ATANASIO DE ALEJANDRÍA
Sobre la Huida
I
Las acusaciones arrianas contra Atanasio
He oído que Leoncio, que está en Antioquía, y que Narciso, de la ciudad de Nerón, y Jorge, que está en Laodicea, y los arrianos que están con ellos, están difundiendo muchos informes calumniosos sobre mí, acusándome de cobardía, porque cuando me buscaron no me entregué en sus manos.
En cuanto a sus imputaciones y calumnias, hay muchas cosas que podría escribir, que ni siquiera ellos son capaces de negar, y que todos los que han visto sus procedimientos saben que son ciertas. Sin embargo, no seré persuadido a darles ninguna respuesta, excepto recordarles las palabras de nuestro Señor y la declaración del apóstol: que "la mentira es obra del diablo", y que "los difamadores no heredarán el reino de Dios". Esto será suficiente para demostrar que ni sus pensamientos ni sus palabras son según el evangelio, sino que, según su propio placer, todo lo que ellos desean, eso creen que es bueno.
II
Las malas intenciones de estas acusaciones
Puesto que los arrianos pretenden acusarme de cobardía, es necesario que escriba algo, para que quede probado que son hombres de mente malvada, que no han leído las Sagradas Escrituras o, si las han leído, no creen en la inspiración divina de los oráculos que contienen. Si creyeran esto, no se atreverían a obrar en contra de ellas, ni a imitar la malicia de los judíos que mataron al Señor. Porque, habiéndoles dado Dios un mandamiento ("honra a tu padre y a tu madre", y "el que maldiga a su padre o a su madre, muera de muerte"; Mt 15,4), ese pueblo estableció una ley contraria, cambiando el honor en deshonra y enajenando para otros usos el dinero que los hijos debían a sus padres. Y aunque habían leído lo que hizo David, actuaron en contra de su ejemplo, y acusaron a los inocentes de arrancar espigas y frotarlas con las manos en el día de reposo.
No es que se preocuparan ni de las leyes ni del sábado (pues en ese día eran culpables de mayores transgresiones de la ley), sino que, siendo de mente malvada, les negaron a los discípulos el camino de la salvación y desearon que sus propias nociones privadas tuvieran la preeminencia exclusiva. Sin embargo, han recibido el pago de su iniquidad, habiendo dejado de ser una nación santa, y siendo contados de ahora en adelante como los gobernantes de Sodoma y como el pueblo de Gomorra (Is 1,10-11). Estos hombres, no menos que aquellos, me parece que ya han recibido su castigo en su ignorancia de su propia necedad.
Dichos arrianos no entienden lo que dicen, sino que creen saber cosas que ignoran, mientras que el único conocimiento que hay en ellos es para hacer el mal y tramar planes cada vez más perversos, día tras día. Así pues, nos reprochan nuestra actual huida, mas no por causa de la virtud (como si quisieran que mostráramos hombría al presentarnos), sino que, llenos de malicia, fingen esto y zumban por todos lados que tal es el caso, pensando tontamente que, si por miedo nos despojamos de sus insultos, nos veremos obligados a entregarnos a ellos.
Esto es lo que ellos desean, y para lograrlo recurren a toda clase de artimañas. Se hacen pasar por amigos, mientras buscan a los enemigos. Lo hacen con el fin de saciarse de nuestra sangre, y de paso quitarnos del medio, porque siempre nos hemos opuesto, y todavía nos oponemos, a su impiedad, y refutamos y tachamos su herejía.
III
Otros ultrajes arrianos contra los obispos
¿A quién han perseguido y apresado los arrianos, sin insultarlo y ofenderlo a su antojo? ¿A quién han buscado y encontrado, sin tratarlo de tal manera que haya muerto de muerte miserable o haya sido maltratado de todas las maneras? Cualquiera que parezca que hacen los magistrados, es obra suya; y los demás son simplemente instrumentos de su voluntad y maldad. En consecuencia, ¿dónde hay un lugar que no tenga algún recuerdo de su malicia? ¿Quién se ha opuesto a ellos sin que conspiren contra él, inventando pretextos para su ruina a la manera de Jezabel? ¿Dónde hay una Iglesia que no esté lamentando en este momento el éxito de sus complots contra sus obispos?
Antioquía está de luto por el confesor ortodoxo Eustacio. Balaneae lo está por el admirable Eufratión. Palto y Antarado, por Cimato y Carterio. Adrianópolis, por Eutropio, el amante de Cristo, y por su sucesor Lucio (que fue a menudo encadenado por ellos y pereció). Ancira llora a Marcelo, Berrea a Ciro, Gaza a Asclepas. A todos ellos, después de infligir muchos ultrajes, con sus intrigas consiguieron el destierro. A Teódulo y Olimpio, obispos de Tracia, y a nosotros y a nuestros presbíteros de Alejandría, hicieron que se hiciera una búsqueda diligente, con la intención de que, si nos descubrían, sufriéramos la pena capital.
Probablemente habríamos perecido así, si no hubiéramos huido en ese mismo momento contra sus intenciones. Porque se enviaron cartas en ese sentido al procónsul Donato contra Olimpio y sus compañeros, y a Filagrio contra mí. Y habiendo iniciado una persecución contra Pablo, obispo de Constantinopla, tan pronto como lo encontraron, hicieron que lo estrangularan abiertamente en un lugar llamado Cucuso en Capadocia, empleando para ello como verdugo a Felipe, que era prefecto. Él era un patrocinador de su herejía y el instrumento de sus malvados designios.
IV
Actuaciones posteriores al Concilio de Milán
¿Están, pues, satisfechos con todo esto, y contentos de permanecer tranquilos en el futuro? De ninguna manera, pues todavía no se han rendido y, como la sanguijuela de los Proverbios, se deleitan cada vez más en su maldad y se fijan en las diócesis más grandes. ¿Quién puede describir adecuadamente las enormidades que ya han perpetrado? ¿Quién es capaz de relatar todos los hechos que han realizado?
Incluso muy recientemente, mientras las iglesias estaban en paz y el pueblo adoraba en sus congregaciones, Liberio (obispo de Roma), Paulino (metropolitano de las Galias), Dionisio (metropolitano de Italia), Lucifer (metropolitano de las islas de Cerdeña) y Eusebio de Italia, todos ellos buenos obispos y predicadores de la verdad, fueron capturados y desterrados, sin ningún pretexto, excepto que no se unirían a la herejía arriana ni suscribirían las falsas acusaciones y calumnias que habían inventado contra mí.
V
En elogio de Osio
Del gran Osio, que hace honor a su nombre, aquel confesor de feliz vejez, no me parece superfluo hablar, pues supongo que es sabido por todos que también lo hicieron desterrar, pues no es una persona oscura, sino la más ilustre de todos y más que eso. ¿Cuándo se ha celebrado un concilio en el que él no haya tomado la iniciativa y haya convencido a todos con un justo consejo? ¿Dónde hay una iglesia que no tenga algunos monumentos gloriosos de su patrocinio? ¿Quién ha venido a él con tristeza y no se ha ido gozoso? ¿Qué persona necesitada ha pedido su ayuda y no ha obtenido lo que deseaba?
Sin embargo, incluso a este gran Osio lo atacaron, porque él, conociendo las calumnias que inventan en nombre de su iniquidad, no quiso suscribir sus planes contra nosotros. Y si después, a causa de los repetidos azotes que le infligieron y de las conspiraciones que se formaron contra sus parientes, se rindió a ellos por un tiempo (Gál 2,5), por ser viejo y enfermo de cuerpo, al menos su maldad se muestra incluso en esta circunstancia. Tan celosamente se esforzaron por todos los medios para demostrar que no eran verdaderos cristianos.
VI
Ultrajes de Jorge contra los alejandrinos
Después de esto, volvieron a atacar Alejandría, tratando de nuevo de darnos muerte con procedimientos peores que los anteriores. De repente, la iglesia fue rodeada por soldados, y los ruidos de la guerra ocuparon el lugar de las oraciones. Entonces, Jorge de Capadocia, que fue enviado por ellos, habiendo llegado durante el tiempo de cuaresma, trajo un aumento de los males que le habían enseñado.
Después de la semana de Pascua, las vírgenes fueron arrojadas a la cárcel, los obispos fueron llevados encadenados por los soldados, las casas de los huérfanos y las viudas fueron saqueadas y sus panes fueron quitados. Hubo ataques a las casas, los cristianos fueron expulsados en la noche y sus casas fueron selladas, y los hermanos de los clérigos estuvieron en peligro de muerte a causa de sus hermanos. Estos ultrajes fueron suficientemente terribles, pero no más terribles que los que siguieron.
En efecto, la semana siguiente al santo Pentecostés, cuando el pueblo, después de ayunar, había salido al cementerio a orar, y porque todos se negaban a comulgar con Jorge, aquel hombre abandonado, al enterarse de ello, incitó contra ellos al comandante Sebastián, un maniqueo que, con una multitud de soldados armados, espadas desenvainadas, arcos y lanzas, procedió a atacar al pueblo, a pesar de que era el día del Señor. Al encontrar a algunos orando (pues la mayor parte ya se había retirado debido a lo avanzado de la hora), cometió tales atropellos que correspondían a un discípulo de estos hombres. Habiendo encendido una hoguera, colocó a ciertas vírgenes cerca del fuego y trató de obligarlas a decir que eran de la fe arriana. Cuando vio que éstas estaban ganando terreno y no les importaba el fuego, inmediatamente las desnudó y las golpeó en la cara de tal manera que durante algún tiempo apenas pudieron ser reconocidas.
VII
Más ultrajes de Jorge contra los alejandrinos
Cogiendo a 40 hombres, aquel Sebastián contratado por Jorge los azotó de una nueva manera. Cortando ramas frescas de palmera, que aún tenían espinas, los azotó en la espalda con tanta fuerza que algunos de ellos tuvieron que ser sometidos a cirugía durante mucho tiempo a causa de las espinas que se habían clavado en su carne, y otros, incapaces de soportar los sufrimientos, murieron. A todos los que habían capturado, y a las vírgenes, los enviaron juntos al destierro en el gran oasis. No permitieron que los cuerpos de los que habían perecido fueran entregados a sus amigos, sino que los ocultaron de cualquier manera que quisieron y los arrojaron sin sepultura, para que no parecieran tener conocimiento de estos crueles procedimientos.
En esto, sus mentes engañadas los engañaron mucho, pues los parientes de los muertos, tanto regocijándose por la confesión profesada, como afligidos por los cuerpos de sus amigos, publicaron rápidamente esta prueba de su impiedad y crueldad.
Además, expulsaron inmediatamente de Egipto y Libia a los obispos Amonio, Muio, Cayo, Filón, Hermes, Plenio, Psenosiris, Nilamón, Agatio, Anagamio, Marco, Amonio, al otro Marco, Draconcio, Adelfio, Atenodoro y los presbíteros Hierax y Dióscoro. A éstos los expulsaron con tan cruel trato, que algunos de ellos murieron en el camino y otros en el lugar de su destierro. También hicieron que más de 30 obispos huyeran, porque su deseo era, siguiendo el ejemplo de Acab (si fuera posible), erradicar por completo la verdad. Tales son las enormidades de las que han sido culpables estos hombres impíos.
VIII
Lo malo no es huir, sino perseguir
A pesar de haber hecho todo esto, los herejes arrianos no se avergüenzan de los males que han tramado contra mí, sino que ahora proceden a acusarme de haber podido escapar de sus manos asesinas. Es más, se lamentan amargamente de no haberme quitado de en medio con eficacia, y pretenden reprocharme mi cobardía, sin darse cuenta de que al murmurar así contra mí, más bien se echan la culpa a sí mismos. Si es malo huir, mucho peor es perseguir, pues uno se esconde para escapar de la muerte, mientras el otro persigue con el deseo de matar. De eso es de lo que dicen las Escrituras que debemos huir.
El que intenta destruir trasgrede la ley, y él mismo es motivo de la huida del otro. Si, pues, me reprochan mi huida, que se avergüencen más de su propia persecución. Que dejen de conspirar, y los que huyen dejarán inmediatamente de hacerlo. Pero ellos, en lugar de renunciar a su maldad, están empleando todos los medios para obtener posesión de mi persona, sin percibir que la huida de los perseguidos es un fuerte argumento contra los que persiguen. Porque nadie huye de los mansos y humanos, sino de los crueles y de los malvados. Todos los que estaban en apuros y todos los que estaban endeudados (1Sm 22,2) huyeron de Saúl y se refugiaron con David.
Ésta es la razón por la que estos hombres desean eliminar a los que están ocultos, para que no haya evidencia de su maldad. Por eso sus mentes parecen estar cegadas por su error habitual, y les traicionan los resultados. ¿Cómo? Porque cuanto más se conozca la huida de sus enemigos, tanto más notoria será la destrucción o el destierro que su traición les ha traído, de modo que, aunque los maten directamente, su muerte será divulgada con mayor fuerza en su contra. En el caso de los que ellos expulsan, son tan tontos que no saben que están enviando por todas partes monumentos de su propia iniquidad.
IX
La acusación muestra la mente de los acusadores
Si hubieran estado en su sano juicio, los herejes habrían visto que estaban en este aprieto y que estaban cayendo en la trampa de sus propios argumentos. Pero como han perdido todo juicio, todavía se dejan llevar a perseguir y tratar de destruir, sin embargo, no se dan cuenta de su propia impiedad. Puede ser que incluso se atrevan a acusar a la Providencia misma (pues nada está fuera del alcance de su presunción), de que no les entrega a quienes desean, aunque es cierto, según la palabra de nuestro Salvador, que "ni siquiera un gorrión puede caer en la trampa sin nuestro Padre que está en los cielos" (Mt 10,29).
Cuando estos malditos se apoderan de alguien, inmediatamente se olvidan no sólo de todos los demás, sino incluso de sí mismos, y alzando la frente con gran altivez, no reconocen tiempos ni épocas, ni respetan la naturaleza humana en aquellos a quienes dañan. Como el tirano de Babilonia, atacan con mayor furia y no tienen piedad de nadie, sino que "a los ancianos les imponen un yugo muy pesado", y "aumentan el dolor de las heridas", como bien dice la Escritura.
Si no hubieran obrado así, o si no hubieran expulsado a quienes me defendieron de sus calumnias, sus argumentos habrían parecido bastante plausibles a algunas personas. Pero, puesto que han conspirado contra tantos otros obispos de gran carácter, y no han perdonado ni al gran confesor Osio, ni al obispo de Roma, ni a tantos otros de España, las Galias, Egipto, Libia y otros países, sino que han cometido tan crueles ultrajes contra todos los que de alguna manera se han opuesto a ellos en mi favor, ¿no es evidente que sus planes se han dirigido más contra mí que contra cualquier otro y que su deseo es destruirme miserablemente como han hecho con otros? Para lograr esto, buscan atentamente una oportunidad y se consideran perjudicados cuando ven a salvo a quienes no querían que vivieran.
X
La verdadera queja no es la huida de Atanasio, sino su libertad
¿Quién, pues, no se da cuenta de su astucia? ¿No es evidente a todos, pues, que los herejes no me reprochan cobardía por respeto a la virtud, sino que, sedientos de sangre, emplean sus bajos recursos como redes, pensando con ello atrapar a los que quieren destruir? Que tal es su carácter lo demuestran sus acciones, que los han convencido de poseer disposiciones más salvajes que las fieras y más crueles que los babilonios.
Aunque la prueba contra ellos está suficientemente clara en todo esto, ellos tratan de disimularlo con suaves palabras, a la manera de su "padre el diablo" (Jn 8,44). Y pretenden acusarme de cobardía, mientras que ellos mismos son más cobardes que conejos. Y si no, consideremos lo que está escrito en las Sagradas Escrituras con respecto a casos como este. Porque así se demostrará que luchan contra las Escrituras no menos que contra mí, mientras menosprecian las virtudes de los santos.
Así pues, si reprochan a los hombres que se esconden de quienes intentan destruirlos y acusan a los que huyen de sus perseguidores, ¿qué harán cuando vean a Jacob huyendo de su hermano Esaú y a Moisés refugiándose en Madián por miedo al faraón? ¿Qué excusa darán a David, después de todas estas habladurías, por huir de su casa a causa de Saúl, cuando éste mandó matarlo, y por esconderse en la cueva y cambiar de apariencia, hasta que se retiró de Abimelec y escapó de sus designios contra él? ¿Qué dirán los que están dispuestos a decir cualquier cosa, cuando vean al gran Elías, después de invocar a Dios y resucitar a los muertos, esconderse por miedo a Acab y huir de las amenazas de Jezabel? En ese momento también los hijos de los profetas, cuando fueron buscados, se escondieron con la ayuda de Abdías y se ocultaron en cuevas.
XI
En casos concretos, los santos tuvieron que huir
Tal vez no hayan leído los arrianos estas historias, porque están anticuadas, mas ¿no recuerdan lo que está escrito en el evangelio? Porque los discípulos también se retiraron y se escondieron por miedo a los judíos. Y Pablo, cuando era buscado por el gobernador de Damasco, fue bajado del muro en una canasta, y así escapó de sus manos. Como la Escritura relata entonces estas cosas de los santos, ¿qué excusa podrán inventar para su maldad?
Reprocharles cobardía a los discípulos y a Pablo sería un acto de locura, y acusarlos de actuar en contra de la voluntad de Dios sería demostrar que ignoran por completo las Escrituras. Porque había un mandato bajo la ley (Ex 21,13) de que se designaran ciudades de refugio, para que aquellos que eran buscados para ser ejecutados, pudieran al menos tener algún medio de salvarse. Cuando el que habló a Moisés, el Hijo del Padre, apareció en el fin del mundo, también dio este mandamiento, diciendo: "Pero cuando os persigan en esta ciudad, huid a otra", y poco después: "Cuando veáis en el lugar santo la abominación de la desolación, los que estén en Judea que huyan a los montes, y el que esté en la azotea que no baje a tomar algo de su casa, y el que esté en el campo que no vuelva atrás a tomar su manto".
Sabiendo estas cosas, los santos regularon su conducta en consecuencia. Porque lo que nuestro Señor ha ordenado ahora, lo mismo habló también por medio de sus santos antes de su venida en la carne. Ésta es la regla que se da a los hombres para llevarlos a la perfección. Lo que Dios manda, que se haga.
XII
El mismo Señor, ejemplo de huída oportuna
El mismo Verbo de Dios, haciéndose hombre por nosotros, se dignó esconderse cuando lo buscaban (como hacemos nosotros), y también cuando lo perseguían (huyendo y evitando las maquinaciones de sus enemigos). Lo hizo porque le convenía, tanto con hambre, sed y sufrimiento, como también escondiéndose y huyendo, demostrar que había tomado nuestra carne y se había hecho hombre. Así, tan pronto como se hizo hombre, siendo niño, él mismo por medio de su ángel ordenó a José: "Levántate, toma al niño y a su madre, y huye a Egipto, porque Herodes va a buscar la vida del niño" (Mt 2,13). Cuando Herodes murió, lo encontramos retirándose a Nazaret por causa de su hijo Arquelao.
Cuando más adelante se mostró Cristo como Dios, y curó la mano seca, los fariseos salieron y se reunieron en consejo contra él para ver cómo podrían destruirlo. Pero cuando Jesús lo supo, "se retiró de allí" (Mt 12,15). Así también, cuando resucitó a Lázaro de entre los muertos, "desde aquel día convinieron en entregarle a muerte", así que Jesús "ya no andaba abiertamente entre los judíos, sino que se fue a la región contigua al desierto" (Jn 11,53-54). Además, cuando nuestro Salvador dijo "antes que Abraham fuese, yo soy", los judíos tomaron piedras para arrojárselas, mas Jesús "se escondió y salió del templo" (Jn 8,58-59). Y pasando por en medio de ellos, ante sus propios paisanos de Nazaret, "se fue y pasó de largo" (Lc 4,30).
XIII
Más ejemplos del Señor, sobre cada caso particular
Cuando los herejes vean estas cosas, o mejor aún, cuando las oigan (porque no las ven), ¿no desearán, como está escrito, convertirse en "combustible del fuego" (Is 9,5)? Sobre todo porque sus consejos y sus palabras son contrarios a lo que el Señor hizo y enseñó.
Cuando Juan fue martirizado, y sus discípulos enterraron su cuerpo, Jesús lo oyó, y "se fue de allí en barco, a un lugar desierto y apartado" (Mt 14,13). Así actuó el Señor y así enseñó. ¡Ojalá estos hombres se avergonzaran ahora de su conducta y limitaran su temeridad al hombre, y no llegaran a una locura tan extrema como para acusar incluso a nuestro Salvador de cobardía! Porque es contra él contra quien ahora profieren sus blasfemias. Pero nadie soportará tal locura. Más aún, se verá que no entienden los evangelios.
La causa debe ser razonable y justa, que los evangelistas presentan como algo que pesa sobre nuestro Salvador para retirarse y huir. Por eso debemos aplicar lo mismo a la conducta de todos los santos, porque todo lo que está escrito acerca de nuestro Salvador en su naturaleza humana, debe considerarse como aplicable a toda la raza humana, y porque él tomó nuestro cuerpo y exhibió en sí mismo la debilidad humana.
Por esta causa, Juan ha escrito así: "Procuraron prenderle; pero nadie le echó mano, porque aún no había llegado su hora" (Jn 7,30). Y antes de que llegara, él mismo dijo a su madre: "Aún no ha llegado mi hora" (Jn 2,4); y a los que eran llamados sus hermanos: "Aún no ha llegado mi hora" (Jn 7,6). Y de nuevo, cuando llegó su hora, dijo a los discípulos: "Duerman ya y descansen; porque he aquí, la hora está cerca, y el Hijo del hombre es entregado en manos de pecadores" (Mt 26,45).
XIV
Todos los hombres tienen una hora y un tiempo
En cuanto que era Dios y palabra del Padre, en el Hijo no había tiempo, pues él mismo es el Creador de los tiempos. Pero, al hacerse hombre, demuestra con estas palabras que a cada hombre le ha sido asignado un tiempo. Esto no es casualidad, como algunos de los gentiles se imaginan en sus fábulas, sino un tiempo que él, el Creador, ha asignado a cada uno según la voluntad del Padre. Esto está escrito en las Escrituras y es manifiesto a todos los hombres.
Es decir, que aunque esté oculto, y sea desconocido para todos, el Padre ha establecido un período de tiempo para cada persona, así como hay un tiempo para la primavera y para el verano, para el otoño y para el invierno. Como está escrito, "hay un tiempo para morir y un tiempo para vivir" (Ecl 3,2). Así, el tiempo de la generación que vivió en los días de Noé se acortó, y sus años se acortaron, porque el tiempo de todas las cosas estaba cerca. A Ezequías, en cambio, se le añadieron 15 años.
Como Dios promete a los que le sirven verdaderamente ("cumpliré el número de tus días"; Ex 23,26; Gn 25,8), por eso Abraham murió "lleno de días", y David suplicó a Dios, diciendo: "No me quites en la mitad de mis días". Elifaz, uno de los amigos de Job, estando seguro de esta verdad, dijo: "Llegarás a tu sepulcro como grano maduro, recogido a su tiempo, y como una gavilla de trigo que llega a su tiempo". Y Salomón, confirmando sus palabras, dice: "Las almas de los injustos son arrebatadas prematuramente", y por eso exhorta en el libro de Eclesiastés, diciendo: "No seas demasiado malo, ni seas duro; ¿por qué morirás antes de tu tiempo?" (Ecl 7,17).
XV
El mismo Señor tuvo su tiempo y su hora
Como estas cosas están escritas en las Escrituras, los santos saben que para cada hombre hay un tiempo y una hora. Sobre que nadie sabe el fin de ese tiempo, se da a entender claramente por las palabras de David: "Declaradme lo breve de mis días". Lo que él no sabía, eso deseaba saber. En consecuencia, también el hombre rico, mientras pensaba que aún le quedaba mucho tiempo de vida, oyó las palabras: "Necio, esta noche están pidiendo tu alma, y ¿de quién será lo que has provisto?" (Lc 12,20). El predicador, por su parte, habla confiadamente en el Espíritu Santo, y dice: "El hombre tampoco conoce su tiempo" (Ecl 9,12). Por lo cual el patriarca Isaac dijo a su hijo Esaú: "He aquí, yo soy viejo, y no sé el día de mi muerte" (Gn 27,2).
Nuestro Señor, que es Dios y palabra del Padre, conoce el tiempo que él mismo ha señalado para todos, y es consciente del tiempo de sufrimiento que él mismo ha señalado para cada uno. Por eso, cuando se hizo hombre por nosotros, se escondió cuando lo buscaban antes de que llegara su propio tiempo (como hacemos nosotros). Cuando fue perseguido, él huyó, y evitando los designios de sus enemigos pasó de largo, y así "pasó por en medio de ellos" (Lc 4,30).
Mas cuando le llegó el tiempo, que él mismo había señalado, de padecer en el cuerpo por todos los hombres, lo anunció al Padre, diciendo: "Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo" (Jn 17,1). Entonces ya no se escondió de los que lo buscaban, sino que estuvo dispuesto a ser tomado por ellos, como recuerda la Escritura: "A los que vinieron a él, les dijo: "¿A quién buscáis?" (Jn 18,4-5). Cuando le respondieron "a Jesús Nazareno", él les dijo: "Yo soy el que buscáis". Lo repitió varias veces, y en seguida le llevaron a Pilato. No se dejó apresar antes de tiempo, ni se escondió cuando éste llegó, sino que se entregó a los que conspiraban contra él, para demostrar a todos que la vida y la muerte del hombre dependen de la sentencia divina, y que sin nuestro Padre del cielo ni un cabello de la cabeza del hombre puede volverse blanco o negro, ni un gorrión caer jamás en la trampa.
XVI
El ejemplo del Señor fue seguido por los santos
Los santos, habiendo recibido este ejemplo de su Salvador (pues todos ellos, antes de su venida, más aún, siempre, estaban bajo su enseñanza), en sus conflictos con sus perseguidores obraron legítimamente huyendo, y escondiéndose cuando eran buscados. Como ignoraban, como hombres, el fin del tiempo señalado, no quisieron entregarse al poder de quienes conspiraban contra ellos, sino que dejaron que lo hiciese la Providencia (y no sus enemigos).
Sabiendo que "las porciones del hombre están en la mano de Dios", y que "el Señor da la muerte y la vida" (1Sm 2,6), más bien aguantaron los santos hasta el final, "vagando con pieles de ovejas y de cabras, siendo pobres, atormentados y errantes en desiertos" (Hb 11,37-38) y escondiéndose "en cuevas y cavernas de la tierra" hasta que les llegara el tiempo señalado de su muerte, que Dios que había señalado.
Con ello, los santos detuvieron los planes de sus enemigos, y con su huida pasaron de perseguidos a perseguidores, según le pareció que era mejor. Esto bien podemos aprender con respecto a todos los hombres de David, porque cuando Joab lo instigó a matar a Saúl, dijo: "El Señor lo herirá, o llegará su día de morir, o descenderá a la batalla y será entregado en manos de los enemigos. El Señor no me permita extender mi mano contra el ungido del Señor".
XVII
Tiempo para huir y tiempo para quedarse
Si alguna vez los santos, en su huida, se encontraron con aquellos que les buscaban, no lo hicieron sin razón, sino bajo el Espíritu Santo que les habló. Con esto, los santos mostraron su obediencia y celo hacia Dios. Tal fue la conducta de Elías, cuando, siendo ordenado por el Espíritu, se mostró a Acab (1Re 21,18). O del profeta Micaías, cuando fue al mismo Acab. Y del profeta que clamó contra el altar en Samaria y reprendió a Roboam. Y de Pablo cuando apeló al césar. No fue ciertamente por cobardía que huyeron, sino que Dios lo quería.
Con sabia cautela, los santos se guardaron de estas dos cosas: de ofrecerse sin razón (puesto que eso sería suicidarse, y hacerse reos de muerte y trasgredir la palabra del Señor que dice que "lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre"; Mt 19,6), y de ser negligentes (como si no se conmovieran ante las tribulaciones que encontrarían en su huida, y que les traerían consigo mayores sufrimientos que la muerte). Porque el que muere, deja de sufrir; pero el que huye, mientras espera diariamente los asaltos de sus enemigos, estima la muerte más leve.
Por tanto, aquellos cuya carrera se consumó en su huida no perecieron deshonrosamente, sino que alcanzaron, de otra manera, la gloria del martirio. Por eso Job fue considerado un hombre de poderosa fortaleza, porque soportó vivir bajo tantos y tan severos sufrimientos, de los cuales no habría tenido sentido, si hubiera llegado a su fin. Por eso los bienaventurados padres también regularon su conducta de esta manera: No se acobardaron al huir del perseguidor, sino que mostraron la fortaleza de su alma al encerrarse en lugares cerrados y oscuros y vivir una vida dura.
Sin embargo, dichos padres no desearon evitar la hora de la muerte cuando ésta llegara, pues su preocupación no era la de acobardarse cuando llegara, ni impedir la sentencia determinada por la Providencia, ni resistir a su designio, para el cual sabían que estaban reservados, para que, actuando precipitadamente, no se convirtieran en causa de terror para sí mismos, pues así está escrito: "El que se apresura, con sus labios, se acarrea terror".
XVIII
Los santos que huyeron no eran cobardes sino prudentes
Nadie duda ya, por tanto, que los santos que huyeron estuvieron revestidos de la virtud de la fortaleza.
El patriarca Jacob, que había huido antes de Esaú, no temió la muerte cuando llegó, sino que en ese mismo momento bendijo a los patriarcas, cada uno según sus méritos. El gran Moisés, que anteriormente se había escondido del faraón y se había retirado a Madián por miedo a él, cuando recibió la orden de "regresar a Egipto", no temió hacerlo. Y nuevamente, cuando se le ordenó subir al monte Abarim (Dt 32,49) y morir, no se demoró por cobardía, sino que incluso prosiguió alegremente hacia allí. David, que había huido antes de Saúl, no temió arriesgar su vida en la guerra en defensa de su pueblo; pero teniendo ante sí la elección de la muerte o la huida, cuando podría haber huido y vivido, prefirió sabiamente la muerte. El gran Elías, que en otro tiempo se había escondido de Jezabel, no mostró cobardía cuando el Espíritu le ordenó encontrarse con Acab y reprender a Ocozías.
Pedro, que se había escondido por miedo a los judíos, y el apóstol Pablo, que fue bajado en una canasta y huyó, cuando se les dijo: "Es necesario que deis testimonio en Roma", no retrasaron el viaje; más bien, partieron gozosos. El uno, como apresurándose a encontrarse con sus amigos, recibió su muerte con exaltación; y el otro no se amilanó ante el momento cuando llegó, sino que se glorificó en él, diciendo: "Porque yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida está cercano" (2Tm 4,6).
XIX
Los santos fueron valientes para huir y para quedarse
Estas cosas prueban que la huida de los santos no fue el resultado de la cobardía, y atestiguan que su conducta posterior tampoco fue de un carácter ordinario, y proclaman en voz alta que poseían en alto grado la virtud de la fortaleza. No se retiraron a causa de una timidez perezosa, sino todo lo contrario. En tales ocasiones, estuvieron bajo la práctica de una disciplina más severa que en otras. Ni fueron condenados por su huida, ni acusados de cobardía, por aquellos que ahora son tan aficionados a criminar a los demás. Más bien, fueron bendecidos por aquella declaración de nuestro Señor: "Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia" (Mt 5,10).
Sn embargo, estos sufrimientos no fueron en vano para ellos mismos, porque habiéndolos probado como "oro en el horno", como ha dicho la sabiduría, Dios los encontró dignos de sí mismo (Sb 3,57). Entonces brillaron con más chispa, al ser salvados de quienes los perseguían, y librados de los designios de sus enemigos, y preservados hasta el fin de que pudieran enseñar al pueblo; de modo que su huida y escape de la ira de quienes los perseguían, fue conforme a la dispensación del Señor. Así llegaron a ser queridos a la vista de Dios, y tuvieron el testimonio más glorioso de su fortaleza.
XX
Los santos supieron tomar la decisión acertada
El patriarca Jacob, por ejemplo, fue favorecido en su huida con muchas visiones, incluso divinas. Permaneciendo tranquilo, tuvo al Señor de su lado, reprendiendo a Labán y obstaculizando los planes de Esaú. Luego se convirtió en el padre de Judá, de quien surgió el Señor según la carne, y dispensó las bendiciones a los patriarcas.
Cuando Moisés estuvo en el exilio, fue cuando tuvo la gran visión de la zarza. Preservado de sus perseguidores, fue enviado como profeta a Egipto, y allí fue hecho ministro de las poderosas maravillas de Dios, hasta que sacó a su pueblo al desierto y allí le dio la ley de Dios.
David, cuando fue perseguido, escribió en el salmo: "Mi corazón pronunció una buena palabra", y: "Nuestro Dios vendrá incluso visiblemente, y no guardará silencio". Y nuevamente habla con más confianza, diciendo: "Mis ojos han visto su deseo sobre mis enemigos"; y nuevamente: "En Dios he puesto mi confianza, y no temeré lo que me pueda hacer el hombre". Y cuando huyó y escapó de la presencia de Saúl a la cueva, dijo: "Él ha enviado desde el cielo y me ha salvado. Ha entregado al oprobio a los que me pisotean. Dios ha enviado su misericordia y su verdad, y ha librado mi alma de en medio de los leones". Así él también fue salvo según la dispensación de Dios, y después llegó a ser rey, y recibió la promesa de que de su descendencia saldría nuestro Señor.
El gran Elías, cuando se retiró al monte Carmelo, invocó a Dios y destruyó de una vez a más de 400 profetas de Baal. Y cuando fueron enviados para capturarlo dos capitanes de 50 hombres cada uno, dijo: "Que descienda fuego del cielo" (2Re 1,10), y así los reprendió. También fue preservado por Dios, de modo que ungió a Eliseo en su propio lugar, y se convirtió en un modelo de disciplina para los hijos de los profetas.
El bienaventurado Pablo, después de escribir "¡qué persecuciones sufrí! Pero de todas ellas me libró y me librará el Señor" (2Tm 3,11), pudo hablar con más confianza y decir: "Pero en todas estas cosas somos más que vencedores, porque nada nos separará del amor de Cristo" (Rm 8,35). Porque entonces fue arrebatado hasta el tercer cielo y admitido en el paraíso, donde oyó "palabras inefables que no le es dado al hombre expresar" (2Cor 12,4). Para este fin fue preservado de la muerte, para que "desde Jerusalén hasta el Ilírico pudiera predicar plenamente el evangelio" (Rm 15,19).
XXI
Los santos que huyeron lo hicieron por nosotros
La huida de los santos no fue, pues, reprochable ni inútil. Si no hubieran evitado a sus perseguidores, ¿cómo habría sucedido que el Señor surgiera de la descendencia de David? ¿O quién hubiera predicado las buenas nuevas de la palabra de verdad? Por eso los perseguidores buscaban a los santos, para que no hubiera nadie que enseñara, como los judíos encargaron a los apóstoles. Por eso lo soportaron todo, para que se predicara el evangelio.
He aquí, pues, que al estar así enzarzados en combate con sus enemigos, no pasaron el tiempo de su huida sin provecho, ni mientras eran perseguidos se olvidaron del bienestar de los demás; sino que, como ministros de la buena palabra, no dudaron en comunicarla a todos los hombres; de modo que incluso mientras huían, predicaron el evangelio, y advirtieron de la maldad de los que conspiraban contra ellos, y confirmaron a los fieles con sus exhortaciones.
El bienaventurado Pablo, habiéndolo encontrado así por experiencia, declaró de antemano: "Todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo padecerán persecución" (2Tm 3,12). Y así, inmediatamente preparó a los que huían para la prueba, diciendo: "Corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante" (Hb 12,1); porque aunque haya tribulaciones continuas, "la tribulación produce paciencia, y la paciencia, prueba, y la prueba, esperanza, y la esperanza no avergüenza" (Rm 5,4).
El profeta Isaías, cuando se esperaba una aflicción como esa, exhortó y clamó en voz alta: "Ven, pueblo mío, entra en tus aposentos, cierra tus puertas; escóndete por un momento, por así decirlo, hasta que pase la indignación" (Is 26,20).
También el predicador Salomón, que conocía las conspiraciones contra los justos, dijo: "Si veis la opresión de los pobres, y la violenta perversión del derecho y de la justicia en una provincia, no os maravilléis de ello; porque el que está por encima de los más altos tiene en cuenta, y allí está por encima de ellos; además está el provecho de la tierra".
Tenía a su propio padre David como ejemplo, que había experimentado él mismo los sufrimientos de la persecución, y que apoya a los que sufren con las palabras: "Tened ánimo", y: "Él fortalecerá vuestro corazón, todos los que ponéis vuestra confianza en el Señor". A los que así perseveran, no el hombre, sino el Señor mismo dice: "Los ayudará y los librará, porque pusieron su confianza en él". Porque yo también "esperé pacientemente al Señor, y él se inclinó a mí, y escuchó mi llamado; me sacó también del pozo más profundo, y del cieno y del lodo". Así se muestra cuán provechosa para el pueblo y productiva de bien es la huida de los santos, por mucho que los arrianos piensen lo contrario.
XXII
El criterio ha de ser la voluntad de Dios, y no la nuestra
Así fue como los santos fueron preservados abundantemente en su huida por la providencia de Dios, como médicos para los que tenían necesidad. Y a todos los hombres en general, incluso a nosotros, se les ha dado esta ley de huir cuando son perseguidos y esconderse cuando son buscados, y no tentar temerariamente al Señor, sino esperar hasta que llegue el momento señalado de la muerte, o el Juez determine algo sobre ellos, según le parezca mejor.
Lo hicieron para que los hombres estén preparados para que, cuando llegue el momento o sean capturados, puedan luchar por la verdad hasta la muerte. Esta regla la observaron los bienaventurados mártires en sus diversas persecuciones. Cuando eran perseguidos, huían, mientras se ocultaban mostraban fortaleza, y cuando eran descubiertos se sometían al martirio. Y si algunos de ellos venían y se presentaban a sus perseguidores, no lo hacían sin razón; porque inmediatamente en ese caso fueron martirizados, y así hicieron evidente a todos que su celo y esta ofrenda de sí mismos a sus enemigos provenían del Espíritu.
XXIII
La persecución es del diablo
Así pues, viendo que tales son los mandatos de nuestro Salvador, y que tal es la conducta de los santos, que estas personas arrianas, a quienes no se les puede dar un nombre adecuado a su carácter, no digan: ¿De quién aprendieron a huir? Que lo escuchen bien: Lo aprendimos de los santos.
Además, ¿de quién aprendieron ellos a perseguir? Que lo escuchen bien: del diablo. Ésta es la única respuesta que les queda, como bien recuerda la Escritura en boca del faraón: "Los perseguiré, los alcanzaré" (Ex 15,9).
Nuestro Señor ordenó huir, y los santos huyeron. En cuanto a la persecución, ésta es una estratagema del diablo, que él ejerce contra los santos. Que nos digan, pues, a quién debemos someternos: ¿A las palabras del Señor? ¿O a sus invenciones, que vienen del diablo? ¿Qué conducta debemos imitar, la de los santos o la de aquellos cuyo ejemplo han adoptado estos hombres?
Como es probable que los herejes no puedan determinar esta cuestión (porque, como dijo Isaías, sus mentes y sus conciencias están cegadas, y piensan que "lo amargo es dulce", y que "la luz es tinieblas"; Is 5,20) que salga alguien de entre nosotros (los cristianos) y se lo diga bien alto. Que les ponga a caldo y clame a gran voz: "Es mejor obedecer a Dios que a los hombres", porque "las palabras del Señor tienen vida eterna" (Jn 6,68) y las cosas que estos herejes dicen están llenas de iniquidad y de sangre.
XXIV
Irrupción de Sirio en medio de los ataques
Esto bastaría para poner fin a la locura de estos hombres impíos, y demostrar que no buscan otra cosa que insultar y difamar por amor a la contienda. Pero, puesto que antes se atrevieron a luchar contra Cristo, y ahora se han vuelto oficiosos, que investiguen y aprendan cómo me retiré yo de sus propios amigos.
En efecto, los arrianos se mezclaron con los soldados para exasperarlos contra mí y señalarme. Y aunque carecen de todo sentimiento de compasión, sin embargo, cuando se enteren de las circunstancias, seguramente se quedarán callados de vergüenza.
Era ya de noche, y algunos del pueblo estaban en vigilia preparándose para una comunión al día siguiente, cuando el general Sirio se nos vino encima de repente con más de cinco mil soldados, con armas y espadas desenvainadas, arcos, lanzas y garrotes, como he contado anteriormente. Con ellos rodeó la iglesia, situando a sus soldados cerca, para que nadie pudiera salir de la iglesia y pasar por ellos. Ahora pensé que sería irrazonable por mi parte abandonar al pueblo durante tal disturbio, y no ponerme en peligro por ellos. Por lo tanto, me senté en mi trono, y le pedí al diácono que leyera un salmo, y el pueblo respondiera: "Porque su misericordia perdura para siempre", y que luego todos se retiraran y regresaran a sus casas.
Mas el general había hecho una entrada por la fuerza, y los soldados habían rodeado el santuario con el propósito de aprehendernos, el clero y los laicos, que todavía estaban allí, gritaron y exigieron que también nosotros nos retiráramos. Pero me negué, declarando que no lo haría hasta que se hubieran retirado todos. Me levanté, pedí oración y les pedí que todos se fueran antes que yo, diciendo que era mejor que mi seguridad se viera en peligro a que alguno de ellos recibiera daño.
Cuando la mayor parte se fue y los demás nos siguieron, los monjes que estaban allí con nosotros y algunos clérigos se acercaron y nos arrastraron. Y así (la verdad es mi testigo), mientras algunos de los soldados estaban cerca del santuario y otros rodeaban la iglesia, pasamos bajo la guía del Señor y, con su protección, nos retiramos sin que nadie nos viera, glorificando mucho a Dios por no haber traicionado al pueblo, sino que primero lo habíamos despedido y luego habíamos podido salvarnos y escapar de las manos de quienes nos perseguían.
XXV
La huida de Atanasio
Si la Providencia nos libera de una manera tan extraordinaria, ¿quién puede culparme a mí por no entregarme a los que nos buscaban, ni presentarme ante ellos? Esto hubiera sido mostrar claramente ingratitud hacia el Señor, y actuar contra su mandamiento y en contradicción con la práctica de los santos.
Quien me censure en este asunto, debe atreverse también a culpar al gran apóstol Pedro, porque, aunque estaba encerrado y custodiado por soldados, siguió al ángel que lo llamó y, cuando salió de la prisión y escapó sano y salvo, no regresó ni se entregó, aunque oyó lo que Herodes había hecho. Que el arriano, en su locura, censure al apóstol Pablo, porque, cuando fue bajado del muro y escapó sano y salvo, no cambió de opinión y regresó y se entregó; o a Moisés, porque no regresó de Madián a Egipto, para que pudiera ser capturado por los que lo buscaban; o David, porque estando escondido en la cueva, no se descubrió a Saúl. Así como también los hijos de los profetas permanecieron en sus cuevas y no se entregaron a Acab. Esto hubiera sido actuar en contra del mandamiento, ya que la Escritura dice: "No tentarás al Señor tu Dios".
XXVI
El carácter de las acusaciones contra Atanasio, y la decisión de éste
Teniendo cuidado de evitar semejante ofensa, e instruido por estos ejemplos, ordené así mi conducta; y no subestimo el favor y la ayuda que me ha sido mostrada por el Señor, por más que estos en su locura rechinen los dientes contra nosotros. La manera en que nos retiramos fue tal como hemos descrito, así que no creo que pueda atribuírsele ninguna culpa a los que poseen un juicio sano, ya que según la Sagrada Escritura, este modelo nos fue dejado por los santos para nuestra instrucción.
Lo que sí parece claro es que estos hombres no dejan de practicar ninguna atrocidad, ni de hacer nada que pueda mostrar su maldad y crueldad. De hecho, sus vidas sólo están de acuerdo con su espíritu y las locuras de sus doctrinas; porque no hay pecado que se les pueda imputar, por atroz que sea, que no cometan sin vergüenza.
El arriano Leoncio, por ejemplo, fue censurado por su intimidad con cierta joven llamada Eustolia, y se le prohibió vivir con ella, por lo que se mutiló a sí mismo por su causa, para poder asociarse con ella libremente. Sin embargo, no se libró de la sospecha, sino que por esta razón fue degradado de su rango de presbítero (aunque el hereje Constancio, por la violencia, hizo que lo nombraran obispo).
El arriano Narciso, además de ser acusado de muchas otras trasgresiones, fue degradado tres veces por diferentes concilios; y ahora él está entre ellos, el hombre más malvado.
Y el arriano Jorge, que era presbítero, fue depuesto por su maldad, y aunque se había nombrado obispo, fue depuesto por segunda vez en el gran Concilio de Sárdica. Además de todo esto, su vida disoluta fue notoria, pues es condenado incluso por sus propios amigos, por hacer que el fin de la existencia, y su felicidad, consista en la comisión de los crímenes más vergonzosos.
XXVII
Los enemigos vinieron, pero tropezaron y cayeron
Cada arriano supera al otro en sus propios vicios peculiares. Pero hay una mancha común que los une a todos, y es que por su herejía son enemigos de Cristo y ya no se llaman cristianos, sino arrianos. Ciertamente, deberían acusarse unos a otros de los pecados de los que son culpables, porque son contrarios a la fe de Cristo; pero más bien los ocultan por su propio bien.
No es de extrañar, por tanto, que poseídos por tal espíritu, e implicados en tales vicios, persigan y busquen a quienes no siguen la misma herejía impía que ellos. Tampoco es de extrañar que se deleiten en destruirlos, y se aflijan si no logran obtener sus deseos, y se consideren perjudicados cuando ven vivos a quienes desean que perezcan.
A ver si siguen siendo heridos, de tal manera que pierdan el poder de infligir daño, y en vez de perseguir al Señor y los santos puedan un día arrepentirse y pedir perdón al Señor, con estas palabras del Salmo 26: "El Señor es mi luz y mi salvación; ¿de quién, pues, temeré? El Señor es la fortaleza de mi vida, ¿de quién, pues, tendré miedo? Cuando los malvados, mis enemigos y mis adversarios, vinieron a mí para devorar mis carnes, tropezaron y cayeron". O con las palabras del Salmo 30, cuando dice: "Has salvado mi alma de las adversidades, no me has entregado en manos de mis enemigos, has puesto mi pie en una sala espaciosa". Es decir, en Cristo Jesús, nuestro Señor.