JUAN CRISÓSTOMO
Ignacio de Antioquía
I
Quienes se deleitan con suntuosos y ricos banquetes, los celebran con frecuencia y se invitan unos a otros, tanto para demostrar la abundancia de sus riquezas como para dar a conocer su benevolencia respecto de sus amigos. Del mismo modo, la gracia del Espíritu Santo, haciendo ostentación ante nosotros de su propia virtud, y demostrándonos su ingente benevolencia para con los amigos de Dios, nos pone delante continuamente a los mártires, y nos invita a sus continuos banquetes. Hoy le toca el turno a nuestro bienaventurado y nobilísimo mártir Ignacio. Varían los semblantes, pero uno mismo es el banquete. Diferentes son los combates, pero una misma la corona. Variados los certámenes, pero uno mismo es el premio.
II
En los certámenes deportivos de este siglo, por estar basados en ejercicios corporales, sólo se admiten a los varones. Aquí, como el certamen pertenece al espíritu, se abre el estadio a ambos sexos, y de ambos sexos son los espectadores. Aquí no se ciñen únicamente para la lucha a los varones, sino que se enseña a las mujeres que tienen una gloriosa defensa con que recurrir (la fragilidad de su naturaleza), y que su esfuerzo no es inferior al de los varones. Aquí, de uno y otro sexo tenemos vencedores, porque en Cristo Jesús no hay varón ni hembra, ni sexo, ni fragilidad del cuerpo, ni edad, ni impedimento alguno que pueda estorbar a quienes van llevando a cabo la carrera de la piedad. Aquí, lo único que se necesita es una generosa prontitud, y un ánimo levantado, y un fervoroso temor de Dios que esté bien encendido y haya echado raíces en nuestras almas. Aquí, las doncellas y los varones, los jóvenes y los ancianos, los esclavos y los libres, y toda dignidad de cualquier edad pueden entrar en estos certámenes, y por ninguna de sus circunstancias sufren detrimento, porque llevan a cabo estos combates con una generosa determinación.
III
La ocasión nos llama ya a referir las hazañas del bienaventurado Ignacio. He de decir que, ante Ignacio, el raciocinio me perturba y aterra, no sabiendo qué decir en primer lugar, ni qué en segundo, ni qué en tercero, pues tan grande era el torrente que a todos envolvió y tan grande la abundancia de sus encomios. Me sucede exactamente lo mismo que a quien entra en un jardín y, observando las muchas clases de rosas, y las muchas violetas, y tan gran cantidad de lirios y flores primaverales, se queda dubitativo sobre en cuál de ellas fijar primero su vista y en cuál en segundo lugar, porque cada una de las que mira arrastra en pos de ella sus miradas. Entrando en este espiritual jardín de las proezas de Ignacio, y habiendo visto en su alma no tanto flores primaverales cuanto el variado fruto del Espíritu Santo, me aterro, y me quedo dudoso de por dónde comenzar.
IV
Ignacio fue educado por los mismos apóstoles, y gozó sus espirituales corrientes, y los acompañó a todas partes, y comunicó todas cuantas cosas le dijeron y no dijeron, sencillas y sublimes, y fue juzgado por ellos mismos como apto para ser su sucesor en el apostolado. Nombrado obispo de nuestra ciudad, y sucediendo con ello a Pedro, Ignacio estuvo al frente de esta sede con generosidad y nobleza, y con toda la diligencia que requería Cristo. Ignacio reprodujo en su ministerio la regla que Cristo estableció para los obispos, cuando dijo: "El buen pastor entrega la vida por sus ovejas". Vino después un tiempo en que fue necesaria la fortaleza de alma, y de un alma que despreciara todas las cosas presentes, y que ardiera en el amor divino, y estimara en más las cosas invisibles que las visibles. Fue entonces cuando Ignacio se despojó de la carne con la misma facilidad con que otro cambiaría de vestidos.
V
¿Qué referiré, pues, en primer lugar? ¿La doctrina que aprendió de los mismos apóstoles? ¿Su desprecio por la vida presente? ¿El cuidado virtuoso con que administró nuestra iglesia? ¿A quién alabaré primero? ¿Al obispo, al mártir, al apóstol? El Espíritu Santo entretejió esta triple corona para Ignacio, y con ella ciñó su venerable cabeza. O mejor aún, la ciñó con una corona múltiple, porque de cada una de estas tres coronas, si alguno con cuidado las despliega, encontrará que germinan otras coronas.
VI
Empezaré, si queréis, por el encomio de su episcopado. ¿Acaso no parece ser sólo una corona? ¡Ea, pues, despleguémosla con el discurso, y veréis engendradas de ella hasta dos y hasta tres coronas más! Por mi parte, yo no admiro a este varón únicamente por haber aparecido como digno de este principado, sino porque tal dignidad la alcanzó de parte de los mismos apóstoles, que fueron los que impusieron sus manos sobre su cabeza e hicieron descender sobre él una más abundante fuerza del Espíritu Santo, testificando que en él estaban todas las virtudes que un apóstol necesita.
VII
Cuando hablo de apóstoles no me refiero sólo a Pablo, sino a Pedro y a Santiago, y a Juan y a todo el coro de los apóstoles. Así como en la lira hay diferentes cuerdas y la armonía es única, así en el coro de los apóstoles hay diferentes personas pero la doctrina es la misma, como uno solo era el Espíritu Santo que movía sus almas. De hecho, de este colegio apostólico había dicho Pablo, escribiendo a Tito: "Tanto yo como ellos, esto predicamos". Un poco más adelante, San Pablo vuelve a explicar a Tito cómo conviene que sea el obispo, y dice: "Es preciso que el obispo sea intachable, como administrador de Dios, así como no soberbio, ni iracundo, ni dado al vino, ni pendenciero, ni codicioso de torpes ganancias, sino hospitalario, benigno, prudente, sobrio, justo, santo, continente, guardador de la palabra fiel, que se ajuste a la doctrina y sea capaz de exhortar a otros con sana doctrina y argüir a los contradictores".
VIII
Escribiendo Pablo a Timoteo acerca de lo mismo, le dice lo siguiente: "Si alguno desea el episcopado, buena obra desea. No obstante, es preciso que el obispo sea irreprensible, marido de una sola mujer, sobrio, prudente, morigerado, hospitalario, capaz de enseñar, no dado al vino ni pendenciero, ecuánime, pacífico y no codicioso". ¿Observas cuán gran excelencia de virtud requiere en el obispo? Así como un excelente pintor mezcla varios colores cuando ha de ejecutar el prototipo de un rey, y trabaja con toda diligencia para que sea imitable, y reproduzca una idea acabada, así Pablo pintó una imagen regia y arquetípica del obispo, mezclando los variados colores de las virtudes, esculpiendo los caracteres más adaptados al episcopado, mirando cuidadosamente a su dignidad y forma de proceder. Es más, yo diría, en mi atrevimiento, que el bienaventurado Ignacio fuel el modelo exacto de todo eso, pues fue irreprensible, sin crimen, no soberbio ni iracundo, no dado al vino ni pendenciero, no codicioso sino justo, santo y continente, recipiente de la sana doctrina, sobrio y prudente, ordenado y todo lo que expresamente exigió Pablo.
IX
¿Qué demostración hay de esto? Ésta misma: que los mismos apóstoles que tales cosas dijeron, y exigieron de los prelados, fueron quienes eligieron, consagraron y nombraron a Ignacio. Ciertamente, si los apóstoles exigieron a otros con tanta exactitud cómo habrían de ser los ordenandos, con mucha más exactitud pondrían ellos en práctica lo que estaban exigiendo a otros. Así pues, si no hubieran advertido en el alma de Ignacio todo ese conjunto de virtudes connaturales, no le habrían puesto en las manos tal dignidad. Tal es la gravedad de este tipo de elecciones, y lo peligroso que resulta hacerlas a la aventura.
X
Esto mismo es lo que decía Pablo a Timoteo por carta, con las siguientes palabras: "No impongas tus manos apresuradamente sobre ninguno, ni participes en los pecados ajenos". ¿Qué dices? ¿Que otro fue el que pecó, y yo voy a ser participe de sus pecados y castigo? Sí, respondería Pablo, porque presentas oportunidades para la maldad. Quien proporciona una espada a un loco furioso, del asesinato que con ella él cometa saldrá culpable. De igual manera, quien proporciona la dignidad episcopal a uno que sea indigno, atrae sobre sí todos los pecados de aquél y de sus crímenes. Sí, hermanos, quien proporciona la raíz es el causante de los frutos que de ella brotan. ¿Veis cómo la corona del episcopado se muestra doble? Sí, así es, por la dignidad de quienes le impusieron las manos, por la demostración perfecta que esto supuso de su virtud.
XI
¿Deseáis que os descubra otra corona que de ésta corona episcopal germina? Reflexionemos sobre el momento en que le fue conferida esta dignidad, pues no es lo mismo administrar la Iglesia en el tiempo presente que en aquel entonces. En efecto, no es lo mismo andar un camino perfectamente trillado y acondicionado, por la labor de muchos, que andar otro que nunca se ha andado y que hay que desbrozar, en el que abundan los pedruscos y barrancos, y está repleto de fieras salvajes, y no ha recibido aún la huella de viandante alguno.
XII
Actualmente, por la gracia de Dios, no hay peligro ninguno para los obispos, sino que existe por todas partes una paz firmemente establecida, y todos gozamos de tranquilidad. Sí, la palabra de Dios ya se ha extendido sobre toda la tierra habitada, al mismo tiempo que los que nos gobiernan cuidan empeñosamente de la fe. En aquellos tiempos, nada de esto había, sino que por cualquier parte había precipicios, abismos, enemigos, batallas y peligros. Los magistrados y reyes, los pueblos y las ciudades, los domésticos y los extraños, ponían asechanzas a los creyentes. Además, los que ya habían creído, y recibido por primera vez los dogmas, necesitaban de gran benevolencia, y estaban aún débiles y muchas veces eran engañados.
XIII
En aquella época, las guerras exteriores solían producir un gran gozo a los apóstoles, y por eso éstos "salían del tribunal alegres, por haber sido azotados", e incluso el mismo Pablo dice: "Me gozo en mis padecimientos". En cambio, las heridas de los domésticos, y las caídas de los hermanos, dejaban a los apóstoles sin respiración, a la manera de un pesado yugo que oprimía el cuello de sus almas y constantemente les molestaban. El mismo Pablo es quien se queja de esto, y quien dice amargamente: "¿Quién enferma, y yo no enfermo?", y: "¿Quién se escandaliza, y yo no me inflamo?", y: "Temo que al ir no os encuentre tal como yo quería, y a mí me encontréis cual no queréis", y: "No sea que cuando vuelva a visitaros tenga que llorar a muchos de los que han pecado y no han hecho penitencia por sus impurezas, impudicia y fornicaciones". En todo tiempo, por tanto, encontramos a Pablo entre lágrimas y gemidos a causa de los domésticos, y temblando continuamente por los que iban creyendo.
XIV
El buen piloto no es de admirar cuando conduce mientras el mar está en calma, y el viento favorable empuja al bajel, sino cuando el mar se enloquece, y se levantan las olas, y el huracán sitia por dentro y por fuera a los navegantes. Aquí, si el piloto endereza el rumbo de la barquilla, y lo hace con toda seguridad, conviene admirarse y felicitarlo. Pues bien, se igual manera conviene admirarse ante aquellos que, en semejantes días, condujeron la Iglesia, y la administraron. ¿Por qué? Porque no cesaban de estallar guerras dentro y fuera de ella, cuando todavía estaba tierna la planta de la fe, y todavía era necesario un cuidado personalizado. Como niños recién nacidos, la multitud de creyentes necesitaba un cuidado paterno sabio y prudente. Como apóstoles novatos, los obispos necesitaban todavía adquirir mayor sabiduría y experiencia.
XV
Para que veáis más claramente cuan dignos eran los que entonces estaban colocados al frente de la Iglesia, y cuántos trabajos y peligros entrañaba en aquellos principios este negocio, os traeré ante todo el mismo testimonio de Cristo, que prueba lo que acabo de decir y confirma mi sentencia. Habiendo visto a muchos que se acercaban a él, y para demostrar a los apóstoles que los profetas habían trabajado más que ellos, les dice: "Otros trabajaron, y vosotros os habéis introducido en las labores de ellos". En realidad, los apóstoles trabajaron mucho más que los profetas, mas para animar todavía más a los apóstoles añadió Jesús esa frase.
XVI
No es lo mismo enseñar cuando se llega primero que cuando muchos otros maestros ya enseñaron, pues el primer caso es el que ha arrojado la semilla. Lo que ya se ha sembrado, y meditado, y ha llegado a ser costumbre de muchos, fácilmente se comprende. En cambio, lo que se oye por primera vez alborota el pensamiento de los oyentes y da mucho quehacer a los que enseñan. Esto era lo que alborotaba en Atenas a los oyentes, y por eso se apartaron de Pablo y lo acusaban de esto: "Cosas nuevas pones en nuestros oídos". Hoy en día, estar al frente de la Iglesia acarrea muchos trabajos y sufrimientos, así que ¿cómo no sería doble y triple el trabajo, y mucho más, en aquel entonces? Sobre todo, porque los peligros y las luchas, y las emboscadas y los terrores, eran continuos. No, no puede explicarse con palabras la dificultad que aquellos santos soportaron, y sólo puede saberlo quien tuvo experiencia de ello.
XVII
Añadiré una cuarta corona brotada del episcopado. ¿Cuál es? Ésta misma: el haber tenido que gobernar nuestra patria. Gobernar a cien o ciento cincuenta personas es algo que ya, de por sí, lleva trabajo. Así pues, gobernar una ciudad tan célebre, y que alcanzaba los doscientos mil habitantes, ¿qué demostración de virtud y sabiduría debió de llevar? En las legiones pretorianas, que eran las más numerosas, se ponía como jefes a los más entendidos de los estrategas. De igual manera, las ciudades más grandes y pobladas se confiaban a los jefes más peritos. Por eso Dios, por todo lo declarado, tuvo un especial cuidado con esta ciudad. De hecho, al príncipe de toda la tierra, y a aquel a quien concedió las llaves de los cielos, y a quien confirió la potestad omnímoda, a ese Pedro ordenó que, por mucho tiempo, permaneciera en esta ciudad. ¿Por qué? Porque así le pareció a Dios, y porque nuestra sola ciudad hacía contrapeso a toda la tierra habitada.
XVIII
Ya que he hecho mención de Pedro, advierto en él el origen de la quinta corona de Ignacio: que recibiera el gobierno como sucesor de Pedro. Quien quita de los cimientos de un edificio una gran piedra, procura inmediatamente sustituirla con otra que se le iguale, si no quiere que todo el edificio se resienta y quede debilitado. Del mismo modo, como Pedro tenía que alejarse de esta ciudad, el Espíritu Santo nos trajo otro maestro equivalente a Pedro, con el objeto de que la construcción ya levantada no fuera a debilitarse por la ineptitud del sucesor.
XIX
He enumerado ya las cinco coronas de Ignacio: la grandeza de la dignidad, la dignidad de los que le consagraron, la dificultad de aquellos tiempos, la grandeza de nuestra ciudad, la excelsitud de que le precedió en el cargo. A todas estas coronas que he tejido podría añadir la sexta y la séptima, y muchas otras más, mas para no gastar todo el discurso en su episcopado, y omitir la narración de su martirio, ¡marchemos ya hacia el certamen!
XX
Gran guerra se había echado en aquel tiempo sobre la Iglesia. Como si una tiranía se hubiera apoderado de toda la tierra, los cristianos eran arrojados a la mitad de la plaza. Ellos no habían cometido ningún crimen, e incluso corrían en pos de la verdad, y se habían apartado del culto a los demonios, y habían reconocido al verdadero Dios, y adoraban al Hijo unigénito suyo. Pues bien, por todo ello fueron castigados con infinitos males. Lo fueron todos cuantos habían abrazado la fe, pero antes que nadie los que estaban al frente de las iglesias. En efecto, lo primero que quiso el demonio, malvado y astuto como es, fue quitar de enmedio a los pastores, para más fácilmente destrozar los rebaños.
XXI
El Dios que "envuelve a los astutos en sus mismas astucias" permitió que todo eso sucediera. Lo permitió para demostrar que no eran los hombres quienes gobernaban las iglesias, sino él personalmente quien apacienta a los que creen. Como el demonio se empeñó en quitar a los pastores de enmedio, Dios se empeñó en demostrar que, sin pastores, la piedad no desmerecía, ni se apagaba la predicación de la verdadera palabra, sino que más bien se acrecía. De esta manera, los hechos mismos serían los testigos, y los hechos mismos enseñarían a todo el mundo que no era un asunto humano el que se llevaba a cabo, ni estaba dirigido por las iglesias, sino que tenía su origen en los cielos y estaba dirigido por Dios. Además, los hechos mismos probarían que, quien pelea contra Dios, no sale jamás victorioso.
XXII
Previendo el demonio esta providencia de Dios, procedió a sus planes pero con cuidado. Así, no permitió que los obispos fueran degollados en las ciudades que gobernaban, sino que los sacó a otras extrañas, y allí los mató. Los sacó para debilitarlos con la caminata, y desanimarlos al no tener a sus amigos y parientes presentes Y esto lo hacía juntamente para cogerlos destituidos de sus amigos y parientes y para debilitarlos con los trabajos de las caminatas. En nuestro caso, a Ignacio lo sacó de Antioquía y lo citó a Roma, preparándole largos rodeos en su carrera para echar por tierra su determinación. Olvidaba el diablo un asunto no pequeño: que Ignacio tenía por compañero de viaje a Jesús, y que eso, en semejante destierro, lo hacía más fuerte aún, y más deseoso de no despegarse nunca de él. De hecho, por el camino fue Ignacio mostrando esta fuerte unión, y este deseo martirial, a todas las iglesias por donde pasó.
XXIII
Todas las ciudades por donde pasó Ignacio salieron a su encuentro, fueron corriendo a ungir al atleta, lo despidieron con gran acompañamiento, compitieron con él en súplicas y oraciones. Estos encuentros eclesiales no fue un asunto menor, pues enseñaron a todos (tanto a Ignacio como a los presentes) a emprender la carrera que todos hemos de recorrer hacia la muerte, como ascensión fervorosa que hay que hacer hacia el Rey de los cielos. Fueron importantes por eso, y por la conjunción de testimonios que en ellos tuvieron lugar.
XXIV
Ignacio fue pasando por todas las ciudades, exhortando con sus palabras y dando ejemplo con sus obras. Cuando los judíos enviaron a Pablo a Roma, creyeron que lo enviaban a la muerte, pero ese envío hizo que Pablo predicara también en Roma a los judíos. Pues bien, eso mismo pasó con Ignacio. Así como Pablo aprovechó el viaje a Roma para convertir a muchos por el camino, los mares, las islas y los puertos de anclaje, así mismo Ignacio fue animando por el camino a todos los presentes, enseñándoles a despreciar la vida presente, a tener en nada las cosas que se ven, a amar las futuras, a mirar al cielo y a no temer ninguno de los peligros de esta vida.
XXV
Caminaba Ignacio enseñando estas y muchas otras cosas, como un sol que en su nacimiento se levanta y va corriendo hacia su ocaso. Iba más resplandeciente que el sol. Sí, porque si el sol muestra su luz más sensible cuando sube a lo alto, Ignacio portaba su luz más intelectual cuando bajaba a su ocaso. Sí, porque si el sol se oculta cuando ya ha recorrido las regiones de occidente, y provoca la noche, Ignacio se mostró más fúlgido aún cuando hubo terminado su recorrido, y abrió un nuevo día sin ocaso a los que encontró al final de su trayectoria. Más aún, una vez llegado a Roma, Ignacio hizo que también ella aprendiera la sabiduría.
XXVI
Por este motivo permitió Dios que fuera Ignacio a terminar su vida en Roma, para que su muerte fuera enseñanza de piedad a todos los que en Roma habitaban. Vosotros, hermanos, por beneficio de Dios, no necesitabais de mayor instrucción, porque ya estabais arraigados en la fe. En cambio, los romanos necesitaban todavía un auxilio más. Por eso Pedro y Pablo, e Ignacio tras ellos, fueron enviado allí por Dios, para ser sacrificados y, con su sangre, purificar la sangre ofrecida a los ídolos. También fueron enviados para apuntalar la resurrección de Cristo, y enseñar a despreciar la vida presente, y persuadir con firmeza a emprender la ascensión a los cielos.
XXVII
Verdaderamente fue el martirio de Ignacio una demostración excelentísima de la resurrección de Cristo, y una inmensa arenga de desprecio a la patria, al hogar, a los amigos y a la vida misma, y una fidedigna confesión de Jesucristo a él. Semejantes hazañas no son propias de uno que ha muerto, ni de quien yace en un sepulcro, sino de uno que ha resucitado y vive. Por tanto, quien había detrás de Ignacio no era otro sino el Maestro de todos, de Pedro y de Pablo, de Ignacio y de todos los que dan su vida por Jesucristo.
XXVIII
Respecto a su muerte, Ignacio no fue condenado a morir extra-muros, ni en la cárcel, ni en ningún lugar escondido, sino en mitad del teatro, con las gradas repletas y por medio de las fieras azuzadas. Éste era el trofeo contra el demonio que tenía Dios preparado, a los ojos de todos y para que todos lo vieran. De hecho, tanta era la dignidad y alegría que experimentaba Ignacio que, cuando contemplaba cara a cara a las fieras, no semejaba ser un hombre normal, ni alguien a quien le arrancaban la vida, sino alguien lleno de vida, belleza y espiritualidad.
XXIX
¿Cómo se prueba esto? Por las palabras que, ya a punto de morir, pronunció el mismo Ignacio. En efecto, una vez que hubo entendido el género de muerte que le estaba reservado, exclamó: "Yo disfrutaré de esas fieras". Esto es propio de alguien que ama, y que está dispuesto a padecer lo que sea por aquellos a quienes ama. Ignacio lo padeció lleno de gozo, alcanzando el colmo de sus deseos en el colmo de sus padecimientos. ¿Que fue lo que, en concreto, le sucedió? Ignacio se apresuró a imitar a los apóstoles, en la forma de morir. Sabiendo que éstos, una vez azotados, se retiraban del tribunal gozosísimos, determinó imitar a éstos en el regocijo, y por eso exclamó: "Yo disfrutaré de las fieras". Así, Ignacio tuvo por más suaves los hocicos de las fieras que las palabras de los tiranos., puesto que éstas lo llamaban hacia el infierno, mientras que los hocicos de las fieras lo enviaban al cielo.
XXX
Una vez que Ignacio entregó su vida, recibió su corona, y también esto sucedió por providencia divina. En efecto, su cuerpo fue devuelto por los cristianos romanos a los cristianos antioquenos, en un recorrido que fue mostrando sus reliquias por todas las ciudades. Roma recibió su sangre a goterones, y nosotros veneráis sus reliquias. Nosotros gozamos de su episcopado, y ellos de su martirio. Ellos lo vieron combatiendo, venciendo y coronado, y nosotros lo poseemos perpetuamente. Lo apartó Dios de nosotros entre penas, y nos lo devolvió cubierto de gloria. Los que toman dinero a rédito, más tarde devuelven lo tomado junto con los intereses. Pues bien, así hizo Dios, al tomarnos a rédito a Ignacio, negociarlo en Roma, y devolvérnoslo con los beneficios. Lo despedimos como obispo, pero lo recibimos como mártir; lo despedimos rezando por él, y poco después él rezó por nosotros. Y esto no sólo nosotros, sino también todas las ciudades que mediaban entre nosotros y Roma.
XXXI
¿Qué pensáis que sentirían todas esas ciudades, cuando vieron que las reliquias de Ignacio regresaban triunfantes? ¡Cuánto gozo habrían experimentado! ¡Cómo se habrían alegrado! ¡Cuántas alabanzas se tributarían por todas partes a este mártir y sus coronas! Cuando un atleta ha vencido a todos sus competidores, tras retirarse de la tribuna de vencedores es recibido al punto por todos los espectadores, y éstos apenas le permiten tocar con sus plantas el suelo, y lo toman en alto, y lo llevan entre alabanzas a su mansión. Pues bien, esto es lo que sucedió a Ignacio en Roma, y todos los cristianos que lo fueron alzando en su viaje de regreso a Antioquía, a hombros y de ciudad en ciudad. Ésa fue la burla que tenía preparada Dios al demonio, y la astucia con que le devolvió y desbarató su estrategia. Lo que se había tramado en contra del mártir, en favor del mártir se había convertido.
XXXII
En esta ocasión, el mártir fue de provecho a todas las ciudades, y en todas propuso una bella lección. A esta misma ciudad, él la ha colmado de riquezas martiriales, hasta el día de hoy. Así como un tesoro inexhausto se va sacando día por día, y con todo nunca se agota, sino que aumenta las riquezas de aquellos que lo participan, así este bienaventurado mártir devuelve a sus hogares, llenos de bendiciones, a quienes a él se acercan. No nos acerquemos a Ignacio, pues, solamente hoy, sino vengamos cada día a recoger sus frutos espirituales, que son buenos y abundantes.
XXXIII
No sólo los cuerpos de los mártires, sino también sus urnas, rebosan de gracias del espíritu. Cuando un cadáver tocó el sepulcro del profeta Eliseo, éste "rompió las ataduras de la muerte, y aquél volvió de nuevo a la vida". Pus bien, eso mismo sigue sucediendo hoy en los sepulcros de los mártires, porque mucho más amplia es la virtud y gracia del Espíritu Santo. Si alguno toca con fe la urna, de ella sacará mayor fortaleza. Dios nos dejó las reliquias de los santos por esta razón, para que ellos nos lleven de la mano hacia él, y nos contagien su mismo celo de ellos, y nos ofrezcan un puerto seguro, y nos consuelen en los males que continuamente nos acechan.
XXXIV
Así pues, a todos os exhorto. Si acaso alguno ha decaído de ánimo, o se encuentra enfermo, o le amenaza algún peligro, o se ve en cualquier otra necesidad de la vida, o está sumido en lo profundo del pecado, que ese tal se acerque aquí con fe. Que lo haga, y verá que queda descargado de sus padecimientos, y regresará a su hogar regocijado. Más aún, no sólo debéis acercaros en la tribulación, sino en la alegría y quietud de ánimo. Viniendo aquí, y contemplando al mártir, adquiriréis mayor estabilidad y moderación, y vuestra conciencia no se ensoberbecerá por motivo de las buenas obras.
XXXV
El tesoro martirial resulta útil para todos, y es un oportuno refugio tanto para quienes han caído (a fin de que eviten las tentaciones) como para los que avanzan prósperamente (a fin de que sus bienes permanezcan seguros). A los enfermos les aliviará la salud, a los sanos les prevendrá de enfermedades. Consideremos estas cosas, pues, mucho más deleitosas que los placeres de la vida. Hagamos uso de estos lugares, y a través de ellos podremos llegar a la patria, y ser cohabitantes y consocios, de los santos, por la gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo.
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