JUAN CRISÓSTOMO
Luciano de Antioquía

I

Ha sucedido lo que ayer me temía, que una vez pasada la solemnidad, también se apartó la multitud, y la reunión de hoy ha sido menor. Con toda certeza sabía yo que había de suceder, pero no por eso he querido omitir mi exhortación. Aunque no podré persuadir a los que ayer me escucharon, sí podré exhortaros a vosotros, los que nunca faltáis, y esto no es motivo pequeño de consuelo. Por ello, no desistiré hoy de mi exhortación. Al fin y al cabo, no por mi boca, sino por la vuestra, los que hoy faltan oirán lo que aquí se diga.

II

¿Quién podría soportar en silencio tan gran pereza, o concederles perdón, o siquiera defensa, si después de tanto tiempo de haber estado contemplando a su madre, y haber gozado de sus bienes, ahora se han marchado? Además, no se dignaron regresar, sino que imitaron al cuervo aquel de Noé. Y esto cuando todavía dura la hinchazón de las olas y la tempestad, y se levanta cada día más embravecido el huracán. Y esto mientras el arca santa se encuentra colocada en medio, y a todos llama y con esfuerzo los atrae, y ofrece a quienes en ella se refugien una plena seguridad, refrenando las continuas convulsiones de las pasiones más irracionales y apartando la envidia el desvarío.

III

Aquí, el rico no desprecia al pobre, porque tiene las divinas Escrituras que dicen que "toda carne es heno y toda la gloria del hombre es como la flor del heno". Aquí, el pobre tiene envidia al rico, porque tiene al profeta que dice: "No temas si el hombre adquiere riquezas o acrecienta la gloria de su casa, porque al morir no llevará consigo todas esas cosas ni la gloria lo acompañará al sepulcro". Tal es la naturaleza de semejantes riquezas, que no acompañan al que las posee, ni transmigran junto con sus dueños, ni se hallan presentes cuando él es juzgado y sufre sentencia, sino que la muerte las separa de golpe y por completo. Más aún, ellas mismas abandonan a muchos incluso antes que les llegue la muerte. De manera que su uso está lleno de desconfianzas, es un goce inseguro y su posesión rebosa peligros.

IV

No son de semejante naturaleza los bienes que producen la virtud y la limosna, pues este tesoro está libre de las rapiñas. ¿Dónde aparece esto? En aquel que filosofaba acerca de las riquezas, y decía: "No descenderá con él la gloria en su seguimiento", o en ese mismo que nos enseñó que los tesoros de la limosna permanecen siempre y no pueden ser robados, cuando dijo: "Repartió su dinero a los pobres, y su justicia permanece por los siglos". ¿Qué puede haber más admirable? ¡Perecen las riquezas que se amontonan, y permanecen las que se distribuyen! Y con razón, porque estas últimas las recibe Dios, y nadie puede arrebatarlas de la mano de Dios. En cambio, aquellas otras se depositan en las arcas de los hombres, están expuestas a mil asechanzas y sobre ellas abundan la envidia y el odio.

V

Así pues, no descuidéis, carísimos hermanos, el frecuentar estos sitios. Si alguna tristeza os trae dificultad, aquí se apartará. Si se trata de las ordinarias dificultades de la vida, huirán de aquí. Si es alguna pasión irracional, aquí se apagará. En cambio, frecuentar las plazas y espectáculos, y las demás reuniones profanas, hace volver a nuestras casas cargados de preocupaciones y enfermedades del alma. Si pasas aquí continuamente tu vida, aun los males que allá afuera pudieras haber contraído, aquí los depondrás. Si te escapas y huyes de aquí, los bienes que habías adquirido los perderás, y las conversaciones mundanas te los robarán.

VI

Para que veáis que esto es verdad, una vez que os hayáis apartado de aquí procurad observar a los que no han venido. Entonces caeréis en la cuenta de cuánto dista vuestra tranquilidad de ánimo del desasosiego de aquéllos. No es tan hermosa y agradable una esposa sentada en su lecho, como un alma que se presenta en la iglesia con el perfume de los espirituales ungüentos. Quien se acerca a este sitio con fe y empeño, se aparta de él enriquecido con innumerables tesoros. Y después, con sólo abrir su boca, llena a quienes con él conversan de olores suavísimos y espirituales riquezas. Aunque lluevan sobre él infinitas calamidades, todas las sobrellevará con facilidad, por haber sacado de las Sagradas Escrituras, y de en este lugar, un buen acopio de paciencia y moderación. Así como quien permanece perpetuamente fijo en una roca, se ríe de los oleajes, así aquel que goza constantemente de nuestras reuniones, y recibe el riego de la divina palabra, habiéndose afirmado en el recto juicio de las cosas (como en una roca), no será envuelto por ningún enredo humano, por que se ha colocado en un sitio más alto de lo que pueden alcanzar los asaltos de los negocios humanos.

VII

Quien sale de aquí, tras haber recibido en su alma un grande deleite y utilidad, y no sólo de las exhortaciones, sino también de las oraciones, la bendición episcopal y la caridad de los hermanos, regresará a su hogar llevando consigo incalculables beneficios. Ved, pues, de cuan grandes favores saldréis colmados vosotros, y cuán grande pérdida experimentarán aquéllos. Vosotros saldréis de aquí llevando el premio de los mártires, y ellos la recia carga de las preocupaciones. Así como "quien recibe a un profeta en nombre del profeta recibirá el premio del profeta", y "el que recibe al justo en nombre del justo, recibirá el pago del justo", así el que recibe al mártir recibirá el premio del mártir. Recibir al mártir es acudir a la conmemoración del mártir, es participar en la narración de sus combates, es alabar sus hechos, imitar sus virtudes y comunicar con otros su valentía. Estos son los regalos que hacen los mártires a sus huéspedes, esto es recibir a los santos, como vosotros habéis hecho hoy.

VIII

Ayer, nuestro Señor fue bautizado con agua, y hoy su siervo es bautizado con sangre. Ayer se abrieron las puertas de los cielos, y hoy las puertas del infierno han sido conculcadas. No os admiréis de que yo haya llamado bautismo al martirio, porque también aquí revolotea el Espíritu Santo con gran abundancia, y hay perdón de los pecados, y se obra una purificación admirable e increíble en el alma. A la manera que los bautizados se lavan con el agua, así los mártires con su propia sangre, como sucedió con el mártir llamado Luciano.

IX

Respecto a cómo murió Luciano, el demonio intentó castigarlo con todo género de castigos, pero todos esos suplicios fueron burlados por el mártir. En efecto, ni tostándolo en el horno, ni echándolo en el foso, ni aprontando el suplicio de la rueda, ni poniéndolo sobre el ecúleo, ni echándolo a los precipicios, ni empujándolo a los dientes de las fieras, había podido superar la virtud de este mártir. Por eso, el demonio inventó otra forma de castigo: dar vueltas en derredor de algo, sin cesar. Cuando se dio cuenta que este tormento no daba resultado, pues según se alargaba en el tiempo provocaba la pérdida del sentido del dolo, el diablo se dio prisa para inventar otra pena que juntara ambas cosas (la duración y el dolor excesivo), con el objetivo de echar por tierra la constancia y ánimo del mártir.

X

¿Qué hizo, pues? Esto mismo: exponer a este santo al tormento del hambre. Hermanos, al oír el tormento del hambre, no paséis de corrida lo que eso significa, porque este género de muerte es el más cruel de todas las muertes, como atestiguan quienes lo han experimentado. Ojalá que nosotros no lo experimentemos, ni pasemos por esa tentación. El hambre, a la manera de un verdugo que se asienta en las entrañas, va devorando todos los miembros del cuerpo, y los va destrozando con mayor crueldad que un fuego o una bestia salvaje. ¿Por qué? Porque lo va haciendo lenta y corrosivamente, provocando un continuo padecimiento.

XI

Para que entendamos qué cosa tan grande es el hambre, muchas veces las madres se han comido a sus propios hijos (como las judías bajo el asedio de Vespasiano), por no poder soportar la fuerza de tal padecimiento. El profeta, llorando la tragedia del hambre y su desdicha, decía: "Las manos de las madres misericordiosas cocieron a sus propios hijos". Sí, muchas se comíeron a los mismos a quienes habían dado a luz, convirtiéndose ellas en sepulcro de los niños su mismo vientre había parido, vencidas por el hambre y por instinto de supervivencia. Venciendo a la misma fuerza de la naturaleza, por tanto, nuestro mártir Luciano aguantó con heroicidad el hambre.

XII

¿Quién no quedará estupefacto al oír estas cosas? ¿Qué hay más poderoso que la naturaleza? ¿Qué hay más voluble que la voluntad? Para que aprendamos que nada hay más fuerte que el temor de Dios, apareció la voluntad con mayor temple que la misma naturaleza. Ésta doblegó a las madres y las hizo olvidar los dolores del parto, mientras que no pudo con la voluntad de este santo, ni pudo postrarlo, ni derrumbó su virtud, ni pudo más el castigo que el valor. Luciano permaneció más firme que el diamante, y acogió el combate con un temple muy superior a la naturaleza, y se consolaba con haber sido invitado a semejante certamen. Especialmente se alegraba cuando oía que Pablo le decía continuamente: "En hambre y en sed, en frío y en desnudez", y: "Hasta el día de hoy padecemos hambre y sed, y andamos pobremente vestidos y somos abofeteados", porque conocía muy bien aquello de "no sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios".

XIII

Cuando el demonio malvado observó que Luciano no se entregaba, ni a pesar de tan gran apretura y estrechez, llevó la prueba a un mayor extremo. Habiendo cogido las carnes ofrecidas a los ídolos, y habiendo colmado con ellas una mesa, procuró que la pusieran delante de los ojos del mártir, a fin de que la facilidad del manjar disipara la firmeza de su fervor (porque estos alicientes no se apetecen de la misma manera cuando no están a la vista, que cuando están delante de los ojos, así como no se vence igual la concupiscencia de una mujer ausente que fijando constantemente en ella sus miradas). En definitiva, Luciano venció también esta emboscada, y aquello urgió al demonio a buscar urgentemente una nueva batalla que lo acuciara. De hecho, el mártir no sólo no recibió daño alguno ante las carnes idolátricas, sino que con mayor fuerza aún las apartó y las aborreció.

XIV

Entre nosotros, cuanto más contemplamos a los enemigos, tanto más los aborrecemos y los rechazamos. Pues bien, eso mismo le sucedía a Luciano en aquella ocasión, respecto de las malvadas carnes de los sacrificios: que tanto más las aborrecía, y de ellas se apartaba, cuanto más las contemplaba. Mientras más las veía, más náuseas le causaban, y la continua presencia de las carnes lo empujaba a un mayor aborrecimiento. Mientras el hambre gritaba en su interior, y le ordenaba echar mano de aquellos alimentos, el temor de Dios le contenía las manos y hacía que se olvidara de su propia naturaleza. Al contemplar aquella mesa impura y malvada, el mártir se acordó de esa otra mesa repleta del Espíritu Santo, y de tal manera se enfervorizaba que determinó padecer cualquier tormento antes que probar los impuros manjares.

XV

Se acordaba también Luciano de aquella mesa de los tres jóvenes del horno, que presos en su juventud, y destituidos de todo auxilio, y en una tierra extraña, y entre una gente bárbara, demostraron tanta sabiduría que hasta el día de hoy es celebrada su fortaleza. Los judíos, aun estando en su propia tierra, cometieron impiedades, y mientras tenían delante el templo adoraron a los ídolos. En cambio, aquellos jóvenes, llevados a una nación extranjera, donde los ídolos y toda impiedad eran lo acostumbrado, pasaban su vida en la observancia de las tradiciones patrias. Estando cautivos, y siendo siervos, y estando en plena juventud, y sin haber llegado todavía la ley de la gracia, aquellos tres jóvenes demostraron la gran fortaleza y sabiduría divina.

XVI

Discurriendo Luciano, pues, sobre todas estas cosas, se reía de la maldad del demonio, y despreciaba sus astucias, y no se dejaba vencer por ninguna de las cosas que delante tenía. Una vez que el malvado vio que nada adelantaba, llevó de nuevo al mártir al tribunal, y lo sujetó al tormento de las preguntas continuadas. El verdugo le preguntó: "¿De qué patria eres?", y él respondió: "¡Soy cristiano!". Le preguntó de nuevo: "¿Qué arte ejerces?", y él le contestó: "¡Soy cristiano!". De nuevo, le preguntaron: "¿Cuáles son tus antepasados?", y él respondió: "¡Soy cristiano!". Con solas estas sencillas palabras, Luciano quebrantó la cabeza del demonio, y le causó heridas profundas. Por supuesto, el mártir había sido educado en las disciplinas seculares, pero sabía perfectamente que, en semejantes certámenes, no es útil la retórica, sino que lo único necesario es la fe. En semejantes casos no hacen falta argumentos, sino un alma amante de Dios. Basta con una sola palabra, sabía Luciano, para poner en fuga a toda una falange de demonios.

XVII

A quienes no examinan cuidadosamente, les parecerá esta contestación algo inconsecuente, mas si alguno clava en ella su pensamiento, por ella misma conocerá la prudencia del mártir. En efecto, quien dice "soy cristiano", con eso ha manifestado ya su patria, su linaje, su profesión y todo. ¿Y eso? Porque el cristiano no tiene ciudad propia, sino que "somos ciudadanos del cielo" y "de la Jerusalén del cielo, la cual es nuestra madre". El cristiano no tiene profesión propia, sino que "nuestra conversación está en los cielos". El cristiano no tiene ya parientes ni conciudadanos propios, porque lo son todos los santos. Porque "somos conciudadanos y domésticos de Dios". Así pues, el mártir Luciano, con una sola palabra, declaró quién era, y de dónde, y de qué solía practicar, con toda exactitud. Con esa palabra en los labios terminó su vida, y se marchó llevando a salvo el depósito de la fe en Cristo, y dejó a los pósteros militares una exhortación sobre cómo afrontar los sufrimientos, y mantenerse firmes, y no traicionar a Cristo.

XVIII

Hermanos, preparémonos para la guerra, en este tiempo de paz. De hacerlo, cuando sobrevenga venceremos, y levantaremos un brillante trofeo. Luciano despreció el hambre, así que despreciemos nosotros la tiranía del vientre. De hacerlo, cuando nos sobrevenga alguna perturbación saldremos de ella resplandecientes, por habernos ejercitado previamente en las cosas pequeñas. Delante de los reyes y príncipes fue Luciano totalmente franco, así que hagamos nosotros lo mismo, cuando nos sentemos en reuniones ilustres o entre los helenos, confesando con toda franqueza nuestra fe y despreciando sus errores. Si alguien intenta engrandecerse, y ponderar sus cosas, y empequeñecer y deshacer las nuestras, no callemos ni lleguemos el apocamiento, sino descubramos con franqueza sus prácticas vergonzosas, y alabemos las de los cristianos. A la manera que el emperador ostenta en la cabeza su corona, así nosotros llevemos por todas partes la confesión de nuestra fe. No le adornará a él tanto su corona en la cabeza, como a nosotros la confesión de nuestra fe.

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Traducido por
Manuel Arnaldos, ed. EJC, Molina de Segura 2025

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