GREGORIO DE NISA
Contra Eunomio

LIBRO I

I
Es inútil intentar ayudar a quienes no aceptan ayuda

Parece que el deseo de beneficiar a todos y prodigar indiscriminadamente al primero en llegar con sus propios dones no era algo del todo loable, ni siquiera exento de reproche a ojos de la mayoría, ya que el derroche gratuito de numerosos medicamentos preparados en enfermos incurables no produce ningún resultado digno de preocupación (ni en beneficio para el receptor ni en la reputación del aspirante a benefactor). Más bien, tal intento se convierte en muchos casos en la ocasión de un cambio para peor. El paciente desesperado y ahora moribundo sólo recibe un final más rápido con los medicamentos más activos; su temperamento feroz e irrazonable sólo se agrava por la bondad de las perlas prodigadas, como nos dice el evangelio. Creo, por tanto, que es mejor, de acuerdo con el mandato divino, que cada uno separe lo valioso de lo inútil cuando haya que regalar alguno de ellos, y evitar así el dolor que un dador generoso debe recibir de alguien que "pisa su perla" y lo insulta por su absoluta falta de sentimiento por su belleza. Este pensamiento surge cuando pienso en alguien que comunicaba libremente a los demás las bellezas de su propia alma; me refiero a ese hombre de Dios, esa boca de piedad, Basilio; alguien que, de la abundancia de sus tesoros espirituales, derramó la gracia de su sabiduría en almas malvadas a las que nunca había probado, y en una de ellas, Eunomio, que era completamente insensible a todos los esfuerzos realizados por su bien. Ciertamente, la condición de este pobre hombre parecía lastimosa, debido a la extrema debilidad de su alma en materia de fe, a todos los verdaderos miembros de la Iglesia; pues ¿quién es tan falto de sentimiento como para no compadecerse, al menos, de un alma pereciente? Pero sólo Basilio, por el ardor permanente de su amor, se sintió impulsado a emprender su cura y, con ello, a intentar lo imposible. Él sólo tomó tan en serio la condición desesperada de aquel hombre, que compuso, como antídoto contra los venenos mortales, su refutación de esta herejía, que tenía por objetivo salvar a su autor y restaurarlo a la Iglesia. Él, por el contrario, como alguien fuera de sí por la furia, se resiste a su médico; lucha y forcejea; considera un enemigo acérrimo a quien solo empleó su fuerza para sacarlo del abismo de la incredulidad; y no se entrega a esta ira insensata solo ante oyentes casuales de vez en cuando; ha erigido contra sí mismo un monumento literario para registrar esta negrura de su bilis; y cuando en largos años tuvo la cantidad necesaria de tiempo libre, se afanó en su trabajo durante todo ese intervalo con angustias más poderosas que las de las bestias más grandes y corpulentas; sus amenazas de lo que vendría fueron terribles, mientras aún moldeaba en secreto su concepción: pero cuando por fin y con gran dificultad lo sacó a la luz, fue un pobre aborto, nacido prematuramente. Sin embargo, quienes comparten su ruina lo cuidan y lo miman; Mientras tanto, nosotros, buscando la bendición del profeta ("bendito sea quien tome a tus hijos y los estrelle contra las piedras"), sólo ansiamos, ahora que la tenemos en nuestras manos, tomar este manifiesto desgarrador y estrellarlo contra la roca, como si fuera uno de los hijos de Babilonia; y la roca debe ser Cristo; en otras palabras, la enunciación de la verdad. Que sólo ese poder que fortalece la debilidad venga sobre nosotros, mediante las oraciones de aquel que perfeccionó su propia fuerza en la debilidad física.

II
Heridos por las acusaciones de Eunomio

Si esa alma divina y santa aún estuviera en carne y hueso, observando los asuntos humanos, si esos tonos elevados aún se escucharan con toda su gracia peculiar y toda su irresistible expresión, ¿quién podría alcanzar tal grado de audacia como para intentar decir una sola palabra sobre este tema? Esa divina voz de trompeta ahogaría cualquier palabra que pudiera ser pronunciada. Pero todo él ahora ha regresado a Dios; al principio, ciertamente, en el ligero y sombrío fantasma de su cuerpo, aún descansaba en la tierra; pero ahora se ha despojado por completo incluso de esa forma insustancial y la ha legado a este mundo. Mientras tanto, los zánganos zumban alrededor de las células de la Palabra y saquean la miel; así que que nadie me acuse de mera audacia por levantarme a hablar en lugar de esos labios silenciosos. No he aceptado esta laboriosa tarea por ninguna conciencia en mí de poderes de argumentación superiores a los de otros que podrían nombrarse; Yo, si alguno, tengo los medios para saber que hay miles en la Iglesia con un fuerte don filosófico. Sin embargo, afirmo que, tanto por la ley escrita como por la natural, a mí me pertenece más especialmente esta herencia de los difuntos, y por lo tanto, yo mismo, con preferencia a otros, me apropio del legado de la controversia. Puede que me cuenten entre los más pequeños de los que se alistan en la Iglesia de Dios, pero aun así no soy demasiado débil para erigirme como su defensor contra quien ha roto con ella. El miembro más pequeño de un cuerpo vigoroso, en virtud de la unidad de su vida con el conjunto, sería más fuerte que uno que hubiera sido separado y estuviera moribundo, por grande que fuera este y pequeño que fuera el primero.

III
Los tratados de Eunomio,
sin fuerza lógica

Que nadie piense que al decir esto exagero y me jacto vanamente de hacer algo que está más allá de mis fuerzas. No me dejaré llevar por ninguna ambición infantil a rebajarme a su nivel vulgar en una contienda de meros argumentos y frases. Donde la victoria es algo inútil e inútil, la cedemos fácilmente a quienes desean ganar; además, basta con observar la larga experiencia de este hombre en la controversia para concluir que es un gran experto en la palabra, y, además, el hecho de que haya dedicado gran parte de su vida a la composición de este tratado, y la inmensa alegría de sus allegados con estas labores, para concluir que se ha esmerado especialmente en esta obra. No era improbable que alguien que se hubiera esforzado en ello durante tantas Olimpiadas produjera algo mejor que la obra de los escritores improvisados. Incluso la vulgar profusión de figuras que utiliza en la confección de su obra es una indicación más de su laborioso cuidado al escribir. Posee una gran cantidad de términos recién seleccionados, para los cuales ha contribuido con otros libros, y apila este inmenso cúmulo de palabras sobre un núcleo de pensamiento muy delgado; y así ha elaborado esta obra tan elaborada, que sus alumnos, por error, se pierden en la admiración (sin duda, porque su insensibilidad en los puntos vitales les priva de la capacidad de percibir la distinción entre la belleza y lo contrario), pero que es ridícula y carece de valor alguno a juicio de aquellos cuya perspicacia no está empañada por la incredulidad. ¿Cómo podría contribuir a la prueba (como él espera) de lo que dice y al establecimiento de la verdad de sus especulaciones, adoptar estos absurdos recursos en sus formas de hablar, esta novedosa y peculiar disposición, esta presunción quisquillosa y esta vanidosa meticulosidad, que no se inspiran en ningún modelo previo? Sería realmente difícil descubrir a quién, entre todos aquellos que han sido célebres por su elocuencia, le ha puesto la mira para llegar a este nivel; pues es como quienes producen efectos en el escenario, adaptando su argumento a la melodía de sus frases rítmicas, como ellos su canción a sus castañuelas, mediante frases paralelas de igual longitud, sonido similar y final similar. Tales, entre muchos otros defectos, son los temblores apagados y los trucos de su introducción; y uno podría imaginarlo sacándolos a relucir, no con una acción impasible, sino con zapateos y chasquidos de dedos, declamando al compás así marcado, y luego comentando que no había necesidad de más argumentos ni de una segunda actuación.

IV
Eunomio muestra mucha escritura, pero poca seriedad

En estas y otras artimañas similares le permito la ventaja a Eunomio; y si le place, puede deleitarse con su victoria. De buena gana renuncio a tal competencia, que solo puede atraer a quienes buscan renombre; si es que algún renombre proviene de entregarse a tales métodos de argumentación, considerando que Pablo (1Cor 2,1-8), ese genuino ministro de la Palabra, cuyo único ornamento era la verdad, se desdeñó de rebajar su estilo a tales bellezas, y también nos instruye, en una noble y apropiada exhortación, a fijar nuestra atención solo en la verdad. ¿Qué necesidad tiene, en efecto, quien es justo en la belleza de la verdad de arrastrar la parafernalia de un decorador para la producción de una falsa belleza artificial? Quizás para quienes no poseen la verdad sea una ventaja barnizar sus falsedades con un estilo atractivo y pulir la textura de su argumento con un toque curioso. Cuando su error se enseña con un lenguaje rebuscado y se adorna con toda la afectación del estilo, tienen la posibilidad de ser creíbles y aceptados por sus oyentes. Pero quienes solo buscan la verdad simple, sin adulterarla con ningún engaño, encuentran la luz de una belleza natural que emana de sus palabras. Pero ahora que estoy a punto de comenzar a examinar todo lo que ha presentado, siento la misma dificultad que un granjero en calma; no sé cómo separar el trigo de la paja; el desperdicio, de hecho, y la paja en este montón de palabras es tan enorme, que hace pensar que el residuo de hechos y pensamientos reales en todo lo que ha dicho es casi nulo. Sería un gasto excesivo y muy tedioso, incluso iría más allá de nuestro objetivo, entrar en detalle en todos sus comentarios; no tenemos los medios para asegurarnos tanto tiempo libre como para dedicarlo despreocupadamente a tales frivolidades; es deber, creo, de un trabajador prudente no malgastar sus fuerzas en nimiedades, sino en aquello que claramente recompensará su esfuerzo. En cuanto a todo lo que dice su Introducción, cómo se erige en defensor de la verdad, cómo acusa de incredulidad a sus oponentes y cómo declara que un odio profundo e indeleble hacia ellos se ha arraigado en su alma; cómo se pavonea con sus "nuevos descubrimientos", aunque no nos dice cuáles son, sino que solo dice que se inició un examen de sus puntos debatibles, un cierto juicio legal que obligó a quienes se atrevían a actuar ilegalmente a guardar silencio, o para citar sus propias palabras en ese estilo lidio de canto que él posee, a los audaces infractores de la ley (en tribunales públicos) se les obligó a guardar silencio (él llama a esto la proscripción de la conspiración contra él, sea cual sea el significado de ese término); todo este tedioso asunto lo considero insignificante. Por otro lado, toda su defensa especial de sus ideas heréticas bien podría exigir nuestra atención. Nuestro propio intérprete de los principios de la divinidad siguió este curso en su Tratado; porque aunque tenía mucha capacidad para ampliar su argumento, tomó la línea de tratar sólo los puntos vitales, que seleccionó de todas las blasfemias de ese libro herético, y así redujo el alcance del tema. Si, sin embargo, alguien desea que nuestra respuesta se ajuste exactamente a la gama de sus argumentos, que nos explique la utilidad de tal proceso. ¿De qué les serviría a mis lectores resolver el complejo enigma de su título, que nos propone desde el principio, a la manera de la esfinge de la escena trágica; a saber, esta Nueva Apología de la Apología, y todas las tonterías que escribe al respecto; y si les contara la larga historia de lo que soñó? Creo que el lector está bastante cansado de la mezquina vanidad sobre esta novedad en su título, ya preservada en el propio texto de Eunomio, y de la falta de gusto que allí se muestra al relatar sus propias hazañas, todos sus trabajos y sus pruebas, mientras vagaba por todas las tierras y todos los mares, y era anunciado por todo el mundo. Si todo esto tuviera que ser escrito de nuevo (y con añadidos, además, pues las refutaciones de estas falsedades naturalmente tendrían que ampliar su afirmación) ¿quién sería tan duro como para no sentirse asqueado por este desperdicio de trabajo? Supongamos que yo escribiera, palabra por palabra, una explicación de esa loca historia suya; supongamos que le explicara, por ejemplo, quién era ese armenio a orillas del Euxino, que lo había molestado al principio por tener el mismo nombre que él, cómo eran sus vidas, cuáles eran sus intereses, cómo tuvo una pelea con ese armenio debido a la misma semejanza de sus caracteres, luego de qué manera ambos se reconciliaron, para unirse en una simpatía común con ese encantador y gloriosísimo Aecio, su maestro (pues tan pomposas son sus alabanzas); y después de eso, ¿cuál fue la trama urdida contra él mismo, por la cual lo llevaron a juicio bajo la acusación de ser extraordinariamente popular? Supongamos, digo, que explicara todo eso, ¿no parecería, como quienes contraen oftalmia por el contacto frecuente con quienes ya la padecen, haber contraído esta enfermedad de circunstancialidad quisquillosa? Estaría siguiendo paso a paso cada detalle de su historia de tonterías; averiguando quiénes eran los esclavos liberados, cuál fue la conspiración de los iniciados y el llamado a los esclavos contratados, qué tienen que ver con el argumento "Montio y Galo, y Domiciano", "falsos testigos", "un emperador enfurecido" y "cierto enviado al exilio". ¿Qué podría ser más inútil que tales cuentos para el propósito de alguien que no deseaba simplemente escribir una narrativa, sino refutar el argumento de quien había escrito contra su herejía? Lo que sigue en la historia es aún más inútil; No creo que el propio autor pudiera volver a leerlo sin bostezar, aunque siente un fuerte afecto natural por su descendencia. Pretende desplegar allí sus hazañas y sus sufrimientos; el estilo se eleva hasta lo sublime, y la leyenda adquiere tonos trágicos.

V
Las caricaturas de Eunomio, mal dibujadas

Para no extenderme más en estas absurdeces de Eunomio, negándome a mencionarlas, y para no ensuciar este libro forzando a mi protagonista a leer todas sus reminiscencias escritas, como quien azuza a su caballo por un lodazal y se cubre de suciedad, creo que es mejor saltar por encima de su masa de basura con la mayor rapidez y velocidad de mi mente, ya que una rápida retirada de lo repugnante es una ventaja considerable; y apresurémonos al final de su historia, no sea que la amargura de sus propias palabras se filtre en mi libro. Que Eunomio tenga el monopolio del mal gusto en palabras como estas, dichas sobre sacerdotes de Dios, escuderos cascarrabias, alguaciles y satélites, hurgando por ahí, sin permitir que el fugitivo continúe su ocultación, y todas las demás cosas que no se avergüenza de escribir sobre sacerdotes canosos. Así como en las escuelas de aprendizaje secular, para ejercitar a los muchachos en la palabra y el ingenio, proponen temas para declamación, en los que la persona que es el sujeto de los mismos es anónima, así también Eunomio ataca de inmediato los hechos sugeridos y suelta la lengua de la invectiva, y sin decir una palabra sobre ninguna villanía real, simplemente elabora contra ellos todas las frases trilladas de desprecio y todos los términos imaginables de abuso: en los que, además, se juntan ideas incongruentes, como un "soldado diletante", un "santo maldito", "pálido por el ayuno y asesino por el odio", y muchas otras groserías similares; y así como un juerguista en las procesiones seculares grita su obscenidad, cuando llevaría su insolencia al tono más alto, sin su máscara puesta, así también Eunomio, sin un intento de velar su malignidad, grita con garganta de bronce el lenguaje del carro. Luego revela la causa de su enojo: "Estos sacerdotes tomaron todas las precauciones para que muchos no cayeran en el error de estos herejes". Por lo tanto, se enfurece porque no pudieron alojarse a su conveniencia en los lugares que deseaban, sino que se les asignó una residencia por orden del entonces gobernador de Frigia, para que la mayoría pudiera protegerse de tan malvados vecinos. Su indignación por esto estalla en estas palabras: "la excesiva severidad de nuestras pruebas", "nuestros dolorosos sufrimientos", "nuestra noble resistencia a ellos", "el exilio de nuestra patria a Frigia". En efecto: este oltiseriano bien podría estar orgulloso de lo ocurrido, poniendo fin a todo el orgullo de su familia y arrojando tal mancha sobre su raza que aquel renombrado Prisco, su abuelo, de quien obtiene esas brillantes y más notables reliquias (el molino, el cuero, los almacenes de esclavos y el resto de su herencia en Canaán) jamás habrían elegido esta suerte, que ahora lo enfurece tanto. Era de esperar que vilipendiara a quienes fueron los agentes de este exilio. Comprendo perfectamente su sentimiento. En verdad, los autores de estas desgracias, si es que los hubo o los hubo alguna vez, merecen la censura de estos hombres, pues con ello se oscurece el renombre de sus vidas pasadas y se les priva de la oportunidad de mencionar y destacar sus antecedentes más impresionantes; las grandes distinciones con las que cada uno comenzó en la vida; las profesiones que heredaron de sus padres; las mayores o menores muestras de nobleza de las que cada uno era consciente, incluso antes de que fueran tan conocidos y valorados que hasta los emperadores los contaban entre sus conocidos, como ahora se jacta en su libro, y de que todos los altos gobiernos se movilizaron en torno a ellos y el mundo se llenó de sus acciones.

VI
Aecio, maestro de Eunomio en herejía y prácticas

Ciertamente, esto causó un gran daño a nuestro declamador Eunomio. O mejor dicho, a su patrón y guía Aecio, cuyo entusiasmo no apuntaba tanto a la propagación del error como a asegurar una competencia vitalicia. No digo esto como una mera conjetura, sino que lo he escuchado de labios de quienes lo conocieron bien. He escuchado a Atanasio, antiguo obispo de los gálatas, hablar de la vida de Aecio; Atanasio era un hombre que valoraba la verdad por encima de todo; y también exhibió la carta de Jorge de Laodicea, para que muchos pudieran atestiguar la veracidad de sus palabras. Nos dijo que, originalmente, Aecio no intentó enseñar sus monstruosas doctrinas, sino que solo después de un tiempo presentó estas novedades como una treta para ganarse la vida; Que tras escapar de la servidumbre en la viña a la que pertenecía (cómo, no quiero decirlo, para que no se piense que estoy entrando en su historia con mal humor), se convirtió primero en calderero, y dominó este sucio oficio de mecánico, sentado bajo una tienda de pelo de cabra, con un pequeño martillo y un diminuto yunque, ganándose así un sustento precario y laborioso. ¿Qué ingresos de valor, en realidad, podría obtener alguien que repara las piezas inestables de los cobres, suelda agujeros, destroza láminas de hojalata y sujeta con plomo las patas de las ollas? Nos dijeron que un incidente que le ocurrió en este oficio obligó a dar el siguiente giro a su vida. Había recibido de una mujer de un regimiento un adorno de oro, un collar o un brazalete, que se había roto de un golpe y que debía remendar. Pero la engañó, apropiándose de su joya de oro y dándole en su lugar una de cobre, del mismo tamaño y aspecto, gracias a un baño de oro que le había aplicado. Ella quedó engañada por un tiempo, pues él era lo suficientemente hábil en las artes del calderero, como en otras, como para engañar a sus clientes con los trucos del oficio. Pero finalmente descubrió la picardía, pues el baño se desprendió del cobre; e indignados algunos soldados de su familia y nación, procesó al ladrón de su adorno. Tras este intento, sufrió, por supuesto, el castigo de un ladrón estafador; y luego abandonó el negocio, jurando que no fue su intención deliberada, sino que el negocio lo indujo a cometer el robo. Después de esto, se convirtió en ayudante de un cierto médico curandero, para no estar completamente desprovisto de medios de subsistencia; y en esta capacidad realizó su ataque contra los hogares más oscuros y contra los más abyectos de la humanidad. La riqueza surgió gradualmente de sus conspiraciones contra un tal Armenio, quien, siendo extranjero, era fácilmente engañado y, tras ser persuadido a nombrarlo su médico, le había adelantado frecuentes sumas de dinero. Empezó a pensar que servir a otros era indigno de él y quiso ser considerado médico. A partir de entonces, asistió a congresos médicos y, al relacionarse con los polemistas, se convirtió en uno de los más despotricados. Justo cuando la balanza se inclinaba, siempre añadiendo su propio peso a la discusión, se hizo muy solicitado por quienes compraban una voz descarada para sus contiendas partidistas. Pero aunque con ello se ganó la vida, pensó que no debía seguir en esa profesión; así que, tras sus experimentos, abandonó gradualmente la medicina. Arrio, el enemigo de Dios, ya había sembrado la cizaña maligna que dio como fruto a los anomeos, y las escuelas de medicina resonaban entonces con las disputas sobre esa cuestión. En consecuencia, Aecio estudió la controversia y, tras elaborar una serie de silogismos a partir de lo que recordaba de Aristóteles, se hizo famoso por ir incluso más allá de Arrio, el padre de la herejía, en la originalidad de sus especulaciones; o mejor dicho, percibió las consecuencias de todo lo que Arrio había propuesto, y así adquirió la reputación de astuto descubridor de verdades no obvias; revelando que lo Creado, incluso a partir de cosas inexistentes, era diferente del Creador que lo creó de la nada. Con tales proposiciones, deleitó a quienes ansiaban estas novedades; y el etíope Teófilo se familiarizó con ellas. Aecio ya había estado relacionado con este hombre en algún asunto de Galo; y ahora, con su ayuda, se infiltra en el palacio. Después de que Galo perpetrara la tragedia con respecto a Domiciano, el procurador, y a Montio, todos los demás participantes en ella naturalmente compartieron su ruina; sin embargo, este hombre escapó, siendo absuelto del castigo junto con ellos. Después de esto, cuando el gran Atanasio fue expulsado por orden imperial de la Iglesia de Alejandría, y Jorge el Tarbastenita, desgarraba a su rebaño, se produjo otro cambio, y Aecio se convirtió en alejandrino , recibiendo su parte completa entre quienes engordaron en la mesa del capadocio; pues no había omitido practicar sus halagos con Jorge. En realidad, Jorge era de Canaán y, por eso, sentía bondad hacia un compatriota: de hecho, durante mucho tiempo había estado tan poseído por sus opiniones pervertidas que llegaba a adorarlo y era propenso a convertirse en una bendición para Aecio cuando quería. Todo esto no escapó a la atención de su sincero admirador, nuestro Eunomio. Este último percibió que su padre natural (un hombre excelente, salvo por tener un hijo así) llevaba una vida muy honesta y respetable, sin duda, pero de penuria y trabajo constante (pues era uno de esos granjeros que siempre están inclinados sobre el arado y dedican un mundo de esfuerzo a su pequeña granja; y en invierno, cuando se liberaba del trabajo agrícola, solía tallar pulcramente las letras del alfabeto para que los niños formaran sílabas, ganándose el pan con el dinero que vendían). Viendo todo esto en la vida de su padre, se despidió del arado, la azada y todos los instrumentos paternos, con la intención de no volver a trabajar tan penosamente; luego se dedicó a aprender la taquigrafía de Prunico, y habiéndose perfeccionado en ella, entró primero, creo, en casa de un miembro de su propia familia, recibiendo alojamiento por sus servicios de escritura; Luego, mientras instruía a los jóvenes de su anfitrión, se le ocurrió la ambición de convertirse en orador. Omito el siguiente intervalo, tanto en lo que respecta a su vida en su país natal como a las circunstancias y la compañía en que se encontró en Constantinopla. Ocupado como estaba tras esto, "con la capa y la bolsa", vio que todo era de poca utilidad, y que nada de lo que pudiera reunir con tal trabajo satisfacía las exigencias de su ambición. En consecuencia, abandonó todas las demás prácticas y se dedicó exclusivamente a la admiración de Aecio; no, quizás, sin calcular que esta absorbente ocupación que eligió podría favorecer sus propios recursos. De hecho, desde el momento en que pidió participar en una sabiduría tan profunda, dejó de trabajar arduamente y de hilar; pues ciertamente es hábil en lo que emprende y sabe cómo conquistar la parte más emocional de la humanidad. Viendo que la naturaleza humana, por regla general, cae fácilmente presa del placer, y que su inclinación natural hacia esta debilidad es muy fuerte, descendiendo de las más severas alturas de la conducta al nivel de la comodidad, se vuelve, con el fin de hacer que el mayor número posible de prosélitos se adhieran a sus perniciosas opiniones, muy agradable a aquellos a quienes inicia. Se libra por completo de la ardua pendiente de la virtud, porque no es persuasivo aceptar sus secretos. Pero si alguien tiene la oportunidad de preguntar cuál es esta enseñanza secreta suya, y qué dicen sin reservas quienes han sido engañados para aceptar esta maldición devastadora, y qué les enseña el reverendo hierofante en el misterioso ritual de iniciación, la forma de los bautismos y las «ayudas de la naturaleza», y todo eso, que pregunte a quienes no sienten escrúpulos en dejar que las indecencias salgan de sus labios; guardaremos silencio. Porque ni siquiera siendo los acusadores deberíamos ser inocentes al mencionar tales cosas, y se nos ha enseñado a reverenciar la pureza tanto de palabra como de obra, y a no manchar nuestras páginas con historias equívocas, aunque haya verdad en lo que decimos. Pero mencionamos lo que entonces oímos (a saber, que, así como la perversa habilidad de Aristóteles proporcionó a Aecio su impiedad, la simplicidad de sus engañados aseguró una vida plena tanto para el alumno bien preparado como para el maestro) con el propósito de plantear algunas preguntas. ¿Cuál fue, después de todo, el gran daño que le infligieron Basilio en el Euxino o Eustacio en Armenia, a quienes se remonta esa larga digresión en su historia? ¿Cómo arruinaron el propósito de su vida? ¿No alimentaron más bien la recién adquirida fama suya y de su compañero? ¿De dónde vino su amplia notoriedad, si no por la intervención de estos hombres, suponiendo, es decir, que su acusador dijera la verdad? Pues el hecho de que hombres, ellos mismos ilustres, como reconoce nuestro escritor, se dignaran a luchar con quienes aún no habían encontrado la manera de ser conocidos, dio naturalmente el impulso real a los ambiciosos pensamientos de quienes se enfrentarían a estos supuestos héroes; Y así se echó un velo sobre sus humildes antecedentes. De hecho, debieron su posterior notoriedad a esto, algo detestable, en verdad, para una mente reflexiva que jamás elegiría basar la fama en una mala acción, pero la cima de la felicidad para personajes como estos. Cuentan de uno en la provincia de Asia, entre los más oscuros y viles, que anhelaba hacerse un nombre en Efeso; un logro grande y brillante que estaba más allá de sus capacidades nunca pasó por su mente; y sin embargo, al dar con lo que dañaría más profundamente a los efesios, dejó su huella más profunda que los héroes de las acciones más grandiosas; pues había entre sus edificios públicos uno notable por su peculiar magnificencia y costoso; y quemó esta vasta estructura hasta los cimientos, demostrando, cuando los hombres vinieron a indagar sobre la perpetración de esta villanía y sus causas mentales, que apreciaba mucho la notoriedad, y había ideado que la magnitud del desastre asegurara que el nombre de su autor quedara grabado con él. El motivo secreto de estos dos hombres es la misma sed de publicidad; la única diferencia es que el daño es mayor en su caso. Están dañando, no la arquitectura inerte, sino el edificio viviente de la Iglesia, introduciendo, como fuego, la lenta pólvora de sus enseñanzas. Pero aplazaré la cuestión doctrinal hasta el momento oportuno.

VII
La confesión de fe de Eunomio, impugnada

Veamos por un momento qué clase de verdad maneja este hombre llamado Eunomio, quien en su Introducción se queja de que es por decir la verdad que es odiado por los incrédulos; bien podríamos usar la manera en que maneja la verdad fuera de la doctrina como una prueba para aplicarla a su propia doctrina. El que es fiel en lo poco es fiel también en lo mucho, y el que es injusto en lo poco es injusto también en lo mucho. Ahora bien, cuando comienza a escribir esta apología de la apología (que es el nuevo y sorprendente título, así como el tema, de su libro), dice que debemos buscar la causa de este anuncio tan sorprendente en ningún otro lugar sino en aquel que respondió a ese primer tratado suyo. Ese libro se titulaba Apología. Pero, al ser comprendido por nuestro maestro teólogo que una disculpa solo puede provenir de quienes han sido acusados de algo, y que si alguien escribe meramente por su propia inclinación, su obra es algo más que una disculpa, no niega (sería manifiestamente absurdo) que una disculpa requiera una acusación previa; pero declara que su «disculpa» lo ha exonerado de acusaciones muy graves en el juicio que se le ha instituido. La falsedad de esto se desprende de sus propias palabras. Se quejó de los muchos y graves sufrimientos que le infligieron quienes lo condenaron; podemos leerlo en su libro. Pero ¿cómo pudo sufrir tanto si su disculpa lo exculpó de estos cargos? Si logró justificarse con una disculpa para librarse de ellos, esa patética queja suya es una farsa hipócrita; si, por el contrario, realmente sufrió como dice, entonces, claramente, sufrió porque no se exculpó con una disculpa; pues toda disculpa, para ser tal, debe asegurar este fin, es decir, evitar que el poder de voto sea engañado por declaraciones falsas. Seguramente no intentará ahora decir que en el juicio presentó su disculpa, pero que al no lograr convencer al jurado, la fiscalía perdió el caso. Pues no dijo nada en el juicio sobre presentar su disculpa; ni era probable que lo hiciera, considerando que declara claramente en su libro que se negó a tener nada que ver con esos detractores malintencionados y hostiles. Reconocemos, dice, que fuimos condenados en rebeldía: había un panel repleto de personas malintencionadas donde debería haberse formado un jurado. Aquí se muestra muy laborioso, y creo que su argumento distrae su atención, o se habría dado cuenta de que ha añadido un sutil solecismo a su frase. Finge ser imponentemente ático con la frase "panel abarrotado"; pero quienes tienen un lenguaje correcto usan estas palabras, como saben quienes están familiarizados con el vocabulario forense, de forma muy diferente a nuestro nuevo aticista. Un poco más adelante añade esto: Si cree que, porque no quise tener nada que ver con un jurado que en realidad fuera mi fiscal, puede desestimar mi disculpa, debe estar ciego a su propia ingenuidad. ¿Cuándo, entonces, y ante quién presentó su disculpa nuestro cáustico amigo? Había objetado al jurado porque eran enemigos, y no pronunció una sola palabra sobre ningún juicio, como él mismo insiste. Observe cómo este tenaz defensor de la verdad, poco a poco, se pasa al bando de la falsedad y, aunque honra la verdad de palabra, la combate con los hechos. Pero es curioso ver cuán débil es incluso al secundar su propia mentira. ¿Cómo puede un mismo hombre haberse "exonerado mediante una disculpa en el juicio que se instituyó contra él" y luego haber "guardado prudentemente silencio porque el tribunal estaba en manos del enemigo"? Es más, el mismo lenguaje que utiliza en el prefacio de su Apología muestra claramente que no se abrió ningún tribunal en su contra. Porque no dirige su prefacio a ningún jurado definido, sino a ciertas personas no especificadas que vivían entonces, o que vendrían al mundo después; y concedo que para tal audiencia había necesidad de una disculpa muy vigorosa, no ciertamente en la forma de la que realmente ha escrito, que requiere otra más para reforzarla, sino una ampliamente inteligible, capaz de probar este punto especial, a saber: que no estaba en posesión de su razón habitual cuando escribió esto, en donde hace sonar la campana de la asamblea para hombres que nunca vinieron, tal vez nunca existieron, y pronuncia una disculpa ante un tribunal imaginario, y ruega a un jurado imperceptible que no deje que los números decidan entre la verdad y la falsedad, ni que asignen la victoria a la mera cantidad. En verdad, es apropiado que él haga una apología de esa clase a los jurados que todavía están en los lomos de sus padres, y que les explique cómo llegó a pensar que era correcto adoptar opiniones que contradicen la creencia universal, y a poner más fe en sus propias fantasías equivocadas que en los que en todo el mundo glorifican el nombre de Cristo. Que escriba, por favor, otra disculpa además de esta segunda; pues esta no es una corrección de errores cometidos contra él, sino más bien una prueba de la veracidad de dichas acusaciones. Es sabido que una disculpa adecuada busca refutar una acusación; así, un hombre acusado de robo, asesinato o cualquier otro delito, o bien niega el hecho por completo, o bien atribuye la culpa a otra persona, o bien, si ninguna de estas dos opciones es posible, apela a la caridad o a la compasión de quienes votarán sobre su sentencia. Pero en su libro ni niega la acusación, ni la atribuye a otro, ni recurre a una petición de clemencia, ni promete enmiendas para el futuro; sino que fundamenta la acusación contra él mediante una demostración inusualmente elaborada. Esta acusación, como él mismo confiesa, equivalía en realidad a una acusación por profanidad, y no dejaba indefinida su naturaleza , sino que proclamaba el tipo específico; mientras que su disculpa demuestra que este tipo de profanidad es un deber positivo, y en lugar de eliminar la acusación, la refuerza. Ahora bien, si los principios de nuestra fe se hubieran mantenido en la oscuridad, habría sido menos arriesgado intentar novedades; pero la enseñanza de nuestro maestro teólogo está ahora firmemente arraigada en el alma de los fieles; y por lo tanto, la cuestión es si quien profiere contradicciones sobre aquello sobre lo que todos han formado una opinión por igual se defiende de las acusaciones, o si no está, más bien, atrayendo la ira de sus oyentes y enconando aún más a sus acusadores. Me inclino a pensar esto último. Así que, si hay, como nos dice nuestro escritor, tanto oyentes de su apología como acusadores de sus atentados contra la fe, que nos diga cómo esos acusadores pueden llegar a un acuerdo ahora, o qué tipo de veredicto debe emitir el jurado, ahora que su ofensa ya ha sido probada por su propia apología.

VIII
Las acusaciones de Eunomio, aplicadas a él mismo

Estas observaciones son incidentales, y se deben a que no nos ceñimos a nuestro argumento. Teníamos que preguntarnos no cómo debería haber presentado su disculpa, sino si alguna vez la presentó. Pero ahora volvamos a nuestra posición anterior (a saber, que es condenado por sus propias declaraciones). Este aborrecedor de la falsedad nos dice, en primer lugar, que fue condenado porque el jurado que le fue asignado desafió la ley, y que fue empujado por mar y tierra y sufrió mucho bajo el sol abrasador y el polvo. Luego, tratando de ocultar su falsedad, saca un clavo con otro, como dice el proverbio, y corrige una falsedad cancelándola con otra. Como todos saben tan bien como él que nunca pronunció una sola palabra en el tribunal, declara que rogó que lo dejaran ir al presentarse ante un tribunal hostil y fue condenado en rebeldía. ¿Puede haber un caso más claro que este de un hombre que se contradice a sí mismo y a la verdad? Cuando se le presiona sobre el título de su libro, hace de su juicio la causa constrictora de esta disculpa; pero cuando se le presiona con el hecho de que no dijo una sola palabra al jurado, niega que hubiera juicio alguno y dice que rechazó tal jurado. ¡Vean con qué valentía este valeroso campeón de la verdad lucha contra la falsedad! Luego se atreve a llamar a nuestro poderoso Basilio un "sinvergüenza malicioso y mentiroso" y un "advenedizo ignorante y audaz ", "nada de teólogo profundo" y "completamente loco", esparciendo una infinidad de tales palabras por sus páginas, como si imaginara que sus propias amargas invectivas podrían superar el testimonio común de la humanidad, que reverencia ese gran nombre como si fuera uno de los santos de la antigüedad. Cree de hecho que él, si nadie más, puede tocar con calumnia a alguien a quien la calumnia nunca ha tocado; Pero el sol no está tan bajo en el cielo como para que alguien pueda alcanzarlo con piedras u otros proyectiles; éstos sólo rebotan en quien los dispara, mientras que el objetivo se eleva mucho más allá de su alcance. Si alguien, de nuevo, acusa al sol de falta de luz, no ha atenuado el brillo de los rayos solares con sus burlas; el sol seguirá siendo sol, y el criticón sólo probará la debilidad de sus propios órganos visuales; y si se esforzara, a la manera de esta Apología, en persuadir a todos los que conoce y lo escuchan de no ceder a las opiniones comunes sobre el sol, ni de dar más peso a las experiencias de todos que a las conjeturas de un individuo "asignando la victoria a la mera cantidad", su disparate será en vano para aquellos que pueden usar sus ojos. Que alguien convenza a Eunomio de que controle su lengua y no dé rienda suelta a semejantes desvaríos, ni se resista a insultar insolentemente un nombre honorable; sino que permita que el mero recuerdo de Basilio llene su alma de reverencia y respeto. ¿Qué puede ganar con esta obscenidad desmesurada, si el objeto de la misma conservará todo el prestigio que su vida, sus palabras y la opinión general del mundo civilizado proclaman que poseía? El hombre que se dedica a insultar revela su propia disposición, incapaz, por ser malo, de decir cosas buenas, sino sólo de hablar con la abundancia del corazón y de sacar provecho de ese tesoro maligno. Ahora bien, que sus expresiones son meros insultos, completamente ajenos a los hechos reales, se puede demostrar con sus propios escritos.

IX
Los juicios de Eunomio, aplicados a él mismo

Insinúa Eunomio cierta localidad donde tuvo lugar este juicio por herejía; pero no nos da ninguna indicación precisa de dónde fue, y el lector se ve obligado a adivinarlo. Allí, nos dice, se convocó un congreso de representantes escogidos de todos los sectores; y aquí está en su mejor momento, exponiendo ante nuestros ojos con vigorosos trazos la preparación del evento que pretende tuvo lugar. Luego, dice, un juicio en el que habría tenido que correr para salvar su vida fue puesto en manos de ciertos árbitros, a quienes nuestro gran maestro Basilio presente encomendó su tarea; y como todo el poder de voto fue así ganado para el bando enemigo, cedió el puesto, huyó del lugar y buscó por todas partes un hogar; y es magnífico, en este gráfico bosquejo, al denunciar la cobardía de nuestro héroe, como cualquiera que quiera puede comprobar al leer lo que ha escrito. Pero no puedo detenerme aquí a dar ejemplos de la amarga hiel de sus declaraciones; Debo pasar a aquello por lo cual mencioné todo esto. ¿Dónde, entonces, estaba ese lugar anónimo donde se llevaría a cabo este examen de sus enseñanzas? ¿Qué era esa ocasión en la que se reunía a los mejores para un juicio? ¿Quiénes eran esos hombres que se apresuraron por tierra y mar para participar en estas labores? ¿Qué era ese "mundo expectante que pendía sobre el resultado de la votación"? ¿Quién fue el "organizador del juicio"? Sin embargo, consideremos que inventó todo eso para aumentar la importancia de su historia, como suelen hacer los niños en la escuela en sus conversaciones ficticias de este tipo; y que solo nos diga quién era ese "terrible combatiente" con el que nuestro gran maestro Basilio se acobardaba ante el encuentro. Si esto también es una ficción, que vuelva a ser el vencedor y que aproveche sus vanas palabras. No diremos nada: en la inútil lucha contra las sombras, la verdadera victoria es no vencer en ella. Pero si habla de los acontecimientos de Constantinopla y se refiere a la asamblea allí, y está en esta fiebre de indignación literaria por las tragedias representadas allí, y se refiere a sí mismo por ese grande y formidable atleta, entonces mostraríamos las razones por las que, aunque presentes en la ocasión, no nos lanzamos a la lucha. Que este hombre que reprende a ese héroe por su cobardía nos diga si se metió en el fragor de la batalla, si pronunció una sola sílaba en defensa de su propia ortodoxia, si pronunció alguna perorata vigorosa, si luchó victoriosamente contra el enemigo. No puede decirlo, o se contradice manifiestamente, pues reconoce que por su omisión recibió el veredicto adverso. Si era su deber hablar en el momento del juicio (pues esa es la ley que nos impone en su libro), ¿por qué fue condenado por omisión? Si, por el contrario, hizo bien en guardar silencio ante tales juicios, ¡con qué arbitrariedad se alaba a sí mismo, pero nos culpa a nosotros por callar en semejante momento! ¿Qué puede ser más absurdamente injusto que esto? Cuando se han publicado dos tratados desde el juicio, declara que su disculpa, aunque escrita tanto tiempo después, llegó a tiempo, pero vilipendia la que respondió a la suya por ser demasiado tardía. Seguramente debería haber abusado de la contradeclaración que Basilio pretendía formular antes de que se hiciera; pero esto no se encuentra entre sus otras quejas. Sabiendo como sabía lo que Basilio iba a escribir cuando el juicio hubiera transcurrido, ¿por qué no lo criticó en ese momento? De hecho, su propia confesión deja claro que nunca se disculpó durante el juicio. Repetiré sus palabras: "Confesamos que fuimos condenados en rebeldía"; y añade por qué: "Se había hecho pasar a personas malintencionadas como jurados", o mejor dicho, para usar sus propias palabras, "había un panel repleto de ellos donde debería haberse formado un jurado". Mientras que, por otro lado, otro pasaje de su libro deja claro que afirma que su disculpa se presentó "en el momento oportuno". Dice así: que se me instó a presentar esta disculpa en el momento y la forma adecuados sin motivos aparentes, sino que me obligaron a hacerlo en nombre de quienes me defendieron, es evidente tanto por los hechos como por las palabras de este hombre. Con destreza, tergiversa sus palabras para responder a cualquier objeción posible; pero ¿qué dirá a esto? Esto mismo: que "no estuvo bien guardar silencio durante el juicio". Entonces, ¿por qué Eunomio se quedó sin palabras durante ese mismo juicio? ¿Y por qué su disculpa, como llegó después del juicio, llega a tiempo? Y si llega a tiempo, ¿por qué la controversia de Basilio con él no llega a tiempo? Pero la observación de aquel santo padre es especialmente cierta: Eunomio, al pretender una apología, realmente dio a su enseñanza el respaldo que deseaba; y aquel genuino imitador del celo de Finés, destruyendo como lo hace con la espada de la Palabra a todo fornicador espiritual, asestó en la respuesta a su blasfemia una estocada que estaba calculada a la vez para sanar un alma y destruir una herejía. Si resiste ese golpe, y con un alma insensible a la apostasía no acepta la cura, la culpa recae en quien elige el mal, como dice el proverbio gentil. Hasta aquí el tratamiento que Eunomio da a la verdad y a nosotros: y ahora la ley de antaño, que concede la misma retribución a quienes primero injurian, podría impulsarnos a descargar sobre él una lluvia de insultos y, como es un blanco fácil, a ser muy generosos, para compensar el dolor que ha infligido: pues si él era tan rico en invectivas insolentes contra quien no daba cabida a la calumnia, ¿cuántos epítetos semejantes no podríamos esperar encontrar para quienes han satirizado esa vida santa? Pero ese estudioso de la verdad nos ha enseñado desde el principio a ser estudiosos del evangelio, y por lo tanto no daremos ojo por ojo ni diente por diente; sabemos bien que todo mal que ocurre puede ser aniquilado por su contrario, y que ninguna mala palabra ni ninguna mala acción se convertiría en una maldad tan desesperada si tan sólo se pudiera conseguir una buena palabra para romper la continuidad de la corriente viciosa. Por lo tanto, la rutina de la insolencia y el abuso se evita que se repitan mediante el sufrimiento; mientras que si a la insolencia se le responde con insolencia y al abuso con abuso, no hará más que alimentar este vicio monstruoso y aumentarlo enormemente.

X
Los epítetos insultantes de Eunomio, contradichos por los hechos

Paso por alto todo lo demás, considerándolo meras burlas insolentes y abusos irónicos, y me apresuro a abordar la doctrina de Eunomio. Si alguien dijera que me niego a ser abusivo solo porque no puedo pagarle con su propia moneda, que considere en su propio caso la propensión al mal en general, la mecánica caída en el pecado, que prescinde de cualquier práctica. El poder de volverse malo reside en la voluntad; un solo deseo suele ser motivo suficiente para una maldad consumada; y esta facilidad de operación es especialmente fatal en los pecados de la lengua. Otros tipos de pecados requieren tiempo, ocasión y cooperación para ser cometidos; pero la propensión a hablar puede pecar cuando quiere. El tratado de Eunomio que tenemos en nuestras manos es suficiente para demostrarlo; quien lo considere atentamente percibirá la rapidez con la que se cae en el pecado en materia de frases; y es facilísimo imitarlas, incluso si uno no es experto en la difamación habitual. ¿Qué necesidad habría de esforzarnos en acuñar nombres para nuestros insultos, cuando uno podría emplear sus propias frases contra este calumniador? De hecho, en esta parte de su obra ha hilado toda clase de falsedades y maledicencias, todas moldeadas a partir de los modelos que encuentra en sí mismo; toda extravagancia se encuentra al escribirlas. Escribe astuto, pendenciero, enemigo de la verdad, pretencioso, charlatán, combatiendo la opinión general y la tradición, desafiando los hechos que lo desmienten, indiferente a los terrores de la ley, a la censura de los hombres, incapaz de distinguir el entusiasmo por la verdad de la mera habilidad para razonar; añade, falto de reverencia, rápido para insultar, y luego descarado, lleno de sospechas contradictorias, combinando argumentos irreconciliables, combatiendo sus propias declaraciones, afirmando contradicciones; Entonces, aunque ansioso por hablar mal de él, al no encontrar otras invectivas nuevas para satisfacer su amargura, a menudo, a falta de todo lo demás, reitera las mismas frases, y vuelve una tercera y una cuarta vez, e incluso más, a lo que ya dijo; y en este circo de palabras, renueva una y otra vez la misma pista de insultos insolentes; de modo que al final, incluso la ira ante esta exhibición desvergonzada se desvanece de puro cansancio. Estas burlas de los chicos de la calle, despreciables y despreciables, provocan más repugnancia que ira, no son ni un ápice mejores que el gruñido inarticulado de alguna anciana que está completamente borracha. ¿Debemos entonces analizar esto minuciosamente y refutar laboriosamente todas sus invectivas, demostrando que Basilio no era ese monstruo de su imaginación? Si lo hiciéramos, demostrando con satisfacción la ausencia de cualquier cosa vil o criminal en él, parecería que nos unimos a los insultos de quien fue una «estrella brillante» para su generación. Pero recuerdo cómo, con esa voz divina suya, citó al profeta (Jer 3,3) con respecto a él, comparándolo con una mujer desvergonzada que lanza sus propios reproches a la casta. ¿A quién proclaman estos razonamientos como enemigo de la verdad y en armas contra la opinión pública? ¿Quién es el que ruega a los lectores de su libro que no "se fijen en el número de quienes profesan una creencia, o en la mera tradición, o que dejen que su juicio se sesgue para considerar confiable lo que solo se sospecha que es el lado más fuerte"? ¿Puede un mismo hombre escribir así y luego lanzar esas acusaciones, conspirando para que sus lectores sigan sus propias novedades justo cuando critica a otros por oponerse a la creencia general? En cuanto a "desmentir hechos que lo desmienten y lo condenan", dejo al lector que juzgue a quién se aplica esto: si a alguien que, con un autocontrol muy cuidadoso, hizo de la sobriedad, la tranquilidad y la pureza perfecta la regla de su vida, así como de la de su entorno, o a alguien que aconsejaba que no se molestara a la naturaleza cuando le place avanzar mediante los apetitos del cuerpo, ni frustrar la indulgencia, ni ser tan meticuloso como eso en la formación de nuestra vida; sino que una fe elegida por uno mismo debe considerarse suficiente para que un hombre alcance la perfección. Si niega que esta sea su enseñanza, yo y cualquier persona sensata nos alegraríamos si dijera la verdad en tal negación. Pero sus verdaderos seguidores no le permitirán tal negación, o sus principios rectores desaparecerían, y la plataforma de quienes por esta razón abrazan sus principios se desmoronaría. En cuanto a su descarada indiferencia ante la censura humana, basta con observar su juventud o su vida posterior, y en ambos casos lo encontrarían expuesto a este reproche. Las vidas de ambos hombres, ya sea en su juventud o en su adultez, cuentan historias muy diferentes. Que nuestro redactor de discursos, mientras recuerda sus actividades juveniles en su tierra natal y posteriormente en Constantinopla, escuche a quienes puedan contarle lo que saben del hombre al que calumnia. Pero si alguien quisiera indagar en sus ocupaciones posteriores, que nos diga cuál de los dos considera merecedor de tan alta reputación: el hombre que generosamente gastó su patrimonio en los pobres incluso antes de ser sacerdote, y sobre todo durante la hambruna, durante la cual fue gobernante de la Iglesia, aunque todavía sacerdote con rango de presbítero; y que después no acumuló ni siquiera lo que le quedaba, de modo que él también podría haber hecho alarde de los apóstoles: "Ni comimos de balde el pan de nadie" (2Ts 3,8). o, por otro lado, el hombre que ha hecho de la defensa de un principio una fuente de ingresos, el hombre que se infiltra en las casas y no oculta su repugnante aflicción quedándose en casa, ni considera la aversión natural que deben sentir los que gozan de buena salud por ellos, aunque, según la antigua ley, es uno de los que son desterrados del campamento habitado a causa del contagio de su inconfundible enfermedad. Basilio es llamado  por Eunomio impulsivo e insolente, y en ambos casos mentiroso por este hombre que con paciencia y mansedumbre educaba a quienes opinaban lo contrario; pues tales son los aires que se da al hablar de él, sin omitir ninguna hipérbole de lenguaje amargo cuando tiene la oportunidad suficiente para hacerlo. ¿Con qué fundamento, entonces, lo acusa de esta impulsividad e insolencia? Porque "me llamó gálata, aunque soy capadocio"; luego fue porque llamó gálata a un hombre que vivía en la frontera, en un rincón oscuro como Corniaspine, en lugar de Oltiseriano; suponiendo, claro está, que se pruebe que dijo esto. No lo he encontrado en mis copias; pero lo admito. Por esto debe ser llamado impulsivo, insolente, todo eso es malo. Pero el sabio sabe bien que las pequeñas acusaciones de un criticón constituyen un sólido argumento a favor de la rectitud del acusado; de lo contrario, al anhelar acusar, no habría escatimado faltas graves y habría empleado su malicia en las pequeñas. En estas últimas, sin duda, es grande, pues realza la enormidad de la ofensa y reflexiona solemnemente sobre la falsedad, viéndola igualmente atroz, tanto en asuntos grandes como en asuntos triviales. Como los padres de su herejía, los escribas y fariseos, sabe colar el mosquito con cuidado y tragarse de un bocado el camello jorobado cargado con el peso de la maldad. Pero no estaría fuera de lugar decirle: "Abstente de imponer tal regla en nuestro sistema; deja de pedirnos que no consideremos de importancia medir la culpa de una falsedad por la ligereza o la importancia de las circunstancias". Pablo mintió y se purificó a la manera de los judíos para satisfacer las necesidades de aquellos a quienes engañó provechosamente, no pecó como Judas por la exigencia de su traición, adoptando una apariencia amable y afable. Mediante una mentira, José, enamorado de sus hermanos, los engañó; y eso también mientras juraba "por la vida del faraón" (Gn 42,15); pero sus hermanos en realidad le habían mentido, en su envidia, planeando su muerte y luego su esclavitud. Hay muchos casos similares. Por ejemplo, Sara mintió porque le daba vergüenza reír; la serpiente mintió, tentando al hombre a desobedecer y cambiar a una existencia divina . Las falsedades difieren ampliamente según sus motivos. En consecuencia, aceptamos esa declaración general sobre el hombre que el Espíritu Santo pronunció por medio del profeta ("todo hombre es mentiroso"). No obstante, este hombre llamado Eunomio no se ha mantenido al margen de la falsedad, al haber dado por casualidad a un lugar el nombre de un distrito vecino, por descuido o desconocimiento de su verdadero nombre. Eunomio también ha dicho otra falsedad. ¿Cuál? Nada menos que una tergiversación de la verdad misma. Afirma que Aquel que siempre es, una vez no fue; demuestra que Aquel que es verdaderamente Hijo es falsamente llamado así; define al Creador como criatura y obra; al Señor del mundo lo llama siervo, y equipara al Ser que esencialmente gobierna con seres sometidos. ¿Es tan insignificante la diferencia entre falsedades, que uno puede pensar que no importa si la falsedad es palpable de esta manera o de aquella?

XI
La sofistería empleada por Eunomio, no impecable sino débil

Se opone Eunomio a las sofisterías de otros y obsérvese el cuidado que pone en que sus pruebas sean veraces. De hecho, nuestro maestro Basilio dijo, en el libro que le dirigió, que cuando nuestra causa fue arruinada, Eunomio obtuvo a Cícico como premio por su blasfemia. ¿Qué hace entonces este detector de sofisterías? Se centra de inmediato en la palabra premio y declara que, por nuestra parte, confesamos que se disculpó, que con ello ganó, que obtuvo el premio de la victoria mediante estos esfuerzos; y estructura su argumento en un silogismo que consiste, según él, en proposiciones incontestables. Pero citaremos textualmente lo que ha escrito: "Si un premio es el reconocimiento y la corona de la victoria, y un juicio implica una victoria y, como también es inseparable de sí mismo, una acusación, entonces quien concede en el argumento el premio debe necesariamente admitir que hubo una defensa". ¿Cuál es entonces nuestra respuesta a esto? No negamos que libró esta miserable batalla contra la impiedad con la mayor energía, ni que superó con creces a sus compañeros en estos agotadores esfuerzos contra la verdad; pero no admitiremos que obtuviera la victoria sobre sus oponentes; solo que, comparado con quienes, como él, se dejaban llevar por la herejía y el error, él lideró en número de mentiras, y así obtuvo el premio de Cícico a cambio de sus altos logros en el mal, venciendo a todos los que por el mismo premio combatieron la verdad; y que por esta victoria contra la blasfemia su nombre fue proclamado alto y claro cuando Cícico fue elegido por los árbitros de su partido como recompensa por su extravagancia. Esta es nuestra opinión, y la admitimos; nuestra afirmación actual de que Cícico fue el premio de una herejía, no el resultado exitoso de una defensa, lo demuestra. ¿Se parece esto en algo a su propia maraña de sofismas infantiles, de modo que pueda aspirar a tener fundamentos para probar su juicio y su defensa? Su método es como el de un hombre en una borrachera, que se ha llevado más licor fuerte que los demás y, tras reclamar el bote a sus compañeros, intenta hacer de esta victoria la prueba de haber ganado algún caso en los tribunales. Ese hombre podría usar la misma lógica. "Si un premio es el reconocimiento y la corona de la victoria, y un juicio implica una victoria y, como es inseparable de sí mismo, una acusación, entonces he ganado mi pleito, ya que he sido coronado por mi capacidad para beber en esta borrachera". Sin duda, se le replicaría a tal fanfarrón que un juicio es muy diferente a un concurso de vinos, y que quien gana con la copa no tiene por ello ventaja sobre sus adversarios legales, aunque reciba una hermosa corona de flores. Por lo tanto, quien ha vencido a sus iguales en la defensa de la profanidad tampoco tiene nada que demostrar al haber ganado el premio por ello, sino que también ha obtenido un veredicto. El testimonio de nuestra parte de que es el primero en profanidad no justifica su imaginaria disculpa. Si la pronunció ante el tribunal y, tras haber prevalecido sobre sus adversarios, fue honrado con Cícico por ello, entonces podría tener alguna razón para usar nuestras propias palabras en nuestra contra; pero como continuamente protesta en su libro que cedió a la animosidad de los votantes y aceptó en silencio el castigo que le infligieron, sin siquiera esperar esta decisión hostil, ¿por qué se impone y convierte esta palabra «premio» en la prueba de una disculpa exitosa? Nuestro excelente amigo no comprende la fuerza de esta palabra premio; Cícico le fue entregado como recompensa al mérito por su extravagante impiedad; y como fue su voluntad recibir tal premio, y lo considera como la recompensa de un vencedor, que reciba también lo que esa victoria implica (a saber, la mayor parte de la culpa por la profanidad). Si insiste en nuestras propias palabras contra nosotros mismos, deberá aceptar ambas consecuencias, o ninguna.

XII
La acusación de cobardía católica, infundada

Así trata nuestras palabras Eunomio, mas ¿en el resto de sus presuntuosas declaraciones puede mostrarse algo de verdad? En ellas llama a nuestro gran Basilio "cobarde y desmoralizado", "evasor de trabajos más severos", agotando la lista de tales términos y presentando con elaborada precisión cada síntoma de esta cobardía: «la cabaña retirada, la puerta firmemente cerrada, el temor ansioso a los intrusos, la voz, la mirada, el cambio de semblante revelador», todo lo que demuestra la pasión del miedo. Si no se le descubriera otra mentira que esta, bastaría para revelar su inclinación. Pues ¿quién ignora cómo, durante la época en que el emperador Valente se rebeló contra las iglesias del Señor, ese poderoso campeón nuestro se alzó, con su altivo espíritu, por encima de esas circunstancias abrumadoras y los terrores del enemigo, y mostró una mente que se elevó por encima de cualquier medio ideado para intimidarlo? ¿Quién de los habitantes de Oriente y de las regiones más remotas de nuestro mundo civilizado no supo de su combate con el propio trono por la verdad? ¿Quién, al observar a su antagonista, no se sintió consternado? Pues el suyo no era un antagonista común, poseído únicamente por el poder de ganar mediante juegos de manos sofísticos, donde la victoria no es gloria y la derrota es inofensiva; sino que tenía el poder de doblegar a todo el gobierno romano a su voluntad; y, sumado a este orgullo imperial, tenía prejuicios contra nuestra fe, astutamente inculcados en su mente por Eudoxio de Germanicia, quien lo había ganado para su causa; y encontró en todos los que entonces dirigían los asuntos aliados para llevar a cabo sus designios, algunos ya inclinados a ellos por simpatías mentales, mientras que otros, y eran la mayoría, estaban dispuestos por miedo a complacerse con el placer imperial, y viendo la severidad empleada contra quienes se aferraban a la fe, eran ostentosos en su celo por él. Era un tiempo de exilio, de confiscación, de destierro, de amenazas de multas, de peligro de vida, de arrestos, de prisión, de azotes; nada era demasiado terrible para aplicarlo contra aquellos que no cedían a este repentino capricho del emperador; era peor para los fieles ser sorprendidos en la casa de Dios que si hubieran sido descubiertos en el más atroz de los crímenes. Pero una historia detallada de aquella época sería demasiado larga y requeriría un tratamiento aparte; además, como los sufrimientos de aquella triste época son de todos conocidos, nada se ganaría para nuestro propósito presente exponiéndolos cuidadosamente por escrito. Un segundo inconveniente de tal intento sería que, entre los detalles de aquella triste historia, nos veríamos obligados a mencionarnos a nosotros mismos; y si hicimos algo en esas luchas por nuestra religión que redundara en nuestro honor al contarlo, la Sabiduría nos manda que dejemos que otros lo cuenten, al decir: "Que otro te alabe, y no tu propia boca" (Prov 27,2); y es precisamente esto lo que nuestro omnisciente amigo no ha tenido en cuenta al dedicar la mayor parte de su libro a la autoglorificación. Omitiendo, pues, todos esos detalles, me limitaré a exponer con cuidado los logros de nuestro gran maestro Basilio. El adversario al que tuvo que combatir no era menos que el propio emperador; su segundo era el hombre que lo seguía en el gobierno; sus asistentes para ejecutar su voluntad eran la corte. Consideremos también el momento histórico para comprobar e ilustrar la fortaleza de nuestro noble campeón. ¿Cuándo fue? El emperador se dirigía de Constantinopla hacia Oriente, eufórico por sus recientes éxitos contra los bárbaros, y sin ánimo de tolerar ninguna obstrucción a su voluntad; y su lugarteniente dirigía su ruta, posponiendo toda administración de los asuntos de estado necesarios mientras quedara un hogar para un solo seguidor de la fe, y hasta que todos, sin importar dónde estuvieran, fueran expulsados, y otros, elegidos por él mismo para ultrajar a nuestra piadosa jerarquía, fueran introducidos en su lugar. Los poderes de la Propóntide entonces se movían con tal furia, como una nube oscura, sobre las iglesias; Bitinia quedó completamente devastada; Galacia fue rápidamente arrastrada por su corriente; todos los distritos intermedios habían triunfado con ellos; y ahora nuestro rebaño era el siguiente en ser atacado. ¿Cómo se mostró entonces nuestro poderoso Basilio, "ese cobarde sin ánimo", como lo llama Eunomio, "retrocediendo ante el peligro y confiando en una cabaña retirada para salvarse"? ¿Se acobardó ante esta terrible embestida? ¿Dejó que el sufrimiento de las víctimas anteriores le sugiriera que debía asegurar su propia seguridad? ¿Escuchó a alguien que le aconsejara ceder ligeramente ante esta avalancha de males, para no lanzarse abiertamente al camino de hombres que ahora eran veteranos en la matanza? Más bien, descubrimos que todo exceso de lenguaje, toda altura de pensamiento y palabra, se queda corta con la verdad sobre él. Nadie podría describir su desprecio por el peligro, de modo que pudiera presentarse ante los ojos del lector este nuevo combate, del que se podría decir con justicia que se libró no entre hombres, sino entre la firmeza y el coraje de un cristiano, por un lado, y un poder manchado de sangre, por el otro. El teniente general apelaba constantemente a las órdenes del emperador, convirtiendo un poder que, por su enorme fuerza, ya era terrible, en aún más terrible por la crueldad despiadada de su venganza. Tras las tragedias que había perpetrado en Bitinia, y después de que Galacia, con su característica inconstancia, se rindiera sin oponer resistencia, creía que nuestro país caería fácilmente presa de sus designios. Los actos crueles eran preludiados por palabras que proponían, con amenazas y promesas mezcladas, favores reales y poder eclesiástico a la obediencia, pero a la resistencia todo lo que un espíritu cruel con el poder de imponer su voluntad puede concebir. Tal era el enemigo. Nuestro campeón estaba tan lejos de intimidarse por lo que vio y oyó, que actuó más bien como un médico o un consejero prudente llamado a corregir algo que estaba mal, ordenándoles arrepentirse de su temeridad y cesar de cometer asesinatos entre los siervos del Señor. Sus planes, dijo, no podían tener éxito con hombres que sólo se preocupaban por el imperio de Cristo y por los poderes que nunca mueren; con todo su deseo de maltratarlo, no podían descubrir nada, ya fuera palabra o acción, que pudiera doler al cristiano; la confiscación no podía tocar a aquel cuya única posesión era su fe; el exilio no tenía terrores para alguien que caminaba por todas las tierras con los mismos sentimientos y miraba cada ciudad como extraña debido a la brevedad de su estancia en ella, pero como su hogar, porque todas las criaturas humanas están en igual esclavitud consigo mismo; El soportar golpes, o torturas, o la muerte, si pudiera ser por la verdad, no era objeto de temor ni siquiera para las mujeres, pero para todo cristiano era la dicha suprema sufrir lo peor por esta su esperanza, y sólo les apenaba que la naturaleza les permitiera una sola muerte, y que no pudieran idear ningún medio de morir muchas veces en esta batalla por la verdad. Cuando así enfrentó sus amenazas, y miró más allá de ese poder imponente, como si todo fuera nada, entonces su exasperación, al igual que esos rápidos cambios en el escenario cuando se pone una máscara tras otra, se convirtió con todas sus amenazas en adulación; y el mismo hombre cuyo espíritu hasta entonces había sido tan decidido y formidable adoptó el lenguaje más suave y sumiso: "No piensen, les ruego, que sea cosa pequeña para nuestro poderoso emperador tener comunión con su pueblo, sino estén dispuestos a ser llamados su señor también: no frustren su deseo; él desea esta paz, si sólo se borra una pequeña palabra en el Credo escrito, la de homoousios". Nuestro señor responde que es de la mayor importancia que el emperador sea miembro de la Iglesia (es decir, que salve su alma, no como emperador, sino como un mero hombre); pero una disminución o adición a la fe estaba tan lejos de los pensamientos de Basilio, que no cambiaría ni siquiera el orden de las palabras escritas. Esto fue lo que este cobarde sin espíritu, que tiembla ante el crujido de una puerta, le dijo a este gran gobernante, y confirmó sus palabras con lo que hizo; porque detuvo en su propia persona este torrente imperial de ruina que se precipitaba sobre las iglesias, y lo desvió; él en sí mismo era rival para este ataque, como una gran roca inamovible en el mar, rompiendo la enorme y creciente ola de esa terrible embestida. Pero su lucha no terminó ahí; el propio emperador, exasperado por no haber logrado en el primer intento todo lo que deseaba, se abocó al ataque. Así como el asirio destruyó el templo de los israelitas en Jerusalén mediante el cocinero Nabuzardán, este monarca confió sus asuntos a Demóstenes, supervisor de su cocina y jefe de cocineros, como a uno más insistente que los demás, creyendo que con ello lograría su propósito. Con este hombre agitando las aguas, y con uno de los blasfemos de Iliria, cartas en mano, reuniendo a las autoridades con este fin, y con Modesto encendiendo la pasión con mayor intensidad que en la anterior excitación, todos se unieron a la ira del emperador, haciendo suya su furia y cediendo al ardor de la autoridad; y por otro lado, todos sintieron que sus esperanzas se desvanecían ante la perspectiva de lo que pudiera suceder. Ese mismo teniente general vuelve a entrar en escena; comienzan intimidaciones peores que las anteriores; se lanzan sus amenazas; su ira se eleva a un nivel aún más alto; vuelve a haber la trágica pompa del juicio, los pregoneros, los aparecidos, los lictores, la barra con cortinas, cosas que naturalmente intimidan incluso a una mente que está completamente preparada; y de nuevo vemos al campeón de Dios en medio de este combate superando incluso su antigua gloria. Si quieres pruebas, mira los hechos. ¿Qué lugar, donde hay iglesias, no alcanzó ese desastre? ¿Qué nación permaneció al margen de estas órdenes heréticas? ¿Quién de los ilustres en cualquier Iglesia no fue expulsado de la escena de sus labores? ¿Qué pueblo escapó de su trato despectivo? Alcanzó toda Siria y Mesopotamia hasta la frontera, Fenicia, Palestina, Arabia, Egipto, las tribus libias hasta los límites del mundo civilizado; Y todos los más cercanos: Ponto, Cilicia, Licia, Lidia, Pisidia, Panfilia, Caria, el Helesponto, las islas hasta la propia Propóntide; las costas de Tracia, hasta donde Tracia se extiende, y las naciones limítrofes hasta el Danubio. ¿Cuál de estos países conservó su aspecto anterior, a menos que alguno ya estuviera poseído por el mal? Sólo el pueblo de Capadocia no sintió estas aflicciones de la Iglesia, porque nuestro poderoso campeón los salvó en su prueba. Tal fue el logro de este cobarde amo nuestro; tal fue el éxito de alguien que "elude todo trabajo más duro". Seguramente no es el de alguien que "gana renombre entre pobres ancianas y se dedica a engañar al sexo que naturalmente cae en toda trampa", y "piensa que es una gran cosa ser admirado por el criminal y abandonado"; es el de alguien que ha demostrado con hechos la fortaleza de su alma y la inquebrantable y noble hombría de espíritu. Su éxito ha resultado en la salvación de todo el país, la paz de nuestra Iglesia, el modelo dado a los virtuosos de toda excelencia, el derrocamiento del enemigo, la defensa de la fe, la confirmación de los hermanos más débiles, el estímulo de los celosos, todo lo que se cree que pertenece al lado victorioso; y en la conmemoración de ningún otro evento más que estos, el oír y la ver se unen en hechos consumados; porque aquí es una misma cosa relatar con palabras sus nobles hechos y mostrar con hechos el testimonio de nuestras palabras, y confirmar cada cosa con la otra: el registro de lo que está ante nuestros ojos y los hechos de lo que se está diciendo.

XIII
Resumen de la enseñanza de Eunomio

Mi discurso se ha desviado considerablemente del objetivo, y ha tenido que dar un giro y afrontar cada uno de los insultos de este calumniador. Para Eunomio, sin duda, no es poca ventaja que la discusión se detenga en estos puntos, y que la acusación de sus ofensas contra la humanidad retrase nuestro acercamiento a sus pecados más graves. Pero es inútil injuriar por la precipitación al hablar a quien está siendo juzgado por asesinato (porque la prueba de este último es suficiente para obtener el veredicto de muerte, aunque no se demuestre junto con ella la precipitación al hablar); así que parece mejor someter a prueba solo su blasfemia y dejar de lado sus insultos. Cuando se haya detectado su atrocidad en los puntos más importantes, sus otras faltas se probarán potencialmente sin entrar en detalles. Bien entonces; A la cabeza de todas sus argumentaciones se encuentra esta blasfemia contra las definiciones de la fe (tanto en su obra anterior como en la que ahora criticamos) y su denodado esfuerzo por destruir, anular y trastornar por completo todas las concepciones devotas sobre el Hijo unigénito de Dios y el Espíritu Santo. Para demostrar, pues, cuán falsos e inconsistentes son sus argumentos contra estas doctrinas de la verdad, citaré primero palabra por palabra toda su declaración, y luego comenzaré de nuevo y examinaré cada parte por separado. El relato completo de nuestras doctrinas se resume así: existe el Ser supremo y absoluto, y otro Ser existente por razón del primero, pero después de él, aunque antes de todos los demás; y un tercer Ser que no se iguala a ninguno de estos, sino que es inferior a uno en cuanto a su causa, y al otro en cuanto a la energía que lo produjo: por supuesto, deben incluirse en este relato las energías que siguen a cada ser divino y los nombres relacionados con estas energías. Además, como cada ser divino es absolutamente único, y es de hecho y pensamiento uno, y sus energías están limitadas por sus obras, y sus obras son proporcionales a sus energías, necesariamente, por supuesto, las energías que siguen a estos seres divinos son relativamente mayores y menores, algunas de un orden superior, otras de un orden inferior; en una palabra, su diferencia equivale a la que existe entre sus obras: de hecho, no sería lícito decir que la misma energía produjo los ángeles o las estrellas, y los cielos o el hombre: pero una mente piadosa concluiría que en proporción a que algunas obras son superiores y más honorables más que otras, una energía trasciende a otra, porque la igualdad de energía produce igualdad de trabajo, y la diferencia de trabajo indica diferencia de energía. Siendo así, y manteniendo una conexión ininterrumpida entre sí, parece apropiado para quienes investigan según el orden propio del tema, y quienes no insisten en mezclarlo todo, en caso de que surja una discusión sobre el Ser divino, probar lo que se está demostrando y resolver los puntos en debate mediante las energías primarias y las ligadas a los seres divinos, y explicarlo nuevamente mediante los seres divinos cuando las energías estén en cuestión, considerando, no obstante, el paso de la primera a la segunda como el más adecuado y, en todos los aspectos, el más eficaz de los dos. ¡Así sistematizada está su blasfemia! ¡Que el Dios mismo, Hijo del Dios mismo, por la guía del Espíritu Santo, dirija nuestra discusión hacia la verdad! Repetiremos sus declaraciones una por una. Afirma que toda su doctrina se resume en el Ser supremo y absoluto, y en otro Ser que existe por razón del primero, pero después de él, aunque antes de todos los demás, y en un tercer Ser que no se iguala a ninguno de estos, pero es inferior a uno en cuanto a su causa, y al otro en cuanto a la energía. El primer punto, entonces, de los tratos injustos en esta declaración que debe notarse es que al profesar exponer el misterio de la fe, corrige, por así decirlo, las expresiones del evangelio, y no hará uso de las palabras con las que nuestro Señor, al perfeccionar nuestra fe, nos transmitió ese misterio: suprime los nombres de Padre, Hijo y Espíritu Santo, y habla de un "Ser supremo y absoluto" en lugar del Padre, y de "otro existente a través de él, pero después de él" en lugar del Hijo, y de "un tercer rango sin ninguno de estos dos" en lugar del Espíritu Santo. Y sin embargo, si esos hubieran sido los nombres más apropiados, la verdad misma no habría tenido dificultades para descubrirlos, ni tampoco aquellos hombres a quienes sucesivamente se les confió la predicación del misterio, ya fueran los primeros testigos oculares y ministros de la Palabra, o, como sucesores de estos, quienes inundaron el mundo entero con las doctrinas evangélicas, y de nuevo, en diversos períodos posteriores, definieron en una asamblea común las ambigüedades surgidas en torno a la doctrina; cuyas tradiciones se conservan constantemente por escrito en las iglesias. Si esos hubieran sido los términos apropiados, no habrían mencionado, como lo hicieron, Padre, Hijo y Espíritu Santo, suponiendo que fuera piadoso o seguro remodelar, con vistas a esta innovación, los términos de la fe; o bien, todos eran hombres ignorantes y sin instrucción en los misterios, y desconocía lo que él llama los nombres apropiados: aquellos hombres que realmente no tenían el conocimiento ni el deseo de dar preferencia a sus propias concepciones sobre lo que nos había sido transmitido por la voz de Dios.

XIV
La terminología empleada por Eunomio, alejada de la tradición cristiana

Al pronunciar las palabras padre e hijo, todos reconocen de inmediato la relación adecuada y natural que implican,, pues esta relación se transmite inmediatamente por los propios apelativos. No obstante, para evitar que se entienda como Padre y Hijo Unigénito, Eunomio nos priva de esta idea de relación y, abandonando los términos inspirados, expone la fe mediante otros concebidos para perjudicar la verdad. Sin embargo, algo que dice es cierto: que su propia enseñanza, no la católica, se resume así. De hecho, cualquiera que reflexione puede ver fácilmente la impiedad de su afirmación. No estará fuera de lugar ahora analizar en detalle cuál es su intención al atribuir a la existencia del Padre únicamente el grado más alto de lo que es supremo y propio, mientras que no admite que la existencia del Hijo y del Espíritu Santo sea suprema y propia. Por mi parte, creo que esto es un preludio a su negación total de la existencia del Unigénito y del Espíritu Santo, y que este sistema suyo pretende secretamente anular toda creencia real en su personalidad, mientras que en apariencia y con meras palabras la confiesa. Un momento de reflexión sobre su afirmación permitirá a cualquiera percibir que esto es así. No parece propio de quien cree que el Unigénito y el Espíritu Santo existen realmente en una personalidad distinta ser muy meticuloso con los nombres con los que cree que debe expresarse la grandeza de Dios todopoderoso. Conceder el hecho y luego entrar en distinciones minuciosas sobre las frases apropiadas sería, sin duda, una completa locura. Así, al atribuir un ser supremo y propio en sumo grado sólo al Padre, nos hace suponer, por este silencio respecto a los otros dos (que para Eunomio no existen propiamente). ¿Cómo puede decirse que existe realmente aquello a lo que se le niega un ser propio? Cuando le negamos un ser propio, debemos afirmar forzosamente de él todos los términos opuestos. Lo que no puede decirse propiamente se dice impropiamente, de modo que la demostración de que no se dice propiamente prueba que no subsiste realmente. Y es a esto a lo que Eunomio parece aspirar al introducir estos nuevos nombres en su enseñanza. Pues nadie puede decir que se ha desviado de la ignorancia hacia la absurda fantasía de separar, localmente, lo supremo de lo inferior, y asignar al Padre como si fuera la cima de una colina, mientras que sienta al Hijo más abajo, en las hondonadas. Nadie es tan infantil como para concebir diferencias en el espacio cuando se habla de lo intelectual y lo espiritual. La posición local es una propiedad de lo material, mientras que lo intelectual e inmaterial se reconoce como ajeno a la idea de localidad. ¿Cuál es, entonces, la razón por la que afirma que sólo el Padre tiene la supremacía? Pues difícilmente se puede pensar que sea por ignorancia que se extravía en estas concepciones, siendo alguien que, en sus múltiples exhibiciones, se proclama sabio, incluso haciéndose sabio en extremo, como nos prohíbe la Sagrada Escritura (Ecl 7,16).

XV
Eunomio afirma que sólo el ser del Padre es propio y supremo, omitiendo al Hijo y al Espíritu Santo

Esta supremacía del ser no implica un exceso de poder, ni de bondad, ni nada por el estilo, en el seno de la Trinidad, pues todo el mundo sabe que estamos hablando de cosas más profundas (es decir, que la personalidad del Unigénito y del Espíritu Santo no carece de bondad perfecta, poder perfecto ni de ninguna cualidad similar). El bien, mientras sea incapaz de su opuesto, no tiene límites a su bondad: sólo su opuesto puede circunscribirlo, como podemos ver con ejemplos concretos. La fuerza solo se detiene cuando la debilidad la domina; la vida solo está limitada por la muerte; la oscuridad es el fin de la luz: en una palabra, todo bien se ve frenado por su opuesto, y sólo por él. Si, entonces, supone que la naturaleza del Unigénito y del Espíritu puede cambiar para peor, entonces claramente disminuye la concepción de su bondad, haciéndolos capaces de asociarse con sus opuestos. Pero si la naturaleza divina e inalterable es incapaz de degeneración, como incluso nuestros enemigos admiten, debemos considerarla como absolutamente ilimitada en su bondad: y lo ilimitado es lo mismo que lo infinito. Pero suponer exceso y defecto en lo infinito e ilimitado es hasta el último grado irrazonable: pues ¿cómo puede permanecer la idea de infinitud, si postulamos aumento y pérdida en ella? Obtenemos la idea de exceso sólo por una comparación de límites: donde no hay límite, no podemos pensar en ningún exceso. Sin embargo, tal vez no era esto lo que pretendía, sino que asigna esta superioridad sólo por la prerrogativa de prioridad en el tiempo y, con esta sola idea, declara que el ser del Padre es el único supremo. Entonces debe decirnos sobre qué bases ha medido más longitud de vida para el Padre, mientras que ninguna distinción de tiempo se ha concebido previamente en la personalidad del Hijo. Y sin embargo, suponiendo por un momento, a modo de argumento, que esto fuera así, ¿qué superioridad tiene el ser anterior en el tiempo sobre el posterior, en cuanto al ser puro, para que pueda decirse que uno es supremo y propio, y el otro no? Pues si bien la vida del mayor, en comparación con la del menor, es más larga, su ser no aumenta ni disminuye por ello. Esto quedará claro con una ilustración. ¿Qué desventaja, en cuanto al ser, en comparación con Abraham, tenía David, quien vivió catorce generaciones después? ¿Se efectuó algún cambio, en cuanto a humanidad, en este último? ¿Era menos ser humano por ser posterior en el tiempo? ¿Quién sería tan insensato como para afirmar esto? La definición de su ser es la misma para ambos: el paso del tiempo no la cambia. Nadie afirmaría que uno era más hombre por ser primero en el tiempo, y el otro menos por haber vivido después; como si la humanidad se hubiera agotado en el primero, o como si el tiempo hubiera gastado su principal poder en el difunto. Pues no está en el poder del tiempo definir para cada uno las medidas de la naturaleza, sino que la naturaleza permanece autocontenida, preservándose a través de las generaciones sucesivas: y el tiempo tiene un curso propio, ya sea rodeando o fluyendo a través de esta naturaleza, que permanece firme e inmóvil dentro de sus propios límites. Por lo tanto, ni siquiera suponiendo, como nuestro argumento lo hizo por un momento, que se concediera una ventaja en cuanto al tiempo, pueden atribuir con propiedad sólo al Padre la supremacía del ser: pero como realmente no hay diferencia alguna en la prerrogativa del tiempo, ¿cómo podría alguien albergar tal idea sobre estas existencias que son pretemporales? Cualquier medida de distancia que pudiéramos descubrir está por debajo de la naturaleza divina: así, no queda terreno para quienes intentan dividir este ser pretemporal e incomprensible mediante distinciones de superior e inferior. No dudamos tampoco en afirmar que lo que enseñan dogmáticamente es una defensa de la doctrina judía, al afirmar, como lo hacen, que sólo el ser del Padre tiene subsistencia, e insistir en que sólo este tiene existencia propia, y considerar el del Hijo y el Espíritu entre las no existencias, puesto que de lo que no existe propiamente solo se puede decir que existe nominalmente, y mediante un abuso de términos. El nombre de hombre, por ejemplo, no se da a un retrato que representa a alguien, sino a fulano que es absolutamente tal, el original de la imagen, y no la imagen misma; mientras que la imagen es sólo un hombre en palabras, y no posee absolutamente la cualidad que se le atribuye, porque no es en su naturaleza lo que se le llama. En el caso que nos ocupa, también, si el ser se atribuye propiamente al Padre, pero cesa cuando llegamos al Hijo y al Espíritu, es nada menos que una negación rotunda del mensaje de salvación. Que abandonen la Iglesia y se refugien en las sinagogas de los judíos, demostrando así la inexistencia del Hijo al negarle su propio ser. Lo que no existe propiamente es lo mismo que lo inexistente. De nuevo, pretende ser muy astuto con todo esto y tiene una mala opinión de quienes intentan escribir sin fuerza lógica. Que nos diga entonces, por despreciables que seamos, con qué habilidad ha detectado un mayor y un menor en el ser puro. ¿Cuál es su método para establecer que un ser es más que otro, tomando el ser en su sentido más simple, pues no debe presentar esas diversas cualidades y propiedades que se comprenden en la concepción del ser y se agrupan a su alrededor, pero que no son el sujeto mismo? Tono, color, peso, fuerza o reputación, modales distintivos, disposición, cualquier cualidad pensada en conexión con el cuerpo o la mente, no deben considerarse aquí: sólo debemos indagar si el sujeto real de todos ellos, que se denomina absolutamente el ser, difiere en grado de ser de otro. Aún tenemos que aprender que de dos existencias conocidas, que aún existen, una es más, la otra menos, una existencia. Ambos son igualmente tales, siempre que estén en la categoría de existencia, y cuando hayan sido excluidas todas las nociones de más o menos valor, de más o menos fuerza. Si, entonces, niega que podamos considerar al Unigénito como completamente existente (pues a esta profundidad parece conducir su afirmación) al negarle una existencia propia, que la niegue incluso en un grado menor. Si, en cambio, concede que el Hijo subsiste de alguna manera sustancial (no discutiremos ahora sobre la manera particular), ¿por qué anula aquello que ha concedido que él es y prueba que no existe propiamente, lo cual equivale, como hemos dicho, a no existir en absoluto? Pues así como la humanidad no es posible para aquello que no posee la connotación completa del término hombre, y toda su concepción se cancela en el caso de quien carece de alguna de las propiedades, así también en todo aquello cuya existencia completa y propia se niega, la afirmación parcial de su existencia no es prueba alguna de su subsistencia; la demostración, de hecho, de su ser incompleto es una demostración de su borrado en todos los puntos. Así que, si es bien aconsejado, se convertirá a la creencia ortodoxa y eliminará de su enseñanza la idea de inferioridad e incompletitud en la naturaleza del Hijo y del Espíritu. Pero si está decidido a blasfemar y desea, por alguna razón inescrutable, recompensar así a su Creador, Dios y Benefactor, que al menos abandone su presunción de poseer cierta cantidad de erudición ostentosa, acumulando sin filosóficamente, como lo hace, un ser sobre otro, uno apropiado, uno no apropiado, sin razón aparente. Nunca hemos oído que ningún filósofo infiel haya cometido esta locura, como tampoco la hemos encontrado en los escritos inspirados ni en la comprensión común de la humanidad. Creo que, de lo dicho, queda claro el propósito de estos nombres recién inventados. Los descarta como base de operaciones o piedra angular de toda esta obra de destrucción de la fe: una vez que logra consolidar la idea de que sólo el Ser único es supremo y propio en sumo grado, puede entonces atacar a los otros dos, considerándolos inferiores y no considerados propiamente seres divinos. Lo demuestra especialmente en lo que sigue, donde analiza la creencia en el Hijo y el Espíritu Santo, y no procede con estos nombres para evitar que se nos presente la característica propia de su naturaleza mediante dichas denominaciones: los pasa desapercibidos para este hombre que siempre nos dice que las mentes de los oyentes deben ser dirigidas mediante el uso de nombres y frases apropiados. Sin embargo, ¿qué nombre podría ser más apropiado que el dado por la Verdad misma? Contrapone sus puntos de vista al evangelio y no nombra al Hijo, sino a "un Ser que existe a través del primero, pero después de él, aunque antes que todos los demás". Que esto se dice que destruye la fe correcta en el Unigénito se hará aún más evidente con sus argumentos posteriores. Aun así, hay sólo una dosis moderada de malicia en estas palabras: alguien sin intención alguna de impiedad hacia Cristo podría usarlas a veces. Por lo tanto, omitiremos por ahora toda discusión sobre nuestro Señor y reservaremos nuestra respuesta para las blasfemias más abiertas contra él. Pero en cuanto al Espíritu Santo, la blasfemia es clara y manifiesta: dice que no debe ser equiparado con el Padre ni con el Hijo, sino que está sujeto a ambos. Por lo tanto, examinaré esta afirmación con la mayor detenimiento posible.

XVI
Eunomio afirma que la naturaleza del Espíritu Santo está sujeta a la del Padre y del Hijo

Averigüemos ahora el significado de la palabra sujeción en las Escrituras. ¿A quién se aplica? El Creador, honrando al hombre por haber sido creado a su imagen, "ha sometido" a la creación animal "bajo sus pies"; como exclamó el gran David en los salmos, al relatar este favor de Dios ("puso todas las cosas bajo sus pies"), y menciona por nombre a las criaturas así sometidas. Existe aún otro significado de sujeción en las Escrituras. Atribuyendo a Dios mismo la causa de su éxito en la guerra, el salmista dice: "Él ha sometido pueblos y naciones bajo nuestros pies, y él somete pueblos bajo mí". Esta palabra se encuentra a menudo así en las Escrituras, indicando una victoria. En cuanto a la futura sujeción de todos los hombres al Unigénito, y por medio de él al Padre, en el pasaje donde el apóstol, con profunda sabiduría, habla del mediador entre Dios y el hombre como sujeto al Padre, implicando con esa sujeción del Hijo, que comparte la humanidad, la subyugación real de la humanidad, no lo abordaremos ahora, pues requiere un análisis completo y exhaustivo. Pero, tomando solo el significado claro e inequívoco de la palabra sujeción, ¿cómo puede declarar que el ser del Espíritu está sujeto al del Hijo y al Padre? Como el Hijo está sujeto al Padre, según el pensamiento del apóstol. Pero, desde esta perspectiva, el Espíritu debe ser igual al Hijo, no inferior a él, ya que ambas personas son de este rango inferior. ¿No era este su significado? ¿Cómo entonces? ¿De la misma manera que la creación animal está sujeta a la racional, como en el salmo? Existe, entonces, una diferencia tan grande como la que implica la sujeción de la creación animal, en comparación con el hombre. Quizás también rechace esta explicación. Entonces tendrá que llegar al único que queda, aquel Espíritu que al principio estaba en las filas rebeldes, luego fue obligado por una fuerza superior a doblegarse ante un conquistador. Que escoja la que prefiera de estas alternativas: sea cual sea, no veo cómo puede evitar el inevitable delito de blasfemia: ya sea que diga que el Espíritu está sujeto al hombre a la manera de la creación bruta, como los peces, los pájaros y las ovejas, o que lo llevaran cautivo a un poder superior a la manera de un rebelde. ¿O no se refiere a ninguna de estas maneras, sino que usa la palabra con un significado completamente diferente al significado de las Escrituras? ¿Cuál es, entonces, ese significado? ¿Establece que debemos clasificarlo como inferior y no como igual, porque fue dado por nuestro Señor a sus discípulos en tercer lugar en orden? Por el mismo razonamiento debería hacer al Padre inferior al Hijo, ya que las Escrituras a menudo colocan el nombre de nuestro Señor primero, y el Padre todopoderoso segundo. "Yo y mi Padre", dice nuestro Señor. La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios y otros innumerables pasajes que el estudioso diligente de los testimonios de las Escrituras podría recopilar: por ejemplo, hay diferencias de dones, pero es el mismo Espíritu; y hay diferencias de administración, pero es el mismo Señor; y hay diferencias de operaciones, pero es el mismo Dios. Según esto, entonces, que el Padre todopoderoso, mencionado en tercer lugar, sea sometido al Hijo y al Espíritu. Sin embargo, nunca hemos oído hablar de una filosofía como esta, que relega a la categoría de inferior y dependiente lo mencionado en segundo o tercer lugar sólo por alguna razón particular de secuencia. Sin embargo, eso es lo que nuestro autor pretende hacer al argumentar para demostrar que el orden observado en la transmisión de las Personas equivale a diferencias de mayor o menor dignidad y naturaleza. De hecho, establece que la secuencia en cuanto al orden indica una naturaleza desigual: no está claro de dónde sacó esta idea ni qué necesidad lo impulsó a ella. El mero rango numérico no crea una naturaleza diferente: lo que contaríamos en un número permanece igual en naturaleza, lo contemos o no. El número es solo una marca de la mera cantidad de cosas: no coloca en segundo lugar solo aquellas cosas que tienen un valor natural inferior, sino que establece la secuencia de los objetos numéricos indicados de acuerdo con la intención de quienes cuentan. Pablo, Silvano y Timoteo son tres personas mencionadas según una intención particular. ¿Acaso el lugar de Silvano, en segundo lugar y después de Pablo, indica que era algo más que un hombre? ¿O acaso Timoteo, por ser tercero, es considerado por el escritor que lo clasifica como un ser diferente? No es así, pues cada uno es ser humano, tanto antes como después de esta disposición. El habla, que no puede pronunciar los nombres de los tres a la vez, los menciona por separado según un orden que se recomienda a sí mismo, pero los une mediante la cópula, para que la unión de los nombres muestre la acción armoniosa de los tres hacia un mismo fin. Esto, sin embargo, no complace a nuestro nuevo dogmático. Se opone a la organización de las Escrituras. Separa esa igualdad con el Padre y el Hijo de su rango y conexión propios y naturales, que nuestro Señor mismo proclama, y lo enumera entre los súbditos: lo declara obra de ambas personas: del Padre, como causa de su constitución; del Unigénito, como artífice de su subsistencia; y define esto como la base de su sujeción, sin desvelar aún el significado de sujeción.

XVII
Eunomio afirma que las energías siguen al ser del Padre y del Hijo, y no del Espíritu Santo

Dice Eunomio que deben incluirse en esta explicación las energías que acompañan a cada ser divino y los nombres apropiados para estas energías. Envuelto en tal vaguedad, el significado de esto dista mucho de ser claro; pero se podría conjeturar que es el siguiente. Por las energías de los seres divinos, se refiere a aquellos poderes que han producido al Hijo y al Espíritu Santo, y por los cuales el primer Ser creó al segundo, y el segundo al tercero; y quiere decir que los nombres de los resultados producidos se han proporcionado de manera apropiada a dichos resultados. Ya hemos expuesto la perversidad de estos nombres, y lo haremos de nuevo cuando volvamos a esa parte de la cuestión, si se requiere un análisis más detallado. Pero vale la pena detenerse un momento a considerar cómo las energías siguen a los seres: qué son esencialmente estas energías: si son diferentes de los seres a los que siguen, o parte de ellos y de su naturaleza más íntima; y luego, si son diferentes, cómo y de dónde surgen; si son las mismas, cómo se han separado de ellos y, en lugar de coexistir, los siguen sólo externamente. Esto es necesario, pues no podemos aprender de golpe de sus palabras si alguna necesidad natural obliga a la energía, sea cual sea, a seguir al ser, como el calor y el vapor siguen al fuego, y las diversas exhalaciones a los cuerpos que los producen. Sin embargo, no creo que afirmara que debamos considerar el ser de Dios como algo heterogéneo y compuesto, con la energía inalienablemente contenida en la idea de sí mismo, como un accidente en alguna materia: debe querer decir que los seres, movidos deliberada y voluntariamente, producen por sí mismos el resultado deseado. Pero, si esto es así, ¿quién consideraría este resultado libre de la intención como una de sus consecuencias externas? Nunca hemos oído hablar de una expresión así en el lenguaje común en tales casos; no se dice que la energía del que obra algo siga a ese obrador. No podemos separar una de la otra y dejarla atrás por sí sola: pero, al mencionar la energía, se comprende en la idea aquello que se mueve con ella, y al mencionar al que obra, se implica inmediatamente la energía no mencionada. Una ilustración aclarará nuestro significado. Decimos que un hombre trabaja el hierro, la madera o cualquier otra cosa. Esta simple expresión transmite a la vez la idea del trabajador y del artífice, de modo que si eliminamos uno, el otro carece de existencia. Si se conciben así conjuntamente la energía y quien la ejerce, ¿cómo puede decirse que, en este caso, la energía que produce el segundo, surge después del primero, como una especie de intermediario entre ambos, sin fusionarse con la naturaleza del primero ni combinarse con la del segundo? Separada del primero porque no es su naturaleza misma, sino solo el ejercicio de su naturaleza, y de lo que resulta después, porque no reproduce en él una mera energía, sino un ser activo.

XVIII
Eunomio no distingue una pluralidad de seres en la Trinidad

Examinemos también lo siguiente: que Eunomio llama a un ser divino obra de otro, al segundo del primero y al tercero del segundo. ¿En qué demostración previa se basa esta afirmación? ¿Qué pruebas utiliza, qué método, para obligar a creer en el Ser subsiguiente como resultado del anterior? Pues incluso si fuera posible establecer una analogía para esto a partir de las cosas creadas, tal conjetura sobre lo trascendente a partir de existencias inferiores no sería del todo sólida, aunque el error de argumentar a partir de los fenómenos naturales hacia lo incomprensible podría entonces ser perdonable. Pero tal como están las cosas, nadie se aventuraría a afirmar que, mientras que los cielos son obra de Dios, el sol lo es de los cielos, la luna lo es del sol, las estrellas lo son de la luna y las demás criaturas lo son de las estrellas, ya que todo es obra de uno: pues hay un solo Dios y Padre de todos, de quien son todas las cosas. Si algo se produce por transmisión mutua, como la raza de los animales, ni siquiera aquí uno produce a otro, pues la naturaleza se transmite a través de cada generación. ¿Cómo entonces, cuando es imposible afirmarlo del mundo creado, puede declarar de las existencias trascendentes que la segunda es obra de la primera, y así sucesivamente? Si, sin embargo, está pensando en la generación animal y fantasea que tal proceso ocurre también entre existencias puras, de modo que la mayor produce a la menor, aun así no logra ser consistente: pues tales producciones son del mismo tipo que sus progenitores; mientras que él asigna a los miembros de su sucesión cualidades extrañas y no heredadas: y así muestra una superfluidad de falsedad, mientras se esfuerza por golpear la verdad con ambas manos a la vez, a la manera de un hábil boxeador. Para mostrar el rango inferior y la disminución en valor intrínseco del Hijo y del Espíritu Santo, declara que uno es producido por otro; para que los que entienden de generación mutua no tengan aquí idea alguna de relación familiar: contradice la ley de la naturaleza al declarar que uno es producido por otro , y al mismo tiempo exhibe al Hijo como un bastardo cuando se lo compara con la naturaleza de su Padre. Pero creo que se le podría criticar antes de llegar a todo esto. Si, es decir, alguien más, desacostumbrado a la discusión y poco versado en la expresión lógica, expusiera sus ideas de esta manera casual, se le podría mostrar cierta indulgencia por no usar los métodos reconocidos para fundamentar sus puntos de vista. Pero considerando que Eunomio posee tal abundancia de este poder, que puede avanzar con su método de prueba «irresistible» incluso a lo supranatural, ¿cómo puede ignorar el punto de partida del que surge esta «irresistible» percepción de una verdad oculta en todas estas incursiones lógicas? Todos saben que toda argumentación de este tipo debe partir de verdades evidentes y bien conocidas, para forzar la creencia, por sí misma, en verdades aún dudosas; y que ninguna de estas últimas puede comprenderse sin la guía de lo obvio que nos conduce hacia lo desconocido. Si, por otro lado, lo que se adopta como punto de partida para ilustrar lo desconocido discrepa de la creencia universal, pasará mucho tiempo antes de que lo desconocido reciba alguna ilustración de ello. Toda la controversia, entonces, entre la Iglesia y los anomeos gira en torno a esto: ¿Debemos considerar al Hijo y al Espíritu Santo como pertenecientes a la existencia creada o increada? Nuestro oponente declara que esto es lo que todos niegan: lo afirma con valentía, sin buscar ninguna prueba, que cada ser es obra del ser anterior. Es difícil ver qué método de educación, qué escuela de pensamiento puede justificarlo en esto. Algún axioma innegable debe ser el comienzo de todo proceso de prueba; de modo que la incógnita que se demuestre a partir de lo supuesto, se deduzca legítimamente mediante silogismos intermedios. Por lo tanto, el razonador que hace de lo que debería ser objeto de investigación una premisa de su demostración solo prueba lo oscuro por lo oscuro, y la ilusión por la ilusión. Está diciendo que "los ciegos guían a los ciegos", pues es una afirmación verdaderamente ciega y sin fundamento afirmar que el Creador y Hacedor de todas las cosas es una criatura hecha. Y a esto se unen con una conclusión también ciega: a saber, que el Hijo es ajeno por naturaleza, diferente al Padre en su ser, y completamente desprovisto de su carácter esencial. Pero basta con esto. Donde su pensamiento es abiertamente blasfemo, también podemos aplazar su refutación. Ahora debemos volver a considerar sus palabras, que vienen a continuación.

XIX
Eunomio reconoce de que el ser divino es único, pero sólo de forma verbal

Cada Ser divino posee, de hecho y en concepción, una naturaleza pura, única y absolutamente una, según su dignidad. Como las obras están limitadas por las energías de cada operador, y estas por las obras, es inevitable que las energías que siguen a cada ser divino sean mayores en un caso que en el otro, siendo algunas de primer orden, otras de segundo. La intención que subyace a todo esto, por muy verbosa que sea su expresión, es una y la misma: establecer que no existe conexión entre el Padre y el Hijo, ni entre el Hijo y el Espíritu Santo, sino que estos seres divinos están separados entre sí, poseen naturalezas extrañas y desconocidas entre sí, y difieren no solo en eso, sino también en la magnitud y en la subordinación de sus dignidades, de modo que debemos pensar en uno como mayor que el otro, presentando cualquier otra clase de diferencia. Puede parecerles inútil a muchos detenerse en algo tan obvio e intentar discutir algo que, a primera vista, les parece falso, abominable e infundado. Sin embargo, para evitar siquiera la apariencia de tener que dejar pasar estas afirmaciones por falta de contra-argumentos, las enfrentaremos con todas nuestras fuerzas. Dice que cada ser entre ellos es puro, único y absolutamente uno, según su dignidad, tanto de hecho como de concepto. Luego, al fundamentar esta afirmación tan dudosa como un axioma y valorar su propio ipse dixit como sustituto suficiente de cualquier prueba, cree haber dado en el clavo. Hay tres seres divinos, pues lo implica cuando dice "cada ser entre ellos"; no habría usado estas palabras si sólo se hubiera referido a uno. Ahora bien, si habla así de la diferencia mutua entre los seres divinos para evitar la complicidad con la herejía de Sabelio, quien aplicó tres títulos a un mismo sujeto, concordaríamos con su afirmación; y ningún fiel contradiría su punto de vista, salvo en la medida en que parece estar equivocado en sus nombres y en su mera forma de expresión al hablar de seres en lugar de personas, pues las cosas que son idénticas en cuanto a ser no concuerdan todas por igual en su definición en cuanto a personalidad. Por ejemplo, Pedro, Santiago y Juan son considerados iguales como seres; cada uno era un hombre; pero en las características de sus respectivas personalidades, no eran iguales. Si, entonces, solo estuviera demostrando que no es correcto confundir las personas y aplicar los tres nombres a un solo sujeto, su dicho sería, en palabras del apóstol, "fiel y digno de toda aceptación" (1Tm 1,15). Pero este no es su objetivo: habla así, no porque divida a las personas sólo entre sí por sus características reconocidas, sino porque hace que el ser sustancial real de cada una sea diferente del de las demás, o mejor dicho, de sí mismo: y así habla de una pluralidad de seres con diferencias distintivas que los distancian entre sí. Por lo tanto, declaro que su punto de vista es infundado y carece de principio: parte de datos no reconocidos y luego, por mera lógica, construye una blasfemia contra ellos. No intenta ninguna demostración que pueda atraer hacia tal concepción de la doctrina: simplemente contiene la afirmación de una impiedad no probada, como si nos contara un sueño. Mientras que la Iglesia enseña que no debemos dividir nuestra fe entre una pluralidad de seres, sino que no debemos reconocer ninguna diferencia de ser en tres sujetos o personas, mientras que nuestros oponentes postulan una variedad y desemejanza entre ellos como seres divinos, este escritor asume con confianza como ya probado lo que nunca ha sido ni podrá ser probado. Por argumento: quizá ni siquiera ha encontrado oyentes para su charla; o quizá uno de ellos, atento a su escucha, le haya informado de que toda afirmación hecha al azar y sin pruebas es un cuento de viejas, incapaz de demostrar la cuestión en sí misma, sin la ayuda de ningún argumento extraído de las Escrituras o de razonamientos humanos. Hasta aquí todo lo anterior. Pero examinemos aún más sus palabras. Declara que cada uno de estos seres divinos, a quienes ha prefigurado en su exposición, es único y absolutamente uno. Creemos que ni el más tosco e ingenuo negaría que la naturaleza divina, bendita y trascendente como es, era única. Lo invisible, informe e inmenso no puede concebirse como multiforme y compuesto. Pero quedará claro, a la más mínima reflexión, que esta visión del Ser supremo como simple, por muy sutilmente que se expresen, es completamente incoherente con el sistema que han elaborado. Pues, ¿quién ignora que, para ser exactos, la simplicidad en el caso de la Santísima Trinidad no admite grados? En este caso no hay mezcla ni confluencia de cualidades que se pueda pensar; comprendemos una potencia sin partes ni composición; ¿cómo, entonces, y con qué fundamento, podría alguien percibir allí diferencias de menor a mayor? Pues quien señala diferencias debe pensar necesariamente en la incidencia de ciertas cualidades en el sujeto. De hecho, debió haber percibido diferencias de grandeza y pequeñez para introducir esta concepción de cantidad en la cuestión; o bien, debió postular abundancia o disminución en materia de bondad, fuerza, sabiduría o cualquier otra cosa que pueda asociarse con reverencia a Dios; y de ninguna manera escapará a la idea de composición. Nada que posea sabiduría, poder o cualquier otro bien, no como un don externo, sino arraigado en su naturaleza, puede sufrir disminución en ella; de modo que si alguien afirma detectar seres divinos mayores y menores en la naturaleza divina, inconscientemente establece una deidad compuesta y heterogénea, y considera al sujeto como una cosa, y la cualidad, cuya participación constituye como bueno aquello que antes no lo era, como otra. Si hubiera estado pensando en un ser divino realmente único y absolutamente uno, idéntico a la bondad en lugar de poseerla, no podría contar en absoluto con un mayor o un menor. Se dijo, además, que el bien puede verse disminuido por la sola presencia del mal, y que donde la naturaleza es incapaz de deteriorarse, no se concibe límite alguno para la bondad: lo ilimitado, de hecho, no es tal debido a ninguna relación, sino que, considerado en sí mismo, escapa a la limitación. Es, en efecto, difícil ver cómo una mente reflexiva puede concebir que un infinito sea mayor o menor que otro infinito. Así que, si reconoce que el Ser supremo es único y homogéneo, conceda que esté ligado a este atributo universal de simplicidad e infinitud. Si, por el contrario, divide y separa a los seres entre sí, concibiendo el del Unigénito como distinto del Padre, y el del Espíritu como distinto del Unigénito, con un más y un menos en cada caso, quede expuesto ahora como si solo concediera simplicidad en apariencia a la deidad, pero en realidad demostrando la unidad en él. Pero reanudemos el examen de sus palabras en orden. Cada ser divino tiene, de hecho y en su concepción, una naturaleza pura, única y absolutamente una, según su dignidad. ¿Por qué según su dignidad? Si contempla a los seres divinos en su dignidad común, esta adición es innecesaria y superflua, y se detiene en lo obvio: aunque una palabra tan fuera de lugar podría perdonarse, si fuera algún sentimiento de reverencia lo que lo impulsara a no rechazarla. Pero aquí el daño no se debe realmente a un error en una frase que podría corregirse fácilmente, sino que está relacionado con sus malvados designios. Dice que cada uno de los tres seres es "único, según su dignidad", para que, basándose en sus definiciones previas del primer, segundo y tercer ser divino, la idea de su simplicidad también se vea afectada. Habiendo afirmado que sólo el ser del Padre es supremo y propio, y habiendo negado ambos títulos al del Hijo y al del Espíritu, de acuerdo con esto, cuando llega a hablar de todos ellos como simples, piensa que es su deber asociar con ellos la idea de simplicidad en proporción sólo a su valor esencial, de modo que sólo el Supremo debe ser concebido como en la cima y perfección de la simplicidad, mientras que el segundo, en proporción a su declinación de la supremacía, recibe también una medida disminuida de simplicidad, y en el caso del tercer ser divino también, hay tanta variación de la simplicidad perfecta, como la cantidad de valor se disminuye en los extremos: de donde resulta que el ser del Padre es concebido como de pura simplicidad, el del Hijo como no tan impecable en simplicidad, sino con una mezcla de lo compuesto, el del Espíritu Santo como aún creciente en lo compuesto, mientras que la cantidad de simplicidad se disminuye gradualmente. Así como la bondad imperfecta debe reconocerse como participante en cierta medida de la disposición inversa, la simplicidad imperfecta no puede evitar ser considerada compuesta.

XX
Eunomio explica la existencia del Unigénito como una energía que produjo la persona de Cristo

Que tal es la intención de Eunomio, al usar estas frases, quedará claro a partir de lo que sigue, donde materializa y degrada con mayor claridad nuestra concepción del Hijo y del Espíritu. Como las energías están limitadas por las obras, y las obras son proporcionales a las energías, se deduce necesariamente que estas energías que acompañan a estos Seres son relativamente mayores y menores, algunas de un orden superior, otras de un orden inferior. Aunque ha envuelto cuidadosamente la niebla de su fraseología en torno al significado de esto, y ha dificultado su descubrimiento para la mayoría, sin embargo, como resultado de lo que ya hemos examinado, se aclarará fácilmente. Las energías, dice, están limitadas por las obras. Por obras se refiere al Hijo y al Espíritu, por energías a los poderes eficientes por los que fueron producidos, poderes que, dijo un poco más arriba, siguen a los Seres. La frase "limitado por" expresa el equilibrio existente entre el ser producido y el poder productor, o más bien la energía de ese poder, empleando sus propias palabras para implicar que lo producido no es el efecto de todo el poder del operador, sino sólo de una energía particular de este, ejerciendo sólo la cantidad de poder total que se calcula que probablemente será igual para lograr ese resultado. Luego invierte su afirmación: y las obras son proporcionales a las energías de los operadores. El significado de esto se aclarará con una ilustración. Pensemos en una de las herramientas de un zapatero: un cortador de cuero. Cuando se mueve sobre aquello de lo que se debe cortar una forma determinada, la parte así extirpada está limitada por el tamaño del instrumento, y se cortará un círculo con un radio igual a la longitud del instrumento; o dicho de otro modo, la longitud del instrumento medirá y cortará un círculo correspondiente. Esa es la idea que nuestro teólogo tiene de la persona divina del Unigénito. Él declara que cierta energía que sigue al primer Ser produjo, a la manera de una herramienta, una obra correspondiente, a saber, nuestro Señor: esta es su manera de glorificar al Hijo de Dios, quien ahora mismo es glorificado en la gloria del Padre y será revelado en el día del juicio. Él es una "obra proporcional a la energía productora". Pero ¿qué es esta energía que sigue al Todopoderoso y que debe concebirse antes del Unigénito, y que circunscribe su ser? Un cierto poder esencial, autosubsistente, que obra su voluntad por un impulso espontáneo. Éste es, entonces, el verdadero Padre de nuestro Señor. ¿Y por qué seguimos hablando del Todopoderoso como el Padre? Si no fue él, sino una energía perteneciente a las cosas que lo siguen externamente, la que produjo al Hijo: ¿y cómo puede el Hijo seguir siendo hijo, cuando algo más le ha dado existencia, según Eunomio, y se arrastra como un bastardo (¡que nuestro Señor perdone la expresión!) en relación con el Padre, y debe ser honrado solo de nombre como Hijo? ¿Cómo puede Eunomio ubicar a nuestro Señor después del Todopoderoso, cuando lo considera solo en tercer lugar, con esa energía mediadora en segundo lugar? El Espíritu Santo también, según esta secuencia, se encontrará no en tercer lugar, sino en quinto, esa energía que sigue al Unigénito, y por la cual el Espíritu Santo llegó a existir necesariamente interviniendo entre ellos. Por lo tanto, también se descubrirá que la creación de todas las cosas por el Hijo carece de fundamento: nuestro neólogo ha inventado otra personalidad, anterior a él, a la cual debe atribuirse la autoría del mundo, pues el Hijo mismo deriva su ser, según ellos, de esa energía. Sin embargo, si, para evitar tales profanidades, convierte esta «energía» que produjo al Hijo en algo insustancial, tendrá que explicarnos cómo el no ser puede seguir al ser, y cómo lo que no es una sustancia puede producir una sustancia: pues, si hiciera eso, encontraríamos una irrealidad que sigue a Dios, el autor inexistente de toda existencia, lo radicalmente insustancial circunscribiendo una naturaleza sustancial, la fuerza operativa de la creación contenida, en última instancia, en lo irreal. Tal es el resultado de la enseñanza de este teólogo que afirma del Artífice del cielo y la tierra y de toda la creación, el Verbo de Dios que era en el principio, por quien son todas las cosas, que debe su existencia a una entidad o concepción tan infundada como esa energía innombrable que acaba de inventar, y que está circunscrito por ella, como por una prisión envolvente de irrealidad. Quien "mira fijamente lo invisible" no puede ver la conclusión a la que tiende su enseñanza. Es esta: si esta energía de Dios no tiene existencia real, y si la obra que esta irrealidad produce también está circunscrita por ella, es bastante claro que sólo podemos pensar en tal naturaleza en la obra, como la que posee este supuesto productor de la obra: de hecho, aquello que es producido a partir de y está contenido por una irrealidad puede en sí mismo ser concebido como nada más que una no-entidad. Los opuestos, en la naturaleza de las cosas, no pueden ser contenidos por opuestos: como el agua por el fuego, la vida por la muerte, la luz por la oscuridad, el ser por el no ser. Pero a pesar de toda su excesiva astucia, no lo ve; o bien, conscientemente cierra los ojos a la verdad. Alguna necesidad lo obliga a ver una disminución en el Hijo y a establecer un mayor avance en esta dirección en el caso del Espíritu Santo. De ello se deduce necesariamente, dice Eunomio, que las energías que acompañan a estos seres divinos son relativamente mayores y menores. Esta imperiosa necesidad en la naturaleza divina, que asigna un mayor y un menor, no nos ha sido explicada por Eunomio, ni nosotros mismos podemos comprenderla todavía. Hasta ahora ha prevalecido entre quienes aceptan el evangelio en su simpleza la creencia de que no hay necesidad, por encima de la deidad, de someter al Unigénito, como a un esclavo, a la inferioridad. Pero él pasa por alto por completo esta creencia, aunque merecía cierta consideración; y dogmatiza que debemos concebir esta inferioridad. Pero esta necesidad suya no se detiene allí: lo lleva aún más a la blasfemia, como ya lo ha demostrado nuestro examen en detalle. Si, es decir, el Hijo nació, no del Padre, sino de una energía insustancial, debe ser considerado no sólo inferior al Padre, y esta doctrina debe desembocar en el judaísmo puro. Esta necesidad, al ser aplicada, exhibe el producto de una no-entidad no solo como insignificante, sino como algo que es una peligrosa blasfemia incluso para un acusador nombrar. Pues así como aquello que nace de una existencia necesariamente existe, lo que evoluciona de lo inexistente necesariamente hace lo contrario. Cuando algo no es autoexistente, ¿cómo puede generar otro? Si, entonces, esta energía que sigue a la deidad y produce al Hijo no tiene existencia propia, nadie puede ser tan ciego como para no ver la conclusión, y que su objetivo es negar la deidad de nuestro Salvador: y si la personalidad del Hijo es así robada por su doctrina de la fe, sin que quede nada de ella excepto el nombre, pasará mucho tiempo antes de que se vuelva a creer en el Espíritu Santo, descendiente como será de un linaje de irrealidades. La energía que sigue a la deidad no tiene existencia propia: entonces el sentido común requiere que el producto de esto sea irreal: entonces una segunda energía insustancial sigue a este producto: entonces se declara que el Espíritu Santo está formado por esta energía: de modo que su blasfemia es bastante clara: consiste nada menos que en negar que después del Dios ingenerado haya alguna existencia real: y su doctrina avanza hacia ficciones oscuras e insustanciales, donde no hay fundamento de ninguna subsistencia real. En conclusiones tan monstruosas su enseñanza hace fracasar el argumento.

XXI
La blasfemia de Eunomio, peor que la incredulidad judía

Supongamos que todo esto no es así, y que por pura bondad hacia la humanidad admite Eunomio que el Unigénito y el Espíritu Santo tienen existencia personal; y si, al admitir esto, hubieran concedido también las concepciones consiguientes sobre ellos, no habrían estado librando una batalla contra la doctrina de la Iglesia ni se habrían separado de la esperanza de los cristianos. Pero si han dado existencia al Hijo y al Espíritu, sólo para proporcionar un material sobre el cual erigir su blasfemia, quizás les habría sido mejor, aunque sea una osadía decirlo, abjurar de la fe y apostatar hacia la religión judía, en lugar de insultar el nombre de cristiano con este falso asentimiento. Los judíos, en todo caso, aunque hasta ahora han persistido en rechazar la Palabra, llevan su impiedad tan lejos como para negar que Cristo ha venido, pero esperan que él venga: no oímos de ellos ninguna concepción maligna o destructiva de la gloria de Aquel a quien esperan. Pero esta escuela de la nueva circuncisión, o más bien de la concisión, si bien reconocen que él ha venido, se asemeja sin embargo a aquellos que insultaron la presencia corporal de nuestro Señor con su desenfrenada incredulidad. Querían apedrear a nuestro Señor: estos hombres lo apedrean con sus títulos blasfemos. Instaron a su origen humilde y oscuro, y rechazaron su nacimiento divino antes de los siglos: estos hombres de la misma manera niegan su grandiosa, sublime e inefable generación del Padre, y quieren demostrar que él debe su existencia a una creación, así como la raza humana, y todo lo que nace, debe la suya. Para los judíos, era un crimen que nuestro Señor fuera considerado Hijo del Supremo: estos hombres también se indignan contra quienes son sinceros al hacer esta confesión. Los judíos creían honrar al Todopoderoso excluyendo al Hijo de la misma reverencia; estos hombres, al aniquilar la gloria del Hijo, pretenden honrar más al Padre. Pero sería difícil hacer justicia a la cantidad y la naturaleza de los insultos que profieren contra el Unigénito: inventan una energía anterior a la personalidad del Hijo y afirman que él es su obra y producto: algo que los judíos, hasta ahora, no se han atrevido a decirlo. Luego circunscriben su naturaleza, encapsulándolo dentro de ciertos límites del poder que lo creó: la cantidad de esta energía productiva es una especie de medida dentro de la cual lo encierran: la han ideado como una especie de manto para envolverlo. No podemos acusar a los judíos de hacer esto.

XXII
Eunomio sostiene un mayor y un menor en el ser divino. Declaración de la Iglesia, al respecto

Como se ve, descubre Eunomio en el ser divino cierta escasez de deficiencia, aunque no nos dicen con qué método miden aquello que carece de cantidad y tamaño: son capaces de descubrir con exactitud en qué medida el tamaño del Unigénito se queda corto respecto a la perfección, y por lo tanto debe ser clasificado con lo inferior e imperfecto: mucho más exponen, en parte mediante aserciones abiertas, en parte mediante inferencias solapadas: todo el tiempo haciendo de su confesión del Hijo y del Espíritu un mero campo de ejercicios para su espíritu incrédulo. ¿Cómo, entonces, podemos no compadecerlos más incluso que a los judíos condenados, cuando puntos de vista nunca aventurados por estos últimos son inferidos por los primeros? Quien hace que el ser del Hijo y del Espíritu sea comparativamente menor, parece, en cuanto a las palabras, quizás cometa solo una ligera profanación: pero si uno examinara su punto de vista rigurosamente, se encontraría en el colmo de la blasfemia. Consideremos esto, pues, y permítame ser indulgente si, por causa de la doctrina y para poner en clara luz la mentira que han demostrado, avanzo a una exposición de nuestra propia concepción de la verdad. Ahora bien, la división última de todo ser es entre lo inteligible y lo sensible. El apóstol denomina "mundo sensible", en sentido amplio, a lo visible. Pues como todo cuerpo tiene color, y la vista lo percibe, llama a este mundo con el nombre aproximado de lo visible, omitiendo todas las demás cualidades inherentes a su estructura. El término común, de nuevo, para todo el mundo intelectual es, para el apóstol, lo invisible (Col 1,16): al retirar toda idea de comprensión por los sentidos, conduce la mente hacia lo inmaterial e intelectual. La razón, a su vez, divide lo invisible en lo increado y lo creado, comprendiéndolo inferencialmente: lo increado es lo que efectúa la creación, lo creado lo que debe su origen y su fuerza a lo increado. En el mundo sensible se encuentra, pues, todo lo que comprendemos por nuestros órganos de los sentidos corporales, y en lo cual las diferencias de cualidades implican la idea de más y menos, consistiendo tales diferencias en cantidad, calidad y las demás propiedades. Pero en el mundo inteligible (me refiero a la parte creada) la idea de las diferencias que se perciben en lo sensible no tiene cabida: se idea, entonces, otro método para descubrir los grados de mayor y menor. La fuente, el origen, la fuente de todo bien se considera en el mundo increado, y toda la creación tiende a él, y alcanza y comparte la existencia suprema sólo en virtud de su participación en el bien primero. Por lo tanto, de esta participación en las bendiciones supremas, que varía en grado según la libertad de voluntad que cada uno posee, se sigue que lo mayor y lo menor en esta creación se revela según la proporción de esta tendencia en cada uno. La naturaleza inteligible creada se sitúa en la frontera entre el bien y lo contrario, de modo que es capaz de ambos y de inclinarse a placer hacia las cosas que elige, como aprendemos de las Escrituras; de modo que podemos decir que está más o menos en las cimas de la excelencia sólo en proporción a su alejamiento del mal y su aproximación al bien. Mientras que la naturaleza inteligible increada está muy alejada de tales distinciones: no posee el bien por adquisición, ni participa sólo de la bondad de algún bien que está por encima de ella: en su propia esencia es buena, y es concebida como tal: es fuente del bien, es simple, uniforme, incompuesta, incluso por la confesión de nuestros adversarios. Pero tiene distinción dentro de sí misma de acuerdo con la majestad de su propia naturaleza, pero no concebida con respecto a la cantidad, como supone Eunomio (de hecho, el hombre que introduce la noción de menos de bien en cualquiera de las cosas que se cree que están en la Santísima Trinidad debe admitir con ello alguna mezcla de la cualidad opuesta en aquello que falla en el bien: y es blasfemo imaginar esto en el caso ya sea del Unigénito, o del Espíritu Santo), la consideramos como consumadamente perfecta e incomprensiblemente excelente pero que contiene claras distinciones dentro de sí misma que residen en las peculiaridades de cada una de las personas: como poseedora de invariabilidad en virtud de su atributo común de increación, pero diferenciada por el carácter único de cada persona. Esta peculiaridad contemplada en cada una divide clara y nítidamente a una de la otra: el Padre, por ejemplo, es increado e ingenerado también: nunca fue generado más de lo que fue creado. Si bien esta increación es común a él, al Hijo y al Espíritu, él es ingenuo al igual que el Padre. Esto es peculiar e incomunicable, pues no se observa en las otras personas. El Hijo, en su increación, toca al Padre y al Espíritu, pero como Hijo unigénito, tiene un carácter que no es el del Todopoderoso ni el del Espíritu Santo. El Espíritu Santo, por la increación de su naturaleza, tiene contacto con el Hijo y el Padre, pero se distingue de ellos por sus propias características. Su característica más peculiar es que no es ninguna de las cosas que contemplamos en el Padre y el Hijo respectivamente. Simplemente no es ni ingenuo ni unigénito: esto es lo que constituye su principal peculiaridad. Unido al Padre por su increación, se separa de él de nuevo al no ser Padre. Unido al Hijo por el vínculo de la increación y de derivar su existencia del Supremo, se separa de él de nuevo por la característica de no ser el Unigénito del Padre y de haberse manifestado por medio del Hijo mismo. Además, como la creación fue efectuada por el Unigénito, para asegurar que el Espíritu no tuviera algo en común con esta creación por haberse manifestado por medio del Hijo, se distingue de ella por su inmutabilidad e independencia de toda bondad externa. La creación no posee en su naturaleza esta inmutabilidad, como dice la Escritura en la descripción de la caída del lucero de la mañana, cuyos misterios son revelados por nuestro Señor a sus discípulos: "Vi a Satanás caer del cielo como un rayo" (Lc 10,18). Pero los mismos atributos que lo separan de la creación constituyen su relación con el Padre y el Hijo. Todo lo que es incapaz de degenerar tiene la misma definición de inmutabilidad. Habiendo expuesto esto a modo de prefacio, estamos en condiciones de discutir el resto de la enseñanza de nuestros adversarios. De ello se deduce necesariamente, dice en su sistema del Hijo y el Espíritu, que los seres son relativamente mayores y menores. Preguntemos entonces cuál es el significado de esta necesidad de diferencia. ¿Surge de una comparación formada al medirlos entre sí de alguna manera material, o de considerarlos desde el punto de vista espiritual de una mayor o menor excelencia moral, o desde el punto de vista del ser puro? Pero en el caso de este último, pensadores competentes han demostrado que es imposible concebir diferencia alguna si se abstrae el ser de sus atributos y propiedades, y se lo considera según su mera definición. Además, concebir esta diferencia como consistente, en el caso del Unigénito y el Espíritu, en la intensidad o disminución de la excelencia moral, y en consecuencia insinuar que su naturaleza admite cambios en ambas direcciones, de modo que son igualmente capaces de opuestos, y se sitúan en una frontera entre la belleza moral y su opuesto, es una grosería. El hombre que piense así estará demostrando que su naturaleza es una cosa en sí misma, y se convierte en otra cosa en virtud de su participación en esta belleza o de su contrario: como sucede con el hierro, por ejemplo: si se le acerca durante un tiempo al fuego, asume la cualidad de calor, permaneciendo hierro: si se le pone en nieve o en hielo, cambia su cualidad a la de influencia dominante, y deja pasar la frialdad de la nieve a sus poros. Ahora bien, tal como no podemos nombrar el material del hierro a partir de la calidad que ahora se observa en él (porque no damos el nombre de fuego o hielo a lo que está templado con cualquiera de estos), así también en el momento en que aceptamos la opinión de estos herejes, de que en el caso del poder dador de vida el bien no reside esencialmente en él, sino que se le imparte solamente, será imposible llamarlo propiamente bueno: tal concepción nos obligará a considerarlo como algo diferente, como algo que no exhibe eternamente el bien, como algo que no en sí mismo puede clasificarse entre los bienes genuinos, sino como tal que el bien a veces no está en él, y a veces no es probable que esté en él. Si estas existencias se vuelven buenas solo al compartir algo superior a ellas mismas, es evidente que antes de esta participación no eran buenas, y si, siendo distintas del bien, estaban entonces coloreadas por la influencia del bien, ciertamente deben, si se las aísla de nuevo de este, ser consideradas distintas del bien. De modo que, si esta herejía prevalece, la naturaleza divina no puede ser aprehendida como transmisora del bien, sino como necesitada de bondad; pues ¿cómo puede alguien impartir a otro lo que él mismo no posee? Si se encuentra en un estado de perfección, no puede concebirse ninguna disminución de esta, y es absurdo hablar de menos perfección. Si, por otra parte, su participación en el bien es imperfecta, y esto es lo que quieren decir con menos, note la consecuencia de que algo en ese estado nunca puede ayudar a uno inferior, sino que se ocupará en satisfacer su propia necesidad: de modo que, según ellos, la Providencia es una ficción, y también lo es el juicio y la dispensación del Unigénito, y todas las demás obras que se cree que son hechas, y todavía se hacen por él: porque él necesariamente se empleará en cuidar Su propio bien, y deberá abandonar la supervisión del universo. Si, entonces, esta suposición se cumple (a saber, que nuestro Señor no es perfecto en toda clase de bien), es muy fácil ver la conclusión de la blasfemia. Siendo así, nuestra fe es vana, y nuestra predicación vana; nuestras esperanzas, que toman su sustancia de nuestra fe, son insustanciales. ¿Por qué son bautizados en Cristo, si él no tiene poder de bondad propio? ¡Dios me perdone por decirlo! ¿Por qué creen en el Espíritu Santo, si se da la misma descripción de él? ¿Cómo son regenerados por el bautismo desde su nacimiento mortal, si el poder regenerador no posee en su propia naturaleza infalibilidad e independencia? ¿Cómo puede su "vil cuerpo" ser cambiado, mientras piensan que Aquel que debe cambiarlo él mismo necesita cambiar (es decir, otro que lo cambie a él)? Mientras una naturaleza carezca de bien, la existencia superior ejercerá sobre la inferior una atracción incesante hacia sí misma; y este anhelo de más nunca cesará: se extenderá hacia algo aún inalcanzable. El sujeto de esta deficiencia siempre exigirá una provisión, siempre transformándose en la naturaleza superior, y sin embargo, nunca alcanzará la perfección, porque no puede encontrar una meta que alcanzar y cesa su impulso ascendente. El Bien fundamental es infinito en su naturaleza, y por lo tanto, se deduce necesariamente que la participación en su disfrute también será infinita, pues siempre se captará más, y sin embargo, siempre se descubrirá algo más allá de lo captado, y esta búsqueda nunca alcanzará su objeto, porque su fondo es tan inagotable como incesante es el crecimiento de lo que participa en él. Tales son, pues, las blasfemias que surgen de establecer diferencias entre las personas en cuanto al bien. Si, por otro lado, los grados de más o menos deben entenderse en este caso en algún sentido material, el absurdo de esta suposición se hará evidente de inmediato, sin necesidad de un examen detallado. Las ideas de calidad y distancia, peso y figura, y todo lo que completa la noción de un cuerpo, se introducirán forzosamente junto con dicha suposición en la visión de la naturaleza divina: y donde se asume un compuesto, también debe admitirse la disolución de ese compuesto. Una enseñanza tan monstruosa, que se atreve a descubrir algo más pequeño y algo más grande en lo inmenso e inconcreto, nos lleva a estas y otras conclusiones similares, de las cuales solo se indican aquí algunos ejemplos; y de hecho, no sería fácil desentrañar todo el daño que se esconde tras ellas. Con todo, el impactante absurdo que resulta de su premisa blasfema quedará claro en esta breve nota. Procedemos ahora a su siguiente postura, tras una breve definición y confirmación de nuestra propia doctrina. Porque un testimonio inspirado es una prueba segura de la verdad de cualquier doctrina; y por eso me parece que el nuestro puede quedar bien garantizado por una cita de las palabras divinas. En la división de todo lo existente, encontramos, pues, estas distinciones. Existe, como atractivo para nuestras percepciones, el mundo sensible; y más allá de este, el mundo que la mente, guiada por los objetos de los sentidos, puede percibir: me refiero al inteligible. En este, detectamos, de nuevo, una distinción adicional entre lo creado y lo increado: a este último, de lo cual hemos definido que pertenece la Santísima Trinidad; al primero, todo lo que puede existir o ser pensado después de eso. Pero para que esta afirmación no quede sin prueba, sino que sea confirmada por las Escrituras, añadiremos que nuestro Señor no fue creado, sino que provino del Padre, como el Verbo con sus propios labios atestigua en el evangelio, en una forma de nacimiento o de proceder inefable y misterioso. ¿Y qué testimonio más verdadero podría encontrarse que esta constante declaración de nuestro Señor a lo largo del evangelio, de que el mismo Padre era padre, no creador, de sí mismo, y que no era obra de Dios, sino Hijo de Dios? Así como cuando quiso nombrar su conexión con la humanidad según la carne, llamó a esa fase de su ser Hijo del Hombre, indicando así su parentesco según la naturaleza de la carne con aquella de quien nació, así también con el título de Hijo expresa su verdadera y real relación con el Todopoderoso, mostrando con ese nombre esta conexión natural: no importa si hay quienes, por contradicción con la verdad, toman literalmente y sin explicación alguna palabras usadas con un significado oculto en la forma oscura de la parábola, y aducen la expresión creado, puesta en boca de la sabiduría por el autor de Proverbios, para apoyar sus opiniones pervertidas. Dicen, de hecho, que el Señor me creó es una prueba de que nuestro Señor es una criatura, como si el Unigénito mismo en esa palabra lo confesara. Pero no necesitamos prestar atención a tal argumento. No dan razones de por qué debemos referir ese texto a nuestro Señor en absoluto: ni tampoco podrán demostrar que la idea de la palabra en hebreo conduce a este y ningún otro significado, ya que los otros traductores la han traducido por poseído o constituido: ni finalmente, incluso si esta era la idea en el texto original, su significado real sería tan claro y superficial: porque estos discursos proverbiales no muestran su objetivo de inmediato, sino que lo ocultan, revelándolo solo por una importación indirecta, y podemos juzgar la oscuridad de este pasaje en particular a partir de su contexto donde dice "cuando él estableció su trono sobre los vientos" y todas las expresiones similares. ¿Qué es el trono de Dios? ¿Es material o ideal? ¿Qué son los vientos? ¿Son estos vientos tan familiares, que los filósofos naturales nos dicen que se forman a partir de vapores y exhalaciones, o deben entenderse de otra manera desconocida para el hombre, cuando se les llama las bases de su trono? ¿Qué es este trono de la deidad inmaterial, incomprensible y sin forma? ¿Quién podría entender todo esto en sentido literal?

XXIII
Las doctrinas católicas, testimoniadas por las Escrituras

Todas las metáforas contienen un significado más profundo que el obvio, y de ahí que no haya razón para que nuestro Señor fuese creado, ni esto sea abrigado por investigadores reverentes, según las grandes palabras del evangelista, de que "todas las cosas que han sido hechas fueron hechas por él y consisten en él". Sin él nada de lo que ha sido hecho fue hecho. El evangelista no lo habría definido así si hubiera creído que nuestro Señor fue una entre las cosas hechas. ¿Cómo podrían todas las cosas ser hechas por él y consistir en él, a menos que su Hacedor poseyera una naturaleza diferente a la de ellos, y así se produjera, no a sí mismo, sino a ellos? Si la creación fue por él, pero él no existió por sí mismo, claramente él es algo fuera de la creación. Y después de que el evangelista declara con estas palabras tan claramente que las cosas que fueron hechas fueron hechas por el Hijo y no llegaron a existir por ningún otro medio, Pablo continúa y, para no dar cabida a esta charla profana que incluye incluso al Espíritu entre las cosas que fueron hechas, menciona una tras otra todas las existencias que las palabras del evangelista implican: así como David, de hecho, después de haber dicho que todas las cosas fueron puestas en sujeción al hombre, añade cada especie que todo comprende (es decir, las criaturas en la tierra, en el agua y en el aire), así también Pablo, el apóstol, expositor de las doctrinas divinas, después de decir que todas las cosas fueron hechas por él, define numerándolas el significado de todo. Habla de las cosas que se ven (Col 1,16) y de las cosas que no se ven: con las primeras da un nombre general a todas las cosas cognoscibles por los sentidos, como hemos visto; con las últimas, describe el mundo inteligible. Ahora bien, sobre el primero no hay necesidad de entrar en detalles minuciosos. Nadie es tan carnal, tan bruto, como para imaginar que el Espíritu reside en el mundo sensible. Pero después de mencionar las cosas invisibles, Pablo procede (para que nadie pueda suponer que el Espíritu, por ser del mundo inteligible e inmaterial, subsiste en él debido a esta conexión) a otra división más clara: las cosas que han sido hechas a modo de creación, y la existencia que está por encima de la creación. Menciona las diversas clases de estos inteligibles creados (tronos, dominios, principados, potestades; Col 1,16), transmitiendo su doctrina sobre estas influencias invisibles en términos amplios y comprensivos; pero por su mismo silencio separa de su lista de cosas creadas lo que está por encima de ellas. Es como si alguien tuviera que nombrar a los oficiales seccionales e inferiores de un ejército, y después de haberlos mencionado a todos, los comandantes de diez, los comandantes de cien, los capitanes y coroneles, y todos los demás nombres dados a las autoridades de las divisiones, omitiera mencionar el mando supremo que se extendía sobre todos los demás: no por negligencia deliberada ni por olvido, sino porque, al ser requerido o con la intención de nombrar solo los diversos rangos que servían bajo él, habría sido un insulto incluir este mando supremo en la lista de los inferiores. Así sucede con Pablo, quien una vez en el paraíso fue admitido a los misterios, cuando fue arrebatado allí y se convirtió en espectador de las maravillas que están sobre los cielos, y vio y oyó cosas que al hombre no le es lícito expresar (2Cor 12,4). Este apóstol se propone hablarnos de todo lo creado por nuestro Señor, y lo presenta bajo ciertos términos amplios; pero, tras haber recorrido todo el mundo angélico y trascendental, detiene su cálculo allí y se niega a rebajar al nivel de la creación aquello que está por encima de ella. Por lo tanto, hay un claro testimonio en las Escrituras de que el Espíritu Santo es superior a la creación. Si alguien intentara refutar esto, argumentando que los querubines no son mencionados por Pablo, que ellos, al igual que el Espíritu, quedan excluidos, y que, por lo tanto, esta omisión debe probar que ellos también están por encima de la creación, o que el Espíritu Santo no es más que ellos para creer. por encima de ella, que mida la intención completa de cada nombre en la lista: y encontrará entre ellos aquello que de no ser mencionado realmente parece, pero solo parece, omitido. Bajo tronos incluye a los querubines, dándoles este nombre griego, como más inteligible que el nombre hebreo para ellos. Él sabía que Dios se sienta sobre los querubines: y por eso llama a estos poderes los tronos de Aquel que se sienta sobre ellos. De la misma manera, están incluidos en la lista los serafines de Isaías (Is 6,6-7), por quienes el misterio de la Trinidad fue proclamado luminosamente, cuando pronunciaron ese maravilloso grito (Santo), estando sobrecogidos por la belleza en cada persona de la Trinidad. Son nombrados bajo el título de poderes tanto por el poderoso Pablo como por el profeta David. Este último dice: "Bendecid al Señor todos sus poderes, ministros suyos que hacéis su voluntad". Isaías, en lugar de decir bendecir ha escrito las mismas palabras de su bendición: "Santo, Santo, Santo, Señor Dios de los ejércitos: toda la tierra está llena de su gloria". También Isaías revela lo que uno de los serafines hizo respecto a la voluntad de Dios, efectuando la "purificación del pecado" conforme a la voluntad de Aquel que los envió: porque este es el ministerio de estos seres espirituales, a saber: ser enviados para la salvación de los que están siendo salvados. Ese divino apóstol percibió esto. Comprendió que el mismo asunto es indicado bajo diferentes nombres por los dos profetas, y tomó la más conocida de las dos palabras, y llamó a esos serafines poderes: de modo que no queda base para nuestros críticos para decir que alguno de estos seres está omitido igualmente con el Espíritu Santo del catálogo de la creación. Aprendemos de las existencias detalladas por Pablo que mientras que algunas existencias han sido mencionadas, otras han sido pasadas por alto: y mientras que él ha contado la creación en masas por así decirlo, él (en otro lugar) ha mencionado como unidades aquellas cosas que son concebidas individualmente. Porque es una peculiaridad de la Santísima Trinidad que sea proclamada como consistente en individuos: un Padre, un Hijo, un Espíritu Santo: mientras que esas existencias antes mencionadas se cuentan en masas, dominios, principados, señoríos, poderes, para excluir cualquier sospecha de que el Espíritu Santo fuera uno de ellos. Pablo guarda sabio silencio sobre nuestros misterios. Él entiende cómo, después de haber escuchado esas palabras inefables en el paraíso, abstenerse de proclamar esos secretos cuando hace mención de seres inferiores. Pero estos enemigos de la verdad se precipitan sobre lo inefable; degradan la majestad del Espíritu al nivel de la creación; actúan como si nunca hubieran oído que el Verbo de Dios, al confiar a sus discípulos el secreto de conocer a Dios, dijo que la vida de los regenerados se completaría en ellos y se impartiría en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y al priorizar así al Espíritu con el Padre y con él mismo, impidió que se le confundiera con la creación. De ambos, por lo tanto, podemos obtener una concepción reverencial y apropiada con respecto a él: de la omisión de Pablo de la existencia del Espíritu al mencionar la creación, y de la unión de nuestro Señor al Espíritu con su Padre y con él mismo al mencionar el poder vivificante. Así, nuestra razón, bajo la guía de la Escritura, coloca no sólo al Unigénito, sino también al Espíritu Santo por encima de la creación, y nos impulsa, de acuerdo con el mandato de nuestro Salvador, a contemplarlo por la fe en el mundo bienaventurado de la existencia vivificante e increada: y así, esta unidad, en la que creemos, por encima de la creación y participando de la naturaleza suprema y absolutamente perfecta, no puede ser considerada en modo alguno como un menos, aunque este maestro de herejía intente reducir su infinitud introduciendo la idea de grados, y contrayendo así la perfección divina al definir un mayor y un menor como residentes en las personas.

XXIV
Eunomio sostiene grados y diferencias en las obras y energías, dentro de la Trinidad

Veamos ahora qué añade Eunomio, como consecuencia de todo esto. Tras afirmar que forzosamente debemos considerar al ser divino como mayor y menor, y que mientras unos, en virtud de su magnitud y valor preeminentes, ocupan un lugar preponderante, los otros deben relegarse a un segundo plano, pues su naturaleza y valor son secundarios, añade lo siguiente: "Su diferencia se reduce a la que existe entre sus obras". Sería, de hecho, impío decir que la misma energía produjo los ángeles o las estrellas, y los cielos o el hombre; pero se podría afirmar con certeza que, en la medida en que algunas obras son más antiguas y honorables que otras, una energía trasciende a otra, porque la igualdad de energía produce igualdad de obra, y la diferencia de obra indica diferencia de energía. Sospecho que a su propio autor le resultaría difícil explicarnos qué quiso decir al escribir esas palabras. Su pensamiento está oscurecido por la confusión retórica, tan densa que apenas se puede ver más allá de cualquier pista para interpretarlas. Su diferencia se reduce a que, entre sus obras, existe una frase que podría sospecharse que proviene de alguna logias de la historia pagana, confundiendo a sus oyentes. Pero si podemos adivinar el sentido de sus observaciones, siguiendo las que ya hemos examinado, este sería su significado: si conocemos la magnitud de la diferencia entre una obra y otra, sabremos la magnitud de la diferencia entre las energías correspondientes. Pero a qué obras se refiere aquí, es imposible descubrirlo a partir de sus palabras. Si se refiere a las obras que deben observarse en la creación, no veo cómo esto se relaciona con lo anterior. Pues la pregunta era sobre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo: ¿qué ocasión había, entonces, para que alguien racional indagara una tras otra sobre la naturaleza de la tierra, el agua, el aire, el fuego y los diferentes animales, y distinguiera algunas obras como más antiguas y honorables que otras, y hablara de una energía que trasciende a otra? Pero si llama obras al Unigénito y al Espíritu Santo, ¿qué quiere decir con las diferencias de las energías que producen estas obras? ¿Y cuáles son esas maravillosas energías de este escritor que trascienden a las demás? No ha explicado la forma particular en que pretende que se trasciendan mutuamente; ni ha analizado la naturaleza de estas energías; pero no ha avanzado en ninguna dirección, sin demostrar hasta ahora su subsistencia real ni que sean un ejercicio insustancial de la voluntad. A lo largo de todo el proceso, su significado pende entre estas dos concepciones, oscilando entre una y otra. Añade que sería impío decir que la misma energía produjo a los ángeles o a las estrellas, y a los cielos o al hombre. De nuevo, nos preguntamos qué necesidad hay de extraer esta conclusión de sus observaciones anteriores. No veo que esté probada, pues las energías varían entre sí tanto como las obras, y porque las obras no provienen todas de la misma fuente, sino que él afirma que provienen de fuentes diferentes. En cuanto a los cielos y a cada ángel, estrella y hombre, o cualquier otra cosa que se entienda por la palabra creación, de la Escritura se desprende que todos son obra de uno: mientras que en su sistema teológico, el Hijo y el Espíritu no son obra de uno solo, siendo el Hijo obra de la energía que sigue al primer Ser, y el Espíritu obra ulteriormente de esa obra. La conexión, entonces, entre esa afirmación y los cielos, el hombre, el ángel y la estrella que él introduce debe ser revelada por él mismo, o por alguien a quien haya iniciado en su profunda filosofía. La blasfemia que pretende con sus palabras es bastante clara, pero la forma en que se enuncia la profanidad es incoherente consigo misma. Suponer que dentro de la Santísima Trinidad existe una diferencia tan amplia como la que podemos observar entre los cielos que envuelven toda la creación y un solo hombre o la estrella que brilla en ellos, es abiertamente profano; pero aun así, la conexión de tales pensamientos y la pertinencia de tal comparación es un misterio para mí, y sospecho que también para su propio autor. Si su relato de la creación fuera de este tipo (es decir, que si bien los cielos fueron obra de una energía trascendente, cada estrella en ellos fue el resultado de una energía que acompaña a los cielos, y que entonces un ángel fue el resultado de esa estrella, y un hombre de ese ángel), su argumento habría consistido en una comparación de procesos similares, y podría haber confirmado en cierta medida su doctrina. Pero dado que admite que todo fue hecho por uno (a menos que quiera contradecir abiertamente las Escrituras), mientras describe la creación de las personas de una manera diferente, ¿qué conexión hay entre esta nueva perspectiva y lo anterior? Pero admitámosle que esta comparación sí guarda cierta relación con la demostración de la variación entre los seres divinos (pues esto es lo que desea establecer); sin embargo, veamos cómo lo que sigue se aferra a lo que acaba de decir: "En la medida en que una obra es anterior a otra y más preciosa que ella, así una mente piadosa afirmaría que una energía trasciende a otra". Si con esto alude al mundo sensible, la afirmación dista mucho del tema en cuestión. No hay necesidad alguna de que alguien cuya disciplina sea teológica filosofe sobre el orden en que se obtendrán los diferentes resultados en la creación del mundo, ni de afirmar que las energías del Creador son mayores o menores análogamente a la magnitud de cada cosa creada. Pero si habla de las personas mismas, y se refiere por obras "más antiguas y honorables" a aquellas obras que acaba de formular en su propio credo (es decir, el Hijo y el Espíritu Santo), quizás sería mejor silenciar tan abominable visión que crear siquiera la apariencia de un argumento enredándonos con ella. Pues ¿acaso puede encontrarse algo "más honorable" donde no hay algo menos honorable? Si puede llegar tan lejos, y con tan buen corazón, en la blasfemia como para insinuar que la expresión y la idea "menos preciosa" pueden predicarse de cualquier cosa que creamos de la Trinidad, entonces sería mejor taparnos los oídos y alejarnos cuanto antes de tal perversidad y del contagio del razonamiento que se infundirá en el corazón, como si saliera de un recipiente lleno de impureza. ¿Puede alguien atreverse a hablar del ser divino y supremo de tal manera que un menor grado de honor en comparación se pruebe por el argumento? Que todos, dice el evangelista, pueden honrar al Hijo, como honran al Padre (Jn 5,23). Esta declaración (y tal declaración es una ley para nosotros) hace una ley de esta igualdad en honor. Sin embargo, este hombre anula tanto la ley como a su Dador, y asigna a uno más, al Otro menos honor, por algún método oculto para medir su abundancia adicional que ha descubierto. Por costumbre de la humanidad, las diferencias de valor son la medida de la cantidad de honor que cada uno en autoridad recibe; de modo que los inferiores no se acercan a las magistraturas inferiores con la misma apariencia exacta que al soberano, y la mayor o menor exhibición de temor o reverencia de su parte indica la mayor o menor adoración en los objetos de la misma: de hecho, podemos descubrir, en esta disposición de los inferiores, quiénes son los especialmente honorables; Cuando, por ejemplo, vemos a alguien temido más que sus semejantes, o que recibe mayor reverencia que los demás. Pero en el caso de la naturaleza divina, dado que toda perfección en el camino de la bondad está connotada con el mismo nombre de Dios, no podemos descubrir, al menos al observarla, fundamento alguno para grados de honor. Donde no hay mayor ni menor poder, gloria, sabiduría, amor ni ningún otro bien imaginable, sino que el bien que el Hijo posee es también del Padre, y todo lo que es del Padre se ve en el Hijo, ¿qué estado mental posible puede inducirnos a mostrar mayor reverencia en el caso del Padre? Si pensamos en el poder real y en el valor, el Hijo es Rey: si pensamos en un juez, "todo juicio se encomienda al Hijo": si pensamos en el magnífico oficio de la creación, "todas las cosas fueron hechas por él": si pensamos en el Autor de nuestra vida, sabemos que la vida verdadera descendió hasta nuestra naturaleza: si pensamos en nuestro ser sacados de las tinieblas, sabemos que él es la luz verdadera, que nos saca de las tinieblas: si la sabiduría es preciosa para alguien, Cristo es el poder y la sabiduría de Dios. Nuestras almas, pues, dispuestas de forma tan natural y proporcional a su capacidad, y sin embargo de forma tan milagrosa, a reconocer tantas y grandes maravillas en Cristo, ¿qué exceso de honor nos queda por rendir exclusivamente al Padre, como inapropiado para el Hijo? La reverencia humana a la deidad, considerada en su sentido más sencillo, no es otra cosa que una actitud de amor hacia él y una confesión de sus perfecciones; y creo que el precepto "así debe ser honrado el Hijo como el Padre" lo impone la Palabra en lugar del amor. Pues la ley manda que rindamos a Dios este honor apropiado amándolo con todo nuestro corazón y fuerzas, y aquí está el equivalente de ese amor, en que la Palabra, como legislador, dice así que el Hijo debe ser honrado como el Padre. Fue este tipo de honor el que el gran David rindió plenamente cuando, en un preludio de su salmodia, confesó al Señor que lo amaba y le explicó todas las razones de su amor, llamándolo su roca, fortaleza, refugio, libertador, ayudador de Dios, esperanza, escudo, cuerno de salvación y protector. Si el Hijo unigénito no es todo esto para la humanidad, que el exceso de honor se reduzca a esta medida, como dicta esta herejía. Pero si siempre hemos creído que él es, y que tiene derecho a todo esto y aún más, y que es igual en toda operación y concepción del bien a la majestad de la bondad del Padre, ¿cómo puede considerarse coherente no amar tal carácter o menospreciarlo mientras lo amamos? Nadie puede decir que debamos amarlo con todo nuestro corazón y fuerzas, sino honrarlo solo a medias. Si, entonces, el Hijo debe ser honrado con todo el corazón al rendirle todo nuestro amor, ¿con qué artificio se puede descubrir algo superior a su honor, cuando se le rinde con la moneda del amor tal honor como nuestro corazón es capaz de ofrecer? En vano, por lo tanto, tratándose de seres esencialmente honorables, se dogmatizará sobre un honor superior y, por comparación, se sugerirá un honor inferior. Nuevamente; sólo en el caso de la creación es cierto hablar de prioridad. La secuencia de obras se desplegó allí en el orden de los días; y puede decirse que los cielos precedieron en mucho a la creación del hombre, y ese intervalo puede medirse por el intervalo de días. Pero en la naturaleza divina, que trasciende toda idea de tiempo y sobrepasa todo alcance del pensamiento, hablar de un anterior y un posterior en los honores del tiempo es un privilegio exclusivo de esta filosofía novedosa. En resumen, quien declara que el Padre es «anterior» a la subsistencia del Hijo declara nada menos que esto, a saber: que el Hijo es posterior a las cosas creadas por el Hijo (si al menos es cierto que todas las eras y toda la duración del tiempo fueron creadas después del Hijo y por el Hijo).

XXV
Eunomio afirma que el Padre es anterior al Hijo en el tiempo, luego no sería eterno

Lo que expone aún más la insostenibilidad de esta perspectiva de Eunomio es que, además de postular un comienzo en el tiempo de la existencia del Hijo, al ser seguida, no perdona ni siquiera al Padre, sino que prueba que él también tuvo su comienzo en el tiempo. Pues cualquier señal de reconocimiento que se presuponga para la generación del Hijo debe definir también, sin duda, el comienzo del Padre. Para aclarar esto, conviene analizarlo con más detenimiento. Cuando afirma que la vida del Padre es anterior a la del Hijo, establece un intervalo entre ambas; debe querer decir, o bien que este intervalo es infinito, o bien que está comprendido dentro de límites fijos. Pero el principio de un término medio no le permite llamarlo infinito; con ello anularía la concepción misma del Padre y del Hijo y la idea de cualquier conexión entre ellos, mientras este infinito no estuviera limitado por ninguno de los dos lados, sin la idea de un Padre que lo acorte por arriba, ni la de un Hijo que lo frene por abajo. La naturaleza misma del infinito es extenderse en ambas direcciones y no tener límites de ningún tipo. Por lo tanto, si la concepción del Padre y del Hijo ha de permanecer firme e inamovible, no encontrará fundamento para pensar que este intervalo es infinito: su escuela debe ubicar un intervalo definido de tiempo entre el Unigénito y el Padre. Lo que digo, entonces, es esto: que esta visión suya nos llevará a la conclusión de que el Padre no es desde la eternidad, sino desde un punto definido en el tiempo. Transmitiré mi significado con ejemplos familiares; lo conocido aclarará lo desconocido. Cuando decimos, con la autoridad del texto de Moisés, que el hombre fue creado el quinto día después de los cielos, implicamos tácitamente que antes de esos mismos días los cielos tampoco existían; un evento posterior viene a definir, mediante el intervalo que lo precede, la ocurrencia también de un evento previo. Si este ejemplo no aclara nuestra afirmación, podemos dar otros. Decimos que la ley dada por Moisés fue 430 años posterior a la promesa a Abraham. Si tras recorrer, paso a paso, el tiempo anterior llegamos a este final de ese número de años, comprendemos también firmemente que, antes de esa fecha, la promesa de Dios tampoco se había cumplido. Se podrían citar muchos ejemplos similares, pero me niego a ser minucioso y tedioso. Guiados, pues, por estos ejemplos, examinemos la cuestión que nos ocupa. Nuestros adversarios conciben la existencia del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo como algo que implica al mayor y al menor, respectivamente. Pues bien; si, siguiendo el ejemplo de esta herejía, nos remontamos más allá de la generación del Hijo y nos acercamos a esa duración intermedia que la mera fantasía de estos dogmáticos supone entre el Padre y el Hijo, y luego alcanzamos ese otro y supremo punto temporal con el que cierran dicha duración, allí encontramos la vida del Padre fijada, por así decirlo, en su cúspide; y, por consiguiente, debemos concluir necesariamente que antes de ella no debe creerse que el Padre haya existido siempre. Si aún tienen dificultades con esto, tomemos de nuevo un ejemplo. Se tratará de dos reglas, una más corta que la otra. Si unimos las bases de ambas, sabemos por sus extremos la longitud extra de una; desde el extremo de la menor que se encuentra junto a ella, medimos este exceso, complementando la deficiencia de la regla más corta mediante un cálculo, y así la llevamos hasta el extremo de la más larga; un codo, por ejemplo, o la distancia que haya entre un extremo y el otro. Así pues, si hay, como dicen nuestros adversarios, algún exceso en la vida del Padre en comparación con la del Hijo, necesariamente debe consistir en un intervalo definido de duración; y admitirán que este intervalo de exceso no puede existir en el futuro, pues ambos son imperecederos, incluso los enemigos de la verdad lo concederán. No; conciben esta diferencia como algo del pasado, y en lugar de igualar la vida del Padre y la del Hijo en ese punto, extienden la concepción del Padre por un intervalo de vida. Pero todo intervalo debe estar delimitado por dos extremos: y por lo tanto, para este intervalo que han ideado, debemos comprender los dos puntos que denotan los extremos. Una porción comienza, según ellos, en la generación del Hijo; y la otra porción debe terminar en algún otro punto, desde el cual comienza el intervalo y por el cual se limita. De qué se trata esto, es algo que ellos deben decirnos; a menos que, de hecho, se avergüencen de las consecuencias de sus propias suposiciones. No cabe duda, entonces, de que no podrán encontrar en absoluto la otra porción, correspondiente a la primera porción de su supuesto intervalo, a menos que supusieran algún comienzo de su Ingenerado, desde donde pueda concebirse como punto de partida el punto medio, que conecta con la generación del Hijo. Afirmamos, entonces, que cuando hace al Hijo posterior al Padre mediante cierta extensión de vida intermedia, debe conceder también un comienzo fijo a la existencia del Padre, regulado por este mismo intervalo de su invención; y así, su tan cacareada ingeneración del Padre se verá socavada por los argumentos de sus propios defensores; y tendrán que confesar que su Dios ingenerado no existió en un tiempo, sino que comenzó desde un punto de partida: de hecho, lo que tiene un comienzo de ser no es inoriginado. Pero si a todo riesgo debemos confesar esta ausencia de comienzo en el Padre, no permitamos que se exhiba tanta exactitud en fijar para la vida del Hijo un punto que, como el término de su existencia, debe separarlo de la vida del otro lado de ella; baste solamente en el terreno de la causalidad concebir al Padre como anterior al Hijo; y no permitamos que la vida del Padre sea pensada como una vida separada y peculiar antes de la generación del Hijo, para que no tengamos que admitir la idea inevitablemente asociada con esto de un intervalo antes de la aparición del Hijo que mide la vida de Aquel que lo engendró, y luego la consecuencia necesaria de esto, que también debe suponerse un comienzo de la vida del Padre en virtud del cual su intervalo imaginario puede detenerse en su avance ascendente para establecer un límite y un comienzo también para esta vida anterior del Padre: baste para nosotros, cuando confesamos el "venir de él", admitir también, por audaz que parezca, el "vivir junto con él"; Pues los oráculos escritos nos llevan a tal creencia. Pues la sabiduría nos ha enseñado a contemplar el resplandor de la luz eterna en, y junto con, la misma eternidad de esa luz primordial, uniendo en una sola idea el resplandor y su causa, y sin admitir ninguna prioridad. Así salvaremos la teoría de nuestra fe, sin que la vida del Hijo falle en la visión ascendente, y sin que la eternidad del Padre sea cuestionada al suponer un comienzo definido para el Hijo.

XXVI
Sobre la creación, obra conjunta de la Trinidad, en un punto definido

Puede que algunos opositores a esto me digan: "La creación también tiene un comienzo reconocido, y las cosas que la componen no están conectadas en su pensamiento con la eternidad del Padre, y no comprueban, al tener un comienzo propio, la infinitud de la vida divina, que es la monstruosa conclusión que esta discusión ha señalado en el caso del Padre y el Hijo. Por lo tanto, debe seguirse una de dos cosas: o la creación es eterna, o que el Hijo es posterior en el tiempo al Padre. La concepción de un intervalo en el tiempo conducirá a conclusiones monstruosas, incluso cuando se mide desde la creación hasta el Creador". ¡Qué barbaridad! Quien se opone a esto, quizás por no prestar atención al significado de nuestra creencia, la combate con comparaciones ajenas que nada tienen que ver con el asunto en cuestión. Si pudiera señalar algo superior a la creación cuyo origen esté marcado por un intervalo de tiempo, y todos reconocieran que es posible pensar en cualquier intervalo de tiempo como anterior a la creación, podría tener la oportunidad de intentar destruir con tales ataques la eternidad del Hijo que hemos demostrado anteriormente. Pero dado que, por todos los sufragios de los fieles, se concuerda que, de todas las cosas que existen, una parte es por creación y otra anterior a la creación, y que la naturaleza divina debe considerarse increada (aunque en ella, como enseña nuestra fe, hay una causa y una subsistencia producida, pero sin separación de la causa), mientras que la creación debe considerarse en una extensión de distancias, todo orden y secuencia temporal en los acontecimientos solo puede percibirse en las eras de esta creación, pero la naturaleza preexistente a esas eras escapa a toda distinción de antes y después, porque la razón no puede ver en esa vida divina y bienaventurada las cosas que observa, y eso exclusivamente, en la creación. La creación, como hemos dicho, surge según una secuencia de orden y es proporcional a la duración de las eras, de modo que si se asciende por la línea de las cosas creadas hasta su origen, se limitará la búsqueda al fundamento de esas eras. Pero el mundo que está por encima de la creación, ajeno a toda concepción de distancia, elude toda secuencia temporal: carece de comienzo; no tiene fin que detenga su avance, según ningún método de orden discernible. Tras recorrer las eras y todo lo que en ellas se ha producido, nuestro pensamiento vislumbra la naturaleza divina, como un inmenso océano; pero cuando la imaginación se extiende para comprenderla, no da señal alguna de comienzo; de modo que quien, tras indagar con curiosidad en la «prioridad» de las eras, intente ascender al origen de todas las cosas, jamás podrá hacer un solo cálculo en el que apoyarse; aquello que busca siempre se moverá antes, y no se le ofrecerá ninguna base para la curiosidad del pensamiento. Es evidente, incluso con una comprensión moderada de la naturaleza de las cosas, que no hay nada con lo que podamos medir la vida divina y bendita. No está en el tiempo, sino que el tiempo fluye de ella; mientras que la creación, partiendo de un principio manifiesto, avanza hacia su fin propio a través de espacios de tiempo; de modo que es posible, como dice Salomón en alguna parte, detectar en ella un principio, un fin y un punto medio; y marcar la secuencia de su historia mediante divisiones de tiempo. Pero la vida suprema y bendita no tiene extensión temporal que acompañe su curso, y por lo tanto, no tiene alcance ni medida. Las cosas creadas están confinadas dentro de las medidas adecuadas, como dentro de un límite, con la debida consideración al buen ajuste del conjunto por la voluntad de un Creador sabio; y así, aunque la razón humana, en su debilidad, no puede alcanzar todo el camino hasta el contenido de la creación, aun así no dudamos de que el poder creador les ha asignado a todos sus límites y que no se extienden más allá de la creación. Pero este poder creador mismo, aunque circunscribe por sí mismo el crecimiento de las cosas, no tiene límites que lo limiten, sino que sepulta en sí mismo todo esfuerzo del pensamiento por ascender a la fuente de la vida de Dios y elude los afanes afanosos y ambiciosos por alcanzar el fin del infinito. Todo esfuerzo discursivo del pensamiento por remontarse más allá de las eras ascenderá solo hasta ver que aquello que busca jamás podrá ser traspasado: el tiempo y su contenido parecen la medida y el límite del movimiento y la obra del pensamiento humano, pero lo que yace más allá permanece fuera de su alcance; es un mundo que no puede pisar, inmaculado por ningún objeto comprensible para el hombre. No hay forma, lugar, tamaño, cómputo del tiempo ni nada más cognoscible allí: y así es inevitable que nuestra facultad aprehensiva, buscando siempre algún objeto que aferrar, deba retroceder desde cualquier lado de esta existencia incomprensible, y buscar en las eras y en la creación que estas contienen su esfera afín y afín. Todos, digo, con un mínimo de comprensión, por moderada que sea, de la naturaleza de las cosas, saben que el Creador del mundo estableció el tiempo y el espacio como trasfondo para recibir lo que habría de ser; sobre este fundamento construyó el universo. No es posible que nada de lo que ha surgido o está surgiendo por medio de la creación pueda ser independiente del espacio o el tiempo. Pero la existencia que es completamente suficiente, eterna, que abarca el mundo, no está en el espacio ni en el tiempo: está antes de estos, y por encima de estos de una manera inefable; auto-contenida, cognoscible sólo por la fe; inconmensurable por las eras; sin la compañía del tiempo; asentada y reposando en sí misma, sin asociaciones de pasado o futuro, no habiendo nada más allá de sí misma, cuyo paso pueda hacer algo pasado y algo futuro. Tales accidentes se limitan a la creación, cuya vida se divide con las divisiones del tiempo en memoria y esperanza. Pero dentro de ese poder trascendente y bendito todas las cosas están igualmente presentes como en un instante: el pasado y el futuro están dentro de su alcance omni-abarcante y de su visión abarcadora. Este es el Ser en el que, para usar las palabras del apóstol, se forman todas las cosas; y nosotros, con nuestra participación individual en la existencia, vivimos, nos movemos y tenemos nuestro ser. Está por encima del principio y no presenta marcas de su naturaleza más íntima: sólo se conoce en la imposibilidad de percibirlo. De hecho, esa es su característica más especial: que su naturaleza es demasiado alta para cualquier atributo distintivo. Debe darse una explicación muy diferente de lo Increado a la creación: es esto mismo lo que lo aleja de toda comparación y conexión con su Hacedor; esta diferencia, quiero decir, de esencia, y esta admisión de una explicación especial de su naturaleza que no tiene nada en común con la de Aquel que la hizo. La naturaleza divina es ajena a estas marcas especiales en la creación: deja bajo sí las secciones del tiempo, el antes y el después, y las ideas del espacio: de hecho, 'superior' no puede decirse con propiedad de ella en absoluto. Toda concepción acerca de ese poder increado es un principio sublime e implica la idea de lo que es apropiado en el más alto grado. Hemos demostrado, entonces, con lo que hemos dicho que el Unigénito y el Espíritu Santo no deben buscarse en la creación, sino que deben creerse por encima de ella; y que si bien la creación puede quizás, mediante los esfuerzos perseverantes de buscadores ambiciosos, ser captada en su propio comienzo, sea cual sea este, lo sobrenatural no entrará más por ello dentro del ámbito del conocimiento, pues no se puede encontrar marca antes de los siglos que indique su naturaleza. Bueno, entonces, si en esta existencia increada esas realidades maravillosas, con sus nombres maravillosos de Padre, Hijo y Espíritu Santo, han de estar en nuestros pensamientos, ¿cómo podemos imaginar, de ese mundo pretemporal, lo que nuestras mentes ocupadas e inquietas perciben en las cosas de aquí abajo comparando una de ellas con otra y dándole precedencia por un intervalo de tiempo? Porque allí, con el Padre, no originado, no generado, siempre Padre, la idea del Hijo como viniendo de él pero lado a lado con él está inseparablemente unida; y por medio del Hijo y aun con él, antes de que cualquier concepción vaga e insustancial se interponga, el Espíritu Santo se encuentra de inmediato en la más íntima unión; no posterior en existencia al Hijo, como si el Hijo pudiera ser pensado como habiendo existido siempre sin el Espíritu; sino él mismo también poseyendo la misma causa de su ser, es decir, el Dios sobre todo, como la luz unigénita, y habiendo brillado en esa misma luz, siendo divisible ni por duración ni por una naturaleza ajena al Padre o al Unigénito. No hay intervalos en ese mundo pretemporal: y no hay diferencia en cuanto a ser. Ni siquiera es posible, comparando lo increado con lo increado, ver diferencias; y el Espíritu Santo es increado, como hemos mostrado antes. Siendo esta la opinión sostenida por quienes aceptan en su simplicidad el evangelio puro, ¿qué razón habría para intentar disolver esta firme unión del Hijo con el Padre mediante la creación, como si fuera necesario suponer que el Hijo existió desde la eternidad junto con la creación, o que él también, al igual que ella, existió posteriormente? Pues la generación del Hijo no se encuentra dentro del tiempo, como tampoco la creación fue anterior al tiempo; por lo tanto, de ninguna manera puede ser correcto dividir lo indivisible e insertar, al declarar que hubo un tiempo en el que el Autor de toda existencia no existía, esta falsa idea del tiempo en la fuente creadora del universo. Por lo tanto, es cierta nuestra afirmación previa de que la eternidad del Hijo está incluida, junto con la idea de su nacimiento, en la ingenuidad del Padre; y que, si se imaginara un intervalo que los separara, ese mismo intervalo fijaría un comienzo para la vida del Todopoderoso; una suposición monstruosa. Pero nada impide que la creación, siendo, como es, por naturaleza algo distinto de su Creador y sin ninguna influencia en ese mundo puramente pretemporal, tenga, en nuestra creencia, un comienzo propio, como hemos dicho. Decir que los cielos, la tierra y demás contenidos de la creación surgieron de cosas que no son, o, como dice el apóstol, de cosas que no se ven, no deshonra al Creador de este universo; pues sabemos por las Escrituras que todas estas cosas no son eternas ni permanecerán eternamente. Si, por otro lado, se pudiera creer que hay algo en la Santísima Trinidad que no coexiste con el Padre, si, siguiendo esta herejía, se pensara en despojar al Todopoderoso de la gloria del Hijo y del Espíritu Santo, esto no resultaría en otra cosa que en un Dios manifiestamente alejado de toda obra y pensamiento bueno y divino. Pero si el Padre, existente antes de los siglos, está siempre en gloria, y el Hijo pretemporal es su gloria, y si, de igual manera, el Espíritu de Cristo es la gloria del Hijo, siempre contemplable junto con el Padre y el Hijo, ¿qué formación habría llevado a este erudito a declarar que hay un antes en lo atemporal y un "más honorable" en lo esencialmente honorable, y a preferir, por comparación, uno sobre otro, para deshonrar a este último por esta parcialidad? El término en oposición a "más honorable" aclara aún más adónde tiende Eunomio.

XXVII
Eunomio defiende que la variación en las obras indica variación en las energías

De la misma tónica es lo que añade Eunomio en el párrafo siguiente, al decir que "las mismas energías producen la misma uniformidad de obras, y diferentes obras indican también la diferencia en las energías". Este noble pensador defiende su doctrina con sutileza e irresistibilidad. Las mismas energías producen la misma uniformidad de obras. Comprobémoslo con hechos. La energía del fuego es siempre una y la misma; consiste en calentar, pero ¿qué clase de concordancia muestran sus resultados? El bronce se funde en él; el barro se endurece; la cera se desvanece: mientras que todos los demás animales son destruidos por él, la salamandra se conserva con vida; la estopa arde, el amianto es lavado por las llamas como si fuera agua; hasta ahí llega su "uniformidad de obras a partir de una misma energía". ¿Y qué hay del sol? ¿Acaso su poder de calentar no es siempre el mismo? Y sin embargo, mientras hace crecer una planta, marchita otra, variando los resultados de su operación según la fuerza latente de cada una. "Lo que está en la roca" se marchita; "lo que está en la tierra profunda" rinde cien veces más. Investiga la obra de la naturaleza y aprenderás, en el caso de los cuerpos que ella produce artísticamente, la cantidad de precisión que hay en su afirmación de que "la igualdad de energía produce igualdad de resultado". Una sola operación es la causa de la concepción, pero la composición de lo que se efectúa internamente en ella es tan variada que sería difícil para cualquiera incluso enumerar todas las diversas cualidades del cuerpo. Además, beber leche es una sola operación por parte del bebé, pero los resultados de su nutrición son demasiado complejos para ser detallados. Mientras este alimento pasa del canal de la boca a los conductos secretores, el poder transformador de la naturaleza lo envía a las diversas partes proporcionalmente a sus necesidades; pues mediante la digestión divide su suma total en el pequeño cambio de multitudinarias diferencias, y en suministros acordes con el tema con el que trata (de modo que la misma leche alimenta arterias, venas, cerebro y sus membranas, médula ósea, huesos, nervios, tendones, carne, superficie, cartílagos, grasa, cabello, uñas, transpiración, vapores, flema, bilis y, además, todas estas superfluidades inútiles derivadas de la misma fuente). No se podría nombrar ningún órgano, ya sea de movimiento o sensación, ni nada que constituya la masa corporal, que no se haya formado (a pesar de las sorprendentes diferencias) a partir de esta misma operación de alimentación. Si se compararan también las artes mecánicas, se vería cuál es el valor científico de su afirmación; pues allí vemos en todas ellas la misma operación, me refiero al movimiento de las manos; pero ¿qué tienen en común los resultados? ¿Qué tiene que ver construir un santuario con un abrigo, aunque se emplee trabajo manual en ambos? Tanto el ladrón de casas como el pocero mueven sus manos, para la minería de la tierra o el asesinato. Las acciones de un hombre son resultado del movimiento de las manos. El soldado mata al enemigo, y el labrador maneja con las manos el tenedor que rompe el terrón. ¿Cómo, entonces, puede este doctrinario afirmar que "las mismas energías producen la misma obra"? Pero incluso si admitiéramos que esta opinión suya fuera cierta, la unión esencial del Hijo con el Padre, y del Espíritu Santo con el Hijo, queda aún más plenamente demostrada. Pues si existiera alguna variación en sus energías, de modo que el Hijo obrara su voluntad de forma distinta a la del Padre, entonces (bajo la suposición anterior) sería justo conjeturar, a partir de esta variación, una variación también en los seres, resultado de estas energías variables. Pero si es cierto que la manera de obrar del Padre es también la manera siempre de obrar del Hijo, tanto por las propias palabras de nuestro Señor como por lo que deberíamos haber esperado a priori (pues el uno no es incorpóreo mientras que el otro está encarnado, el uno no es de este material, el otro de aquel, el uno no hace su voluntad en este tiempo y lugar, el otro en ese tiempo y lugar, ni hay diferencia de órganos en ellos que produzca diferencia de resultado, sino que el solo movimiento de su deseo y de su voluntad es suficiente, secundado en la fundación del universo por el poder que puede crear cualquier cosa) si, digo, es cierto que en todos los aspectos el Padre de quien son todas las cosas, y el Hijo por quien son todas las cosas en la forma real de su operación trabajan de la misma manera, entonces ¿cómo puede este hombre esperar probar la diferencia esencial entre el Hijo y el Espíritu Santo por alguna diferencia y separación entre la obra del Hijo y del Padre? Se demuestra que es el caso exactamente lo opuesto, como acabamos de ver, puesto que no se contempla diferencia alguna entre la obra del Padre y la del Hijo, y por lo tanto no existe abismo alguno entre el ser del Hijo y el ser del Espíritu, se demuestra por la identidad del poder que les da su subsistencia; y nuestro propio panfletista lo confirma; pues estas son sus palabras textuales: las mismas energías producen igualdad de obras. Si la igualdad de obras se produce realmente por la semejanza de energías, y si (como dicen) el Hijo es obra del Padre y el Espíritu la obra del Hijo, la semejanza en la forma de las energías del Padre y del Hijo demostrará la igualdad de estos seres que cada uno resulta de ellos. Pero añade que la variación en las obras indica variación en las energías. ¿Cómo, de nuevo, se corrobora este dictamen con hechos? Consideren, por favor, ejemplos claros. ¿No es la energía de mando, en Aquel que encarnó el mundo y todas las cosas que lo componen por su sola voluntad, una sola energía? Él habló y fueron hechas, él mandó y fueron creadas. ¿Acaso lo ordenado en cada caso no tenía la misma existencia? ¿No bastó su única voluntad para dar subsistencia a lo inexistente? ¿Cómo, entonces, cuando se ven diferencias tan vastas provenientes de esa única energía de mando, puede este hombre cerrar los ojos a las realidades y declarar que la diferencia de obras indica diferencia de energías? Si nuestro dogmático insiste en esto (en que la diferencia de obras implica diferencia de energías), entonces habríamos esperado precisamente lo contrario; es decir, que todo en el mundo fuera de una sola clase. ¿Es posible que vea aquí una semejanza universal y detecte la diferencia solo entre el Padre y el Hijo? Que observe, entonces, si nunca lo hizo antes, la disimilitud entre los elementos del mundo y cómo cada cosa que compone la estructura del todo se aferra a su opuesto natural. Algunos objetos son ligeros y flotantes, otros pesados y gravitatorios; algunos están siempre quietos, otros siempre en movimiento; y entre estos últimos, algunos se mueven inmutablemente en un plan, como el cielo, por ejemplo, y los planetas, cuyas trayectorias giran en sentido opuesto al universo; otros se transfunden en todas direcciones y se precipitan al azar, como el aire y el mar, por ejemplo, y toda sustancia que penetra naturalmente. ¿Qué necesidad hay de mencionar los contrastes que se observan entre calor y frío, humedad y sequedad, altura y altura? En cuanto a las numerosas disimilitudes entre animales y plantas, en cuanto a figura y tamaño, y todas las variaciones de sus productos y cualidades, la mente humana no las comprendería.

XXVIII
Eunomio defiende una serie inalterable de naturalezas, una al lado de la otra

Este hombre de ciencia llamado Eunomio sigue afirmando que las obras diversas tienen energías igualmente diversas para producirlas. O bien desconoce aún la naturaleza de la energía divina, como enseñan las Escrituras: "Todas las cosas fueron hechas por la palabra de su mandato", o bien es ciego a las diferencias entre las cosas existentes. Pronuncia estas declaraciones desconsideradas para nuestro beneficio y establece la ley sobre las doctrinas divinas, como si nunca hubiera oído que cualquier simple afirmación (donde no se hace una declaración completamente innegable y clara sobre el asunto en cuestión, y donde el aseverador dice bajo su propia responsabilidad algo a lo que un oyente cauteloso no puede asentir) no es mejor que contar sueños o historias mientras bebe vino. Aunque este dictamen suyo no se ajusta a los hechos, sin embargo (como quien, engañado por un sueño, cree ver uno de los objetos de sus esfuerzos despiertos, y se aferra con avidez a este fantasma y, con ojos engañados por este deseo visionario, cree tenerlo en sus manos) con este onírico esquema de doctrinas ante sí, imagina que sus palabras tienen fuerza, insiste en su verdad e intenta, con ellas, demostrar todo lo demás. Vale la pena mencionarlo. Siendo así, y manteniendo una conexión ininterrumpida entre sí, parece adecuado para quienes investigan según el orden propio del tema y no insisten en mezclarlo y confundirlo todo, en caso de que surja una discusión sobre el ser divino, probar lo que se está demostrando y resolver los puntos en debate mediante las energías primarias y las ligadas a los seres divinos, y de nuevo, explicarlo mediante el ser divino cuando las energías están en cuestión. Creo que las frases mismas de su impiedad bastan para demostrar lo absurdo de esta enseñanza. Si alguien tuviera que describir cómo una enfermedad desfigura el rostro humano, lo explicaría mejor desvendándolo, y entonces no habría necesidad de palabras al ver su aspecto. Así, cualquier ojo mental podría discernir la horrible mutilación causada por esta herejía: su simple lectura podría desvelar el velo. Pero como es necesario, para aclarar a la mayoría la maldad latente de esta enseñanza, señalarla con el dedo, repetiré cada palabra. Siendo así, ¿qué quiere decir "este soñador"? ¿Qué es esto? ¿Cómo se ha expresado? El ser del Padre es el único propio y supremo en sumo grado; en consecuencia, el ser siguiente es dependiente, y el tercero aún más. Con estas palabras establece la ley. Pero ¿por qué? ¿Será porque una energía acompaña al primer ser, cuyo efecto y obra, el Unigénito, está circunscrito por la esfera de esta causa productora? ¿O porque estos seres divinos deben considerarse de mayor o menor extensión, los más pequeños incluidos y rodeados por los mayores, como barriles metidos uno dentro de otro, puesto que detecta grados de tamaño dentro de Seres que son ilimitados? ¿O porque las diferencias de productos implican diferencias de productores, como si fuera imposible que diferentes efectos fueran producidos por energías similares? Pues bien, no hay nadie cuyas facultades mentales estén tan sumidas en el sueño como para asentir inmediatamente, tras oír tales afirmaciones, a la siguiente afirmación, siendo estas así, y manteniendo una conexión ininterrumpida en su relación mutua. Es igualmente una locura decir tales cosas y escucharlas sin cuestionarlas. Están colocadas en una serie y en una "relación inalterable entre sí", y sin embargo, están separadas entre sí por una desemejanza esencial. O bien, como insiste nuestra propia doctrina, están unidos en el ser, y entonces realmente conservan una relación inalterable entre sí; o bien se mantienen separados en una desemejanza esencial, como él imagina. Pero ¿qué serie, qué relación inalterable puede existir con entidades ajenas? ¿Y cómo pueden presentar ese "orden pertinente a la materia" que, según él, debe regir la investigación? Ahora bien, si sólo se fijara en la doctrina de la verdad, y si el orden en el que cuenta las diferencias fuera solo el de los atributos que la fe ve en la Santísima Trinidad (un orden tan natural y perteneciente que las personas no pueden confundirse, estando divididas como personas, aunque unidas en su ser), entonces no se le habría clasificado en absoluto entre nuestros enemigos, pues se referiría a la misma doctrina que nosotros enseñamos. Pero, tal como están las cosas, mira en la dirección opuesta, y hace que el orden que imagina allí sea completamente inconcebible. Hay una diferencia abismal entre la realización de un acto de la voluntad y la de una ley mecánica de la naturaleza. El calor es inherente al fuego, el esplendor al rayo de sol, la fluidez al agua, la tendencia descendente a la piedra, etc. Pero si un hombre construye una casa, busca un cargo, se hace a la mar con un cargamento o intenta cualquier otra cosa que requiera previsión y preparación para tener éxito, no podemos afirmar en tal caso que exista propiamente un rango u orden inherente a sus operaciones: su orden en cada caso resultará como consecuencia del motivo que guió su elección o de la utilidad de lo que logra. Pues bien, dado que esta herejía separa al Hijo de toda relación esencial con el Padre y adopta la misma visión del Espíritu como ajeno a toda unión con el Padre o el Hijo, y dado que también afirma en todo momento que el Hijo es obra del Padre, y el Espíritu la obra del Hijo, y que estas obras son resultado de un propósito, no de la naturaleza, ¿qué fundamento tiene para declarar que esta obra de una voluntad es un "orden inherente a la materia"? ¿Y cuál es el sentido de esta enseñanza, que convierte al Todopoderoso en el artífice de una naturaleza como esta en el Hijo y el Espíritu Santo, donde los seres trascendentes son creados de tal manera que son inferiores entre sí? Si tal es realmente su significado, ¿por qué no expuso claramente los fundamentos que tiene para presumir, en el caso de la deidad, que la pequeñez del resultado será evidencia de un poder aún mayor? Pero ¿quién podría realmente admitir que una causa tan grande y poderosa deba buscarse en esta pequeñez de resultados? ¡Como si Dios fuera incapaz de establecer su propia perfección en nada que provenga de él! ¿Y cómo puede atribuir a la deidad la más alta prerrogativa de la supremacía mientras exhibe su poder como si así no estuviera a la altura de su voluntad? Eunomio ciertamente parece querer decir que la perfección ni siquiera se propuso como el objetivo de la obra de Dios, por temor a que el honor y la gloria de Aquel a quien se debe homenaje por su superioridad se vieran así disminuidos. Y sin embargo, ¿hay alguien tan estrecho de miras como para considerar que la bendita deidad misma no está libre de la pasión de la envidia? ¿Qué razón plausible queda, entonces, para que la deidad suprema haya constituido tal orden en el caso del Hijo y el Espíritu? Pero yo no quise decir que ese orden viniera de él, replica. Pero ¿de dónde, si no, si los seres a los que este orden es connatural no están esencialmente relacionados entre sí? Quizás él llama a la inferioridad misma del ser del Hijo y del Espíritu este "orden connatural". Pero le rogaría que me explicara la razón de esto mismo, a saber: por qué el Hijo es inferior en cuanto a ser, cuando tanto este ser como esta energía se descubren en las mismas características y atributos. Si, por otro lado, no ha de existir la misma definición de ser y energía, y cada una ha de significar algo diferente, ¿por qué introduce una demostración de la cosa en cuestión mediante algo completamente distinto? Sería, en ese caso, como si, al debatir sobre el propio ser del hombre si es un animal risible o alguien capaz de aprender a leer, alguien adujera la construcción de una casa o un barco por parte de un albañil o un carpintero de ribera como solución a la cuestión, insistiendo en el hábil silogismo que conocemos. Los seres por operaciones, y una casa y un barco son operaciones del hombre. ¿Aprendemos entonces, señor ingenuo, con tales premisas que el hombre es risible y además de superficial? Alguien podría replicar: "La cuestión no era si el hombre posee movimiento y energía, sino cuál es el principio mismo que lo energiza; y eso no lo entiendo por su forma de resolver la cuestión". De hecho, si quisiéramos saber algo sobre la naturaleza del viento, no daría una respuesta satisfactoria señalando un montón de arena o paja levantada por el viento, o el polvo que esparció; pues la explicación que se debe dar del viento es muy diferente, y estas ilustraciones suyas serían ajenas al tema. ¿Qué fundamento tiene, entonces, para intentar explicar los seres por sus energías y definir una entidad a partir de las resultantes de esa entidad? Observemos también qué clase de obra del Padre es la que, según él, comprende su ser. El Hijo, sin duda, dirá, si lo dice como de costumbre. Pero este Hijo suyo, docto señor, solo se corresponde, en su esquema, con la energía que lo produjo, e indica solo eso, mientras el objeto de nuestra búsqueda aún permanece en la oscuridad, si, como usted mismo confiesa, esta energía es sólo una entre las cosas que siguen al primer ser. Esta energía, como usted dice, se extiende a la obra que produce, pero no revela en ella ni siquiera su propia naturaleza, sino sólo lo que podemos vislumbrar en ella. No se ponen en marcha todos los recursos de un herrero para fabricar una barrena; la habilidad de ese artesano solo opera en la medida adecuada para formar esa herramienta, aunque podría fabricar una gran variedad de otras. Por lo tanto, el límite de la energía se encuentra en la obra que produce. Pero la cuestión ahora no es la cantidad de energía, sino la esencia de aquello que la ha generado. De igual manera, si afirma que puede percibir la naturaleza del Unigénito en el Espíritu (a quien llama la obra de una energía que sigue al Hijo), su afirmación carece de fundamento; pues, una vez más, la energía, aunque se extiende a su obra, no revela en ella la naturaleza ni de sí misma ni de quien la ejerce. Pero cedamos en esto; concedámosle que los seres son conocidos en sus energías. El primer Ser es conocido a través de su obra; y este segundo Ser se revela en la obra que procede de él. Pero ¿qué, mi erudito amigo, es mostrar este tercer Ser? No se puede encontrar tal obra de este tercero. Si insistes en que estos seres son percibidos por sus energías, debes confesar que la naturaleza del Espíritu es imperceptible; no puedes inferir su naturaleza de ninguna energía emitida por él para continuar la continuidad. Muestra alguna obra sustanciada del Espíritu, a través de la cual creas haber detectado el ser del Espíritu, o toda tu telaraña se derrumbará al toque de la razón. Si el ser es conocido por la energía subsiguiente, y no hay ninguna energía sustanciada del Espíritu, como dices que el Padre muestra en el Hijo, y el Hijo en el Espíritu, entonces la naturaleza del Espíritu debe confesarse incognoscible y no ser aprehendida a través de estas; No se concibe ninguna energía en conexión con una sustancia que permita siquiera vislumbrarla. Pero si el Espíritu elude la comprensión, ¿cómo, mediante aquello que es en sí mismo imperceptible, puede percibirse al ser más exaltado? Si la obra del Hijo (es decir, el Espíritu según ellos) es incognoscible, el Hijo mismo jamás podrá ser conocido; estará envuelto en la oscuridad de aquello que da testimonio de él; y si el ser del Hijo está así oculto, ¿cómo puede el ser, que es más propiamente tal y supremo, ser sacado a la luz mediante el ser que está en sí mismo oculto? Esta oscuridad del Espíritu se transmite por retrogresión a través del Hijo al Padre; de modo que, desde esta perspectiva, incluso mediante la confesión de nuestros adversarios, se demuestra claramente la incognoscibilidad del ser del Padre. ¿Cómo puede, entonces, este hombre, con su ojo tan agudo para ver entidades insustanciales, discernir la naturaleza de lo invisible e incomprensible por medio de sí mismo? ¿Y cómo puede ordenarnos que captemos a los seres por medio de sus obras, y a su vez captemos sus obras a partir de ellos?

XXIX
Eunomio defiende que la dudas sobre las energías deben ser resueltas por los seres, y viceversa

Sigue diciendo Eunomio que "la duda sobre las energías debe ser resuelta por los seres". ¿Cómo se puede sacar a este hombre de sus vanas fantasías y llevarlo al sentido común? Si cree que es posible resolver así las dudas sobre las energías comprendiendo a los seres mismos, ¿cómo, si estos últimos no son comprendidos, puede convertir esta duda en certeza? Si el ser ha sido comprendido, ¿qué necesidad hay de darle tanta importancia a la energía, como si fuera a conducirnos a la comprensión del ser? Pero si esto es precisamente lo que hace necesario el examen de la energía, es decir, que podamos ser guiados a la comprensión del ser que la ejerce, ¿cómo puede esta naturaleza aún desconocida resolver la duda sobre la energía? La prueba de cualquier cosa que se dude debe hacerse mediante verdades bien conocidas; pero cuando existe una incertidumbre igual sobre ambos objetos de nuestra investigación, ¿cómo puede Eunomio decir que se comprenden el uno por medio del otro, estando ambos en sí mismos más allá de nuestro conocimiento? Cuando se discute el ser del Padre, él nos dice que la cuestión puede ser resuelta por medio de la energía que lo sigue y de la obra que esta energía realiza; pero cuando la pregunta es acerca del ser del Unigénito, ya sea que Eunomio lo llame una energía o un producto de la energía (porque hace ambas cosas), entonces nos dice que la cuestión puede ser fácilmente resuelta mirando el ser de su productor.

XXX
La Escritura no entra en tales investigaciones, y menos en sus filosofías

Me gustaría preguntarle esto a Eunomio: ¿Quiere decir que las energías se explican por los seres que las produjeron solo en el caso de la naturaleza divina, o reconoce la naturaleza de lo producido por medio del ser del productor con respecto a cualquier cosa que posea una fuerza efectiva? Si sólo en el caso de la naturaleza divina sostiene esta opinión, que nos muestre cómo resuelve las cuestiones sobre las obras de Dios por medio de la naturaleza del Trabajador. Tomemos una obra indudable de Dios: el cielo, la tierra, el mar, el universo entero. Sea el ser de uno de ellos lo que, según nuestra suposición, se está investigando, y sea el cielo el tema fijado para nuestro razonamiento especulativo. Es una cuestión de cuál es la sustancia del cielo; se han abordado opiniones al respecto que varían ampliamente según las luces de cada filósofo natural. ¿Cómo podrá la contemplación del Creador del cielo resolver la cuestión de lo inmaterial, invisible, sin forma, ingenerado, eterno, incapaz de decadencia, cambio y alteración, y todas esas cosas, tal como él es? ¿Cómo podrá quien conciba esta concepción del Creador llegar al conocimiento de la naturaleza del cielo? ¿Cómo podrá distinguir lo visible de lo invisible, lo perecedero de lo imperecedero, lo que tiene fecha de existencia de lo que nunca tuvo generación, lo que sólo dura un tiempo de lo eterno; de hecho, el objeto de su búsqueda de todo lo que es completamente opuesto a ello? Que este hombre, que ha sondeado con precisión el secreto de las cosas, nos diga cómo es posible que dos cosas tan diferentes se conozcan entre sí.

XXXI
La providencia de Dios, observable y suficiente, para revelar la identidad del Ser divino

Si pudiera ver Eunomio las consecuencias de sus propias declaraciones, se vería inducido por ellas a aceptar la doctrina de la Iglesia. Pues si la naturaleza del hacedor es una indicación de la cosa hecha, como él afirma, y si, según su escuela, el Hijo es algo hecho por el Padre, cualquiera que haya observado la naturaleza del Padre habría conocido con certeza por ello la del Hijo; si, digo, es cierto que la naturaleza del obrero es un signo de lo que obra. Pero el Unigénito, como dicen, de la desemejanza del Padre, quedará excluido de operar por la providencia. Eunomio ya no necesita preocuparse por su ser engendrado, ni forzar a partir de eso otra prueba de la desemejanza del hijo. La diferencia de propósito será en sí misma suficiente para sacar a la luz su naturaleza ajena. Pues el primer Ser es, incluso según la confesión de nuestros oponentes, uno y único, y necesariamente su voluntad debe ser pensada como siguiendo la inclinación de su naturaleza. Pero la providencia muestra que el propósito es bueno, y así la naturaleza de la que proviene ese propósito se muestra como buena también. Así que solo el Padre obra el bien; y el Hijo no se propone las mismas cosas que él, si adoptamos las suposiciones de nuestro adversario; la diferencia entonces, de su naturaleza será claramente atestiguada por esta variación de sus propósitos. Pero si, mientras que el Padre es providente para el universo, el Hijo es igualmente providente para él (porque "lo que él ve al Padre hacer eso también lo hace el Hijo"), esta similitud de sus propósitos exhibe una comunión de naturaleza en aquellos que así se proponen las mismas cosas. ¿Por qué, entonces, omite toda mención de la providencia por él, como si no nos ayudara en absoluto a lo que estamos buscando? Sin embargo, muchos ejemplos familiares contribuyen a nuestra visión de ella. Cualquiera que haya contemplado el brillo del fuego y experimentado su poder de calentar, cuando se acerca a otro brillo y otro calor similares, seguramente será llevado a pensar en el fuego (pues sus sentidos, a través de estos fenómenos similares, lo conducirán a la realidad de que un elemento afín produce ambos; nada que no fuera fuego podría actuar como el fuego en todas las ocasiones). De igual manera, cuando percibimos una cantidad similar e igual de poder providencial en el Padre y en el Hijo, nos hacemos una conjetura mediante lo que así entra dentro del alcance de nuestro conocimiento sobre cosas que trascienden nuestra comprensión; creemos que no se pueden detectar causas de naturaleza ajena en estos efectos iguales y similares. Como los fenómenos observados son entre sí, así serán los sujetos de esos fenómenos: si los primeros se oponen, debemos considerar que las entidades reveladas también lo son; si los primeros son iguales, también deben serlo los demás. Nuestro Señor dijo alegóricamente que su fruto es la señal de las características de los árboles, lo que significa que no desmiente esa característica, que lo malo no está ligado al buen árbol, ni lo bueno al malo, pues "por sus frutos los conoceréis"; así, cuando el fruto, la providencia, no presenta diferencia, detectamos una sola naturaleza de la que ha brotado ese fruto, aunque los árboles de los cuales proviene sean diferentes. A través de aquello, entonces, que es cognoscible por nuestra aprehensión, a saber, el esquema o providencia visible en el Hijo de la misma manera que en el Padre, la semejanza común del Unigénito y el Padre queda fuera de toda duda, y es la identidad de los frutos de la providencia por la cual lo conocemos.

XXXII
La afirmación de que "la semejanza sigue a la generación", ininteligible

Para evitar que se abrigue tal pensamiento, y pretenda ser obligado a abandonarlo, dice Eunomio que se retira de todos estos resultados de la Providencia y regresa al modo de generación del Hijo, porque el modo de su semejanza debe seguir el modo de su generación. ¡Qué prueba irresistible! ¡Con cuánta fuerza esta verborrea obliga al asentimiento! ¡Cuánta habilidad y precisión hay en la formulación de esta afirmación! Entonces, si conocemos el modo de generación, conoceremos por ello el modo de semejanza. Pues bien; dado que todos, o al menos la mayoría, de los animales nacidos por parto tienen el mismo modo de generación y, según su lógica, el modo de semejanza sigue a este modo de generación, estos animales, al seguir el mismo modelo en su producción, se parecerán por completo a los generados de forma similar; pues las cosas que son como la misma cosa son como las demás. Si, entonces, según la perspectiva de esta herejía, la forma de la generación hace que todo se genere exactamente igual a sí mismo, y es un hecho que esta forma no varía en absoluto en diversas clases de animales, sino que permanece igual en la mayoría de ellos, encontraremos que esta afirmación general e incondicional establece, en virtud de esta similitud de nacimiento, una semejanza mutua entre hombres, perros, camellos, ratones, elefantes, leopardos y cualquier otro animal que la Naturaleza produce de la misma manera. ¿O quiere decir, no que las cosas traídas al mundo de manera similar son todas iguales entre sí, sino que cada una de ellas es sólo como ese ser que es la fuente de su vida? Pero si así fuera, debería haber declarado que el hijo es igual al padre, no que la forma de la semejanza se asemeja a la forma de la generación. Pero esto, que es tan probable en sí mismo, y se observa como un hecho en la naturaleza, que el engendrado se asemeja al engendrador, no lo admitirá como una verdad, sino que reduciría toda su argumentación a una prueba de lo contrario de lo que pretendía. Si permitiera que la descendencia se asemejara al progenitor, su elaborado arsenal de argumentos para demostrar la disparidad de los seres quedaría refutado por evanescente e infundado. Así, afirma que la forma de la semejanza depende de la forma de la generación. Esto, al ser examinado por un crítico riguroso del significado de cualquier idea, resultará completamente ininteligible. Es sencillamente imposible decir qué puede significar una forma de generación. ¿Significa la figura del progenitor, su impulso, su disposición; el tiempo, el lugar, la concepción del embrión; los receptáculos generativos; o nada de eso, sino algo más de lo observado en generación? Es imposible averiguar a qué se refiere. La impropiedad y vaguedad de la palabra forma causan perplejidad en cuanto a su significado; cualquier posible significado es igualmente susceptible de nuestras conjeturas y presenta, a su vez, una falta de conexión con el tema que nos ocupa. Lo mismo ocurre con esta frase sobre la forma de la semejanza; carece de cualquier vestigio de significado si fijamos nuestra atención en los ejemplos que conocemos . Pues lo generado no puede compararse allí con la clase o forma de su nacimiento. El nacimiento consiste, en el caso del nacimiento animal, en la separación de un cuerpo con otro, en la que se da a luz al animal, perfectamente moldeado en el vientre materno; pero lo que nace es un hombre, un caballo, una vaca, o lo que sea que pueda ser en su existencia a través del nacimiento. Por lo tanto, cómo la forma de la semejanza de la descendencia sigue la forma de su generación es algo que debe ser explicado por él o por alguna de sus alumnas de obstetricia. El nacimiento es una cosa, lo que nace es otra: son ideas completamente diferentes. Nadie con un mínimo de sentido común negaría que lo que dice es completamente falso en el caso de los nacimientos animales. Pero si llama a la creación y al modelado una forma de generación, que la forma de la semejanza de la cosa producida debe seguir, aun así, su afirmación carece de toda verosimilitud, como veremos en algunos ejemplos. El hierro se forja a martillazos por el artífice hasta convertirse en un instrumento útil. Cómo, entonces, el contorno de su borde, si lo hay, puede considerarse similar a la mano del trabajador, o a la manera de moldearlo, por ejemplo, a los martillos, las brasas, los fuelles y el yunque con los que lo moldeó, nadie podría explicarlo. Y lo que se puede decir en un caso se aplica a todos, donde cualquier operación produce un resultado; no puede decirse que el producto sea similar a la manera en que se generó.¿Qué tiene que ver la forma de una prenda con el carrete, las varillas, el peine o la forma de los instrumentos del tejedor? ¿Qué tiene que ver un asiento con el trabajo de los bloques, o cualquier obra terminada con la complexión de quien la realizó? Pero creo que incluso nuestros oponentes admitirían que esta regla suya no se aplica en casos prácticos y materiales. Queda por ver si esto contribuye en algo más a la prueba de su blasfemia. ¿Qué pretendía, entonces? La necesidad de creer según su ser en la semejanza o desemejanza del Hijo con el Padre; y como no podemos saber sobre este ser a partir de consideraciones de la Providencia, la necesidad de recurrir al modo de generación, mediante el cual podemos saber, no si el engendrado es como el engendrador (absolutamente), sino sólo cierta semejanza entre ellos; y como este modo es un secreto para muchos, la necesidad de profundizar en el ser del engendrador. ¿Acaso ha olvidado sus propias definiciones sobre que los seres deben ser conocidos por sus obras? Pero este ser engendrado, al que llama la obra del ser supremo, aún no ha sido esclarecido (según él); entonces, ¿cómo puede abordarse su naturaleza? ¿Y cómo puede elevarse por encima de esta cosa inferior y, por lo tanto, más directamente comprensible, y así aferrarse al ser absoluto y supremo? De nuevo, a lo largo de su discurso, siempre afirma un conocimiento preciso de las expresiones divinas; sin embargo, aquí les muestra escasa reverencia, ignorando que no es posible acceder al conocimiento del Padre sino a través del Hijo, pues "nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo revele" (Mt 11,27). Sin embargo, Eunomio, si bien en cada ocasión en que puede insultar nuestras concepciones devotas y piadosas del Hijo, afirma con franqueza su inferioridad, establece inconscientemente su superioridad con este recurso suyo para conocer a la deidad; pues asume que la existencia del Padre se presta más fácilmente a nuestra comprensión, y a partir de ahí intenta rastrear y argumentar la naturaleza del Hijo.

XXXIII
La afirmación de que "la generación debe conocerse a partir del generador", falsa

Se remonta Eunomio, por ejemplo, al ser engendrador, y desde allí realiza un estudio de lo engendrado; pues, dice él, la manera de la generación se conoce a partir del valor intrínseco del generador. De nuevo, encontramos que esta generalización audaz e incondicional suya hace que el pensamiento del investigador se disipe en todas las direcciones posibles; es la naturaleza de tales afirmaciones generales, extender sus significados a cada caso, y no permitir que nada escape a su afirmación general. Si, entonces, "la manera de la generación se conoce a partir del valor intrínseco del generador", y hay muchas diferencias en el valor de los generadores según sus muchas clasificaciones que se pueden encontrar (pues uno puede nacer judío, griego, bárbaro, escita, esclavo, libre), ¿cuál será el resultado? Pues, que debemos esperar encontrar tantas maneras de generación como diferencias en valor intrínseco hay entre los generadores; y que su nacimiento no se cumplirá con todos de la misma manera, sino que su naturaleza variará con el valor del progenitor, y que se establecerá alguna forma peculiar de nacimiento para cada uno, según estas estimaciones variables. Porque debe observarse un cierto valor inalienable en el progenitor individual. Es decir, la distinción de estar en mejor o peor situación según haya recaído en cada raza, estimación, religión, nacionalidad, poder, servidumbre, riqueza, pobreza, independencia, dependencia o cualquier otra cosa que constituya las diferencias de valor a lo largo de la vida. Si, entonces, la forma de la generación se muestra por el valor intrínseco del progenitor, y hay muchas diferencias de valor, inevitablemente encontraremos, si seguimos a este opinante, que las formas de generación también son diversas; de hecho, esta diferencia de valor dictará a la naturaleza la forma del nacimiento. Pero si no admitiera que tal valor sea natural, porque pueden ser pensados fuera de la naturaleza de su sujeto, no nos opondremos a él. Pero en todo caso estará de acuerdo con esto; que la existencia del hombre está separada por un carácter intrínseco de la de los brutos. Sin embargo, la forma de nacimiento en estos dos casos no presenta variación en el carácter intrínseco; la naturaleza trae al hombre y al bruto al mundo de la misma manera (es decir, por generación). Pero si aprehende esta dignidad nativa sólo en el caso de la existencia más apropiada y suprema, veamos qué quiere decir entonces. En nuestra opinión, la "dignidad nativa" de Dios consiste en la divinidad misma, sabiduría, poder, bondad, juicio, justicia, fuerza, misericordia, verdad, creatividad, dominio, invisibilidad, eternidad y toda otra cualidad nombrada en los escritos inspirados para magnificar su gloria; y afirmamos que cada una de ellas se encuentra propia e inalienablemente en el Hijo, reconociendo la diferencia sólo con respecto a la no originación. Y aun así no excluimos al Hijo, según todos sus significados. Pero que ningún crítico crítico ataque esta afirmación como si intentáramos exhibir al Hijo mismo como no generado; pues sostenemos que quien sostiene eso no es menos impío que un anómeo. Pero dado que los significados de origen son diversos y sugieren muchas ideas, hay algunos en los que el título no originado no es inaplicable al Hijo. Cuando, por ejemplo, esta palabra tiene el significado de "que deriva su existencia de ninguna causa", entonces confesamos que es peculiar del Padre; pero cuando la pregunta es sobre origen en sus otros significados (ya que toda criatura, tiempo u orden tiene un origen), entonces atribuimos también al Hijo la superioridad del origen, y creemos que aquello por lo que todas las cosas fueron hechas está más allá del origen de la creación, de la idea del tiempo y de la secuencia del orden. Así pues, Aquel que por su subsistencia no es sin origen, poseía en todos los demás aspectos una indudable falta de origen; y mientras que el Padre es inoriginado e ingenerado, el Hijo es inoriginado en el sentido que hemos dicho, aunque no ingenerado. ¿Cuál es, entonces, esa dignidad innata del Padre que va a examinar para inferir de ella la "manera de la generación"? "Su no ser engendrado, sin duda", responderá Eunomio. Si, entonces, todos esos nombres con los que hemos aprendido a magnificar la gloria de Dios te resultan inútiles y carentes de sentido, Eunomio, el mero repaso de la lista de tales expresiones es una tarea gratuita y superflua; ninguna de estas otras palabras, dices, expresa el valor intrínseco de Dios sobre todo. Pero si hay una fuerza peculiar que encaja con nuestras concepciones de la deidad en cada una de estas palabras, las dignidades intrínsecas de Dios deben considerarse claramente en relación con esta lista, y con ello se probará la semejanza de los dos seres (es decir, si los caracteres inalienables de los seres son un indicio de los sujetos de esos caracteres). Los caracteres de cada ser resultan ser los mismos; y así, la identidad en cuanto al ser de los dos sujetos de estas idénticas dignidades se muestra con la mayor claridad. Porque si la variación de un solo nombre ha de considerarse como índice de un ser extraño, ¡cuánto más la identidad de estos innumerables nombres debería servir para probar la comunidad de naturaleza! ¿Cuál es, entonces, la razón por la que se deben ignorar todos los demás nombres y indicar la generación mediante uno solo? ¿Por qué declaran que esta ingenuidad es el único carácter intrínseco del Padre y descartan todos los demás? Es para establecer su perniciosa disparidad entre Padre e Hijo, mediante este contraste en cuanto al engendrado. Pero descubriremos que este intento suyo, al examinarlo en su debido momento, es tan débil, infundado y nulo como los intentos anteriores. Sin embargo, que todos sus razonamientos apuntan en esta dirección lo demuestra la continuación, en la que se alaba a sí mismo por haber adoptado adecuadamente este método para la prueba de su blasfemia, y sin embargo por no haber divulgado de golpe su intención, ni haber escandalizado al oyente desprevenido con su impiedad, antes de que la concatenación de su argumento engañoso estuviera completa, ni haber mostrado esta indegeneración como el ser de Dios en la primera parte de su discurso, ni habernos cansado con charlas sobre la diferencia del ser. Éstas son sus palabras exactas: "¿Era correcto, como ordena Basilio, comenzar con lo que se debía probar, y afirmar incoherentemente que la indegeneración es el ser, y hablar de la diferencia o la igualdad de la naturaleza?". Tras esto, lanza Eunomio una larga diatriba, compuesta de burlas e insultos (tales son las armas que este pensador usa para defender sus propias doctrinas), y luego reanuda el argumento y, volviéndose hacia su adversario, le atribuye, en verdad, la culpa de lo que dice, con estas palabras: "Vuestro partido, antes que ningún otro, es culpable de esta ofensa; habiendo dividido a este mismo ser entre engendrador y engendrado; y así, la reprimenda que habéis dado es solo una soga ineludible que habéis tejido para vuestros propios cuellos; la justicia, como era de esperar, registra en vuestras propias palabras un veredicto contra vosotros mismos. O bien concebís primero a los seres como separados e independientes entre sí; y luego reducís a uno de ellos, por generación, al rango de Hijo, y sostenéis que uno que existe independientemente, sin embargo, fue hecho por medio de la otra existencia; y así os exponéis a vuestros propios reproches, pues a Aquel a quien imagináis como sin generación le atribuís una generación por otro; o bien, primero admitís un único ser sin causa y luego, distinguiéndolo por un acto de causalidad en Padre e Hijo, declaráis que este ser no generado llegó a existir por medio de sí mismo".

XXXIV
El ataque de Eunomio al término hoμοούσιον, y la contestación eclesial

Omitiré mencionar las palabras de Eunomio que preceden a este pasaje citado, pues contienen simplemente un descarado insulto contra nuestro maestro y padre Basilio, y nada que ver con el asunto en cuestión. Pero ante el pasaje mismo, al presentar, mediante este terrible dilema, una refutación de doble filo, no podemos callar; debemos aceptar el desafío intelectual, luchar por la fe con todas nuestras fuerzas y demostrar que la formidable espada de doble filo que ha afilado es más débil que una ficción en una escena. Ataca la comunidad de sustancia con dos suposiciones: o bien nombramos como Padre e Hijo dos principios independientes, trazados paralelamente, y luego decimos que una de estas existencias es producida por la otra; o bien decimos que se concibe una misma esencia, participando en ambos nombres a su vez, siendo Padre y convirtiéndose en Hijo, y produciéndose a partir de sí misma. Expreso esto con mis propias palabras, sin malinterpretar su pensamiento, sino corrigiendo la exageración excesiva de su expresión, de modo que se revele su significado con mayor claridad y se ofrezca una visión completa. Tras reprocharnos nuestra falta de refinamiento y haber aportado a la controversia una erudición insuficiente, adorna su obra con tal estilo, y para usar sus propias palabras, a menudo pasa la uña por encima de sus propias frases, y embellece sus períodos con esta elaborada belleza, que cautiva al lector de inmediato con el atractivo del lenguaje; entre muchos otros, este es el pasaje que acabamos de citar a modo de prefacio. Con su permiso, lo recitaremos de nuevo. Y así, el regaño que han dado es sólo una soga ineludible que han tejido para sus propios cuellos; la justicia, como era de esperar, registra en sus propias palabras un veredicto contra vosotros mismos. Observen estas flores del antiguo ático; ¡qué pulida brillantez de dicción se refleja en su composición! ¡Qué delicado y sutil encanto de estilo florece allí! Sin embargo, que esto sea como la gente piensa. Nuestro curso nos exige volver de nuevo al pensamiento de esas palabras; profundicemos una vez más en las frases de este panfletista. O bien conciben a los seres como separados e independientes entre sí, y luego rebajan a uno de ellos, por generación, al rango de Hijo, y sostienen que uno que existe independientemente, sin embargo, fue creado por medio de la existencia del otro. Eso es suficiente por ahora. Dice, entonces, que predicamos dos seres divinos sin causa. ¿Cómo puede este hombre, que siempre nos acusa de nivelar y confundir, afirmar esto a partir de nuestra creencia, como lo hacemos, en una sola sustancia de ambos? Si nuestra fe predicara dos naturalezas, ajenas entre sí por su ser, tal como lo predica la escuela anomoea, habría buenas razones para pensar que esta distinción de naturalezas condujo a la suposición de dos seres sin causa. Pero si, como es el caso, reconocemos una sola naturaleza con diferencias de persona, si, si bien se cree en el Padre, también se glorifica al Hijo, ¿cómo pueden nuestros oponentes tergiversar dicha fe como si predicara dos causas primeras? Entonces dice: "De estas dos causas, una es rebajada por nosotros al rango de Hijo". Que señale a un defensor de tal doctrina; si puede condenar a una sola persona por hablar así, o si sólo conoce tal doctrina tal como se enseña en la Iglesia, nos callaremos. Pues ¿quién es tan descabellado en sus razonamientos y tan falto de reflexión como para, tras hablar del Padre y del Hijo, imaginar, a pesar de ello, dos seres no generados, y luego suponer de nuevo que uno de ellos ha surgido por medio del otro? Además, ¿qué necesidad lógica demuestra para impulsar nuestra enseñanza hacia tales suposiciones? ¿Con qué argumentos demuestra que tal absurdo debe resultar de ello? Si, en efecto, adujo un solo artículo de nuestra fe, y luego, ya sea como una objeción o con una verdadera fuerza de demostración, lo criticó, podría haber alguna razón para hacerlo con el fin de invalidar ese artículo. Pero cuando no existe, ni puede existir jamás, tal doctrina en la Iglesia, cuando no se encuentra ni un maestro ni un oyente de ella, y tampoco se puede demostrar que el absurdo sea estrictamente lógico como consecuencia de cualquier cosa, no puedo comprender el significado de su lucha con las sombras. Es como si una persona atormentada por un fenicio creyera estar luchando con un combatiente imaginario y luego, tras un gran esfuerzo, se arrojara al suelo, creyera que era su enemigo quien yacía allí; nuestro astuto panfletista se encuentra en la misma situación; finge suposiciones que desconocemos y lucha con las sombras que dibuja su propio cerebro. Pues lo reto a que diga por qué quien cree en el Hijo como surgido del Padre debe avanzar a la opinión de que hay dos causas primeras; y que nos diga quién es más culpable de este establecimiento de dos causas primeras: ¿quien afirma que el Hijo se llama así falsamente, o quien insiste en que, cuando lo llamamos así, el nombre representa una realidad? El primero, al rechazar una generación real del Hijo y afirmar simplemente que él existe, estaría más expuesto a la sospecha de convertirlo en una causa primera, si es que existe en verdad, pero no por generación; mientras que el segundo, al hacer que el signo representativo de la persona del Unigénito consista en subsistir generativamente del Padre, no puede de ninguna manera caer en el error de suponer que el Hijo es ingenerado. Y sin embargo, mientras, según vosotros, pensadores, se sostenga la no generación del Hijo por el Padre, el Hijo mismo será llamado apropiadamente ingenerado en uno de los muchos significados de ingenerado; Puesto que, como algunas cosas llegan a existir por nacimiento y otras por formación, nada impide que llamemos a una de estas últimas, que no subsiste por generación ingenerada, considerando únicamente la idea de la generación; y esto es lo que su explicación, al definir a nuestro Señor como criatura, establece sobre él. Así pues, mis doctos señores, es en su opinión, no en la nuestra, cuando se sigue así, que el Unigénito puede ser llamado ingenerado: y encontrarán que la justicia, sea lo que sea que entiendan con eso, registra en sus propias palabras un veredicto en nuestra contra. Es fácil también encontrar lodo en sus palabras después de eso para arrojarlo sobre esta execrable enseñanza. Pues el otro extremo de su dilema participa del mismo engaño mental; dice Eunomio, o bien primero se admite un sólo ser sin causa, y luego, distinguiéndolo por un acto de generación en Padre e Hijo, se declara que este ser no generado llegó a existir por sí mismo. ¿Qué nueva y maravillosa historia es esta? ¿Cómo es uno engendrado por uno mismo, teniendo a sí mismo como padre y convirtiéndose en su propio hijo? ¿Qué vértigo y engaño hay aquí? Es como suponer que el techo se derrumba bajo nuestros pies y el suelo sobre nuestra cabeza; es como el estado mental de alguien con los sentidos atontados por la bebida, que grita insistentemente que el suelo no se detiene debajo, que las paredes desaparecen, y que todo lo que ve gira y no se detiene. Quizás nuestro panfletista tenía tal tumulto en su alma cuando escribió; Si es así, debemos compadecerlo en lugar de aborrecerlo. Pues ¿quién está tan ajeno a nuestra doctrina divina, tan alejado de los misterios de la Iglesia, como para aceptar semejante punto de vista en detrimento de la fe? Más bien, apenas basta decir que nadie jamás soñó con semejante absurdo en detrimento de la fe. ¿Por qué, en el caso de la naturaleza humana, o de cualquier otra entidad comprensible para los sentidos, quien, al oír hablar de una comunidad de sustancias, sueña que todas las cosas que se comparan entre sí en base a la sustancia carecen de causa o principio, o que algo surge de sí mismo, produciéndose y siendo producido por sí mismo? El primer hombre, y el hombre que de él nació, recibieron su ser de forma diferente: el segundo por cópula, el primero por el moldeamiento de Cristo mismo; y sin embargo, aunque se les considere dos, son inseparables en la definición de su ser, y no se les considera como dos seres sin principio ni causa, que corren paralelos; ni se puede decir que el existente es generado por el existente, ni que los dos sean jamás considerados uno en el sentido monstruoso de que cada uno es su propio padre y su propio hijo; sino que, dado que uno y el otro eran hombres, ambos tienen la misma definición de ser; ambos eran mortales, razonadores, capaces de intuición y de ciencia. Si, entonces, la idea de humanidad en Adán y Abel no varía con la diferencia de su origen, ni el orden ni la forma de su surgimiento marcan diferencia alguna en su naturaleza, que es la misma en ambos, según el testimonio de cada uno en su sano juicio, y nadie, sin necesidad de tratamiento para la locura, lo negaría; ¿Qué necesidad hay de que, contra la naturaleza divina, admitamos este extraño pensamiento? Habiendo oído hablar del Padre y del Hijo de la verdad, se nos enseña en esos dos temas la unidad de su naturaleza; su relación natural entre sí, expresada por esos nombres, indica esa naturaleza; y lo mismo hacen las propias palabras de nuestro Señor. Porque cuando dijo: "Yo y el Padre somos uno" (Jn 10,30), transmite mediante esa confesión de un Padre exactamente la verdad de que él mismo no es una causa primera, al mismo tiempo que afirma por su unión con el Padre su naturaleza común; de modo que estas palabras suyas protegen nuestra fe de la mancha del error herético de ambos lados: pues Sabelio no tiene fundamento para su confusión de la individualidad de cada persona, cuando el Unigénito se ha diferenciado tan claramente del Padre en esas palabras: "Yo y el Padre"; y Arrio no encuentra confirmación de su doctrina de la extrañeza de una naturaleza con respecto a la otra, ya que esta unidad de ambas no puede admitir distinción en la naturaleza. Pues lo que estas palabras significan con la unidad del Padre y el Hijo no es otra cosa que lo que les pertenece por su propia existencia; todas las demás excelencias morales que se observan en ellos, más allá de su naturaleza, pueden sin error considerarse compartidas por todos los seres creados. Por ejemplo, el profeta llama a nuestro Señor misericordioso y compasivo, y él quiere que seamos y seamos llamados lo mismo cuando dice: "Sed misericordiosos" (Lc 6,36), y: "Benditos sean los misericordiosos" (Mt 5,7). Si, entonces, alguien, mediante diligencia y atención, se ha modelado según la voluntad divina, y se ha vuelto bondadoso, compasivo y piadoso, o manso y humilde de corazón, como se dice que muchos santos se volvieron en la búsqueda de tales excelencias, ¿se deduce que son uno con Dios o que están unidos a él en virtud de alguna de ellas? No es así. Lo que no es en todos los aspectos igual, no puede ser uno con aquel cuya naturaleza varía de él. En consecuencia, un hombre se vuelve uno con otro cuando, en la voluntad, como dice nuestro Señor, se perfeccionan en uno, añadiéndose esta unión de voluntades a la conexión de la naturaleza. Así también el Padre y el Hijo son uno, la comunidad de naturaleza y la comunidad de voluntad se fusionan en uno. Pero si el Hijo hubiera estado unido al Padre solamente en el deseo, y separado de él en su naturaleza, ¿cómo es que lo encontramos dando testimonio de su unidad con el Padre, cuando todo el tiempo estuvo separado de él en el punto más apropiado para él de todos?

XXXV
La enseñanza anomoea, tendente al maniqueísmo

Oímos a nuestro Señor decir "yo y el Padre somos uno", y en esa declaración se nos enseña la dependencia de nuestro Señor de una causa, y sin embargo, la absoluta identidad de la naturaleza del Hijo y del Padre. No permitimos que nuestra idea sobre ellos se funda en una sola persona, sino que mantenemos distintas las propiedades de las personas, sin dividir en ellas la unidad de su sustancia; y así se evita la suposición de dos principios distintos en la categoría de causa, y no hay escapatoria para la herejía maniquea. Pues lo creado y lo increado son tan diametralmente opuestos entre sí como lo son sus nombres; y por lo tanto, si ambos han de clasificarse como causas primeras, la maldad del maniqueísmo se introducirá así, encubiertamente, en la Iglesia. Digo esto porque mi celo contra nuestros antagonistas me lleva a examinar su doctrina con mucha atención. Ahora bien, creo que nadie negaría que este análisis se acercaba mucho a la verdad al afirmar que si lo creado posee el mismo poder que lo increado, existirá cierto antagonismo entre estas cosas de distinta naturaleza, y mientras ninguna de ellas falle en su poder, ambas se verán sometidas a un cierto estado de discordia mutua, pues debemos admitir forzosamente que la voluntad se corresponde con la naturaleza y está íntimamente unida a ella; y que si dos cosas son diferentes en naturaleza, también lo serán en voluntad. Pero cuando el poder es adecuado en ambas, ninguna flaqueará en la satisfacción de su deseo; y si el poder de cada una es, por lo tanto, igual a su deseo, la primacía se convertirá en un punto dudoso para ambas, y terminará en una batalla reñida debido a la inagotabilidad de sus poderes. Así se infiltrará la herejía maniquea: dos principios opuestos aparecen con pretensiones contrarias en la categoría de causa, separados y opuestos por la diferencia tanto en naturaleza como en voluntad. Encontrarán, por tanto, que la afirmación de la disminución en el ser divino es el comienzo del maniqueísmo, pues su enseñanza organiza una discordia dentro de ese ser, que se reduce a dos principios rectores, como lo ha demostrado nuestra explicación, a saber: lo creado y lo increado. Pero quizás la mayoría tachará esto de reductio ad absurdum demasiado fuerte y deseará que no lo hubiéramos incluido junto con nuestras otras objeciones. Sea como fuere, no los contradeciremos. No fue nuestro impulso, sino nuestros propios adversarios, lo que nos obligó a llevar nuestro argumento a resultados tan minuciosos. Pero si no es correcto argumentar así, fue aún más apropiado que la enseñanza de nuestros oponentes, que dio lugar a tal refutación, nunca se hubiera escuchado. Sólo hay una manera de suprimir la respuesta a una mala enseñanza, y es eliminar el tema al que debe responderse. Pero lo que más me complacería sería aconsejar a quienes así se inclinan que se despojen un poco del espíritu de rivalidad y no sean combatientes tan celosos en nombre de las opiniones privadas que los han poseído, convencidos de que la carrera es para su vida espiritual, que atiendan solo a sus intereses y cedan la victoria a la verdad. Si, pues, uno abandonara esta ambiciosa lucha y mirara directamente la cuestión real que tenemos ante nosotros, muy pronto descubriría el flagrante absurdo de esta enseñanza. Pues supongamos como dado lo que exige el sistema de nuestros oponentes, que el no tener generación es ser divino, y de la misma manera que la generación es admitida en el Ser divino. Si, entonces, uno siguiera cuidadosamente estas declaraciones en todo su significado, incluso de esta manera la herejía maniquea sería reconstruida viendo que los maniqueos suelen tomar como axioma las oposiciones de bien y mal, luz y oscuridad, y todas esas cosas naturalmente antagónicas. Creo que cualquiera que no se conforme con una visión superficial del asunto se convencerá de que digo verdad. Veámoslo así. Cada sujeto tiene ciertas características inherentes, por medio de las cuales se conoce la especialidad de esa naturaleza subyacente. Esto es así, ya sea que estemos investigando el reino animal, o cualquier otro. El árbol y el animal no se conocen por las mismas marcas; ni las características del hombre se extienden en el reino animal a las bestias; ni, de nuevo, los mismos síntomas indican vida y muerte. En todos los casos, sin excepción, como hemos dicho, la distinción entre sujetos resiste cualquier intento de confundirlos y confundirlos; las marcas que observamos en cada cosa no pueden comunicarse de forma que destruyan dicha distinción. Profundicemos en esto al examinar la postura de nuestros oponentes. Dicen que el estado de no tener generación es ser divino; y, así mismo, hacen que tener generación sea ser divino. Pero, así como un hombre y una piedra no tienen las mismas marcas (al definir la esencia de lo animado y la de lo inanimado no se daría la misma explicación de ambos), así también deben admitir que quien no es generado se conoce por signos diferentes a los generados. Examinemos, pues, esas cualidades peculiares de la deidad no generada, que las Sagradas Escrituras nos enseñan que pueden mencionarse y pensarse sin ser irreverentes. ¿Qué son? Creo que ningún cristiano ignora que él es bueno, bondadoso, santo, justo y consagrado, invisible e inmortal, incapaz de decadencia, cambio y alteración, poderoso, sabio, benéfico, maestro, juez y todo lo demás. ¿Por qué alargar nuestra discusión deteniéndonos en hechos reconocidos? Si, entonces, encontramos estas cualidades en la naturaleza no generada, y el estado de haber sido generado es contrario en su propia concepción al estado de no haber sido generado, quienes definen estos dos estados como cada uno de ellos ser divino, deben necesariamente admitir que las marcas características del ser generado, siguiendo esta oposición existente entre lo generado y lo no generado, deben ser contrarias a las marcas observables en el ser no generado; pues si declararan que las marcas son las mismas, esta identidad destruiría la diferencia entre los dos seres objeto de estas observaciones. Las cosas diferentes deben considerarse como poseedoras de marcas diferentes; las cosas similares se conocen por signos similares. Si, entonces, estos hombres dan testimonio de las mismas marcas en el Unigénito, no pueden concebir diferencia alguna en el sujeto de las marcas. Pero si persisten en su postura blasfema y mantienen, al afirmar la diferencia entre lo generado y lo no generado, la variación de las naturalezas, se ve fácilmente lo que debe resultar, a saber: que, como al seguir la oposición de los nombres, la naturaleza de las cosas que esos nombres indican debe considerarse en un estado de contrariedad consigo misma, existe toda necesidad de que las cualidades observadas en cada uno se expongan unas contra otras; de modo que se deban aplicar al Hijo aquellas cualidades que son lo opuesto a las que se predican del Padre (a saber, la divinidad, la santidad, la bondad, la imperecibilidad, la eternidad y cualquier otra cualidad que representa a Dios para la mente devota). De hecho, toda negación de estas, toda concepción que se oponga al bien, debe considerarse como perteneciente a la naturaleza generada. Para mayor claridad, debemos detenernos en este punto. Como los fenómenos peculiares del calor y el frío (que por naturaleza son opuestos, como el fuego y el hielo, siendo cada uno lo que el otro no es) discrepan entre sí, siendo el enfriamiento la peculiaridad del hielo, el calentamiento la del fuego; así, si, de acuerdo con la antítesis expresada por los nombres, la naturaleza revelada por ellos se separa, no debe admitirse que las facultades que acompañan a estos subcontrarios naturales sean similares, como tampoco el enfriamiento puede pertenecer al fuego, ni la combustión al hielo. Si, entonces, la bondad es inseparable de la idea de la naturaleza no generada, y dicha naturaleza se separa por ser, como declaran, de la naturaleza generada, las propiedades de la primera también se separarán de las de la segunda: de modo que si el bien se encuentra en la primera, la cualidad que se opone al bien se percibirá en la última. Así, gracias a nuestros hábiles sistematizadores, Manes vuelve a vivir con su línea paralela del mal en oposición al bien , y su teoría de poderes opuestos que residen en naturalezas opuestas. De hecho, si vamos a decir la verdad con valentía, sin reservas, Manes, quien por haber sido el primero, dicen, en aventurarse a mantener la visión maniquea, dio su nombre a esa herejía, puede ser considerado con justicia el menos ofensivo de los dos. Digo esto, como si uno tuviera que elegir entre una víbora y un áspid por el mayor afecto hacia el hombre; aun así, si consideramos, hay alguna diferencia entre los animales. ¿Acaso una comparación de doctrinas no muestra que aquellos herejes más antiguos son menos intolerables que estos? Manes pensó que estaba abogando por el origen del bien, cuando afirmó que el mal no podía derivar de ahí ninguna de sus causas; así que vinculó la cadena de cosas que están en la lista de lo malo a un principio separado, en su carácter de campeón del Todopoderoso, y en su piadosa aversión a culpar de cualquier aberración injustificable a esa fuente del bien, no percibiendo, con su estrecho entendimiento, que es imposible siquiera concebir a Dios como creador del mal, ni, por otro lado, de cualquier otro primer principio aparte de él. Podría haber una larga discusión sobre este punto, pero no es nuestro propósito actual. Mencionamos las declaraciones de Manes sólo para mostrar que, en todo caso, consideraba su deber separar el mal de todo lo relacionado con Dios. Pero el error blasfemo respecto al Hijo, que estos hombres sistematizan, es mucho más terrible. Al igual que los demás, explican la existencia del mal por una contrariedad respecto al Ser divino; pero cuando declaran, además, que el Dios del universo es en realidad el Creador de esta producción ajena, y dicen que esta generación formada por él en una sustancia posee una naturaleza ajena a la de su Creador, exhiben en ello más impiedad que la secta antes mencionada; pues no sólo otorgan una existencia personal a lo que en su naturaleza se opone al bien, sino que afirman que una deidad buena es la causa de otra deidad que en su naturaleza diverge de la suya. Y casi abiertamente exclaman en su enseñanza que existe algo opuesto a la naturaleza del bien, que deriva su personalidad del bien mismo. Porque cuando sabemos que la sustancia del Padre es buena, y por lo tanto encontramos que la sustancia del Hijo, debido a su naturaleza distinta a la del Padre (que es el principio de esta herejía), se encuentra entre los predicados contrarios, ¿qué es lo que se¿ Probado ? Pues no sólo que subsiste lo contrario del bien, sino que este contrario proviene del bien mismo. Declaro que esto es incluso más horrible que la irracionalidad de los maniqueos. Pero si repudian esta blasfemia de su sistema, aunque sea la consecuencia lógica de su enseñanza, y si afirman que el Unigénito heredó las excelencias del Padre, no como siendo realmente su Hijo, sino (así les complace a estos incrédulos) como recibiendo su personalidad por un acto de creación, examinemos esto también y veamos si tal idea puede ser razonablemente aceptada. Si, entonces, se concediera que es como piensan (a saber, que el Señor de todas las cosas no heredó como siendo un verdadero Hijo, sino que gobierna una familia de seres creados, siendo él mismo hecho y creado), ¿cómo aceptaría el resto de la creación este gobierno y no se rebelaría, siendo así empujada del parentesco a la sujeción y condenada, aunque no le sea inferior en prerrogativa natural (siendo ambos creados), a servir y doblegarse a un pariente después de todo? Eso sería como una usurpación, al no asignar el mando a una superioridad del Ser divino, sino dividir una creación que conserva por derecho natural privilegios iguales en esclavos y un poder gobernante, una parte al mando, la otra en sujeción; como si, como resultado de una distribución arbitraria, estos mismos privilegios se hubieran acumulado al azar sobre alguien que después de esa distribución fuera preferido a sus iguales. Ni siquiera el hombre compartió su honor con las bestias, antes de recibir su dominio sobre ellas; su prerrogativa de la razón le dio el título de mando; fue establecido sobre ellas, debido a una variación de su naturaleza en dirección a la superioridad. Y los gobiernos humanos experimentan revoluciones tan rápidamente repetidas por esta misma razón, que es impracticable que aquellos a quienes la naturaleza ha dado derechos iguales sean excluidos del poder, pero su impulso es instintivo en todos a igualarse con el partido dominante, cuando todos son de la misma sangre. ¿Cómo, también, será cierto que todas las cosas fueron hechas por él, si es cierto que el Hijo mismo es una de las cosas hechas? O bien él debe haberse hecho a sí mismo, para que ese texto sea verdadero, y entonces esta irracionalidad que han ideado para dañar nuestra fe retrocederá con toda su fuerza sobre ellos mismos; o bien, si esto es absurdamente antinatural, se demostrará que esa afirmación de que toda la creación fue hecha por él no tiene fundamento. La supresión de uno convierte todo en una afirmación falsa. Así que, de esta definición del Hijo como ser creado, una de dos alternativas viciosas y absurdas es inevitable: o bien que él no es el autor de todas las cosas creadas, ya que él, quien, insisten, es una de esas obras, debe ser retirado del todo; o bien, que él es exhibido como el creador de sí mismo, ya que la predicación de que "sin él nada fue hecho" no es una mentira. Hasta aquí su enseñanza.

XXXVI
Resumen de la enseñanza de la Iglesia

Si un hombre se mantiene firme en la sana doctrina, y cree que el Hijo es de la naturaleza divina sin mezcla, encontrará que todo está en armonía con las otras verdades de su religión, a saber: que nuestro Señor es el creador de todas las cosas, que él es el rey del universo, puesto por encima de él no por un acto arbitrario de poder caprichoso, sino que gobierna en virtud de una naturaleza superior; y además de esto, encontrará que la única causa primera, como la enseñamos, no está dividida por ninguna desemejanza de sustancia en primeras causas separadas, sino que se cree en una deidad, una causa, un poder sobre todas las cosas, siendo esa deidad descubrible por la armonía existente entre estos seres similares, y conduciendo la mente a través de uno similar a otro similar, de modo que la causa de todas las cosas, que es nuestro Señor, brilla en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo; (porque es imposible, como dice el apóstol, que el Señor Jesús pueda ser verdaderamente conocido, excepto por el Espíritu Santo; 1Cor 12,3). Y entonces, toda la causa que está más allá, que es Dios sobre todo, se encuentra a través de nuestro Señor, quien es la causa de todas las cosas; ni, de hecho, es posible obtener un conocimiento exacto del bien arquetípico, excepto como aparece en la imagen visible de lo invisible. Pero entonces, tras superar esa cima de la teología, me refiero al Dios sobre todo, volvemos, por así decirlo, de nuevo al curso de la mente y nos precipitamos a través de ideas conjuntas y afines desde el Padre, a través del Hijo, hasta el Espíritu Santo. Porque una vez que nos hemos asentado en la comprensión de la luz ingenerada, percibimos ese momento desde esa posición privilegiada la luz que fluye de él, como el rayo coexistente con el sol, cuya causa está ciertamente en el sol, pero cuya existencia es sincrónica con el sol, no siendo una adición posterior, sino apareciendo a primera vista del sol mismo; o mejor dicho (pues no hay necesidad de ser esclavos de esta similitud y así dar argumentos a los críticos para que la usen contra nuestra enseñanza debido a la insuficiencia de nuestra imagen), no será un rayo de sol lo que percibiremos, sino otro sol resplandeciente, como un vástago, del sol ingenerado, y simultáneamente con nuestra concepción del primero, y en todo similar a él, en belleza, poder, brillo, tamaño, brillantez, en todas las cosas a la vez que observamos en el sol. Luego, vemos otra luz similar, de la misma manera, sin separación temporal de esa luz descendiente, y aunque brilla por medio de ella, sin embargo, rastreando el origen de su ser a la luz primordial; ella misma, sin embargo, es una luz que brilla de la misma manera que la primera concebida, y es en sí misma una fuente de luz y hace todo lo que la luz hace. En efecto, no hay diferencia entre una luz y otra, en cuanto luz , cuando una no muestra falta ni disminución de la gracia iluminadora, sino que, por su completa perfección, forma parte de la luz más alta de todas, y se contempla junto con el Padre y el Hijo, aunque se le considera después de ellos, y por su propio poder da acceso a la luz que se percibe en el Padre y el Hijo a todos los que pueden participar de ella.

XXXVII
Sobre los términos Padre y "el no-Generado" de Basilio de Cesarea

La corriente del abuso de Eunomio es muy fuerte, y la insolencia está en la base de cada principio que establece, y la difamación en el lugar de cualquier demostración de puntos dudosos. Por ello, analicemos brevemente las muchas tergiversaciones sobre la palabra no-generado con las que insulta a nuestro gran maestro Basilio y a su tratado. Ha citado las siguientes palabras de nuestro Basilio: "Por mi parte, me inclinaría a decir que este título del no-generado, por muy apropiado que parezca para expresar nuestras ideas, sin embargo, como no se encuentra en ninguna parte de la Escritura y como formando el alfabeto de la blasfemia de Eunomio, puede muy bien suprimirse, cuando tenemos la palabra Padre que significa lo mismo; porque Aquel que esencialmente y sólo es Padre no proviene de nadie más; y lo que no proviene de nadie más es equivalente al no-generado". Ahora escuchemos qué prueba aporta de la insensatez de estas palabras: La precipitación y la deshonestidad descarada lo impulsan a poner esta dosis de palabras usadas anómalamente en sus intentos; Se da la vuelta por completo, porque su juicio es vacilante y su capacidad de razonamiento es débil. Observen cuán bien dirigido es ese golpe; con qué habilidad, con todo su dominio de la lógica, desmonta las palabras de Basilio y las reemplaza con una concepción más acorde con la piedad. Anómalo en su frase, precipitado y deshonesto en su juicio, vacilando y dando vueltas por la debilidad de su razonamiento. ¿Por qué esto? ¿Qué ha exasperado a este hombre, cuyo propio juicio es tan firme y su razonamiento tan sólido? ¿Qué es lo que más condena en las palabras de Basilio? ¿Acaso acepta la idea de lo ingenerado, pero dice que la palabra misma, mal utilizada por quienes la pervierten, debe ser suprimida? Bueno; ¿está la fe en peligro sólo en lo que respecta a las palabras y expresiones externas, y no debemos considerar la corrección del pensamiento subyacente? ¿O acaso la Palabra de la Verdad no nos exhorta más bien a tener primero un corazón puro de malos pensamientos, y luego, para la manifestación de las emociones del alma, a usar cualquier palabra que pueda expresar estos secretos de la mente, sin importarnos en lo más mínimo este o aquel sonido en particular? Porque hablar de esta o aquella manera no es la causa del pensamiento en nuestro interior; sino que la concepción oculta del corazón proporciona el motivo para tales y tales palabras; pues de la abundancia del corazón habla la boca. Hacemos que las palabras interpreten el pensamiento; no extraemos el pensamiento de las palabras mediante un proceso inverso. Si ambos están a la mano, un hombre puede ciertamente estar listo en ambos, en pensamiento inteligente y expresión inteligente; pero si falta uno, la pérdida para el analfabeto es pequeña, si el conocimiento en su alma es perfecta en la dirección de la bondad moral. "Este pueblo me honra con sus labios, pero su corazón está lejos de mí" (Is 29,13; Mt 15,8). ¿Qué significa eso? Que la actitud correcta del alma hacia la verdad es más preciosa que la propiedad de las frases a la vista de Dios, quien escucha los gemidos que no se pueden expresar. Las frases se pueden usar en sentidos opuestos; la lengua sirve fácilmente, a su voluntad, a la intención del hablante; pero la disposición del alma, tal como es, así la ve Aquel que ve todos los secretos. ¿Por qué, entonces, merece ser llamado anómalo, apresurado y deshonesto, por ordenarnos suprimir todo en el término no-generado que pueda ayudar en su blasfemia a aquellos que trasgreden la fe, mientras que consideramos y damos la bienvenida a todo el significado de la palabra que puede sostenerse con reverencia? Si en realidad hubiera dicho que no debemos pensar en la deidad como no generada, podría haber existido la ocasión para que se usaran estos términos, e incluso peores, de abuso en su contra. Pero si coincide con la creencia general de los fieles y lo admite, y luego expresa una opinión digna de la mente del gran maestro Basilio (a saber: "abstenerse del uso de la palabra, pues en ella y desde ella se introduce la herejía subversiva, y nos invita a albergar la idea de una deidad no generada mediante otros nombres"), en ese sentido no merece su abuso. ¿Acaso la Verdad misma no nos enseña a actuar así, y a no aferrarnos ni siquiera a cosas sumamente preciosas, si alguna de ellas tiende al mal? Cuando él nos ordena así cortar el ojo derecho o el pie o la mano, si es que alguno de ellos ofende, ¿qué otra cosa implica con esta figura, sino que él quiere que cualquier cosa, por hermosa que parezca, si conduce a un hombre por un uso desconsiderado al mal, permanezca inoperante y fuera de uso, asegurándonos que es mejor para nosotros ser salvados por la amputación de las partes que llevaron al pecado, que perecer reteniéndolas? ¿Qué dice también Pablo, el seguidor de Cristo? Él también, en su profunda sabiduría, enseña lo mismo. Él, quien declara que todo es bueno y nada debe rechazarse si se recibe con agradecimiento, en algunas ocasiones, debido a la "conciencia del hermano débil", reduce algunas cosas del número que ha aceptado y nos ordena rechazarlas. Como él dice, "si la carne hace que mi hermano tropiece, no comeré carne mientras el mundo exista" (1Cor 8,13). Ahora bien, esto es precisamente lo que hizo nuestro seguidor de Pablo. Vio que el poder engañoso de quienes intentan enseñar la desigualdad de las personas se veía incrementado por esta palabra no-generado, tomada en su sentido malicioso y herético, y por eso aconsejó que, si bien albergamos en nuestras almas una devota conciencia de esta deidad no generada, no mostremos ningún amor particular por la palabra en sí, que era ocasión de pecado para los réprobos; pues el título de Padre, si seguimos todo lo que implica, nos sugerirá este significado de no haber sido generado. Pues cuando oímos la palabra Padre, pensamos de inmediato en el autor de todos los seres; pues si tuviera alguna causa más allá de sí mismo, no habría sido llamado así por derecho propio Padre; pues ese título habría tenido que ser transferido a un nivel superior, a esta causa presupuesta. Pero si él mismo es esa causa de la que todo proviene, como dice el apóstol, es evidente que nada puede pensarse más allá de su existencia. Pero esto es creer que esa existencia no ha sido generada. Pero este hombre, que afirma que ni siquiera la verdad será considerada más persuasiva que él mismo, no concordará con esto; dogmatiza ruidosamente contra ello; se burla del argumento.

XXXVIII
Los silogismos de Eunomio, y la forma de controvertirlos

Examinemos, si les parece, los irrefutables silogismos de Eunomio, y sus sutiles transposiciones de términos en sus propias premisas falsas, con las que pretende desvirtuar dicho argumento. De hecho, temo que las miserables sutilezas de lo que dice puedan, en cierta medida, generar prejuicios contra las observaciones que lo corregirían. Cuando los jóvenes se desafían a una pelea, se les reprocha más la pugnacidad al enfrentarse a tales enemigos que el honor por su ostentación de victoria. Sin embargo, lo que queremos decir es esto: creemos, en efecto, que lo que dijo, con esa elocución tan conocida que ahora nos resulta familiar, sólo por ser insolente, es mejor enterrarlo en el silencio y el olvido; puede que le convengan; pero a nosotros solo nos ofrecen un ejercicio de paciencia muy perseverante. Tampoco sería apropiado, creo, insertar sus ridículas expresiones en medio de nuestra seria controversia, y así hacer que este celo por la verdad se evapore en una risa grosera y vulgar. Pues, en efecto, estar al alcance del oído y permanecer impasible es imposible cuando dice con tanta verbosidad sublime y magnífica: "Donde más palabras equivalen a más blasfemia, es mucho más tranquilizador callar que hablar". Que se rían de estas expresiones quienes saben cuáles son dignas de crédito y cuáles solo de risa; mientras tanto, escudriñamos la agudeza de esos silogismos con los que intenta destrozar nuestro sistema. Dice: Si Padre significa lo mismo que ingenerado, y las palabras que tienen el mismo significado tienen naturalmente en todos los aspectos la misma fuerza, e ingenerado significa, por su confesión, que Dios proviene de la nada, se deduce necesariamente que Padre significa el hecho de que Dios no proviene de nada, y no el haber engendrado al Hijo. Ahora bien, ¿cuál es esta necesidad lógica que impide que el haber engendrado a un Hijo se signifique con el título de Padre, si es que ese mismo título nos expresa también la ausencia de principio en el Padre? Si, en efecto, una idea fuera totalmente destructiva de la otra, se deduciría, por la naturaleza misma de las contradicciones, que afirmar una implicaría negar la otra. Pero si nada impide que la misma existencia sea Padre y también ingenerada, cuando intentamos pensar, bajo este título de Padre, en la cualidad de no haber sido engendrado como una de las ideas implícitas en él, ¿qué necesidad impide que la relación con un Hijo siga estando marcada por la palabra Padre? Otros nombres que expresan relación mutua no siempre se limitan a esas ideas de relación; por ejemplo, llamamos al emperador autócrata y sin amo, y lo llamamos "gobernante de sus súbditos"; y si bien es cierto que la palabra emperador también significa "ser sin amo", no es necesario que esta palabra, por significar autocrático y sin gobierno, deje de implicar poder sobre los inferiores; la palabra emperador, de hecho, se encuentra a medio camino entre estas dos concepciones, y en un momento indica "falta de amo", en otro, "gobierno sobre las clases inferiores". En el caso que nos ocupa, entonces, si hay otro Padre concebible además del Padre de Nuestro Señor, que estos hombres que se jactan de su profunda sabiduría nos lo muestren, y entonces estaremos de acuerdo con él en que la idea del Ingenerado no puede representarse con el título de Padre. Pero si el primer Padre no tiene causa que trascienda su propio estado, y la subsistencia del Hijo está invariablemente implicada en el título de Padre, ¿por qué tratan de asustarnos, como si fuéramos niños, con estas tergiversaciones profesionales de premisas, tratando de persuadirnos o más bien de engañarnos a creer que, si en el título de Padre se reconoce la propiedad de no haber sido engendrado, debemos cortar del Padre toda relación con el Hijo. Despreciando, pues, este absurdo intento superficial suyo, admitamos valientemente nuestra creencia en lo que aducen como un monstruoso absurdo, a saber, que no sólo Padre significa lo mismo que Ingenerado y que esta última propiedad establece que el Padre no es de nadie, sino también que la palabra Padre introduce consigo la noción del Unigénito, como un pariente ligado a ella. Ahora bien, el siguiente pasaje, que se encuentra en el tratado de nuestro Basilio, ha sido suprimido del contexto por este hábil e invencible polemista; pues, al suprimir la parte añadida por Basilio como medida de salvaguardia, creyó que facilitaría mucho su propia respuesta. El pasaje se reproduce textualmente. Por mi parte, me inclinaría a decir que este título del no-generado, por muy fácilmente que parezca encajar con nuestras propias ideas, sin embargo, como no se encuentra en ninguna parte de la Escritura, y como formando el alfabeto de la blasfemia de Eunomio, puede muy bien suprimirse, cuando tenemos la palabra Padre que significa lo mismo, además de que introduce consigo misma, como un vínculo relativo a ella, la noción del Hijo. Este generoso campeón de la verdad, con innato buen sentimiento, ha suprimido esta frase que se añadió a modo de salvaguardia, es decir, además de introducir consigo misma, como un vínculo relativo a ella, la noción del Hijo. Tras esta confusión, se enfrenta a lo que queda, y tras cortar la conexión del todo viviente, convirtiéndolo así, según cree, en una víctima más dócil y vulnerable a su lógica, extravía a los suyos con el frígido y débil paralogismo de que aquello que tiene un significado común, en un solo punto, con algo más conserva esa comunidad de significado en todos los puntos posibles; y con esto toma por asalto sus superficiales inteligencias. Pues mientras que nosotros sólo hemos afirmado que la palabra Padre, en cierta significación, tiene el mismo significado que Ingenerado, este hombre completa la coincidencia de significados en todos los puntos, en completa discrepancia con la acepción común de ambas palabras; y así reduce el asunto al absurdo, pretendiendo que esta palabra Padre ya no puede denotar ninguna relación con el Hijo , si transmite la idea de no haber sido generado. Es como si alguien, tras haber adquirido dos ideas sobre un pan (una, que está hecho de harina, la otra, que es alimento para el consumidor), argumentara contra quien le dijo esto, usando contra él la misma falacia que Eunomio, a saber: que "estar hecho de harina es una cosa, pero ser alimento es otra; si, entonces, se admite que el pan está hecho de harina, esta cualidad en él ya no puede llamarse estrictamente alimento". Tal es la idea del silogismo de Eunomio. Si la palabra Padre implica que no ha sido engendrado, esta palabra ya no puede transmitir la idea de haber engendrado al Hijo. Pero creo que es hora de que, a nuestra vez, apliquemos a este argumento suyo ese magnífico y redondeado punto ya citado. En respuesta a tales palabras, sería adecuado decir que tendría más derecho a ser considerado en su sano juicio si hubiera limitado tales salvaguardias argumentativas al silencio absoluto. Pues cuando palabras adicionales equivalen a una blasfemia adicional, o más bien indican que ha perdido completamente la razón, no sólo es la mitad de tranquilizador, sino en general mucho más tranquilizador callar que hablar. Pero quizás un hombre se dejaría llevar más fácilmente a la verdadera visión mediante ejemplos personales; así que dejemos de lado este mirar atrás y adelante y esta tergiversación de premisas falsas, y discutamos el asunto de una manera menos erudita y más popular. Tu padre, Eunomio, fue ciertamente un ser humano; pero la misma persona fue también el autor de tu ser. ¿Usaste, entonces, también en su caso esta ingeniosa sutileza que has empleado; de modo que tu propio padre, una vez que recibe la verdadera definición de su ser, ya no puede significar, por ser hombre, ninguna relación contigo; pues "debe ser una de dos cosas, o un hombre, o el padre de Eunomio"? Bueno, entonces, no debes usar los términos de relación íntima de otro modo que no sea de acuerdo con ese significado íntimo. Sin embargo, aunque acusarías de difamación a cualquiera que se burlara de ti con desprecio, mediante tal alteración de significados, ¿no temes burlarte de Dios? ¿Y estás a salvo cuando te ríes de estos misterios de nuestra fe? Así como "tu padre" indica parentesco contigo mismo, y al mismo tiempo la humanidad no queda excluida por ese término, y como nadie en su sano juicio, en lugar de llamar "tu padre" a quien te engendró, traduciría su descripción con la palabra hombre, o a la inversa, si se le preguntara por su género y respondiera hombre, afirmaría que esa respuesta le impedía ser tu padre; así, en la contemplación del Todopoderoso, una mente reverente no negaría que el título de Padre significa que él no tiene generación, así como que, en otro sentido, representa su relación con el Hijo. Sin embargo, Eunomio, en abierto desprecio por la verdad, afirma que el título ya no puede significar "haber engendrado un hijo", cuando la palabra nos ha transmitido la idea de "nunca haber sido engendrado". Añadamos la siguiente ilustración de lo absurdo de sus afirmaciones. Es algo con lo que todos deben estar familiarizados, incluso los niños que se inician en el estudio de las palabras con un profesor de gramática. Quien, digo, ignora que algunos sustantivos son absolutos y están fuera de toda relación, mientras que otros expresan alguna relación. De estos últimos, además, hay algunos que se inclinan, según el deseo del hablante, en uno u otro sentido; tienen una intención simple en sí mismos, pero pueden transformarse en sustantivos de relación. No me detendré en ejemplos ajenos a nuestro tema. Lo explicaré con las palabras de nuestra propia fe. Dios es llamado Padre y rey y otros innumerables nombres en las Escrituras. De estos nombres, una parte puede pronunciarse de forma absoluta (es decir, simplemente como son, y nada más, a saber: imperecedero, eterno, inmortal...). Cada uno de estos, sin que introduzcamos otro pensamiento, contiene en sí mismo un pensamiento completo sobre la deidad. Otros expresan solo una utilidad relativa; así, ayudador, campeón, rescatador y otras palabras de ese significado; si eliminas de allí la idea de alguien que necesita ayuda, toda la fuerza expresada por la palabra desaparece. Algunos, por otro lado, como hemos dicho, son absolutos y también se encuentran entre las palabras de relación; Dios, por ejemplo, y bueno, y muchos otros similares. En estos, el pensamiento no continúa siempre dentro de lo absoluto. El Dios universal a menudo se convierte en propiedad de quien lo invoca; como nos enseñan los santos, cuando hacen suyo ese Ser independiente. "El Señor Dios es santo"; hasta aquí no hay relación; Pero cuando uno añade "Señor nuestro Dios", y así se apropia del significado en una relación consigo mismo, entonces uno hace que la palabra ya no se piense en absoluto. Nuevamente, la frase "Abba Padre es el grito del Espíritu" es una expresión libre de cualquier referencia parcial. Pero se nos ordena llamar al Padre en el cielo, "nuestro Padre". Este es el uso relativo de la palabra. Un hombre que hace suya la deidad universal, no empaña su suprema dignidad; y de la misma manera no hay nada que nos impida, cuando señalamos al Padre y a aquel que viene de él, el primogénito antes de toda creación, significar con ese título de Padre a la vez el haber engendrado a ese Hijo, y también el no ser de ninguna causa más trascendente. Porque quien habla del primer Padre se refiere a Aquel que se presupone antes de toda existencia, cuyo es el más allá. Este es él, quien no tiene nada anterior a sí mismo que contemplar, ningún fin en el que cese. Donde quiera que miremos, él existe igualmente allí para siempre, él trasciende el límite de todo fin, la idea de todo comienzo, por la infinitud de su vida; cualquiera que sea su título, la eternidad debe estar implicada en él. Pero Eunomio, versado como es en la contemplación de aquello que escapa al pensamiento, rechaza esta visión de mentes acientíficas; no admite un doble sentido en la palabra Padre: uno, que de él provienen todas las cosas y, por encima de todo, el Hijo unigénito; el otro, que él mismo no tiene una causa superior. Puede que desdeñe la afirmación; pero nosotros desafiaremos su risa burlona y repetiremos lo que ya hemos dicho: que el Padre es lo mismo que el Ingenerado, y que a la vez significa haber engendrado al Hijo y representa el ser de la nada. Pero Eunomio, contendiendo con esta afirmación nuestra, dice (ahora lo contrario de lo que dijo antes): Si Dios es Padre porque ha engendrado al Hijo, y Padre tiene el mismo significado que ingenerado, Dios es ingenerado porque ha engendrado al Hijo, pero antes de engendrarlo no era ingenerado. Observe su método de dar la vuelta; cómo desmonta su primera objeción y la convierte en lo opuesto, pensando incluso así atraparnos en una conclusión de la que no hay escapatoria. Su primer silogismo presentó el siguiente absurdo: Si Padre significa venir de la nada, entonces necesariamente ya no indicará haber engendrado al Hijo. Pero este último silogismo, al convertir una premisa en su contrario, amenaza nuestra fe con otro absurdo. ¿Cómo, entonces, desmonta su conclusión anterior? Si es Padre porque ha engendrado un Hijo. Su primer silogismo no nos dio nada parecido; Por el contrario, su inferencia lógica pretendía demostrar que si la palabra Padre significaba que el Padre no había sido engendrado, esa palabra no podía significar también haber engendrado un Hijo. Así, su primer silogismo no contenía ninguna indicación de que Dios fuera Padre por haber engendrado un Hijo. No entiendo qué significa esta inversión argumentativa y astutamente profesional. Pero veamos la idea que subyace a las palabras: "Si Dios es agendrado porque engendró un Hijo, no lo era antes de engendrarlo". La respuesta es sencilla; consiste en la simple afirmación de la verdad: "La palabra Padre significa tanto haber engendrado un Hijo como que el Engendrador no debe considerarse como proveniente de ninguna causa". Si se observa el efecto, la persona del Hijo se revela en la palabra Padre; si se busca una causa previa, la ausencia de cualquier principio en el Engendrador se muestra en esa palabra. Al decir que "Antes de engendrar un Hijo, el Todopoderoso no era agendrado", este panfletista se expone a una doble acusación: la de tergiversarnos y la de insultar la fe. Ataca Eunomio así, como si no hubiera duda, algo que nuestro Basilio nunca dijo, ni nosotros afirmamos ahora, a saber, que el Todopoderoso se convirtió con el tiempo en Padre, habiendo sido algo diferente antes. Además, al ridiculizar el absurdo de esta supuesta doctrina nuestra, proclama su propia locura doctrinal. Suponiendo que el Todopoderoso fue en un tiempo algo distinto, y que luego, por un avance, obtuvo el derecho a ser llamado Padre, afirmaría que antes de esto tampoco era ingenuo, ya que la ingenuidad está implícita en la idea de Padre. Apenas hace falta señalar la locura de esto; resultará clarísimo para cualquiera que reflexione. Si el Todopoderoso era algo distinto antes de convertirse en Padre, ¿qué dirían los defensores de esta teoría si se les preguntara en qué estado se proponen contemplarlo? ¿Qué nombre le darán en esa etapa de la existencia: niño, infante, bebé o joven? ¿Se sonrojarán ante tan flagrante absurdo, y no dirán nada parecido, y admitirán que fue perfecto desde el principio? Entonces, ¿cómo puede ser perfecto si aún no puede convertirse en Padre? ¿O no lo privarán de este poder, sino que dirán únicamente que no era apropiado que existiera la paternidad simultáneamente con su existencia? Pero si no era bueno ni conveniente que él fuese desde el principio Padre de tal Hijo, ¿cómo llegó a adquirir aquello que no era bueno? Pero, tal como están las cosas, es bueno y propio de la majestad de Dios que él se convirtiera en Padre de tal Hijo. Así que argumentarán que al principio no tuvo parte en este bien, y mientras no tuvo a este Hijo, deberán afirmar (¡que Dios me perdone por decirlo!) que no tenía sabiduría, ni poder, ni verdad, ni ninguna de las otras glorias que, desde diversos puntos de vista, se le llama al Hijo unigénito. Pero que todo esto recaiga sobre quienes lo iniciaron. Regresaremos al punto de partida. Dice que si Dios es Padre por haber engendrado un Hijo, y si Padre significa Ser ingenerado, entonces Dios no era este último, antes de engendrar. Ahora bien, si pudiera hablar aquí como se acostumbra a hablar de la vida humana, donde es inconcebible que alguien adquiera posesión de muchos logros a la vez, en lugar de ganar cada uno de los objetos buscados en un cierto orden y secuencia de tiempo (si digo que pudiéramos razonar así en el caso del Todopoderoso, de modo que pudiéramos decir que él poseyó su ingeneración en un momento dado, y después adquirió su poder, y luego su imperecibilidad, y luego su sabiduría, y avanzando así se convirtió en Padre, y después en justo y luego en eterno, y así llegó a todo lo que entra en la concepción filosófica de él, en una cierta secuencia), entonces no sería tan manifiestamente absurdo pensar que uno de sus nombres tiene precedencia sobre otro nombre, y hablar de que él fue primero Ingenerado, y después de eso se convirtió en Padre. Sin embargo, tal como están las cosas, nadie es tan terrenal en su imaginación, tan poco iniciado en las sublimidades de nuestra fe, como para no poder, una vez comprendida la causa del universo, abarcar en un todo colectivo y compacto todos los atributos que la piedad puede otorgar a Dios; y concebir, en cambio, un atributo primordial y uno posterior, y otro intermedio, superviniendo en cierta secuencia. De hecho, no es posible recorrer mentalmente uno de esos atributos y luego alcanzar otro, ya sea una realidad o una concepción, que trascienda al primero en la antigüedad. Todo nombre de Dios, toda concepción sublime de él, toda expresión o idea que armoniza con nuestras ideas generales respecto a él, está estrechamente vinculada con su semejante; todas estas concepciones se agrupan en nuestro entendimiento en un todo colectivo y compacto (a saber, su paternidad, su indegeneración, su poder, su imperecibilidad, su bondad, su autoridad, y todo lo demás). No se puede tomar uno de estos y separarlo mentalmente del resto por un intervalo de tiempo, como si precediera o siguiera a algo más; no se puede descubrir en él ningún atributo sublime o adorable que no se exprese simultáneamente en su eternidad. Así como no podemos decir que Dios nunca fue bueno, poderoso, imperecedero o inmortal, del mismo modo es una blasfemia no atribuirle siempre la paternidad y decir que esta vino después. Quien es verdaderamente Padre, siempre es Padre; si la eternidad no estuviera incluida en esta confesión, y si una idea preconcebida, absurdamente, restringiera y frenara retrospectivamente nuestra concepción del Padre, la verdadera paternidad ya no podría predicarse correctamente de él, porque esa idea preconcebida sobre el Hijo cancelaría la continuidad y eternidad de su paternidad. ¿Cómo podría pensarse que lo que ahora se le llama es algo que llegó a existir ?¿Posteriormente a estos otros atributos? Si siendo primero no generado, se convirtió en Padre y recibió ese nombre, no siempre fue del todo lo que ahora se le llama. Pero lo que el Dios actual es, siempre lo es; no empeora ni mejora con ninguna adición, no se altera al tomar algo de otra fuente. Siempre es idéntico a sí mismo. Si, entonces, no fue Padre al principio, tampoco lo fue después. Pero si se le confiesa Padre ahora, recurriré al mismo argumento: que si lo es ahora, siempre lo fue; y que si siempre lo fue, siempre lo será. Por lo tanto, el Padre siempre es Padre; y dado que el Hijo siempre debe ser considerado junto con el Padre (pues el título de padre no puede justificarse a menos que haya un hijo que lo haga verdadero), todo lo que contemplamos en el Padre debe observarse también en el Hijo. Todo lo que el Padre tiene es del Hijo; y todo lo que es del Hijo, lo tiene el Padre. Las palabras son: "El Padre posee lo que es del Hijo", por lo que un crítico mordaz no tendría autoridad para encontrar en el contenido de la palabra toda la falta de genealogía del Hijo, cuando se dice que el Hijo posee todo lo que el Padre tiene, ni por otro lado, la generación del Padre, cuando todo lo que es del Hijo debe observarse en el Padre. Pues el Hijo posee todas las cosas del Padre; pero no es Padre; y de nuevo, todas las cosas del Hijo deben observarse en el Padre, pero él no es un Hijo. Si, entonces, todo lo que es del Padre está en el Unigénito, y él está en el Padre, y la paternidad no está disociada del "no haber sido engendrado", por mi parte, no veo qué pensar en relación con el Padre, por sí mismo, que esté separado por un intervalo que preceda a nuestra comprensión del Hijo. Por lo tanto, podemos afrontar con valentía las dificultades que surgen de ese silogismo sutil; podemos despreciarlo como un mero espanto para asustar a los niños, y aun así afirmar que Dios es santo, inmortal, Padre, ingenerado, eterno, y todo a la vez; y que, si se supusiera posible retener uno de estos atributos que la devoción le asigna, todo se destruiría junto con ese. Nada, por lo tanto, en él es mayor o menor; de lo contrario, se encontraría mayor o menor que sí mismo. Si Dios no es siempre todos sus atributos, sino que algo en él es, y algo más solo deviene, siguiendo algún orden de secuencia (debemos recordar que Dios no es un compuesto; lo que él es es la totalidad de él), y si según esta herejía él es primero ingenuo y luego se convierte en padre, entonces, dado que no podemos pensar en él en conexión con una acumulación de cualidades, no hay otra alternativa que la totalidad de él debe ser a la vez más antiguo y más joven que la totalidad de él, el primero en virtud de su ingenuidad, el segundo en virtud de su paternidad. Pero si, como dice el profeta de Dios, él es el mismo, es inútil decir que antes de engendrar no era ingenuo; no podemos encontrar ninguno de estos nombres, el Padre y el Ingenuo, separados del otro; las dos ideas surgen juntas, sugeridas la una por la otra, en los pensamientos del devoto razonador. Dios es Padre desde la eternidad, y Padre eterno, y todo otro término que la devoción le asigna se da en sentido semejante, no teniendo cabida la medida y el fluir del tiempo, como hemos dicho, en lo eterno. Veamos ahora los resultados restantes de su pericia en el manejo de las palabras; resultados que, como él mismo afirma con razón, son a la vez ridículos y lamentables. En verdad, uno debería reírse a carcajadas de lo que dice, si no fuera más apropiado un profundo lamento por el error que impregna su alma. Mientras que Padre, como enseñamos, incluye, según uno de sus significados, la idea de lo ingenerado, él transfiere el significado completo de la palabra Padre a la de lo Ingenerado, y declara: "Si Padre es lo mismo que ingenerado, es lícito omitirlo y usar ingenerado en su lugar; así, lo ingenerado del Hijo es ingenerado; pues así como lo ingenerado es Padre del Hijo, así inversamente, el Padre es ingenerado del Hijo". Después de esto, me invade un sentimiento de admiración por la destreza de nuestro amigo, con la convicción de que la multifacética sutileza de su formación teológica supera por completo la capacidad de la mayoría. Lo que nuestro Maestro dijo quedó resumido en una breve frase: que era posible que el título Padre significara la Ingenuidad; pero las palabras de Eunomio no dependen, para ser más numerosas, de la variedad de ideas, sino de la forma en que cualquier cosa dentro del círculo de nombres similares puede ser transformada. Así como el ganado que corre a ciegas para hacer girar el molino permanece en el mismo sitio durante todo su recorrido, así él da vueltas y vueltas al mismo tema, sin abandonarlo jamás. Una vez dijo, burlándose de nosotros, que Padre no significa haber engendrado, sino ser de la nada. De nuevo, planteó un dilema similar: si Padre significa Ingenuidad, antes de engendrar no era ingenuo. Por tercera vez, recurre al mismo truco. Se nos permite omitir Padre y usar Ingenuo en su lugar; y entonces, directamente, repite la lógica tan a menudo vomitada. Pues así como lo Ingenuo es Padre del Hijo, así a la inversa, el Padre es ingenuo del Hijo. ¡Cuántas veces vuelve a vomitar! ¡Cuántas veces lo suelta de nuevo! ¿No molestaremos, entonces, a la mayoría si prolongamos nuestra discusión con este disparate? Quizás sería más decente callar en un caso como éste; aun así, para que nadie piense que rechazamos la discusión por nuestra debilidad en las súplicas, responderemos así a lo que ha dicho: "No tienes autoridad, Eunomio, para llamar al Padre el ingenuo del Hijo, aunque el título Padre sí significa que el engendrador no tuvo causa alguna". él mismo. Pues así como, por tomar el ejemplo ya citado, al oír la palabra emperador entendemos dos cosas: que quien tiene preeminencia en autoridad no está sujeto a nadie, y que controla a sus inferiores, así también el título de Padre nos proporciona dos ideas sobre la deidad: una relacionada con su Hijo, y la otra con su dependencia de cualquier causa preconcebible. Como, entonces, en el caso de emperador no podemos decir que porque las dos cosas son significadas por ese término, a saber: el gobierno sobre los súbditos y el no tener a nadie que lo preceda, hay alguna justificación para hablar del "no gobernado de los súbditos", en lugar del "gobernante de la nación", o permitir tanto, que podemos usar tal yuxtaposición de palabras, en imitación de rey de una nación, como sin rey de una nación, de la misma manera cuando Padre indica un Hijo, y también representa la idea de lo no-generado, no podemos transferir indebidamente este último significado, de modo que asociemos esta idea de lo no-generado directamente a una relación paternal, y digamos absurdamente "lo no-generado es no generado del Hijo". Pisa el terreno de la verdad, piensa, después de tales declaraciones; ha expuesto lo absurdo de la posición de sus adversarios; con qué jactancia exclama: ¿Y qué pensador sensato, por favor, ha querido alguna vez que se suprimiera el pensamiento natural y diera la bienvenida a lo paradójico? Ningún pensador sensato, señor muy competente; y por lo tanto, nuestro argumento tampoco, que enseña que si bien el término no-generado se adapta a nuestros pensamientos, y debemos guardarlo intacto en nuestros corazones, sin embargo, el término Padre es un sustituto adecuado para el que usted ha pervertido, y conduce la mente en esa dirección. Recuerde las palabras que usted mismo citó; Basilio "no quería que se suprimiera el pensamiento natural y diera la bienvenida a lo paradójico", como usted lo expresa; sino que nos aconsejó evitar todo peligro suprimiendo la mera palabra no-generado (es decir, la expresión en tantas sílabas, como una que había sido mal interpretada, y además no se encontraba en las Escrituras). En cuanto a su significado, declara que se ajusta perfectamente a nuestros pensamientos. Hasta aquí nuestra afirmación. Pero este injuriador de todos los quisquillosos, que arma completamente su propio argumento con la verdad y acusa nuestros pecados con lógica, no se sonroja en ninguno de sus argumentos sobre doctrinas para caer en sutilezas muy bonitas; a la par de esos chistes exquisitos que se cuentan para hacer reír a la gente en el postre. Reflexione sobre el peso del razonamiento que se muestra en ese complicado silogismo; que ahora repetiré de nuevo: "Si Padre es lo mismo que Ingenerado, es permisible que lo eliminemos y usemos ingenerado en su lugar; así, el Ingenerado es ingenerado del Hijo; porque como el Ingenerado es Padre del Hijo, así, a la inversa, el Padre es ingenerado del Hijo". Bueno, esto es muy parecido a otro caso como el siguiente. Supongamos que alguien estableciera la opinión correcta y sólida sobre Adán; Es decir, que daba igual si lo llamábamos padre de la humanidad o el primer hombre formado por Dios (pues ambos significan lo mismo), y entonces alguien más, perteneciente a la escuela de razonadores de Eunomio, se abalanzara sobre esta afirmación y le hiciera la misma complicación, a saber: si el primer hombre formado por Dios y el padre de la humanidad son lo mismo, se nos permite omitir la palabra padre y usar en su lugar el primer formado; y decir que Adán fue el primer formado, en lugar del padre, de Abel; pues así como el primer formado fue el padre de un hijo, así, a la inversa, ese padre es el primer formado de ese hijo. Si esto se hubiera dicho en una taberna, ¡cuántas risas y aplausos habrían estallado en el círculo ebrio ante tan fina y exquisita broma! Estos son los argumentos en los que se apoya nuestro erudito teólogo; cuando ataca nuestra doctrina, realmente necesita un tutor y un bastón que le enseñen que todo lo que se predica de alguien no necesariamente, en su significado, se refiere a un solo objeto; Como se desprende del ejemplo antes mencionado de Abel y Adán. Que un mismo Adán sea el padre de Abel y también obra de Dios es cierto; sin embargo, de ello no se sigue que, por ser ambos, sea ambos con respecto a Abel. Así, la designación del Todopoderoso como Padre tiene tanto el significado especial de esa palabra, es decir, haber engendrado un hijo, como también el de la inexistencia de una causa preconcebible del Padre mismo; sin embargo, de ello no se sigue que, al mencionar al Hijo, debamos hablar del Ingenerado, en lugar del Padre, de ese Hijo; ni por otro lado, si la ausencia de principio permanece inexpresada en referencia al Hijo, que debemos desterrar de nuestros pensamientos sobre Dios ese atributo de no-generado. Pero él descarta las acepciones usuales, y como un actor en una comedia, hace una broma de todo el tema, y por la rareza de sus nimiedades hace ridículas las preguntas de nuestra fe. Nuevamente debo repetir sus palabras: Si Padre es lo mismo que No-generado, es permisible que lo descartemos, y usemos No-generado en su lugar; así, el No-generado es no-generado del Hijo; porque como el No-generado es Padre del Hijo, así, inversamente, el Padre es no-generado del Hijo. Pero volvamos la risa contra él, invirtiendo su nimiedad; así: Si Padre no es lo mismo que No-generado, el Hijo del Padre no será Hijo del No-generado; porque teniendo relación sólo con el Padre, será completamente ajeno en naturaleza a aquello que es otro que Padre, y no se ajusta a esa idea; de modo que, si el Padre es algo distinto del Ingenerado, y el título Padre no comprende ese significado, el Hijo, siendo Uno, no puede distribuirse entre estas dos relaciones, y ser al mismo tiempo Hijo tanto del Padre como del Ingenerado; y como antes era un absurdo reconocido hablar de la deidad como ingenerada del Hijo, así en esta proposición inversa se encontrará un absurdo igual de grande llamar al Hijo unigénito del Ingenerado. De modo que debe elegir una de dos cosas; o bien el Padre es el mismo que el Ingenerado (lo cual es necesario para que el Hijo del Padre pueda ser también Hijo del Ingenerado); y entonces nuestra doctrina ha sido ridiculizada por él sin razón; o bien el Padre es algo diferente del Ingenerado, y el Hijo del Padre está alienado de toda relación con el Ingenerado. Pero entonces, si se sostiene así que el Unigénito no es el Hijo del Ingenerado, la lógica apunta inevitablemente a un Padre generado, pues lo que existe, pero no existe sin generación, debe tener una sustancia generada. Si, entonces, el Padre, siendo según estos hombres distinto de ingenerado, es por lo tanto generado, ¿dónde está su tan comentada ingeneración? ¿Dónde está la base y el fundamento de su herética construcción de castillos? Lo ingenerado, que creían haber comprendido, se les ha escapado y se ha desvanecido por completo bajo la acción de unos pocos silogismos estériles; su supuesta demostración de la desemejanza, como un mero sueño sobre algo, se desvanece ante el toque de la crítica y emprende el vuelo junto con este Ingenerado. Así es que, siempre que se acepta una falsedad antes que la verdad, puede que florezca brevemente gracias a la ilusión que crea, pero pronto se derrumbará; sus propios métodos de prueba la disolverán. Pero mencionamos esto sólo para sonreír ante la hermosa venganza que podríamos tomar por su diferencia. Ahora debemos retomar el hilo principal de nuestro discurso.

XXXIX
La eterna pregunta de Eunomio, sobre si "Aquel que es" puede ser engendrado

A Eunomio no le gusta que el significado de lo ingenerado se transmita con el término Padre, pues quiere establecer que hubo un tiempo en que el Hijo no existía. De hecho, es una pregunta constante entre sus discípulos: ¿Cómo puede ser engendrado Aquel que siempre es? Esto se debe, supongo, a no desvincularse del uso humano de las palabras cuando tenemos que pensar en Dios. Pero expongamos de inmediato, sin amargura, la falsedad de esta "atrasada reflexión" suya, exponiendo primero nuestras conclusiones al respecto. Estos nombres tienen un significado diferente para nosotros, Eunomio; al abordar las energías trascendentes, adquieren otro sentido. Es, en efecto, amplio el intervalo que separa lo humano de lo divino; la experiencia no puede señalar aquí abajo nada que se asemeje en magnitud a lo que podemos suponer e imaginar allí. De igual manera, en cuanto al significado de nuestros términos, si bien puede haber, en lo que respecta a las palabras, cierta semejanza entre el hombre y el Eterno, la brecha entre estos dos mundos es la verdadera medida de la separación de significados. Por ejemplo, nuestro Señor llama a Dios un hombre que era "cabeza de familia" en la parábola; pero aunque este título nos resulte tan familiar, ¿serán la persona en la que pensamos y la persona a la que se refiere la parábola de la misma descripción? ¿Será nuestra casa la misma que aquella gran casa en la que, como dice el apóstol, están los vasos de oro, los de plata (2Tm 2,20) y los de otros materiales que se mencionan? ¿O no estarán más bien más allá de nuestra comprensión inmediata y serán contemplados en una bendita inmortalidad, mientras que los nuestros son terrenales y se disolverán en la tierra? Así, en casi todos los demás términos hay una similitud de nombres entre las cosas humanas y las divinas, revelando, sin embargo, bajo esta similitud una amplia diferencia de significados. Encontramos por igual en ambos mundos la mención de miembros corporales y sentidos; al igual que con nosotros, así con la vida de Dios, que todos reconocen como superior a los sentidos, se establecen en orden dedos, brazo y mano, ojo y párpados, oído, corazón, pies y sandalias, caballos, caballería y carros; y otras innumerables metáforas se toman de la vida humana para ilustrar simbólicamente las cosas divinas. Así como cada uno de estos nombres tiene un sonido humano, pero no un significado humano, también el de Padre, si bien se aplica por igual a la vida divina y humana, esconde una distinción entre los significados pronunciados exactamente proporcional a la diferencia existente entre los sujetos de este título. Pensamos en la generación del hombre de una manera, y conjeturamos la generación divina en otro. Un hombre nace en un tiempo determinado; y un lugar particular debe ser el receptáculo de su vida; sin él, no está en la naturaleza que tenga una sustancia concreta: por lo que también es inevitable que se encuentren secciones de tiempo que envuelvan su vida; hay un antes, un con y un después de él. Es cierto decir de cualquiera de los nacidos en este mundo que hubo un tiempo en que no existía, que existe ahora, y que habrá un tiempo en que dejará de existir; pero en el mundo eterno estas ideas del tiempo no entran; para un pensador sobrio no tienen nada que ver con ese mundo. Quien considera lo que realmente es la vida divina irá más allá del "algún tiempo", el antes y el después, y cualquier indicio de esta extensión en el tiempo; tendrá opiniones elevadas sobre un tema tan elevado; y no considerará que el Absoluto esté sujeto a las leyes que observa vigentes en la generación humana. La pasión precede a la existencia concreta del hombre; se establecen ciertos cimientos materiales para la formación de la criatura viviente; bajo todo ello se encuentra la naturaleza, por voluntad de Dios, con su obra milagrosa, contribuyendo a la adecuada proporción de nutrición para lo que ha de nacer, tomando de cada elemento terrestre la cantidad necesaria para cada caso, recibiendo la cooperación de un tiempo determinado y tanto alimento de los padres como sea necesario para la formación del niño: en una palabra, la naturaleza, avanzando a través de todos estos procesos mediante los cuales se construye la vida humana, trae lo inexistente al nacimiento; y, en consecuencia, decimos que, siendo inexistente una vez, ahora nace; porque, en un momento no siendo, en otro comienza a ser. Pero cuando se trata de la generación divina, la mente rechaza esta administración de la naturaleza, y esta plenitud de tiempo para contribuir al desarrollo, y todo lo demás que nuestro argumento contempló que ocurre en la generación humana. Y quien se adentra en temas divinos sin concepciones carnales no volverá a caer en esos pensamientos degradantes, sino que buscará uno acorde con la majestuosidad de lo que se expresa; no pensará en la pasión en relación con lo que no la tiene, ni considerará al Creador de toda la naturaleza necesitado de la ayuda de la naturaleza, ni admitirá la extensión en el tiempo hasta la vida eterna; verá que la generación divina debe ser liberada de tales ideas, y sólo concederá al título de Padre el significado de que el Unigénito no es sin fuente, sino que deriva de ella la causa de su ser; aunque, en cuanto al comienzo real de su subsistencia, no lo calculará, porque no podrá ver ninguna señal de la cosa en cuestión. Las nociones "más antiguo" y "más joven" implican intervalos de tiempo; y así, cuando se abstrae mentalmente el tiempo en general, todas esas indicaciones se eliminan junto con él. Puesto que, entonces, Aquel que está con el Padre, en alguna categoría inconcebible, antes de los siglos no admite un "algún tiempo", existe por generación, de hecho, pero sin embargo nunca comienza a existir. Su vida no está en el tiempo ni en el lugar. Pero cuando eliminamos estas y todas las ideas similares al contemplar la subsistencia del Hijo, sólo hay una cosa que podemos siquiera pensar como anterior al Padre. Pero el Unigénito, como él mismo nos ha dicho, está en el Padre, y por lo tanto, desde su naturaleza, no está abierto a la suposición de que él alguna vez no existió. Si de hecho el Padre alguna vez no fue, la eternidad del Hijo debe ser cancelada retrospectivamente como consecuencia de esta nada del Padre: pero si el Padre siempre es, ¿cómo puede el Hijo ser alguna vez inexistente, cuando él no puede ser pensado en absoluto por sí mismo separado del Padre, sino que siempre está implícito silenciosamente en el nombre Padre? Este nombre, de hecho, transmite las dos personas por igual; La idea del Hijo es inevitablemente sugerida por esa palabra. ¿Cuándo fue, entonces, que el Hijo no fue? ¿En qué categoría detectaremos su no-existencia? ¿En el lugar? No hay ninguno. ¿En el tiempo? Nuestro Señor fue antes de todos los tiempos; y si es así, ¿cuándo no fue? Y si él estaba en el Padre, ¿en qué lugar no estuvo? Díganos eso, tú que eres tan experto en ver las cosas fuera de la vista. ¿A qué clase de intervalo han dado forma sus cavilaciones? ¿Qué vacío en el Hijo, ya sea de sustancia o de concepción, ha sido capaz de pensar, que muestre que la vida del Padre, cuando se extiende en paralelo, supera a la del Unigénito? Porque, incluso de los hombres no podemos decir absolutamente que alguien no fue, y luego nació. Leví, muchas generaciones antes de su propio nacimiento en la carne, fue diezmado por Melquisedec. Así dice el apóstol: "Leví, quien recibe los diezmos, también pagó los diezmos en Abraham", añadiendo la prueba de que aún estaba en el seno de su padre cuando Abraham conoció al sacerdote del Altísimo. Si, entonces, un hombre, en cierto sentido, no existe, y luego nace, habiendo existido previamente por parentesco de sustancia en su progenitor, según el testimonio de un apóstol, ¿cómo, en cuanto a la vida divina, se atreven a expresar la idea de que no existía, y luego fue engendrado? Porque él "está en el Padre", como nos dijo nuestro Señor: "Yo estoy en el Padre, y el Padre en mí" (Jn 10,38). Cada uno, por supuesto, estando en el otro en dos sentidos diferentes; el Hijo estando en el Padre como la belleza de la imagen se encuentra en la forma de la cual ha sido delineada; y el Padre en el Hijo, como esa belleza original se encuentra en la imagen de sí misma. Ahora bien, en todas las imágenes hechas a mano el intervalo de tiempo es un punto de separación entre el modelo y aquello a lo cual presta su forma; pero allí el uno no puede separarse del otro, ni la imagen expresa de la persona, para usar las palabras del apóstol (Hb 1), "ni el brillo de la gloria de Dios, ni la representación de la bondad"; pero cuando una vez que el pensamiento ha captado uno de estos, ha admitido también la verdad asociada. Siendo, dice él (no llegando a ser), "el brillo de su gloria"; de modo que claramente podemos librarnos para siempre de la blasfemia que acecha en cualquiera de esas dos concepciones; Es decir, que el Unigénito puede ser considerado ingenerado (pues dice que el resplandor de su gloria proviene de la gloria, y no, a la inversa, que la gloria proviene del resplandor); o que él alguna vez comenzó a existir. Pues la palabra ser es un testigo que nos interpreta la continuidad, la eternidad y la superioridad del Hijo sobre todas las marcas del tiempo. ¿Qué motivo, entonces, tuvieron nuestros enemigos para proponer, en detrimento de nuestra fe, esa pregunta insignificante, que consideran incontestable y, por lo tanto, una prueba de su propia doctrina, y que continuamente plantean, a saber, "si Aquel que es puede ser engendrado"? Podemos responderles con valentía de inmediato que Aquel que está en lo ingenerado fue engendrado de él, y deriva su fuente de él. "Vivo por el Padre" (Jn 4,57), pero es imposible determinar el cuándo de su origen. Cuando no hay materia intermedia, ni idea, ni intervalo de tiempo que separe la existencia del Hijo del Padre, tampoco puede concebirse ningún símbolo mediante el cual el Unigénito pueda desvincularse de la vida del Padre y demostrar que procede de alguna fuente especial propia. Si, pues, no hay otro principio que guíe la vida del Hijo, si no hay nada que una mente devota pueda contemplar antes (pero no separado de) la subsistencia del Hijo, sino sólo el Padre; y si el Padre no tiene principio ni generación, como admiten incluso nuestros adversarios, ¿cómo puede Aquel que sólo puede ser contemplado dentro del Padre, que no tiene principio, admitirse a sí mismo de un principio? ¿Qué daño, también, sufre nuestra fe al admitir aquellas expresiones de nuestros oponentes que ellos esgrimen contra nosotros como absurdas, cuando preguntan si "el que es puede ser engendrado"? No afirmamos que esto pueda ser así en el sentido en que Nicodemo planteó su ofensiva pregunta en (Jn 3,4), en la que pensó que era imposible que alguien que estaba en existencia pudiera llegar a un segundo nacimiento: pero afirmamos que, teniendo su existencia ligada a una existencia que es siempre y sin principio, y acompañando a todo investigador en las antigüedades del tiempo, y anticipándose a la curiosidad del pensamiento a medida que avanza hacia el mundo del más allá, e íntimamente mezclado como está con todas nuestras concepciones del Padre, no tiene principio de su existencia más de lo que es ingenerado: pero fue engendrado y era, evidenciando en el aspecto de la causalidad la generación del Padre, pero en virtud de su vida eterna repele cualquier momento de no existencia. Pero este pensador, con su excesiva sutileza, contradice esta afirmación; separa el ser del Unigénito de la naturaleza del Padre, basándose en que uno es engendrado, el otro ingenerado; y aunque existen numerosos nombres que con reverencia pueden aplicarse a la deidad, y todos ellos adecuados para ambas personas por igual, no presta atención a ninguno de ellos, porque estos otros indican aquello en lo que ambas participan; se aferra al nombre Ingenerado, y sólo a ese; e incluso de este no adopta el significado usual y aprobado; revoluciona su concepción y cancela sus asociaciones comunes. ¿Cuál puede ser la razón de esto? Pues sin una muy fuerte no desviaría el lenguaje de su significado aceptado ni innovaría cambiando el significado de las palabras. Sabe perfectamente que si su significado se limitara al habitual, no tendría poder para subvertir la sana doctrina. pero que si tales términos se pervierten de su acepción común y corriente, podrá echar a perder la doctrina junto con la palabra. Por ejemplo (para llegar a las palabras reales que usa mal), si, según el pensamiento común de nuestra fe, hubiera aceptado que Dios debía ser llamado No-generado sólo porque nunca fue generado, toda la estructura de su herejía se habría derrumbado, con la retirada de su sutileza sobre este No-generado. Es decir, si se le persuadiera, siguiendo la analogía de casi todos los nombres de Dios en uso para la Iglesia, a pensar en el Dios sobre todo como no-generado, así como él es invisible, sin pasión e inmaterial; y si estuviera de acuerdo en que en cada uno de estos términos se significaba sólo lo que de ninguna manera pertenece a Dios (cuerpo, por ejemplo, y pasión y color, y derivación de una causa), entonces, si su visión del caso hubiera sido así, el principio de su partido sobre la desemejanza perdería su significado; Pues en todo lo demás (excepto la ingeneración) que se concibe acerca del Dios de todos, incluso estos adversarios admiten la semejanza existente entre el Unigénito y el Padre. Pero para evitarlo, antepone el término ingenerado a todos estos nombres que indican la naturaleza trascendente de Dios; y lo convierte en una posición ventajosa desde la que puede abatir nuestra fe; transfiere la contradicción entre las expresiones generado e ingenerado a las personas mismas a las que se aplican estas palabras; y por lo tanto, mediante esta diferencia entre las palabras, argumenta, mediante una sutileza, una diferencia entre los seres divinos; no concuerda con nosotros en que generado deba usarse solo porque el Hijo fue generado, e ingenerado porque el Padre existe sin haber sido generado; sino que afirma que cree que el primero ha adquirido existencia por haber sido generado; aunque no entiendo qué clase de filosofía lo lleva a tal punto de vista. Si uno prestara atención a los meros significados de esas palabras por sí mismas, abstrayendo en el pensamiento a las personas que representan los nombres, descubriría la falta de fundamento de estas afirmaciones. Consideremos, entonces, no que, como consecuencia de que el Padre es una concepción anterior al Hijo (como enseña la fe), el orden de los nombres mismos debe organizarse de modo que corresponda con el valor y el orden de aquello que los subyace; sino considérelos solo por sí mismos, para ver cuál de ellos (la palabra, repito, no la realidad que representa) debe anteponerse al otro como una concepción de nuestra mente; cuál de los dos transmite la afirmación de una idea, cuál la negación de la misma; por ejemplo (para ser claro, creo que pares de palabras similares darán mi significado), conocimiento, ignorancia, pasión, desapasionamiento y contrastes similares, ¿cuál de ellos posee prioridad de concepción sobre los demás? ¿Aquellos que postulan la negación o aquellos que postulan la afirmación de dicha cualidad? Supongo que estos últimos lo hacen. El conocimiento, la ira y la pasión se conciben primero; y luego viene la negación de estas ideas. Y que nadie, en su exceso de devoción, culpe a este argumento, como si antepusiera al Hijo al Padre. No estamos afirmando que el Hijo deba ser colocado en la concepción antes que el Padre, ya que el argumento solo discrimina los significados de generado e ingenerado. Así, generación significa la afirmación de alguna realidad o alguna idea; mientras que ingeneración significa su negación; de modo que hay razones de sobra para pensar primero en generación. ¿Por qué, entonces, insisten aquí en fijar en el Padre el segundo, en orden de concepción, de estos dos nombres? ¿Por qué siguen pensando que una negación puede definir y abarcar toda la sustancia del término en cuestión, y se exasperan contra quienes señalan la falta de fundamento de sus argumentos?

XL
Eunomio, incoherente cuando Basilio de Cesarea lo refutó

Nótese la amargura de Eunomio contra quien detectó la podredumbre y debilidad de su obra maléfica, y cómo se venga todo lo que puede mediante insultos y difamaciones, en los que posee una habilidad sobrada. Quienes quisieran dar elegancia a un discurso suelen rellenar los espacios que carecen de ritmo con ciertas partículas conjuntivas, introduciendo así más eufonía y conexión en el conjunto de sus frases; así también Eunomio adorna su obra con epítetos abusivos en la mayoría de sus pasajes, como si quisiera hacer alarde de su desbordante poder invectivo. De nuevo somos tontos, de nuevo "fallamos en el razonamiento correcto", y "nos entrometemos en la controversia sin la preparación que su importancia requiere", y "pasamos por alto el significado del orador". Tales, y aún más, son las frases que este decoroso orador usa para referirse a nuestro Maestro. Pero quizás, después de todo, haya una buena razón en su enojo; y este panfletista está justamente indignado. ¿Por qué, pues, Basilio lo habría herido exponiendo así la debilidad de su enseñanza? ¿Por qué habría de revelar a la vista de los hermanos más sencillos la blasfemia velada bajo sus plausibles sofismas? ¿Por qué no habría permitido que el silencio cubriera la insensatez de esta opinión? ¿Por qué condenar al miserable, cuando debería haberle tenido compasión y haber ocultado la indecencia de su argumento? ¡En realidad, descubre y convierte en un espectáculo a alguien que, de alguna manera, ha logrado ser admirado entre sus alumnos privados por su inteligencia y astucia! Eunomio había dicho en alguna parte de sus obras que el atributo de no ser engendrado sigue a la deidad. Nuestro Basilio comentó sobre esta frase suya que algo que sigue debe estar entre lo externo, mientras que el Ser real no es uno de ellos, sino que indica la existencia misma de algo, en la medida en que existe. Entonces este oponente, afable pero invencible, se enfurece y prorrumpe en un torrente de invectivas, porque nuestro Basilio, al oír esa frase, también comprendió su sentido. Pero ¿qué mal hizo si insistió con firmeza sólo en el significado de tus propios escritos? Si, de hecho, se hubiera aferrado ilógicamente a lo dicho, todo lo que dices sería cierto, y tendríamos que ignorar lo que hizo; pero, viendo que te sonrojas ante su reproche, ¿por qué no borras la palabra de tu panfleto, en lugar de insultar al que te reprocha? "Sí, pero no entendió el sentido del argumento". Pues bien, ¿cómo podemos hacer mal si, siendo humanos, adivinamos el significado de tus palabras, sin comprender lo que estaba enterrado en tu corazón? Para ver lo inescrutable, para inspeccionar las características de aquello que no tenemos forma de comprender, y para reconocer la diferencia en el mundo invisible, sólo podemos juzgar por lo que oímos.

XLI
Más incoherencias de Eunomio

Afirma Eunomio que "el atributo de no ser generado sigue a la deidad". Con esto entendimos que quería decir que esta no-generación es una de las cosas externas a Dios. Más adelante, dice que esta no-generación es su ser real. No entendemos la sequitur de esto; de hecho, notamos algo muy extraño e incongruente al respecto. Si la no-generación sigue a Dios, y sin embargo también constituye su ser, dos seres se atribuirán a un mismo sujeto en esta perspectiva; de modo que Dios será de la misma manera que era antes y siempre se ha creído que es, pero además de eso tendrá otro ser acompañante, al que llaman No-generación, bastante distinto de Aquel cuyo seguimiento es, como lo expresa nuestro Basilio. Bueno, si nos ordena pensar así, debe perdonar nuestra pobreza de ideas, al no ser capaces de seguir especulaciones tan sutiles. Pero si reniega de esta visión y no admite un doble ser en la deidad, uno representado por la divinidad y el otro por la ingenuidad, que nuestro amigo, que no es ni imprudente ni maligno, se empeñe en no ser demasiado parcial a la invectiva mientras se libran estos combates por la verdad, sino que nos explique, a nosotros, tan faltos de cultura, cómo lo que sigue no es una cosa y lo que conduce a otra, sino cómo ambas se funden en una sola; pues, a pesar de lo que dice en defensa de su afirmación, su absurdo persiste; y la adición de esas pocas palabras no corrige, como él afirma, la contradicción. Todavía no he podido encontrar explicación alguna en ellas. Pero reproduciremos textualmente lo que ha escrito Eunomio: Decimos que la ingenuidad es su ser real, sin pretender reducir al ser lo que hemos demostrado que lo sigue, sino aplicando sigue al título, pero es al ser". En consecuencia, al considerar estas cosas en conjunto, el argumento resultante sería que el título de ingenerado se sigue, porque ser ingenerado es su ser real. Pero ¿qué expositor de esta exposición encontraremos? Dice sin querer contraer en el ser aquello que hemos demostrado que le sigue. Quizás algunos de los que adivinan enigmas podrían decirnos que por «contraer en» quiere decir unir. Pero ¿quién puede ver algo inteligible o coherente en el resto? Los resultados de «seguir» pertenecen, nos dice, no al ser, sino al título. Pero, señor erudito, ¿cuál es el título? ¿Está en desacuerdo con el ser, o no coincide más bien con él en el pensamiento? Si el título es inapropiado para el ser, entonces ¿cómo puede el ser ser representado por el título? Pero si, como él mismo lo expresa, el ser se define adecuadamente con el título de ingenerado, ¿cómo puede haber separación entre ellos después de eso? Haces que el nombre del ser siga a una cosa y el ser mismo a otra. ¿Y cuál es entonces la construcción de toda la visión? El título de ingenerado sigue a Dios, puesto que él mismo es ingenerado. Dice que sigue a Dios, quien es algo distinto de lo ingenerado. Entonces, ¿cómo puede ubicar la definición de Divinidad dentro de la ingeneración? De nuevo, dice que este título sigue a Dios como existente sin una generación previa. ¿Quién nos resolverá el misterio de tales enigmas? Ingenerado precede y luego sigue; primero un título apropiadamente asignado al ser, y luego sigue como un extraño. ¿Cuál es, también, la causa?¿O esta excesiva fanfarronería en torno a este nombre? Le atribuye todo el contenido de la divinidad; como si no faltara nada en nuestra adoración si Dios se llama así; y como si todo el sistema de nuestra fe estuviera en peligro si no lo es. Ahora bien, si una breve declaración al respecto no se considera superflua e irrelevante, explicaremos el asunto de la siguiente manera.

XLII
Sobre lo "no generado" y la eternidad

La eternidad de la vida de Dios, para esbozarla a grandes rasgos, es así: que siempre debe ser comprendido como existente, y no admite un tiempo en el que no existió ni en el que no existirá. Quienes dibujan una figura circular en geometría plana desde un centro hasta la distancia de la circunferencia nos dicen que su figura carece de un comienzo definido; y que la línea no se interrumpe por un final determinado, como tampoco por un comienzo visible: afirman que, al formar un todo único con radios iguales en todos sus lados, evita dar indicios de principio o fin. Cuando, pues, comparamos el ser infinito con tal figura, por circunscrita que sea, que nadie critique esta explicación; pues no es en la circunferencia, sino en la semejanza que la figura guarda con la vida que en todas direcciones elude nuestra comprensión, que fijamos nuestra atención cuando afirmamos que tal es nuestra intuición de lo eterno. Desde el instante presente, como desde un centro y un punto, extendemos el pensamiento en todas direcciones, hacia la inmensidad de esa vida. Descubrimos que somos atraídos ininterrumpida y uniformemente, y que siempre seguimos una circunferencia donde no hay nada que asir; encontramos la vida divina retornando sobre sí misma en una continuidad ininterrumpida, donde no se pueden reconocer fin ni partes. De la eternidad de Dios decimos lo que hemos oído de la profecía, a saber: que Dios es un rey de antaño, y gobierna por los siglos, para siempre, y más allá. Por lo tanto, lo definimos como anterior a cualquier principio y superior a cualquier fin. Considerando, entonces, esta idea del Todopoderoso como una adecuada, la expresamos con dos títulos (ingenerado e infinito), que representan esta infinitud, continuidad y perdurabilidad de la Deidad. Si adoptáramos solo uno de ellos para nuestra idea, y si el restante se eliminara, nuestro significado se vería afectado por esta omisión. porque es imposible con cualquiera de ellos individualmente expresar la noción que reside en cada uno de los dos; pero cuando se habla de "lo sin fin", sólo se ha indicado la ausencia con respecto a un fin, y no se sigue que se haya dado ninguna pista acerca de un comienzo; mientras que, cuando se habla de "lo sin origen", se ha expresado el hecho de estar más allá de un comienzo, pero el caso con respecto a un fin se ha dejado bastante dudoso. Viendo, pues, que estos dos títulos ayudan igualmente a expresar la eternidad de la vida divina, es hora de indagar por qué nuestros amigos dividen en dos el significado completo de esta eternidad y declaran que un significado, que es la negación del principio, constituye el ser de Dios (en lugar de simplemente formar parte de la definición de eternidad), mientras que consideran el otro, que es la negación del fin, como parte de las características externas de ese ser. Es difícil ver la razón para asignar así la negación del principio al reino del ser, mientras que destierran la negación del fin fuera de ese reino. Ambas son nuestras concepciones de lo mismo; y por lo tanto, ambas deberían admitirse en la definición del ser, o, si una se juzga inadmisible, la otra también debería rechazarse. Si, sin embargo, se empeñan en dividir así el pensamiento de la eternidad, haciendo que uno caiga dentro del ámbito de ese ser, y atribuyéndolo a las irrealidades de la deidad (pues las ideas que adoptan sobre este tema son serviles, y, como pájaros que han mudado sus plumas, son incapaces de remontarse a las sublimidades de la teología), les aconsejaría que invirtieran su enseñanza y consideraran lo eterno como ser, pasando por alto más bien lo inoriginado, y asignando la palma a lo futuro y esperanzador, en lugar de a lo pasado y rancio. Dado que, digo (y hablo así debido a su estrechez de espíritu, y rebajo la discusión al nivel de la concepción de un niño), el período pasado de su vida no es nada para quien lo ha vivido, y todo su interés se centra en el futuro y en lo que se puede anticipar, lo que no tiene fin tendrá más valor que lo que no tiene principio. Así pues, que nuestros pensamientos sobre la naturaleza divina sean dignos y exaltados; o bien, si han de juzgarlo según pruebas humanas, que el futuro sea más valorado por ellos que el pasado, y que limiten el ser de la deidad a eso, puesto que el paso del tiempo barre con él toda existencia en el pasado, mientras que la existencia esperada gana sustancia gracias a nuestra esperanza. Ahora abordo estas sugerencias ridículamente infantiles sobre niños sentados en la plaza del mercado jugando (Lc 7,32); pues al observar la servil mundanidad de su enseñanza herética, es inevitable caer en una especie de infantilismo juguetón. Sin embargo, sería correcto añadir esto a lo que hemos dicho, a saber: que, como la idea de eternidad sólo se completa mediante ambos (como ya hemos argumentado), la negación de un principio y también la de un fin, si limitan el ser de Dios a uno, su definición de este ser será manifiestamente imperfecta y reducida a la mitad; se concibe solo por la ausencia de principio, y no contiene la ausencia de fin en sí misma como un elemento esencial. Pero si combinan ambas negaciones y así completan su definición del ser de Dios, observen, de nuevo, el absurdo que se aprecia de inmediato en esta perspectiva; se descubrirá, después de todos sus esfuerzos, que discrepa no solo con el Unigénito, sino consigo misma. El caso es claro y no requiere mucha reflexión. La idea de un principio y la idea de un fin se oponen mutuamente; sus significados difieren tanto como las otras oposiciones diametrales, donde no hay una proposición intermedia. Si se le pide a alguien que defina principio, no dará una definición igual a la de fin, sino que la llevará al extremo opuesto. Por lo tanto, también los dos contrarios de estos estarán separados por la misma distancia de oposición; y lo que no tiene principio, al ser contrario a lo que se percibe por un principio, será muy diferente de lo que es infinito, o la negación del fin. Si, entonces, importan ambos atributos a la existencia de Dios (es decir, las negaciones del fin y del principio), presentarán esta deidad suya como una combinación de dos cosas contradictorias y discordantes, porque las ideas contrarias de principio y fin reproducen, por su parte, también la contradicción existente entre principio y fin. Los contrarios de los contradictorios son en sí mismos contradictorios entre sí. De hecho, siempre es axioma que dos cosas que son naturalmente opuestas a dos cosas mutuamente opuestas son ellas mismas opuestas entre sí; como podemos ver por ejemplo. El agua se opone al fuego; por lo tanto, también las fuerzas destructoras de estos se oponen entre sí; si la humedad es apta para extinguir el fuego, y la sequedad es apta para destruir el agua, la oposición del fuego al agua se continúa en aquellas cualidades mismas que son contrarias a ellos; de modo que la sequedad se opone claramente a la humedad. Así, cuando el principio y el fin tienen que colocarse diametralmente uno frente al otro, los términos contrarios a estos también se contradicen entre sí en su significado (es decir, las negaciones de fin y de comienzo). Bueno, entonces, si determinan que solo una de estas negaciones es indicativa del ser (para repetir mi afirmación anterior), darán evidencia solo de la mitad de la existencia de Dios, confinándola a la ausencia de principio y negándose a extenderla a la ausencia de fin; Mientras que, si incorporan ambos en su definición, la presentarán como una combinación de contradicciones, como se ha dicho; pues estas dos negaciones del principio y del fin, en virtud de la contradicción existente entre ambos, la separarán. Así, su deidad resultará ser una especie de retazos, un conglomerado de contradicciones. Pero no hay, ni habrá, en la Iglesia de Dios una enseñanza como esa, que pueda hacer que Aquel que es único e incompuesto no sólo sea multiforme y remendado, sino también la combinación de opuestos. La simplicidad de la fe verdadera supone que Dios es lo que él es, incapaz de ser comprendido por ningún término, ni ninguna idea, ni ningún otro recurso de nuestra aprehensión, permaneciendo fuera del alcance no sólo de la inteligencia humana sino también de la angélica y de toda inteligencia supramundana, impensable, indecible, por encima de toda expresión en palabras, teniendo sólo un nombre que puede representar su naturaleza propia, el nombre único de ser "sobre todo nombre"; que se concede también al Unigénito, porque todo lo que el Padre tiene es del Hijo. La teoría ortodoxa permite que estas palabras ("no generado" y "sin fin") sean indicativas de la eternidad de Dios, pero no de su ser. Así que ingenerable significa que no hay fuente ni causa fuera de él, e infinito significa que su reino se detendrá sin fin. "Eres el mismo", dice el profeta, y "tus años no acabarán", mostrando con su arte que él subsiste sin causa, y con las palabras siguientes, que la bienaventuranza de Su vida es eterna e inagotable. Pero, quizás, alguien, incluso entre las personas más religiosas, se detendrá en estas investigaciones nuestras sobre la eternidad de Dios y dirá que será difícil que la fe en el Unigénito salga indemne de lo que hemos dicho. De dos doctrinas inaceptables, dirá, nuestra explicación inevitablemente debe enfrentarse a una. O bien afirmaremos que el Hijo es ingenuo, lo cual es absurdo; o bien le negaremos la eternidad por completo, una negación que esa fraternidad de blasfemos hace su especialidad. Pues si la eternidad se caracteriza por no tener principio ni fin, es inevitable que seamos impíos y neguemos la eternidad al Hijo, o que seamos inducidos, en nuestros pensamientos secretos sobre él, a la idea de la ingenuidad. ¿Qué responderemos, entonces? Que si, al concebir al Padre antes del Hijo, basándose únicamente en la causalidad, insertáramos alguna marca temporal antes de la subsistencia del Unigénito, la creencia que tenemos en la eternidad del Hijo podría, con razón, considerarse en peligro. Pero, tal como es, la naturaleza eterna, tanto en el caso de la vida del Padre como del Hijo, y también en lo que creemos acerca del Espíritu Santo, no admite la idea de que dejará de existir jamás; pues donde el tiempo no existe, el cuándo se aniquila con él. Y si el Hijo, siempre apareciendo con el pensamiento del Padre, se encuentra siempre en la categoría de existencia, ¿qué peligro hay en reconocer la eternidad del Unigénito, quien "no tiene principio de días ni fin de vida" (Hb 7,3)? Pues así como él es luz de luz, vida de vida, bueno de bueno, sabio, justo, fuerte y todo lo demás de la misma manera, así también es, ciertamente, eterno de eterno. Pero un amante de las disputas polémicas retoma el argumento, argumentando que tal secuencia lo convertiría en ingenerado de ingenerado. Que, sin embargo, calme su espíritu combativo e insista en las expresiones adecuadas, pues al confesar su "venida del Padre", ha desterrado toda idea de ingeneración respecto al Unigénito; y entonces no habrá peligro en declararlo eterno y, sin embargo, no-ingenerado. Por un lado, dado que la existencia del Hijo no está marcada por intervalos de tiempo, y la infinitud de su vida fluye antes de los siglos y más allá de ellos en una marea omnipresente, se le llama apropiadamente con el título de eterno; Por otra parte, dado que la idea de él como Hijo, de hecho y título, nos da la idea del Padre como inalienablemente unido a él, él, por lo tanto, se libra de que se le impute una existencia no generada, mientras que él siempre está con un Padre que siempre está, como lo expresaron las palabras inspiradas de nuestro Basilio, ligado por vía de generación a la ingeneración de su Padre. Nuestra descripción del Espíritu Santo será la misma también; la diferencia radica únicamente en el lugar asignado en el orden. Pues así como el Hijo está ligado al Padre, y aunque deriva su existencia de él, no es sustancialmente posterior a él, así también el Espíritu Santo está en contacto con el Unigénito, quien es concebido como anterior a la subsistencia del Espíritu solo en la luz teórica de una causa. Las extensiones en el tiempo no tienen cabida en la vida eterna; de modo que, cuando hemos eliminado la idea de causa, la Santísima Trinidad no exhibe en ningún modo discordancia consigo misma; y a ella se le debe la gloria.