JUAN CRISÓSTOMO
Ignacio de Antioquía

I

Quienes se deleitan con suntuosos y ricos banquetes, los celebran con frecuencia y se invitan unos a otros, tanto para demostrar la abundancia de sus riquezas propias, como para dar a conocer su benevolencia respecto de sus amigos. Del mismo modo la gracia del Espíritu Santo, haciendo ostentación delante de nosotros de su propia virtud y demostrándonos su ingente benevolencia para con los amigos de Dios, nos pone delante continuamente y nos prepara con los mártires mutuos y continuos banquetes. Hace apenas unos pocos días, una doncella del todo jovencita y virginal, la bienaventurada Pelagia, nos alimentó con grande placer; y el día ele hoy de nuevo y a su turno, a la fiesta de aquélla se sucede la del bienaventurado y nobilísimo mártir Ignacio. ¡Varían los semblantes, pero uno mismo es el banquete! ¡Diferentes son los combates, pero una misma la corona! ¡Variados los certámenes, pero uno mismo es el premio!

II

Y a la verdad, en los certámenes del siglo, por ser los ejercicios con el cuerpo, razonablemente sólo se admiten los varones. Pero acá, como el certamen todo pertenece al espíritu, se abre el estadio a ambos sexos y de ambos sexos son los espectadores. Ni se ciñen para la lucha únicamente los varones; y esto a fin de que las mujeres no vayan a creer que tienen una gloriosa defensa con recurrir a la fragilidad de su naturaleza; ni tampoco se portan esforzadamente sólo las mujeres, a fin de que no quede avergonzado el linaje de los varones. Sino que de uno y otro sexo muchos son proclamados vencedores y alcanzan las coronas; y esto, para que por las obras comprendas que en Cristo Jesús no hay varón ni hembra, ni sexo, ni fragilidad del cuerpo, ni edad, ni otro impedimento alguno que pueda estorbar a quienes van llevando a cabo la carrera de la piedad, con tal de que haya una generosa prontitud y un ánimo levantado y un fervoroso temor de Dios, que esté bien encendido y haya echado raíces en nuestras almas. Por esto, las doncellas y los varones, los jóvenes y los ancianos, los esclavos y los libres, y toda dignidad y toda edad y ambos sexos, entraron en estos certámenes y por ninguna de esas cosas sufrieron detrimento: ¡porque llevaron a estos combates una generosa determinación!

III

La ocasión nos llama ya a referir las hazañas de este bienaventurado. Pero el raciocinio se nos perturba y aterra, no sabiendo qué decir en primer lugar, ni qué en segundo, ni qué en tercero: ¡tan grande es el torrente que por todos lados nos envuelve con la abundancia de encomios! Nos sucede exactamente lo mismo que a quien hubiese entrado en un jardín, y observando las muchas clases de rosas, y las muchas violetas, y tan grande cantidad de lirios y de otras variadas y diferentes flores primaverales, estuviera dudoso en cuál de ellas fijaría primero su vista y en cuál otra en segundo lugar, porque cada una de las que mira arrastra en pos de ella sus miradas. Pues de ese modo nosotros, habiendo entrado en este espiritual jardín de las proezas de Ignacio, y habiendo visto en el alma de éste no flores primaverales sino el mismísimo variado y diferente fruto del Espíritu Santo, nos aterramos; y nos paramos dudosos de por dónde comenzaremos primeramente nuestro discurso, puesto que cada una de las cosas que vemos nos aparta de las otras a ella vecinas y nos arrastra la mirada interior del alma a la contemplación de su propia belleza. (1)

IV

Porque, ¡observad! Este estuvo al frente de nuestra iglesia con tanta generosidad y nobleza y con diligencia tanta cuanta requiere Cristo. Porque éste realizó en sus obras la regla que Cristo estableció para los obispos como la cumbre más alta. Habiendo oído a Cristo que le decía: ¡El buen pastor entrega la vida por sus ovejas!, (2) él la entregó por las suyas con absoluta fortaleza. El conversó dignamente con los apóstoles y gozó sus espirituales corrientes. ¿Cuál, pues, debió ser razonablemente quien con ellos se educaba y a todas partes los acompañaba y comunicaba todas cuantas cosas dijeron y cuantas no dijeron, sencillas y sublimes, y fue por ellos juzgado apto para tan excelsa dignidad? Vino luego un tiempo en que fue necesaria la fortaleza de alma, y de un alma que despreciara todas las cosas presentes, y que ardiera en el amor divino, y estimara en más las cosas invisibles que las visibles. Y entonces este bienaventurado se despojó de la carne con la misma facilidad con que otro cambiaría de vestidos.

V

¿Qué referiremos, pues, en primer lugar? ¿La doctrina apostólica que comprobó perfectamente con sus obras, o el desprecio de la vida presente o el cuidado en el ejercicio de las virtudes con que administró la primera dignidad de nuestra iglesia? ¿A quién alabaremos primero? ¿al mártir, al obispo o al apóstol? Porque la gracia del Espíritu Santo, habiendo entretejido una triple corona, con ella ciñó aquella venerable cabeza. O mejor aún: la ciñó con una corona múltiple. Porque cada una de esas tres coronas, si alguno con cuidado las despliega, encontrará que germina otras coronas. (3)

VI

¡Vengamos, si queréis, al encomio de su episcopado! ¿Acaso no parece ser sólo una corona? ¡Ea, pues! ¡despleguémosla con el discurso y veréis engendradas de ella hasta dos y hasta tres y aun muchas más! Por mi parte yo no admiro a este varón únicamente por haber aparecido como digno de este principado, sino porque tal dignidad la alcanzó de parte de aquellos santos, y fueron las manos bienaventuradas de los apóstoles las que tocaron la sagrada cabeza de éste. Y no es pequeña, para encomio, esta consideración. Y la razón es no solamente porque él alcanzó de esta manera una mayor gracia de lo alto, ni solamente porque ellos hicieron descender sobre él una más abundante fuerza del Espíritu Santo, sino porque de este modo testificaron que había en él todas las virtudes que en los hombres existen.

VII

Porque, escribiendo Pablo a Tito… ¡y cuando digo Pablo no me refiero a sólo éste sino también a Pedro y a Santiago y a Juan y a todo el coro de los apóstoles! Porque así como en la lira, siendo ella una sola, hay diferentes cuerdas, pero la armonía es única, así en el coro de los apóstoles, diferentes eran las personas pero una sola doctrina, porque también era uno solo el artista o sea el Espíritu Santo que movía sus almas. Y esto declarando decía Pablo: Pues tanto yo como ellos esto predicamos. (4) Escribiendo pues a Tito y explicándole cuál conviene que sea el que es obispo, le dice: Porque es preciso que el obispo sea inculpable, como administrador de Dios; no soberbio, ni iracundo, ni dado al vino, ni pendenciero, ni codicioso de torpes ganancias; sino hospitalario, benigno, prudente, sobrio, justo, santo, continente, guardador de la palabra fiel, que se ajuste a la doctrina, de suerte que pueda exhortar a otros con sana doctrina y argüir a los contradictores. (5)

VIII

Y escribiendo a Timoteo acerca de lo mismo, le dice de esta manera: Si alguno desea el episcopado, buena obra desea. Pero es preciso que el obispo sea irreprensible, marido de una sola mujer, sobrio, prudente, morigerado, hospitalario, capaz de enseñar, no dado al vino ni pendenciero, sino ecuánime, pacífico y no codicioso. (6) ¿Observas cuán grande excelencia de virtud requiere en el obispo? Porque, a la manera de un excelente pintor que mezcla varios colores cuando ha de ejecutar la imagen prototipo de lo que debe ser un rey, trabaja con toda diligencia, con el fin de que quienes hayan de imitarla y reproducirla tengan por medio de ella una idea acabada, del mismo modo el bienaventurado Pablo, como si pintara una imagen regia y preparara el arquetipo de ella, habiendo mezclado los variados colores de las virtudes, nos esculpió, nos presentó los caracteres más adaptados a lo que es el episcopado, con el objeto de que cada uno de los que ascienden a esta dignidad, mirando cuidadosamente hacia esta imagen, ordene conforme a ella sus propios procederes. Diría yo, en consecuencia y no sin atrevimiento, que el bienaventurado Ignacio toda esa forma la modeló en su alma y se mostró irreprensible, sin crimen, ni soberbio, ni iracundo, ni dado al vino, ni pendenciero, ni codicioso, sino justo, santo, continente, acogedor de la palabra fiel que es conforme a la doctrina, sobrio, prudente, ordenado y todo lo demás que Pablo exigió.

IX

Y ¿cuál es la demostración de esto?, me dirás. ¡Que aquellos mismos que tales cosas dijeron y exigieron de los prelados, ésos fueron quienes a él lo eligieron! Y ciertamente quienes con tanta exactitud exhortaban a otros a sujetar a probación a los que habían de ordenar y subir al trono de esta dignidad, sin duda que ellos mismos no lo habrían practicado con descuido. Al revés, si no hubieran advertido en el alma de este mártir todo ese conjunto de virtudes perfectamente connaturalizado, no le habrían puesto en las manos tal dignidad. Puesto que tenían bien sabido cuan peligroso es y cuánto les amenaza a quienes hacen a la ventura y con simplicidad semejantes elecciones.

X

Declarando esto mismo Pablo decía en su carta a Timoteo: ¡No impongas tus manos apresuradamente sobre ninguno, ni participes en los pecados ajenos! (7) ¿Qué dices? Otro fue el que pecó ¿y yo voy a ser participante de sus pecados y de su castigo? ¡Sí, responde! ¡Porque presentas oportunidades para la maldad! Y a la manera que quien proporciona una espada aguda a un loco furioso, del asesinato que él con ella cometa sale causante y lleva la culpa porque ha proporcionado la espada, así quien proporciona a uno que vive indignamente el poder hacer mal desde esta dignidad, atrae sobre su cabeza el fuego de todos los pecados de aquél y de sus crímenes. Puesto que en todas partes, quien proporciona la raíz se tiene como causante de los frutos que de ella brotan. (8) ¿Ves cómo la corona del episcopado se muestra doble, puesto que la dignidad de aquellos que le impusieron las manos la vuelve más esplendorosa y es además una demostración perfecta de su virtud?

XI

¿Deseáis que os descubra otra corona que de esta misma germina? ¡Reflexionemos acerca de la ocasión en que le fue conferida esta dignidad! Porque no es lo mismo administrar la Iglesia en el tiempo presente que en aquel entonces; como no es lo mismo andar un camino perfectamente trillado y acondicionado y en compañía de muchos, que andar otro que ahora por primera vez hay que desbrozar, y que abunda en pedruzcos y barrancos y rebosa de fieras salvajes, y no ha recibido aún la huella de viandante alguno. Actualmente, por la gracia de Dios, no hay peligro ninguno para los obispos, sino que existe por todas partes una paz firmemente establecida, y todos gozamos de tranquilidad, la palabra de la piedad se ha extendido sobre toda la tierra habitada, al mismo tiempo que los que nos gobiernan cuidan empeñosamente de la fe.

XII

Pero en aquellos tiempos nada de esto había. Sino que por cualquier parte por donde alguno tendiera la vista, por ahí había precipicios, abismos, enemigos, batallas y peligros; y los magistrados y los reyes y los pueblos y las ciudades y las tribus y los domésticos y los extraños, ponían asechanzas a los creyentes. Ni era esto solamente lo terrible, sino que muchos de los mismos que ya habían creído, como quienes por vez primera gustaban de los dogmas nuevos, necesitaban de grande benevolencia, y estaban aún débiles y muchas veces eran engañados. Y era esto lo que no menos, antes mucho más que las guerras exteriores, entristecía a los maestros en la fe. Porque las luchas exteriores y las asechanzas, más bien les producían un gozo grande por la esperanza de premios mayores que les estaban reservados.

XIII

Por este motivo los apóstoles salían del tribunal alegres por haber sido azotados. Y Pablo clama y dice: ¡Me gozo en mis padecimientos! (9) y se gloría por todas partes de sus tribulaciones. En cambio, las heridas de los domésticos y las caídas de los hermanos no los dejaban ni siquiera respirar, sino que siempre, a la manera de un pesado yugo, oprimían el cuello de sus almas y constantemente las molestaban. Oye, en confirmación, cómo Pablo, aquel que así se gozaba en sus padecimientos, se lamenta amargamente de ellas: Porque ¿quién, dice, enferma y yo no me enfermo? ¿quién se escandaliza y yo no me inflamo? (10) Y también: ¡Temo no sea que al ir no os encuentre tales como yo quería; y que a mí me encontréis cual no me queréis! (11) Y poco después: ¡No sea que cuando de nuevo vuelva a visitaros me humille Dios y tenga que llorar a muchos de los que antes pecaron y no hicieron penitencia de sus impurezas y fornicaciones y de la impudicia en que incurrieron! (12)

XIV

Y en todo tiempo se le encuentra entre lágrimas y gemidos a causa de los domésticos, y temeroso y temblando continua mente por los que ya una vez habían creído. A la manera que admiramos al piloto no cuando puede conducir a salvo a quienes hacen la travesía mientras está el mar en calma y sopla un viento favorable que empuja al bajel, sino cuando, enloquecido el mar y levantadas en alto las olas y puestos en discusiones los mismos que van en la nave, mientras un huracán terrible sitia por dentro y por fuera a los navegantes, él, a pesar de todo, puede enderezar el rumbo de la barquilla con toda seguridad: así conviene quedar suspensos de admiración ante aquellos que en semejantes días condujeron la Iglesia; y esto mucho más que ante los que ahora la administran; en aquellos días cuando las guerras estallaban dentro y fuera de ella; cuando aún estaba tierna la planta de la fe, y necesitada de abundantes cuidados; cuando, como un niño recién nacido, la multitud de la Iglesia necesitaba de mayor prudencia y de grande sabiduría en el alma de quien la había de lactar.

XV

Y para que más claramente veáis cuan dignos eran los que entonces estaban colocados al frente de la Iglesia, y cuántos trabajos y peligros entrañaba en aquellos principios y comienzos este negocio, os traeré ante todo los testimonios de Cristo que prueban lo que acabamos de decir y confirman nuestra sentencia. Porque habiendo visto a muchos que se acercaban a El, como quisiera demostrar a los apóstoles que los profetas habían trabajado más que ellos, les dice: ¡Otros trabajaron y vosotros os habéis introducido en las labores de ellos! (13) ¡Y eso que los apóstoles habían en realidad trabajado más que los profetas! Pero, por razón de que aquellos antiguos sembraron la palabra de la piedad y atrajeron los ánimos de hombres rudos e ignorantes de la verdad, por esto la mayor parte de trabajo a ellos se les atribuye.

XVI

Porque no es lo mismo ¡no lo es! el enseñar cuando se llega después que ya muchos otros maestros enseñaron, y ser el primero en arrojar la semilla. Puesto que lo que ya está preparado mediante la meditación y ha llegado a ser costumbre de muchos, fácilmente se comprende. En cambio, lo que se oye por vez primera, alborota el pensamiento de los oyentes y da mucho quehacer a los que enseñan. Esto era lo que alborotaba en Atenas a los oyentes, y éstos se apartaban de Pablo y lo acusaban de que: ¡Cosas nuevas pones en nuestros oídos! (14) Pues si ahora, eso de estar al frente de la Iglesia acarrea muchos trabajos y sufrimientos a los que la gobiernan, ¡piensa tú cómo era doble y triple el trabajo y multiplicado, en aquel entonces, cuando los peligros y las luchas y las emboscadas y los terrores eran continuos! ¡No, no puede explicarse con palabras la dificultad que aquellos santos soportaron! ¡Solamente la conocerá aquel que haya hecho experiencia de ella!

XVII

Añadiré una cuarta corona, que del episcopado de éste brota. ¿Cuál es? ¡El haber tenido que gobernar a nuestra patria! Porque el gobernar aunque no sea sino a cien y aun a cincuenta hombres es cosa de excesivo trabajo; pero gobernar una ciudad tan célebre y que alcanza ya veinte miríadas de población (15) ¿cuán grande demostración de virtud y sabiduría piensas que es? Porque del mismo modo que en las legiones pretorianas que son más numerosas, se pone como jefes a los más entendidos de los estrategas, así sucede respecto de las ciudades: que las más grandes y más pobladas se confían a los jefes más peritos. Y Dios, como los hechos lo declararon, tuvo un especial cuidado con esta ciudad. Porque al príncipe de toda la tierra, a aquel a quien concedió las llaves de los cielos, y a quien confirió potestad omnímoda, a ése le ordenó que por mucho tiempo permaneciera en esta ciudad: ¡de manera que le pareció que sola nuestra ciudad hacía contrapeso a toda la tierra habitada!

XVIII

Y ya que hemos hecho mención de Pedro, advierto en él el origen de la quinta corona entretejida: y es ella el que éste haya recibido el gobierno como sucesor de aquel Pedro. Porque, así como quien quita de los cimientos de un edificio una gran piedra, procura inmediatamente sustituirla con otra que se le iguale, si no quiere que todo el edificio se resienta y quede más debilitado, del mismo modo, como Pedro hubiera de alejarse de esta ciudad, la gracia del Espíritu Santo nos trajo, en lugar suyo, otro maestro equivalente a Pedro, con el objeto de que la construcción ya levantada no fuera a debilitarse por la ineptitud del sucesor.

XIX

De manera que hemos enumerado cinco coronas: por la grandeza de la dignidad; por la dignidad de los que lo consagraron; por la dificultad de aquellos tiempos; por la grandeza de nuestra ciudad; y por la excelsitud de aquel que en el cargo le precedió. A todas estas coronas que hemos tejido podríamos añadir la sexta y la séptima y muchas otras más. Pero, para no gastar todo el tiempo en los discursos acerca de su episcopado y tener que omitir la narración de su martirio, ¡ea! ¡marchemos ya hacia el certamen!

XX

Grande guerra se había echado en aquel tiempo sobre la Iglesia; y como si una tiranía se hubiera apoderado de toda la tierra, los hombres todos eran arrebatados de la mitad de la plaza; y esto no porque se les acusara de algún crimen, sino porque, habiendo abjurado el error, corrían en pos de la verdad; y porque, habiéndose apartado del culto de los demonios, y habiendo reconocido al verdadero Dios, adoraban al Hijo Unigénito suyo; y, por las cosas por las que justamente habían de ser coronados y admirados y honrados, por ésas eran castigados y sufrían infinitos males, todos cuantos habían recibido la fe, pero antes que nadie los que estaban al frente de las iglesias. Porque el demonio, malvado y astuto como es para enhebrar semejantes asechanzas, esperaba que, si quitaba de enmedio a los pastores, podría más fácilmente destrozar los rebaños.

XXI

Aquel que envuelve a los astutos en sus mismas astucias, como quisiera demostrarle que no eran los hombres quienes gobernaban las iglesias, sino El quien personalmente apacienta a los que creen, permitió que todo eso sucediera, con el objeto de que, una vez quitados los pastores de enmedio, advirtiera el demonio que las cosas de la piedad no desmerecían ni se apagaba la predicación de la verdadera palabra, sino que más bien se acrecía; y aprendiera así, por los hechos mismos, él a su vez, y a su vez también los que en estas cosas de la persecución le servían como ministros, que no son cosas humanas las que nosotros traemos entre manos, sino que trae de los cielos su raíz la enseñanza de ellas y que es Dios el que por todas partes maneja las iglesias; y que a quien pelea contra Dios no le acontecerá jamás salir con la victoria.

XXII

Pero el demonio no procedió solamente a este mal, sino a otro no menor. Porque no toleraba que los obispos fueran degollados en las ciudades que gobernaban; sino que, habiéndolos sacado a otras extrañas, allá los mataba. Y esto lo hacía juntamente para cogerlos destituidos de sus amigos y parientes y para debilitarlos con los trabajos de las caminatas. Y así procedió con este bienaventurado santo. Porque desde nuestra ciudad lo citó a la de Roma, y le preparó largos rodeos en su carrera, porque esperaba con lo largo del camino y el número grande de días, echar por tierra su determinación: ¡ignoraba que teniendo a Jesús por compañero de viaje y como compañero en semejante destierro, lo hacía con esto más fuerte aún, y hacía mayor la demostración de la virtud que en el mártir había, y éste de una manera mejor confirmaba las iglesias!

XXIII

Las ciudades que estaban a su paso, corrían a ungir al atleta, y lo despedían con grande acompañamiento, y competían con él en las súplicas y en las oraciones. Aparte de que no era vulgar la consolación que esas ciudades recibían, al ver al mártir cómo corría hacia la muerte con tanto fervor: ¡con cuanto era necesario que tuviera quien era llamado por el Rey de los cielos! ¡Y aprendían, por sus obras mismas, que no era a la muerte a donde corría, dado su empeño nobilísimo y su alegría, sino que aquello era una marcha y un cambio y una ascensión a los cielos!

XXIV

Dando esta lección caminaba por todas las ciudades; y la daba con sus palabras y juntamente con sus obras. Y así como sucedió con Pablo, que cuando los judíos lo ataron y lo enviaron a Roma creyeron ellos que lo enviaban a la muerte, y sólo lo enviaban para que predicara a los judíos que en Roma vivían, del mismo modo sucedió con Ignacio, y aun con cierta mayor excelencia. Porque éste marchaba como un admirable maestro no solamente de los que en Roma vivían, sino también de las ciudades que estaban en su camino, y las enseñaba a despreciar la vida presente, y a tener en nada las cosas que se ven, y a amar las futuras, y a mirar al cielo, y a no temer ninguno de los peligros de esta vida.

XXV

¡Caminaba enseñándoles estas y otras muchas cosas por medio de sus obras, como un sol que en su nacimiento se levanta y va corriendo a su ocaso! ¡Pero iba más resplandeciente que el sol! Porque éste sube a lo alto llevando la luz sensible; mientras que Ignacio corría acá abajo portando la luz intelectual de su enseñanza para las almas. Aparte de que aquel otro sol, una vez que corriendo ha llegado a las regiones del ocaso, se oculta y sobreviene la noche; mientras que este otro, apartándose hacia las regiones de occidente, desde allá se levantó más fúlgido aún y causó sumos bienes a todos cuantos encontró en su camino. (16) Más aún: una vez llegado a Roma, hizo que también ella aprendiera la sabiduría.

XXVI

Por este motivo permitió Dios que fuera allá a terminar su vida, para que su muerte fuera enseñanza de piedad a todos los que en Roma habitaban. Vosotros, por beneficio de Dios, no necesitabais de mayor instrucción, una vez que estabais arraigados en la fe; pero los que en Roma habitaban, por haber entonces allá mayor impiedad, necesitaban de un auxilio mayor. Por eso Pedro y Pablo y éste tras ellos fueron allá sacrificados. Para que con su sangre purificaran aquella ciudad manchada con la sangre que se había ofrecido a los ídolos. Y también para que dieran testimonio de la resurrección de Jesucristo mediante sus obras, enseñando a los que en Roma vivían que ellos mismos no habrían despreciado con tanto placer la vida presente de no estar persuadidos con toda firmeza de que habían de ascender al lado de aquel Jesús crucificado y contemplarlo en los cielos.

XXVII

Verdaderamente que es una demostración excelentísima de la resurrección el que Cristo, una vez inmolado, mostrara tan inmenso poder, hasta persuadir a los hombres que gozan de esta vida a despreciar su patria, su casa, sus amigos, sus parientes, su vida misma, por confesarlo a El; y escoger en vez de los presentes placeres, los azotes, los peligros y la muerte. Porque semejantes hazañas no son propias de uno que ha muerto ni de quien yace en el sepulcro, sino de uno que ha resucitado y vive. Pues ¿qué otra explicación tiene eso de que, mientras El vivía, todos los apóstoles, debilitados por el temor entregaran al Maestro y escaparan huyendo; y en cambio una vez que murió, no solamente Pedro y Pablo, sino también Ignacio, que nunca lo vio ni gozó de su convivencia, mostraran tanto celo que hasta llegaran a entregar por El su vida?

XXVIII

Pues con el fin de que esto aprendieran los que en Roma vivían, permitió Dios que allá muriera este bienaventurado mártir. Y que en realidad esta haya sido la causa, os lo haré creíble por el modo de su muerte. Porque fue condenado a morir no fuera de los muros, ni en algún abismo, ni en la cárcel, ni en algún sitio escondido; sino en mitad del teatro sufrió el martirio –mientras estaba sentada en las graderías la ciudad en pleno– por medio de las fieras azuzadas contra él. Todo con el fin de que, habiendo él erigido así un trofeo contra el demonio delante de los ojos de todos, a todos cuantos lo contemplaban los hiciera imitadores de su lucha; y esto no sólo por el hecho de morir tan noblemente sino además con tan grande alegría. Porque contempló las fieras tan regocijadamente que no semejaba un hombre a quien se le ha de arrancar la propia vida, sino a quien se le llama a otra vida más bella y más espiritual.

XXIX

¿Cómo se comprueba esto? ¡Por las palabras que ya a punto de morir pronunció! Porque una vez que hubo entendido ser aquel el género de muerte que le estaba reservado, exclamó: ¡Yo disfrutaré de esas fieras! ¡Es que así hablan los que aman! ¡cuando padecen algo por aquellos a quienes aman, lo padecen llenos de gozo! ¡y les parece haber alcanzado el colmo de sus deseos cuando llegan al colmo de sus padecimientos! Que fue lo que a este bienaventurado mártir le sucedió. Porque él se apresuró a imitar a los apóstoles no sólo en la muerte sino además en la presteza para la muerte. Y sabiendo que aquéllos, una vez azotados, se retiraban del tribunal gozosísimos, determinó consigo imitar a estos sus maestros no solamente con la muerte sino también en el regocijo. Por esto exclamaba: ¡Yo disfrutaré de las fieras! Y tuvo por más suaves los hocicos de las fieras que las palabras de los tiranos. Y esto no sin razón: ¡puesto que éstas lo llamaban hacia el infierno, mientras que los hocicos de las fieras lo enviaban al cielo!

XXX

Y una vez que allá en Roma entregó su vida, o mejor dicho ascendió a los cielos, ahora regresa de aquella ciudad ceñido de su corona. Porque también esto sucedió por providencia divina: que de nuevo volviera el mártir a nosotros y a la vez fuera compartido por las otras ciudades. Roma recibió su sangre que goteaba; vosotros veneráis sus reliquias. Gozasteis vosotros de su episcopado, gozaron aquéllos de su martirio. Lo vieron aquéllos combatiendo y venciendo y coronado; vosotros lo poseéis perpetuamente. Lo apartó Dios de vosotros por un breve espacio de tiempo y luego os lo devolvió cubierto de una gloria mayor. Como los que toman dineros a rédito y vuelven después lo que habían tomado juntamente con sus intereses, así hizo Dios: habiéndoos tomado a rédito este precioso tesoro por algún tiempo, y habiéndolo mostrado a la otra ciudad, la de Roma, os lo ha devuelto con gloria más abundante. Porque lo despedisteis obispo y lo habéis recibido mártir; lo despedisteis con oraciones y lo recibís coronado. Y esto, no solamente vosotros, sino también todas las otras ciudades que median entre vosotros y Roma.

XXXI

Porque ¿qué pensáis que sentirían ellas cuando vieron las reliquias que regresaban? ¿de cuánto gozo habrán disfrutado? ¿cómo se habrán alegrado? ¿cuántas alabanzas por todas partes a este mártir y sus coronas habrán tributado? Porque del mismo modo que a un atleta que ha vencido a todos sus fuertes competidores, y que con brillante gloria se retira de la tribuna donde presiden los jueces, al punto lo reciben los que presenciaban el certamen, y apenas si le permiten tocar con sus plantas el suelo, sino que lo toman en alto y lo cubren de alabanzas, y así lo llevan hasta sus mansiones; así entonces, las ciudades, por su orden, desde Roma, lo iban recibiendo y lo cargaban sobre sus hombros y lo condujeron hasta nuestra ciudad, y tributaban elogios a sus coronas, y cantaban himnos al luchador, y se burlaban del demonio, porque su astucia se había vuelto contra él mismo, y porque todo lo que él había tramado en contra del mártir, en favor del mártir se había convertido.

XXXII

Y con esa ocasión el mártir aprovechó a todas las ciudades y a todas les propuso una bella lección. Luego a esta ciudad la ha colmado hasta el día de hoy de riquezas. Y a la manera de un tesoro inexhausto del que día por día se va sacando y con todo nunca se agota, sino que aumenta las riquezas de aquellos que lo participan, así este bienaventurado Ignacio, a quienes a él se acercan los vuelve a sus hogares colmados de bendiciones, de confianza, de magnanimidad y de extrema fortaleza.

XXXIII

¡No nos acerquemos, pues, a él, solamente el día de hoy, sino vengamos cada día a recoger sus frutos espirituales! Porque puede, puede en verdad, quien se llega a este sitio con fe, sacar abundantes y buenos frutos. No solamente los cuerpos de los mártires sino también sus urnas, están rebosando de gracias del espíritu. Porque si esto sucedió con aquel Elíseo, que habiendo tocado el sepulcro suyo un cadáver, éste rompió las ataduras de la muerte y volvió de nuevo a la vida, (17) mucho mejor sucederá ahora, cuando la gracia es más abundante, cuando es más amplia la virtud del Espíritu Santo; sucederá, digo, que si alguno toca con fe la urna, saque de ahí mayor fortaleza. Para esto Dios nos dejó las reliquias de los santos; porque quería que nosotros fuéramos como llevados de la mano por ellas hacia El con el mismo celo de ellos; y porque quería darnos un como puerto seguro y un firme consuelo en los males que continuamente se nos echan encima.

XXXIV

Así pues, a todos os exhorto; para que si acaso hay alguno que haya decaído de ánimo o se encuentra enfermo o le amenaza algún peligro o se ve en cualquiera otra necesidad de la vida o está sumido en lo profundo del pecado, ese tal se acerque aquí con fe, y quedará descargado de todos sus padecimientos, y regresará a su hogar regocijado y aliviada su conciencia con sola la contemplación de este bienaventurado mártir. Pero más aún: no solamente deben acercarse aquí los que se hallan en tribulación. Si acaso alguno se encuentra en quietud de ánimo y en honores y en dignidades y con abundante confianza delante de Dios, tampoco ése ha de menospreciar esta ganancia. Porque, llegándose aquí y habiendo contemplado a este mártir, poseerá esos bienes con mayor estabilidad, por persuadirse en su alma de que debe guardar moderación, a causa de las hazañas de este bienaventurado santo, y no permitirá que su conciencia se ensoberbezca por motivo de sus buenas obras.

XXXV

Ni es cosa de poco momento que quienes van viento en popa en sus negocios, no se hinchen a causa de su buen suceso, sino que sepan llevar con moderación esa prosperidad. De manera que este tesoro resulta útil para todos y es un oportuno refugio tanto para quienes han caído a fin de que eviten las tentaciones, como para los que avanzan prósperamente a fin de que sus bienes permanezcan seguros; ¡para los enfermos a fin de que recobren su salud, y para los sanos a fin de que no caigan en enfermedad! Considerando estas cosas, estimemos en más que todos los placeres y que todos los deleites este santo lugar, a fin de que participemos de la alegría y ganancia suyas; y allá en la otra vida, podamos llegar a ser cohabitantes y consocios de estos santos, por las oraciones de ellos mismos y por la gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo.

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Traducido por
Manuel Arnaldos, ed. EJC, Molina de Segura 2025

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