JUAN CRISÓSTOMO
Juventino y Maximino de Antioquía
I
El bienaventurado Babilas nos congregó hace pocos días, junto con los tres jóvenes de Babilonia, y hoy dos santos soldados han puesto de nuevo en pie al ejército de Cristo. Hace poco lo hacía una cuadriga de mártires, y hoy un par. No era igual su edad, pero una misma era su fe; diversos fueron los combates, pero una misma fue su fortaleza; distantes fueron aquéllos en cuanto al tiempo, mas éstos son más recientes. Así es el tesoro de la Iglesia, que tiene joyas antiguas y modernas, pero una misma es la belleza de todas. La flor de los mártires no se marchita, ni se cae con el tiempo. La naturaleza de este esplendor es tal que no conoce la herrumbre de la antigüedad.
II
Con el transcurso de los años, las riquezas que atañen al cuerpo fácilmente perecen, porque los vestidos se desgastan, las casas se destruyen, el oro se consume con el orín. En una palabra, la naturaleza de todas las riquezas sensibles, con el tiempo, cae y desaparece. No sucede lo mismo con los tesoros espirituales, pues los mártires mantienen siempre su vigor, y siempre permanecen en la misma flor de juventud, y perpetuamente emiten los rayos de su fulgor de gloria. Vosotros, sabedores de esto, les dais culto sin diferencias, tanto a los antiguos y a los más recientes; y a todos los veneráis con la misma prontitud, con el mismo amor, con el mismo afecto, y a ellos os encomendáis. No ponéis los ojos en el tiempo, sino que examináis la fortaleza del alma, la piedad, la fe invicta, el celo fervoroso y las otras virtudes que muestran los santos a quienes hoy venimos a honrar.
III
Ardían los mártires en tan gran amor de Dios, que aún fuera del tiempo de persecución fueron ceñidos con la corona del martirio. Sin batalla, ellos lograron levantar el trofeo; sin lucha, ellos obtuvieron la victoria; sin certamen, ellos lograron el premio. Cómo haya sido, yo os lo voy a decir. Pero llevad en paciencia que tome el negocio con tranquilidad.
IV
Hubo un emperador, muy cercano a nuestro tiempo, que superó en impiedad a todos los que le habían precedido, y sobre el cual ya dije hace poco muchas cosas. Éste, como observara que nuestras iglesias, por razón de los mártires, se volvían más preclaras, y que por su muerte se aprestaban gozosos a la muerte por la religión no sólo los varones, sino también los niños tiernos y las doncellas aún no casadas, de todo sexo y edad, se dolía y atormentaba. Por lo demás, no quería excitar una nueva guerra manifiesta y abierta, porque decía que con ella "todos volarían al martirio como las abejas al panal".
V
El emperador Juliano no había aprendido esto de otros, sino de sus mismos antecesores, que habían arremetido contra la Iglesia junto con los paganos, y nos persiguieron constantemente cuando la centella de la religión era todavía pequeña. Con todo, dichos tiranos no lograron apagar ni destruir a la Iglesia, sino que fueron ellos mismos los destruidos. La centella cristiana crecía a diario y se levantaba a lo alto, e invadía el orbe por todas partes, sobre todo cuando sus fieles eran asesinados, quemados, colgados o echados a los precipicios. En todos esos casos, los mártires pisoteaban los carbones encendidos como si fueran lodo, miraban al mar y las olas como si fueran prados de rosas, corrían hacia las espadas como si fueran diademas; y en tal forma superaban toda clase de tormentos que no sólo los toleraban con fortaleza y generosidad, sino con presteza y alegría.
VI
A la manera que las plantas con el riego se desarrollan cada vez más, así nuestra fe florece cada vez más cuando se ve atacada. Castigada, nuestra fe toma mayor incremento. No hay huerto regado que germine de esta manera en el mundo, ni tenga tanta fecundidad como las iglesias, si ésta es regada con la sangre de mártires. Como todo esto, y mucho, más supiera aquél emperador, temía una lucha abierta contra nosotros, y se dijo: "No hagamos que obtengan frecuentes trofeos, y lleven continuamente la victoria y alcancen las coronas".
VII
¿Qué es, pues, lo que hizo Juliano? Esto mismo: ordenar que los médicos, los soldados, los sofistas, los oradores y todos los demás profesionales renieguen de su fe, bajo pena de ser expulsados de sus profesiones. De este modo fue como el emperador levantó contra nosotros la guerra, arrojando sus dardos desde lejos, con el objeto de dejar en ridículo a todos aquellos que renegaran de su fe, pues hubiesen sido ridículamente vencidos por su preferencia a las riquezas. Si acaso valientemente perseveraban, y salían vencedores, su victoria no sería tan brillante, ni su triunfo tan señalado, porque no es gran cosa despreciar un arte o una profesión, como sí lo es la piedad.
VIII
Con los emperadores anteriores, si algún cristiano destruía altares paganos, o derribaba templos, o arrebataba ofrendas a los ídolos, o hacía alguna cosa semejante, era arrastrado a los tribunales, y era degollado no sólo ése sino muchos más, a los que también le amputaban el mismo delito (aunque no lo hubieran cometido). Los anteriores emperadores fingían mil variados motivos de persecución, de manera que no había alma piadosa que no llorara. Por eso Juliano decidió cambiar de táctica, con el fin de que se perdiera el brillo de la corona martirial, y siguieran siendo perseguidos pero no a cambio de los premios martiriales. Con todo, tampoco esta táctica le aprovechaba, porque quienes tales cosas sufrían no esperaban recibir coronas, sino presentarse incorruptibles ante el Juez de allá arriba.
IX
Temiendo dictada Juliano la guerra contra nosotros, y por miedo a ser derrotado, celebró un convite militar, al cual fueron invitados los mártires Juventino y Maximino. Como suele suceder en los banquetes, se alargaron las conversaciones, y unos discurrían sobre unas cosas y otros sobre otras. Por su parte, nuestros mártires, que eran guardas imperiales, deploraban los males de su tiempo, y juzgaban felices los tiempos anteriores. Entre sí, lo mismo que con sus compañeros de convite, nuestros héroes se decían: "¿Vale la pena vivir en adelante? ¿O respirar, o ver la luz del sol, cuando las leyes sagradas se conculcan, se injuria la piedad y se deshonra al Creador de todas las cosas? ¡Todo rebosa del olor de los sacrificios al demonio y de las víctimas impuras, y no podemos respirar un ambiente sano!".
X
Oyente, no pases de largo y a la ligera lo que dijeron Juventino y Maximino, y en qué ocasión lo dijeron, y con cuánta piedad lo dijeron. Sí, lo dijeron en un convite militar, donde reina la embriaguez e intemperancia, se compite en derroches y hay un verdadero certamen de locura y de inconsciencia. Pues bien, si así se dolían y gemían, en público, ¿cuáles serían sus lamentos estando en casa o sólo entre sí? ¿Cuáles serían, en sus plegarias, los que en la ocasión misma del placer mostraron con moderación y tan apostólicas entrañas? Unos caían vencidos, pero ellos lloraban; otros procedían impíamente, pero ellos ardían en celo. Y no disfrutaban de su propia salud espiritual, a causa de la enfermedad de sus hermanos. Como si hubieran sido constituidos jefes e intendentes del mundo, así lloraban y se dolían ellos, por los males que entonces tenían lugar.
XI
Con todo, no permaneció secreto lo que platicaban nuestros mártires, porque de entre los compañeros de banquete hubo uno que, como adulador y burlador, al querer caer en gracia al emperador, fue a poner en sus oídos todo lo que Juventino y Maximino habían hablado. Juliano, aprovechando de la ocasión, harto tiempo por él buscada, los acusó de amenazar con sus palabras al poder de Roma, pero insistió en privarlos de la corona del martirio. Ordenó que sus bienes fueran vendidos a subasta, y ellos fueran expulsados de sus puestos y encarcelados. Los mártires saltaban de gozo, y se regocijaban y decían: "¿Para qué necesitamos de riquezas ni de vestidos preciosos? Aunque sea necesario despojarnos por Cristo de nuestro más íntimo vestido, que es la carne, no nos opondremos, sino que espontáneamente lo cederemos". Sus casas fueron precintadas con una señal, y todos sus haberes fueron robados.
XII
Nuestros mártires, a la manera de hombres que han de salir de camino hacia su patria lejana, y por lo mismo convierten sus posesiones en dinero, y lo envían por delante, así hicieron ellos. Como habían de viajar hasta el cielo, enviaron por delante sus riquezas, haciéndoles este negocio redondo sus mismos enemigos. En efecto, al cielo no van sólo las limosnas que aquí distribuimos, sino también aquellas que nos arrebatan los enemigos y perseguidores, y éstas son allí nuestros tesoros, no menores que aquellos primeros. Y si no, oíd lo que al respecto dice Pablo: "Llevasteis con gozo la rapiña de vuestros bienes, con la esperanza de mejores y más permanentes riquezas en el cielo".
XIII
En cuanto Juventino y Maximino entraron en la cárcel, corrió hacia ellos toda la ciudad, saltándose las amenazas y peligros, pues estaba prohibido que nadie se acercara ni con ellos se comunicara. El temor de Dios echó abajo todas esas trabas, y fue ocasión para que muchos amigos de nuestros héroes alcanzaran también el martirio. En efecto, muchos los visitaban con frecuencia, y celebraban con ellos sagradas vigilias, y cantaban salmos. Estaban aquellas amistades llenas de espirituales enseñanzas y consuelos. Estaba cerrada la iglesia, pero la cárcel se había convertido en iglesia. Y no sólo los visitantes, sino también los demás detenidos en el interior de la cárcel, aprendían de ellos, por su fe y su paciencia, una gran moderación y virtud.
XIV
Cuando esto supo el emperador, se irritó sobremanera. Queriendo vencerlos y quitarles su alegría, pagó a unos malvados prestidigitadores para que les pusieran asechanzas. Aprovechando la frecuencia de las juntas, y con la excusa de poder también ellos conversar, no se presentaron como enviados del emperador, sino como si obraran por propio impulso. No obstante, lo que estos aduladores buscaban no era conversar sobre la virtud, sino exhortarlos a renegar de la religión y pasarse a la impiedad. En concreto, esto es lo que decían a los mártires: "De este modo no sólo escaparéis del peligro inminente, sino que seréis elevados a más altos puestos y aplacaréis felizmente la ira del emperador. ¿No veis cómo otros de vuestra misma calidad han hecho lo mismo?". Juventino y Maximino respondieron: "Precisamente por ese motivo nosotros nos sostendremos varonilmente, a fin de ofrecernos como sacrificio expiatorio por la caída de esos otros. Tenemos un Señor benigno que suele, aun con un solo sacrificio que reciba, recibir en su gracia a todo el mundo".
XV
En otro tiempo, los tres jóvenes del horno dijeron: "No hay en este tiempo ni príncipe ni profeta, ni jefe ni holocausto, ni sacrificio ni sitio en donde ofrecerlo para que alcancemos misericordia. Pero tú, Señor, recíbenos en espíritu de humildad y contrición". De igual manera, Juventino y Maximino, al ver los altares destruidos, las iglesias cerradas, expulsados los sacerdotes, y todos los fieles puestos en fuga, procuraban ofrecerse por todos al Señor, y buscaban la manera de unirse, abandonadas las cohortes militares, al coro de los ángeles.
XVI
Sobre todo, nuestros mártires decían:
"Aunque ahora no muramos, con todo más tarde tendremos que sufrir, y no mucho tiempo después morir. Es preferible, pues, morir ahora por el Rey de los ángeles que morir después en alguna batalla por un rey tan malvado. Es preferible deponer nuestras armas por motivo de la patria celeste antes que por la patria que pisamos con nuestros pies. En este mundo, cuando uno muere no recibe nunca premio alguno de su emperador, ni aunque haya sido ejemplo de fortaleza. Además, ¿para qué morir favoreciendo a un difunto? A éste, muchas veces ni le dan sepultura, y no raras veces es devorado por los perros. En cambio, si morimos por el Rey de los ángeles, recibiremos un cuerpo mucho más glorioso, y brillaremos con gloria mayor, y los premios por los trabajos serán mucho más crecidos, y obtendremos las coronas. ¡Tomemos, pues, las armas espirituales! No necesitamos arcos ni saetas, sino que nos basta con la lengua, pues las bocas de los santos son aljabas que infieren al diablo frecuentes heridas en la propia cabeza".
XVII
Todas estas cosas, y otras semejantes, le fueron comunicadas al emperador Juliano. Sin embargo, éste no desistió, sino que los tentó con nuevos alicientes. De tal manera combinó el asunto hacia la astucia, engaño e ingenio, que si eran vencidos y cedían, al punto se les conduciría a un sitio público para sacrificar. De perseverar en su fe, su victoria quedaría oculta, y se les daría muerte bajo la ley militar y el pretexto de haber ambicionado el poder.
XVIII
Aquel que revela todas las cosas, ocultas y escondidas, no permitió que semejantes maquinaciones permanecieran ignoradas y desconocidas. Como sucedió a la mujer egipcia, que se acercó a José en lo interior de su aposento y en la soledad (para que su crimen quedara oculto, y sin testigos), lo mismo sucedió aquí, cuando el tirano hablaba mediante consejeros pagados a sueldo, con la esperanza de dejar ocultas las maquinaciones. Con todo, tales confabulaciones no permanecieron ignoradas, pues los pósteros del ejército tuvieron noticia tanto de las asechanzas del emperador como de la victoria de los triunfadores.
XIX
Como pasaba ya el tiempo, y la acumulación de tiempo no quebrantaba en nada la prontitud de ánimo de aquellos varones, sino que más bien excitaba el deseo y el ansia de otros, y conseguían muchos émulos, ordenó el tirano cruel que, durante la noche, fueran conducidos a un precipicio. Fueron allí llevados Juventino y Maximino, con luminarias y durante la noche, y allí fueron degollados. Sus cabezas, una vez cortadas, eran más terribles al demonio que cuando aún hablaban. Aterrorizaron a los verdugos más que la cabeza de Juan (cuando ésta era llevada en la escudilla), y no por salir de ella ninguna voz, sino porque ellos las oían en su conciencia de asesinos.
XX
Después de aquella bienaventurada y feliz matanza, otros mártires que aún vivían fueron y arrebataron a los excelentes atletas. Lo hicieron con gran peligro para sus vidas, y con el fin de depositar decentemente sus reliquias. Estos otros mártires aún no habían recibido la muerte, pero la deseaban, y con semejantes disposiciones fueron a recoger los cuerpos de los mártires. Los que estuvieron presentes, y pudieron contemplar aquellos cuerpos recientemente destrozados y postrados, uno junto al otro, nos dicen que en los ojos y rostro de los mártires brillaba una gracia parecida a la que describe Lucas de Esteban, cuando éste se dispuso a responder a los judíos. ¡Hasta tal punto impresionaba a todos su aspecto!
XXI
De tal manera impactó la muerte de Juventino y Maximino, que todos clamaban en su honor lo que dijo David: "En su vida no se separaron, y en su muerte no fueron apartados". En efecto, nuestros mártires hicieron juntos la confesión de su fe, juntos fueron encarcelados, juntos fueron llevados al precipicio y juntos fueron decapitados. Ahora, un mismo lóculo guarda sus cuerpos, y un mismo tabernáculo los recibirá en el cielo cuando los reasuman con una gloria mayor. No parece impropio llamarlos columnas y promontorios, torres y luminares, porque la Iglesia de Dios tiene columnas que nos sustentan, torres que nos defienden, promontorios que rechazan las olas de las asechanzas y procuran la tranquilidad interior, luminarias que fuera las tinieblas de la impiedad. Con el alma y el cuerpo de un toro, y su misma prontitud, Juventino y Maximino llevaron el suave yugo de Cristo.
XXII
Hermanos, visitemos a los mártires con frecuencia, toquemos su urna y abracemos con gran fe sus reliquias, a fin de sacar de aquí alguna bendición. Así como los soldados, mostrando a su rey las heridas recibidas en batalla, le hablan con gran confianza, así estos mártires, llevando en sus manos las cabezas cortadas, y poniéndolas en frente, pueden alcanzar del Rey de los cielos cualquiera cosa que le pidan. Vengamos aquí, pues, con gran presteza. Contemplando sus santos despojos, y considerando sus combates, saquemos en todos los sentidos grandes tesoros. De esta manera iremos pasando la vida presente, hasta llegar al puerto de la eternidad llenos de grandes mercancías, y conseguir el reino de los cielos por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo.
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