GREGORIO DE NISA
Sobre la Fe
I
Dios nos manda por su profeta, querido Simplicio, que no consideremos a ningún nuevo dios como Dios, ni que adoremos a ningún dios extraño. Ahora bien, está claro que se llama nuevo a lo que no es eterno, y se llama eterno a lo que no es nuevo. Quien no cree que el Dios unigénito es eterno del Padre, no niega que él sea nuevo, pues lo que no es eterno es confesadamente nuevo, y lo que es nuevo no es Dios, según lo dicho por la Escritura ("no habrá en ti ningún dios nuevo"). Por lo tanto, quien dice que el Hijo no existía una vez, niega su divinidad. Además, quien dice "no adorarás a un dios extraño" nos prohíbe adorar a otro Dios, al tiempo que el "dios extraño" se llama así en contraposición a nuestro propio Dios. ¿Quién es, entonces, nuestro propio Dios? Claramente, el Dios verdadero. ¿Y quién es el dios extraño? Seguramente, el que es ajeno a la naturaleza del Dios verdadero. Si, por tanto, nuestro Dios es el Dios verdadero, y si, como dicen los herejes, el Dios unigénito no es de la naturaleza del Dios verdadero, el Dios de los herejes es un dios extraño, y no nuestro Dios. Quien llama a su Dios "ser creado" lo hace ajeno a la naturaleza del Dios verdadero. ¿Qué harán, entonces, quienes llaman así a Dios ("ser creado")? ¿Adorarán a ese mismo ser creado como Dios, o no? Porque si no lo adoran, siguen a los judíos al negar la adoración a Cristo; y si lo adoran, adoran a alguien ajeno al Dios verdadero. Ciertamente, es tan impío no adorar al Hijo como adorar al dios extraño. Debemos entonces decir que el Hijo es el verdadero Hijo del verdadero Padre, para que podamos adorarle y evitar la condena por adorar a un dios extraño. A quienes citan de Proverbios el pasaje "el Señor me creó" (Prov 8,28), y creen que con ello presentan un argumento sólido de que el Creador de todas las cosas fue creado, debemos responder que el Dios unigénito fue creado para nosotros en muchas cosas. En efecto, él era el Verbo y se hizo carne, él era Dios y se hizo hombre, él era incorpóreo y se hizo cuerpo. Y además, se hizo pecado y maldición, y una piedra, y un hacha, y pan, y cordero, y camino, y puerta, y una roca y muchas cosas similares. Lo hizo no siendo por naturaleza ninguna de estas cosas, sino haciéndose estas cosas por nuestro bien, a modo de dispensación.
II
Así como el Verbo fue hecho carne por nosotros, y siendo Dios se hizo hombre, así también el Creador se hizo criatura por nosotros (porque la carne es creada). Ése es el significado de lo que dijo el profeta ("así dice el Señor, el que me formó desde el vientre para ser su siervo"; Is 49,5) y Salomón ("el Señor me creó como el principio de sus caminos, para sus obras"; Prov 8,28). De hecho, toda la creación, como dice el apóstol, está en servidumbre. Por lo tanto, Aquel que fue formado en el vientre de la Virgen (según la palabra del profeta) es el siervo, el hombre según la carne en quien Dios se nos manifestó para la renovación del mundo y la salvación humana. Así pues, reconocemos en Cristo dos cosas: una divina y una humana (la divina por naturaleza, la humana en la encarnación). En consecuencia, reclamamos para la deidad lo que es eterno, y lo creado lo atribuimos a su naturaleza humana. Y decimos con el profeta que fue "formado en el vientre" como siervo, y con Salomón que "se manifestó en la carne" mediante esta creación servil. A este respecto, los herejes (que dicen que si él era, no fue engendrado, y que si fue engendrado él no era) han de aprender que no es apropiado atribuir a la naturaleza divina los atributos que pertenecen al origen carnal. En efecto, los cuerpos que no existen son generados, y Dios hace existir lo que no es, pero nada surge de lo que no es. Por esta razón, también Pablo lo llama "resplandor de la gloria" (Hb 1,3), para que aprendamos que, al igual que la luz de la lámpara, Cristo es de la naturaleza de Aquel que irradia el resplandor, y está unido a él (pues tan pronto como aparece la lámpara, la luz que emana de ella brilla simultáneamente). En defintiva, el apóstol nos invita a considerar que el Hijo es del Padre, y que el Padre nunca está sin el Hijo, pues es imposible que la gloria sea sin resplandor, como es imposible que la lámpara sea sin resplandor.
III
El ser esplendoroso del Hijo es un testimonio de su ser en relación con la gloria (pues si la gloria no existiera, el resplandor que emana de ella no existiría, y es imposible que la gloria sea sin el resplandor). Por tanto, como no es posible decir en el caso del resplandor "si fue, no llegó a existir, y si llegó a existir, no fue", así tampoco es posible decir esto del Hijo, ya que el Hijo es el resplandor. Aquellos que hablan de menor y mayor, en el caso del Padre y del Hijo, han de aprender de Pablo a no medir las cosas inconmensurables. De hecho, el apóstol dice que "el Hijo es la imagen expresa de la persona del Padre" (Hb 1,3) Está claro entonces que, por grande que sea la persona del Padre, tan grande es también la imagen expresa de esa persona, porque no es posible que la imagen expresa sea menor que la Persona contemplada en ella. Esto el algo que también enseña el gran Juan, cuando dice: "En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios". Al decir que él "estaba en el principio", y no después del principio, mostró que el principio nunca fue sin el Verbo. Y al declarar que el Verbo "estaba con Dios", significó la ausencia de defecto en el Hijo en relación con el Padre, y que el Verbo es contemplado como un todo junto con todo el ser de Dios. Si la Palabra fuese tan débil en su propia grandeza, que no fuese capaz de relacionarse con la totalidad del ser de Dios, nos veríamos obligados a suponer que esa parte de Dios, que se extiende más allá de la Palabra, está fuera de ella (de hecho, toda la magnitud de la Palabra se contempla junto con toda la magnitud de Dios). En consecuencia, en las afirmaciones sobre la naturaleza divina no es admisible hablar de mayor o menor.
IV
En cuanto a quienes afirman que lo engendrado es por naturaleza diferente de lo ingénito, que aprendan del ejemplo de Adán y Abel a no decir disparates. En efecto, Adán mismo no fue engendrado según la generación natural de los hombres, así como Abel sí lo fue de Adán. Ciertamente, quien nunca fue engendrado se llama ingénito, y quien llegó a existir por generación se llama engendrado. Sin embargo, el hecho de no haber sido engendrado no impidió que Adán fuera hombre, ni la generación de Abel lo diferenció en absoluto de la naturaleza humana, sino que tanto uno como otro eran hombres, aunque uno existiera por ser engendrado, y el otro sin generación. En el caso de nuestras afirmaciones sobre la naturaleza divina, el hecho de no haber sido engendrado, y el de haber sido engendrado, no producen diversidad de naturaleza, sino que, así como en el caso de Adán y Abel la humanidad es una, también lo es la divinidad en el caso del Padre y el Hijo.
V
En cuanto al Espíritu Santo, los blasfemos afirman que él también es creado, al igual que afirmaban del Hijo. La Iglesia Católica cree, tanto respecto al Hijo como respecto al Espíritu Santo, que ambos son increados. También cree que toda la creación se vuelve buena al participar del bien que está por encima de ella, mientras que el Espíritu Santo no necesita de nada para ser bueno (ya que él es bueno en virtud de su naturaleza, como atestigua la Escritura). También cree que la creación es guiada por el Espíritu, y gobernada por el Espíritu, y consolada por el Espíritu, y liberada de la esclavitud por el Espíritu. También cree que la creación se hace sabia por el Espíritu que da la gracia de la sabiduría, y que la creación participa de los dones porque el Espíritu se los otorga, y que "todas estas obras las realiza uno y el mismo Espíritu, repartiendo a cada uno en particular como él quiere" (1Cor 12,11). Se pueden encontrar multitud de ejemplos en las Escrituras de que todos los atributos supremos y divinos que se aplican al Padre y al Hijo también se aplican al Espíritu Santo, tales como inmortalidad, bienaventuranza, bondad, sabiduría, poder, justicia, santidad. Todo atributo excelente se atribuye al Espíritu Santo, al igual que se atribuye al Padre y al Hijo, con excepción de aquellos por los cuales las personas se dividen clara y distintamente entre sí. Es decir, que al Espíritu Santo no se le llama Padre ni Hijo, ni al Padre y al Hijo se le aplican el nombre de Espíritu Santo. Por esto, comprendemos que el Espíritu Santo está por encima de la creación, y en el ámbito de Dios. Así, donde se entiende que están el Padre y el Hijo, también se entiende que está el Espíritu Santo. Y si el Padre y el Hijo están por encima de la creación, este atributo corresponde también al Espíritu Santo. De esto se sigue que quien sitúa al Espíritu Santo por encima de la creación, ha recibido la doctrina correcta y sana, y confesará que la naturaleza increada que contemplamos en el Padre, el Hijo, y el Espíritu Santo, es una y la misma.
VI
Los herejes presentan como prueba, sobre la naturaleza creada del Espíritu Santo, aquella declaración del profeta que dice: "El que establece el trueno y crea el espíritu, y declara al hombre su Cristo". Respecto a esto, debemos considerar esto: que el profeta habla de la creación del espíritu humano, y no del Espíritu Santo. De hecho, el término trueno se da en lenguaje místico al evangelio, y se aplica a aquellos en quienes surge una fe firme e inquebrantable, y pasan de ser carne a convertirse en espíritu, como dice el Señor: "Lo que nace de la carne, carne es, y lo que nace del Espíritu, espíritu es". Es Dios, por tanto, quien al establecer la voz del evangelio hace al creyente espíritu. Quien nace del Espíritu, y se hace espíritu por tal trueno, declara a Cristo, como dice el apóstol: "Nadie puede llamar a Jesucristo Señor, sino por el Espíritu Santo" (1Cor 12,3).