GREGORIO DE NISA
Contra Eunomio

LIBRO XI

I
Sobre Jesucristo, bueno y misericordioso.
Sobre Jesucristo, restaurador del hombre a través de su pasión

Pasemos ahora a la siguiente etapa del argumento de Eunomio: que "el Unigénito mismo atribuye al Padre el título que le corresponde por derecho propio". Pues quien nos ha enseñado que el apelativo bueno le pertenece sólo a Aquel que es la causa de su propia bondad y de toda bondad, y lo es siempre, y quien atribuye a él todo el bien que ha existido, tardaría en atribuirse la autoridad sobre todas las cosas existentes y el título de "el Existente". Pues bien, mientras ocultaba su blasfemia bajo algún tipo de velo y se esforzaba por enredar a sus engañados oyentes en los laberintos de su dialéctica, creí necesario vigilar sus tratos injustos y clandestinos, y en la medida de lo posible, descubrir en mi argumento la maldad latente. Pero ahora que ha despojado su falsedad de toda máscara que pudiera disimularla y publica su profanidad en voz alta y categórica, creo superfluo esforzarme inútilmente por refutar lógicamente a quienes no ocultan su impiedad. Pues, ¿qué otros medios podríamos descubrir para demostrar su malignidad con tanta eficacia como los que ellos mismos nos muestran en sus escritos, a nuestra disposición? Dice que solo el Padre merece el título de bueno, que sólo a él le corresponde tal nombre, con el argumento de que incluso el propio Hijo coincide en que la bondad le pertenece sólo a él. Nuestro acusador Eunomio ha defendido nuestra causa; pues quizá en mis declaraciones anteriores mis lectores pensaron que demostré cierta insolencia desenfrenada al intentar demostrar que quienes se oponían a Cristo lo hacían parecer ajeno a la bondad del Padre. Pero creo que ahora ha quedado demostrado, por la confesión de nuestros oponentes, que al presentarles tal acusación no actuamos injustamente. Pues quien afirma que el título de bueno pertenece por derecho sólo al Padre, y que tal designación le corresponde sólo a él, divulga, al revelar así su verdadero significado, la villanía que previamente había encubierto. Dice que el título de bueno sólo le corresponde al Padre. ¿Se refiere al título con el significado que le corresponde, o al título separado de su significado propio? Si, por un lado, simplemente atribuye al Padre el título de bueno en un sentido especial, es digno de lástima por su irracionalidad al permitirle al Padre sólo el sonido de un nombre vacío. Pero si piensa que la concepción expresada por el término bueno pertenece sólo a Dios Padre, es digno de abominación por su impiedad, reviviendo como lo hace la plaga de la herejía maniquea en sus propias opiniones. En efecto, así como la salud y la enfermedad, así también la bondad y la maldad existen en términos de mutua destrucción, de modo que la ausencia de una es la presencia de la otra. Si, pues, dice que la bondad pertenece sólo al Padre, las separa de todo objeto concebible en la existencia, excepto del Padre, de modo que, junto con todo, el Dios unigénito queda excluido del bien. Pues así como quien afirma que sólo el hombre es capaz de reír implica con ello que ningún otro animal comparte esta propiedad, así también quien afirma que el bien está solo en el Padre separa todas las cosas de esa propiedad. Si, entonces, como declara Eunomio, sólo el Padre tiene por derecho el título de bueno, tal término no se aplicará propiamente a ninguna otra cosa. Pero todo impulso de la voluntad opera en consonancia con el bien o tiende a lo contrario. Pues no inclinarse ni en un sentido ni en otro, sino permanecer en un estado de equilibrio, es propiedad de las criaturas inanimadas o insensibles. Si sólo el Padre es bueno, teniendo la bondad no como algo adquirido, sino en su naturaleza, y si el Hijo, como la herejía pretende, no comparte la naturaleza del Padre, entonces quien no comparte la buena esencia del Padre queda, por supuesto, excluido también de la parte y porción en el título de bueno. Pero quien no tiene derecho ni a la naturaleza ni al nombre de bueno (lo que es ciertamente no es desconocido, aunque me abstengo de la expresión blasfema). Pues es evidente para todos que el objetivo por el que Eunomio está tan empeñado es introducir en la concepción del Hijo una sospecha de lo que es malo y opuesto al bien. Pues qué clase de nombre le corresponde a quien no es bueno es manifiesto para todo aquel que tiene una porción de razón. Así como quien no es valiente es cobarde, quien no es justo es injusto, y quien no es sabio es necio, así quien no es bueno tiene claramente como propio el nombre opuesto, y es a esto que el enemigo de Cristo quiere imponer la concepción del Unigénito, convirtiéndose así para la Iglesia en otro Manes o Bardesanes. Estos son los dichos respecto a los cuales decimos que nuestra expresión no sería más efectiva que el silencio. Pues si uno dijera innumerables cosas y suscitara todos los argumentos posibles, no podría decir nada tan perjudicial de nuestros oponentes como lo que ellos mismos proclaman abierta y abiertamente. En efecto, ¿qué acusación más amarga podría inventarse contra ellos por malicia que la de negar que es bueno Aquel que, siendo en forma de Dios, es bueno? ¿No consideraron un robo ser iguales a Dios, pero aun así condescendieron al bajo estado de la naturaleza humana, y lo hicieron únicamente por amor al hombre? ¿A cambio de qué retribuyeron así al Señor (Dt 32,6)? ¿No es bueno él, quien cuando eran polvo sin alma los revistió de una belleza divina y los elevó como una imagen de su propio poder dotado de alma? ¿No es bueno él, quien por ellos "tomó forma de siervo", y "por el gozo puesto delante de él" (Hb 12,2) no rehuyó soportar los sufrimientos debidos a su pecado, y se dio a sí mismo en rescate por su muerte, y se convirtió por ellos en maldición y pecado?

II
Sobre el bien y el mal
Sobre la autoridad de Jesucristo, respecto a todo lo creado

Ni siquiera el propio Marción, el patrón de tus opiniones, oh Eunomio, te apoya en esto. Es cierto que, al igual que tú, sostiene un dualismo de dioses y piensa que uno es diferente en naturaleza del otro, pero es la visión más cortés atribuir bondad al Dios del evangelio. Sin embargo, tú en realidad separas al Dios unigénito de la naturaleza del bien, para poder superar incluso a Marción en la depravación de tus doctrinas. Sin embargo, afirman que la Escritura está de su lado y dicen que son tratados con dureza cuando se les acusa de usar las mismas palabras de la Escritura. Pues dicen que el Señor mismo ha dicho: "No hay nadie bueno, sino Dios" (Mt 19,17). En consecuencia, para que la tergiversación no prevalezca contra las palabras divinas, examinaremos brevemente el pasaje real en el evangelio. La historia considera al hombre rico a quien el Señor dirigió estas palabras como joven (el tipo de persona, supongo, inclinada a disfrutar de los placeres de esta vida) y apegado a sus posesiones; pues dice que se afligió por el consejo de desprenderse de lo que tenía, y que no eligió intercambiar su propiedad por la vida eterna. Este hombre, cuando oyó que un maestro de la vida eterna estaba en el vecindario, fue a él con la expectativa de vivir en perpetuo lujo, con la vida indefinidamente extendida, adulando al Señor con el título de bueno (adulando, mejor dicho, no al Señor como lo concebimos, sino "por la forma de siervo", porque su carácter no era tal como para permitirle penetrar el velo exterior de la carne, y ver a través de él el santuario interior de la deidad). El Señor, entonces, que ve los corazones, discernió el motivo con el que el joven se acercó a él como suplicante: que lo hizo, no con un alma fija en lo divino, sino que era al hombre a quien suplicaba, llamándolo "buen maestro", porque esperaba aprender de él alguna ciencia por la cual la proximidad de la muerte pudiera ser obstaculizada. En consecuencia, con razón, Aquel a quien así se le suplicaba respondió tal como se le dirigía. Pues, como la súplica no iba dirigida al Verbo de Dios, la respuesta, en consecuencia, fue entregada al solicitante por la humanidad de Cristo, inculcando así en el joven una doble lección. Pues le enseña, con una misma respuesta, el deber de reverenciar y rendir homenaje a la divinidad, no con palabras aduladoras, sino con su vida, guardando los mandamientos y adquiriendo la vida eterna. A costa de todas las posesiones, y también la verdad de que la humanidad, hundida en la depravación por el pecado, está excluida del título de bien: y por esta razón dice "¿por qué me llamas bueno?", sugiriendo en su respuesta con la palabra yo la naturaleza humana que lo envolvía, mientras que al atribuir bondad a la deidad se declaró expresamente bueno, ya que el evangelio lo proclama Dios. Pues si el Hijo unigénito hubiera sido excluido del título de Dios, tal vez no habría sido absurdo pensar que también fuera ajeno al apelativo bueno. Pero si, como es el caso, profetas, evangelistas y apóstoles proclaman en voz alta la deidad del Unigénito, y si el nombre de bondad es atestiguado por el Señor mismo como perteneciente a Dios, ¿cómo es posible que Aquel que es partícipe de la deidad no sea partícipe también de la bondad? Para que tanto profetas, evangelistas, discípulos y apóstoles reconozcan al Señor como Dios, no hay nadie tan poco iniciado en los misterios divinos como para necesitar que se lo digan expresamente. Porque ¿quién no sabe que en el Salmo 44 el profeta, en su palabra, afirma que Cristo es "ungido por Dios"? Y además, ¿quién de todos los que están versados en profecía ignora que Isaías, entre otros pasajes, proclama abiertamente la divinidad del Hijo, donde dice: "Los sabeos, hombres de estatura, vendrán a ti y serán tus siervos: vendrán tras de ti atados con grilletes, y en ti suplicarán, porque Dios está en ti, y no hay Dios fuera de ti; porque tú eres Dios". Porque ¿qué otro Dios hay que tenga a Dios en sí mismo, y sea Dios mismo, excepto el Unigénito, que lo digan quienes no escuchan la profecía. A este respecto, no diré nada sobre la interpretación de Enmanuel, ni sobre la confesión de Tomás tras reconocer al Señor, ni sobre la sublime dicción de Juan, que es evidente incluso para quienes no son creyentes. Es más, ni siquiera creo necesario detallar las palabras de Pablo, pues están, por así decirlo, en boca de todos, quien no sólo llama al Señor Dios, sino "Dios sobre todas las cosas", diciendo a los romanos: "¿De quiénes son los patriarcas, y de quiénes, según la carne, vino Cristo, quien es sobre todas las cosas, Dios bendito por los siglos?" (Rm 9,5), y a Tito: "Según la aparición de Jesucristo, el gran Dios y nuestro Salvador", y a Timoteo: "Dios fue manifestado en carne, justificado en espíritu". Desde entonces, se ha demostrado por todos lados que el Dios unigénito es Dios. ¿Cómo es que quien dice que la bondad pertenece a Dios se esfuerza por demostrar que la divinidad del Hijo es ajena a esta atribución, y esto a pesar de que el Señor de hecho se ha atribuido el epíteto de bueno en la parábola de los que fueron contratados para la viña? Pues allí, cuando quienes habían trabajado antes que los demás se sentían insatisfechos de recibir la misma paga y consideraban la buena fortuna de estos últimos como su propia pérdida, el juez justo le dice a uno de los murmuradores: "Amigo, no te hago ningún mal. ¿No convení contigo en un penique al día? Mira, ahí tienes lo que es tuyo: te daré a este último lo mismo que a ti. ¿Acaso no tengo poder para hacer lo que quiera con lo mío? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?". Por supuesto, nadie discutirá que distribuir la recompensa según el mérito es la función especial del juez; y todos los discípulos del evangelio coinciden en que el Dios unigénito es juez; pues el Padre, dice él, no juzga a nadie, sino que ha encomendado todo el juicio al Hijo. Pero no se oponen a las Escrituras. Pues dicen que la palabra uno apunta absolutamente al Padre. Pues él dice: "No hay nadie bueno sino uno, que es Dios". ¿Le faltará entonces a la verdad fuerza para defender su propia causa? Seguramente hay muchos medios para demostrar fácilmente que esta objeción es engañosa. Porque quien dijo esto acerca del Padre también le dijo al Padre: "Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo es mío, y yo soy glorificado en ellos" (Jn 17,10). Ahora bien, si dice que todo lo que es del Padre es también del Hijo, y que la bondad es uno de los atributos del Padre, o bien el Hijo no lo posee todo si no posee esto, y dirán que la Verdad miente, o si es impío sospechar que la Verdad misma se deja llevar por la falsedad, entonces Aquel que afirmó poseer todo lo que pertenece al Padre, afirmó con ello que no estaba fuera de la bondad. Pues Aquel que tiene al Padre en sí mismo y contiene todas las cosas que pertenecen al Padre, manifiestamente posee su bondad con todas las cosas. Por lo tanto, el Hijo es bueno, y "no hay nadie bueno, sino sólo uno: Dios". Esto es lo que alegan nuestros adversarios; y yo mismo no rechazo la afirmación. Sin embargo, no por ello niego la divinidad del Hijo. Pero quien confiesa que el Señor es Dios, con esa misma confesión, con seguridad también afirma de él su bondad. Porque si la bondad es una propiedad de Dios, y si el Señor es Dios, entonces, según nuestras premisas, el Hijo se muestra como Dios. No obstante, dice nuestro oponente Eunomio que la palabra uno excluye al Hijo de la participación en la bondad. Es fácil, sin embargo, demostrar que ni siquiera la palabra uno separa al Padre del Hijo. Pues en todos los demás casos, es cierto que el término uno conlleva el significado de no estar acoplado a nada más, pero en el caso del Padre y del Hijo no implica aislamiento. Pues él dice: "Yo y el Padre somos uno". Si, entonces, el bien es uno, y se contempla un tipo particular de unidad en el Padre y el Hijo, se sigue que el Señor, al predicar la bondad de uno, reivindicó bajo el término uno el título de bien también para sí mismo, quien es uno con el Padre y no está separado de la unidad de naturaleza.

III
Jesucristo, autor de los oráculos revelados en el Antiguo Testamento.
Jesucristo, no ángel sino "un niño que nos ha nacido"

Para que la investigación y la cultura de nuestro imponente Eunomio queden expuestas por completo, consideraré frase por frase la presentación de sus sentimientos. En primer lugar, Eunomio dice que "el Hijo no se apropia de la dignidad del Existente", dando el nombre de dignidad al hecho mismo de ser (¡con qué propiedad sabe adaptar las palabras a las cosas!). En segundo lugar, puesto que "él es por razón del Padre, está alienado de sí mismo, porque la esencia que lo supera atrae hacia sí la concepción del Existente". Esto es muy similar a decir que quien es comprado por dinero, en cuanto está en su propia existencia , no es la persona comprada, sino el comprador, en cuanto su existencia personal esencial es absorbida por la naturaleza de quien ha adquirido autoridad sobre él. Tales son las elevadas concepciones de nuestro divino: pero ¿cuál es la demostración de sus declaraciones? Ésta misma: que el Unigénito, atribuyendo al Padre el título debido por derecho a él solo, y luego introduce el punto de que sólo el Padre es bueno. ¿Dónde en esto el Hijo renuncia al título de Existente? Sin embargo, esto es lo que Eunomio está apuntando cuando continúa palabra por palabra de la siguiente manera: "Aquel que nos ha enseñado que el apelativo bueno pertenece sólo a Aquel que es la causa de su propia bondad y de toda bondad, y lo es en todo momento, y que le atribuye todo lo bueno que alguna vez ha llegado a existir, sería lento para apropiarse de la autoridad sobre todas las cosas que han llegado a existir, y el título de Existente". ¿Qué tiene que ver la autoridad con el contexto? ¿Y cómo, junto con esto, el Hijo también está alienado del título Existente? Pero realmente no sé qué debería hacer uno ante esto: reírse de la falta de educación o compadecerse de la perniciosa locura que demuestra. Pues la expresión suyo, no empleada según el significado natural, y como suelen usarla quienes saben usar el lenguaje, atestigua su amplio conocimiento de la gramática de los pronombres, que incluso los niños pequeños aprenden con sus maestros sin dificultad, y su ridícula divagación del tema a lo que no tiene nada que ver ni con su argumento ni con la forma de este, considerado como silogístico, a saber: que "el Hijo no tiene parte en la denominación del Existente" (una afirmación adaptada a sus monstruosas invenciones). Ésta y otras absurdeces similares parecen combinarse para provocar risa; de modo que puede ser que los lectores más despreocupados experimenten tal inclinación y se diviertan con la inconexidad de sus argumentos. Pero que Dios el Verbo no exista, o que, en cualquier caso, no sea bueno (y esto es lo que sostiene Eunomio cuando dice que no se apropia del título de Existente y bueno), y que la autoridad sobre todo lo que existe no le pertenece, esto exige nuestras lágrimas y un lamento de duelo. Pues no es como si hubiera dejado caer algo así sólo una vez bajo un impulso precipitado e inconsiderado, y en lo que siguió se hubiera esforzado por corregir su error: no, se entretiene prolongadamente con la malignidad, esforzándose en sus declaraciones posteriores por superar lo que había dicho antes. Pues a medida que avanza, dice que el Hijo está a la misma distancia por debajo de la naturaleza divina como la naturaleza de los ángeles está sujeta por debajo de la suya, no es cierto que lo diga con tantas palabras, sino que se esfuerza por producir tal impresión con lo que dice. El lector puede juzgar por sí mismo el significado de sus palabras: quien, al ser llamado ángel, mostró claramente por quién publicó sus palabras, y quién es "el Existente", mientras que al ser llamado también Dios, mostró su superioridad sobre todas las cosas. Pues aquel que es el "Dios de todas las cosas", "todas las cuales fueron creadas por él", es el "ángel de Dios sobre todo". La indignación me invade el corazón e interrumpe mi discurso, y bajo esta emoción, los argumentos se pierden en un torbellino de ira provocado por palabras como estas. Y tal vez se me perdone por sentir tal emoción. Pues, ¿quién no sentiría resentimiento ante tal profanidad, cuando recuerda cómo el apóstol proclama que toda naturaleza angélica está sujeta al Señor, y en testimonio de su doctrina invoca las sublimes palabras de los profetas: "Cuando trae al Primogénito al mundo, dice: Que todos los ángeles de Dios le adoren", y: "Tu trono, oh Dios, es por los siglos de los siglos", y: "Tú eres el mismo, y tus años no acabarán"? Tras haber expuesto el apóstol todo este argumento para demostrar la inaccesible majestad del Dios unigénito, ¿qué debo sentir al oír del adversario de Cristo que el Señor de los ángeles es sólo un ángel, y cuando no deja que tal afirmación caiga por casualidad, sino que se esfuerza por mantener esta monstruosa invención, de modo que se establezca que su Señor no tiene superioridad sobre Juan y Moisés? Pues la palabra dice acerca de ellos: "Éste es aquel de quien está escrito: He aquí, envío mi ángel delante de tu rostro". Juan, por tanto, es un ángel. Pero el enemigo del Señor, llamado Eunomio, aunque le otorga a su Señor el nombre de Dios, lo equipara con la deidad de Moisés, ya que él también era siervo del "Dios sobre todas las cosas" y fue constituido "dios para los egipcios". Y sin embargo, esta frase, "sobre todas las cosas", como se ha observado previamente, es común al Hijo con el Padre, título que el apóstol le atribuyó expresamente al decir: "En cuanto a la carne, vino Cristo, quien es Dios sobre todas las cosas" (Rm 9,5). Pero este hombre degrada al Señor de los ángeles al rango de ángel, como si no hubiera oído que los ángeles son espíritus ministradores y llama de fuego. Pues mediante el uso de estos términos distintivos, el apóstol establece la diferencia entre los diversos sujetos de forma clara e inequívoca, definiendo la naturaleza subordinada como espíritus y fuego, y distinguiendo el poder supremo con el nombre de divinidad. Sin embargo, aunque muchos proclaman la gloria del Dios unigénito, contra todos ellos Eunomio alza su voz, llamando a Cristo "ángel del Dios sobre todas las cosas", definiéndolo, al contrastarlo así con "el Dios sobre todas las cosas", como uno de todos los seres, y al darle el mismo nombre que los ángeles, intenta demostrar que no difiere en nada de ellos en naturaleza: pues ya ha dicho con frecuencia que todas las cosas que comparten el mismo nombre no pueden ser de naturaleza diferente. ¿Acaso el argumento, entonces, carece de censores, ya que se trata de un hombre que proclama con tantas palabras que el ángel no publica su propia palabra, sino la del Existente? Pues es por este medio que intenta demostrar que el Verbo que era en el principio, el Verbo que era Dios, no es en sí mismo el Verbo, sino el Verbo de algún otro Verbo, siendo su ministro y ángel. ¿Y quién ignora que lo único opuesto al Existente es lo inexistente? De modo que quien contrasta al Hijo con el Existente, claramente se está haciendo el judío, despojando a la doctrina cristiana de la persona del Unigénito. Pues al afirmar que él está excluido del título de Existente, sin duda intenta establecer también que está fuera del ámbito de la existencia: pues, sin duda, si le concede la existencia, no discutirá sobre el sonido de la palabra. Pero se esfuerza por sustentar su absurdo con el testimonio de la Escritura y presenta a Moisés como su defensor contra la verdad. Pues como si esta fuera la fuente de la que extraía sus argumentos, nos presenta libremente sus propias fábulas, diciendo que quien envió a Moisés era "el Ser mismo", pero Aquel por quien envió y habló era "el ángel del Ser" y el Dios de todo lo demás. La afirmación de Eunomio no proviene de la Escritura, y esto puede probarse por la Escritura misma. Examinemos, por tanto, el lenguaje original de la Escritura. Moisés, al oír que había sido convertido en "dios del faraón", tampoco traspasó los límites de la humanidad, sino que, mientras por naturaleza era igual a sus semejantes, fue elevado por encima de ellos por superioridad de autoridad, y ser llamado dios no le impidió ser hombre. Eunomio, al presentar al Hijo como uno de los ángeles, salva tal error mediante la denominación de divinidad, pero otorgándole el título de Dios en un sentido equívoco. Y si no, examinemos una vez más las mismas palabras con las que Eunomio profiere su blasfemia: "Quien envió a Moisés fue el Ser mismo, pero aquel por quien envió fue el ángel del Ser. Por tanto, ángel es el título que le da a su Señor". Como se ve, el absurdo de nuestro autor es refutado por la propia Escritura, en el pasaje donde Moisés suplica al Señor que no confíe a un ángel el liderazgo del pueblo, sino que se confíe a sí mismo la dirección de su marcha. El pasaje dice así: Dios dice: "Anda, desciende, guía a este pueblo al lugar del que te he hablado; he aquí, mi ángel irá delante de ti el día de mi visita". Y poco después vuelve a decir: "Yo enviaré a mi ángel delante de ti". Luego, un poco después de lo que sigue inmediatamente, viene la súplica a Dios de parte de Moisés, que dice así: "Si he hallado gracia ante tus ojos, que mi Señor vaya entre nosotros", y: "Si tú no vas con nosotros, no me saques de aquí". A continuación, viene la respuesta de Dios a Moisés en estos términos: "Haré también por ti esto que has dicho, porque has hallado gracia ante mis ojos". Por consiguiente, si Moisés ruega que el pueblo no sea guiado por un ángel, y si quien conversaba con él consiente en ser su compañero de viaje y guía del ejército, queda así demostrado que quien se dio a conocer con el título de Existente es el Dios unigénito. Si alguien contradice esto, se mostrará partidario de la convicción judía al no asociar al Hijo con la liberación del pueblo. Pues si, por un lado, no fue un ángel quien salió con el pueblo, y si, por otro, como sostiene Eunomio, Aquel que se manifestó en el nombre del Existente no es el Unigénito, esto equivale nada menos que a transferir las doctrinas de la sinagoga a la Iglesia de Dios. En consecuencia, de las dos alternativas deben admitir necesariamente una: o bien que el Dios unigénito en ningún momento se apareció a Moisés, o bien que el Hijo mismo es el Existente, de quien vino la palabra a su siervo. Pero contradice lo dicho anteriormente, alegando que la propia Escritura nos informa que se interpuso la voz de un ángel, y que así se transmitió el discurso del Existente. Esto, sin embargo, no es una contradicción, sino una confirmación de nuestra opinión. Pues también nosotros decimos claramente que el profeta, deseando manifestar a los hombres el misterio de Cristo, llamó al ángel autoexistente, para que el significado de las palabras no se refiriera al Padre, como habría sucedido si solo se hubiera encontrado el título de Existente en todo el discurso. Pero así como nuestra palabra es la reveladora y mensajera (o ángel) de los movimientos de la mente, así también afirmamos que la Palabra verdadera que existía en el principio, cuando anuncia la voluntad de su propio Padre, se llama ángel (o mensajero), título que se le otorga debido a la función de transmitir el mensaje. Y como el sublime Juan, habiéndole llamado previamente Verbo, introduce de esta manera la verdad ulterior de que "el Verbo era Dios", para que nuestros pensamientos no se volvieran inmediatamente al Padre, como lo habrían hecho si el título de Dios se hubiera puesto primero, así también el poderoso Moisés, después de llamarle primero ángel, nos enseña en las palabras que siguen que él no es otro que el mismo Autoexistente, para que el misterio concerniente a Cristo pudiera ser anticipado, por la Escritura que nos asegura con el nombre de ángel, que el Verbo es el intérprete de la voluntad del Padre, y por el título Autoexistente, de la estrecha relación que subsiste entre el Hijo y el Padre. Y si mencionara también a Isaías llamándolo "ángel del poderoso consejo", ni siquiera así desbarataría nuestro argumento. Pues allí, en términos claros e incontrovertibles, se indica por la profecía la dispensación de su humanidad; pues "para nosotros un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado, y el gobierno estará sobre sus hombros, y su nombre es llamado el ángel del poderoso consejo". Es con esta perspectiva como David describe el establecimiento de su reino, no como si no fuera rey, sino considerando que la humillación al estado de siervo, a la que el Señor se sometió por dispensación, fue asumida y absorbida por la majestad de su reino, sobre todo cuando dice: "Fui establecido rey por él en su santo monte de Sión", declarando la ordenanza del Señor. En consecuencia, Aquel que a través de sí mismo revela la bondad del Padre es llamado ángel y Verbo, sello e imagen, y todos los títulos similares con la misma intención. Pues así como el ángel (o mensajero) da información de alguien, así también el Verbo revela el pensamiento interior, el sello muestra con su propia impronta el molde original, y la imagen por sí misma interpreta la belleza de aquello de lo que es imagen, de modo que en su significado todos estos términos son equivalentes entre sí. Por esta razón, el título de ángel se antepone al de Autoexistente, siendo el Hijo llamado ángel como exponente de la voluntad de su Padre, y el Existente como carente de nombre que pueda dar conocimiento de su esencia, pero que trasciende todo poder de expresión de los nombres. Por lo tanto, también su nombre es testificado por los escritos del apóstol como "sobre todo nombre" (Flp 2,9), no como si fuera un nombre preferido sobre todos los demás, aunque aún comparable con ellos, sino más bien en el sentido de que Aquel que verdaderamente "está sobre todo nombre".

IV
Eunomio compara a Jesucristo con los animales y las plantas, y con otras cosas peores

Veo que mi tratado ya se ha extendido más allá de los límites, y temo que se me considere locuaz y desmesurado si extiendo mi respuesta en exceso. No obstante, he pasado por alto muchas partes del Tratado de Eunomio, para que mi argumento no se extendiera a millares de palabras. Para los más estudiosos, esta falta de concisión da pie al menosprecio. En cuanto a quienes no se fijan en lo útil, sino en la imaginación de quienes son ociosos y no serios, su deseo y su súplica es cubrir la mayor parte posible del camino en pocos pasos. ¿Qué debo hacer, entonces, cuando la profanidad de Eunomio nos atrae? ¿Debo seguirle la pista a cada paso? ¿O es acaso superfluo y meramente locuaz gastar nuestras energías una y otra vez en encuentros similares? Todo el argumento que sigue concuerda con lo que ya he investigado, y no aporta nada nuevo a lo anterior. Si he logrado refutar por completo sus afirmaciones anteriores, el resto se derrumba con ellas. En caso de que los contenciosos y obstinados piensen que la mayor parte de su argumento reside en lo que he omitido, quizás sea necesario abordar brevemente lo que queda. En efecto, afirma Eunomio que "el Señor no existía antes de su propia generación" (quien no puede probar que él estaba en algo separado del Padre). Y esto lo dice sin citar ninguna Escritura como justificación de su afirmación, sino sustentando su proposición con argumentos propios. Pero se ha demostrado que esta característica es común a todas las partes de la creación. Ni una rana, ni un gusano, ni un escarabajo, ni una brizna de hierba, ni ningún otro de los objetos más insignificantes, existió antes de su propia formación: de modo que lo que con ayuda de su habilidad dialéctica intenta con gran esfuerzo establecer como el caso del Hijo, ya se ha reconocido como cierto en cualquier porción aleatoria de la creación, y la poderosa labor de nuestro autor consiste en demostrar que el Dios unigénito, por la participación de atributos, está al mismo nivel que las cosas más inferiores de la creación. En consecuencia, la coincidencia de sus opiniones sobre el Dios unigénito y su visión del modo en que surgen las ranas es un indicio suficiente de su falsedad doctrinal. A continuación, argumenta Eunomio que "no existir antes de su generación equivale, de hecho y significado, a no ser ingenuo". Una vez más, el mismo argumento me servirá para tratar este tema: no se equivocaría al decir lo mismo de un perro, una pulga, una serpiente o cualquier otra criatura, ya que el hecho de que un perro no exista antes de su generación equivale, de hecho y significado, a no ser ingenuo. Pero si, de acuerdo con la definición que tantas veces han dado, todas las cosas que comparten atributos también comparten naturaleza, y si es un atributo del perro, y de los demás por separado, no existir antes de la generación, que es lo que Eunomio considera oportuno sostener también del Hijo, el lector, mediante un proceso lógico, verá por sí mismo la conclusión de esta demostración.

V
Eunomio habla de Jesucristo como de un contratado por el Padre, adventicio y ad extra.
Eunomio compara el poder de Jesucristo con el de los astrólogos.
Eunomio encuadra al cristianismo entre las sectas de los locos y cuenta-cuentos

Tras blasfemar Eunomio de esta manera, modera su discurso, imprimiéndole incluso un toque de amabilidad. Así, aunque poco antes había separado al Hijo del título de Existente, ahora dice: "Afirmo que el Hijo no sólo es existente, y está por encima de todo lo existente, sino que también lo llamamos Señor y Dios, creador de todo ser, sensible e inteligible". ¿Qué supone que es este ser? ¿Creado? ¿O increado? Pues si confiesa que Jesús es Señor, Dios y Creador de todo ser inteligible, se sigue necesariamente, si dice que es increado, que habla falsamente, atribuyendo al Hijo la creación de la naturaleza increada. Pero si cree que es creada, lo convierte en su propio Creador. Pues si el acto de la creación no se separa de la naturaleza inteligible en favor de Aquel que es independiente e increado, ya no quedará ninguna marca de distinción, pues la creación sensible y el ser inteligible se considerarán bajo una misma cabeza. Pero aquí introduce la afirmación de que, en la creación de las cosas existentes, el Padre le confió la construcción de todas las cosas visibles e invisibles, y el cuidado providencial de todo lo que llega a existir, puesto que el poder que le fue otorgado desde arriba es suficiente para la producción de las cosas que han sido construidas. La extensa extensión de nuestro tratado nos obliga a pasar por alto brevemente estas afirmaciones. No obstante, en cierto sentido, el argumento está rodeado de blasfemias, conteniendo un vasto enjambre de nociones como avispas venenosas. Dice Eunomio que "el Padre le confió la construcción de las cosas". Pero si hubiera estado hablando de algún artesano que ejecuta su obra a voluntad de su empleador, ¿no habría usado el mismo lenguaje? Pues no nos equivocamos al decir lo mismo de Bezaleel, que habiendo sido encomendado por Moisés la construcción del tabernáculo, se convirtió en el constructor de las cosas allí mencionadas, y no habría asumido la obra si no hubiera adquirido previamente su conocimiento por inspiración divina y se hubiera aventurado a emprenderla cuando Moisés le encomendó su ejecución. En consecuencia, el término encomendado sugiere que su oficio y poder en la creación le llegaron como algo fortuito, en el sentido de que antes de que se le encomendara esa comisión no tenía ni la voluntad ni el poder para actuar, pero cuando recibió la autoridad para ejecutar las obras y el poder suficiente para ello, entonces él se convirtió en el artífice de las cosas que son, siendo el poder que le fue asignado desde lo alto, como dice Eunomio, suficiente para el propósito. ¿Acaso coloca entonces incluso la generación del Hijo, por algún malabarismo astrológico, bajo algún destino, así como quienes practican este vano engaño afirman que la designación de su suerte en la vida llega a los hombres en el momento de su nacimiento, por tales y cuales conjunciones u oposiciones de los astros, a medida que la rotación superior avanza en una especie de tren ordenado, asignando a los que están llegando a ser sus facultades especiales? Puede ser que algo de este tipo esté en la mente de nuestro sabio Eunomio, al decir que a él, que está por encima de todo gobierno, autoridad y dominio, y por encima de todo nombre que se nombra, no sólo en este mundo, sino también en el venidero, "se le ha asignado poder desde lo alto, medido de acuerdo con la cantidad de cosas que llegan a ser". Pasaré por alto esta parte de su tratado sumariamente, dejando caer, a partir de un breve comienzo de investigación, para los lectores más inteligentes, las semillas que les permitan discernir su profanidad. Además, en lo que sigue, ya está escrita una especie de disculpa por nosotros mismos. Porque ya no podemos pensar que ignoramos la intención de su discurso ni que malinterpretamos sus palabras para someterlas a crítica, cuando su propia voz reconoce lo absurdo de su doctrina. Sus palabras son las siguientes: ¿Qué? ¿Acaso no surgieron la tierra y el ángel, cuando antes no existían? ¡Vean cómo nuestro eminente teólogo no se avergüenza de aplicar la misma descripción a la tierra, a los ángeles y al Creador de todo! Sin duda, si cree apropiado predicar lo mismo de la tierra y su Señor, debe convertir a uno en un dios o degradar al otro a su nivel. Añade a continuación Eunomio algo que despoja aún más su profanidad de todo disfraz, de modo que su absurdo resulta evidente incluso para un niño. En concreto, dice Eunomio: "Sería una larga tarea detallar todos los modos de generación de los objetos inteligibles, o las esencias que no poseen todas la naturaleza del Existente en común, sino que presentan variaciones según las operaciones de Aquel que las creó". Como se ve, la blasfemia contra el Hijo que aquí se contiene es flagrante y conspicua, cuando reconoce que "lo que se predica de cada modo de generación y esencia en nada difiere de la descripción de la subsistencia divina del Unigénito". No obstante, me parece mejor pasar por alto los pasajes intermedios en los que intenta mantener su profanidad, y apresurarme al principio de la acusación que debemos presentar contra sus doctrinas. Pues se le encontrará a Eunomio exhibiendo el sacramento de la regeneración como algo inútil, la oblación mística como inútil, y la participación en ellos como algo sin ventaja para quienes participan en ella. Después de esos eones altisonantes en los que, a modo de menosprecio de nuestra doctrina, nombra Eunomio como sus partidarios a Valentín, Cerinto, Basílides, Montano y Marción, y después de establecer que "quienes afirman que la naturaleza divina es incognoscible, y el modo de su generación incognoscible, no tienen derecho ni título alguno al nombre de cristianos", y después de contarnos entre aquellos a quienes así menosprecia, procede a desarrollar su propia opinión en estos términos: "Nosotros, de acuerdo con los hombres santos y benditos, afirmamos que el misterio de la piedad no consiste en nombres venerables, ni en el carácter distintivo de las costumbres y señales sacramentales, sino en la exactitud de la doctrina". Que cuando escribió esto Eunomio, no lo hizo bajo la guía de evangelistas, apóstoles ni de ninguno de los autores del Antiguo Testamento, es evidente para cualquiera que conozca la Sagrada Escritura. Naturalmente, deberíamos suponer que por hombres santos y benditos se refería a Maniqueo, Nicolás, Coluto, Aecio, Arrio y el resto de la misma generación, con quienes concuerda estrictamente al establecer este principio: "Ni la confesión de nombres sagrados, ni las costumbres de la Iglesia, ni sus señales sacramentales son una ratificación de la piedad". Nosotros, habiendo aprendido de los santos la voz de Cristo, que afirma que "quien no nazca de nuevo del agua y del Espíritu no entrará en el reino de Dios", y que "quien come mi carne y bebe mi sangre vivirá para siempre", estamos convencidos de que el misterio de la piedad se confirma con la confesión de los nombres divinos (Padre, Hijo y Espíritu Santo), y que nuestra salvación se confirma participando en las costumbres y señales sacramentales. Los herejes, que por lo visto han investigado tan cuidadosamente estas doctrinas, sin haber tenido parte en ellas, presentan estas prácticas que nosotros tenemos como tema de rivalidad entre ellos, y algunos de ellos incluso logran dar con la verdad, alejándose todavía más de la fe. Puesto que Eunomio desprecia, por tanto, los nombres venerados, por los cuales el poder del nacimiento más divino "distribuye la gracia" a quienes acuden a él con fe, y desdeña la comunión de las costumbres y señales sacramentales de las que la profesión cristiana extrae su vigor, digamos, con una ligera variación, la palabra del profeta: ¿Hasta cuándo seréis lentos de corazón? ¿Por qué amáis la destrucción y buscáis la libertad? ¿Cómo es que no veis al perseguidor de la fe invitando a quienes consienten en él a violar su profesión cristiana? Porque si la confesión de los venerados y preciosos nombres de la Santísima Trinidad es inútil, y las costumbres de la Iglesia improductivas, y si entre estas costumbres está la señal de la cruz, la oración, el bautismo, la confesión de los pecados, un celo dispuesto a guardar el mandamiento, el orden correcto del carácter, la sobriedad de vida, el respeto a la justicia, el esfuerzo de no dejarse excitar por la pasión, ni esclavizar por el placer, ni fallar en la excelencia moral; si él dice que ninguno de estos hábitos se cultiva para algún buen propósito, y que las señales sacramentales no aseguran, como hemos creído, bendiciones espirituales, ni apartan de los creyentes los asaltos dirigidos contra ellos por las artimañas del maligno, ¿qué más hace sino proclamar abiertamente en voz alta a los hombres que abrigan fábulas, se ríen de la majestuosidad de los nombres divinos, consideran las costumbres de la Iglesia una burla y todas las operaciones sacramentales una charlatanería y una locura? ¿Qué más alegan quienes permanecen apegados al paganismo para menospreciar nuestro Credo? ¿Acaso no hacen ellos también de la majestad de los nombres sagrados, en los que se ratifica la fe, un motivo de risa? ¿No se burlan de las señales sacramentales y las costumbres que observan los iniciados? ¿Y quiénes, como los paganos, tienen una peculiaridad tan distintiva como pensar que la piedad debe consistir solo en doctrinas? Puesto que también afirman que, según su punto de vista, hay algo más persuasivo que el evangelio que predicamos, algunos sostienen que existe un único gran Dios preeminente sobre los demás y reconocen algunos poderes subordinados, que difieren entre sí en superioridad o inferioridad, en un orden y secuencia regulares, pero todos igualmente sujetos al Supremo. Esto, pues, es lo que predican los maestros de la nueva idolatría, y quienes los siguen no temen la condenación que pesa sobre los trasgresores, como si no comprendieran que hacer algo impropio es mucho más grave que errar solo de palabra. Quienes niegan, por tanto, la fe en la práctica, menosprecian la confesión de los nombres sagrados, y juzgan inútil la santificación efectuada por las señales sacramentales, y se han dejado persuadir a considerar fábulas astutamente inventadas, y creen que su salvación consiste en sutilezas sobre los engendrados y los no engendrados. En definitiva, estos tales ¿qué otra cosa son, sino trasgresores de las doctrinas de la salvación? Si alguien piensa que estas acusaciones las presento de manera poco generosa e injusta, que considere independientemente los escritos de nuestro autor Eunomio, tanto lo que he alegado previamente como lo que se infiere en conexión lógica con nuestras citas. En efecto, en contravención directa de la ley del Señor (pues la entrega de los medios de iniciación constituye una ley), dice Eunomio que "el bautismo no es en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo" (como Cristo ordenó a sus discípulos cuando les entregó el misterio), sino "en un artífice y creador, y no sólo Padre del Unigénito, sino también de su Dios". ¡Ay de aquel que da a beber a su prójimo mal turbio! ¡Cómo perturba y ensucia la verdad arrojando su lodo en ella! ¿Cómo es que no siente temor de la maldición que pesa sobre quienes añaden algo a la expresión divina o se atreven a quitar algo? Leamos la declaración del Señor en sus propias palabras: "Id y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo". ¿Dónde llamó la Escritura al Hijo criatura? ¿Dónde enseñó la Palabra que el Padre es "creador del Unigénito"? ¿Dónde en las palabras citadas se enseña que el Hijo es "un siervo de Dios"? ¿Dónde en la entrega del misterio se proclama al Dios del Hijo? ¿No percibís y entendéis, vosotros que sois arrastrados por el engaño a la perdición, qué clase de guías habéis puesto a cargo de vuestras almas: uno que interpola las Sagradas Escrituras, otro que confunde las declaraciones divinas, otro que con su propio lodo ensucia la pureza de las doctrinas de la piedad, otro que no sólo arma su propia lengua contra nosotros, sino que también intenta manipular las sagradas voces de la verdad, otro que está ansioso por investir su propia perversión con más autoridad que la enseñanza del Señor? ¿No percibís que todos ellos se rebelan contra "el nombre ante el cual todos deben inclinarse", de modo que quieren borrar el nombre del Señor, y en lugar de Cristo introducirse ellos mismos? ¿Acaso no consideráis todavía que esta predicación de impiedad ha sido puesta en marcha por el diablo, como preparación y preludio de la venida del Anticristo? En efecto, quien ambiciona demostrar que sus propias palabras tienen más autoridad que las de Cristo, y transformar la fe de los nombres divinos y las costumbres sacramentales y las señales de su propio engaño, ¿qué otra cosa podría ser llamado, sino Anticristo?