JUAN CRISÓSTOMO
Sobre los Mártires
HOMILÍA 1
I
Aún no se han cumplido siete días desde que celebramos la sagrada solemnidad de Pentecostés, y ya nos ha alcanzado el coro de los mártires. O mejor dicho el ejército o conjunto de ellos, en nada inferior al ejército de ángeles que vio Jacob el patriarca; sino más bien su émulo y aun igual. En efecto, los ángeles y los mártires se diferencian en el nombre, pero en las obras se identifican. Los ángeles habitan en el cielo, y lo mismo los mártires; ajenos están aquéllos a la ancianidad y son inmortales, cosa que también logran los mártires. Pero aquéllos, dirás, han obtenido una naturaleza incorpórea. Mas esto ¿qué importa? Porque aunque los mártires estén sujetos al cuerpo, su cuerpo es inmortal. Más aún, ya antes de la inmortalidad, la muerte de Cristo los embellece más que la misma inmortalidad. En efecto, no es tan bello el cielo adornado con los coros de las constelaciones, como lo son los cuerpos de los mártires adornados de sus heridas. De manera que precisamente, por haber muerto, por eso sobresalen, y antes que la inmortalidad gozan ya del premio que les adquirió la muerte.
II
"Lo hiciste un poco menor que los ángeles, lo coronaste de gloria y de honor", dice David hablando de la común naturaleza del hombre. Sí, pero ese poco se lo devolvió Cristo cuando vino y "con su muerte dio muerte a la muerte". No voy a haceros aquí una demostración de esto, sino demostraron que el defecto de la mortalidad se convirtió en lucro y en ventaja. Sí, porque los mártires, si no hubieran sido mortales, no habrían sido mártires, y de no existir la muerte tampoco hubieran existido las coronas. Si no hubiera habido muerte, no habría habido martirio, y si no hubiera existido la muerte Pablo no hubiera podido decir: "Cada día muero por vuestra gloria, que yo tengo en Cristo Jesús", ni: "Me gozo en mis padecimientos por vosotros, y cumplo en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo".
III
Así pues, no nos quejemos de que se nos haya hecho mortales, sino demos gracias, porque la muerte nos abrió la palestra del martirio, y por la muerte hemos recibido toda una materia de premios, y de ella hemos obtenido la ocasión de los certámenes. ¿Ves la sabiduría de Dios, y cómo al mal supremo, y cabeza de todos los males, y calamidades nuestras que el diablo introdujo en el mundo (hablo de la muerte), a ése lo convirtió Cristo en gloria y honor nuestro, y por su medio llevó a sus atletas al premio del martirio? Entonces ¿qué? ¿Habremos de dar gracias por esto al demonio, causante de la muerte? De ningún modo, porque el beneficio no nació de su bondad, sino que es don de la divina sabiduría.
IV
El demonio introdujo la muerte para perdernos y quitarnos, una vez echados por tierra, toda esperanza de salvación. En cambio, Cristo, habiendo tomado ese mal, lo convirtió en bien, y por medio de él nos introdujo de nuevo en el cielo. Así pues, que ninguno de vosotros nos vaya a condenar por haber llamado al conjunto de mártires coro y ejército, y haber dado a una misma cosa dos nombres tan opuestos. Coro y ejército son cosas contrarias, pero en este caso se han juntado y unido. Los mártires, como si anduvieran celebrando danzas, así de alegres marcharon a los tormentos; y a la manera de luchadores desplegaron toda su fortaleza y paciencia, y vencieron a los enemigos.
V
Si atiendes a la naturaleza de las cosas que se llevan a cabo, en realidad todo son lucha y guerra y batallas. Si atiendes al pensamiento e intención de los que las efectúan, danzas son, y convites y fiestas, y delicia grande y suprema las cosas que se llevan a cabo. ¿Quieres que te demuestre cómo todas estas cosas, las hazañas de los mártires, son más terribles que cualquiera batalla? Por ambas partes están firmes los escuadrones, y bien defendidos, y resplandecientes por todos lados a causa de las armas, y llenan la tierra con su brillo. Por todas partes se lanzan nubes de dardos, con los que el aire se ensombrece. Torrentes de sangre corren por tierra. Por todas partes se advierte la caída de los soldados, que a la manera de las espigas en el tiempo de la cosecha, así mutuamente se derriban al suelo. Sí, no sólo estoy hablando de la batalla mundana, sino también de la celestial.
VI
En la batalla celestial también hay también dos escuadrones: uno de mártires, y otro de tiranos. Por cierto, los tiranos están armados, mientras los mártires luchan desnudos. Con todo, no son los armados sino los inermes quienes llevan la victoria. ¿Quién no quedará estupefacto al ver que, quien es azotado con varas, vence al que lo azota, y el atado al que está suelto, y el que está abrasado al que lo quema, y el que muere al que le mata? ¿Ves, pues, cómo estas batallas son más terribles que las otras? Aquéllas, aunque son temibles, al fin y al cabo se realizan conforme a las leyes de la naturaleza. Éstas, en cambio, superan a toda la naturaleza y a todo el modo de ser de las cosas; para que entiendas que deben tenerse como dones de la divina gracia.
VII
Con todo, yo pregunto: ¿Qué hay más inicuo que esta clase de luchas? ¿Qué hay más injusto que este género de certámenes? En las guerras, ambos combatientes se arman, pero en esta guerra no sucede así, puesto que uno está inerme y el otro cubierto de armas. Además, en los certámenes es lícito a cada cual levantar contra el otro sus manos, y aquí uno está atado y el otro hiere a mansalva y con plena libertad. Atribuyéndose a sí mismos, como por un poder legal, la facultad de infligir castigos los que presiden, y dejando a los santos mártires solamente el poder de sufrir los tormentos, así proceden al combate los tiranos, contra los bienaventurados. A pesar de todo, ni aun así vencen, sino que salen vencidos.
VIII
A los tiranos les sucede exactamente lo mismo que a un varón que provoca a otro, que en su tiempo fuera un gran luchador. Tras cortarle la punta de la lanza, despojarlo de la loriga, y dejarlo sin armas, lo obligara a combatir. Sin embargo, aquel otro, aunque golpeado y herido, y atravesado con infinitas heridas, a pesar de todo se lleva el trofeo. En efecto, los tiranos fueron y seguirán siendo vencidos por los mártires, estando éstos con las manos atadas a la espalda, inermes y cubiertos de heridas. ¿Por qué? Porque siempre han salido victoriosos, y saben vencer. Los mártires, tras haber soportado infinitas heridas, saben vencer al demonio. Así como el diamante, aun golpeado, en nada cede ni se ablanda, sino que destroza al hierro que lo golpea, del mismo modo los mártires, aunque se use en su contra tan gran cantidad de tormentos, nada grave padecen, mientras que el adversario aniquila sus fuerzas y energías sin resultado, y agotado se aparta de los certámenes vergonzosa e ignominiosamente vencido.
IX
Tras atar los tiranos a los mártires en los ecúleos, les abrían los costados en surcos profundos, como quien surca la tierra con el arado y no como quien está destrozando los cuerpos. Podían verse ahí los vientres rasgados, los costados descarnados, los pechos destrozados. A pesar de eso, ni con esos tormentos se saciaban aquellas bestias feroces, alimentadas en sus furores con sangre. Una vez quitados los mártires de los ecúleos, los extendían sobre las parrillas de hierro y les ponían debajo carbones encendidos. Entonces podían contemplarse espectáculos mucho más acerbos que los anteriores, en tanto que los mártires destilaban un doble género de gotas: unas de sangre (que corrían hasta la tierra) y otras de las carnes hechas agua. Y aquellos santos, como si estuvieran entre rosas, así yacían en las brasas, pues tal era el gozo con que miraban lo que sucedía.
X
Hermanos, cuando oigáis eso de las parrillas de hierro, acordaos de la escalera aquella que vio el patriarca Jacob, tendida desde la tierra al cielo. Por ésta bajaban los ángeles, por aquélla suben los mártires, y en ambas está apoyado el Señor. No habrían podido estos santos soportar los dolores si no se hubieran apoyado en esta escalera. A cualquiera le es manifiesto que por ésta subían y bajaban los ángeles, y que por aquélla suben los mártires. Y esto ¿por qué? Porque los ángeles han sido enviados a bajar para ministerio y servicio de los humanos, mientras que los mártires están destinados a subir, a la manera de atletas, una vez terminado el certamen, vencedores, caminando hacia el que lo preside.
XI
No escuchemos a la ligera lo que se dice de que fueron colocados carbones encendidos debajo de sus cuerpos ya desgarrados. No lo hagamos, sino consideremos la situación en que nosotros nos encontramos cuando nos asalta la fiebre. Juzgamos entonces la vida desagradable y acerba, gemimos, nos llenamos de impaciencia, nos ponemos coléricos a la manera de niños pequeños, y tenemos aquel ardor por no menor que el de la gehena. A éstos, en cambio, no por una fiebre que los acomete, sino rodeados por todas partes de llamas, mientras sobre sus llagas llueven las chispas y las heridas que les punzan cruelmente la bestia feroz cualquiera, como si estuvieran hechos de diamante y tuviesen sus cuerpos ajenos, así de generosamente y firmes perseveran en la confesión de la fe, demostrando su invicta fortaleza y la gracia de Dios.
XII
¿Habéis contemplado, hacia la aurora, cómo el sol naciente lanza rayos que parecen de azafrán? Pues bien, así era el cuerpo de los mártires cuando corría desde ellos, a la manera de rayos azafranados, la sangre a torrentes por todas partes. Como rayos resplandecientes parecían aquellos cuerpos, mucho más que al cielo los del sol. Al contemplar aquella sangre los ángeles se extasiaban, los demonios se horrorizaban y el diablo temblaba, porque lo que miraban no era una sangre cualquiera sino una sangre salvadora, santa, heroica y capaz de regar constantemente las bellas arboledas del empíreo. Vio esta sangre el diablo y se horrorizó, porque se acordó de otra sangre (la del Señor) y recordó que esta sangre brotaba de aquella. Desde que fue abierto el costado del Señor, tú mismo puedes contemplar infinitos otros costados abiertos.
XIII
¿Quién, puesto que ha de comunicar las pasiones de Cristo, y se ha de hacer conforme a Cristo en la muerte, no se dispondrá con gozo a semejantes certámenes? De por sí, participar en ellos es ya suficiente premio y merced, y mucho más que cualquier trabajo realizado, y galardón que hace entrar por la puerta grande en el reino de los cielos. En consecuencia, no nos llenemos de horror si oímos decir que éste o aquél ha padecido el martirio. Más bien, horroricémonos cuando oigamos decir que éste o el otro se ha acobardado y ha perdido el premio de tantos y tan grandes combates. Si acaso queréis oír qué es lo que se sigue después de esta vida, cierto es que no se puede declarar con discurso ninguno, porque según Pablo "ni el ojo vio, ni el oído oyó ni el corazón del hombre ha comprendido jamás lo que Dios ha preparado para los que lo aman".
XIV
Por este motivo, de que "los bienes que nos aguardan exceden a todo pensamiento y discurso", no vamos a callar; y yo me esforzaré, en cuanto me sea posible decirlo y a vosotros escucharlo, declararos cuán grande es la felicidad que allí arriba reciben los mártires. Lo haré entre oscuridades, porque esto sólo lo conocen ellos con la evidencia que ya gozan. Por cierto, los mártires padecen durante un brevísimo espacio de tiempo (todas las cosas intolerables y pesadas), y gozan por toda la eternidad, nada más salir de este mundo. Cuando llegan, ni los mismos arcángeles se avergüenzan de servirlos, y están preparados para hacer cualquier cosa por ellos, puesto que ellos no dudaron en sufrir toda clase de tormentos por Cristo Señor.
XV
Una vez que los mártires han subido al cielo, todas las santas virtudes les salen al encuentro. Cuando se presentan los atletas extranjeros, el pueblo entero confluye de todas partes, y los rodea para contemplar la apta disposición de sus miembros. Pues bien, con mayor razón, cuando los atletas de la piedad suben al cielo, se reúnen todos los ángeles, y de todos lados se agrupan las virtudes superiores para observar sus heridas. Como a vencedores que de batallas y luchas regresan, tras de alcanzar infinitas victorias y trofeos, así los reciben con gozo y los abrazan los moradores del cielo. Y luego, rodeados de gran número de guardias, son presentados ante el Rey de los cielos, y llevados ante aquel trono redundante de inmensa gloria, donde están presentes los querubines y serafines.
XVI
Llegados ante el trono, y una vez que han adorado al que en él se asienta, su Señor los recibe con benevolencia mucho mayor que a los otros consiervos. No los recibe como a siervos (y eso que éste es ya un honor máximo, que no tiene parangón), sino como amigos, porque "vosotros sois mis amigos". Lo hace así con mucha razón, puesto que él mismo dijo que "nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos". Siendo así, pues, que ellos demostraron tenerle el máximo amor, él los recibe honoríficamente y los permite gozar de semejante gloria, y los incorpora a los coros angélicos y a los cantares místicos. Cuando vivían en el cuerpo, y por la comunión de los misterios divinos, ya estaban admitidos entre los coros angélicos, a la hora de cantar el himno del Sanctus (como sabéis muy bien vosotros, que ya estáis iniciados en los sagrados misterios). Pero ahora lo hacen mucho mejor, cara a cara y con una gran fiesta llena de alabanzas.
XVII
¿No es verdad que antes os horrorizaba el martirio? ¿No es verdad que ahora, en cambio, estáis deseosos de él? ¿No es verdad que os da pena que ya no sea tiempo de martirios? Pues bien, ¡ejercitémonos! Sobre todo para que, cuando llegue ese tiempo de los martirios, sepamos despreciar la vida, despreciando desde ya mismo los deleites. Ellos echaron sus cuerpos a las llamas, así que arroja tú ahora tus dineros en manos de los pobres. Ellos pisotearon las brasas, así que apaga tú la llama de la concupiscencia. Cosas son éstas laboriosas y difíciles, pero también son ¡muy útiles! No claves tu mirada en las cosas presentes, que son amargas, sino en las futuras, que son agradables. No te quedes en los males que tienes a la mano, sino en los bienes que te esperan. No te quedes en los dolores, sino en los premios. No te quedes en los trabajos, sino en las coronas. No te quedes en los sudores, sino en la paga. No te quedes en el fuego abrasador, sino en el reino prometido. No te quedes en los verdugos que están presentes, sino en Cristo, que es quien corona.
XVIII
¿Queréis conocer el método más expédito y la vía más fácil para la virtud? Aquí lo tenéis: no miréis solamente los trabajos, sino juntamente los premios, y no separéis a unos de otros. Así pues, cuando vayas a dar una limosna, no atiendas al dinero que en eso gastas, sino a la justicia que vas adquiriendo y a lo que dice la Escritura: "Derrochó, dio a los pobres, y su justicia permanece por los siglos". No mires las riquezas que se disminuyen, sino el tesoro que se te aumenta. Si acaso ayunas, no atiendas al sufrimiento de la carne por el ayuno, sino al descanso que mediante esa maceración consigues. Si pasas la noche en oración, atiende y pesa no la molestia que de la vigilia se sigue, sino la confianza ante Dios que con la oración adquieres. Así lo hacen los soldados, que no miran las heridas sino los premios, no las muertes sino la victoria, no los cadáveres que caen sino los vencedores que son coronados. Los marineros miran los timoneles, y antes que las tempestades atienden al puerto, y antes que los naufragios miran las mercancías y ganancias, y antes que las incomodidades miran el lucro. ¡Haz tú lo mismo!, y sobre todo considera cuán gran cosa es que, mientras los mortales todos, las fieras, las bestias domésticas, duermen en profundo sueño durante toda la noche, tú solo entras en pláticas directas con el común Señor de todos.
XIX
¿Es dulce el sueño? Pues bien, no hay cosa más dulce que la oración nocturna. En ella puedes hablar largamente a solas con el Señor, sin que nadie te interrumpa con el ruido, sin que nadie te llame, sin que nadie te quite el tiempo para obtener lo que deseas. Más aún, si acostado en un suave lecho, estás dando vueltas a un lado y a otro, ¿por qué dudas en levantarte? Trae a tu pensamiento a los mártires tendidos en las parrillas de hierro, y no precisamente en un aliñado lecho suave, sino puesto sobre las brasas.
XX
Quiero terminar aquí mi discurso, a fin de que salgáis de este sitio con la memoria fresca y reciente de las parrillas, y os acordéis de ellas durante la noche. Aunque nos retuvieran infinitos lazos en la cama, fácilmente podríamos deshacerlos y levantarnos para la oración, con tal de que tuviéramos constantemente presentes estas parrillas. Y no solamente las parrillas, sino también todos los demás tormentos de los mártires. Escribamos todos esos tormentos en nuestro corazón. Así como los que tratan de hacer sus mansiones más elegantes, las adornan por todos lados con floridas pinturas, así nosotros pintemos, en las paredes de nuestra mente, los tormentos de los mártires. Aquellas pinturas de las mansiones son inútiles para el cielo, pero éstas están llenas de utilidad. No necesitas para ello dineros ni gasto alguno, ni el arte de la pintura, sino aplicar una voluntad pronta y una mente despierta. Con éstas, como con manos diligentísimas, puedes dibujar los tormentos de los mártires.
XXI
Pintemos en nuestra alma, pues, a los que yacen en las sartenes, a los que están tendidos sobre brasas, a los que fueron arrojados en los calderos hirvientes, a los que fueron ahogados en el mar, a los destrozados bajo carretas, a los que les sacaron los ojos, a los se quedaron sin cabeza, a los echados a las bestias feroces, a los despeñados por los abismos y a los otros que tuvieron que sufrir todo género de muerte, cada cual la que le tocó. Pintemos todo esto, para que hagamos así nuestra morada más elegante y preparemos un digno hospedaje al Rey de los cielos.
XXII
Si Cristo viere en nuestra mente tales pinturas, "vendrá con el Padre y morará en nosotros", y hará en nosotros su mansión, junto con el Espíritu Santo. Será entonces nuestra mente una regia mansión; y no podrá deslizarse en ella ningún pensamiento torpe, puesto que la memoria de los mártires, como una florida pintura, permanecerá constantemente en nosotros y brillará grandemente. Así el Rey de todos habitará en nosotros, sin intermisión. Si así recibimos a Cristo en esta vida, podremos después, cuando de ella salgamos, ser recibidos en los eternos tabernáculos, por la gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo.
HOMILÍA 2
I
Fue ayer el día de los mártires, pero también hoy es día de los mártires, y ojalá que constantemente celebremos la fiesta de los mártires. Si los que andan locos por el teatro, y los que admiran hasta embobarse las carreras de caballos, nunca se sacian de semejantes espectáculos inoportunos, mucho más conviene que nosotros nos mostremos insaciables respecto a las fiestas de los santos. Allí se celebra una pompa diabólica; aquí una fiesta cristiana. Allí saltan y danzan los demonios; aquí celebran coro los ángeles. Allí está la perdición de las almas; aquí está la salvación de todos los que concurren. Me dirás que aquéllas producen placer. Sí, pero en verdad que no producen tanto como éstas. En efecto, ¿cuál es el placer que hay en ver correr a los caballos a la ventura y como se les antoja? En cambio, aquí no contemplas yuntas ni tiros de brutos animales, sino las mil carrozas de los mártires, y a Dios que las preside y va guiando el camino hacia el cielo.
II
Para que entendáis que las almas de los justos son carrozas de Dios, oíd al profeta que dice: "Los carros de Dios son millares y millares, y viene entre ellos Yahveh del Sinaí a su santuario". El don que dio a las potestades de lo alto, Dios también lo concedió a nuestra naturaleza. Él se asienta sobre los querubines, como dice el salmo: "Subió sobre los querubines y voló", y: "Tú que te asientas sobre los querubines y escrutas los abismos". Y habita entre nosotros, como dice él mismo: "Habitaré y andaré entre vosotros". Los serafines, pues, fueron hechos carrozas, pero nosotros somos templos. ¿Ves el parentesco de honor? ¿Ves cómo puso paz entre los cielos y la tierra? Así pues, si queremos, en nada nos diferenciaremos de los ángeles.
III
Como decía en el exordio de mi discurso, ayer fue la fiesta de los mártires, y hoy también es la fiesta de los mártires, aunque no de los que están con nosotros, sino de los que están en el campo. Pero ¿qué digo? ¡También aquéllos están con nosotros! Sí, porque aunque en los negocios seculares están separados la ciudad y el campo, en las cosas tocantes a la piedad se comunican entre sí y permanecen unidos. Como dice el dicho, "no atiendas a lo bárbaro del lenguaje de los campesinos", sino a su ánimo cultivado con la cristiana sabiduría. En efecto, ¿de qué aprovecha la comunidad del lenguaje si los ánimos están divididos? ¿En qué daña la diversidad del lenguaje si nos unimos mediante la fe? En este sentido, no es inferior la campiña a la ciudad, puesto que en aquello que es lo principal para el honor, de igual honor participan.
IV
Por este motivo nuestro Señor Jesús no solía permanecer en las ciudades; y a su paso se despoblaban las villas y quedaban desiertas, mientras él, predicando el evangelio, recorría las ciudades y los castillos, sanando a muchos de todo malestar y de todas enfermedades. Imitando este ejemplo, nuestro común pastor y doctor nos abandonó hoy y se marchó a los campesinos. Pero, más bien, no se apartó de nosotros al ir a ellos, puesto que fue a nuestros hermanos.
V
Cuando se celebró la festividad de los macabeos toda la campiña se vació hacia la ciudad, mas en esta festividad de los mártires, que descansan en el cmapo, es conveniente que toda la ciudad vaya a la campiña. Por esto Dios no colocó a los mártires sólo en las ciudades, sino también en las campiñas, a fin de que los días de sus festividades nos proporcionaran una ocasión necesaria de contacto y conversación. De hecho, él puso mayor número en la campiña que en la ciudad, y así al inferior le concedió mayores honores, a causa de su mayor debilidad, y le dispensó mayores cuidados.
VI
Los que habitan en las ciudades tienen una enseñanza continua, mas los que habitan en la campiña no la tienen con tan gran abundancia. Por esto Dios los ha consolado, porque si carecen de doctores, por lo menos tienen abundancia de mártires, y por este motivo dispuso que fueran en la campiña colocados los mártires en mayor cantidad. No oyen aquellos habitantes continuamente la lengua de los maestros, pero sí escuchan la voz de los mártires que resuena desde los sepulcros y les habla, y tiene mayor virtud que los maestros. Sí, los mártires, aun callando, tienen mayor virtud que los doctores que hablamos. Sí, hay multitudes que escuchan disertaciones acerca de la virtud, y en nada les aprovecha. En cambio otros, a causa de la rectitud de los mártires, aun callando llevaron a cabo muchas y excelentes obras.
VII
Así sucede a los mártires y con mayor amplitud, y no con la lengua que emite la voz ornada sino con aquella otra que resuena mucho más altamente: las obras. Por lo que respecta a su boca, ellos hablan a todo el género humano con estas expresiones: Vednos, ved que no hemos padecido males, pues ¿qué mal hemos padecido al ser condenados a muerte cuando de ese modo obtuvimos la vida eterna? Fuimos hallados dignos de entregar nuestros cuerpos por Cristo. Y si en esta ocasión no nos hubiéramos despojado de ellos, de todos modos después de poco tiempo teníamos que perder esa vida temporal. Si no hubiera venido el martirio para quitárnosla, de todos modos la común muerte, propia de nuestra naturaleza, nos habría acometido y en absoluto la hubiera destruido. Por esto, no cesamos de dar gracias a Dios que, por beneficio suyo, nos aconteciera que la muerte, que de cualquier manera teníamos que soportar, nos viniera en esta forma para salvación de nuestras almas; y que aquello que necesariamente le habíamos de dar, lo haya aceptado como un don de parte nuestra y un sumo honor.
VIII
Me dirás que los tormentos son molestos y amargos. Sí, pero pasan en un breve tiempo; mientras que la delicia que con ellos se adquiere dura igualada a los siglos sempiternos. Más aún, ni siquiera por un instante son amargos los tormentos, para quienes miran a las cosas futuras y al que preside el certamen y es el remunerador y al que desean ir. Así el bienaventurado Esteban, que con los ojos de la fe miraba a Cristo, no atendía a la lluvia de piedras, sino que, en vez de eso, contaba los premios y las coronas. Así pues, también tú vuelve tus ojos desde las cosas presentes a las futuras, y con esto no percibirás ni siquiera un pequeño dolor por los males. Estas y muchas otras cosas dicen los mártires, y las persuaden mejor que nosotros los predicadores. Si fuera yo quien os dijera que los tormentos no producen ni la menor molestia, no se me creería en modo alguno, puesto que ninguna dificultad presenta el afirmar eso y discurrirlo con solas las palabras. En cambio, el mártir, al emitir con sus obras mismas esas voces, no encuentra a nadie que lo contradiga.
IX
Así como suele suceder dentro de los baños, donde está la piscina de agua caliente en la que nadie se atreve a descender. Mientras unos a otros se exhortan con palabras, sentados al borde del baño, a nadie persuaden. En cambio, en cuanto alguno introduce su mano, o echa su pie echa al agua, y todo su cuerpo confiadamente, éste tal, sin una sola palabra, persuade mucho mejor que los demás a la inmersión. Del mismo modo sucede con los mártires, aunque en este caso no se echen al agua caliente de la piscina sino a la pira ardiendo. Por mucho que yo exhorte, por tanto, no lograré conmover a nadie. En cambio, en cuanto un mártir meta todo su cuerpo en una pira, y empuje hacia ella toda su experiencia personal, todos los circundantes quedarán estupefactos, y quitarán sus temores.
X
Por este motivo, Dios nos dejó los cuerpos de los mártires, y todavía no los ha resucitado. Combatieron su certamen hace mucho, y con todo aún no han alcanzado la resurrección. No la han alcanzado para utilidad tuya, a fin de que te pongas delante de los ojos de aquel atleta, y te excites a seguirlo en su carrera. Ellos, con esa dilación, no sufren mal alguno, y nos traen grandes utilidades. En cambio, si Dios nos los hubiera quitado de en medio, nos habría privado del gran consuelo y exhortación que para todos los hombres se obtiene del sepulcro de los santos.
XI
Lo que yo digo, vosotros mismos lo podéis comprobar, pues por mucho que yo os haya amenazado, halagado, aterrorizado y exhortado, con todo no os movéis a la oración y prontitud. En cambio, venís a la festividad de los mártires sin que nadie os lo aconseje, y fijáis la vista de los sepulcros de los santos, y derramáis copiosas fuentes de lágrimas, y puestos en oración os encendéis en un fervor no mediocre. Y con todo el mártir ¡yace ahí mudo y en sumo silencio!
XII
¿Qué es lo que os punza en la conciencia, y hace que broten, como de una fuente, los torrentes de lágrimas? Que con la mente consideráis a los mártires, y traéis a la memoria las hazañas que llevaron a cabo. Del mismo modo que los pobres, cuando ven a los ricos puestos en dignidades, y colmados de honores por el emperador, y rodeados de guardias y gran prosperidad, reconocen mejor su pobreza, de igual manera lloráis vosotros, cuando recordáis cuánta confianza tienen los mártires delante de Dios, y con cuánto esplendor y gloria fulguran. En ese momento os vienen a la memoria vuestros propios pecados, y penetráis mejor las riquezas de ellos y la penuria vuestra, y os doléis, angustiáis, comprendéis cómo os superan, y esto os hace derramar lágrimas.
XIII
Por esto nos dejó Dios aquí sus cuerpos, para que si alguna vez la multitud de los negocios, o la turba de los pensamientos seculares, arrojan sobre nuestra mente una densa oscuridad (tal como suele brotar) y nos ponen excesivos impedimentos (ya por los domésticos asuntos, ya por los públicos), entonces, habiendo abandonado la ciudad y despedido semejantes alborotos, nos acojamos a la iglesia de los mártires, y gocemos en ella de las auras espirituales, y nos olvidemos de la multitud de ocupaciones, y nos deleitemos en paz, y nos entretengamos con los santos, y roguemos por nuestra salvación al que preside y premia a los mártires en sus combates. Así, tras echar a un lado el peso de nuestra conciencia, mediante su auxilio, regresaremos a nuestros hogares con el ánimo colmado de deleites.
XIV
Los sepulcros de los mártires son puertos seguros, fuentes de aguas espirituales, tesoros de invioladas riquezas que jamás se agotan. Así como los puertos reciben inmensa cantidad de naves acometidas por las olas, y a todas les dan seguridad, del mismo modo las urnas de los mártires, cuando reciben nuestras almas acometidas por las olas de los negocios seculares, les ofrecen grande seguridad y tranquilidad. Así como las frescas fuentes con sus aguas recrean los cuerpos fatigados y deshechos por los trabajos y por el calor, así estos sepulcros, a las almas inflamadas en afectos depravados les dan refrigerio, apagan y extinguen la vergonzosa concupiscencia, la envidia que derrite, la ira que inflama y cualquiera otra pasión que nos cause una semejante molestia.
XV
Si las penas de los mártires son muchas, los tesoros son aún mayores, con mucho. Los tesoros de riquezas crean a quienes los poseen innumerables peligros; y los dividen en porciones, y los aminoran con la división. En cambio, con los tesoros de los mártires nada de eso sucede, pues divididos no disminuyen, y son del todo diverso de las riquezas sensibles. Éstas, si se dividen en partes, se aminoran; aquéllas, cuando se reparten entre muchos, mejor muestran su abundancia. Así deleitan los prados con sus violetas y sus rosas a los que los miran, así los sepulcros de los mártires ofrecen un gozo que jamás se marchita ni acaba, a las almas de quienes los contemplan.
XVI
Abracemos con fe estos sepulcros; inflamemos nuestra mente, lancemos nuestros gemidos. Muchos delitos hemos cometido y grandes son nuestros pecados, y por esto necesitamos abundante medicina y una confesión diligente. Los mártires derramaron su sangre, así que derrama tú las lágrimas de tus ojos. Las lágrimas también pueden apagar el fuego del horno de los pecados. Los costados de los mártires fueron desgarrados, mientras ellos veían en torno a los verdugos que les rodeaban. Haz tú lo mismo frente a tu conciencia, coloca a la razón como juez incorruptible en el solio de tu pensamiento, trae ahí al medio todo cuanto has cometido. Lanza sobre tus pecados severas y terribles consideraciones, castiga los movimientos obscenos de los que han nacido tus pecados, atorméntalos con diligencia y acerbamente. Si de esta manera nos juzgarnos a nosotros mismos, evitaremos aquel tremendo tribunal.
XVII
El que se constituye juez de sí mismo, y con diligencia pide cuenta de sus propios pecados, no tendrá que sufrir el juicio futuro. En efecto, nos dice Pablo que "si nos juzgáramos a nosotros mismos, dice, no seríamos juzgados por Dios". Y reprendiendo a quienes indignamente participan de los misterios divinos, dice: "El que come y bebe indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor". El sentido de sus palabras es éste: Así como aquellos que crucificaron al Señor, así serán castigados los que indignamente participan de los misterios. Que nadie vaya a condenar de severo mi discurso, porque púrpura regia es el cuerpo del Señor. El que dilacerare la púrpura regia como el que la manchare con sus manos inmundas, igualmente la habrán injuriado, y con igual suplicio serán castigados. Y del mismo modo sucederá con el cuerpo del Señor.
XVIII
Los judíos rompieron el cuerpo del Señor con clavos en la cruz, y tú lo desgarras cuando lo recibes viviendo en pecado, con lengua inmunda y pensamiento impuro. Por esto dijo Pablo que os amenazaba igual suplicio, y por eso añade: "Hay entre vosotros muchos flacos y débiles y duermen muchos". Más tarde, demuestra el apóstol que quienes se exigen a sí mismos razón de sus pecados en esta vida, y ejercen juicio contra sus propios delitos, y no reinciden en ellos, fácilmente pueden evadir la futura sentencia, terrible e ineludible. Estas son sus palabras: "Si nos juzgáramos a nosotros mismos, no seríamos juzgados de Dios. En cambio, al ser juzgados por el Señor somos corregidos para no ser condenados con este mundo".
XIX
Atormentemos, pues, nuestras mentes, castiguemos los pensamientos lascivos, limpiemos con nuestras lágrimas nuestras manchas. Grande es el fruto de este llanto, grande su auxilio y su consuelo. Así como a risas y deleites les amenaza un grave suplicio, así el llanto perpetuo acusa un grande consuelo. Como Cristo dijo "bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados", y "ay de aquellos que ríen, porque habrán de llorar", por eso Pablo, aunque no tenía conciencia de ningún pecado, pasaba su tiempo entre lágrimas y llantos. ¿Quién afirma esto? El mismo bienaventurado varón que dice: "Por todo un trienio, día y noche no cesé amonestando con lágrimas a cada uno de vosotros".
XX
Lloró Pablo durante un trienio, y nosotros no lloramos ni siquiera un mes. Él noche y día lloró por los pecados ajenos, y nosotros sólo lloramos por los propios. Él lloró sin tener conciencia de nada malo, y nosotros tan sólo para aliviar el peso que nos oprime de la conciencia. Mas ¿por qué llora? ¿Por qué no se ciñe a enseñar y amonestar, sino que añade las lágrimas? Pablo llora a la manera de un padre amante que tiene un hijo único enfermo que no admite las medicinas sino que las rechaza. Llora sentado junto a su lecho, y lo acaricia, besa y abraza con todo género de dulzuras, intentando doblegarlo y persuadirlo a que quiera apartar de sí la enfermedad mediante los remedios que la medicina le ofrece. Así Pablo, a todos los fieles dispersos por todo el orbe de la tierra, los abraza como a un hijo único con amor. Y como viera a muchos caídos en pecado, y atacados por la enfermedad incurable del alma, y que no admiten la medicina de la reprensión y del castigo, sino que la rechazaban y se apartaban violentamente de ella, con lágrimas los detiene, a fin de que, al verlo así llorando y gimiendo, y conmovidos con sola su presencia, reciban la medicina, y habiendo echado fuera la enfermedad recobren su antigua salud. Por esto amonestaba Pablo siempre con lágrimas.
XXI
Si pone Pablo tanto cuidado en los pecados ajenos, ¿con cuánta aplicación del alma es razonable que nosotros nos ocupemos de enmendar los nuestros? Es muy grande la fuerza de la tristeza según Dios, pero mucho aprovecha. Isaías, como quisiera exponernos esto, decía: "Por su iniquidad, yo un poco lo herí en mi ira". Fijaos, no dice "yo lo castigué conforme a lo que pedían sus delitos", porque lo que quiere Dios es premiar las buenas obras. Por eso, cuando ha de castigar los pecados, a causa de su inmensa benignidad castiga con suplicio pequeño. Es por lo que Isaías, para indicar esto, añadió: "Por su iniquidad un poco yo lo herí en mi ira, y vi que se había contristado, y anduvo pesaroso, y yo enderecé sus caminos".
XXII
¿Ves cómo es grande y prontísima la utilidad de la penitencia? Como poco antes lo castigara Dios por sus pecados, al verlo triste y pesaroso lo perdonó. ¡Tan pronto y preparado se halla Dios a reconciliarse con nosotros, y anda en busca de una pequeña ocasión! Démosle ocasión, pues, de amarnos, y esforcémonos en conservarnos libres de pecado. Si en alguna ocasión fuéremos vencidos, levantémonos pronto, y lloremos con vehemencia nuestro pecado, a fin de alcanzar el gozo según Dios. Si Dios, al que andaba triste y pesaroso, lo reconcilió enseguida consigo, a quien añade lágrimas y le invoca con gran esfuerzo de su alma ¿qué no le concederá?
XXIII
Veo que, al presente, vuestro corazón se ha inflamado. Mas para que este fervor no se enfríe, sino más bien lo guardemos dentro de nosotros, hagamos lo siguiente. Por supuesto, fértil es el campo de vuestra mente, pues apenas recibió la semilla y ya produjo frutos y espigas, sin necesitar de lo que dilatan las estaciones del año. Pero yo temo a vuestro enemigo, que os espera al salir de la iglesia. Ciertamente, al interior de esta reunión el demonio no se atreve a entrar, ya que donde se encuentra la grey de Cristo, el lobo no se presenta; sino que permanece tras la puerta, porque teme al Pastor.
XXIV
Así pues, una vez salidos de aquí, no nos entreguemos a las reuniones intempestivas, ni a ociosas conversaciones, ni a ocupaciones inútiles. Mientras aún está en vigor y fresca la memoria de las cosas que aquí se han dicho, apresurémonos a nuestros hogares; y cada uno, sentado al lado de su mujer y de sus hijos, medite cuidadosamente lo que oyó. Si acaso no queréis volver al hogar, reunid a vuestros amigos, y sentaos en privado con ellos, y hacedlos participantes de las cosas que oísteis. Cada cual, declarando lo que pudo retener de memoria, instituya una lección de sacra doctrina, a fin de que no parezca que inútilmente habéis participado en esta reunión.
XXV
Lámparas son los mandatos de Dios, puesto que dice la Escritura: "Antorcha es el mandamiento, y luz la disciplina y camino de vida la corrección". No obstante, quien enciende su lámpara no va a sentarse en la plaza, sino que se apresura a entrar en su hogar a fin de que el fuego no se le apague con el soplo de los vientos, ni por el largo tardar. Hagamos nosotros así. El Espíritu Santo enciende para nosotros la luz de su doctrina. Salidos de aquí, y llenos de las cosas que hemos oído, si acaso vemos que nos sale al paso algún amigo o pariente, o doméstico o cualquiera, pasémoslo de largo, no sea que si nos ponemos a platicar con él de cosas inútiles y superfluas, entre tanto se nos extinga el fuego de la doctrina. Procuremos que la llama esté en todo su esplendor en el hogar, y allí encienda lo más alto de las mentes, e ilumine todo lo que hay en la casa.
XXVI
Es absurdo que no soportemos una sola tarde sin lámpara ni lumbre en la casa, y permanezcamos tranquilos cuando nuestra alma carece de doctrina. De aquí provienen muchos pecados, sobre todo si no encendemos velozmente la lámpara del alma. De aquí nace el que cada día caigamos. De aquí se origina el que recojamos con la mente muchas cosas, pero al caso y de pasada. De aquí viene que, una vez oída la lectura de la palabra divina, y antes de poner los pies fuera del vestíbulo de la iglesia, al punto la echemos de nosotros, y sigamos caminando con la luz apagada, entre tinieblas. Si acaso esto nos ha acontecido anteriormente, que no nos suceda en adelante, sino tengamos constantemente encendida la lámpara en la memoria, para adornar el alma nada más llegar al hogar.
XXVII
Hay algunos tan necios que adornan sus casas con dorados artesonados, y en el piso ponen variados mosaicos, y añaden pinturas de flores, y dan esplendor a las columnas y otras muchas cosas, y en cambio mantienen el alma en un estado peor que el de una hospedería llena de lodo, humo y mal olor. Y todo esto sucede porque la lámpara de la doctrina no permanece constantemente encendida. Sí, hermanos, desechamos lo que es fructuoso y nos ocupamos diligentemente de lo que no tiene valor. Y no lo digo únicamente por los ricos, sino también por los pobres, porque éstos también adornan sus casas según sus posibilidades, y también dejan su alma abandonada y descuidada. Por esto, dirijo mi enseñanza a unos y a otros, y les exhorto a que, dejando de lado los negocios de este mundo, pongan todo su empeño en el cuidado fructuoso de las cosas espirituales.
XXVIII
Observe el pobre a la viuda que depositó sus dos óbolos, y perciba que la pobreza no es un impedimento para hacer limosna. Piense el rico en Job, y cómo Job poseía todos sus bienes no para sí sino para los pobres, y haga esto él también. Job llevó en paciencia el verse privado de ellos, y antes de verse despojado por el demonio ya había meditado él el desprenderse de ellos. Oh rico, desprecia las riquezas presentes, para que cuando te fueren quitadas, no te dejes vencer por el dolor. Mientras las tienes, ocúpalas en cosas útiles. Cuando te fueren arrebatadas, ten presente que obtendrás un doble fruto: el premio por haberlas empleado útilmente, y el de la paciencia y moderación, que sólo conseguirás si ya antes las has despreciado. Estas virtudes te serán muy necesarias, cuando esos bienes te fueren quitados.
XXIX
Las riquezas han recibido el nombre de "cosas usuales" con este único motivo: para que las empleemos como conviene, y no las enterremos. Se llaman también posesiones, para que nosotros las poseamos y ellas no nos posean a nosotros. ¿Eres dueño de muchas riquezas? Pues bien, no lo eres de ninguna, así que no coloques bajo tu dominio lo que el Señor te ha dejado prestado puso bajo tu señorío, y empléalas como se debe. Nada hay tan deslizable como las riquezas, nada tan mudable como los bienes. Siendo tan inestable su posesión, y volando de nuestras manos con mayor velocidad que una ave cualquiera, y huyendo de nosotros más desagradecidamente que cualquier esclavo fugitivo, empleémoslas como conviene, mientras somos sus administradores, para poder obtener mediante esos dineros inestables bienes permanentes. Poseeremos así un tesoro depositado en el cielo, por la gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo.
HOMILÍA 3
I
Las festividades de los mártires tienen su valor, y no únicamente por el día del año en que recurren sino también por la disposición de ánimo de quienes las celebran. Por ejemplo, ¿imitaste al mártir? ¿Has emulado su virtud? ¿Has seguido las huellas de su moderación? Entonces, aunque no sea el día de la fiesta del mártir, tú has celebrado la fiesta del mártir, porque el honor de los mártires consiste en que los imitemos.
II
Así como los que cometen crímenes, aun en el día de la festividad, están sin fiesta y son profanos, así los que ejercitan la virtud celebran fiesta aunque no haya solemnidad ninguna, porque la fiesta se significa por la pureza de alma. Indicando esto mismo, decía Pablo: Así pues, celebremos la festividad "no en el fermento antiguo de malicia y maldad, sino en los ázimos de la sinceridad y verdad". De manera que hay panes ázimos así entre los judíos como entre nosotros. Entre ellos, el ázimo está hecho de harina, y entre nosotros de pureza de vida. Así pues, el que conserva su vida limpia de toda impureza y mancha, ése celebra diariamente fiesta y solemnidad, aunque no sea el día de la fiesta de los mártires, y éstos se queden en su casa y no vengan al templo. Ciertamente, puede cada cual celebrar en su casa la fiesta de los mártires.
III
No digo esto para que no nos acerquemos al sepulcro de los mártires, sino para que, si nos acercamos, vengamos con la debida prontitud de ánimo. Y esto no sólo en el día de su fiesta, sino en otro cualquier tiempo y con la misma piedad. ¿Quién no admirará, así, nuestra reunión, y este espectáculo espléndido, y esta fervorosa caridad, y este ardiente afecto, y este invencible cariño? Hasta tal punto se reúne aquí la ciudad toda, que ni el temor del amo ha retenido al siervo, ni la pobreza y necesidad al pobre, ni al anciano la debilidad de sus años, ni a la mujer lo delicado de su sexo, ni al rico el brillo de sus riquezas, ni al magistrado la excelencia de su potestad. El amor a los mártires ha eliminado todas las desigualdades nacidas de la pobreza y debilidades de la naturaleza, y ha arrastrado a toda la multitud, como atada con una cadena, a este sitio. El afecto hacia los mártires da alas, e incita a llevar una vida cual si ya estuviéramos en el cielo, y hace vencer toda perturbación causada por la lascivia y la lujuria, y enciende en el amor.
IV
Así como a los primeros rayos del sol las fieras nocturnas huyen y se esconden en sus madrigueras, así la luz de los mártires obligan a los vicios del espíritu a ocultarse, y encienden la llama brillante de la sabiduría. Para que conservemos esta llama una vez terminada la reunión, y no sólo mientras aquí estamos, regresemos a nuestras moradas con la misma devoción, y no nos entreguemos a las cantinas y a los prostíbulos, ni a la embriaguez y excesos de la gula. Habéis estado toda la noche en sagradas vigilias, así que no hagáis ahora del día noche por la embriaguez, los cantos obscenos y la crápula. Habéis honrado a los mártires acudiendo y oyendo con amor diligente, así que honradlos también en vuestro modo de regresar a la ciudad, no sea que alguno, al veros desordenados en la taberna, vaya a decir que habéis venido aquí para crecer en vicios y alimentar los malos deseos.
V
No digo esto tratando de estorbar el placer y descanso, sino para impedir que se cometan pecados; no para vedarte el que bebas, sino para impedir que te embriagues. El vino no es malo, sino que lo malo es su uso inmoderado. El vino es un don de Dios; pero su uso inmoderado un invento del demonio. Servid al Señor, pues, "con temor y temblor". ¿Quieres gustar de las delicias? Gózalas en tu casa, donde muchos habrán cubrir tus vergüenzas, y no en la cantina, donde serás espectáculo de muchos y escándalo para todos. No digo esto para que te embriagues en tu casa, sino para que no lo hagas en las tabernas. Advierte cuan digno de burla es que, tras esta reunión, y tras la vigilia, y tras escuchar las Sagradas Escrituras, y participar de los divinos misterios, y recibir la refección espiritual, se vea a hombres y mujeres que pasen todo el día en la taberna.
VI
¿No conocéis cuan graves castigos amenazan a los ebrios? Ellos son arrojados del reino de Dios, y pierden bienes indecibles, y son destinados al fuego eterno. ¿Quién asegura esto? El bienaventurado Pablo, cuando dice: "Ni los avaros, ni los dados al vino, ni los maldicientes, ni los raptores, poseerán el reino de los cielos". En efecto, ¿qué cosa hay más miserable que un hombre dado al vino, que por un gustillo de nada pierde los grandes deleites del verdadero Reino? Más aún, ni siquiera goza el ebrio de algún deleite, porque el placer se encuentra sólo en el uso moderado, mientras que en la inmoderación produce embotamiento y pérdida del sentido, y el que no sabe ni dónde está ni dónde se cae, ¿cómo podrá sentirse a gusto? Si el borracho no puede ver la luz del sol a causa de su tupida borrachera, ¿cómo podrá experimentar deleite y alegría? Realmente, lo rodean tan densas tinieblas, que no bastan los rayos del sol para disiparlas. Siempre es mala la embriaguez, oh carísimos, pero mucho más mala es en el día de los mártires.
VII
Aparte de pecado, la embriaguez es un insulto supremo, y un desprecio sumo, a la palabra sagrada, y por eso el castigo será doble. De manera que, una vez que vienes a honrar a los mártires, al apartarte de aquí no te entregues a la embriaguez. Si lo haces, es preferible que te quedes en tu casa y que no te presentes aquí indecorosamente, ni insultes la fiesta de los mártires, ni escandalices al prójimo, ni llenes de sombras tu mente, ni acumules pecados. Viniste a ver a hombres destrozados por los tormentos, que destilan sangre, adornados con un enjambre de llagas. Por tanto, procura hacerte digno de semejantes atletas. Ellos despreciaron la vida, así que desprecia tú los placeres. Ellos renunciaron a la vida presente, así que abandona tú el apego a la embriaguez.
VIII
¿Es que quieres gozar de los deleites? Ven a los sepulcros de los mártires, siéntate a su lado, derrama en ellos fuentes de lágrimas, duélete en tu corazón, logra las bendiciones de las urnas. Apoyado en su intercesión, ejercítate frecuentemente en leer sus batallas. Abrázate a sus lóculos, apégate a sus urnas, guarda sus reliquias. No solamente los huesos de los mártires abundan en bendiciones, sino también sus urnas y sus sepulcros. Toma el santo óleo y unge todo tu cuerpo (la lengua, los labios, la cerviz, los ojos), y así no caerás nunca en el abismo de la embriaguez. El óleo y su suave aroma te trae a la memoria el combate de los mártires, refrena toda lascivia, te arma de paciencia y cura las enfermedades del alma. ¿O es que deseas permanecer en los huertos y prados? No hagas eso cuando está presente gran cantidad de pueblo, sino otro día. Ahora es tiempo de combates, ahora se presenta el espectáculo de las luchas, ya no es tiempo de delicias ni voluptuosidades.
IX
No viniste aquí para entregarte a la pereza, sino para "aprender a luchar en la palestra y vencer". Siendo, como eres, hombre mortal, viniste a quebrantar las fuerzas del demonio invisible. Nadie sube a la palestra para entregarse a los deleites, ni se pone a procurar amorosas pláticas cuando ha llegado el tiempo de los combates, ni anda buscando las mesas opíparas cuando lo necesario es ponerse en orden de batalla. Por consiguiente, tampoco tú, cuando vienes a presenciar la fortaleza de alma, y el vigor de la mente, y un trofeo admirable, y un nuevo combate de estos varones, no introduzcas aquí al demonio y sus obras; ni te entregues tras este espectáculo a las delicias. No hagas nada de eso, sino vuelve a tu casa con las ganancias espirituales, y con tu sola presencia testifica a todos que regresas del espectáculo de los mártires.
X
Así como los que regresan del teatro, fácilmente aparecen, delante de todos, perturbados, confusos, enervados y cargados de las imágenes de todo aquello que se representó en el teatro, así el que vuelve del espectáculo de los mártires ha de presentarse con compunción y recogimiento de mente, respirando fuego, andando contrito, son semblante sobrio y atento, declarando con sus mismas posturas corporales la interior moderación y templanza. ¡Volvamos así a la ciudad, con la debida modestia, andar mesurado, llenos de prudencia, el rostro sereno y tranquilo! Como dice el dicho, "el vestido del hombre, y la risa de sus dientes, y su modo de caminar, denuncian al hombre".
XI
¡Volvamos siempre así de la visita a los mártires, y de estos óleos espirituales, y de estos prados celestes, y de estos nuevos y miríficos espectáculos! Volvamos así, a fin de que también nosotros experimentemos mayor facilidad en la virtud, y demos a los otros libertad en ejercitarla, y finalmente consigamos los bienes futuros por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo.
HOMILÍA 4
I
Los pastores diligentes, tras un largo llover, miran brillar los rayos del sol, y cómo calientan el día más de lo ordinario. Es entonces cuando sacan de los apriscos sus ovejas, y las conducen a los pastos acostumbrados. Imitándolos hoy como pastor, me propongo sacar al espiritual y sagrado rebaño de las ovejas de Cristo a los pastos espirituales de los sepulcros de los mártires. También los rebaños llegan a sentir saciedad de los establos; y cuando salen de los apriscos reportan mucha mayor utilidad de las praderas. Inclinados hacia la tierra, con gran gusto van cogiendo con los dientes la hierba delicada, y respiran el aire puro, y contemplan los limpios y brillantes rayos del sol, y saltan en torno de las fuentes, mientras la tierra, vestida por doquier de flores, los deleita.
II
A nosotros, esto nos acarrea mucha utilidad. Aunque en la ciudad teníamos una mesa repleta de espirituales alimentos, el mero hecho de salir hacia estos santos nos alegra con un gozo especial. No porque respiremos el aire puro, sino porque volvemos los ojos a los esclarecidos mártires. No porque demos saltos de gozo junto a los ríos, sino porque bebeos los arroyos de los dones del Espíritu Santo. No porque inclinados a la tierra cojamos con los dientes la hierba, sino porque comemos las virtudes de los mártires. No porque veamos el suelo adornado de flores, sino porque contemplamos los cuerpos que derraman dones espirituales.
III
Cada una de las iglesias de los mártires ofrece, a los que en ella se reúnen, no corta ganancia. Sí, pero ésta la ofrece muy particular, porque apenas pasa uno a su vestíbulo, y al punto se presenta ante sus ojos una multitud de sepulcros; y donde quiera que mira advierte los lóculos, los monumentos y las tumbas de los que ya fenecieron. La vista de estos sepulcros nos aprovecha y mucho, para embeber en nuestras almas la modestia y la moderación cristianas. El ánimo, aunque sea perezoso, al punto se conmueve, y por este espectáculo se excita; y si es diligente se torna más virtuoso. Si acaso alguno se duele de su pobreza, ante este espectáculo siente consolación. Si uno anda hinchado por sus riquezas, al punto se vuelve humilde y se abaja. La vista de estos sepulcros obliga a cada uno, aun contra su voluntad, pensar y discurrir acerca de la muerte; y lo persuade a no tener por estable cosa alguna de este mundo, ya sea molesta o agradable.
IV
Quien se deja persuadir por estos sepulcros, no es fácilmente cogido por los lazos del pecado, como ya dijo cierto sabio con estas palabras: "En todas tus palabras acuérdate de los novísimos, y nunca pecarás". Otro sabio nos dice cosas que compaginan bien con éstas, cuando aconseja: "Prepara tus obras para el fin, y prepárate tú para el camino". Dice esto no porque hable del camino sujeto a la percepción de los sentidos, sino de la salida de este mundo. Si cada día meditamos cuan incierta es la muerte, no caeremos fácilmente en el pecado, ni podremos hincharnos con las cosas agradables de esta vida, ni deprimirnos por las que son molestas, por ser tan incierto el acabamiento de ambas. Con frecuencia, quien está con vida en estos momentos, por la tarde ya no existe.
V
Si hubiéramos permanecido dentro en la ciudad, no es muy probable que meditáramos y consideráramos estas cosas. En cambio, una vez que hemos salido de las murallas, y hemos venido a estos sitios y a estos sepulcros, y hemos contemplado esta cantidad de difuntos, se nos hace necesario, querremos o no, revolver en el ánimo esa clase de pensamientos, y elevarnos de la tierra mientras lo consideramos, y despojarnos de toda afición a las cosas del siglo. Por eso amo yo con predilección este sitio, por nuestras reuniones y porque me recuerda continuamente estos discursos, mientras mis ojos observan el entorno de los sepulcros y mi alma se levanta a los que ya nos dejaron, y al estado en que viven aquellos que nos precedieron.
VI
El espectáculo de estos sepulcros no sólo trae a nuestro ánimo semejantes pensamientos, sino que nos excita a una conveniente exhortación, y nos hace pensar en la patria eterna y cómo prepararse para ella, y acopiar todo lo necesario para ese traslado, sabiendo que cualquier cosa que dejemos aquí no será necesaria para nosotros. Así como un caminante hace un largo camino, y se apresura a regresar a su patria, y todo cuanto deje en la posada no le importa perderlo, así nosotros sabríamos prescindir de esas cosas para la marcha para el camino de la eternidad. Con todo, lo más conveniente sería que unas cosas las llevásemos con nosotros, y otras las enviásemos por delante. ¿Por qué? Porque la vida presente es un camino que no tiene estabilidad, y hay que ir por él a través de los sucesos que se presentan. Este camino también hay que hacerlo.
VII
Es de alabar que nuestro generoso padre nos trajera a este lugar, mientras nos hacía la visita, los restos de la santa mártir Drosis, cuya memoria celebramos hoy. Así, al tenerla presente, podremos sacar mayor fruto todavía de la visita a este sitio. En efecto, cuando a un lado de nuestros sepulcros colocamos los de los mártires, nuestros pensamientos se levantan más arriba, nuestra alma se vuelve más fuerte, el fervor se acrecienta y la fe se fortifica. Cuando consideramos sus trabajos en nuestro interior, y sus premios y sus combates, y sus palmas y las coronas de su martirio, se nos presenta una nueva ocasión de humildad y celo. Aunque nosotros no hayamos llevado a cabo esclarecidas hazañas, podremos pensar en las suyas. Con ellos presentes pensaremos no haber hecho nada todavía, si se compara nuestra virtud con la de estos combatientes. Si nada de bueno ni de grande hemos llevado a cabo todavía, el ejemplo de su fortaleza nos abrirá el apetito de salvación, y nos exhortará a cambiar de procederes, y nos entregará al ejercicio de las buenas obras, y llevaremos consigo que tal vez pueda a nosotros más adelante acontecernos lo que a ellos, y así rápidamente ascender al cielo, y regresar a nuestras casas filosofado y meditado estas cosas y muchas otras.
VIII
La muerte de los mártires es una exhortación a los fieles, es confianza para las iglesias, es confirmación del cristianismo, es destrucción de la muerte, es demostración de la resurrección de la carne, es ignominia para los demonios, es acusación contra el diablo, es enseñanza de la buena doctrina, es desprecio de las cosas de este siglo, es camino para desear las futuras, es consuelo para las desgracias que nos rodean, es exhortación a la paciencia, es motivo de tolerancia, es raíz de todos los bienes, es fuente de otros nuevos mártires. Si os place, demostré cada una de estas cosas.
IX
Cuando tengamos que emprender una discusión con los gentiles acerca de los dogmas, o cuando ellos acusen nuestra fe, opongámosles la muerte de los mártires, y preguntémosles: ¿Quién los persuadió a despreciar la vida presente? ¿Quién ha llevado a cabo estos preclaros hechos que superan a la naturaleza? Con ello verán que la mera y humana virtud es incapaz de persuadir a tantos y tantos miles, durante tantos años, y tanto varones como mujeres, doncellas inuptas y niños pequeños, el despreciar al unísono la vida presente y ofrecerse al punto a las bestias feroces o al fuego, y que no les importe cualquier género de penas y suplicios, y que no necesiten argumentos de nuestra parte, sino que se bastan a sí mismos para llevar su martirio a cabo. No, lo humana virtud no es suficiente para ello, sino que hay otra razón muy distinta y superior: la muerte y resurrección de Cristo, a la que ellos se sienten llamados.
X
Desde el tiempo en que vino Cristo hubo emperadores infieles, y también los hubo fieles. La mayor parte de los infieles llevaban a los cristianos a los precipicios y a las piras, y a los abismos y a los mares, y a las bestias feroces, y a diversos géneros de penas y suplicios, y se esforzaron por arrancar de cualquier forma inimaginable la fe de sus almas. Con todo, nada lograron, sino que salieron burlados, y la fe seguía creciendo. Los emperadores fieles, en cambio, no se dejaron llevar del exceso, ni atormentaron a ningún infiel, ni lo obligaron por medio de tormentos a renegar de sus errores. De una manera o de otra, los errores se van desvaneciendo con el tiempo, y la verdad vence a la mentira. Esto sucede se ataque o no se ataque a la verdad, sino por sí mismo. De querer impedirse la verdad, ésta se levanta siempre por encima de los mismos que tratan de impedirla.
XI
Cristo vivo y resucitado es el que opera todo esto en las almas de los mártires. Y si esto lo niegan los gentiles, preguntémosles: ¿Quién fue entonces el que llevó a cabo estas cosas? ¿Acaso un muerto? ¿Cuántos muertos han llevado a cabo tales prodigios? Muchos magos existieron, y muchos prestidigitadores siguen haciéndolo, y ¿no están todos envueltos en el silencio? ¿Dónde están sus reliquias? Murieron los magos, y con ellos sus prestidigitaciones; mientras que la religión de Cristo cada día crece, y con razón. Con razón porque los prodigios que realizó no se debieron a las artes mágicas sino a la virtud divina. Por eso crece más y más el nombre de Cristo, en todas partes y al mismo tiempo. A él se adhieren, y no por su poder sino por el bien y la salvación que él nos trajo. Gracias a Cristo, las bestias se hicieron hombres, los hombres se hicieron ángeles, y todos se adhieren a él con sinceridad.
XII
Dice el adversario que los mártires fueron engañados y seducidos, y que por eso despreciaron la vida presente. Muy bien, mas ¿quién sedujo a quién? ¿Los segundos a los primeros, o los primeros a los segundos? Nos dirá: Los primeros a los segundos. Sí, pero con la salvedad que no pudieron, pues murieron. Así pues, ni los primeros persuadieron a los segundos, ni los segundos a los terceros, sino que a todos los persuadió uno mismo: Jesucristo. Por eso, cuanto más crecían las persecuciones, más incremento tomaba este beneficio, y en tan largo tiempo no hubo engaño, ni nadie encontró engaño. ¿Acaso tantos mártires fueron todos magos? ¿Niños, vírgenes, ancianos? ¿Qué clase de lógica es ésta? Esta es la verdadera lógica: que los demonios se aterrorizan con el polvo de los mártires, que huyen de sus sepulcros, que no es propio de los demonios temer a los muertos. Por todas las partes de la tierra hay muertos sin número, y los demonios se asientan junto a ellos, y podemos ver a muchos poseídos del demonio que viven en sepulcros sin problema alguno. ¿Y por qué huyen de los huesos de los mártires? Esta es la verdad: que se apartan de ellos violentamente, como de un incendio y suplicio intolerable, y a gritos divulgan la virtud que ocultamente los azota.
XIII
Queda demostrado, pues, que la muerte de los mártires destapa la debilidad de los demonios, y saca a la luz su insensatez. Queda demostrado que los mártires no usaron prestidigitación mágica, sino que se mostraron desaforadamente soberbios ante el acusador, e ingratos para con su bienhechor. Queda demostrado que los mártires, agravados por el cuerpo y las necesidades de la naturaleza, y rodeados de una inmensa cantidad de dolores y molestias, despreciaron la vida presente por amor a Dios.
XIV
Esto es lo que Pablo declaraba, cuando decía: "¿No sabéis que juzgaremos a los ángeles, y mucho más las cosas de este siglo?", significando con ello a los demonios y a los apóstatas. Me preguntará alguno: ¿Cómo los juzgaremos? Ciertamente, no sentados nosotros al tribunal, ni exigiéndoles razón de sus hechos, sino condenando con nuestra diligencia su pereza y maldad. Esto es lo que quería decir Pablo, cuando afirmaba que "en vosotros es juzgado el mundo", no diciendo "delante de vosotros" sino "por medio de vosotros". Así, por ejemplo, los habitantes de Nínive se levantarán y condenarán "a esta generación", mas no para pedir cuentas a los judíos incrédulos, sino a esta generación concreta: la humanidad malvada de este mundo. Esto es lo que significa "esta generación".
XV
Los cristianos podemos ser ayudados por los mártires, además, a alcanzar la virtud y el desprecio de las cosas de este siglo. Cuando veas a un mártir despreciar la vida presente, y seas tú el más necio y negligente del mundo, te animarás mucho, y en gran manera despreciarás los dineros y las delicias, y desearás vivir en el cielo. Si acaso la enfermedad se ha apoderado de ti, los sufrimientos de los mártires te darán una excelentísima ocasión de paciencia. Si te oprime la pobreza, o te afligen otros cualesquiera cuidados, cuantas veces vuelvas tus ojos a los amargos tormentos de los mártires, recibirás consuelo suficiente para los males que te molestan.
XVI
Por eso estimo yo la conmemoración de los mártires, y la recibo con gozo. En general, la conmemoración de todos ellos, pero principalmente aquella que nos pone delante los combates sostenidos por las mujeres. Cuando el vaso es más débil, mayor es la gracia, y tanto mayor el trofeo, y más insigne la victoria. No porque el sexo sea más débil, sino porque el enemigo es vencido por aquella a quien él daba por vencida. El demonio dio muerte a Adán mediante una virgen, y Cristo, por medio de una virgen, lo venció. La espada misma que el demonio había aguzado contra vosotros, esa misma espada fue la que cortó la cabeza del dragón, como sucedió en el combate de David. Así como el pequeño David cortó la cabeza del gigante Goliat con la misma espada del bárbaro, así sucede ahora.
XVII
El demonio venció mediante una mujer, y ahora es vencido mediante una mujer. Ésta había sido su dardo, y ésta se ha convertido ahora en instrumento de su muerte. Pecó aquella primera mujer, y murió. Ésta, en cambio, murió por no pecar. Aquélla, hinchada por una vana promesa, violó las leyes de Dios. Ésta, en fidelidad a su bienhechor, despreció la vida presente. ¿Qué excusa podrán, pues, alegar en adelante los varones? ¿Se presentan llenos de molicie y desidia, o pedirán perdón por ser las mujeres las que tan varonilmente proceden, y con tanta fortaleza? Ni el sexo, ni la edad, ni otra cosa ninguna, puede ser impedimento para el martirio, si se tiene el fervor del espíritu, el celo y una fe ardiente, y mediante ellos se alcanza la gracia de Dios por mediación de Jesucristo.
HOMILÍA 5
I
Alabado sea Dios, porque también hay mártires de Egipto, el país insanísimo y enemigo de Dios, el país de las lenguas impías, el país de las bocas blasfemas. ¡También en Egipto hay mártires! Y no sólo en Egipto, sino también en las regiones circunvecinas y en toda la tierra. En su caso, los egipcios han hecho, por lo que mira a los atletas de la piedad, lo que hacen los habitantes de una ciudad cuando tienen sobreabundancia de cosas vendibles, y en mayor cantidad de la que exige el consumo: que las envían a las ciudades lejanas, tanto para demostrarles su benevolencia como para adquirir las cosas que necesitan (por este exceso de mercancías) con mayor facilidad. Como vieran los egipcios que, por la benignidad de Dios, abundaba entre ellos la cosecha de tales atletas, no reservaron para sola su ciudad tan gran regalo de Dios, sino que repartieron sus tesoros y bienes por toda la tierra, tanto para demostrar su caridad con sus hermanos como para honrar al común Señor de todos, y finalmente adquirir gloria para su ciudad delante de todos los pueblos, y manifestarse como metrópoli del universo entero.
II
Si en tales formas de regalos, aun en el caso de tratarse de cosas frivolas y que sólo sirven para esta vida, pudieron adquirir honores los paganos egipcios ante otros pueblos, ¿no es verdad que, en el caso de enviar al resto de ciudades no cosas corruptibles, sino a varones dispuestos a la muerte por Cristo, es justo que les galardonemos con este género de prerrogativas y honores? Los cuerpos de estos santos egipcios defienden, en efecto, nuestra ciudad, y lo hacen con una seguridad mayor que cualquier muralla inexpugnable y diamantina. Ellos, a la manera de promontorios que por todos lados avanzan, no sólo apartan los asaltos de los enemigos que con los sentidos percibimos y con los ojos vemos, sino que echan abajo y disipan las asechanzas de los demonios invisibles, y todos los fraudes y engaños del diablo, con no menor facilidad con que un varón echa por tierra y destruye los juguetes de los niños.
III
Ciertamente, todas las otras máquinas que han fabricado los hombres, como los muros, las fosas, las armas, la multitud de los ejércitos, y todo cuanto han inventado para seguridad de los habitantes, pueden ser vencidos por otras máquinas mayores y en número mayor que apronten sus enemigos. En cambio, una vez que la ciudad ha sido fortificada con los cuerpos de los santos, y aunque los enemigos gasten infinitas riquezas, nadie podrá en modo alguno oponer iguales máquinas contra las ciudades por éstos poseídas. Pero no sólo contra las asechanzas de los hombres, oh carísimos, ni sólo contra los engaños del demonio, es útil esta posesión de los mártires, sino también para hacer propicio a nuestro Señor, y evitar que se irrite por nuestros pecados si le ofrecemos los cuerpos de estos santos.
IV
Si nuestros antepasados llevaron a cabo excelsas hazañas, y lograron algún consuelo en la invocación de Abraham, Isaac y Jacob, y de semejante invocación los hombres notables cosecharon gran utilidad, con mucha más razón ponemos nosotros delante de Dios los cuerpos, y no sólo los nombres, de los que sufrieron el combate. Al hacerlo, aplacamos a Dios y nos lo volvemos propicio. Para que conste que esto no es simple humo de palabras, ya saben muchos naturales de aquí, y también de otras partes que han venido, cuán grande es la virtud de los mártires. La experiencia demuestra lo que llevo dicho en mis afirmaciones, y nos enseña cuán grande confianza se obtiene delante de Dios por medio de estos santos. Y con razón.
V
Estos santos, en efecto, no combatieron en favor de la verdad de forma vulgar, sino que rechazaron los violentos ataques del demonio de una manera diligente y esforzada, como si batallaran dentro de cuerpos pétreos o de hierro, no expuestos a la corrupción ni mortales. Combatieron como si ya hubieran sido trasladados a aquella otra naturaleza sin pasiones e inmortal, que en absoluto está sujeta a las acerbas necesidades corporales ni al dolor. Los verdugos, a la manera de unas bestias feroces, crueles y terribles, rodeaban por todos lados sus cuerpos, y atravesaban sus costados, y destrozaban sus carnes, y dejaban visibles y al descubierto sus huesos. No obstante, no había cosa alguna, ni tanta crueldad y ferocidad posible como para apartarlos de su propósito. Los verdugos penetraron el interior de los lomos y sus profundas entrañas, pero no pudieron arrebatar el tesoro de la fe en ellas escondido, porque no lo encontraban. Más bien les sucedió lo que a quienes, tras haber puesto cerco a una nobilísima ciudad, llena de riquezas y opulenta por sus inmensos tesoros, y de haber derribado sus murallas, y haber llegado hasta los depósitos mismos de las riquezas, y haber derribado las puertas, y apartado las cerraduras, y cavado el pavimento, y haberlo examinado todo, al fin no puede llevarse consigo ninguna de sus riquezas.
VI
De tal naturaleza son los bienes del alma, que hasta los padecimientos del cuerpo, cuando el alma los custodia con cuidado, no los entregan. Aunque escarbes los pechos, aunque llegues al corazón, y lo arrebates y lo hagas pedazos, el alma no traicionará el tesoro que una vez la fe le entregó. Esto es obra de la gracia, que todo lo maneja y puede hacer maravillas en los cuerpos débiles. Con todo, lo más digno de admiración es que, a pesar de haberse ensañado y haber ejercitado en un modo tan grande su crueldad, no sólo no pudieron los verdugos robar ninguno de los tesoros escondidos, sino que hicieron que éstos quedaran guardados con mayor seguridad, y se volvieran más excelentes y abundantes.
VII
No sólo el alma, sino también el cuerpo, se hace en el martirio participante de mayor gracia. De este modo, una vez que los mártires fueron destrozados, y hechos pedazos, ningún miembro quedó a la intemperie, sino que logró para sí un auxilio mayor y más abundante. ¿Qué puede haber, pues, que supere a esta victoria? Los verdugos tenían en sus manos sus cuerpos, y podían a su gusto dañarlos y azotarlos, y para eso los ligaron y prepararon. No obstante, no pudieron vencerlos, sino que fueron miserable y felizmente vencidos por ellos. ¿Por qué? Porque los verdugos no hacían la guerra contra los mártires, sino contra el Dios que en ellos habitaba. En este caso, nadie ignora que, quien hace la guerra contra Dios, necesariamente queda vencido, y sufre el castigo aun con sólo haberlo intentado.
VIII
Tales son las victorias de los santos. Y si sus luchas y victorias son tan admirables, ¿qué diremos de las coronas de paciencia que les están reservadas? Sobre todo, porque no se detuvieron en los límites de semejantes tormentos, ni terminaron ahí su carrera, sino que sus palestras fueron mucho más extensas. El malvado demonio esperaba, con ir añadiendo castigos, vencer a los atletas (porque el Señor se lo permitía y no se lo impedía), y con ello probar que las costumbres de los paganos eran las más claras y verdaderas. No obstante, aquí estuvo su error, porque al mismo tiempo el Señor iba tejiendo coronas más numerosas y brillantes que las paganas. Esto es lo que sucedió con Job, cuando el demonio pedía a Dios contra él mayores penas, con la esperanza de que, mediante la acumulación de males, vencería al generoso atleta de la piedad. ¿Y qué ocurrió? Esto mismo: que Dios permitió las malvadas peticiones del demonio con el objeto de hacer más resplandeciente al atleta.
IX
Cuando el demonio hubo devorado por todos lados, con mayor fiereza que todas las fieras crueles, los cuerpos de los mártires, y hubo ensangrentado sus fauces a través de la sangre y de los edictos, al final fue vencido por la paciencia de ellos, hasta que se hastió de aquel inhumano convite y se dio a la fuga. Observa cuán grande fue la paciencia de los santos, que llegó a saciar tan inmenso furor con sus padecimientos. No obstante, el diablo volvió de nuevo, y de nuevo acometió y recomenzó el combate con terrible ira, cada vez con fieras mayores y nuevas crueldades. Las fieras, en efecto, se dejan llevar por el impulso de su naturaleza, y se entregan a semejantes banquetes. No obstante, una vez saciadas se retiran, y aunque vean innumerables cuerpos a ninguno tocan ya. Por esta causa el demonio, cuando se acerca a este manjar, y por maldad de ánimo, inventa cada vez nuevas artimañas contra los santos, hasta intentar acabar con ellos.
X
En el caso de los mártires de Egipto, el demonio ordenó que fueran conducidos a las minas. ¡Locura singular! Esperaba vencer así la fortaleza y paciencia de los mártires, de la que había tenido ya una clarísima demostración (cuando los contubernales de los ángeles, y ciudadanos del cielo, y destinados a la celestial Jerusalén, habitaban con las fieras). Desde entonces, el desierto era más santo que cualquiera de las ciudades de Egipto. En éstas se redactaban a diario decretos de iniquidad y tiranía, pero el desierto estaba inmune de semejante inhumano ministerio. Los tribunales urbanos se hallaban repletos de crímenes malvados y de órdenes injustas, mientras los desiertos tenían consigo como ciudadanos a los más justos de los mortales, hechos de hombres angélicos. Así, el desierto competía no con la tierra sino con el cielo, por lo menos por las virtudes de los ciudadanos que lo habitaban.
XI
Gravísimo fue el castigo que impuso el demonio a los egipcios, pero éste fue llevadero y ligero por la presteza de ánimo de los luchadores. Éstos juzgaban ver entonces una luz multiplicada, como esa luz de la que dijo el profeta: "La luna será como el sol, y el sol siete veces más", y como esa luz que a ellos les había tocado en suerte. En efecto, no hay nada más alegre para el alma que haber sido hallada digna de padecer por Cristo algo pesado e intolerable. Por ello, los egipcios pensaban que habían sido ya trasladados al cielo, y que participaban de las fiestas de los ángeles, pues ¿qué necesidad tenían del cielo y de los ángeles, cuando en el desierto estaba con ellos Jesús, el Señor de los ángeles?
XII
Si donde dos o tres están congregados en su nombre, ahí está Jesús en medio de ellos, mucho más estaba entonces en medio de los egipcios, que se habían reunido no solamente en su nombre, sino para ser atormentados perpetuamente por su nombre. Vosotros sabéis, lo sabéis bien, cómo no hay otro tormento peor que ese de las minas. También sabéis que los que han sido condenados a sentencia semejante, quisieran antes tolerar muertes infinitas que padecer los dolores con que allí se les castiga. Pues bien, los egipcios fueron condenados a las minas de bronce, cuando ellos eran más preciosos que el oro, y eran oro inmaterial que no se extrae en las minas sino del fervor de los varones piadosos. Trabajaban en las minas los que rebosaban en infinitos tesoros, y ¿qué podía haber más pesado y amargo que aquel género de vida?
XIII
Los mártires egipcios veían cómo, al ser atormentados de esta forma, se realizaban en sí mismos las narraciones e historias de aquellos grandes hombres que conmemora Pablo, cuando habla de los santos y dice: "Iban de un lado a otro, vestidos de pieles de carneros y de cabras, padeciendo necesidad y angustia, afligidos, de quienes no era digno el mundo". Sabiendo estas cosas, y que lo mismo en los tiempos pasados como al presente, y desde que existen los hombres, todos los amigos de Dios han llevado una vida de trabajos y dolores, los mártires egipcios asumieron la persecución con bastantes ganas, pues ellos ya desde hacía tiempo no buscaban muelle, ni vida delicada, ni deleites, sino ese otro género de vida que abundaba en penas, sufrimientos y miserias. En efecto, así como no puede ganar la pelea en la palestra quien vive en el sueño, la pereza y las voluptuosidades; ni tampoco el soldado merece los trofeos, ni el piloto el puerto, ni una era repleta de frutos el agricultor, así tampoco el fiel puede conseguir los bienes prometidos mediante una vida de pereza y relajación. Esto es lo que ocurrió en el caso de los mártires de Egipto.
XIV
¿No es acaso absurdo que, en todas las cosas de este siglo, los trabajos precedan a los goces, y los peligros a la seguridad? Y esto a pesar de que apenas sí hay alguna esperanza, y menos de bienes exiguos y caducos, tras los trabajos. Cuando lo que se promete es el cielo, y los honores angélicos, y una vida que no tiene acabamiento, y la conversación con los ángeles, y bienes que nadie puede ni decir ni concebir, ¿podrá alguien esperar alcanzarlos mediante la pereza y relajación, y sin dignarse emplear para ellos toda la diligencia que para las cosas seculares se emplea?
XV
No tomemos, os lo ruego, determinaciones tan malas acerca de nosotros mismos y de nuestra salvación. Más bien, vueltas nuestras miradas a estos santos, y a estos generosos atletas que se nos han dado para que nos precedan como luminarias, arreglemos nuestra vida conforme a la paciencia y valentía. Por sus oraciones, cuando salgamos de esta vida, podremos no sólo contemplarlos, sino abrazarlos y ser colocados en sus celestiales tabernáculos. Ojalá logremos todos nosotros esto, por la gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo.
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