BASILIO DE CESAREA
Hexameron

DISCURSO II

B
La tierra era invisible e inacabada

I

En las pocas palabras precedentes hemos hallado tal profundidad de pensamiento que perdemos la esperanza de profundizar más. Si tal es el atrio del santuario, si el pórtico del templo es tan grandioso y magnífico, si el esplendor de su belleza deslumbra tanto los ojos del alma, ¿qué será el lugar santísimo? ¿Quién se atreverá a intentar acceder a su santuario más íntimo? ¿Quién escudriñará sus secretos? Mirar en él nos está prohibido, y las palabras son incapaces de expresar lo que la mente concibe. Sin embargo, puesto que hay recompensas, y muy deseables, reservadas por el justo Juez sólo para la intención de hacer el bien, no dudemos en continuar nuestras investigaciones. Aunque no alcancemos la verdad, si, con la ayuda del Espíritu, no nos apartamos del significado de las Sagradas Escrituras, no mereceremos ser rechazados y, con la ayuda de la gracia, contribuiremos a la edificación de la Iglesia de Dios. La tierra, dice la Sagrada Escritura, era invisible e inacabada. Los cielos y la tierra fueron creados sin distinción. ¿Cómo es posible, entonces, que los cielos sean perfectos mientras que la tierra aún está sin forma e incompleta? En una palabra, ¿cuál era la condición inacabada de la tierra? ¿Y por qué era invisible? La fertilidad de la tierra es su perfecta terminación; el crecimiento de toda clase de plantas, el brote de árboles altos, tanto productivos como estériles, los dulces aromas y hermosos colores de las flores, y todo aquello que, poco después, a la voz de Dios, brotó de la tierra para embellecerla, su madre universal. Como nada de todo esto existía aún, la Escritura acierta al llamar a la tierra informe. También podríamos decir de los cielos que aún eran imperfectos y no habían recibido su adorno natural, ya que en ese momento no brillaban con la gloria del sol y la luna ni estaban coronados por los coros de las estrellas. Estos cuerpos aún no habían sido creados. Por lo tanto, no te desviarás de la verdad al decir que "los cielos eran informes". La tierra era invisible por dos razones: puede ser porque el hombre, el espectador, aún no existía, o porque, al estar sumergida bajo las aguas que inundaban la superficie, no podía verse, pues las aguas aún no se habían reunido en sus propios lugares, donde Dios después las concentró y les dio el nombre de mares. ¿Qué es invisible? En primer lugar, aquello que nuestro ojo carnal no puede percibir; nuestra mente, por ejemplo; luego, aquello que, visible en su naturaleza, está oculto por algún cuerpo que lo oculta, como el hierro en las profundidades de la tierra. Es en este sentido, por estar oculta bajo las aguas, que la tierra aún era invisible. Sin embargo, como la luz aún no existía, y como la tierra yacía en tinieblas, debido a la oscuridad del aire que la cubría, no debería sorprendernos que por esta razón la Escritura la llame invisible.

II

Los corruptores de la verdad, incapaces de someter su razón a las Sagradas Escrituras, distorsionan a su antojo su significado, pretendiendo que estas palabras signifiquen materia. Pues es materia, dicen, la cual, por su naturaleza, es informe e invisible, siendo por las condiciones de su existencia sin cualidad, forma ni figura. El Artífice, sometiéndola a la obra de su sabiduría, la revistió de una forma, la organizó y así dio existencia al mundo visible. Si la materia es increada, tiene derecho a los mismos honores que Dios, pues debe ser de igual rango que él. ¿No es este el colmo de la maldad que una deformidad extrema, sin calidad, sin forma, figura, fealdad sin configuración, por usar su propia expresión, disfrute de las mismas prerrogativas que él, quien es la sabiduría, el poder y la belleza misma, el Creador y el Demiurgo del universo? Esto no es todo. Si la materia es tan grande como para ser capaz de ser influenciada por toda la sabiduría de Dios, en cierto modo elevaría su hipóstasis a la igualdad con el poder inaccesible de Dios, pues sería capaz de medir por sí misma toda la extensión de la inteligencia divina. Si es insuficiente para las operaciones de Dios, entonces caemos en una blasfemia aún más absurda, pues condenamos a Dios por no ser capaz, debido a la falta de materia, de completar sus propias obras. La pobreza de la naturaleza humana ha engañado a estos razonadores. Cada uno de nuestros oficios se ejerce sobre una materia específica: el arte del herrero sobre el hierro, el del carpintero sobre la madera. En todos ellos, existe el sujeto, la forma y la obra que resulta de la forma. La materia se toma del exterior (el arte da la forma) y la obra se compone a la vez de forma y materia. Tal es la idea que se forman de la obra divina. La forma del mundo se debe a la sabiduría del Artífice supremo; la materia llegó al Creador desde fuera; y así, el mundo tiene un doble origen. Ha recibido del exterior su materia y su esencia, y de Dios su forma y figura. Llegan así a negar que el Dios todopoderoso haya presidido la formación del universo, y pretenden que solo ha aportado una contribución suprema a una obra común, que solo ha contribuido con una pequeña porción a la génesis de los seres: son incapaces, por la degradación de sus razonamientos, de elevar sus miradas a la altura de la verdad. Aquí abajo, las artes son posteriores a la materia, introducidas en la vida por la necesidad indispensable de ellas. La lana existía antes de que el tejido la hiciera suplir una de las imperfecciones de la naturaleza. La madera existía antes de que la carpintería se apoderara de ella, transformándola cada día para satisfacer nuevas necesidades, haciéndonos ver todas las ventajas que se derivan de ella, dando el remo al marinero, el aventador al obrero, la lanza al soldado. Pero Dios, antes de que existieran todas esas cosas que ahora atraen nuestra atención, tras meditar y determinar crear un tiempo inexistente, imaginó el mundo tal como debía ser y creó la materia en armonía con la forma que deseaba darle. Asignó a los cielos la naturaleza adecuada para ellos y dio a la tierra una esencia acorde con su forma. Formó, a su antojo, el fuego, el aire y el agua, y dio a cada uno la esencia que requería el objeto de su existencia. Finalmente, unió todas las diversas partes del universo con vínculos de unión indisoluble y estableció entre ellas una comunión y armonía tan perfectas que las más distantes, a pesar de su distancia, parecían unidas en una simpatía universal. Que renuncien, pues, a sus fabulosas imaginaciones quienes, a pesar de la debilidad de su argumento, pretenden medir un poder tan incomprensible para la razón humana como indecible para la voz humana.

III

Dios "creó los cielos y la tierra", pero no solo la mitad sino con su esencia y con su forma. Pues él no es inventor de figuras, sino creador incluso de la esencia de los seres. Que nos expliquen, además, cómo el poder eficiente de Dios pudo lidiar con la naturaleza pasiva de la materia: esta última proporcionando la materia sin forma, el primero poseyendo la ciencia de la forma sin materia, ambas necesitándose mutuamente: el Creador para desplegar su arte, la materia para dejar de ser sin forma y recibir una forma. Pero detengámonos aquí y volvamos a nuestro tema. La tierra era invisible e inacabada. Al decir "en el principio creó Dios los cielos y la tierra", el escritor sagrado silenció muchas cosas: el agua, el aire, el fuego y sus resultados, que, formando en realidad el verdadero complemento del mundo, fueron, sin duda, creados al mismo tiempo que el universo. Con este silencio, la historia pretende entrenar la actividad de nuestra inteligencia, dándole un punto débil para comenzar, para impulsarla al descubrimiento de la verdad. Así, no se nos habla de la creación del agua; pero, como se nos dice que la tierra era invisible, pregúntate qué pudo haberla cubierto e impedido ser vista. El fuego no pudo ocultarla. El fuego ilumina todo a su alrededor y difunde luz en lugar de oscuridad. Ya no era aire lo que envolvía la tierra. El aire, por naturaleza, es de baja densidad y transparente. Recibe todo tipo de objetos visibles y los transmite a los espectadores. Solo queda una suposición: lo que flotaba en la superficie de la tierra era agua, la esencia fluida que aún no se había confinado a su propio lugar. Así, la tierra no solo era invisible, sino que aún estaba incompleta. Incluso hoy, la humedad excesiva impide su productividad. La misma causa impide, al mismo tiempo, que sea visible y completa, pues el adorno propio y natural de la tierra reside en su plenitud: el grano ondeando en los valles, prados verdes de hierba y ricos en flores multicolores, claros fértiles y cimas sombreadas por bosques. De todo esto, nada se había producido aún; la tierra lo consumía en virtud del poder que había recibido del Creador. Pero esperaba el momento señalado y la orden divina para dar a luz.

IV

"La oscuridad cubría la faz del abismo" (Gn 1,2). Una nueva fuente de fábulas e imaginaciones impías si se distorsiona el sentido de estas palabras a voluntad de la propia imaginación. Estos malvados hombres no entienden por oscuridad lo que significa en realidad: aire no iluminado, la sombra producida por la interposición de un cuerpo, o, en definitiva, un lugar privado de luz por alguna razón. Para ellos, la oscuridad es un poder maligno, o más bien la personificación del mal, que tiene su origen en sí mismo, en oposición y en perpetua lucha con la bondad de Dios. Si Dios es luz, dicen, sin duda el poder que lucha contra él debe ser la oscuridad, la cual no debe su existencia a un origen extraño, sino a un mal que existe por sí mismo. La oscuridad es enemiga de las almas, causa principal de muerte, adversaria de la virtud. Las palabras del profeta, dicen en su error, demuestran que existe y que no proviene de Dios. ¡Qué dogmas perversos e impíos se han inventado a partir de esto! ¡Qué lobos rapaces (Hch 20,29), desgarrando el rebaño del Señor, han surgido de estas palabras para abalanzarse sobre las almas! ¿No es de aquí de donde han surgido los marcionitas y los valentinianos, y la detestable herejía de los maniqueos, que sin equivocarse podrían llamar la pútrida mentalidad de las iglesias? Oh hombre, ¿por qué desviarte tanto de la verdad e imaginarte lo que te llevará a la perdición? La palabra es simple y accesible a todos. La tierra era invisible. ¿Por qué? Porque el abismo se extendía sobre su superficie. ¿Qué es el abismo? Una masa de agua de extrema profundidad. Pero sabemos que podemos ver muchos cuerpos a través del agua clara y transparente. ¿Cómo, entonces, ninguna parte de la tierra apareció a través del agua? Porque el aire que la rodeaba aún estaba sin luz y en oscuridad. Los rayos del sol, al penetrar el agua, a menudo nos permiten ver las piedras que forman el lecho del río, pero en una noche oscura es imposible que nuestra mirada penetre bajo el agua. Así, estas palabras «la tierra era invisible» se explican con las que siguen: el abismo la cubría y estaba en tinieblas. Así, el abismo no es una multitud de poderes hostiles, como se ha imaginado; ni la oscuridad una fuerza maligna soberana enemiga del bien. En realidad, dos principios rivales de igual poder, si se enfrentan sin cesar en una guerra de ataques mutuos, terminarán en autodestrucción. Pero si alguien lograra el dominio, aniquilaría por completo a los conquistados. Así, mantener el equilibrio en la lucha entre el bien y el mal es representarlos como enfrascados en una guerra sin fin y en perpetua destrucción, donde los oponentes son a la vez vencedores y conquistados. Si el bien es más fuerte, ¿qué impide que el mal sea completamente aniquilado? Pero si ese es el caso, cuya sola expresión es impía, me pregunto cómo es que ellos mismos no se llenan de horror al pensar que han imaginado tan abominables blasfemias. Es igualmente impío decir que el mal tiene su origen en Dios, porque lo contrario no puede proceder de su contrario. La vida no engendra la muerte; la oscuridad no es el origen de la luz; la enfermedad no es la creadora de la salud. En los cambios de condiciones hay transiciones de una condición a la contraria; pero en la génesis, cada ser procede de su semejante, y no de su contrario. Si, entonces, el mal no es increado ni creado por Dios, ¿de dónde proviene su naturaleza? Ciertamente, nadie en el mundo negará que el mal existe. ¿Qué diremos entonces? El mal no es una esencia viva y animada; es la condición del alma opuesta a la virtud, desarrollada en los negligentes debido a su alejamiento del bien.

V

No te extravíes, pues, buscando el mal, ni imagines que la maldad tiene una naturaleza original. Cada uno de nosotros, reconozcámoslo, es el primer autor de su propio vicio. Entre los acontecimientos cotidianos de la vida, algunos surgen de forma natural, como la vejez y la enfermedad; otros, por casualidad, como los imprevistos, cuyo origen nos escapa, a menudo tristes, a veces afortunados, como, por ejemplo, el descubrimiento de un tesoro al cavar un pozo o el encuentro con un perro rabioso al ir al mercado. Otros dependen de nosotros, como controlar las propias pasiones o no poner freno a los propios placeres, para dominar la ira, para alzar la mano contra quien nos irrita, para decir la verdad o mentir, para tener un carácter dulce y bien controlado, o para ser feroz, inflado y exaltado por el orgullo. En este caso, tú eres el dueño de tus acciones. No busques la causa que te guíe más allá de ti mismo, sino reconoce que el mal, con razón, no tiene otro origen que nuestras caídas voluntarias. Si fuera involuntario y no dependiera de nosotros mismos, las leyes no aterrorizarían tanto a los culpables, y los tribunales no serían tan inmisericordes al condenar a los miserables según la medida de sus crímenes. Pero basta ya del mal con razón. La enfermedad, la pobreza, la oscuridad, la muerte, en definitiva, todas las aflicciones humanas, no deberían considerarse males, ya que no consideramos entre los mayores beneficios lo que es su opuesto. Entre estas aflicciones, algunas son efecto de la naturaleza, otras han sido, obviamente, para muchos una fuente de beneficio. Guardemos silencio, pues, por un momento sobre estas metáforas y alegorías, y, simplemente siguiendo sin vana curiosidad las palabras de la Sagrada Escritura, extraigamos de la oscuridad la idea que nos da. Con todo, la razón nos pregunta: ¿Se creó la oscuridad con el mundo? ¿Es más antigua que la luz? ¿Por qué, a pesar de su inferioridad, la ha precedido? La oscuridad, respondemos, no existía en esencia; es una condición producida en el aire por la retirada de la luz. ¿Qué es, entonces, esa luz que desapareció repentinamente del mundo, de modo que la oscuridad cubrió la faz del abismo? Si algo hubiera existido antes de la formación de este mundo sensible y perecedero, sin duda concluimos que habría estado en la luz. Los órdenes de ángeles, las huestes celestiales, todas las naturalezas intelectuales, nombradas o no, todos los espíritus ministrantes, no vivían en la oscuridad, sino que disfrutaban de una condición adecuada para ellos en la luz y el gozo espiritual. Nadie contradirá esto; y menos aún aquel que busca la luz celestial como una de las recompensas prometidas a la virtud, la luz que, como dice Salomón, "es siempre luz para los justos", la luz que hizo decir al apóstol, dando gracias al Padre, que "nos hizo aptos para ser partícipes de la herencia de los santos en luz" (Col 1,12). Finalmente, si los condenados son enviados a las tinieblas exteriores, evidentemente aquellos que son hechos dignos de la aprobación de Dios descansan en la luz celestial. Cuando entonces, según el orden de Dios, apareció el cielo, envolviendo todo lo que incluía su circunferencia, un cuerpo vasto e ininterrumpido que separaba las cosas exteriores de las que encerraba, necesariamente mantuvo el espacio interior en oscuridad por falta de comunicación con la luz exterior. De hecho, se necesitan tres cosas para formar una sombra, luz, un cuerpo, un lugar oscuro. La sombra del cielo forma la oscuridad del mundo. Entiendan, les ruego, lo que quiero decir, con un simple ejemplo. Levantando al mediodía una tienda de algún material compacto e impenetrable, y encerrándote en ella en una oscuridad repentina. Supongamos que la oscuridad original fuese así, no subsistiendo directamente por sí misma, sino resultante de causas externas. Si se dice que reposaba sobre el abismo, es porque el extremo del aire toca naturalmente la superficie de los cuerpos; y como en ese momento el agua lo cubría todo, nos vemos obligados a decir que la oscuridad cubría la faz del abismo.

VI

"El Espíritu de Dios se manifestó sobre la faz de las aguas". ¿Acaso este espíritu significa la difusión del aire? El escritor sagrado desea enumerarles los elementos del mundo, decirles que Dios creó los cielos, la tierra, el agua y el aire, y que este último ahora se difundía y se movía; o mejor dicho, lo que es más cierto y está confirmado por la autoridad de los antiguos, al referirse al Espíritu de Dios, se refiere al Espíritu Santo. Es, como se ha señalado, el nombre especial, el nombre por encima de todos los demás, que la Escritura se complace en dar al Espíritu Santo, y siempre por espíritu de Dios se entiende el Espíritu Santo, el Espíritu que completa la divina y bendita Trinidad. Por lo tanto, les resultará mejor interpretarlo en este sentido. ¿Cómo, entonces, se movió el Espíritu de Dios sobre las aguas? La explicación que voy a darles no es original, sino la de un sirio, tan ignorante en la sabiduría de este mundo como versado en el conocimiento de la verdad. Dijo, entonces, que la palabra siríaca era más expresiva, y que, al ser más análoga al término hebreo, se acercaba más al sentido bíblico. Este es el significado de la palabra; por nació, dicen los sirios: cuidaba la naturaleza de las aguas como se ve a un ave cubrir los huevos con su cuerpo y darles fuerza vital con su propio calor. Tal es, en la medida de lo posible, el significado de la expresión "el espíritu nació". Entendamos, pues, que preparó la naturaleza del agua para producir seres vivos: prueba suficiente para quienes preguntan si el Espíritu Santo participó activamente en la creación del mundo.

VII

Dijo Dios: "Sea la luz" (Gn 1,3). La primera palabra de Dios creó la naturaleza de la luz; hizo desaparecer la oscuridad, disipó la penumbra, iluminó el mundo y dio a todos los seres al mismo tiempo un aspecto dulce y gracioso. Los cielos, hasta entonces envueltos en oscuridad, aparecieron con esa belleza que aún presentan a nuestros ojos. El aire se iluminó, o mejor dicho, hizo circular la luz mezclada con su sustancia, y, distribuyendo su esplendor rápidamente en todas direcciones, se dispersó hasta sus límites extremos. Ascendió hasta el mismísimo éter y el cielo. En un instante iluminó toda la extensión del mundo, el norte y el sur, el este y el oeste. Porque el éter también es una sustancia tan sutil y tan transparente que no necesita el espacio de un momento para que la luz lo atraviese. Así como lleva nuestra vista instantáneamente al objeto de visión, así, sin el menor intervalo, con una rapidez inconcebible, recibe estos rayos de luz en sus límites más extremos. Con la luz, el éter se vuelve más agradable y las aguas más límpidas. Estas últimas, no contentas con recibir su esplendor, lo devuelven mediante el reflejo de la luz y en todas direcciones emiten destellos vibrantes. La palabra divina da a cada objeto una apariencia más alegre y atractiva, así como cuando los hombres en las profundidades del mar vierten aceite, aclaran el lugar que los rodea. Así, con una sola palabra y en un instante, el Creador de todas las cosas concedió la bendición de la luz al mundo. "Hágase la luz". La orden fue en sí misma una operación, y se creó un estado de cosas que la mente humana ni siquiera puede imaginar para nuestro disfrute. Debe entenderse bien que cuando hablamos de la voz, de la palabra, del mandato de Dios, este lenguaje divino no significa para nosotros un sonido que escapa de los órganos del habla, una colisión de aire golpeada por la lengua, sino una simple señal de la voluntad de Dios que, si le damos la forma de una orden, sólo sirve para impresionar mejor a las almas a quienes instruimos. Y "vio Dios que la luz era buena" (Gn 1,4). ¿Cómo podemos alabar dignamente la luz después del testimonio dado por el Creador de su bondad? La palabra, incluso entre nosotros, refiere el juicio a los ojos, incapaces de elevarse a la idea de que los sentidos ya han recibido. Pero, si la belleza en los cuerpos resulta de la simetría de las partes y la apariencia armoniosa de los colores, ¿cómo en una esencia simple y homogénea como la luz, puede preservarse esta idea de belleza? ¿No se mostraría menos la simetría en la luz en sus partes que en el placer y deleite al verla? Tal es también la belleza del oro, que no debe a la feliz mezcla de sus partes, sino solo a su hermoso color que tiene un encanto atractivo a los ojos. Así también, la estrella vespertina es la más hermosa de las estrellas: no porque las partes que la componen formen un todo armonioso, sino gracias al brillo puro y hermoso que alcanzan nuestros ojos. Además, cuando Dios proclamó la bondad de la luz, no lo hizo por el encanto de la vista, sino como una previsión para futuras ventajas, porque en aquel entonces aún no había ojos que juzgaran su belleza. Y "Dios separó la luz de las tinieblas" (Gn 1,4). Es decir, Dios les dio naturalezas incapaces de mezclarse, perpetuamente en oposición, y puso entre ellas la mayor distancia y espacio.

VIII

Y "llamó Dios a la luz día, y a las tinieblas las llamó noche" (Gn 1,5). Desde el nacimiento del sol, la luz que difunde en el aire al brillar sobre nuestro hemisferio es el día; y la sombra que produce su desaparición es la noche. Pero en aquel entonces, no fue después del movimiento del sol, sino siguiendo a esta luz primitiva que se extendía en el aire o se retiraba en una medida determinada por Dios, que llegó el día y fue seguido por la noche. Y fue la tarde y la mañana un día (Gn 1,5). La tarde es entonces el límite común al día y a la noche; y de la misma manera la mañana constituye la aproximación de la noche al día. Fue para dar al día los privilegios de antigüedad que la Escritura puso el final del primer día antes del de la primera noche, porque la noche sigue al día: porque, antes de la creación de la luz, el mundo no estaba en la noche, sino en la oscuridad. Es lo opuesto del día que fue llamado noche, y no recibió su nombre hasta después del día. Así fueron creadas la tarde y la mañana. La Escritura significa el espacio de un día y una noche, y después ya no dice día y noche, sino que los llama a ambos bajo el nombre del más importante: una costumbre que encontrará en toda la Escritura. En todas partes la medida del tiempo se cuenta por días, sin mención de las noches. Los días de nuestros años, dice el salmista. Pocos y malos han sido "los días de los años de mi vida" (Gn 47,9), dijo Jacob, y en otra parte "todos los días de mi vida". Así, bajo la forma de la historia, se establece la ley para lo que sigue. Y la tarde y la mañana fueron un solo día. ¿Por qué la Escritura dice que el primer día fue un solo día? Antes de hablarnos del segundo, el tercero y el cuarto día, ¿no habría sido más natural llamar al primero que inició la serie? Si, por lo tanto, dice que fue un solo día, es por el deseo de determinar la medida del día y la noche, y de combinar el tiempo que contienen. Ahora bien, veinticuatro horas llenan el espacio de un día (nos referimos a un día y una noche); y si, en el momento de los solsticios, no tienen la misma duración, el tiempo que marca la Escritura no limita menos su duración. Es como si dijera: veinticuatro horas miden el espacio de un día, o que, en realidad, un día es el tiempo que tarda el cielo, partiendo de un punto, en regresar a él. Así, cada vez que, en la revolución del sol, la tarde y la mañana ocupan el mundo, su sucesión periódica nunca excede el espacio de un día. Pero ¿debemos creer en una razón misteriosa para esto? Dios, que creó la naturaleza del tiempo, la midió y la determinó por intervalos de días; y, queriendo darle una semana como medida, ordenó que la semana girara de período en período sobre sí misma, para contar el movimiento del tiempo, formando la semana de un día que gira siete veces sobre sí misma: un círculo propio comienza y termina en sí mismo. Tal es también el carácter de la eternidad: girar sobre sí misma y no terminar en ninguna parte. Si, entonces, el comienzo del tiempo se llama un día en lugar del primer día, es porque la Escritura desea establecer su relación con la eternidad. Era, en realidad, apropiado y natural llamar uno al día cuyo carácter es ser uno completamente separado y aislado de todos los demás. Si la Escritura nos habla de muchas eras, diciendo en todas partes, era de eras, y eras de eras, no la vemos enumerarlas como primera, segunda y tercera. De ello se sigue que aquí se nos muestran no tanto límites, fines y sucesión de eras, como distinciones entre varios estados y modos de acción. El día del Señor, dice la Escritura, "es grande y muy terrible" (Jl 2,11), así que: "¡Ay de vosotros que deseáis el día del Señor! ¿Para qué os sirve? El día del Señor es tinieblas, y no luz" (Am 5,18). Un día de tinieblas para los que son dignos de tinieblas. No; este día sin tarde, sin sucesión y sin fin no es desconocido para la Escritura, y es el día que el salmista llama el octavo día, porque está fuera de este tiempo de semanas. Así, ya sea que lo llames día o eternidad, expresas la misma idea. Llama a este estado día; no hay varios, sino uno solo. Si lo llamas eternidad, sigue siendo único y no múltiple. Así, para que puedas proyectar tus pensamientos hacia una vida futura, la Escritura marca con la palabra uno el día que es símbolo de la eternidad, la primicia de los días, el contemporáneo de la luz, el santo día del Señor honrado por la Resurrección de nuestro Señor. Y la tarde y la mañana fueron un solo día. Pero, mientras converso con ustedes sobre la primera tarde del mundo, la tarde me sorprende y pone fin a mi discurso. Que el Padre de la luz verdadera, que ha adornado el día con luz celestial, que ha hecho brillar el fuego que nos ilumina durante la noche, que nos reserva en la paz de una era futura una luz espiritual y eterna, ilumine sus corazones en el conocimiento de la verdad, los guarde de tropiezos y les conceda que puedan caminar honestamente como en el día (Rm 13,13). Así brillarán como el sol en medio de la gloria de los santos, y yo me gloriaré en ustedes en el día de Cristo.