuo como para no extraer de estas premisas la absurda conclusión de que nuestro nuevo credista Eunomio hace que el Señor de la creación sea obra suya, al afirmar con tantas palabras que el Señor y Creador de toda la creación no es increado? Que nos diga de dónde saca esta audacia. ¿De qué expresión inspirada? ¿Qué evangelista, qué apóstol pronunció palabras como estas? ¿Qué profeta, qué legislador, qué patriarca, qué otra persona de todos los que fueron divinamente inspirados por el Espíritu Santo, cuyas voces se conservan por escrito, originó una afirmación como esta? En la tradición de la fe transmitida por la verdad se nos enseña a creer en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Si fuera correcto creer que el Hijo fue creado, ¿cómo fue que la Verdad, al revelarnos este misterio, nos instó a creer en el Hijo y no en la criatura? ¿Y cómo es que el inspirado apóstol, adorando él mismo a Cristo, establece que quienes adoran a la criatura en lugar del Creador son culpables de idolatría? Pues, si el Hijo hubiera sido creado, o no lo habría adorado, o se habría abstenido de clasificar a quienes adoran a la criatura junto con los idólatras, para no parecer él mismo un idólatra al ofrecer adoración a lo creado. Pero sabía que aquel a quien adoraba era "Dios sobre todas las cosas" (Rm 9,5), pues así llama al Hijo en su Carta a los Romanos. ¿Por qué, entonces, quienes separan al Hijo de la esencia del Padre y lo llaman criatura, le otorgan en burla el título ficticio de deidad, otorgando ociosamente a alguien ajeno a la verdadera divinidad el nombre de Dios, como podrían conferírselo a Bel, Dagón o el dragón? Que quienes afirman que él es creado, reconozcan que no es Dios en absoluto, para que se les vea como judíos disfrazados, o si confiesan que alguien creado es Dios, que no nieguen que son idólatras.
X
Sobre las frases "el Señor me creó" y "no daré mi gloria a
otro"
Por supuesto, menciona Eunomio el pasaje del libro de Proverbios que dice: "El Señor me creó como principio de sus caminos, para sus obras". Se requeriría una larga discusión para explicar completamente el verdadero significado del pasaje; sin embargo, sería posible, incluso en pocas palabras, transmitir a lectores bien dispuestos la idea que se pretende. Algunos versados en teología afirman que el texto hebreo no dice creado, y nosotros mismos hemos leído en copias más antiguas poseído en lugar de creado. Ahora bien, sin duda, posesión en el lenguaje alegórico de Proverbios señala a aquel esclavo que por nosotros "tomó forma de esclavo" (Flp 2,7). Pero si alguien alegara en este pasaje la lectura que prevalece en las iglesias, no rechazamos ni siquiera la expresión creado. Pues esto también en lenguaje alegórico pretende connotar al esclavo, ya que, como nos dice el apóstol, "toda la creación está en esclavitud" (Rm 8,20-1). Así, decimos que esta expresión, al igual que la otra, admite una interpretación ortodoxa. Pues Aquel que "por nosotros se hizo semejante a nosotros", fue verdaderamente creado en los últimos días, y Aquel que en el principio era Verbo y Dios, luego "se hizo carne" y hombre. Pues la naturaleza de la carne es creada; y al participar de ella en todos los aspectos como nosotros, pero sin pecado, fue creado al hacerse hombre; y fue creado "según Dios" (Ef 4,24), no según el hombre, como dice el apóstol, de una manera nueva y no según la costumbre humana. Porque se nos enseña que este nuevo hombre fue creado (si bien por el Espíritu Santo y por el poder del Altísimo), a quien Pablo, el hierofante de los misterios inefables, nos invita a revestirnos, usando dos frases para expresar la vestidura que debemos revestirnos: "Vestíos del nuevo hombre, creado según Dios" (Ef 4,24), y: "Vestíos del Señor Jesucristo" (Rm 13,14). Porque así es como él, quien dijo "yo soy el Camino", se convierte para nosotros, quienes lo hemos puesto al principio de los caminos de la salvación, para que nos haga obra de sus propias manos, moldeándonos a partir del molde maligno del pecado. Una vez más a su propia imagen. Él es nuestro fundamento ante el mundo venidero, según las palabras de Pablo, quien dice: "Nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto" (1Cor 3,11). Y es cierto que "antes de que brotaran las aguas, antes de que se asentaran los montes, antes de que él hiciera los abismos y antes de todos los collados, él me engendró". Pues es posible, según el uso del libro de Proverbios, que cada una de estas frases, tomadas en un sentido tropical, se aplique a la Palabra. Pues el gran David llama a la justicia "montes de Dios", a sus juicios abismos, y a los maestros de las iglesias fuentes, diciendo: "Bendecid a Dios el Señor desde las fuentes de Israel"; y a la inocencia la llama colinas, como lo demuestra al hablar de sus saltos como corderos. Antes de esto, pues, nació en nosotros Aquel que por nosotros fue creado como hombre, para que de estas cosas también la creación encuentre lugar en nosotros. Pero creo que podemos dejar de lado la discusión de estos puntos, puesto que la verdad ha sido suficientemente señalada en pocas palabras a los lectores bien dispuestos; procedamos a lo que dice Eunomio a continuación: "Existiendo en el principio, pero no sin principio". ¿Cómo entiende los oráculos de Dios quien se jacta de su superior discernimiento? En efecto, declara Eunomio que Aquel que estaba en el principio mismo tuvo un principio, y no se da cuenta de que si Aquel que está en el principio tiene un principio, entonces el principio mismo debe tener otro principio. Todo lo que dice del principio debe necesariamente confesarlo como cierto de Aquel que estaba en el principio: pues ¿cómo puede separarse lo que está en el principio del principio? ¿Y cómo puede alguien imaginar que un era no precedió al era? Pues por mucho que uno retroceda su pensamiento para comprender el principio, con toda certeza comprende que la Palabra que estaba en el principio (en la medida en que no puede separarse del principio en el que está) no comienza ni cesa su existencia en él en ningún momento. Sin embargo, que nadie se deje inducir por estas palabras a separar en dos el único principio que reconocemos. Pues el principio es ciertamente uno, en el cual se discierne, indivisiblemente, a ese Verbo que está completamente unido al Padre. Quien así piensa jamás dejará a la herejía una escapatoria que perjudique su piedad por la novedad del término ingenuo. Pero en las siguientes proposiciones de Eunomio, sus afirmaciones son como pan con una gran cantidad de arena, pues al mezclar sus opiniones heréticas con sanas doctrinas, hace incomible incluso aquello que es en sí mismo nutritivo, por la grava que le ha mezclado. En concreto, llama al Señor "sabiduría viviente, verdad operante, poder subsistente y vida". Hasta ahí llega la porción nutritiva. No obstante, en estas afirmaciones infunde el veneno de la herejía. Pues cuando habla de la vida como generada, hace una reserva por la oposición implícita a la vida ingenua, y no afirma que el Hijo sea la vida misma. A continuación dice Eunomio: "Como Hijo de Dios, que vivifica a los muertos, la luz verdadera, la luz que ilumina a todo hombre que viene al mundo, bueno y dador de bienes". Ofrece todo esto como miel a los ingenuos, ocultando su droga mortal bajo la dulzura de términos como estos. Pues inmediatamente introduce, tras estas declaraciones, su principio pernicioso, con las palabras: "No compartir con Aquel que lo engendró su alto estado, no compartir con otro la esencia del Padre, pero llegando a ser glorioso por generación, y recibiendo gloria del Padre, pero no compartiendo su gloria con el Padre, porque la gloria del Todopoderoso es incomunicable". Estos son sus venenos mortales, que sólo pueden descubrir aquellos que tienen los sentidos de sus almas entrenados para hacerlo: pero la maldad mortal de las palabras se revela por su conclusión: "Recibir gloria del Padre, no compartir gloria con el Padre, porque la gloria del Todopoderoso es incomunicable". ¿Quién es ese otro a quien Dios ha dicho que "no dará su gloria"? ¡El profeta habla del adversario de Dios, y Eunomio refiere la profecía al mismo Dios unigénito! En efecto, cuando el profeta, hablando en la persona de Dios, dijo "no daré mi gloria a otro", añadió: "Ni mi alabanza a imágenes talladas". Porque cuando los hombres fueron seducidos a ofrecer al adversario de Dios el culto y la adoración que sólo a él le corresponden, rindiendo homenaje en las representaciones de imágenes talladas al enemigo de Dios, quien se apareció en diversas formas entre los hombres, en las formas proporcionadas por los ídolos, Aquel que sana a los enfermos, compadecido por la ruina de los hombres, predijo por el profeta la bondad que en los últimos días mostraría con la abolición de los ídolos, diciendo: "Cuando mi verdad se haya manifestado, mi gloria ya no será dada a otro, ni mi alabanza se otorgará a imágenes talladas; porque los hombres, cuando conozcan mi gloria, ya no estarán esclavizados por quienes por naturaleza no son dioses". Por lo tanto, todo lo que el profeta dice en la persona del Señor sobre el poder del adversario, este luchador contra Dios, se refiere al Señor mismo, quien pronunció estas palabras por medio del profeta. ¿Quién entre los tiranos se registra que haya sido tan perseguidor de la fe como este? ¿Quién mantuvo tal blasfemia? Como esto: que Aquel que, como creemos, se manifestó en carne para la salvación de nuestras almas, no es Dios mismo, sino el adversario de Dios, que ejerce su astucia contra los hombres mediante ídolos e imágenes esculpidas. Pues lo que el profeta dijo de ese adversario es lo que Eunomio transfiere al Dios unigénito, sin siquiera reflexionar en que fue el Unigénito mismo quien pronunció estas palabras por medio del profeta, como el propio Eunomio confiesa posteriormente al decir: "Este es aquel que habló por medio de los profetas". ¿Por qué debería profundizar en esta parte del tema? Pues las palabras anteriores también están contaminadas con la misma profanidad: recibir gloria del Padre, no compartirla con él, pues la gloria del Dios todopoderoso es incomunicable. Por mi parte, incluso si sus palabras se hubieran referido a Moisés, quien fue glorificado en el ministerio de la ley, ni siquiera entonces debería haber tolerado tal afirmación, aun si se admitiera que Moisés, sin tener gloria interior, apareció completamente glorioso a los israelitas por el favor que Dios le concedió. Pues la misma gloria que se otorgó al legislador no fue la gloria de nadie más que de Dios mismo, gloria que el Señor en el evangelio invita a todos a buscar, cuando culpa a quienes valoran mucho la gloria humana y no buscan la gloria que viene solo de Dios. Pues al ordenarles buscar la gloria que viene del único Dios, declaró la posibilidad de que obtuvieran lo que buscaban. ¿Cómo es entonces incomunicable la gloria del Todopoderoso, si es incluso nuestro deber pedir la gloria que viene del único Dios, y si, según la palabra de nuestro Señor, todo el que pide recibe? Pero quien dice acerca del que es "resplandor de la gloria del Padre", que él tiene la gloria por haberla recibido, dice en efecto que el resplandor de la gloria está en sí mismo desprovisto de gloria, y necesita, para convertirse él mismo al fin en el Señor de alguna gloria, recibir gloria de otro. ¿Cómo entonces hemos de disponer de las expresiones de la verdad, una que nos dice que él será visto "en la gloria del Padre" (Mc 8,38), y que "todas las cosas que el Padre tiene son mías"? ¿A quién debe prestar oído el oyente? ¿A aquel que es "el heredero de todas las cosas" (Hb 1,2) que están en el Padre, y no tiene parte ni suerte en la gloria de su Padre? ¿O a Aquel que declara que todo lo que el Padre tiene, él también lo tiene? Ahora bien, entre todas las cosas, la gloria seguramente está incluida. Sin embargo, Eunomio dice que la gloria del Todopoderoso es incomunicable. Esta opinión no la atestigua Joel, ni tampoco el poderoso Pedro, quien adoptó, en su discurso a los judíos, el lenguaje del profeta. Porque tanto el profeta como el apóstol dicen, en la persona de Dios: "Derramaré de mi Espíritu sobre toda carne" (Jl 2,28; Hch 2,17). Entonces, él, que no escatimó en participar de su propio Espíritu a toda carne, ¿cómo puede ser que no imparta su propia gloria al Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, que tiene todas las cosas que el Padre tiene? Tal vez uno debería decir que Eunomio está diciendo aquí la verdad, aunque no lo pretendiera. Pues el término impartir se usa estrictamente en el caso de quien no tiene su gloria desde dentro, cuya posesión es una ascensión desde fuera, y no parte de su propia naturaleza: pero donde se observa una misma naturaleza en ambas personas, Aquel que es, en cuanto a naturaleza, todo lo que se cree que es el Padre, no necesita que se le impartan cada atributo. Conviene explicar esto con mayor claridad y precisión. Aquel que tiene al Padre morando en él en su totalidad, ¿qué necesidad tiene de la gloria del Padre, si ninguno de los atributos contemplados en el Padre le es retirado?
XI
Sobre el poder y eternidad del Hijo, y la frase "ser hecho obediente"
¿Cuál es, además, el alto estado del Todopoderoso en el que Eunomio afirma que "el Hijo no tiene parte"? Que aquellos, entonces, que son sabios a sus propios ojos y prudentes a su propia vista (Is 5,21), expresen sus opiniones básicas (quienes, como dice el profeta, hablan desde la tierra; Is 29,4). Pero nosotros, que reverenciamos la Palabra y somos discípulos de la verdad, o mejor dicho, quienes profesamos serlo, no dejemos de analizar esta afirmación. Sabemos que, de todos los nombres con los que se designa a la deidad, algunos expresan la majestad divina, empleada y entendida de forma absoluta, y otros se asignan con referencia a las operaciones sobre nosotros y toda la creación. Pues cuando el apóstol dice "al Dios inmortal, invisible, único y sabio", y similares, con estos títulos sugiere concepciones que nos representan el poder trascendente. Y cuando se habla de Dios en las Escrituras como clemente, misericordioso, lleno de piedad, verdadero, bueno, señor, médico, pastor, camino, pan, fuente, rey, creador, artífice, protector, quien "está sobre todo y a través de todo", quien es "todo en todo", con estos y otros títulos similares el apóstol sugiere la declaración de las operaciones de la divina bondad amorosa en la creación. Entonces, aquellos que indagan con precisión en el significado del término Todopoderoso encontrarán que no declara nada más acerca del poder divino que esa operación que controla las cosas creadas y que es indicada por la palabra Todopoderoso, se encuentra en cierta relación con algo. Pues así como no se le llamaría Médico, salvo por los enfermos, ni misericordioso y clemente, ni nada por el estilo, salvo por alguien que necesitara gracia y misericordia, tampoco se le llamaría Todopoderoso, ¿no necesitaría toda la creación alguien que la regulara y la mantuviera en existencia? Así como se presenta como médico a quienes necesitan sanación, también es todopoderoso sobre quien necesita ser gobernado: y así como quienes están sanos no necesitan médico, se deduce que bien podemos decir que Aquel cuya naturaleza contiene el principio de rectitud infalible e inquebrantable no necesita, como otros, un gobernante. En consecuencia, cuando oímos el nombre Todopoderoso, nuestra concepción es esta: que Dios sustenta en existencia tanto todas las cosas inteligibles como todas las cosas de naturaleza material. Por esta razón se sienta sobre el círculo de la tierra, por esta razón sostiene los confines de la tierra en su mano, por esta razón él mide la levadura con su palmo y las aguas con el hueco de su mano; por eso abarca en sí mismo toda la creación inteligible, para que todas las cosas permanezcan en existencia controladas por su poder abarcador. Preguntemos, entonces, ¿quién es el que "obra todo en todo"? ¿Quién es el que "creó todas las cosas", y "sin quien nada existente existe"? ¿Quién es aquel "en quien fueron creadas todas las cosas", y "en quien todo lo que existe tiene su continuidad"? ¿En quién "vivimos, nos movemos y existimos"? ¿Quién es aquel que "tiene en sí mismo todo lo que el Padre tiene"? ¿Acaso lo dicho nos deja en la ignorancia de Aquel que "es Dios sobre todo" (Rm 9,5), a quien San Pablo intituló así: "Nuestro Señor Jesucristo, que teniendo en su mano todo lo que el Padre tiene, lo abarca todo"? ¿No es su mano la que todo lo contiene, y él es soberano sobre lo que ha agarrado, y nadie lo quita de la mano de Aquel que en su mano lo sostiene todo? Si, entonces, él lo tiene todo y es soberano sobre lo que posee, ¿por qué quien así lo es es otra cosa y no Todopoderoso? Si la herejía replica que el Padre es soberano tanto sobre el Hijo como sobre el Espíritu Santo, que primero demuestren que el Hijo y el Espíritu Santo son de naturaleza mutable, y luego que sobre esta mutabilidad establezcan un gobernante, para que, con la ayuda implantada desde arriba, aquello que está así dominado, permanezca incapaz de volverse malo. Si, por otro lado, la naturaleza divina es incapaz de mal, inmutable, inalterable, eternamente permanente, ¿para qué necesita un gobernante, controlando como lo hace toda la creación, y a sí misma, debido a su inmutabilidad, sin necesidad de un gobernante que la controle? Por esta razón, "ante el nombre de Cristo se dobla toda rodilla, de las cosas en los cielos, en la tierra y debajo de la tierra". Porque ciertamente ninguna rodilla se doblaría así si no reconociera en Cristo a quien la gobierna para su propia salvación. Pero decir que el Hijo nació por la bondad del Padre no es otra cosa que equipararlo con los objetos más insignificantes de la creación, pues ¿qué hay que no haya llegado a su nacimiento por la bondad de Aquel que lo creó? ¿A qué se debe la formación de la humanidad?¿Atribuido? ¿A la maldad de su Creador o a su bondad? ¿A qué atribuimos la generación de los animales, la producción de plantas y hierbas? No hay nada que no haya surgido de la bondad de Aquel que lo creó. Una propiedad, entonces, que la razón discierne como común a todas las cosas, ¡Eunomio es tan bondadoso como para permitirle al Hijo eterno! Pero que él no compartiera su esencia o su estado con el Padre. Todas estas falsedades de Eunomio, y el resto de su verborrea, he refutado con anticipación, al tratar sus declaraciones sobre el Padre, y he demostrado que las ha arriesgado al azar y sin ningún significado inteligible. Porque ni siquiera en el caso de nosotros que nacemos unos de otros hay división de esencia. La definición expresiva de esencia permanece en su totalidad en cada uno, en el que engendra y en el que es engendrado, sin admitir disminución en el que engendra, ni aumento en el que es engendrado. Pero hablar de división de bienes o soberanía en el caso de Aquel que "posee todo lo que el Padre posee", carece de sentido, a menos que sea una demostración de la impiedad del proponente. Por lo tanto, sería superfluo enredarse en tales discusiones y, por lo tanto, prolongar nuestro tratado hasta una extensión irrazonable. Pasemos a lo que sigue diciendo Eunomio: "Glorificado por el Padre antes de los mundos". La palabra de verdad ha sido demostrada, confirmada por el testimonio de sus adversarios. Pues esta es la esencia de nuestra fe: que el Hijo existe desde la eternidad, siendo glorificado por el Padre. ¿Por qué? Porque "antes de los mundos" tiene el mismo sentido que desde la eternidad, ya que la profecía usa esta frase para presentarnos la eternidad de Dios, al hablar de él como Aquel que existe desde "antes de los mundos". Si, entonces, existir antes de los mundos está más allá de todo principio, quien glorifica al Hijo antes de los mundos, afirma con ello su existencia desde la eternidad, antes de esa gloria, pues ciertamente no es lo inexistente, sino lo existente lo que es glorificado. Entonces procede a sembrar para sí mismo la semilla de la blasfemia contra el Espíritu Santo; no con el propósito de glorificar al Hijo, sino para ultrajarlo sin motivo. Pues con la intención de hacer que el Espíritu Santo sea parte de la hueste angélica, introduce la frase "glorificado eternamente por el Espíritu", y por todo ser racional y generado, de modo que no hay distinción entre el Espíritu Santo y todo lo que llega a existir. Es decir, el Espíritu Santo glorificaría al Señor en el mismo sentido que todas las demás existencias enumeradas por el profeta, ángeles y poderes, y el cielo de los cielos, y el agua sobre los cielos, y todas las cosas de la tierra, dragones, profundidades, fuego y granizo, nieve y vapor, viento de la tormenta, montañas y todas las colinas, árboles frutales y todos los cedros, bestias y todo ganado, gusanos y aves emplumadas. Si, entonces, dice que junto con estos el Espíritu Santo también glorifica al Señor, seguramente su lengua opositora a Dios hace que el Espíritu Santo mismo sea también uno de ellos. Creo que conviene pasar por alto las incoherencias inconexas que siguen a continuación, no porque no den lugar a censura alguna, sino porque su lenguaje es tal que podría ser empleado por los devotos, si se separa de su contexto maligno. Si aquí y allá usa expresiones favorables a la devoción, simplemente las presenta como cebo para las almas sencillas, con el fin de que el anzuelo de la impiedad sea tragado junto con ellas. Pues después de emplear el lenguaje que un miembro de la Iglesia podría usar, añade Eunomio: "Obediente con respecto a la creación y producción de todas las cosas que existen, obediente con respecto a todo ministerio, no habiendo alcanzado por su obediencia la filiación o la divinidad, sino, como consecuencia de ser Hijo y haber sido generado como el Dios Unigénito, mostrándose obediente en palabras, obediente en hechos". Pero ¿quién de los que conocen los oráculos de Dios no sabe respecto a qué punto del tiempo fue dicho de él por el poderoso Pablo (y esto de una vez por todas), que "se hizo obediente" (Flp 2,8)? Porque fue cuando él "vino en forma de siervo" para consumar el misterio de la redención por la cruz, quien "se despojó a sí mismo", quien se humilló a sí mismo asumiendo la semejanza y forma de un hombre, "siendo hallado como hombre" en la humilde naturaleza del hombre (entonces, digo, fue que él "se hizo obediente", incluso él quien "tomó nuestras enfermedades y llevó nuestras dolencias", sanando la desobediencia de los hombres por su propia obediencia, para que "por sus llagas pudiera sanar nuestra herida", y por su propia muerte acabar con la muerte común de todos los hombres), entonces fue que por nosotros él "se hizo obediente", incluso cuando él "se hizo pecado" (2Cor 5,21) y "se hizo maldición" (Gál 3,13) por razón de la dispensación en nuestro nombre, no siendo así por naturaleza, sino volviéndose así en su amor por el hombre. Pero, ¿mediante qué expresión sagrada se le enseñó alguna vez su lista de tantas obediencias? No, por el contrario, cada Escritura inspirada atestigua Su poder independiente y soberano, diciendo: "Él habló la palabra y fueron hechos; él mandó y fueron creados"; porque es claro que el salmista dice esto acerca de Aquel que "sustenta todas las cosas con la palabra de su poder" (Hb 1,3), cuya autoridad, por el solo impulso de su voluntad, enmarcó toda existencia y la naturaleza, y todas las cosas en la creación aprehendidas por la razón o por la vista. ¿De dónde, entonces, se sintió impulsado Eunomio a atribuir de tan múltiples maneras al Rey del universo el atributo de la obediencia, hablando de él como "obediente con respecto a toda la obra de la creación, obediente con respecto a cada ministerio, obediente en palabras y en hechos"? Sin embargo, es evidente para cualquiera que sólo es obediente a otro en hechos y palabras, quien aún no ha alcanzado perfectamente en sí mismo la condición de trabajo preciso o habla intachable, pero manteniendo su vista siempre en su maestro y guía, es entrenado por sus sugerencias para exigir propiedad en hechos y palabras. Pero pensar que la sabiduría necesita un maestro y maestro que guíe correctamente sus intentos de imitación, es el sueño de la fantasía de Eunomio, y sólo de él. Y respecto al Padre dice que "es fiel en palabras y en obras", mientras que del Hijo no afirma fidelidad en palabra ni en obras, sino sólo obediencia y no fidelidad, de modo que su profanidad se extiende imparcialmente a todas sus declaraciones. Quizás sea correcto pasar por alto la insensatez de la afirmación interpuesta entre las últimas mencionadas, para que algunas personas irreflexivas no se rían de su absurdo cuando deberían más bien llorar por la perdición de sus almas que reírse de la insensatez de sus palabras. Pues este sabio y cauto teólogo dice que él no llegó a ser Hijo como resultado de su obediencia. ¡Observen su penetración! ¡Con qué convincente fuerza nos establece que él no fue primero obediente y luego Hijo, y que no debemos pensar que su obediencia fue anterior a su generación! Ahora bien, si no hubiera añadido esta cláusula definitoria, ¿quién, sin ella, habría sido tan necio e idiota como para creer que su generación le fue otorgada por su Padre como recompensa por la obediencia de Aquel que antes de su generación había mostrado la debida sujeción y obediencia? Pero para que nadie extraiga fácilmente motivo de risa de estas observaciones, que cada uno considere que incluso la locura de las palabras contiene algo digno de lágrimas. Pues lo que pretende establecer con estas observaciones es algo así como que su obediencia es parte de su naturaleza, de modo que ni siquiera si quisiera sería posible que no fuera obediente. Pues dice que fue constituido de tal manera que "su naturaleza se adaptaba únicamente a la obediencia", así como entre los instrumentos, lo que se forma con respecto a cierta figura necesariamente produce en lo que se somete a su operación la forma que el artífice implantó en la construcción del instrumento, y no es posible trazar una línea recta sobre lo que recibe su marca, si su propio trabajo es curvo; ni puede el instrumento, si se forma para dibujar una línea recta, producir un círculo por su impresión. ¿Qué necesidad hay de palabras nuestras para revelar cuán profana es tal noción, cuando la expresión herética de sí misma proclama en voz alta su monstruosidad? Pues si él fue obediente sólo por esta razón de ser así creado, entonces, por supuesto, no está en igualdad de condiciones ni siquiera con la humanidad, pues según esta teoría, mientras que nuestra alma es autodeterminada e independiente, eligiendo a voluntad con soberanía sobre sí misma lo que le agrada, él, por el contrario, ejerce, o mejor dicho, experimenta, la obediencia bajo la constricción de una ley obligatoria de su naturaleza, mientras que su naturaleza le permite no desobedecer, aunque quisiera. Pues fue como resultado de ser Hijo y ser engendrado, que se ha mostrado obediente en palabras y en obras. ¡Ay, qué brutal estupidez de esta doctrina! Haces que la Palabra sea obediente a las palabras, y supones otras palabras anteriores a Aquel que es verdaderamente la Palabra, y otra Palabra del principio es mediadora entre el principio y la Palabra que existía en el principio, comunicándole la decisión. Y esta no es sólo una, sino que hay varias palabras con las que Eunomio establece tantos eslabones de la cadena entre el Principio y la Palabra, y que abusan de su obediencia como les parece bien. Pero ¿qué necesidad hay de detenerse en estas habladurías? Cualquiera puede ver que San Pablo dice que "se hizo obediente" de esta manera: haciéndose por nosotros carne, siervo, maldición y pecado. Entonces, digo, el Señor de la gloria, que despreció la vergüenza y abrazó el sufrimiento en la carne, no abandonó su libre albedrío, diciendo como lo hace: "Destruid este templo, y en tres días lo levantaré"; y: "Nadie me quita la vida; tengo poder para darla y tengo poder para volverla a tomar". Y cuando los que portaban espadas y palos se acercaron a él la noche anterior a su pasión, los hizo retroceder a todos diciendo: "Yo soy" (Jn 18,5-6). Y de nuevo, cuando el ladrón moribundo le rogó que lo recordara, mostró su soberanía universal diciendo: "Hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23,43). Si, entonces, ni siquiera en el momento de su pasión fue separado de su autoridad, ¿cómo podría la herejía discernir la subordinación a la autoridad del Rey de la gloria?
XII
Sobre la mediación del Hijo, semejante e imagen del
Padre
En concreto, ¿cuál es la multiforme mediación que, con tediosa reiteración, le asigna Eunomio a Dios, llamándolo "mediador en las doctrinas y mediador en la ley"? No es así como nos enseña la elevada declaración del apóstol, quien afirma que, habiendo anulado la ley de los mandamientos con sus propias doctrinas, es "el mediador entre Dios y los hombres", declarándolo con estas palabras: "Hay un solo Dios y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre". Con la distinción implícita en la palabra mediador, nos revela el propósito completo del misterio de la piedad. Ahora bien, el propósito es este: la humanidad, una vez rebelada por la malicia del enemigo y, esclavizada por el pecado, también se vio alejada de la verdadera vida. Después de esto, el Señor de la criatura llama de vuelta a sí a su propia criatura, y se convierte en hombre sin dejar de ser Dios, siendo a la vez Dios y hombre en la totalidad de las dos diversas naturalezas, y así la humanidad quedó indisolublemente unida a Dios, el hombre que está en Cristo dirigiendo la obra de mediación, a quien, por las primicias asumidas por nosotros, toda la masa está potencialmente unida. Dado, entonces, que un mediador no es un mediador de uno (Gál 3,20), y Dios es uno, no dividido entre las personas en quienes se nos ha enseñado a creer (pues la deidad en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo es una), el Señor, por lo tanto, se convierte en "mediador de una vez por todas entre Dios y los hombres", vinculando al hombre a la deidad por sí mismo. Pero incluso por la idea de un mediador se nos enseña la doctrina piadosa consagrada en el Credo. Porque el mediador entre Dios y los hombres entró como en comunión con la naturaleza humana, no siendo meramente considerado hombre, sino habiéndose convertido verdaderamente en tal: de la misma manera también, siendo verdadero Dios, no fue honrado, como Eunomio quiere que consideremos, por el mero título de deidad. Lo que añade a las afirmaciones anteriores se caracteriza por la misma falta de significado, o mejor dicho, por la misma malignidad de significado. Pues al llamar Hijo a quien, poco antes, había declarado claramente haber sido creado, y al llamarlo Dios unigénito, a quien contaba con las demás cosas que han surgido por creación, afirma que es como aquel que lo engendró sólo por una semejanza especial, en un sentido peculiar. Por consiguiente, primero debemos distinguir los significados del término como, en cuántos sentidos se emplea en el uso común, y después proceder a analizar las posturas de Eunomio. En primer lugar, pues, todas las cosas que seducen nuestros sentidos, no siendo realmente idénticas en naturaleza, sino produciendo ilusión por algunos accidentes de los respectivos objetos, como la forma, el color, el sonido y las impresiones transmitidas por el gusto, el olfato o el tacto, aunque en realidad son de naturaleza diferente, pero se supone que son distintas de lo que son en realidad, según la costumbre, guardan una relación de semejanza. Por ejemplo, cuando un material inerte se modela mediante arte, ya sea tallado, pintura o modelado, para imitar una criatura viva, se dice que la imitación es similar al original. Pues en tal caso, la naturaleza del animal es una cosa, y la del material, que engaña a la vista por el mero color y la forma, es otra. A la misma clase de semejanza pertenece la imagen de la figura original en un espejo, que da apariencia de movimiento, sin ser, sin embargo, idéntica por naturaleza a su original. De la misma manera, nuestro oído puede experimentar el mismo engaño cuando, por ejemplo, alguien, imitando el canto del ruiseñor con su propia voz, persuade a nuestro oído de tal manera que parecemos estar escuchando al pájaro. El gusto, a su vez, está sujeto a la misma ilusión cuando el jugo de higos imita el agradable sabor de la miel, pues existe cierta semejanza con la dulzura de la miel en el jugo de la fruta. Así también, el sentido del olfato puede verse a veces afectado por la semejanza, cuando el aroma de la manzanilla, imitando la fragante manzana, engaña nuestra percepción; y de igual manera, con el tacto, la semejanza desmiente la verdad de diversas maneras, ya que una moneda de plata o latón, de igual tamaño y peso similar a una de oro, puede pasar por la pieza de oro si nuestra vista no discierne la verdad. He descrito así, en pocas palabras, los diversos casos en que los objetos, al considerarse diferentes de lo que realmente son, producen engaños en nuestros sentidos. Es posible, por supuesto, mediante una investigación más minuciosa, extender la indagación a todas las cosas que, aunque sean realmente diferentes, se consideran, sin embargo, por alguna semejanza accidental, similares entre sí. ¿Es posible que se le atribuya continuamente al Hijo una semejanza como esta? No, seguramente no puede estar tan ingenuo como para descubrir una semejanza engañosa en Aquel que es la verdad. Además, en las Escrituras inspiradas, se nos habla de otro tipo de semejanza por parte de aquel que dijo: "Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza" (Gn 1,26); pero no creo que Eunomio discerniera esta semejanza entre el Padre y el Hijo, hasta el punto de identificar al Dios unigénito con el hombre. También conocemos otro tipo de semejanza, de la que habla la palabra en Génesis respecto a Set: "Adán engendró un hijo a su semejanza, conforme a su imagen" (Gn 5,3); y si este es el tipo de semejanza del que habla Eunomio, no creemos que su afirmación deba ser rechazada. Pues en este caso, la naturaleza de los dos objetos que son iguales no es diferente, y la impresión y el tipo implican comunidad de naturaleza. Estas, o similares, son nuestras opiniones sobre la variedad de significados de la semejanza. Veamos, entonces, con qué intención Eunomio afirma del Hijo esa semejanza especial con el Padre, cuando dice que él es como el Padre con una semejanza especial, en un sentido peculiar, no como Padre a Padre, pues no son dos padres. Promete mostrarnos la semejanza especial del Hijo con el Padre, y procede mediante su definición a establecer la postura de que no debemos concebirlo como semejante. Pues al decir Eunomio que "él no es semejante como Padre a Padre", da a entender que no es semejante; y de nuevo, al añadir "ni como Ingenerado a Ingenerado", con esta frase también nos prohíbe concebir una semejanza entre el Hijo y el Padre; y finalmente, al añadir "ni como Hijo a Hijo", introduce una tercera concepción, con la que subvierte por completo el significado de semejante. Así, a continuación de sus propias afirmaciones, presenta su demostración de semejanza estableciendo la desemejanza. Y ahora examinemos el discernimiento y la franqueza que muestra en estas distinciones. Tras decir Eunomio que el Hijo es semejante al Padre, añade que "no debemos pensar que el Hijo es como el Padre, como el Padre al Padre". ¿Por qué, qué hombre en la tierra es tan tonto como para, al aprender que el Hijo es como el Padre, ser llevado por cualquier curso de razonamiento a pensar en la semejanza "del Padre al Padre"? Aquí, nuevamente, la agudeza de la distinción es igualmente conspicua. Cuando nos dice que el Hijo es como el Padre, agrega la definición adicional de que él no debe ser entendido como ser como él de la misma manera que sería como otro Hijo. Estos son los misterios de las terribles doctrinas de Eunomio, por las cuales sus discípulos se hacen más sabios que el resto del mundo, al aprender que el Hijo, por su semejanza con el Padre, no es como un Hijo, porque el Hijo no es el Padre: ni es como "no generado a no generado", porque el Hijo no es no-generado. Pero el misterio que hemos recibido, al hablar del Padre, nos invita ciertamente a comprender al Padre del Hijo, y al nombrar al Hijo, nos enseña a comprender al Hijo del Padre. Y hasta el momento presente, nunca hemos sentido la necesidad de estos refinamientos filosóficos, pues las palabras Padre e Hijo sugieren dos padres o dos hijos, una pareja, por así decirlo, de seres no generados. Ahora bien, la intención de la excesiva preocupación de Eunomio por lo ingenerado ya se ha explicado con frecuencia; y aquí se descubrirá brevemente una vez más. Pues como el término Padre no indica ninguna diferencia de naturaleza con respecto al Hijo, su impiedad, si hubiera concluido aquí su afirmación, no habría tenido fundamento, dado que el sentido natural de los nombres Padre e Hijo excluye la idea de que sean ajenos en esencia. Pero así es, al emplear los términos engendrado e ingenuo, puesto que la oposición contradictoria entre ellos no admite término medio, exactamente como la que hay entre mortal e inmortal, racional e irracional, y todos aquellos términos que se oponen entre sí por la naturaleza mutuamente excluyente de su significado, con el uso de estos términos, repito, da rienda suelta a su profanidad, de modo que contempla como existente en lo engendrado con referencia a lo ingenuo la misma diferencia que hay entre mortal e inmortal: y así como la naturaleza del mortal es una, y la del inmortal otra, y como los atributos especiales de lo racional y de lo irracional son esencialmente incompatibles, así también quiere hacer aparecer que la naturaleza de lo ingenuo es una, y la de lo engendrado otra, para mostrar que, así como la naturaleza irracional ha sido creada en sujeción a la racional, así también lo engendrado está por una necesidad de su ser en un estado de subordinación a lo ingenuo. Por esta razón, atribuye Eunomio a lo no generado el nombre de Todopoderoso, y no lo aplica para expresar una operación providencial, como el argumento le indicó, sino que transfiere la aplicación de la palabra a la soberanía arbitraria, de modo que el Hijo sea parte del universo sujeto y subordinado, un co-esclavo con todo lo demás de Aquel que con soberanía arbitraria y absoluta controla a todos por igual. Y que es con miras a este resultado que emplea estas distinciones argumentativas, se establecerá claramente a partir del pasaje que nos ocupa. Pues después de esas expresiones sabias y cuidadosamente meditadas, que él "no es como Padre a Padre", ni como Hijo a Hijo, y no hay necesidad de que el padre sea invariablemente como el padre o el hijo como el hijo: pues supongamos que hay un padre entre los etíopes y otro entre los escitas, y cada uno de estos tiene un hijo, el del etíope un hijo negro, y el escita de piel blanca y cabello dorado, pero no por ser padre el escita se vuelve negro por culpa del etíope, ni el cuerpo del etíope se vuelve blanco por culpa del escita. Tras decir esto, sin embargo, según su propia fantasía, Eunomio añade que él es "como el Hijo al Padre". Aunque tal frase indica parentesco en la naturaleza, como atestigua la Escritura inspirada en el caso de Set y Adán, nuestro doctor Eunomio, con poco respeto por sus inteligentes lectores, introduce su exposición ociosa del título Hijo, definiéndolo como la imagen y el sello de la energía del Todopoderoso. Porque el Hijo, dice Eunomio, es "la imagen y el sello de la energía del Todopoderoso". Que quien tenga oídos para oír primero, le ruego, considere este punto en particular: ¿Cuál es el "sello de la energía"? Toda energía se contempla como esfuerzo en quien la exhibe, y al completarse dicho esfuerzo, carece de existencia independiente. Así, por ejemplo, la energía del corredor es el movimiento de sus pies, y cuando el movimiento se detiene, ya no hay energía. Lo mismo puede decirse de cualquier actividad: cuando cesa el esfuerzo de quien se dedica a algo, la energía también cesa, y carece de existencia independiente, ya sea cuando una persona se dedica activamente al esfuerzo que emprende o cuando cesa en él. ¿Qué nos dice entonces que la energía es en sí misma, que no es esencia, ni imagen, ni persona? Así, habla del Hijo como la "semejanza de lo impersonal", y aquello que es como lo inexistente ciertamente carece de existencia en absoluto. A esto se reduce su juego con opiniones vanas, a la ¡creencia en la nada! Pues aquello que es como la nada ciertamente no existe. ¡Oh Pablo, Juan y todos los demás del grupo de apóstoles y evangelistas! ¿Quiénes son los que "arman sus lenguas venenosas" contra sus palabras? ¿Quiénes son los que "alzan sus graznidos como ranas" contra su trueno celestial? ¿Qué dice entonces el hijo del trueno? Esto mismo: "En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios". ¿Y qué dice el que vino después de él, aquel otro que había estado en el templo celestial, que en el paraíso había sido iniciado en misterios inefables? Esto mismo: "Siendo el resplandor de su gloria y la imagen misma de su persona" (Hb 1,3). ¿Qué, después de estas palabras, son las palabras de nuestro ventrílocuo Eunomio? Estas mismas: "El sello de la energía del Todopoderoso". Es decir, lo hace tercero después del Padre, con esa energía inexistente mediando entre ellos, o mejor dicho, moldeada a placer por la inexistencia. Dios el Verbo, quien "era en el principio", es el sello de la energía, el Dios unigénito, quien es "contemplado en la eternidad" del principio de las cosas existentes, quien "está en el seno del Padre", quien "sustenta todas las cosas" por la palabra de su poder, el creador de los siglos, de quien y por quien y "en quien son todas las cosas", quien "se sienta sobre el círculo de la tierra", y "ha medido los cielos con la palma de su mano", quien "mide el agua en el hueco de su mano" (Is 40,12-22), quien "sostiene en su mano todas las cosas" que son, quien "mora en lo alto" y mira las cosas que son humildes, o más bien las miró para hacer que "todo el mundo sea estrado de sus pies", impreso por la huella del Verbo (la forma de Dios es el sello de una energía). ¿Es Dios, entonces, una energía, y no una persona? Seguramente Pablo, al exponer esta misma verdad dice que él es "la imagen expresa" de su persona, y no de su energía. ¿Es el "resplandor de su gloria" un sello de la energía de Dios? ¡Ay de su impía ignorancia! ¿Qué intermediario hay entre Dios y su propia forma? ¿Y a quién emplea la persona como mediador con su propia imagen expresa? ¿Y qué puede concebirse como interposición entre la gloria y su resplandor? Pero si bien existen testimonios tan importantes y numerosos en los que la grandeza del Señor de la creación es proclamada por aquellos a quienes se les confió la proclamación del evangelio, ¿qué tipo de lenguaje utiliza este precursor de la apostasía final respecto a él? ¿Qué dice? Esto mismo: "Como imagen y sello de toda la energía y poder del Todopoderoso". ¡Cómo se encarga Eunomio de enmendar las palabras del poderoso Pablo! Sobre todo, porque Pablo dice que el Hijo es "el poder de Dios" (1Cor 1,24), y Eunomio lo llama "el sello de un poder", pero no el poder. Y luego, repitiendo su expresión, ¿qué añade a su afirmación anterior? Esto mismo: lo llama "sello de las obras, palabras y consejos del Padre". ¿A qué obras del Padre se asemeja? Dirá, por supuesto, al mundo y todo lo que hay en él. Pero el evangelio ha testificado que todas estas cosas son obra del Unigénito. ¿A qué obras del Padre, entonces, se le comparó? ¿De qué obras fue hecho el sello? ¿Qué Escritura lo tituló alguna vez sello de las obras del Padre? Si alguien le concediera a Eunomio el derecho de moldear sus palabras a su antojo, como desee, aunque la Escritura no esté de acuerdo con él, que nos diga qué obras del Padre hay de las que dice que el Hijo fue hecho el sello, aparte de las que han sido realizadas por el Hijo. Todas las cosas "visibles e invisibles" son obra del Hijo, y por lo visible se incluye el mundo entero y todo lo que hay en él, y por lo invisible la creación supramundana. ¿Qué obras del Padre, entonces, quedan por contemplar por sí mismas, además de las cosas visibles e invisibles, de las cuales dice que el Hijo fue hecho el sello? ¿Acaso, acorralado, volverá una vez más al fétido vómito de la herejía y dirá que el Hijo es obra del Padre? ¿Cómo llega entonces el Hijo a ser el sello de estas obras cuando él mismo, como dice Eunomio, es la obra del Padre? ¿O dice que la misma persona es a la vez obra y semejanza de obra? Concedamos esto: supongamos que habla de las otras obras de las que dice que el Padre fue el creador, si es que pretende que entendamos semejanza por sello. De ser esto así, ¿qué otras palabras del Padre conoce Eunomio, además de esa Palabra que siempre estuvo en el Padre, a quien llama sello a Aquel que es y es llamado la Palabra en el sentido absoluto, verdadero y primario? ¿Y a qué consejo puede referirse, aparte de la sabiduría de Dios, a la que la sabiduría de Dios se asemeja, al convertirse en sello de esos consejos? Observen la falta de discernimiento y circunspección, la confusa confusión de su declaración, cómo ridiculiza el misterio, sin entender ni lo que dice ni lo que argumenta. Porque aquel que tiene al Padre en su totalidad en sí mismo, y es él mismo en su totalidad en el Padre, como palabra y sabiduría, y poder y verdad, como su imagen y resplandor, él mismo es todas las cosas en el Padre, y no viene a ser imagen y sello y semejanza de ciertas otras cosas discernidas en el Padre antes de sí mismo. De ser así, Eunomio le estaría atribuyendo el mérito de la destrucción de los hombres por el agua en los días de Noé, de la lluvia de fuego que cayó sobre Sodoma y de la justa venganza sobre los egipcios, como si estuviera haciendo grandes concesiones a Aquel que "tiene en su mano los confines del mundo, y en quien todas las cosas consisten" (Col 1,17), como si no fuera consciente de que para Aquel que abarca todas las cosas y guía y gobierna según su buen placer todo lo que ya ha sido y todo lo que será, la mención de dos o tres maravillas no significa la adición de gloria, sino que la supresión del resto significa su privación o pérdida. Pero incluso si no se dice ninguna palabra de estas, la única declaración de Pablo es suficiente por sí sola para señalarlas todas de manera inclusiva: la única declaración que dice que él "está sobre todo, a través de todo y en todo".
XIII
Sobre la asunción del hombre por parte de Cristo, por la trasgresión de Adán
y para resucitar a los
muertos
En otro momento de su Tratado, dice Eunomio que "él legisla por mandato del Dios eterno". ¿Quién es el Dios eterno? ¿Y quién es quien le ministra al dar la ley? Es evidente para todos que, por medio de Moisés, Dios dio la ley a quienes la recibieron. Ahora bien, puesto que el propio Eunomio reconoce que fue el Dios unigénito quien conversó con Moisés, ¿cómo es que la afirmación que tenemos ante nosotros coloca al Señor de todo en el lugar de Moisés y atribuye el carácter del Dios eterno sólo al Padre, de modo que, al contrastarlo así con el Eterno, se hace que el Dios unigénito, el Creador de los mundos, no sea eterno? Nuestro estudioso amigo, con su excelente memoria, parece haber olvidado que Pablo usa todos estos términos refiriéndose a sí mismo, al anunciar entre los hombres la proclamación del evangelio por mandato de Dios. Así, lo que el apóstol afirma de sí mismo, es que Eunomio no se avergüenza de atribuirlo al "Señor de los profetas y apóstoles", para equipararlo con Pablo, su siervo. Pero ¿por qué extenderme en mi argumento refutando en detalle cada una de estas afirmaciones, cuando el lector poco suspicaz de los escritos de Eunomio podría pensar que su autor dice lo que la Sagrada Escritura le permite decir, mientras que quien sea capaz de desentrañar cada afirmación críticamente las encontrará todas contaminadas de picardía herética? Tanto el eclesiástico como el hereje afirman que "el Padre no juzga a nadie, sino que ha encomendado todo el juicio al Hijo", pero a esta afirmación atribuyen significados diferentes. Con las mismas palabras, el eclesiástico entiende la autoridad suprema, el otro mantiene la sumisión y la sumisión. Pero a lo ya dicho, cabe añadir una mención de la postura que, en sus discusiones sobre la encarnación, fundamentan su impiedad: que "no todo el hombre fue salvado por él, sino sólo la mitad" (es decir, el cuerpo). Su objetivo con esta perversa perversión de la verdadera doctrina es demostrar que las afirmaciones menos elevadas que nuestro Señor pronuncia en su humanidad deben considerarse emanadas de la divinidad misma, para así demostrar que su blasfemia tiene mayor fundamento si se sustenta en el reconocimiento real del Señor. Por esta razón, Eunomio dice: "Quien en los últimos días se hizo hombre no asumió el hombre compuesto de alma y cuerpo". Tras examinar toda la Escritura inspirada y sagrada, no encuentro ninguna afirmación como esta: que el Creador de todas las cosas, al ministrar al hombre aquí en la tierra, asumió sólo carne sin alma. Bajo la presión de la necesidad, entonces, considerando el objetivo contemplado por el plan de salvación, las doctrinas de los padres y las Escrituras inspiradas, intentaré refutar la impía falsedad que se está fabricando con respecto a este asunto. El Señor "vino a buscar y salvar lo que estaba perdido". Ahora bien, no fue sólo el cuerpo, sino el hombre entero, compuesto de alma y cuerpo, lo que se perdió; de hecho, para ser más precisos, el alma se perdió antes que el cuerpo. Pues la desobediencia es un pecado, no del cuerpo, sino de la voluntad; y la voluntad pertenece propiamente al alma, de donde surgió todo el desastre de nuestra naturaleza, como lo atestigua la amenaza de Dios, que no admite falsedad, al declarar que, el día que comieran del fruto prohibido, la muerte sin tregua se atribuiría al acto. Ahora bien, dado que la condenación del hombre fue doble, la muerte efectúa, correspondientemente, en cada parte de nuestra naturaleza la privación de la doble vida que opera en quien es mortalmente herido. La muerte del cuerpo consiste en la extinción de los medios de percepción sensible y en la disolución del cuerpo en sus elementos afines. En cambio, el alma que peca, dice la Escritura, morirá (Ez 18,20). Ahora bien, el pecado no es otra cosa que la alienación de Dios, quien es el verdadero y sólo vida. En consecuencia, el primer hombre vivió muchos cientos de años después de su desobediencia, y sin embargo, Dios no mintió cuando dijo: "El día que de él comas, ciertamente morirás". Porque por el hecho de su alejamiento de la vida verdadera, la sentencia de muerte fue ratificada contra él ese mismo día: y después de esto, en un tiempo mucho más tarde, siguió también la muerte corporal de Adán. Por lo tanto, él, que vino por esta causa para poder buscar y salvar lo que se había perdido (lo que el pastor en la parábola llama oveja), encuentra lo que se había perdido y lleva a casa sobre sus hombros a toda la oveja, no sólo su piel, para que pueda hacer al hombre de Dios completo, unido a la deidad en cuerpo y alma. Y así, él, que fue tentado en todo como nosotros, pero sin pecado, no dejó ninguna parte de nuestra naturaleza que no tomara sobre sí mismo. Ahora bien, el alma no es pecado, aunque sea capaz de admitir el pecado en ella como resultado de un mal consejo: y esto él santifica mediante la unión consigo mismo con este fin, para que así la masa pueda ser santa junto con las primicias. Por lo cual también el ángel, al informar a José de la destrucción de los enemigos del Señor, dijo: "Han muerto los que buscaban la vida del niño", y el Señor dice a los judíos: "Tratáis de matarme, a un hombre que os ha dicho la verdad". Ahora bien, por hombre no se entiende sólo el cuerpo de un hombre, sino aquello que está compuesto de ambos (alma y cuerpo). Y de nuevo, él les dice: "¿Estáis enojados conmigo porque he curado por completo a un hombre en el día de reposo?". Y lo que quiso decir con "totalmente sano", lo demostró en los otros evangelios, cuando le dijo al hombre que estaba tendido en un lecho en medio: "Tus pecados te son perdonados" (lo cual es una sanación del alma), y: "Levántate y anda" (lo cual se refiere al cuerpo). Y en el evangelio de San Juan, al liberar también el alma de su propia enfermedad después de haber dado salud al cuerpo, donde dice: "Estás sano, no peques más", tú que has sido curado en el alma y en el cuerpo. Porque así también habla San Pablo, para "hacer en sí mismo de dos un solo y nuevo hombre" (Ef 2,15). Y así también predice que en el momento de su pasión, voluntariamente separaría su alma de su cuerpo, diciendo: "Nadie me quita mi alma, sino que yo la pongo de mí mismo: tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar". Sí, el profeta David también, según la interpretación del gran Pedro, dijo con previsión de él: "No dejarás mi alma en el infierno, ni permitirás que tu santo vea corrupción", mientras que el apóstol Pedro así explica el dicho: "Su alma no fue dejada en el infierno, ni su carne vio corrupción". En efecto, su divinidad, tanto antes de encarnarse, como en la carne y después de su pasión, es inmutablemente la misma, siendo en todo momento lo que era por naturaleza, y así continúa para siempre. Pero en el sufrimiento de su naturaleza humana, la divinidad cumplió la dispensación para nuestro beneficio separando el alma del cuerpo por un tiempo, sin separarse ella misma de ninguno de los elementos a los que una vez estuvo unida, y uniendo de nuevo los elementos así separados, para dar a toda la naturaleza humana un principio y un ejemplo que debería seguir de la resurrección de entre los muertos, "para que todo lo corruptible se revista de incorrupción y todo lo mortal de inmortalidad", habiendo sido nuestras primicias transformadas en la naturaleza divina por su unión con Dios, como dijo Pedro: "A este mismo Jesús a quien crucificasteis, Dios lo ha hecho Señor y Cristo". Podríamos citar muchos pasajes de las Escrituras para apoyar esta postura, mostrando cómo el Señor, reconciliando al mundo consigo mismo mediante la humanidad de Cristo, distribuyó su obra de benevolencia hacia los hombres entre su alma y su cuerpo, deseando a través de su alma y tocándolos a través de su cuerpo. Pero sería superfluo complicar nuestro argumento entrando en detalles. Antes de pasar a lo que sigue, mencionaré el texto: "Destruid este templo, y en tres días lo levantaré". Así como nosotros, mediante el alma y el cuerpo, nos convertimos en templo de Aquel que "mora y camina en nosotros" (2Cor 6,16), el Señor llama templo a su conjunto, cuya destrucción significa la separación del alma del cuerpo. Si los herejes alegan el pasaje del evangelio "el Verbo se hizo carne", para indicar que la carne fue incorporada a la deidad sin el alma, basándose en que el alma no se menciona expresamente junto con la carne, que aprendan que en las Sagradas Escrituras es habitual implicar el todo por la parte. En efecto, cuando se dijo "a ti vendrá toda carne", no se significaba que la carne se presentará ante el Juez separada de las almas. Además, cuando leemos en la historia sagrada que Jacob descendió a Egipto con 75 almas, entendemos que también se refiere a la carne junto con las almas. Así pues, el Verbo, al hacerse carne, tomó en su carne toda la naturaleza humana; y por ello fue posible que en él existieran el hambre y la sed, el temor y el terror, el deseo y el sueño, las lágrimas y la turbación del espíritu, y todas esas cosas. Pues la deidad, en su naturaleza propia, no admite tales afectos, ni la carne por sí misma está involucrada en ellos, si el alma no es afectada coordinadamente con el cuerpo.
XIV
Sobre un solo Dios y tres personas divinas.
Sobre la sujeción del Hijo al Padre, y de todas las cosas al Hijo
Hasta aquí llegamos con respecto a la profanación que hace Eunomio del Hijo. Veamos ahora lo que dice acerca del Espíritu Santo: "Después de él, creemos en el Consolador, el Espíritu de verdad". Creo que será evidente para todos los que lean este pasaje el propósito que persigue al pervertir así la declaración de fe que nos entregó el Señor, en sus declaraciones sobre el Hijo y el Padre. Aunque ya se ha expuesto este absurdo, intentaré, sin embargo, en pocas palabras, explicar el propósito de su picardía. Así como en el caso anterior evitó usar el nombre Padre para no incluir al Hijo en la eternidad del Padre, así también evitó emplear el título Hijo para no sugerir con él su afinidad natural con el Padre; así también aquí se abstiene de decir Espíritu Santo para no reconocer con este nombre la majestad de su gloria y su completa unión con el Padre y el Hijo. Pues, puesto que el apelativo de Espíritu y el de Santo se aplican por igual, según las Escrituras, al Padre y al Hijo (pues Dios es espíritu, y el Señor ungido es el Espíritu ante nosotros, y "el Señor nuestro Dios es santo, y hay un solo santo, un solo Señor Jesucristo"), para que el uso de estos términos no infundiera en la mente de sus lectores una concepción ortodoxa del Espíritu Santo, como la que surgiría naturalmente de su gloriosa denominación compartida con el Padre y el Hijo, por esta razón, engañando a los insensatos, cambia las palabras de la fe, tal como Dios las expuso al presentar este misterio, abriendo, por así decirlo, con esta secuencia, la puerta a su impiedad contra el Espíritu Santo. Pues si hubiera dicho "creemos en el Espíritu Santo, y Dios es espíritu", cualquier persona instruida en las cosas divinas habría interpuesto la observación de que si hemos de creer en el Espíritu Santo, y si bien a Dios se le llama Espíritu, ciertamente no se distingue en naturaleza de aquello que recibe los mismos títulos en sentido propio. Pues de todas aquellas cosas que se indican, no de forma irreal ni metafórica, sino propia y absolutamente, con los mismos nombres, estamos necesariamente obligados a reconocer que la naturaleza también, significada por esta identidad de nombres, es una y la misma. Por esta razón, suprimiendo el nombre designado por el Señor en la fórmula de la fe, dice Eunomio: "Creemos en el Consolador". Pero se me ha enseñado que este mismo nombre también se aplica en la Escritura inspirada al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo por igual. Pues el Hijo se da el nombre de Consolador igualmente a sí mismo y al Espíritu Santo; y el Padre, cuando se dice que obra consuelo, ciertamente reclama como suyo el nombre Consolador. Pues ciertamente quien realiza la obra de Consolador no desdeña el nombre que le corresponde: pues David le dice al Padre: "Tú, Señor, me has ayudado y consolado", y el gran apóstol aplica al Padre el mismo lenguaje cuando dice: "Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos consuela en todas nuestras tribulaciones" (2Cor 1,3-4), y Juan, en una de sus epístolas católicas, da expresamente al Hijo el término Consolador. Es más, el Señor mismo, al decir que se nos enviaría "otro Consolador", al hablar del Espíritu, afirmó claramente este título para sí mismo en primer lugar. Pero como la palabra παρακαλεον tiene dos sentidos: uno para suplicar, con palabras y gestos de respeto, que induzca a quien solicitamos algo a que nos acompañe en aquello por lo que solicitamos algo; el otro para consolar, para que tenga pensamientos remediales para las afecciones del cuerpo y del alma, la Sagrada Escritura afirma que el concepto Paráclito, en ambos sentidos por igual, pertenece a la naturaleza divina. Porque en una ocasión, Pablo nos presenta con la palabra παρακαλεον el poder sanador de Dios, como cuando dice: "Dios, que consuela a los abatidos, nos consoló con la venida de Tito" (2Cor 7,6). Es más, en otra ocasión usa esta palabra en su otro significado, cuando dice, escribiendo a los corintios: "Ahora somos embajadores de Cristo, como si Dios os rogase por medio de nosotros. Vosotros, en lugar de Cristo, reconciliaos con Dios" (2Cor 5,20). Siendo así, cualquiera que sea la interpretación que se dé del título Paráclito, cuando se refiere al Espíritu, no lo separaréis, en ninguno de sus significados, de su comunión con el Padre y el Hijo. Por consiguiente, no ha podido, aunque lo hubiera querido, menospreciar la gloria del Espíritu atribuyéndole el mismo atributo que la Sagrada Escritura atribuye también al Padre y al Hijo. Pero al llamarlo "Espíritu de verdad", supongo que el deseo de Eunomio era sugerir con esta frase sujeción, puesto que Cristo es la verdad, y lo llamó "Espíritu de verdad", como si se dijera que él es posesión y propiedad de la verdad, sin ser conscientes de que Dios es llamado "Dios de justicia", y ciertamente no entendemos con ello que Dios sea posesión de justicia. Por lo cual también, cuando oímos hablar del "Espíritu de verdad", adquirimos por esa frase una concepción tal como corresponde a la deidad, siendo guiados a la interpretación más elevada por las palabras que la siguen. Porque cuando el Señor dijo "el Espíritu de verdad", inmediatamente añadió "que procede del Padre", un hecho que la voz del Señor nunca afirmó de ninguna cosa concebible en la creación, ni de nada visible o invisible, ni de tronos, principados, poderes o dominios, ni de ningún otro nombre que se nombra ni en este mundo ni en el venidero. Está claro entonces que eso de la participación, en la que se excluye toda la creación, es algo especial y peculiar del ser increado. Pero este hombre nos invita a creer en la guía de la piedad. Que uno crea, entonces, en Pablo, Bernabé, Tito, Silas, Timoteo y todos aquellos por quienes hemos sido guiados en el camino de la fe. Porque si creemos en aquello que nos guía a la piedad, junto con el Padre y el Hijo, todos los profetas, legisladores, patriarcas, heraldos, evangelistas, apóstoles, pastores y maestros, tienen igual honor que el Espíritu Santo, pues han sido guías a la piedad para quienes vinieron después. Estos son quienes nacieron, según Eunomio, "por el único Dios a través del Unigénito". En estas palabras, resume toda su blasfemia. Una vez más, llama sólo al Padre Dios, quien emplea al Unigénito como instrumento para la producción del Espíritu. ¿Qué indicio de tal noción encontró en las Escrituras para aventurarse a tal afirmación? ¿Mediante qué premisas dedujo que su profanación llegó a tal conclusión? ¿Cuál de los evangelistas lo dice? ¿Qué apóstol? ¿Qué profeta? No, por el contrario, toda Escritura divinamente inspirada, escrita por la inspiración del Espíritu, atestigua la divinidad del Espíritu. Por ejemplo, quienes reciben el poder de ser hijos de Dios dan testimonio de la divinidad del Espíritu. ¿Quién desconoce esa declaración del Señor que nos dice que quienes nacen del Espíritu son hijos de Dios? Pues así, él atribuye expresamente el nacimiento de los hijos de Dios al Espíritu, diciendo que, así como lo que nace de la carne es carne, así también lo que nace del Espíritu es espíritu. Pero "todos los que nacen del Espíritu son llamados hijos de Dios". Así también cuando el Señor, al soplar sobre sus discípulos, les impartió el Espíritu Santo, Juan dice que "de su plenitud hemos recibido todos", y que "en él habita la plenitud de la deidad" (Col 2,9). El poderoso Pablo atestigua, por medio del profeta Isaías, que vio a Aquel que "estaba sentado en el trono alto y sublime" (Is 6,1). La tradición más antigua, es cierto, dice que fue el Padre quien se le apareció, pero el evangelista Juan refiere la profecía a nuestro Señor, diciendo, respecto a los judíos que no creyeron las palabras pronunciadas por el profeta acerca del Señor: "Estas cosas dijo Isaías, cuando vio su gloria y habló de él". Pero el poderoso Pablo atribuye el mismo pasaje al Espíritu Santo en su discurso dirigido a los judíos en Roma, cuando dice: "Bien habló el Espíritu Santo acerca de vosotros por medio del profeta Isaías, cuando dijo: De oído oiréis, y no entenderéis", mostrando, en mi opinión, por la misma Sagrada Escritura, que toda visión especialmente divina, toda teofanía, toda palabra pronunciada en la persona de Dios, debe entenderse que se refiere al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Por lo tanto, cuando David dice "provocaron a Dios en el desierto", y "lo entristecieron en el desierto", el apóstol se refiere al Espíritu Santo, el desprecio hecho por los israelitas a Dios, en estos términos: "Como dice el Espíritu Santo, no endurezcáis vuestros corazones, como en la provocación, en el día de la tentación en el desierto, cuando vuestros padres me tentaron" (Hb 3,7), y continúa refiriendo todo lo que la profecía se refiere a Dios, a la persona del Espíritu Santo. Aquellos que siguen repitiendo contra nosotros la frase tres dioses, porque sostenemos estos puntos de vista, tal vez aún no han aprendido a contar. Porque si el Padre y el Hijo no se dividen en dualidad, (pues son, según las palabras del Señor, uno, y no dos) y si el Espíritu Santo también es uno, ¿cómo puede uno sumado a uno dividirse en el número de tres dioses? ¿No es más bien evidente que nadie puede acusarnos de creer en la existencia de tres dioses sin antes sostener en su propia doctrina un par de dioses? Pues al añadirse a dos, el uno completa la tríada de dioses. Pero ¿qué cabida hay para la acusación de triteísmo contra quienes adoran a un solo Dios, el Dios expresado por el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo? Resumamos, sin embargo, la declaración de Eunomio en su totalidad. ¿Qué prueba hay de la afirmación de que este Espíritu también es una de las cosas que fueron hechas por el Unigénito? Eunomio dirá, por supuesto, que "todas las cosas fueron hechas por él", y que en el término "todas las cosas" este Espíritu también está incluido. Nuestra respuesta a ellos será esta: que todas las cosas fueron hechas por él, sobre todo que "fueron hechas". Ahora bien, las cosas que "fueron hechas", como nos dice Pablo, fueron "cosas visibles e invisibles, tronos, autoridades, dominios, principados, poderes", y entre los incluidos bajo la cabeza de tronos y poderes son considerados por Pablo los querubines y serafines: hasta ahí se extiende el término todas las cosas. Pero del Espíritu Santo, como estando por encima de la naturaleza de las cosas que han llegado a la existencia, Pablo no dijo una palabra en su enumeración de las cosas existentes, no indicándonos con sus palabras ni su subordinación ni su surgimiento; pero tal como el profeta llama al Espíritu Santo bueno, y recto, y guía (indicando con la palabra guía el poder de control), así también el apóstol atribuye autoridad independiente a la dignidad del Espíritu, cuando afirma que él "obra todo en todos como él quiere" (1Cor 12,11). Una vez más, el Señor manifiesta el poder y la operación independientes del Espíritu en su discurso con Nicodemo, cuando dice: "El Espíritu sopla donde él quiere". ¿Cómo es entonces que Eunomio llega tan lejos como para definir que él también es una de las cosas que vinieron a la existencia por el Hijo, condenado a sujeción eterna? Porque lo describe como hecho sujeto de una vez por todas, cautivando al Espíritu guía y gobernante en no sé qué forma de sujeción. Porque esta expresión de sujeción tiene muchos significados en la Sagrada Escritura, y se entiende y se usa con muchas variedades de significado. Porque el salmista dice que incluso la naturaleza irracional es puesta en sujeción, y trae bajo el mismo término a los que son vencidos en la guerra, mientras que el apóstol ordena a los siervos que estén en sujeción a sus propios amos (Tt 2,9), y que los que están puestos sobre el sacerdocio deben tener a sus hijos en sujeción (1Tm 3,4), ya que su conducta desordenada trae descrédito sobre sus padres, como en el caso de los hijos del sacerdote Elí. Nuevamente, habla de la sujeción de todos los hombres a Dios, cuando todos, estando unidos unos a otros por la fe, nos convertimos en un solo cuerpo del Señor que está en todos, como la sujeción del Hijo al Padre, cuando la adoración rendida al Hijo por todas las cosas con un acuerdo, por las cosas en el cielo, las cosas en la tierra, y las cosas debajo de la tierra, redunda en la gloria del Padre; como dice Pablo en otra parte, "ante él se doblará toda rodilla, de las cosas en el cielo, las cosas en la tierra, y las cosas debajo de la tierra, y toda lengua confesará que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre". Porque cuando esto tiene lugar, la poderosa sabiduría de Pablo afirma que el Hijo, que está en todos, está sujeto al Padre en virtud de la sujeción de aquellos en quienes él está. Qué clase de sujeción afirma Eunomio del Espíritu Santo, de una vez por todas, es imposible deducir de la frase que ha desechado (si se refiere a la sujeción de criaturas irracionales, de cautivos, de sirvientes, de niños que se mantienen en orden, o de aquellos que se salvan mediante la sujeción). Pues la sujeción de los hombres a Dios es salvación para quienes así se someten, según la voz del profeta, quien dice que su alma está sujeta a Dios, ya que de él viene la salvación por la sujeción, de modo que la sujeción es el medio para evitar la perdición. Así como los enfermos buscan con avidez la ayuda del arte de curar, también lo hacen los que necesitan la salvación. Pero ¿de qué vida necesita el Espíritu Santo, que vivifica todas las cosas, para que mediante la sujeción obtenga la salvación para sí mismo? Puesto que, entonces, no es con base en ninguna expresión divina que él afirma tal atributo del Espíritu, ni tampoco es como consecuencia de argumentos probables que ha lanzado esta blasfemia contra el Espíritu Santo, debe ser claro en todo caso para los hombres sensatos que él desahoga su impiedad contra él sin ninguna garantía en absoluto, sin respaldo como está en ninguna autoridad de la Escritura o en ninguna consecuencia lógica.
XV
Eunomio habla del Espíritu Santo como creado, y obra más hermosa del
Hijo, pero no Dios
Un poco más adelante en su Tratado, añade Eunomio lo siguiente: "Ni al mismo nivel que el Padre, ni contado con el Padre (pues Dios sobre todo es uno y único Padre), ni en igualdad con el Hijo, pues el Hijo es unigénito, sin que nadie haya sido engendrado con él". Pues bien, si a su afirmación anterior hubiera añadido que el Espíritu Santo no es el Padre del Hijo, habría creído ocioso detenerse en lo que nadie ha dudado jamás y prohibir que se formen ideas sobre él que ni siquiera los más insensatos considerarían. Pero como pretende demostrar su impiedad con afirmaciones irrelevantes e inconexas, creyendo que al negar que el Espíritu Santo sea el Padre del Unigénito lo somete a su voluntad, he recordado estas palabras como prueba de la insensatez de quien cree que el Espíritu está sujeto al Padre alegando que no es el Padre del Unigénito. ¿Qué nos lleva a concluir que, si no es Padre, debe estar sujeto? Si se hubiera demostrado que Padre y déspota fueran términos idénticos, sin duda se habría deducido que, como la soberanía absoluta formaba parte de la concepción del Padre, afirmaríamos que el Espíritu está sujeto a Aquel que lo superó en autoridad. Pero si Padre implica simplemente su relación con el Hijo, y el uso de la palabra no implica ninguna concepción de soberanía o autoridad absoluta, ¿cómo se deduce, del hecho de que el Espíritu no es el Padre del Hijo, que el Espíritu está sujeto al Padre? "Ni en igualdad con el Hijo", dice Eunomio. ¿Cómo llega a decir esto? Pues ser, ser inmutable, no admitir ningún mal y permanecer inalterablemente en el bien, todo esto no muestra variación en el caso del Hijo y del Espíritu. Porque la naturaleza incorruptible del Espíritu está alejada de la corrupción lo mismo que la del Hijo, y en el Espíritu, lo mismo que en el Hijo, su bondad esencial está absolutamente aparte de su contrario, y en ambos por igual su perfección en todo bien no necesita ninguna adición. Ahora bien, la Escritura inspirada nos enseña a afirmar todos estos atributos del Espíritu, al predicar del Espíritu los términos bueno, sabio, incorruptible e inmortal, y todos los conceptos y nombres elevados que se aplican propiamente a la deidad. Si, entonces, él no es inferior en ninguno de estos aspectos, ¿por qué medios determina Eunomio la desigualdad entre el Hijo y el Espíritu? Pues el Hijo es, nos dice, Unigénito, sin tener hermanos engendrados con él. Pues bien, el punto de que no debemos entender que el Unigénito tenga hermanos, ya lo hemos discutido en nuestros comentarios sobre la frase primogénito de toda la creación. Pero no debemos dejar de examinar el sentido que Eunomio ahora atribuye injustamente al término. Pues mientras la doctrina de la Iglesia declara que en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo hay un solo poder, bondad, esencia, gloria y similares, salvo la diferencia de las Personas, este hombre, cuando desea hacer común a la creación la esencia del Unigénito, lo llama primogénito de toda la creación con respecto a su existencia pretemporal, declarando con este modo de expresión que todos los objetos concebibles en la creación están en hermandad con el Señor; pues ciertamente el primogénito no es el primogénito de aquellos engendrados de otra manera, sino de aquellos engendrados como él. Pero cuando se empeña en separar al Espíritu de la unión con el Hijo, lo llama Unigénito, al no tener ningún hermano engendrado con él, no con el objeto de concebirlo como sin hermanos, sino para que mediante esta afirmación pueda establecer, respecto al Espíritu, su alienación esencial del Hijo. Es cierto que aprendemos de las Sagradas Escrituras que no debemos hablar del Espíritu Santo como hermano del Hijo; pero que no debamos decir que el Espíritu Santo es homogéneo con el Hijo no se muestra en ninguna parte de las Sagradas Escrituras. Pues si en el Padre y en el Hijo reside un poder vivificante, este se atribuye también al Espíritu Santo, según las palabras del evangelio. Si se puede discernir la semejanza en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Las propiedades de ser incorruptible, inmutable, de no admitir el mal, de ser bueno, recto, rector, de obrar en todo según su voluntad, y todos los atributos similares, ¿cómo es posible, por identidad en estos aspectos, inferir una diferencia de naturaleza? En consecuencia, la palabra de piedad concuerda al afirmar que no debemos considerar ningún tipo de hermandad como inherente al Unigénito; pero decir que el Espíritu no es homogéneo con el Hijo, lo recto con lo recto, lo bueno con lo bueno, lo vivificante con lo vivificante, se ha demostrado claramente por inferencia lógica que es una bellaquería herética. ¿Por qué, entonces, se ve limitada la majestad del Espíritu por argumentos como estos? Pues nada puede causar en él desviación, por exceso o defecto, de las concepciones propias de la divinidad, ni, puesto que todas estas se predican por igual del Hijo y del Espíritu Santo en la Sagrada Escritura, puede él informarnos en qué punto discierne la desigualdad. Pero Eunomio lanza su blasfemia contra el Espíritu Santo en su forma más cruda, mal preparada y sin fundamento en ningún argumento consecuente, cuando dice: "La primera y más noble obra del Unigénito, la más grande y gloriosa". Dejaré a otros la tarea de ridiculizar el mal gusto y la sobra de su estilo, pues considero inapropiado que, al tratar el argumento que nos ocupa, los ancianos hagan de la vulgaridad una objeción contra alguien culpable de impiedad. Simplemente añadiré a mi investigación esta observación: si el Espíritu "ha superado todas las creaciones del Hijo" (pues usaré su propia frase, gramatical e insensata, o mejor dicho, presentaré su idea en mi propio lenguaje), y si "trasciende todas las cosas forjadas por el Hijo", el Espíritu Santo no puede equipararse al resto de la creación. Y si, como dice Eunomio, "las supera por su prioridad de nacimiento", debe confesar, en el caso del resto de la creación, que los objetos que son primeros en orden de producción son más estimados que los que vienen después. Ahora bien, la creación de los animales irracionales fue anterior a la del hombre. En consecuencia, Eunomio declarará que la naturaleza irracional es más honorable que la existencia racional. Así también, según el argumento de Eunomio, Caín resultará superior a Abel, pues nació antes que él, y así se demostrará que las estrellas son inferiores y de menor excelencia que todas las cosas que crecen en la tierra; pues estas últimas surgieron de la tierra al tercer día, y todas las estrellas están registradas por Moisés haber sido creado el día cuatro. Pues bien, nadie es tan ingenuo como para inferir que la hierba de la tierra es más estimable que las maravillas del cielo, basándose en su precedencia en el tiempo, ni para otorgarle el mérito a Caín sobre Abel, ni para colocar por debajo de los animales irracionales al hombre, que surgió después que ellos. Así que no tiene sentido la afirmación de nuestro autor de que la naturaleza del Espíritu Santo es superior a la de las criaturas que surgieron posteriormente, basándose en que él surgió antes que ellas. Y ahora veamos qué está dispuesto a conceder a la gloria del Espíritu quien lo separa de la comunión con el Hijo: Porque él también, dice, siendo uno, primero y solo, y superando todas las creaciones del Hijo en esencia y dignidad de naturaleza, realizando toda operación y toda enseñanza según el beneplácito del Hijo, siendo enviado por él, y recibiendo de él, y declarando a los que son instruidos, y guiando a la verdad. Habla Eunomio del Espíritu Santo como "quien realiza toda operación y enseñanza". ¿A qué operación? ¿Se refiere a la que ejecutan el Padre y el Hijo, según la palabra del Señor mismo, quien hasta ahora obra la salvación del hombre, o a alguna otra? Pues si su obra es la nombrada, sin duda posee el mismo poder y naturaleza que quien la realiza, y en tal caso no puede haber diferencia alguna con la deidad. Pues así como si algo realiza las funciones del fuego, brillando y calentando de la misma manera, es ciertamente fuego, así también si el Espíritu realiza las obras del Padre, debe reconocerse con certeza que es de la misma naturaleza que él. Si, por el contrario, opera algo distinto de nuestra salvación y manifiesta su obra en sentido contrario, se demostrará que es de naturaleza y esencia diferentes. Pero la propia declaración de Eunomio da testimonio de que el Espíritu vivifica de la misma manera que el Padre y el Hijo. En consecuencia, de la identidad de operaciones resulta con certeza que el Espíritu no es ajeno a la naturaleza del Padre y del Hijo. Respecto a la afirmación de que "el Espíritu realiza la operación y la enseñanza del Padre según el beneplácito del Hijo", asentimos, pues la comunidad de naturaleza nos da garantía de que la voluntad del Padre, del Hijo y del Hijo. El Espíritu Santo es uno, y por lo tanto, si el Espíritu Santo quiere lo que le parece bien al Hijo, la comunidad de voluntades apunta claramente a la unidad de esencia. No obstante, Eunomio continúa diciendo: "Siendo enviado por él, recibiendo de él, declarando a los instruidos y guiando hacia la verdad". Si no hubiera dicho previamente lo que ha dicho sobre el Espíritu, el lector seguramente habría supuesto que estas palabras se aplicaban a algún maestro humano. Pues recibir una misión es lo mismo que ser enviado, y no tener nada propio, sino recibir del libre favor de quien da la misión, y administrar sus palabras a los instruidos, y ser guía hacia la verdad para los extraviados. Todas estas cosas, que Eunomio tiene la bondad de conceder al Espíritu Santo, pertenecen a los pastores y maestros actuales de la Iglesia: ser enviado, recibir, anunciar, enseñar, sugerir la verdad. Ahora bien, como ya había dicho que él es uno, primero, solo y superior a todos, si se hubiera detenido ahí, habría aparecido como defensor de las doctrinas de la verdad. Pues Aquel que se contempla indivisiblemente en el Uno es verdaderamente Uno, y primero quien está en el Primero, y sólo quien está en el Único. Pues así como el espíritu del hombre que está en él, y el hombre mismo, son un solo hombre, así también el Espíritu de Dios que está en él, y Dios mismo, serían propiamente llamados un Dios, primero y único, siendo inseparables de Aquel en quien está. Pero tal como están las cosas, con la adición de su frase profana, superando a todas las criaturas del Hijo, produce una turbia confusión al asignar a Aquel que respira donde quiere y obra todo en todos (1Cor 12,6), una mera superioridad en comparación con el resto de las cosas creadas. Veamos ahora con más detalle qué añade Eunomio a esta santificación de los santos: "Si alguien dice esto también del Padre y del Hijo, dirá la verdad. Porque a aquellos en quienes habita el Santo, él los hace santos, así como el Bueno hace buenos a los hombres. Y el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son santos y buenos, como se ha demostrado. Actúa como guía para quienes se acercan al misterio". Esto bien puede decirse de Apolo, quien regó lo que Pablo plantó. Porque el apóstol planta por su guía, y Apolo, cuando bautiza, riega por regeneración sacramental, atrayendo al misterio a quienes fueron instruidos por Pablo. Así, coloca Eunomio al mismo nivel que Apolo a ese Espíritu que perfecciona a los hombres mediante el bautismo. Distribuye todo don. Con esto también estamos de acuerdo, porque todo lo que es bueno es una porción de los dones del Espíritu Santo, y coopera con los fieles para la comprensión y contemplación de las cosas designadas. Como no añade Eunomio por quién son designados, deja en duda su significado, si es correcto o lo contrario. Pero con una ligera adición, ampliaremos su declaración para que sea consistente con la piedad. Porque ya sea palabra de sabiduría, o palabra de conocimiento, o fe, o ayuda, o gobierno, o cualquier otra cosa que se enumera en las listas de dones salvadores, todas estas obras son obra de uno y el mismo Espíritu, "repartiendo a cada uno en particular como él quiere" (1Cor 12,11), por lo tanto, no rechazamos la declaración de Eunomio cuando dice que el Espíritu coopera con los fieles para la comprensión y contemplación de las cosas designadas por él, porque por él todas las buenas enseñanzas son designadas para nosotros. "Sonando un acompañamiento para aquellos que oran", dice Eunomio. Sería necio examinar seriamente el significado de esta expresión, cuyo carácter ridículo y sin sentido es a la vez manifiesto para todos. ¿Quién es tan demente y fuera de sí como para esperar que le digamos que el Espíritu Santo no es una campana ni un barril vacío que suena como acompañamiento y que resuena con la voz de quien ora, como si fuera un soplo? Nos guía a lo que nos conviene. Esto también lo hacen el Padre y el Hijo, pues "él guía a José como a un rebaño", y guió a su pueblo como ovejas, y el buen Espíritu nos guía por una tierra de justicia, fortaleciéndonos para la piedad. David afirma que fortalecer al hombre para la piedad es obra de Dios, porque "tú eres mi fortaleza y mi refugio", y "el Señor es la fortaleza de su pueblo, y él dará fuerza y poder a su pueblo". Si las expresiones de Eunomio se entienden de acuerdo con la mente del salmista, son un testimonio de la divinidad del Espíritu Santo. Mas si se oponen a la palabra profética, entonces, por este mismo hecho, se le acusa de blasfemia, porque opone sus propias opiniones a las de los santos profetas. A continuación, dice Eunomio: "Iluminando las almas con la luz del conocimiento". Esta gracia, también la doctrina de la piedad atribuye por igual al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Porque David lo llama luz, y de ahí la luz del conocimiento brilla en los iluminados. De igual manera, también la purificación de nuestros pensamientos de la que habla la declaración es propia del poder del Señor, porque "fue el resplandor de la gloria del Padre, y la imagen expresa de su persona, quien purgó nuestros pecados" (Hb 1,3). Además, para desterrar demonios, que Eunomio dice que es una propiedad del Espíritu, esto también el Dios unigénito, que dijo al diablo: "Si yo por el Espíritu de Dios echo fuera demonios" (Mt 12,28), de modo que la expulsión de demonios no destruye la gloria del Espíritu, sino más bien una demostración de su poder divino y trascendente, como recuerda la Escritura: "Sanando a los enfermos, curando a los débiles, consolando a los afligidos, levantando a los que tropiezan, recuperando a los afligidos". Estas son las palabras de quienes piensan con reverencia en el Espíritu Santo, pues nadie atribuiría la operación de ninguno de estos efectos a nadie excepto a Dios. Si entonces la herejía afirma que aquellas cosas que no le pertenecen a nadie excepto a Dios sólo para efectuar, son realizadas por el poder del Espíritu, tenemos en apoyo de las verdades por las que estamos contendiendo el testimonio incluso de nuestros adversarios. ¿Cómo busca el salmista su sanidad de Dios, diciendo "ten misericordia de mí, oh Señor, porque estoy débil. Oh Señor, sáname, porque mis huesos están dolidos!"? Es a Dios a quien Isaías dice: "El rocío que es de ti es sanidad para ellos". Nuevamente, el lenguaje profético atestigua que la conversión de aquellos en error es obra de Dios. Porque se extraviaron en el desierto en una tierra sedienta, dice el salmista, y agrega: "Así que él los guió por el camino correcto, para que pudieran ir a la ciudad donde habitaban, cuando el Señor volvió de la cautividad de Sión". De la misma manera, también el consuelo de los afligidos se atribuye a Dios, Pablo hablando así: "Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos consuela en todas nuestras tribulaciones" (2Cor 1,3-4). Nuevamente, el salmista dice, hablando en la persona de Dios: "Me llamaste en la angustia y yo te libré". Y la erección de los que tropiezan es innumerables veces atribuida por las Escrituras al poder del Señor: "Me has empujado con fuerza para que cayera, pero el Señor fue mi ayuda, y aunque caiga, no será desechado, porque el Señor lo sostiene con su mano, y el Señor ayuda a los que han caído". Y a la bondad amorosa de Dios pertenece confesadamente la recuperación de los afligidos, si Eunomio quiere decir lo mismo que aprendemos en la profecía, como dice la Escritura: "Pusiste tribulación sobre nuestros lomos, permitiste que los hombres cabalgaran sobre nuestras cabezas. Pasamos por el fuego y el agua, y nos sacaste a lugar de abundancia". Hasta aquí, pues, la majestad del Espíritu queda demostrada por la evidencia de nuestros oponentes. A continuación, las límpidas aguas de la devoción se contaminan una vez más con el lodo de la herejía, pues Eunomio dice del Espíritu que "anima a los que compiten". Esta frase lo acusa de extrema necedad e impiedad. En el estadio, en efecto, algunos tienen la tarea de organizar las competiciones entre quienes pretenden demostrar su vigor atlético. Otros, que superan al resto en fuerza y habilidad, se esfuerzan por la victoria y se disponen a competir entre sí, mientras que los demás, alineándose con uno u otro competidor, según su disposición o interés por uno u otro atleta, lo animan en el momento del encuentro y le piden que se cuide de algún daño, que recuerde algún truco de lucha o que se mantenga firme gracias a su arte. Observen, por lo dicho, hasta qué punto Eunomio degrada al Espíritu Santo. Pues mientras en la pista hay quienes organizan las competencias, otros que deciden si se llevan a cabo según las reglas, otros que participan activamente, y otros que animan a los competidores, quienes se reconocen como muy inferiores a los propios atletas, Eunomio considera al Espíritu Santo como uno de la multitud que observa, o como uno de los que atienden a los atletas, ya que él ni decide la competencia ni otorga la victoria, ni contiende con el adversario, sino que simplemente anima sin contribuir en absoluto a la victoria. Pues él ni participa en la contienda, ni infunde el poder para contender, sino que simplemente desea que el atleta en quien está interesado no quede segundo en la lucha. Y así Pablo lucha "contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes" (Ef 6,12), mientras que el Espíritu de poder no fortalece a los combatientes ni les distribuye sus dones, sino que "reparte a cada uno en particular como él quiere" (1Cor 12,11), y que su influencia se limita a animar a los que están comprometidos. Nuevamente dice Eunomio: "Envalentonando a los débiles de corazón". Y aquí, mientras que de acuerdo con su propio método sigue su blasfemia previa contra el Espíritu, la verdad por todo lo que se manifiesta, incluso a través de labios hostiles. Porque a nadie menos que a Dios le corresponde infundir coraje en los temerosos, diciendo a los débiles de corazón: "No temas, porque yo estoy contigo, no desmayes" (Is 41,10), y: "Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo", y: "No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo", y: "¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?" (Mt 8,26), y: "Tened ánimo, soy yo, no temáis", y: "Tened ánimo: yo he vencido al mundo". En consecuencia, aunque esta no haya sido la intención de Eunomio, la ortodoxia se impone incluso con la voz de un enemigo. Respecto a la siguiente frase, concuerda con la anterior y dice: "Cuidad de todos, y mostrad preocupación y previsión". En efecto, sólo a Dios le corresponde cuidar y preocuparse por todos, como lo expresó el poderoso David: "Soy pobre y necesitado, pero el Señor cuida de mí". Si lo que queda de Eunomio parece reducirse a palabras vacías, con sonido y sin sentido, que nadie le critique, ya que en la mayor parte de lo que dice, en lo que respecta a un significado sensato, es débil e inculto. Además, ni él mismo ni quienes admiran insensatamente sus locuras podrían decirnos qué quiere decir cuando dice: "Para la guía de los mejor dispuestos y la tutela de los más fieles".