BASILIO DE CESAREA
Hexameron
DISCURSO I
A
En el principio hizo Dios los cielos y la tierra
I
Es justo que, quien comience a narrar la formación del mundo, comience por el buen orden que reina en las cosas visibles. Voy a hablar de la creación del cielo y la tierra, la cual no fue espontánea (como algunos han imaginado) sino que tuvo su origen en Dios. ¿Qué oído es digno de escuchar semejante relato? ¡Con cuánta vehemencia debería prepararse el alma para recibir tan elevadas lecciones! ¡Cuán pura debería estar de afectos carnales, cuán despejada de las inquietudes mundanas, cuán activa y ardiente en sus investigaciones, cuán ansiosa por encontrar en su entorno una idea de Dios que sea digna de él! No obstante, antes de sopesar la justicia de estas observaciones, y antes de examinar todo el sentido que encierran estas pocas palabras, veamos quién nos las dirige. A pesar de que la debilidad de nuestra inteligencia no nos permite penetrar en la profundidad de los pensamientos del escritor, nos veremos involuntariamente impulsados a dar fe a sus palabras, por la fuerza de su autoridad. En concreto, fue Moisés quien ha compuesto esta historia extremadamente bella. Fue Moisés, a quien la hija del faraón adoptó; quien recibió de ella una educación real, y que tuvo como maestros a los sabios de Egipto. Fue Moisés, quien desdeñó la pompa de la realeza y, para compartir la humilde condición de sus compatriotas, prefirió ser perseguido con el pueblo de Dios antes que disfrutar de los fugaces deleites del pecado. Fue Moisés, quien recibió de la naturaleza tal amor a la justicia que, incluso antes de que le fuera confiado el liderazgo del pueblo de Dios, se vio impulsado, por un horror natural al mal, a perseguir a los malhechores hasta el punto de castigarlos con la muerte. Fue Moisés, quien, desterrado por aquellos de quienes había sido benefactor, se apresuró a escapar de los tumultos de Egipto y se refugió en Etiopía, viviendo allí lejos de sus ocupaciones anteriores y pasando cuarenta años en la contemplación de la naturaleza. Fue Moisés, quien a la edad de 80 años vio a Dios, hasta donde es posible para el hombre verlo. O mejor dicho, como nunca antes le había sido concedido al hombre verlo, según el testimonio de Dios mismo: "Si hay un profeta entre vosotros, yo, el Señor, me manifestaré a él en una visión y le hablaré en sueños". Fue Moisés, a quien Dios juzgó digno de contemplarlo cara a cara, como los ángeles, quien nos imparte lo que ha aprendido de Dios. Escuchemos, pues, estas palabras de verdad, escritas no con las seductoras palabras de la sabiduría humana (1Cor 2,4) sino por el dictado del Espíritu Santo. Son palabras destinadas a producir no el aplauso de quienes las escuchan, sino la salvación de aquellos que son instruidos por ellos.
II
"En el principio, Dios creó el cielo y la tierra" (Gn 1,1). Me quedo paralizado de admiración ante este pensamiento. ¿Qué diré primero? ¿Dónde comenzaré mi relato? ¿Mostraré la vanidad de los gentiles? ¿Exaltaré la verdad de nuestra fe? Los filósofos griegos se han esforzado mucho por explicar la naturaleza, y ninguno de sus sistemas ha permanecido firme e inquebrantable, siendo cada uno derribado por su sucesor. Es vano refutarlos; se bastan por sí mismos para destruirse mutuamente. Aquellos que eran demasiado ignorantes para llegar al conocimiento de un Dios, no podían aceptar que una causa inteligente presidiera el nacimiento del universo; un error fundamental que les acarreó tristes consecuencias. Algunos recurrieron a principios materiales y atribuyeron el origen del universo a los elementos del mundo. Otros imaginaron que los átomos, los cuerpos indivisibles, las moléculas y los conductos, forman, por su unión, la naturaleza del mundo visible. Los átomos al reunirse o separarse producen nacimientos y muertes, y los cuerpos más duraderos solo deben su consistencia a la fuerza de su adhesión mutua: ¡una verdadera telaraña tejida por estos escritores que dan al cielo, a la tierra y al mar un origen tan débil y tan poca consistencia! Es porque no supieron cómo decir "en el principio Dios creó el cielo y la tierra". Engañados por su ateísmo inherente, les pareció que nada gobernaba ni regía el universo, y que todo estaba entregado al azar. Para protegernos de este error, el escritor sobre la creación, desde las primeras palabras, ilumina nuestro entendimiento con el nombre de Dios, y diciendo: "En el principio Dios creó". ¡Qué orden tan glorioso! Primero establece un principio, para que no se suponga que el mundo nunca tuvo un principio. Luego agrega creado, para mostrar que lo que fue hecho fue una parte muy pequeña del poder del Creador. De la misma manera que el alfarero, después de haber hecho con igual esfuerzo un gran número de vasijas, no ha agotado ni su arte ni su talento. Así pues, el Creador del universo, cuyo poder creador, lejos de limitarse a un solo mundo, podía extenderse hasta el infinito, sólo necesitaba el impulso de su voluntad para traer a la existencia las inmensidades del mundo visible. Si, pues, el mundo tiene un principio, y si ha sido creado, indagad quién le dio ese principio, y quién fue el Creador: o mejor aún, por temor a que los razonamientos humanos os desvíen de la verdad, Moisés se anticipó a la indagación grabando en nuestros corazones, como sello y salvaguardia, el temible nombre de Dios. Él es la naturaleza benéfica, la bondad sin medida, objeto digno de amor para todos los seres dotados de razón, la belleza más deseable, el origen de todo lo existente, la fuente de la vida, la luz intelectual, la sabiduría impenetrable; es él quien en el principio creó el cielo y la tierra.
III
Oh, hombre, no te imagines que el mundo visible no tiene principio. Y no creas que, como los cuerpos celestes se mueven en círculo, y es difícil para nuestros sentidos definir el punto donde comienza el círculo, los cuerpos impulsados por un movimiento circular carecen, por naturaleza, de principio. Sin duda, el círculo (me refiero a la figura plana descrita por una sola línea) está más allá de nuestra percepción, y nos es imposible determinar dónde comienza o dónde termina; pero no por ello debemos creer que no tiene principio. Aunque no lo percibamos, en realidad comienza en algún punto donde el dibujante ha comenzado a dibujarlo a un radio determinado desde el centro. Así pues, viendo que las figuras que se mueven en círculo siempre vuelven sobre sí mismas, sin interrumpir ni un instante la regularidad de su curso, no te imagines vanamente que el mundo no tiene principio ni fin. Porque "la forma de este mundo pasará" (1Cor 7,31) y "el cielo y la tierra pasarán" (Mt 24,35). Los dogmas del fin y de la renovación del mundo se anuncian de antemano en estas breves palabras que encabezan la historia inspirada. En el principio, Dios creó. Lo que comenzó en el tiempo está condenado a terminar en el tiempo. Si hubo un principio, no dudes del fin. ¿De qué sirven entonces los cálculos aritméticos, el estudio de los sólidos y la famosa astronomía, esta laboriosa vanidad, si quienes los practican imaginan que este mundo visible es coeterno con el Creador de todas las cosas, con Dios mismo; si atribuyen a este mundo limitado, que tiene un cuerpo material, la misma gloria que a la naturaleza incomprensible e invisible; si no pueden concebir que un todo, cuyas partes están sujetas a la corrupción y al cambio, deba necesariamente terminar sometiéndose al destino de sus partes? Pero se han vuelto vanos en sus imaginaciones y su necio corazón se ha oscurecido. Profesando ser sabios, se han vuelto necios (Rm 1,21-22). Algunos han afirmado que el cielo coexiste con Dios desde toda la eternidad; otros que es Dios mismo sin principio ni fin, y la causa del ordenamiento particular de todas las cosas.
IV
Un día, sin duda, su terrible condena será aún mayor a causa de toda esta sabiduría mundana, ya que, al ver con tanta claridad las ciencias vanas, han cerrado voluntariamente los ojos al conocimiento de la verdad. Estos hombres que miden las distancias de las estrellas y las describen, tanto las del norte, siempre brillantes a nuestra vista, como las del polo sur, visibles para los habitantes del sur, pero desconocidas para nosotros; que dividen la zona norte y el círculo del zodíaco en infinitas partes, que observan con exactitud el curso de las estrellas, sus posiciones fijas, sus declinaciones, su retorno y el tiempo que cada una tarda en dar su vuelta; estos hombres, digo, lo han descubierto todo menos una cosa: que Dios es el Creador del universo y el Juez justo que recompensa todas las acciones de la vida según sus méritos. No han sabido aceptar la idea de la consumación de todas las cosas, la consecuencia de la doctrina del juicio, ni comprender que el mundo debe cambiar si las almas pasan de esta vida a una nueva. En realidad, así como la naturaleza de la vida presente presenta una afinidad con este mundo, en la vida futura nuestras almas disfrutarán mucho conforme a su nueva condición. Pero están tan lejos de aplicar estas verdades, que no hacen más que reírse cuando les anunciamos el fin de todas las cosas y la regeneración de los tiempos. Dado que el principio precede naturalmente a lo que de él se deriva, el escritor, necesariamente, al hablarnos de cosas que tuvieron su origen en el tiempo, pone al principio de su narración estas palabras: "En el principio creó Dios".
V
Parece, en efecto, que incluso antes de este mundo existía un orden de cosas del cual nuestra mente puede formarse una idea, pero del cual no podemos decir nada, porque es un tema demasiado elevado para hombres que son apenas principiantes y aún bebés en el conocimiento. El nacimiento del mundo fue precedido por una condición de cosas adecuada para el ejercicio de poderes sobrenaturales, superando los límites del tiempo eterno e infinito. El Creador y demiurgo del universo perfeccionó sus obras en él, luz espiritual para la felicidad de todos los que aman al Señor, naturalezas intelectuales e invisibles, todo el orden ordenado de inteligencias puras que están más allá del alcance de nuestra mente y de quienes ni siquiera podemos descubrir los nombres. Llenan la esencia de este mundo invisible, como nos enseña Pablo. Porque "por él fueron creadas todas las cosas que están en el cielo y en la tierra, visibles e invisibles, ya sean tronos, dominios, principados o potestades" (Col 1,16), virtudes, huestes de ángeles o dignidades de arcángeles. A este mundo finalmente fue necesario añadir un nuevo mundo, a la vez escuela y lugar de formación donde se educaran las almas humanas, y hogar para los seres destinados a nacer y morir. Así se creó, de una naturaleza análoga a la de este mundo y a la de los animales y plantas que lo habitan, la sucesión del tiempo, siempre avanzando y desapareciendo, sin detenerse jamás en su curso. ¿No es esta la naturaleza del tiempo, donde el pasado ya no existe, el futuro no existe y el presente se escapa antes de ser reconocido? Y así es también la naturaleza de la criatura que vive en el tiempo, condenada a crecer o perecer sin descanso y sin una estabilidad segura. Por lo tanto, es apropiado que los cuerpos de los animales y las plantas, obligados a seguir una especie de corriente, y arrastrados por el movimiento que los lleva al nacimiento o a la muerte, vivan en un entorno cuya naturaleza concuerda con la de seres sujetos a cambio. Así, el escritor que sabiamente nos habla del nacimiento del universo no deja de poner estas palabras al comienzo de la narración: "En el principio Dios creó". Es decir, en el principio de los tiempos. Por lo tanto, si hace aparecer el mundo en el principio, no prueba que su nacimiento haya precedido al de todas las demás cosas creadas. Sólo pretende decirnos que, después del mundo invisible e intelectual, comenzó a existir el mundo visible, el mundo de los sentidos. El primer movimiento se llama comienzo. Hacer lo correcto es el comienzo del buen camino. Las acciones justas son verdaderamente los primeros pasos hacia una vida feliz. De nuevo, llamamos comienzo a la parte esencial y primera de la que procede algo, como los cimientos de una casa, la quilla de una embarcación; es en este sentido que se dice: "El temor del Señor es el principio de la sabiduría" (Prov 9,10), lo que significa que la piedad es, por así decirlo, la base y el fundamento de la perfección. El arte es también el comienzo de las obras de los artistas; la habilidad de Bezaleel comenzó el adorno del tabernáculo. A menudo, incluso el bien, que es la causa final, es el comienzo de las acciones. Así, la aprobación de Dios es el comienzo de la limosna, y el fin reservado para nosotros en las promesas, el comienzo de todos los esfuerzos virtuosos.
VI
Siendo tales los diferentes sentidos del término principio, vean si no tenemos aquí todos los significados. Pueden conocer la época en que comenzó la formación de este mundo; si, ascendiendo al pasado, se esfuerzan por descubrir el primer día. Así descubrirán cuál fue el primer movimiento del tiempo; luego, que la creación de los cielos y de la tierra fueron como el fundamento y la base, y después, que una razón inteligente, como indica la palabra principio, presidía el orden de las cosas visibles. Finalmente, descubrirán que el mundo no fue concebido por casualidad ni sin razón, sino con un fin útil y para el gran beneficio de todos los seres, ya que es realmente la escuela donde las almas racionales se ejercitan, el campo de entrenamiento donde aprenden a conocer a Dios; ya que mediante la visión de las cosas visibles y sensibles, la mente es conducida, como por una mano, a la contemplación de las cosas invisibles. Porque, como dice el apóstol, las cosas invisibles de él desde la creación del mundo se ven claramente, siendo entendidas por las cosas creadas (Rm 1,20). Quizás estas palabras ("en el principio creó Dios") signifiquen el momento rápido e imperceptible de la creación. El principio, en efecto, es algo indivisible e instantáneo. El principio del camino aún no es el camino, y el de la casa aún no es la casa; así que el principio del tiempo aún no es tiempo y ni siquiera la más mínima partícula de él. Si alguien nos dice que el principio es un tiempo, debería entonces, como bien sabe, someterlo a la división del tiempo: un principio, un medio y un fin. Ahora bien, es ridículo imaginar un principio de un principio. Además, si dividimos el principio en dos, hacemos dos en lugar de uno, o más bien hacemos varios, realmente hacemos un infinito, porque todo lo que se divide es divisible hasta el infinito. Así pues, si se dice "en el principio Dios creó", es para enseñarnos que, por voluntad de Dios, el mundo surgió en menos de un instante, y para transmitir este significado con mayor claridad, otros intérpretes han dicho "Dios creó sumariamente". Es decir, todo de una vez y en un instante. Pero basta ya sobre el principio, aunque sólo sea para destacar algunos puntos entre muchos.
VII
Entre las artes, algunas tienen como objetivo la producción, otras la práctica, otras la teoría. El objeto de estas últimas es el ejercicio del pensamiento, el de las segundas, el movimiento del cuerpo. Si cesa, todo se detiene; no se ve nada más. Así, la danza y la música no tienen nada detrás; no tienen otro objeto que ellas mismas. En las artes creativas, por el contrario, la obra perdura después de la operación. Así es la arquitectura; así son las artes que trabajan la madera, el latón y el tejido, todas aquellas que, incluso cuando el artesano ha desaparecido, sirven para mostrar una inteligencia laboriosa y para hacer que el arquitecto, el artesano del latón o el tejedor sean admirados por su trabajo. Así, pues, para mostrar que el mundo es una obra de arte expuesta a la contemplación de todos; para que conozcan a Aquel que lo creó, Moisés no usa otra palabra. En el principio, dice que "Dios creó". No dice que Dios obró, que Dios formó, sino que "Dios creó". Entre quienes han imaginado que el mundo coexistió con Dios desde la eternidad, muchos han negado que fue creado por Dios, pero afirman que existe espontáneamente, como la sombra de este poder. Dios, dicen, es la causa, pero una causa involuntaria, como el cuerpo es la causa de la sombra y la llama es la causa del brillo. Es para corregir este error que el profeta afirma, con tanta precisión: "En el principio, Dios creó". No hizo de la cosa en sí la causa de su existencia. Siendo bueno, hizo de ella una obra útil. Siendo sabio, hizo de ella todo lo que era más bello. Siendo poderoso, la hizo muy grande. Moisés casi nos muestra el dedo del artesano supremo tomando posesión de la sustancia del universo, formando las diferentes partes en un acuerdo perfecto y haciendo que del todo resulte una sinfonía armoniosa. En el principio, Dios creó el cielo y la tierra. Al nombrar los dos extremos, sugiere la sustancia del mundo entero, otorgando al cielo el privilegio de la antigüedad y colocando a la tierra en segundo lugar. Todos los seres intermedios fueron creados al mismo tiempo que las extremidades. Así, aunque no se mencionan los elementos fuego, agua y aire, imagina que todos estuvieran compuestos, y encontrarás agua, aire y fuego en la tierra. Pues el fuego brota de las piedras; el hierro extraído de la tierra produce fuego en abundancia por fricción. ¡Un hecho maravilloso! El fuego encerrado en los cuerpos acecha allí oculto sin dañarlos, pero tan pronto como se libera, consume lo que hasta entonces lo ha preservado. La tierra contiene agua, como nos enseñan los cavadores de pozos. También contiene aire, como lo demuestran los vapores que exhala bajo el calor del sol cuando está húmeda. Ahora bien, como según su naturaleza, el cielo ocupa la posición más alta y la tierra la más baja en el espacio (de hecho, se observa que todo lo ligero asciende hacia el cielo, y las sustancias pesadas caen al suelo); como la altura y la profundidad son los puntos más opuestos entre sí, basta mencionar las partes más distantes para indicar la inclusión de todo lo que llena el espacio intermedio. No pidas, pues, una enumeración de todos los elementos; adivina, a partir de lo que indica la Sagrada Escritura, todo lo que se pasa por alto.
VIII
Si quisiéramos descubrir la esencia de cada uno de los seres que se ofrecen a nuestra contemplación, o que llegan a nuestros sentidos, nos veríamos arrastrados a largas digresiones, y la solución del problema requeriría más palabras de las que poseo para examinarlo a fondo. Dedicar tiempo a estos puntos no resultaría para la edificación de la Iglesia. Sobre la esencia de los cielos, nos contentamos con lo que dice Isaías, pues, en lenguaje sencillo, nos da una idea suficiente de su naturaleza, cuando dice: "El cielo se hizo como humo". Es decir, Dios creó una sustancia sutil, sin solidez ni densidad, a partir de la cual formaría los cielos. En cuanto a su forma, nos contentamos con el lenguaje del mismo profeta, al alabar a Dios que extiende los cielos como una cortina y los despliega como una tienda para morar. De igual manera, en cuanto a la tierra, decidamos no atormentarnos intentando descubrir su esencia, ni cansar nuestra razón buscando la sustancia que oculta. No busquemos una naturaleza carente de cualidades por las condiciones de su existencia, sino que sepamos que todos los fenómenos con los que la vemos revestida se refieren a las condiciones de su existencia y completan su esencia. Intentad eliminar con la razón cada una de sus cualidades, y no llegaréis a nada. Eliminad la negrura, el frío, el peso, la densidad, las cualidades relacionadas con el sabor, en una palabra, todo lo que vemos en ella, y la sustancia se desvanece. Si te pido que abandones estas vanas preguntas, no esperaré que intentes encontrar el punto de apoyo de la tierra. La mente se tambalearía al ver cómo sus razonamientos se pierden sin fin. ¿Dices que la tierra reposa sobre un lecho de aire? ¿Cómo puede, entonces, esta sustancia blanda, sin consistencia, resistir el enorme peso que la oprime? ¿Cómo es que no se desliza en todas direcciones, para evitar el peso que se hunde, y se extiende sobre la masa que la abruma? ¿Supones que el agua es el fundamento de la tierra? Siempre tendrás que preguntarte entonces cómo es que un cuerpo tan pesado y opaco no atraviesa el agua; cómo una masa de tal peso se sostiene por una naturaleza más débil que ella. Entonces deberás buscar una base para las aguas, y te resultará muy difícil decir sobre qué reposa el agua misma.
IX
¿Supones que un cuerpo más pesado impide que la tierra caiga al abismo? Entonces debes considerar que este soporte necesita un soporte para evitar caer. ¿Podemos imaginar uno? Nuestra razón exige de nuevo otro soporte, y así caeremos en el infinito, imaginando siempre una base para la base que ya hemos encontrado. Y cuanto más avanzamos en este razonamiento, mayor fuerza estamos obligados a dar a esta base, para que pueda soportar toda la masa que pesa sobre ella. Pon, pues, un límite a tu pensamiento, para que tu curiosidad por investigar lo incomprensible no incurra en los reproches de Job, y no te pregunte: ¿Sobre qué están cimentados sus cimientos? (Job 38,6). Si alguna vez escuchas en los salmos "yo sostengo sus pilares", ve en estos pilares el poder que la sostiene. Porque ¿qué significa este otro pasaje: "Él la ha fundado sobre el mar", sino que el agua se extiende por toda la tierra? ¿Cómo puede entonces el agua, el fluido que fluye por cada declive, permanecer suspendida sin fluir jamás? No te das cuenta de que la idea de la tierra suspendida por sí misma plantea a tu razón una dificultad similar, pero aún mayor, ya que por naturaleza es más pesada. Pero admitamos que la tierra reposa sobre sí misma, o digamos que cabalga sobre las aguas, debemos permanecer fieles al pensamiento de la verdadera religión y reconocer que todo se sustenta en el poder del Creador. Respondámonos, pues, a nosotros mismos, y respondamos a quienes nos preguntan sobre qué soporte reposa esta enorme masa: "En sus manos están los confines de la tierra". Es una doctrina tan infalible para nuestra propia información como provechosa para nuestros oyentes.
X
Hay investigadores de la naturaleza que, con gran despliegue de palabras, justifican la inmovilidad de la Tierra. Situada, dicen, en el centro del universo y al no poder inclinarse más hacia un lado que hacia el otro porque su centro está siempre a la misma distancia de la superficie, necesariamente reposa sobre sí misma; ya que un peso que es igual en todas partes no puede inclinarse hacia ninguno de los lados. No es, prosiguen, casualidad ni casualidad que la Tierra ocupe el centro del universo. Es su posición natural y necesaria. Como el cuerpo celeste ocupa el extremo superior del espacio, argumentan que todos los cuerpos pesados que podemos suponer que han caído desde estas regiones elevadas serán arrastrados desde todas las direcciones hacia el centro, y el punto hacia el que tienden las partes será evidentemente aquel hacia el que se unirá toda la masa. Si las piedras, la madera, todos los cuerpos terrestres, caen de arriba hacia abajo, este debe ser el lugar propio y natural de toda la Tierra. Si, por el contrario, un cuerpo ligero se separa del centro, es evidente que ascenderá hacia las regiones superiores. Así, los cuerpos pesados se mueven de arriba abajo, y siguiendo este razonamiento, el fondo no es otro que el centro del mundo. No te sorprendas, entonces, de que el mundo nunca caiga: ocupa el centro del universo, su lugar natural. Por necesidad, está obligado a permanecer en su lugar, a menos que un movimiento contrario a la naturaleza lo desplace. Si hay algo en este sistema que te parezca probable, mantén tu admiración por la fuente de tan perfecto orden, por la sabiduría de Dios. Los grandes fenómenos no nos impresionan menos cuando hemos descubierto algo de su maravilloso mecanismo. ¿Es diferente aquí? En cualquier caso, prefiramos la simplicidad de la fe a las demostraciones de la razón.
XI
Podríamos decir lo mismo de los cielos. ¡Con qué alboroto verbal los sabios de este mundo han discutido su naturaleza! Algunos han dicho que el cielo se compone de cuatro elementos tangibles y visibles, y que está hecho de tierra por su poder de resistencia, de fuego por su impacto visual, y de aire y agua por su mezcla. Otros han rechazado este sistema por improbable e introducido en el mundo, para formar los cielos, un quinto elemento según su propia invención. Existe, dicen, un cuerpo etéreo que no es ni fuego, ni aire, ni tierra, ni agua; en una palabra, un cuerpo simple. Estos cuerpos simples tienen su propio movimiento natural en línea recta: los cuerpos ligeros hacia arriba y los cuerpos pesados hacia abajo; ahora bien, este movimiento ascendente y descendente no es lo mismo que el movimiento circular; existe la mayor diferencia posible entre el movimiento recto y el circular. Por lo tanto, se deduce que los cuerpos cuyo movimiento es tan diverso también deben variar en su esencia. Pero ni siquiera es posible suponer que los cielos estén formados por cuerpos primitivos que llamamos elementos, porque la unión de fuerzas contrarias no podría producir un movimiento uniforme y espontáneo, cuando cada uno de los cuerpos simples recibe un impulso diferente de la naturaleza. Por lo tanto, es una labor mantener los cuerpos compuestos en continuo movimiento, porque es imposible armonizar ni siquiera uno de sus movimientos con todos los que están en discordia; pues lo propio de la partícula ligera está en conflicto con lo de una más pesada. Si intentamos elevarnos, nos detiene el peso del elemento terrestre; si nos precipitamos, violamos la parte ígnea de nuestro ser al arrastrarla contra su naturaleza. Ahora bien, esta lucha de los elementos produce su disolución. Un cuerpo violentado y que se opone a la naturaleza, tras una breve pero enérgica resistencia, pronto se disuelve en tantas partes como elementos tenía, volviendo cada una de las partes constituyentes a su lugar natural. Es la fuerza de estas razones, dicen los inventores del quinto tipo de cuerpo para la génesis del cielo y las estrellas, lo que los obligó a rechazar el sistema de sus predecesores y a recurrir a su propia hipótesis. Pero surge otro excelente orador que dispersa y destruye esta teoría para dar predominio a una idea de su propia invención. No nos dejemos llevar por ellos por miedo a caer en frivolidades similares; dejémoslos que se refute uno al otro, y, sin inquietarnos por la esencia, digamos con Moisés que Dios creó los cielos y la tierra. Glorifiquemos al Artífice supremo por todo lo que fue hecho sabia y hábilmente; por la belleza de las cosas visibles elevémonos a Aquel que está por encima de toda belleza; por la grandeza de los cuerpos, sensibles y limitados en su naturaleza, concibamos al Ser infinito cuya inmensidad y omnipotencia superan todos los esfuerzos de la imaginación. Porque, aunque ignoramos la naturaleza de las cosas creadas, los objetos que por todos lados atraen nuestra atención son tan maravillosos, que la mente más penetrante no puede alcanzar el conocimiento del más pequeño de los fenómenos del mundo, ya sea para dar una explicación adecuada de él o para rendir la debida alabanza al Creador.