JUAN CRISÓSTOMO
Mártires de Egipto
I
Alabado sea Dios, porque también hay mártires de Egipto, el país insanísimo y enemigo de Dios, el país de las lenguas impías, el país de las bocas blasfemas. ¡También en Egipto hay mártires! Y no sólo en Egipto, sino también en las regiones circunvecinas y en toda la tierra. En su caso, los egipcios han hecho, por lo que mira a los atletas de la piedad, lo que hacen los habitantes de una ciudad cuando tienen sobreabundancia de cosas vendibles, y en mayor cantidad de la que exige el consumo: que las envían a las ciudades lejanas, tanto para demostrarles su benevolencia como para adquirir las cosas que necesitan (por este exceso de mercancías) con mayor facilidad. Como vieran los egipcios que, por la benignidad de Dios, abundaba entre ellos la cosecha de tales atletas, no reservaron para sola su ciudad tan gran regalo de Dios, sino que repartieron sus tesoros y bienes por toda la tierra, tanto para demostrar su caridad con sus hermanos como para honrar al común Señor de todos, y finalmente adquirir gloria para su ciudad delante de todos los pueblos, y manifestarse como metrópoli del universo entero.
II
Si en tales formas de regalos, aun en el caso de tratarse de cosas frivolas y que sólo sirven para esta vida, pudieron adquirir honores los paganos egipcios ante otros pueblos, ¿no es verdad que, en el caso de enviar al resto de ciudades no cosas corruptibles, sino a varones dispuestos a la muerte por Cristo, es justo que les galardonemos con este género de prerrogativas y honores? Los cuerpos de estos santos egipcios defienden, en efecto, nuestra ciudad, y lo hacen con una seguridad mayor que cualquier muralla inexpugnable y diamantina. Ellos, a la manera de promontorios que por todos lados avanzan, no sólo apartan los asaltos de los enemigos que con los sentidos percibimos y con los ojos vemos, sino que echan abajo y disipan las asechanzas de los demonios invisibles, y todos los fraudes y engaños del diablo, con no menor facilidad con que un varón echa por tierra y destruye los juguetes de los niños.
III
Ciertamente, todas las otras máquinas que han fabricado los hombres, como los muros, las fosas, las armas, la multitud de los ejércitos, y todo cuanto han inventado para seguridad de los habitantes, pueden ser vencidos por otras máquinas mayores y en número mayor que apronten sus enemigos. En cambio, una vez que la ciudad ha sido fortificada con los cuerpos de los santos, y aunque los enemigos gasten infinitas riquezas, nadie podrá en modo alguno oponer iguales máquinas contra las ciudades por éstos poseídas. Pero no sólo contra las asechanzas de los hombres, oh carísimos, ni sólo contra los engaños del demonio, es útil esta posesión de los mártires, sino también para hacer propicio a nuestro Señor, y evitar que se irrite por nuestros pecados si le ofrecemos los cuerpos de estos santos.
IV
Si nuestros antepasados llevaron a cabo excelsas hazañas, y lograron algún consuelo en la invocación de Abraham, Isaac y Jacob, y de semejante invocación los hombres notables cosecharon gran utilidad, con mucha más razón ponemos nosotros delante de Dios los cuerpos, y no sólo los nombres, de los que sufrieron el combate. Al hacerlo, aplacamos a Dios y nos lo volvemos propicio. Para que conste que esto no es simple humo de palabras, ya saben muchos naturales de aquí, y también de otras partes que han venido, cuán grande es la virtud de los mártires. La experiencia demuestra lo que llevo dicho en mis afirmaciones, y nos enseña cuán grande confianza se obtiene delante de Dios por medio de estos santos. Y con razón.
V
Estos santos, en efecto, no combatieron en favor de la verdad de forma vulgar, sino que rechazaron los violentos ataques del demonio de una manera diligente y esforzada, como si batallaran dentro de cuerpos pétreos o de hierro, no expuestos a la corrupción ni mortales. Combatieron como si ya hubieran sido trasladados a aquella otra naturaleza sin pasiones e inmortal, que en absoluto está sujeta a las acerbas necesidades corporales ni al dolor. Los verdugos, a la manera de unas bestias feroces, crueles y terribles, rodeaban por todos lados sus cuerpos, y atravesaban sus costados, y destrozaban sus carnes, y dejaban visibles y al descubierto sus huesos. No obstante, no había cosa alguna, ni tanta crueldad y ferocidad posible como para apartarlos de su propósito. Los verdugos penetraron el interior de los lomos y sus profundas entrañas, pero no pudieron arrebatar el tesoro de la fe en ellas escondido, porque no lo encontraban. Más bien les sucedió lo que a quienes, tras haber puesto cerco a una nobilísima ciudad, llena de riquezas y opulenta por sus inmensos tesoros, y de haber derribado sus murallas, y haber llegado hasta los depósitos mismos de las riquezas, y haber derribado las puertas, y apartado las cerraduras, y cavado el pavimento, y haberlo examinado todo, al fin no puede llevarse consigo ninguna de sus riquezas.
VI
De tal naturaleza son los bienes del alma, que hasta los padecimientos del cuerpo, cuando el alma los custodia con cuidado, no los entregan. Aunque escarbes los pechos, aunque llegues al corazón, y lo arrebates y lo hagas pedazos, el alma no traicionará el tesoro que una vez la fe le entregó. Esto es obra de la gracia, que todo lo maneja y puede hacer maravillas en los cuerpos débiles. Con todo, lo más digno de admiración es que, a pesar de haberse ensañado y haber ejercitado en un modo tan grande su crueldad, no sólo no pudieron los verdugos robar ninguno de los tesoros escondidos, sino que hicieron que éstos quedaran guardados con mayor seguridad, y se volvieran más excelentes y abundantes.
VII
No sólo el alma, sino también el cuerpo, se hace en el martirio participante de mayor gracia. De este modo, una vez que los mártires fueron destrozados, y hechos pedazos, ningún miembro quedó a la intemperie, sino que logró para sí un auxilio mayor y más abundante. ¿Qué puede haber, pues, que supere a esta victoria? Los verdugos tenían en sus manos sus cuerpos, y podían a su gusto dañarlos y azotarlos, y para eso los ligaron y prepararon. No obstante, no pudieron vencerlos, sino que fueron miserable y felizmente vencidos por ellos. ¿Por qué? Porque los verdugos no hacían la guerra contra los mártires, sino contra el Dios que en ellos habitaba. En este caso, nadie ignora que, quien hace la guerra contra Dios, necesariamente queda vencido, y sufre el castigo aun con sólo haberlo intentado.
VIII
Tales son las victorias de los santos. Y si sus luchas y victorias son tan admirables, ¿qué diremos de las coronas de paciencia que les están reservadas? Sobre todo, porque no se detuvieron en los límites de semejantes tormentos, ni terminaron ahí su carrera, sino que sus palestras fueron mucho más extensas. El malvado demonio esperaba, con ir añadiendo castigos, vencer a los atletas (porque el Señor se lo permitía y no se lo impedía), y con ello probar que las costumbres de los paganos eran las más claras y verdaderas. No obstante, aquí estuvo su error, porque al mismo tiempo el Señor iba tejiendo coronas más numerosas y brillantes que las paganas. Esto es lo que sucedió con Job, cuando el demonio pedía a Dios contra él mayores penas, con la esperanza de que, mediante la acumulación de males, vencería al generoso atleta de la piedad. ¿Y qué ocurrió? Esto mismo: que Dios permitió las malvadas peticiones del demonio con el objeto de hacer más resplandeciente al atleta.
IX
Cuando el demonio hubo devorado por todos lados, con mayor fiereza que todas las fieras crueles, los cuerpos de los mártires, y hubo ensangrentado sus fauces a través de la sangre y de los edictos, al final fue vencido por la paciencia de ellos, hasta que se hastió de aquel inhumano convite y se dio a la fuga. Observa cuán grande fue la paciencia de los santos, que llegó a saciar tan inmenso furor con sus padecimientos. No obstante, el diablo volvió de nuevo, y de nuevo acometió y recomenzó el combate con terrible ira, cada vez con fieras mayores y nuevas crueldades. Las fieras, en efecto, se dejan llevar por el impulso de su naturaleza, y se entregan a semejantes banquetes. No obstante, una vez saciadas se retiran, y aunque vean innumerables cuerpos a ninguno tocan ya. Por esta causa el demonio, cuando se acerca a este manjar, y por maldad de ánimo, inventa cada vez nuevas artimañas contra los santos, hasta intentar acabar con ellos.
X
En el caso de los mártires de Egipto, el demonio ordenó que fueran conducidos a las minas. ¡Locura singular! Esperaba vencer así la fortaleza y paciencia de los mártires, de la que había tenido ya una clarísima demostración (cuando los contubernales de los ángeles, y ciudadanos del cielo, y destinados a la celestial Jerusalén, habitaban con las fieras). Desde entonces, el desierto era más santo que cualquiera de las ciudades de Egipto. En éstas se redactaban a diario decretos de iniquidad y tiranía, pero el desierto estaba inmune de semejante inhumano ministerio. Los tribunales urbanos se hallaban repletos de crímenes malvados y de órdenes injustas, mientras los desiertos tenían consigo como ciudadanos a los más justos de los mortales, hechos de hombres angélicos. Así, el desierto competía no con la tierra sino con el cielo, por lo menos por las virtudes de los ciudadanos que lo habitaban.
XI
Gravísimo fue el castigo que impuso el demonio a los egipcios, pero éste fue llevadero y ligero por la presteza de ánimo de los luchadores. Éstos juzgaban ver entonces una luz multiplicada, como esa luz de la que dijo el profeta: "La luna será como el sol, y el sol siete veces más", y como esa luz que a ellos les había tocado en suerte. En efecto, no hay nada más alegre para el alma que haber sido hallada digna de padecer por Cristo algo pesado e intolerable. Por ello, los egipcios pensaban que habían sido ya trasladados al cielo, y que participaban de las fiestas de los ángeles, pues ¿qué necesidad tenían del cielo y de los ángeles, cuando en el desierto estaba con ellos Jesús, el Señor de los ángeles?
XII
Si donde dos o tres están congregados en su nombre, ahí está Jesús en medio de ellos, mucho más estaba entonces en medio de los egipcios, que se habían reunido no solamente en su nombre, sino para ser atormentados perpetuamente por su nombre. Vosotros sabéis, lo sabéis bien, cómo no hay otro tormento peor que ese de las minas. También sabéis que los que han sido condenados a sentencia semejante, quisieran antes tolerar muertes infinitas que padecer los dolores con que allí se les castiga. Pues bien, los egipcios fueron condenados a las minas de bronce, cuando ellos eran más preciosos que el oro, y eran oro inmaterial que no se extrae en las minas sino del fervor de los varones piadosos. Trabajaban en las minas los que rebosaban en infinitos tesoros, y ¿qué podía haber más pesado y amargo que aquel género de vida?
XIII
Los mártires egipcios veían cómo, al ser atormentados de esta forma, se realizaban en sí mismos las narraciones e historias de aquellos grandes hombres que conmemora Pablo, cuando habla de los santos y dice: "Iban de un lado a otro, vestidos de pieles de carneros y de cabras, padeciendo necesidad y angustia, afligidos, de quienes no era digno el mundo". Sabiendo estas cosas, y que lo mismo en los tiempos pasados como al presente, y desde que existen los hombres, todos los amigos de Dios han llevado una vida de trabajos y dolores, los mártires egipcios asumieron la persecución con bastantes ganas, pues ellos ya desde hacía tiempo no buscaban muelle, ni vida delicada, ni deleites, sino ese otro género de vida que abundaba en penas, sufrimientos y miserias. En efecto, así como no puede ganar la pelea en la palestra quien vive en el sueño, la pereza y las voluptuosidades; ni tampoco el soldado merece los trofeos, ni el piloto el puerto, ni una era repleta de frutos el agricultor, así tampoco el fiel puede conseguir los bienes prometidos mediante una vida de pereza y relajación. Esto es lo que ocurrió en el caso de los mártires de Egipto.
XIV
¿No es acaso absurdo que, en todas las cosas de este siglo, los trabajos precedan a los goces, y los peligros a la seguridad? Y esto a pesar de que apenas sí hay alguna esperanza, y menos de bienes exiguos y caducos, tras los trabajos. Cuando lo que se promete es el cielo, y los honores angélicos, y una vida que no tiene acabamiento, y la conversación con los ángeles, y bienes que nadie puede ni decir ni concebir, ¿podrá alguien esperar alcanzarlos mediante la pereza y relajación, y sin dignarse emplear para ellos toda la diligencia que para las cosas seculares se emplea?
XV
No tomemos, os lo ruego, determinaciones tan malas acerca de nosotros mismos y de nuestra salvación. Más bien, vueltas nuestras miradas a estos santos, y a estos generosos atletas que se nos han dado para que nos precedan como luminarias, arreglemos nuestra vida conforme a la paciencia y valentía. Por sus oraciones, cuando salgamos de esta vida, podremos no sólo contemplarlos, sino abrazarlos y ser colocados en sus celestiales tabernáculos. Ojalá logremos todos nosotros esto, por la gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo.
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