BASILIO DE CESAREA
Sobre la Ira
I
Torpe bestialidad del iracundo
Cuando las prescripciones de los médicos son oportunas, y están conformes con lo que aconseja el arte, su utilidad se manifiesta sobre todo después que se experimenta. Así, en las exhortaciones espirituales, cuando los consejos están confirmados por el éxito, es entonces cuando aparece lo sabia y útilmente que fueron dadas para la enmienda de la vida y para la perfección. Cuando oímos las sentencias de Proverbios, que nos enseñan que "la ira pierde aun a los prudentes", o cuando oímos que el apóstol dice que "toda ira, indignación y alboroto con toda maldad, esté lejos de vosotros", o al Señor que dice que "quien irrita a su hermano es reo de juicio"... si hemos experimentado esta pasión que no nace en nosotros, sino que se precipita desde fuera sobre nosotros como una inesperada tempestad, entonces, sobre todo, conoceremos lo admirable de las divinas amonestaciones. Si a veces nosotros mismos hemos dado cabida a la ira, como abriendo paso a un río impetuoso, y hemos experimentado la vergonzosa tribulación de los poseídos por esta pasión, habremos llegado a conocer entonces la verdad de aquella sentencia: "El hombre iracundo no es honesto". ¿Por qué? Porque una vez que este vicio hace perder la razón, usurpa a continuación el dominio del alma. En efecto, la ira embrutece por completo al hombre, no permitiéndole ser hombre, pues ya no cuenta con el auxilio de la razón. Lo que el veneno causa a los envenenados, eso mismo hace la ira en los que se exasperan: que los hace rabiar como perros, atacar como escorpiones, morder como serpientes. La Sagrada Escritura suele llamar fieras a los dominados por este vicio, porque a ellas se les asemejan en su maldad. Otras veces los llama "perros que no ladran", otras serpientes o "raza de víboras". En efecto, los que están dispuestos a destrozarse mutuamente, y a hacer daño a sus semejantes, son con razón contados entre las fieras, y entre animales venenosos que tienen odio implacable al hombre y lo atacan. La ira desenfrena la lengua, y hace que no hay guarda en la boca. Las manos sin sosiego, las afrentas, los insultos, las maldiciones, las heridas, y otras maldades sin enumerar, son vicios engendrados por la ira y el furor. También la espada se afila por la ira, y la muerte del hombre se lleva a cabo por manos humanas. Por la ira, los hermanos llegan a desconocerse entre sí, y los padres y los hijos reniegan de su naturaleza. Los iracundos se olvidan en primer lugar de sí mismos, y después de sus parientes. Y así como los torrentes que van a morir en alguna concavidad, arrastran consigo cuanto se les presenta delante, del mismo modo los violentos, e irresistibles ímpetus de los iracundos, atropellan a todos por igual. Los iracundos no respetan las canas, ni la santidad de vida, ni el parentesco, ni los beneficios recibidos, ni dignidad alguna. Es la ira una locura pasajera. En el afán de vengarse, los iracundos aun a sí mismo se precipitan muchas veces en una desgracia evidente, despreciando su propio bienestar. Picados como con un aguijón por el recuerdo de los que le han ofendido, hirviendo y saltando de enojo, no paran hasta que hacen algún daño a quien les ha irritado. Sin embargo, suele acontecer que son ellos los que primero reciben sus efectos. Muchas veces, las cosas que violentamente se quiebran, se quiebran en primer lugar en los violentos, por cuanto se estrellan contra otras que las resisten.
II
Descripción del iracundo
¿Quién podrá explicar este mal de la ira? La ira se enciende por cualquier cosa, grita y se enfurece, y acomete más indecorosamente que cualquier veneno animal. Los iracundos, por tanto, no desisten, hasta que en ellos revienta como burbuja la ira, y hasta que se deshace la hinchazón que constituye su grave e incurable mal. Ni el filo de la espada, ni el fuego, ni cualquier otra cosa terrible, es capaz de contener a un ánimo encendido en ira. Los iracundos se parecen a los posesos del demonio, de los cuales nada se diferencian los iracundos, ni en su aspecto ni en el estado de su mal. A los que están sedientos de venganza les hierve la sangre alrededor del corazón, como agitada e inflamada por la fuerza del fuego. Saliendo al exterior, la ira presenta al airado en otra forma, mudándole la acostumbrada y a todos conocida, como si se pusiese una careta en la escena. Se desconocen en ellos los ojos propios y ordinarios. Su aspecto es fiero, su mirada despide fuego, sus dientes se aguzan como un jabalí, su rostro se vuelve lívido y enrojecido, sus venas se hinchan, su se vuelve voz áspera y muy levantada, sus inarticuladas palabras se precipitan temerariamente, sin orden ni significado. Cuando la causa de su exasperación ha llegado al colmo, y después que su ira se enciende más y más (como la llama con la abundancia de combustible), es entonces cuando se ven espectáculos que ni la lengua puede decir, ni de hecho se pueden tolerar. Es entonces cuando el iracundo levanta las manos contra el amigo, y descarga con ellas golpes en todas partes de su cuerpo. Más aún, da puntapiés sin compasión, sobre lo que pille por delante. Todo lo que se le pone delante sirve de arma a la ira. Si la parte contraria se encuentra con el mismo mal que le resiste (a saber, con otra rabia y locura semejante), entonces caen el uno sobre el otro, sufriendo mutuamente cuanto es justo que sufran los que luchan bajo semejante espíritu. Las mutilaciones de los miembros, y muchas veces también la muerte, lo cuentan los que luchan como premio de la ira. Comenzó el uno a levantar sus manos sin razón, y el otro repitió el golpe. Así, ambos cuerpos quedaron lastimados por las heridas. No obstante, la ira hace que no se sienta el dolor, pues el iracundo ni siquiera tiene tiempo para sentir lo que sufre, mientras tienen ocupada la mente en vengarse del otro.
III
La ira se vence con la mansedumbre
No curéis un mal con otro mal, hermanos, ni porfiéis por vengaros unos a otros en hacer daño. En los duelos, es más digno de compasión el que vence, porque se retira con las manos manchadas. No te hagas tú deudor de un premio así, ni pagues peor una deuda mala. ¿Te insulta el iracundo? Detén con tu silencio el daño. Recibiendo en tu corazón como a un torrente la ira del otro, imitas a los vientos que rechazan con su soplo lo que se les arroja. No tengas a tu enemigo por maestro, ni imites lo que odias. No te hagas como ese espejo que se irrita mostrando tu figura. Me dirás que "es él quien se ha encendido", mas ¿acaso no estás tú también encendido?
Me dirás que "sus ojos arrojaban sangre", mas ¿los tuyos miraban con serenidad? Me dirás que "su voz es áspera", mas la tuya ¿es suave? En los desiertos, el eco devuelve la voz al que la emitió. Así también, los insultos vuelven al que los profirió. Mejor dicho, el eco devuelve el insulto aumentado. Además, ¿qué es lo que suelen echarse en cara, el uno al otro, los iracundos? Uno dice al otro "¡plebeyo, descendiente de oscuro linaje!", y el otro responde "¡esclavo, e hijo de esclavos!". Uno le dice ¡pobre!, y el otro contesta ¡mendigo! Uno le dice ¡ignorante!, y el otro ¡mentecato! Y así hasta que se les acaban los insultos, como agudas flechas. Cuando han arrojado de su boca, como de una aljaba, toda clase de improperios, pasan a la venganza por medio de los hechos. Porque la ira excita la riña, y la riña engendra los insultos, y los insultos los golpes. ¡Y no pocas veces a los golpes siguen las heridas y la muerte!IV
Consejos para dominar la ira
Alejemos el mal en su comienzo, arrojando la ira de nuestras almas con todo empeño. De esta manera arrancaremos este vicio en su raíz y fundamento, y otros muchísimos males. ¿Te ha maldecido tu enemigo? Bendícele tú. ¿Te ha herido? Súfrelo. ¿Te desprecia y te tiene por nada? Piensa que "eres de la tierra y en tierra te has de convertir". Quien medita este pensamiento, toda deshonra encuentra menor que la verdad. Si te muestras invulnerable ante las injurias, quitarás al enemigo toda posibilidad de venganza. Además, ganas de esta manera para ti, gran corona de paciencia, sirviéndote de la locura del otro como de ocasión para tu propia virtud. Y si me crees, aún añadirás tú mismo otros oprobios a los que el otro te dice. ¿Te llama plebeyo y hombre sin honor, y sin ningún valor? Llámate tú a ti mismo tierra y polvo, y que no eres más noble que nuestro padre Abraham. ¿Te llama ignorante, pobre e indigno de todo? Tú mismo, llámate a ti mismo gusano, y di que tu origen es el estiércol, usando el lenguaje de David. Y a esto, añade la hazaña de Moisés. Cuando fue injuriado por Aarón y María, Moisés no pidió a Dios que les castigase, sino que rogó por ellos. ¿De quién quieres ser discípulo? ¿De los amigos de Dios, o de los que están llenos del espíritu de maldad? Cuando se levante en ti la tentación de injuriar, piensa que estás en esta alternativa: o de acercarte a Dios (por la paciencia), o de acogerte al enemigo (por la ira). Da tiempo a tus pensamientos, para que ellos elijan el partido ventajoso. Porque, o aprovechas algo a tu adversario (con el ejemplo de la mansedumbre), o le irritas más ferozmente (con tu desprecio). Además, ¿qué cosa hay más acerba para un enemigo que el ver que su adversario le supera en las injurias? No rebajes tu ánimo, ni consientas ponerte al alcance de tus injuriadores. Deja que te ladren en vano, y que se despedacen a sí mismos. El que azota a uno que no siente, ni se venga del enemigo ni apacigua su ira. El que ultraja a quien no alteran los oprobios, se irá de allí sin encontrar descanso para su sufrimiento, y se despedazará a sí mismo. ¿Qué es lo que ganarás tú, oh iracundo, a fin de cuentas? Esto mismo: que a ti te llamen mezquino, y al otro magnánimo; que tú te avergüences de las cosas que dijiste, y que el rival resplandezca por su virtud.
V
Cómo comportarse con los iracundos
¿Qué más decir? Esto mismo: que al iracundo, su maledicencia le cerrará el reino de los cielos. ¿Por qué? Porque "los iracundos no alcanzarán el reino de Dios", y ante ellos se les abrirá el reino del silencio. El que haya sufrido hasta el fin, ése se salvará, mas si tú te vengas y te levantas contra el que te injuria, ¿qué excusas vas a tener? ¿Que él te provocó primero? Y ¿de qué perdón es esto digno? Tampoco el libertino que imputa el pecado de su cómplice, porque le incitó, deja por eso de ser digno de condenación. No hay corona sin enemigos, ni caídas sin luchadores. Y si no, oye a David, cuando dice: "Mientras el pecador se puso en contra de mí, no me exasperé ni me vengué, sino que enmudecí y me humillé". Tú te exacerbas, oh iracundo, con el ultraje, como con un mal, y sin embargo le imitas como si fuera un bien. Mira, pues, lo que haces y lo que reprendes. ¿Examinas con cuidado el mal ajeno, y tienes en nada tu propia vergüenza? ¿Es un mal la ira? Pues guárdate de imitarla. No basta para excusarse el que haya comenzado el otro. Más justo es, a mi parecer, volver contra ti la queja. El otro no tuvo ejemplo para su enmienda, mas tú, viendo que el iracundo se porta indecorosamente, le imitas y le indignas, y te enfureces y te irritas, y así tu pasión sirve de excusa al que comenzó. Con las mismas cosas que tú haces, le libras a aquél de culpa, y te condenas a ti mismo. Si la ira es un mal, ¿por qué no evitaste el daño? Y si merece perdón, ¿por qué te irritas contra el iracundo? De ahí que, aunque fueras el segundo en la ofensa, nada te aprovechó esto. En las luchas por una corona no es coronado el que las comienza, sino el que consigue. De igual manera, no sólo es condenado el que comenzó el mal, sino también el que lo siguió como a capitán, hasta el pecado. Si él te llamó pobre, y lo eres, confiesa la verdad. Y si miente, ¿qué te importa a ti lo que él diga?
VI
Benignidad de Jesucristo
Cuando te dicen alabanzas que traspasan la raya de la verdad, oh hermano, tú no te enfureces. Pues bien, de la misma manera tampoco te exasperes con los ultrajes falsos y mentirosos. ¿No ves cómo las saetas suelen penetrar en lo duro y resistente, y en las cosas blandas ceden su ímpetu? Pues piensa que algo semejante pasa con las injurias. El que les sale al encuentro, las recibe en sí, mas el que se porta con blandura, y cede, con la mansedumbre de su trato rebota el mal dirigido contra él. ¿Que te turba que te digan pobre? Pues acuérdate de tu naturaleza, porque entraste desnudo en el mundo, y desnudo saldrás de él. Por tanto, nada grave te han dicho, ni ha ido sólo a ti dirigido lo que se ha dicho. Nadie ha sido llevado a la cárcel por ser pobre, ni es deshonroso el ser pobre. Lo único que sí es deshonroso es no sufrir con buen ánimo la pobreza. Acuérdate del Señor, que "siendo rico se hizo pobre por nosotros". Si te llaman necio e ignorante, acuérdate de las injurias con que los judíos ultrajaron a la verdadera sabiduría, cuando le dijeron "Eres galileo, y tienes en ti al demonio". Si te enfureces cuando te dicen algo, confirmas los ultrajes. Si permaneces sin airarte, avergüenzas al que te ultraja. ¿Has sido abofeteado? También el Señor lo fue. ¿Has sido escupido? También nuestro Señor. Es más, Cristo "no retiró su rostro de la deshonra de la saliva". ¿Has sido calumniado? También el eterno Juez. ¿Rasgaron tu túnica? Al Señor lo desnudaron, y "se repartieron entre sí sus vestidos". Hermano, aún no has sido condenado, ni has sido sacrificado, así que mucho te falta todavía, para que llegues a ser realmente ultrajado.
VII
Otros ejemplos de mansedumbre
Grábese cada una de estas cosas en tu mente, oh iracundo, y atemperarás la hinchazón. Estos pensamientos y estos afectos contienen los saltos y trepidaciones de nuestro corazón, y llevan al alma a la fortaleza y tranquilidad. Esto era, sin duda, lo que enseñaba David, cuando dijo: "Preparado estoy, y no turbado". Conviene, pues, reprimir este necio y vergonzoso movimiento de la ira, con el recuerdo de los ejemplos de los varones justos. El gran David sufrió con mansedumbre la petulancia de Semei, y no dio tiempo a que la ira le moviese, sino que levantó su mente a Dios y pensó: "El Señor ha movido a Semei a que me maldiga". Oyéndose llamar sanguinario e inicuo, David no se encendió de ira, sino que se humilló como si fuese digno de ser insultado de aquella manera. Aleja de ti estas dos cosas, oh iracundo: el tenerte por digno de grandes cosas, y el tener a hombre alguno por inferior a ti en dignidad. De esta manera, la ira jamás se levantará contra ti por las injurias que recibas. Grave sería que uno a quien has colmado de gracias y beneficios, a su ingratitud añadiese el ser el primero en injuriarte y deshonrarte. Grave sería, a la verdad. De todas formas, si te injuria, que injurie él, mas no tú. Sus palabras sean para ti un ejercicio más de virtud. Si no te sientes impresionado, estás sin herida. Si tu ánimo sufre algo, contén el ímpetu en ti mismo y, como dice la Escritura, "no te turbes en tu corazón". Es decir, no dejes salir fuera la pasión, sino ahoga en los litorales a esa ola que se puede encrespar. Contén el corazón que ladra y se enfurece, y teman las pasiones la presencia de tu razón.
VIII
Ventajas de la ira, cuando es dócil a la razón
¿Cómo evitar los funestos daños que trae consigo la ira? Procurando persuadir a la ira que no se adelante a la razón. De esta manera, la tendremos sujeta a nosotros como a un caballo, y obedecerá a la razón como a un freno, y no saldrá jamás de su propio puesto, y se dejará guiar a donde quiera le conduzca la razón. ¿Por qué? Porque la irritación de nuestro espíritu es útil para muchas obras de virtud, siempre y cuando sea aliada de la razón contra el pecado. En ese caso, viene a ser como el soldado que, rindiendo sus armas al general, acude prontamente a prestar auxilio a donde le mandan. De igual manera con la ira, cuando está al servicio de la razón. La ira es el nervio del alma, capaz de darle energías para emprender buenas obras. Si alguna vez la encuentra debilitada por el placer, la fortalece como un baño de hierro. Si la encuentra blanda y sin muelle, la convierte en austera y varonil. Es más, si no te irritas contra el diablo, no te será posible odiarle como merece. Así pues, conviene amar la virtud con el mismo entusiasmo con que se debe odiar el pecado. Para esto es muy útil la ira, siempre que se mantenga dócil a la razón y la siga como al pastor el perro. En efecto, el perro se muestra apacible y bueno ante el amo, y le obedece a la menor indicación. Sin embargo, el perro ladra y se enfurece cuando oye la voz de los extraños, aunque dicha voz trate de agasajarlo. Ante el grito del amo, el perro se atemoriza y se calla. De igual manera, la ira puede ser el mejor y más apto auxilio del alma, porque evitará que se duerma, o que haga alianzas sospechosas, o que caiga en agasajos acechantes. Nunca admitirá la ira la amistad con ninguna cosa dañina, sino que siempre ladrará y despedazará, como un lobo, al placer engañador. Gran utilidad se obtiene de la ira, por tanto, para los que saben valerse de ella.
IX
Exhortación a no torcer lo que es bueno
Según el modo como se use la ira, así como el resto de pasiones, resultará un mal o un bien para el que la tiene. Por ejemplo, el que abusa de la parte concupiscible del alma, para gozar de la carne y de los deleites impuros, es abominable y lascivo. Por su parte, el que la vuelve hacia Dios y hacia el deseo de los goces eternos, es digno de imitación, y dichoso. De igual manera, quien dirige bien la parte racional, es prudente y sabio, mas el que aguza el entendimiento para daño del prójimo, es taimado y malhechor. Hermanos, no convirtamos para nosotros, en ocasión de pecado, lo que el Creador nos dio para nuestro bien. La ira excitada, cuando conviene y como conviene, produce la fortaleza, la paciencia y la continencia. Sin embargo, si obra alejada de la recta razón, se convierte en locura. Por eso nos amonesta el salmo, cuando dice: "Irritaos y no pequéis". El mismo Señor amenaza con su juicio al que se enoja sin causa. No obstante, no prohíbe que usemos la ira como medicina, y de ahí sus palabras: "Pondré enemistad entre ti y la serpiente". Esto fue lo que nos enseñó el Señor, y por eso nos puso en las manos el arma de la ira, y nos enseñó a usarla. Por eso Moisés, el más manso de todos los hombres, para castigar la idolatría armó las manos de los levitas con intención de que diesen muerte a sus hermanos. "Ponga cada uno", dijo Moisés, "la espada a su cintura", tras lo cual ordenó: "Pasad de puerta en puerta y volved por los campamentos, y que mate cada uno a su hermano, cada uno a su vecino, cada uno a su allegado". Después de esto, continuó diciendo Moisés: "Habéis llenado hoy vuestras manos para el Señor, cada uno en vuestro hijo y en vuestro hermano, para que sobre vosotros venga bendición". ¿Qué fue lo que santificó a Finés? ¿No fue su justa ira contra los lascivos? En efecto, siendo sumamente manso y apacible, cuando vio el pecado de Zambro y de la madianita, cometido desvergonzadamente y a la vista de todos, usó oportunamente la ira, atravesando a los dos con una lanza. Y Samuel, ¿no mató con justa ira, sacándole del medio, al rey Agag de Amalec, salvado por Saúl contra el mandato de Dios? Por lo tanto, la ira es, muchas veces, medio para las buenas obras. El celoso Elías dio muerte, con sabia y prudente ira, a 450 varones de la confusión y a 400 sacerdotes de los bosques, que comían a la mesa de Jezabel. Hermano, tu te irritas sin razón contra tu hermano, pues ¿cómo no ha de ser "sin razón" si lo has provocado tú, o te has irritado tú? De hacer así, haces como los perros que muerden las piedras, cuando no alcanzan al que las arroja. El que es provocado es digno de compasión, y el que provoca de odio. Desfoga tu ira, hermano, contra el verdadero culpable: el enemigo de los hombres, el padre de la mentira, el autor del pecado. En cambio, compadécete de tu hermano, que todavía permanece en el pecado y que por ello está en peligro de ir al fuego eterno con el diablo. En definitiva, así como son distintos los nombres de la ira, así también debe distinguirse lo que estos nombres significan. La indignación es como un incendio, y repentina inflamación del afecto. La ira es un dolor constante, y una continua ansia de pagar con la misma moneda a los que nos injurian (como si el alma tuviera sed de venganza). Es necesario saber, pues, que por ambas partes pecan los hombres: o excitándose furiosa y temerariamente (contra los que les irritan), o persiguiendo con engaños y acechanzas (a los que les ofenden). De ambas cosas debemos guardarnos.
X
Cómo frenar la ira
¿Qué se deberá hacer, pues, a fin de que la pasión de la ira no traspase los límites? En primer lugar, aprender la humildad, la cual fue aconsejada por el Señor con sus palabras, y mostrada con sus obras. En efecto, el mismo Señor dijo: "El que quiera ser el primero, que sea el último". Y en otra ocasión toleró manso y sin inmutarse al que le injuriaba. De esta manera, el Hacedor y Señor del cielo y de la tierra, el que es adorado por todas las criaturas tanto racionales como irracionales, el que "todo lo sostiene con la palabra de su poder", no arrojó vivo al infierno al que le injurió, haciendo que abriese la tierra para que tragase al impío, sino que le amonestó y le enseñó diciendo: "Si he hablado mal, da testimonio de ello; pero si bien, ¿por qué me hieres?". Hermano, si conforme al precepto del Señor, tú acostumbras a considerarte como el último de todos, ¿cuándo te enfurecerás, como si ultrajasen tu dignidad? Cuando te injuria un niño pequeño, te causan risa sus ultrajes. Cuando un loco te dice palabras afrentosas, por más digno le tienes de compasión que de odio. No son las palabras, pues, las que suelen excitar tus disgustos, sino la soberbia que se levanta contra el que te injurió, y la estima que cada uno tiene de sí mismo. Por lo tanto, hermano, si arrojas estas dos cosas de tu alma, las injurias que vengan serán estrépitos que meten ruido en vano. "Deja la ira y arroja la indignación", para que así evites el peligro de este vicio, que "se descubre desde los cielos, sobre toda impiedad e injusticia de los hombres". Si con prudente determinación logras arrancar la amarga raíz de la ira, extirparás con tal comienzo muchos vicios. Los engaños, las sospechas, la infidelidad, la malicia, las acechanzas, la audacia, y todo el enjambre de semejantes males, son frutos de este vicio. Procuremos, pues, no atraernos un mal tan grande, ni enfermedad alguna del alma, ni oscuridad de la razón, ni alejamiento de Dios, ni ignorancia de la amistad, ni principios de guerra, ni el colmo de las calamidades, ni demonio malo que se engendra en nuestras mismas almas. No dejemos entrar a ese demonio, porque se convertirá en el desvergonzado huésped de nuestro interior y cerrará las puertas al Espíritu Santo. Donde hay enemistades, litigios, riñas, contiendas, disputas, que producen en el alma horribles desasosiegos, allí no descansará jamás el espíritu de mansedumbre. Obedeciendo, el consejo del apóstol San Pablo, "destiérrese de nosotros toda ira, indignación y griterío". Seamos afables y misericordiosos unos con otros, esperando el cumplimiento de la dichosa esperanza prometida a los mansos:"Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra".