GREGORIO DE NISA
Contra Eunomio
LIBRO VIII
I
Sobre Jesucristo, no surgido de la nada sino eterno.
Sobre las frases "yo soy el que soy", "¿por qué preguntas mi
nombre?", "tú eres el mismo", "tus años no acabarán",
"yo soy el primero, y después soy" y "él era en el
principio"
Cuando los herejes prometían ser poderosos, los argumentos demostraron que se trataba de corruptos e insustanciales. Sobre esto guardaré silencio, ya que sus propios hechos han quedado prácticamente refutados. No obstante, el hecho de que la mayor parte de su blasfemia resida en la última parte de su discurso me impide callar: la transición del Unigénito de la nada a la existencia, como horrible e impía doctrina de Eunomio que debe evitarse más que toda impiedad. Puesto que todo aquel que ha sido hechizado por este engaño tiene en la boca la frase "si él existió, no fue engendrado", y "si fue engendrado, no fue", para sostener la doctrina de que Aquel que nos creó a nosotros y a toda la creación de la nada, es él mismo de la nada. Puesto que el engaño encuentra mucho apoyo, ya que los hombres de mente débil se ven presionados por esta superficialidad de plausibilidad, y llevados a aceptar la blasfemia, no debo pasar por alto la raíz doctrinal de amargura, no sea que, como dice el apóstol, brote y nos perturbe. Ahora bien, digo que primero debemos considerar el argumento en sí, al margen de nuestra controversia con nuestros oponentes, y así proceder después al examen y refutación de lo que han expuesto. Una señal de la verdadera divinidad está indicada por las palabras de la Sagrada Escritura, que Moisés aprendió por la voz del cielo, cuando oyó a Aquel que dijo: "Yo soy el que soy" (Ex 3,4). Creo correcto, entonces, creer que sólo lo verdaderamente divino es lo que se representa como eterno e infinito con respecto al ser, y que todo lo que en él se contempla es siempre lo mismo, ni crece ni se consume (de modo que si alguien dijera de Dios que antes era, pero ahora no es, o que ahora es, pero antes no era, consideraríamos ambos dichos igualmente impíos). Por ambos argumentos se mutila la idea de eternidad, siendo truncada por un lado o por el otro por la no existencia, ya sea que uno contemple la nada como precedente al ser, o declare que el ser termina en la nada. Además, la frecuente repetición de primero que todo o último que todo acerca de la no existencia de Dios no enmienda la concepción impía respecto a la divinidad. Por esta razón declaro que el mantenimiento de la doctrina de Eunomio, en cuanto a la no existencia en algún momento de Aquel que verdaderamente es, es una negación y rechazo de su verdadera deidad. En efecto, Aquel que se mostró a Moisés por la luz habla de sí mismo como siendo, cuando dice "yo soy el que soy" (Ex 3,4), mientras que Isaías (el instrumento de Aquel que habló en él) dice en la persona de Aquel "yo soy el primero, y de aquí en adelante soy yo", de modo que, de cualquier manera que lo consideremos, concebimos la eternidad en Dios. Así también, la palabra que fue dicha a Moisés muestra el hecho de que la divinidad no es comprensible por el significado de su nombre, porque cuando Moisés pide saber su nombre, para glorificar por su nombre a su benefactor, él le dice, "¿Por qué preguntas esto?". Con esto aprendemos que hay un nombre significativo de la naturaleza divina: la maravilla que surge indeciblemente en nuestros corazones con respecto a ella. Así también, el gran David, en sus diálogos consigo mismo, proclama la misma verdad, en el sentido de que toda la creación fue traída a la existencia por Dios, cuando dice: "Tú eres el mismo, y tus años no acabarán". Al escuchar estas palabras, y otras similares, de hombres inspirados por Dios, dejemos todo lo que no sea de la eternidad para la adoración de idólatras, como algo nuevo y ajeno a la verdadera deidad, pues lo que ahora es, y antes no era, es claramente nuevo y no eterno, y Moisés llama a cualquier nuevo objeto de adoración "servicio a los demonios", cuando dice: "Sacrificaron a los demonios y no a Dios, a dioses que sus padres no conocieron; nuevos dioses eran los que surgieron recientemente". Si, entonces, todo lo nuevo en la adoración es un servicio demoníaco y ajeno a la verdadera deidad, y si lo que ahora es, pero no siempre fue, es nuevo y no eterno, nosotros, que consideramos lo que es, necesariamente consideramos a quienes contemplan la no existencia, y dicen que una vez no fue, entre los adoradores de ídolos. El gran Juan, al declarar en su propia predicación al Dios unigénito, protege su propia declaración en todos los sentidos, de modo que la concepción de la no existencia no encuentre acceso a Aquel que es. En efecto, dice Juan que él "era en el principio, y estaba con Dios, y era Dios", y era luz, y vida, y verdad, y todas las cosas buenas en todo momento, y nunca en ningún momento dejó de ser algo excelente, quien es la plenitud de todo bien, y está en el seno del Padre. Moisés nos impone como ley una señal de la verdadera divinidad: que no sepamos nada más de Dios sino esta única cosa: que él es (por las palabras "yo soy el que soy"; Ex 3,4). Isaías, en su predicación, declara en voz alta la absoluta infinitud de Aquel que es, definiendo la existencia de Dios "sin tener en cuenta ni principio ni fin" (en concreto, diciendo "yo soy el primero, y de aquí en adelante soy yo"), no pone límite a su eternidad en ninguna dirección. De este modo, si miramos al principio, encontramos punto alguno marcado desde que él es, y más allá de lo cual él no era, ni si volvemos nuestro pensamiento al futuro, podemos cortar por ningún límite el progreso eterno de Aquel que es. Si el profeta David nos prohíbe adorar a cualquier Dios nuevo y extraño (ambos están involucrados en la doctrina herética; la novedad se indica claramente en lo que no es eterno, y la extrañeza es el alejamiento de la naturaleza del mismo Dios), yo declaro que toda la fabricación sofística acerca de la no existencia en algún momento de Aquel que verdaderamente es, no es nada más que un alejamiento del cristianismo, y un giro hacia la idolatría. El evangelista, en su discurso sobre la naturaleza de Dios, separa en todos los puntos la inexistencia de Aquel que es, y mediante la constante repetición de la palabra era destruye cuidadosamente la sospecha de inexistencia, y lo llama el "Dios unigénito", el "Verbo de Dios", el "Hijo de Dios", "igual a Dios", y todos los nombres similares. Nosotros tenemos este juicio como algo firme y establecido en nosotros. Así pues, si el Hijo unigénito es Dios, debemos creer que Aquel que se cree que es Dios es eterno. De hecho, él es verdaderamente Dios, y con certeza es eterno, y nunca en ningún momento se ha encontrado inexistente. Porque Dios, como hemos dicho a menudo, si ahora es, con certeza también siempre fue, y si una vez no fue, tampoco existe en absoluto. Pero dado que incluso los enemigos de la verdad confiesan que el Hijo es y permanece continuamente como el Dios unigénito, decimos que, estando en el Padre, no está en él sólo en un aspecto, sino en él por completo, en cuanto a todo lo que el Padre es concebido. Así como, estando en la incorruptibilidad del Padre, es incorruptible, bueno en su bondad, poderoso en su poder y, estando en cada uno de estos atributos de especial excelencia que se conciben del Padre, es esa cosa particular, así también, estando en su eternidad, es ciertamente eterno. Ahora bien, la eternidad del Padre se caracteriza por el hecho de que nunca tomó su ser de la inexistencia, y nunca terminó su ser en la inexistencia. Él, por tanto, posee todas las cosas del Padre y es contemplado en toda su gloria, así como, estando en la infinitud del Padre, no tiene fin. Así, estando en la inoriginación del Padre, como dice el apóstol, "no tiene principio de días" (Hb 7,3), sino que es del Padre y se le considera en la eternidad del Padre. En este sentido se aprecia la completa ausencia de divergencia en la semejanza, en comparación con Aquel cuya semejanza es, y en esto se cumple su dicho: "Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre". Además, es así como se entiende mejor la aplicación de las palabras del apóstol: que el Hijo es "el resplandor de su gloria y la imagen misma de su persona" (Hb 1,3). El apóstol transmite a aquellos oyentes que son incapaces, mediante la contemplación de objetos puramente intelectuales, de elevar su pensamiento a la altura del conocimiento de Dios, una especie de noción de la verdad, por medio de cosas aparentes a los sentidos. Así, como el cuerpo del sol es expresamente reflejado por todo el disco que lo rodea, y quien mira el sol argumenta, por medio de lo que ve, la existencia de todo el sustrato sólido, así, dice Pablo, "la majestad del Padre es expresamente reflejada en la grandeza del poder del Hijo", para que uno pueda creerse tan grande como se sabe que es el otro. Además, como el resplandor de la luz derrama su brillo desde todo el disco solar (pues en el disco una parte no es radiante, y el resto tenue), así toda esa gloria que es el Padre, derrama su brillo desde toda su extensión por medio del brillo que proviene de él (es decir, por la luz verdadera). Así, aunque el rayo es del sol, y no habría rayo si el sol no fuese, el sol nunca es concebido como existente por sí mismo sin el rayo de resplandor que se derrama de él, así el apóstol, entregándonos la continuidad y eternidad de aquella existencia que el Unigénito tiene del Padre, llama al Hijo el "resplandor de su gloria".
II
Sobre la buena voluntad del Hijo, la misma que la del Padre
Tras las distinciones que he hecho, nadie puede dudar ya que el Unigénito es del Padre y es eterno. No obstante, para el que todavía lo dude confirmaré esta afirmación con argumentos adicionales, para comprender mejor la doctrina sobre este punto. Lo haré con la ayuda de cosas que son cognoscibles por nuestros sentidos, por lo que pido que nadie se burle de los ejemplos si no encuentra entre las cosas existentes (creadas) una semejanza con el objeto de nuestra investigación (Dios) que sea suficiente a través de la analogía y semejanza. Me gustaría persuadir, a los herejes que afirman que "el Padre primero quiso, y así procedió a convertirse en Padre", y afirman la posterioridad en la existencia con respecto al Verbo, mediante una ilustración, antes que recurrir a la perspectiva ortodoxa. Esta conjunción inmediata no excluye la voluntad del Padre, en el sentido de que él tuvo un Hijo sin elección, por alguna necesidad de su naturaleza, ni la voluntad separa al Hijo del Padre, interponiéndose entre ellos como una especie de intervalo: de modo que ni rechazamos de nuestra doctrina la voluntad del engendrador dirigida al Hijo, como siendo, por así decirlo, forzada por la conjunción de la unidad del Hijo con el Padre, ni rompemos en modo alguno esa conexión inseparable, cuando la voluntad se considera implicada en la generación. A nuestra naturaleza pesada e inerte le corresponde propiamente que el deseo y la posesión de algo no se presenten a menudo en el mismo momento; sino que ahora deseamos algo que no tenemos, y en otro momento obtenemos lo que no deseamos obtener. Mas en el caso de la naturaleza simple y todopoderosa, todas las cosas se conciben juntas y a la vez, tanto la voluntad del bien como la posesión de lo que él quiere. Porque la buena y eterna voluntad se contempla como operando, morando y coexistiendo en la naturaleza eterna, no surgiendo en ella de ningún principio separado, ni capaz de ser concebida aparte del objeto de la voluntad: porque no es posible que con Dios o la buena voluntad no exista, o el objeto de la voluntad no acompañe al acto de la voluntad, ya que ninguna causa puede lograr que lo que conviene al Padre no siempre exista, o bien ser un obstáculo para la posesión del objeto de la voluntad. Dado que el Dios unigénito es por naturaleza el bien (o más bien, más allá de todo bien), y dado que el bien no deja de ser el objeto de la voluntad del Padre, queda aquí claramente demostrado que la conjunción del Hijo con el Padre es sin intermediario alguno, y que la voluntad, siempre presente en la naturaleza buena, no es forzada ni excluida por esta conjunción inseparable. Y si alguien escucha mi argumento con ánimo de burla, quisiera añadir a lo ya dicho algo similar. Así como, si uno concediera (hablo, por supuesto, hipotéticamente) que el poder de la elección deliberada pertenece a la llama, sería claro que la llama, al existir, querrá que su resplandor brille desde sí misma, y cuando lo quiera, no será impotente (ya que, al aparecer la llama, su poder natural cumple inmediatamente su voluntad en la materia del resplandor), de modo que, sin duda, si se concede que la llama es movida por una elección deliberada, concebimos la concurrencia de todas estas cosas simultáneamente: del encendido del fuego, de su acto de voluntad respecto al resplandor, y del resplandor mismo; de modo que el movimiento por vía de elección no es un obstáculo para la dignidad de la existencia del resplandor; así también, según la ilustración de que hemos hablado, al confesar el buen acto de voluntad como existente en el Padre, no separarás por ese acto de voluntad al Hijo del Padre. En efecto, no es razonable suponer que el acto de querer que él exista pudiera ser un obstáculo para su venida inmediata a la existencia. Así como en el ojo, ver y querer ver son, uno una operación de la naturaleza, el otro un impulso de elección, sin embargo, no se causa retraso al acto de ver por el movimiento de elección en esa dirección particular (porque cada uno de estos es considerado separadamente y por sí mismo, no como siendo en absoluto un obstáculo a la existencia del otro, sino como siendo ambos de alguna manera interexistentes, concurriendo la operación natural con la elección, y la elección a su vez no dejando de ir acompañada por el movimiento natural) como, digo, la percepción pertenece naturalmente al ojo, y el querer ver no produce retraso con respecto a la vista real, sino que uno quiere que tenga visión, e inmediatamente lo que quiere es, así también en el caso de esa naturaleza que es inefable y está por encima de todo pensamiento, nuestra aprehensión de todo se une simultáneamente: de la existencia eterna del Padre, y de un acto de voluntad concerniente al Hijo, y del Hijo mismo, que está, como dice Juan, en el principio, y no es concebido como viniendo después del principio. Ahora bien, el principio de todo es el Padre; Pero en este principio también se declara que el Hijo existe, siendo en su naturaleza lo mismo que el principio. Pues el principio es Dios, y el Verbo que existía en el principio es Dios. Como el término "el principio" apunta a la eternidad, Juan bien une al Verbo al Principio, diciendo que la Palabra estaba en él con el fin de que la primera idea presente en la mente de su oyente no puede ser el principio sólo por sí mismo, sino que, antes de que esto haya sido impreso en él, también debería presentarse en su mente, junto con el principio, la palabra que estaba en él, entrando con él en el entendimiento del oyente y estando presente a su audición al mismo tiempo con el principio.
III
Sobre las generaciones humanas, naturales y mentales, muy diferentes a la
generación del Hijo
Ahora que he examinado a fondo la doctrina, quizás sea el momento de exponer y considerar la afirmación contraria (la herética), comparándola con nuestra propia opinión. Eunomio la expresa así: "Hago dos afirmaciones. La primera, que la esencia del Unigénito no existía antes de su propia generación. Y la otra, que, al ser generado, existía antes de todas las cosas". Por tanto, no me atrevo a decir que él existía antes de esa suprema generación y formación, puesto que se opone a él tanto la naturaleza del Padre como el juicio de hombres sensatos. ¿Qué hombre sensato podría admitir que el Hijo existiera y fuera engendrado antes de esa suprema generación? Basilio opuso sus antítesis en vano, como seguramente sabrán todos los que hayan leído las obras de ese escritor". Por mi parte, creo que la refutación de esta calumnia es un pequeño paso hacia la exposición de su malicia. Por tanto, dejaré la tarea de demostrar que este punto fue pasado por alto por nuestro maestro Basilio sin discusión, y centraré mi argumento en la discusión, en lo que a mí respecta, de los puntos ahora presentados. Eunomio dice que en su propio discurso ha hablado de dos asuntos: uno, que "la esencia del Unigénito no era anterior a su propia generación", el otro, que, "siendo generado, era anterior a todas las cosas". Creo que, por lo que ya he dicho, el hecho ha sido suficientemente demostrado de que ninguna nueva esencia fue engendrada por el Padre además de la que se contempla en el Padre mismo, y que no hay necesidad de que nos enredemos en una contienda con blasfemia de este tipo, como si el argumento se nos propusiera ahora por primera vez. Además, la verdadera fuerza de nuestro argumento debe dirigirse a un punto: a la horrible y blasfema declaración de que "el Verbo de Dios no existía". En este punto, parece oportuno investigar en nuestro argumento, mediante un examen más detenido, el verdadero significado de generación. Que este nombre nos presenta el hecho de existir como resultado de alguna causa es evidente para todos, y sobre este punto, supongo, no hay necesidad de discutir. Pero dado que la explicación que debe darse a las cosas que existen como resultado de una causa es diversa, creo que sería apropiado que este asunto se aclare en nuestro discurso mediante algún tipo de división científica. De las cosas, entonces, que son resultado de algo, entendemos que las variedades son las siguientes. Algunas son resultado de la materia y el arte, como la estructura de los edificios y otras obras, que surgen por medio de su respectiva materia, y estas son dirigidas por algún arte que logra lo propuesto, con vistas al objetivo adecuado de los resultados producidos. Otras son resultado de la materia y la naturaleza; pues las generaciones de los animales son la construcción de la naturaleza, que lleva a cabo su propia operación mediante su subsistencia corporal material. Otras son resultado de eflujos materiales, en cuyo caso el antecedente permanece en su estado natural, mientras que lo que fluye de él se concibe por separado, como en el caso del sol y su rayo, o la lámpara y su brillo, o de los aromas y ungüentos y la cualidad que emiten; pues estos, mientras permanecen en sí mismos sin disminución, tienen al mismo tiempo, cada uno simultáneamente consigo mismo, esa propiedad natural que emiten: como el sol su rayo, la lámpara su brillo, los aromas el perfume que producen en el aire. Existe también otra especie de generación además de estas, en la que la causa es inmaterial e incorpórea, pero la generación es un objeto de los sentidos y tiene lugar por medios corpóreos. Hablo de la palabra que es engendrada por la mente (pues la mente, siendo en sí misma incorpórea, produce la palabra mediante los órganos de los sentidos). Todas estas variedades de generación las incluimos mentalmente, por así decirlo, en una visión general. Pues todas las maravillas que obra la naturaleza, que transforma los cuerpos de algunos animales en algo de diferente tipo, o produce algunos animales a partir de un cambio en los líquidos, o de la corrupción de las semillas, o de la putrefacción de la madera, o de la masa condensada del fuego que transforma el vapor frío que emana de las teas, encerradas en el corazón del fuego, para producir un animal al que llaman salamandra; estas, aunque parezcan estar fuera de los límites que hemos establecido, se incluyen sin embargo entre los casos que hemos mencionado. En efecto, es mediante los cuerpos que la naturaleza crea estas diversas formas de animales, ya que es tal o cual cambio de cuerpo, dispuesto por la naturaleza de esta o aquella manera particular, lo que produce a este o aquel animal en particular; y esto no es una especie distinta de generación aparte de la que se logra como resultado de la naturaleza y la materia.
IV
Sobre los ejemplos humanos de Jesucristo, para expresar las operaciones de Dios.
Sobre las operaciones de Dios, en estrecha conjunción y coeternidad
Siendo estos modos de generación bien conocidos por los hombres, la amorosa dispensación del Espíritu Santo, al entregarnos los misterios divinos, transmite su instrucción sobre aquellos asuntos que trascienden el lenguaje por medio de lo que está dentro de nuestra capacidad, como también lo hace constantemente en otras partes, cuando retrata la divinidad en términos corporales, haciendo mención, al hablar acerca de Dios, de su ojo, sus párpados, su oreja, sus dedos, su mano, su mano derecha, su brazo, sus pies, sus zapatos y similares, ninguna de las cuales cosas se entiende que pertenezca en su sentido primario a la naturaleza divina, sino que vuelve su enseñanza a lo que podemos percibir fácilmente, describe por términos bien usados en el uso humano, hechos que están más allá de todo nombre, mientras que por cada uno de los términos empleados acerca de Dios somos conducidos analógicamente a una concepción más exaltada. De esta manera, pues, emplea la Escritura las numerosas formas de generación para presentarnos, desde la enseñanza inspirada, la existencia inefable del Unigénito, tomando de cada una de ellas sólo lo que puede admitirse con reverencia en nuestras concepciones acerca de Dios. Pues así como la mención de dedos, mano y brazo, al hablar de Dios, no describe con la frase la estructura del miembro a partir de huesos, tendones, carne y ligamentos, sino que significa con tal expresión su poder efectivo y operativo, y como indica con cada una de las demás palabras de este tipo las concepciones acerca de Dios que les corresponden, sin admitir los sentidos corpóreos de las palabras, así también habla de las formas de estos modos de llegar a existir tal como se aplican a la naturaleza divina, pero no habla en el sentido que nuestro conocimiento habitual nos permite entender. Cuando habla del poder formativo, la Escritura llama a esa energía particular con el nombre de generación, porque la palabra que expresa el poder divino necesariamente desciende a nuestra humildad. Sin embargo, no indica todo lo relacionado con la generación formativa entre nosotros, ni el lugar, ni el tiempo, ni la preparación del material, ni la cooperación de los instrumentos, ni el propósito de las cosas producidas; sino que los omite, y con grandeza y altivez reclama para Dios la generación de las cosas que existen, donde dice: "Él habló y fueron engendradas, él mandó y fueron creadas". Además, cuando la Escritura expone esa existencia inefable y trascendente que el Unigénito tiene del Padre (porque la pobreza humana es incapaz de las verdades que son demasiado elevadas para el habla o el pensamiento), usa también aquí la Escritura nuestro lenguaje, y lo llama por el nombre de Hijo (un nombre que nuestro uso ordinario aplica a quienes son producidos por la materia y la naturaleza). Pero así como la palabra, que nos habla en referencia a Dios de la generación de la creación, no añadió la afirmación de que fue generada con la ayuda de algún material, declarando que su sustancia material, su lugar, su tiempo y todo lo similar, tuvieron su existencia en el poder de su voluntad, así también aquí, al hablar del Hijo, omite la Escritura todas las demás cosas que la naturaleza humana ve en la generación terrenal (pasiones, quiero decir, y disposiciones, y la cooperación del tiempo y la necesidad del lugar, y especialmente la materia), sin todo lo cual la generación terrenal como resultado de la naturaleza no ocurre. Ahora bien, al excluirse toda concepción de materia e intervalo del sentido de la palabra Hijo, sólo queda la naturaleza, y por lo tanto en la palabra Hijo se declara acerca del Unigénito el carácter cercano y verdadero de su manifestación desde el Padre. Puesto que esta particular especie de generación no fue suficiente para producir en nosotros una idea adecuada de la existencia inefable del Unigénito, emplea la Escritura también otra especie de generación, la que es resultado del eflujo, para expresar la naturaleza divina del Hijo, y lo llama el "resplandor de la gloria" (Hb 1,3), el "olor del ungüento", el "aliento de Dios" (Sb 7,25), que nuestro uso acostumbrado, en la discusión científica que ya hemos hecho, llama "eflujo material". Así como en los casos anteriores ni la realización de la creación ni el significado de la palabra Hijo admitieron tiempo, ni materia, ni lugar, ni pasión, así también aquí la frase, purificando el sentido de resplandor y los demás términos de toda concepción material, y empleando sólo ese elemento en esta particular especie de generación que es adecuado a la divinidad, apunta por la fuerza de este modo de expresión a la verdad de que él es concebido como siendo tanto de él como con él. En efecto, ni la palabra aliento nos presenta la dispersión en el aire desde la materia subyacente, ni saborea la transferencia que tiene lugar desde la calidad del ungüento al aire, ni el brillo La emanación mediante rayos del cuerpo solar; pero esto solo, como hemos dicho, se manifiesta por este modo particular de generación: que él es concebido como de él y también con él, sin que exista un intervalo intermedio entre el Padre y ese Hijo que es de él. Puesto que, en su abundante bondad amorosa, la gracia del Espíritu Santo ha ordenado que nuestras concepciones acerca del Hijo unigénito surjan en nosotros de múltiples fuentes, ha añadido también las demás especies de cosas contempladas en la generación (es decir, aquello que es el resultado de la mente y la palabra). El excelso Juan usa una previsión especial para que el oyente no caiga, por descuido o debilidad mental, en la comprensión común de la Palabra, de modo que se suponga que el Hijo es la voz del Padre. Por esta razón, nos prepara en su primera proclamación para considerar la Palabra como en esencia, y no en una esencia ajena o separada de aquella de la que proviene, sino en esa primera y bendita naturaleza. Pues esto es lo que nos enseña cuando dice que "el Verbo existía en el principio y estaba con Dios", siendo también Dios y todo lo demás que el Principio es. De esta manera presenta Juan su discurso sobre la divinidad, en relación con la eternidad del Unigénito. Dado que estos modos de generación (es decir, los que son resultado de la causa) son comúnmente conocidos entre nosotros, y las Sagradas Escrituras los emplean para nuestra instrucción sobre los temas que nos ocupan (de la manera en que cabría esperar que cada uno de ellos se aplicara a la presentación de las concepciones divinas), que el lector de nuestro argumento juzgue con rectitud si alguna de las afirmaciones que la herejía hace tiene algún valor contra la verdad.
V
Sobre Jesucristo, principio, fin y medio de los tiempos.
Sobre las almas y los ángeles, la vida y la muerte
Añadiré una vez más el lenguaje de mi oponente Eunomio, palabra por palabra. En concreto, Eunomio dice así: "Hago así dos afirmaciones: una, que la esencia del Unigénito no existía antes de su propia generación, y la otra, que, al ser generado, existía antes de todas las cosas". Las palabras hablan por sí solas, pues ¿qué tipo de generación nos propone nuestro dogmático? ¿Es una que podamos considerar y mencionar adecuadamente respecto a Dios? ¿Y quién es tan ateo como para presuponer la inexistencia de Dios? Pero es claro que él tiene en mente esta generación material nuestra, y está haciendo de la naturaleza inferior la maestra de sus concepciones concernientes al Dios unigénito, y puesto que un buey o un asno o un camello no es anterior a su propia generación, Eunomio cree apropiado decir incluso del Dios unigénito lo que el curso de la naturaleza inferior presenta a nuestra vista en el caso de los animales (sin pensar, teólogo corpóreo que él es, de este hecho, que el predicado Unigénito, aplicado a Dios, significa por la misma palabra misma aquello que no es común con todo engendramiento, y es peculiar a él). En efecto, ¿cómo podría el término unigénito ser usado de esta generación, si tuviera comunidad e identidad de significado con otra generación? Que hay algo único y excepcional que debe entenderse en su caso, que no debe notarse en otra generación, es expresado clara y adecuadamente por la apelación de Unigénito; Así como, si algún elemento de la generación inferior fuese concebido en ella, Aquel que, en cuanto a cualquiera de los atributos de su generación, fuese equiparado a otras cosas engendradas, ya no sería Unigénito. Pues si se dice de él lo mismo que de las demás cosas que surgen por generación, la definición transformará el sentido de Unigénito para significar una especie de relación de hermandad. Si, entonces, el sentido de Unigénito apunta a la ausencia de mezcla y comunidad con el resto de las cosas generadas, no admitiremos que nada de lo que contemplamos en la generación inferior deba concebirse también en el caso de la existencia que el Hijo tiene del Padre. Pero la no existencia antes de la generación es propia de todas las cosas que existen por generación: por lo tanto, esto es ajeno al carácter especial del Unigénito, del que da testimonio el nombre Unigénito. Que no hay nada que pertenezca al modo de esa forma de generación común que Eunomio malinterpreta. Que este materialista y amigo de los sentidos se convenza, por tanto, de corregir el error de su concepción mediante las otras formas de generación. ¿Qué dirás cuando oigas hablar del resplandor de la gloria o del aroma del ungüento? ¿Que el resplandor no existía antes de su propia generación? Pero si respondes así, seguramente admitirás que ni la gloria existía ni el ungüento; pues no es posible que la gloria se conciba como existiendo por sí misma, oscura y sin brillo, ni que el ungüento no produzca su dulce aliento; de modo que si el resplandor no existía, la gloria tampoco existía, y al ser inexistente el aroma, se prueba también la inexistencia del ungüento. Pero si estos ejemplos tomados de la Escritura excitan el temor de alguien, porque no nos presentan con exactitud la majestad del Unigénito, porque ni lo uno ni lo otro es esencialmente lo mismo con su sustrato, ni la exhalación con el ungüento, ni el rayo con el sol, que el Verbo verdadero corrija su temor, quien era en el principio y es todo lo que el Principio es, y existente antes de todo, ya que Juan así lo declara en su predicación ("el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios"). Si, pues, el Padre es Dios y el Hijo es Dios, ¿qué duda subsiste todavía acerca de la perfecta divinidad del Unigénito, cuando por el sentido de la palabra Hijo se reconoce la estrecha relación de naturaleza, por el brillo la conjunción e inseparabilidad, y por el apelativo de Dios, aplicado igualmente al Padre y al Hijo, su absoluta igualdad, mientras que la imagen expresa, contemplada en referencia a toda la persona del Padre, marca la ausencia de todo defecto en la grandeza propia del Hijo, y la forma de Dios indica su completa identidad mostrando en sí misma todas aquellas marcas por las que se presagia la deidad? Examinemos ahora la afirmación de Eunomio, una vez más, en concreto cuando dice: "Él no existía antes de su propia generación". ¿De quién dice Eunomio que "no existía"? Que declare los nombres divinos con los que se llama a Aquel que, según Eunomio, una vez no existía. Dirá, supongo, luz, bienaventuranza, vida e incorruptibilidad, justicia y santificación, poder, verdad y similares. Quien dice que él "no existía antes de su generación", proclama absolutamente esto: que cuando él no existía no había verdad, ni vida, ni luz, ni poder, ni incorruptibilidad, ni ninguna otra de esas cualidades preeminentes que se conciben de él; y lo que es aún más maravilloso y aún más difícil de afrontar para la impiedad, no había resplandor, ni imagen expresa. Al decir que no había resplandor, se sostiene también, sin duda, la inexistencia del poder radiante, como se puede ver en la ilustración que ofrece la lámpara. En efecto, quien habla del rayo de la lámpara indica también que la lámpara brilla, y quien dice que el rayo no existe, significa también la extinción de aquello que da luz: de modo que cuando se dice que el Hijo no existe, con ello también se mantiene como consecuencia necesaria la no existencia del Padre. Si uno se relaciona con el otro por vía de conjunción, según el testimonio apostólico (el brillo con la gloria, la imagen expresa con la persona, la sabiduría con Dios), quien dice que una de las cosas así unidas no existe, ciertamente al abolir una suprime también la que permanece. De este modo, si el brillo no existía, se reconoce que tampoco existía la naturaleza iluminadora, y si la imagen expresa no existía, tampoco existía la persona imaginada, y si no existían la sabiduría y el poder de Dios, se reconoce con seguridad que él tampoco existía, quien no es concebido por sí mismo sin sabiduría y poder. Si el Dios unigénito, como dice Eunomio, "no existía antes de su generación", y Cristo es "el poder de Dios y la sabiduría de Dios" (1Cor 1,24), y "la imagen expresa" (Hb 1,3) y "el resplandor" (Hb 1,3), tampoco ciertamente existía el Padre, cuyo poder y sabiduría e imagen expresa y resplandor es el Hijo. ¿Por qué? Porque no es posible concebir mediante la razón ni una persona sin imagen expresa, ni gloria sin resplandor, ni Dios sin sabiduría, ni un Hacedor sin manos, ni un Principio sin el Verbo, ni un Padre sin un Hijo; pero todas estas cosas, por igual por los que confiesan y por los que niegan, se declaran manifiestamente estar en unión mutua, y por la abolición de una la otra también desaparece con ella. Puesto que Eunomio sostiene que el Hijo (es decir, el "resplandor de la gloria") no existía antes de ser engendrado, y dado que la consecuencia lógica implica también, junto con la inexistencia del resplandor, la abolición de la gloria. Que estos hombres sabios, como son los herejes, consideren que son manifiestamente partidarios de las doctrinas epicúreas, predicando el ateísmo bajo la apariencia del cristianismo. Puesto que se demuestra que la consecuencia lógica es uno de dos absurdos (o que digamos que Dios no existe en absoluto, o que digamos que su ser no fue inoriginado), que los herejes elijan cuál prefieren de las dos opciones que tienen ante sí: o ser llamados ateos, o dejar de decir que la esencia del Padre es inoriginada. Supongo que evitarían ser considerados ateos. Queda, por lo tanto, que sostienen que Dios no es eterno. Si el curso de lo demostrado los obliga a esto, ¿qué sucede con sus variadas e irreversibles conversiones de nombres? ¿Qué sucede con esa invencible compulsión de sus silogismos, que sonaba tan bien a los oídos de las ancianas, con su oposición de lo generado y lo ingenerado? No obstante, basta ya de estos asuntos, pues sería bueno no dejar sin respuesta su siguiente punto, pasando por alto el cómico interludio donde nuestro astuto orador Eunomio muestra su juvenil vanidad, ya sea en broma o en serio, creyendo que así "sacará ventaja en su argumento". Ciertamente, nadie nos obligará a unirnos ni a quienes tienen los ojos desviados que distorsionan nuestra vista, ni a quienes padecen extrañas enfermedades que se contorsionan o se precipitan. Los compadeceremos, pero no nos apartaremos de nuestra serenidad. Pasando ya al siguiente punto de Eunomio, éste dirige su discurso a nuestro maestro Basilio, como si realmente lo estuviera confrontando cara a cara, y le dice: "Caerás en tu propia trampa". Como nuestro gran Basilio había dicho que "lo que es bueno está siempre presente en Dios" (que está sobre todas las cosas, y que es bueno ser el Padre de tal Hijo), y que "lo que es bueno nunca estuvo ausente de él", y que "no fue la voluntad del Padre estar sin el Hijo", y que "cuando él quiso no le faltó el poder, sino que teniendo el poder y la voluntad de estar en el modo en que le pareció bien, también siempre poseyó al Hijo en razón de su siempre querer lo que es bueno" (pues esta es la dirección en la que tiende la intención de las observaciones de nuestro padre), Eunomio desmenuza esto de antemano, y presenta para derribar lo que se ha dicho estas palabras: "¿Qué será de vosotros si alguno de los que han tenido experiencia de tales argumentos dijera: Si crear es bueno y agradable a la naturaleza de Dios, ¿cómo es que lo que es bueno y agradable a su naturaleza no estaba presente con él inoriginalmente, viendo que Dios es inoriginado?' Y eso cuando no había impedimento de ignorancia ni impedimento de debilidad ni de edad en cuanto a la creación (y todo lo demás que él reúne y derrama sobre sí mismo, aunque no puedo decir, sobre Dios)". Bueno, si le hubiera sido posible a nuestro maestro Basilio responder la pregunta en persona, le habría mostrado a Eunomio qué habría sido de él, como pidió, exponiendo el misterio divino con esa lengua que fue enseñada por Dios, y azotando al campeón del engaño con sus refutaciones, de modo que hubiera quedado claro para todos la diferencia que hay entre un ministro de los misterios de Cristo y un bufón ridículo o un predicador de doctrinas nuevas y absurdas. Pero dado que él, como dice el apóstol, estando muerto, habla a Dios, mientras el otro lo desafía como si no hubiera nadie que le respondiera, aunque mi respuesta no tenga la misma fuerza que las palabras del gran Basilio, responderé con valentía al interrogador: Tu argumento, presentado para refutar nuestra afirmación, demuestra que en las acusaciones que formulamos contra tu impía doctrina decimos la verdad. Porque no hay otro punto que critiquemos tanto como este: que creas que no hay diferencia entre el Señor de la creación y la totalidad de la creación, y que lo que ahora alegas es un mantenimiento de las mismas cosas que nosotros criticamos. Pues si estás obligado a atribuir exactamente lo que ves en la creación también al Dios unigénito, nuestra disputa ha llegado a su fin: tus propias declaraciones proclaman lo absurdo de la doctrina, y es evidente para todos, tanto que mantenemos nuestro argumento en el camino recto de la verdad, como que tu concepción del Dios unigénito es la misma que tienes del resto de la creación. ¿Sobre quién se debatía la controversia? ¿Acaso no se trataba del Dios unigénito, creador de toda la creación, si siempre existió o si surgió posteriormente como una adición a su Padre? ¿Qué dicen entonces las palabras de nuestro maestro al respecto? Que es irreverente creer que lo naturalmente bueno no estaba en Dios, pues no veía causa alguna por la cual fuera probable que el bien no estuviera siempre presente en Aquel que es bueno, ya sea por falta de poder o por debilidad de voluntad. ¿Qué dice quien contiende contra estas afirmaciones? Si se admite que hay que creer que el Verbo de Dios es eterno, hay que admitir lo mismo de las cosas creadas. ¡Qué bien sabe distinguir Basilio en su argumento la naturaleza de las criaturas y la majestad de Dios! ¡Qué bien sabe Basilio de cada una, qué le conviene, qué puede pensar piadosamente de Dios, qué de la creación! Según Eunomio, el Hacedor empieza desde el momento de su creación. No obstante, no hay nada más con lo que podamos marcar el principio de las cosas creadas, y el tiempo no define por su propio intervalo los principios y los finales de las cosas que llegan a existir. Sobre esta base, afirma Eunomio que el Creador del tiempo debe comenzar su existencia desde un principio similar. Si bien la creación tiene como principio los siglos, ¿qué principio se puede concebir para el Creador de los siglos? Si alguien dijera que el principio que se menciona en el evangelio es el Padre, y se señala la confesión del Hijo junto con él, tampoco puede ser que quien está en el Padre (como dice el Señor) pueda comenzar su existencia en él desde un punto determinado. Y si alguien habla de otro principio además de este, que nos diga el nombre con el que lo designa, ya que ninguno puede ser comprendido antes del establecimiento de los siglos. Por tanto, tal afirmación de Eunomio no nos apartará en absoluto de la concepción ortodoxa sobre el Unigénito, aunque las ancianas aplaudan la proposición como acertada. ¿Por qué? Porque nosotros nos atenemos a lo que ha sido determinado desde el principio, teniendo nuestra doctrina firmemente basada en la verdad, a saber: que todas las cosas que la doctrina ortodoxa asume que afirmamos acerca del Dios unigénito no tienen parentesco con la creación, sino que las marcas que distinguen al Creador de todo y sus obras están separadas por un amplio intervalo. Si de hecho el Hijo tuvo en algún otro aspecto comunión con la creación, seguramente debemos decir que él no se apartó de ella ni siquiera en la forma de su existencia. Pero si la creación no tiene parte en tales cosas como son todas las que aprendemos acerca del Hijo, seguramente debemos decir necesariamente que en este asunto tampoco él tiene comunión con ella. Porque la creación no estaba en el principio, y no estaba con Dios, y no era, Dios, ni vida, ni luz, ni resurrección, ni el resto de los nombres divinos, como verdad, justicia, santificación, juez, justo, creador de todas las cosas, existiendo antes de los siglos, por los siglos de los siglos; la creación no es el resplandor de la gloria, ni la imagen expresa de la persona, ni la semejanza de la bondad, ni la gracia, ni el poder, ni la verdad, ni la salvación, ni la redención; ni encontramos ninguno de aquellos nombres que se emplean en las Escrituras para la gloria del Unigénito, ya sea pertenecientes a la creación o empleados con respecto a ella, sin hablar de aquellas palabras más exaltadas: "Yo estoy en el Padre, y el Padre en mí", y: "El que me ha visto a mí, ha visto al Padre", y: "Nadie ha visto al Hijo, sino el Padre". Si, en efecto, nuestra doctrina nos permitiera atribuir a la creación tantas y tan grandes cosas como estas, podría haber tenido razón al pensar que debemos vincular lo que observamos en ella también a nuestras concepciones del Unigénito, puesto que la transferencia sería de sujetos afines a uno casi allegado. Pero si todos estos conceptos y nombres implican comunión con el Padre, aunque trascienden nuestras nociones de la creación, ¿no se escabulle, avergonzado, nuestro astuto y perspicaz amigo al discutir la naturaleza del Señor de la creación con la ayuda de lo que observa en la creación, sin percatarse de que las marcas que distinguen a la creación son de una clase diferente? La división última de todo lo existente se establece por la línea entre lo creado y lo increado, considerándose uno como causa de lo que ha llegado a ser, y el otro como surgido de ello. Ahora bien, al estar la naturaleza creada y la esencia divina así divididas, y al no admitir mezcla alguna en cuanto a sus propiedades distintivas, de ninguna manera debemos concebirlas mediante términos similares, ni buscar en la idea de su naturaleza las mismas marcas distintivas en las cosas así separadas. En consecuencia, como la naturaleza que está en la creación, como nos dice en algún lugar la excelsa sabiduría, "exhibe el principio, el fin y el centro de los tiempos" (Sb 7,18) en sí misma, y se extiende simultáneamente a todos los intervalos temporales, tomamos como una especie de característica del sujeto esta propiedad: que en él vemos algún comienzo de su formación, contemplamos su centro y extendemos nuestras expectativas hasta su fin. Pues hemos aprendido que el cielo y la tierra no existieron desde la eternidad ni durarán eternamente, y por lo tanto, es claro que ambas cosas tienen un comienzo y seguramente cesarán en algún fin. Pero la naturaleza divina, al no ser limitada en ningún aspecto, sino que trasciende todas las limitaciones en su infinitud, está muy alejada de las marcas que encontramos en la creación. Pues ese poder que es sin intervalo, sin cantidad, sin circunscripción, que contiene en sí todos los siglos y toda la creación que ha tenido lugar en ellos, y que trasciende en todos los puntos, en virtud de la infinitud de su propia naturaleza, la inconmensurable extensión de los siglos, o bien no tiene marca que indique su naturaleza, o bien tiene una de una clase completamente diferente, y no la que tiene la creación. Dado que, entonces, pertenece a la creación tener un comienzo, eso será ajeno a la naturaleza increada que pertenece a la creación. Pues si alguien se aventurara a suponer la existencia del Hijo unigénito, como la creación, desde cualquier principio comprensible para nosotros, ciertamente debe añadir a su afirmación sobre el Hijo el resto de la secuencia; pues es inevitable reconocer, junto con el principio, lo que de él se desprende. Pues, así como si se admitiera a alguien como hombre en todas las propiedades de su naturaleza, se observaría que en esta confesión se le declara animal y racional, y cualquier otra cosa que se conciba del hombre, así también, por el mismo razonamiento, si entendemos que alguna de las propiedades de la creación está presente en la esencia divina, ya no podremos abstenernos de atribuir a esa naturaleza pura el resto de la lista de atributos que allí se contemplan. Pues el principio exigirá por fuerza y compulsión lo que le sigue; pues el principio, así concebido, es principio de lo que le sigue, de tal manera que si existen, existe, y si se eliminan las cosas relacionadas con él, el antecedente tampoco subsistiría. Ahora bien, como el libro de la Sabiduría habla de medio y fin, así como de principio, si asumimos en la naturaleza del Unigénito, según el dogma herético, un principio de existencia definido por una cierta marca temporal, el libro de la Sabiduría no nos permitirá en absoluto abstenernos de añadir al principio un medio y un fin. Si esto se hiciera, encontraríamos, como resultado de nuestros argumentos, que la palabra divina nos muestra que la deidad es mortal. Pues si, según el libro de la Sabiduría, "el fin es una consecuencia necesaria del principio", y la idea de medio está implicada en la de extremos, quien admite uno de estos también mantiene potencialmente los demás y establece límites de medida y limitación para la naturaleza infinita. Si esto es impío y absurdo, dar un principio a ese argumento que termina en impiedad merece igual censura. Así, uno de dos caminos está ante ellos: o volver a la sana doctrina bajo la compulsión de los argumentos anteriores (y contemplar a Aquel que es del Padre en unión con la eternidad del Padre), o limitar la eternidad del Hijo de ambas maneras (y reducir el carácter ilimitado de su vida a la no existencia por un principio y un fin). Dado que la naturaleza tanto de las almas como de los ángeles no tiene fin, y de ninguna manera se le impide continuar hasta la eternidad, por el hecho de ser creada y tener el comienzo de su existencia desde algún punto en el tiempo, de modo que nuestros adversarios pueden usar este hecho para afirmar un paralelo en el caso de Cristo, en el sentido de que él no es desde la eternidad, y sin embargo perdura eternamente. Que cualquiera que presente este argumento considere también el siguiente punto: cuán ampliamente difiere la deidad de la creación en sus atributos especiales. Porque a la deidad le corresponde propiamente no carecer de nada concebible que se considere bueno, mientras que la creación alcanza la excelencia al participar de algo mejor que ella misma; y además, no sólo tuvo un principio de su ser, sino que también se encuentra constantemente en un estado de comenzar a estar en excelencia, por su continuo avance en la mejora, ya que nunca se detiene en lo que ha alcanzado, sino que todo lo que ha adquirido se convierte por participación en un comienzo de su ascenso a algo aún mayor, y nunca cesa, en la frase de Pablo, de "extenderse a las cosas que están antes, y olvidar las cosas que están detrás" (Flp 3,13). Dado, entonces, que la deidad es la vida misma, y el Dios unigénito es Dios, y vida, y verdad, y todo lo concebible que es sublime y divino, mientras que la creación obtiene de él su suministro de bien, puede ser evidente que si está en vida al participar de la vida, seguramente, si cesa de esta participación, también cesará de la vida. Si se atreven, pues, a decir también del Dios unigénito lo que es cierto de la creación, que digan también esto, junto con lo demás: que él tiene un principio de su ser como la creación y que permanece en la vida a semejanza de las almas. Pero si él es la vida misma, y no necesita tener vida en sí mismo ab extra, mientras que todas las demás cosas no son vida, sino meros participantes de ella, ¿qué nos obliga a cancelar, en razón de lo que vemos en la creación, la eternidad del Hijo? Pues aquello que siempre es inmutable en cuanto a su naturaleza, no admite contrario y es incapaz de cambiar a ninguna otra condición; mientras que las cosas cuya naturaleza está en la línea divisoria tienen una tendencia que se desplaza en ambos sentidos, inclinándose a voluntad hacia lo que encuentran atractivo. Si, entonces, lo que es verdaderamente vida se contempla en la naturaleza divina y trascendente, su decadencia seguramente, como parece, terminará en el estado opuesto. Ahora bien, el significado de la vida y la muerte es múltiple, y no siempre se entiende de la misma manera, pues en lo que respecta a la carne, la energía y el movimiento de los sentidos corporales se llaman vida, y su extinción y disolución muerte. Pero en el caso de la naturaleza intelectual, la aproximación a lo divino es la vida, y la decadencia de ésta se llama muerte; por lo cual el mal original, el diablo, se llama tanto muerte como inventor de la muerte (de hecho, el apóstol también dice que "tiene el poder de la muerte"). Como de las Escrituras obtenemos, entonces, una doble concepción de la muerte, Aquel que es verdaderamente inmutable e inmutable sólo tiene inmortalidad, y "mora en una luz que no puede ser alcanzada ni abordada por la oscuridad de la maldad" (1Tm 3,16). No obstante, todas las cosas que participan en la muerte, estando muy alejadas de la inmortalidad por su tendencia contraria, si se apartan de lo que es bueno, por la mutabilidad de su naturaleza, admitirían la comunidad con la peor condición, que no es otra cosa que la muerte, teniendo cierta correspondencia con la muerte del cuerpo. Porque como en ese caso la extinción de las actividades de la naturaleza se llama muerte, así también, en el caso del ser intelectual, la ausencia de movimiento hacia el bien es muerte y alejamiento de la vida; de modo que lo que percibimos en la creación incorpórea no choca con nuestro argumento, que refuta la doctrina de la herejía. Pues esa forma de muerte que corresponde a la naturaleza intelectual (es decir, la separación de Dios, a quien llamamos Vida) no está, potencialmente, separada ni siquiera de su naturaleza; pues su surgimiento de la inexistencia muestra la mutabilidad de la naturaleza; y aquello con lo que el cambio es afín se ve impedido de participar en el estado contrario por la gracia de Aquel que lo fortalece: no permanece en el bien por su propia naturaleza; y tal cosa no es eterna. Si, entonces, alguien realmente dice la verdad al decir que no debemos estimar la esencia divina y la naturaleza creada de la misma manera, ni circunscribir el ser del Hijo de Dios por ningún principio, para que, si esto se concede, los demás atributos de la creación no entren junto con nuestro reconocimiento de este, el carácter absurdo de la enseñanza de aquel hombre, que emplea los atributos de la creación para separar al Dios unigénito de la eternidad del Padre se muestra claramente. Pues así como ninguna otra de las marcas que caracterizan la creación aparece en el Creador de la creación, tampoco el hecho de que la creación exista desde un principio prueba que el Hijo no estuvo siempre en el Padre (ese Hijo que es sabiduría, poder, luz, vida y todo lo concebido en el seno del Padre).