ASTERIO DE AMASEA
Sobre las Fiestas

I

Ayer y hoy se celebraron dos fiestas, no sólo inconexas y discordantes, sino totalmente adversas y hostiles entre sí. Una es la de la plebe, que reúne grandes sumas de dinero de Mamón y trae consigo un regateo vulgar y mezquino. La otra es la de la santa y verdadera religión, que inculca el conocimiento de Dios y la virtud de una vida purificada. Puesto que muchos, prefiriendo el lujo y la absorción que surgen en la vanidad, han dejado de ir a la Iglesia, y de venir a nuestra fiesta, a ellos les dedico este discurso, con el fin de disipar sus almas de esos deleites necios y dañinos que, como una especie de inflamación del cerebro, con risas y bromas, inducen a la muerte. En el tratamiento del tema trataré de emular apropiadamente a Salomón, y tras mostrar la vanidad del corazón humano intentaré convertir a los amantes del placer de su celo mal dirigido.

II

De una fiesta pública, ésta debería ser la regla y la ley: primero, que la festividad tenga un objetivo definido; y luego, que la alegría sea común a todos, no sea que una parte disfrute y el resto se quede en el abatimiento y dolor. Esta última condición es más característica de una guerra que de una fiesta, en la que los vencedores ostentan su victoria y los vencidos lamentan su desgracia. Lo primero que no está claro es con qué objetivo se celebra esta festividad, pues las numerosas leyendas que circulan sobre ella son mutuamente subversivas y no revelan nada cierto. Lo que yo veo en dicha fiesta es a unos pocos divirtiéndose, mientras que la masa del pueblo está melancólica, aunque intentan ocultar su abatimiento con un comportamiento alegre. También observo que, mientras todo es ruido y tumulto, la multitud se empuja despreocupadamente.

III

Respecto al recuerdo y alegría por el año nuevo, ¿qué es lo que se celebra? Yo observo una forma de encuentro, ¡qué peculiar, qué sospechoso y qué poco amistoso! Con voz débil y apagada, el saludo sale de los labios. Luego sigue el beso, como preludio al regalo de año nuevo. Se besa la boca, pero lo que se ama es la moneda, a forma de una venta y un acto de codicia. Donde hay amistad pura y franca, las bondades se otorgan libremente, sin esperar ganancia. Por ello, aunque en esta Fiesta de Año Nuevo se llevan muchas cosas por todas partes, y se da dinero, no hay pretexto de trueque legítimo, ni nadie lo reclama. No se trata de un regalo de boda, que incita la prodigalidad de un novio arrogante. Tampoco puedo llamar limosna al gasto, ya que ningún pobre se ve aliviado de su desgracia. Tampoco se puede llamar intercambio a lo que ocurre, pues la multitud no intercambia nada entre sí. Llamarlo un regalo gratuito es aún más inapropiado, ya que la entrega se hace por necesidad. ¿Cómo, entonces, llamaré a la fiesta, o al dinero gastado en ella? No lo entiendo, así que decídmelo vosotros, que os habéis estado esforzando en prepararla. Dad cuenta de ello, como nosotros hacemos de las fiestas que son genuinas y conformes a la voluntad de Dios. Nosotros celebramos el nacimiento de Cristo, pues en ese momento Dios se manifestó en la carne. Celebramos la Fiesta de las Luces (epifanía), pues por el perdón de nuestros pecados somos sacados de la oscura prisión de nuestra vida anterior a una vida de luz y rectitud. Celebramos el día de la resurrección, y en él nos adornamos y marchamos por las calles con alegría, porque ese día nos revela la inmortalidad y la transformación a una existencia superior. Nosotros mantenemos estas fiestas, y las demás, en sucesión ordenada. Para cada acontecimiento humano hay una razón, pero aquello que carece de explicación, y propósito razonable, es material y sin sentido.

IV

En esta absurda fiesta todos andan con la boca abierta, esperando recibir algo de los demás. Quienes han dado están abatidos. Quienes han recibido un regalo no lo retienen, pues el presente se transmite de uno a otro, y quien lo recibió de un inferior se lo da a un superior. El dinero de esta fiesta es tan inestable como el baile de los niños, pues pasa rápidamente de mí a mi vecino. No es más que una nueva forma de soborno y servilismo, que inevitablemente lleva consigo la necesidad. En dicha fiesta, el hombre más eminente y respetable avergüenza a otro para que dé. Una persona de rango inferior pide directamente, y todo va poco a poco a los bolsillos de los hombres más eminentes. Se puede ver algo similar a lo que sucede en la confluencia de las aguas. Allí, un arroyo se funde y mezcla sus aguas con las de otro más grande, y a su vez se pierde en uno aún más caudaloso, y muchos pequeños arroyos unidos se convierten en parte del río vecino, y éste de otro todavía mayor, y así sucesivamente, uno uniéndose a otro, hasta que el último hace reposar las aguas en la profundidad y anchura del mar.

V

Esto se llama erróneamente fiesta, pero está llena de molestias. En ella, salir al aire libre es pesado, y quedarse en casa no es tranquilo, pues los vagabundos comunes y malabaristas, divididos en escuadrones y hordas, rondan casa por casa. En especial asedian con especial persistencia las puertas de los funcionarios públicos, gritando y aplaudiendo hasta que el que está asediado dentro, exhausto, les arroja todo el dinero que tiene, e incluso lo que no es suyo. Estos mendigos, yendo de puerta en puerta, se suceden uno tras otro hasta bien entrada la noche, y no hay alivio para esta molestia. Mientras tanto, la multitud está en la calle, gritando y pérdida.

VI

Tal es esta deliciosa fiesta, fuente de deudas y usura, ocasión de pobreza, principio de desgracias. Si un hombre prospera gracias a su honesta industria, por increíble que parezca, y no por la astucia del usurero, incluso él es arrastrado como quien no ha pagado los impuestos reales, llorando como quien ve confiscados sus bienes y lamentándose como quien cae en manos de ladrones. Dicho hombre es perseguido y azotado, y si en su casa tiene algo para el sustento de su esposa y sus desdichados hijos, lo deja ir y se sienta hambriento con toda su familia en esta gloriosa fiesta. ¡Nueva ley, mala costumbre, que los molestos celebran como una fiesta, y la necesidad del hombre como un festival!

VII

Esta fiesta enseña incluso a los niños pequeños, ingenuos y sencillos, a ser codiciosos, y los acostumbra a ir de casa en casa ofreciendo regalos novedosos, como frutas cubiertas con oropel plateado. A cambio reciben regalos que duplican su valor, y así las tiernas mentes de los jóvenes comienzan a impresionarse con lo comercial y sórdido.

VIII

Respecto a los robustos y honestos agricultores, ¡cuánto les trae esta fiesta! Sobre todo, porque convierte la ciudad, para ellos, en un lugar para evitar en vez de visitar. Quienes huyen de ella, lo hacen con más timidez que liebres de las redes. Quienes se encuentran en ella son azotados por los vicios, y tratados con violencia por la embriaguez. A ellos se les hace la guerra en tiempos de paz, se les escarnece y se les hacen burlas con palabras y hechos. Los más excelentes e ingenuos profetas, e inconfundibles representantes de Dios, se ven obstaculizados en su labor, y nuestros fieles ministros son tratados con insolencia. Así sucede con los que ocupan cargos, así con los pobres, así con los campesinos. Algunos se angustian, algunos murmuran, y la mayoría aprende lo que sería mejor no saber.

IX

Los soldados en armas también se benefician de este festín. En cuanto al dinero, son perdedores, pues ofrecen todo su salario como pago por una sola orgía. En cuanto a modales y hábitos, empeoran, pues aprenden vulgaridades y las prácticas de los comediantes. Su disciplina militar se relaja, y con esa relajación comienzan a burlarse de las leyes en público, cuando ellos deberían ser sus guardianes. También ridiculizan e insultan al augusto gobierno, y suben a un carro como si estuvieran en un escenario, nombrando supuestos lictores y actuando públicamente como bufones. Esta es la parte más noble de su obscenidad, pues el resto de sus acciones ¿cómo mencionarlas? ¿Acaso el campeón, el hombre valiente, el hombre que, armado, era la admiración de sus amigos y el terror de sus enemigos, no se desata la túnica hasta los tobillos, y se ciñe el pecho con un cinto, y usa sandalias de mujer, y se pone un mechón de pelo en la cabeza a la usanza femenina, y hace girar la rueca llena de lana, y con la mano derecha que antaño llevó el trofeo, desenrolla el hilo y, cambiando el tono de su voz, pronuncia sus palabras en el agudo y agudo tono femenino? ¡Estas son las buenas ventajas de la fiesta, estas son las ventajas del festín público de hoy!

X

Los eminentes cónsules, que han alcanzado la cima de las recompensas humanas, gastan en dicha fiesta su dinero en vanidad, desperdiciando grandes sumas sin ningún fin justo, sino para el fruto del pecado. Su insensatez es tan notoria como alto es su trono. En efecto, sentados en muchos tronos humanos, y administrando los más altos cargos del reino, ellos están acostumbrados a tomar sin escatimar, de toda fuente posible, las mayores cantidades posibles. Algunos suelen apropiarse del dinero destinado para soldados pobres, otros venden a menudo la justicia y la verdad, y otros extraen riquezas incalculables de las arcas reales y reúnen con avidez dinero de todas partes, sin desdeñar ninguna fuente de ingresos, por indecorosa o injusta que sea. Ellos alardean de justos en público, pero a escondidas prodigan su oro en aurigas, flautistas desafortunados, bufones, bailarines, afeminados y prostitutas, que ofrecen sus personas en venta al público. Además, malgastan el oro público en gladiadores ensangrentados y desesperados, e incluso en las propias bestias (comprando carne para unas y grano para otras). Todo este dinero público se malgasta pródigamente con un solo objetivo: que sus nombres queden inscritos en los contratos. ¡Qué locura! ¡Qué ceguera! Dios promete escribir en el libro de la vida los nombres de quienes alimentan a los pobres, en libros inmortales e incorruptibles, que "la polilla no consume ni el tiempo destruye". Aprended, pues, oh cónsules, cuál es el libro que perdura, vosotros que consideráis de gran importancia que los notarios escriban vuestros nombres, y que los compradores de esclavos os mencionen, y que os aplaudan los aduladores vulgares. Si no queréis ser malos jueces, y sí jueces de lo verdaderamente útil y ventajoso, dad al mendigo lisiado y no al músico disoluto, dad a la viuda en lugar de a la prostituta, dad a la que se recluye piadosamente y no a la mujer de la calle. Prodigad vuestras ofrendas a las santas vírgenes que cantan salmos a Dios, y aborreced el desvergonzado músico que atrapa al licencioso antes de ser visto. Satisfaced al huérfano, pagad la deuda del pobre, y tendréis gloria eterna. Vosotros vaciáis multitud de bolsas de dinero público en pasatiempos vergonzosos y risas desvergonzadas, sin saber cuántas lágrimas de pobres provocáis ni de quienes habéis obtenido vuestra riqueza. ¡Cuántos han sido encarcelados, cuántos azotados, cuántos han estado a punto de morir atropellados, por proporcionar lo que hoy reciben los bailarines! ¿Y cuál es el fin? Éste mismo: la vanidad. Cuando muráis, una pequeña tumba, y una prenda que vale unos pocos óbolos, amortajarán vuestro pobre cuerpo. Tras un breve olvido, la inevitable experiencia del tiempo ocultará todo lo que ahora anheláis. Tras eso, el juicio de Dios y el inexorable castigo caerá sobre vosotros, por vuestras malas acciones y decisiones.

XI

¿No sucede eso hoy en día, oh cónsules? ¿Acaso no fue uno sorprendido en el repentino levantamiento de una multitud armada, y perdió la cabeza como un malhechor? ¿Y no fue a su muerte montado cómicamente en su carro, como cuando solía regocijarse en su dignidad? Otro cónsul con mando militar, huyendo de la condena pública, pereció miserablemente en las fronteras de Egipto y Libia, terminando finalmente su vida en las arenas, ya que toda la región por la que huyó estaba desolada y deshabitada. ¿Y qué podemos decir de aquel que ahora vive en la región de Cólquida, y que se mantiene vivo sólo por la generosidad de los bárbaros de allí? Hubo otro prefecto que, hombre invencible y valiente como se suponía (¡qué fin tuvo su vida!), primero vio decapitar a su propio hijo, y luego fue él también condenado a muerte. Cuando la soga ya estaba ajustada alrededor de su cuello, empezó a gimotear y pedir clemencia a al pueblo y a la mano del verdugo. Tras obtener esta clemencia, el anciano vivió un corto tiempo más, pero lo hizo con tantas aflicciones y calamidades que decidió él mismo poner fin a su vida desgraciada, poniendo así fin a su augusto consulado. ¿Y aquello otro, tan discutido por hombres y mujeres? ¡Sí, ése, el que el año pasado planeó cosas más grandes que los gigantes! Provenía de las varas de sus amos, pero ascendió tanto que llegó a poseer en sus manos las varas de un cónsul. Adquirió tierras por una cantidad difícil de describir, y al final fue enterrado sólo con lo que los compasivos le dieron. ¿No son todas estas cosas, según el sabio predicador, "vanidad de vanidades"? ¿No son estas vanidades políticas meros engendros visionarios, y sueños infundados, que se deleitan por un momento y poco después se desvanecen, y "florecen y se marchitan"? Este es mi discurso, así que demos gloria al Salvador.