JUAN CRISÓSTOMO
Sobre el Más Allá
I
Ayer me complació ver vuestra reacción al abordar el tema de Lázaro, pues aprobabais la paciencia del pobre y te resistíais la crueldad e inhumanidad del rico. Estas no son pequeñas muestras de una mente noble. Pues si, aun sin poseer la virtud, la alabamos, al menos podremos alcanzarla. De igual manera, si, aunque no huimos del pecado, lo culpamos, al menos podremos escapar de él. Ya que recibiste esa invitación con gran favor, permíteme transmitirte lo que aún queda. Entonces viste a Lázaro en la puerta del hombre rico; hoy contémplalo en el seno de Abraham. Lo viste entonces lamido por perros; véalo ahora guardado y atendido por ángeles. Lo viste entonces en la pobreza; véalo ahora en la abundancia. Lo viste necesitado de comida; véalo disfrutando de la mayor abundancia. Lo viste involucrado en la contienda; véalo coronado como vencedor. Viste su trabajo; véalo su recompensa; véalo, ya seas rico o pobre, si eres rico, para que no pienses demasiado de la riqueza separada de la virtud, si eres pobre, para que no pienses que la pobreza, en sí misma, es un mal. Para ambas clases este hombre puede brindar instrucción. Si él, viviendo en la pobreza, no resintió su suerte, ¿qué excusa tendrán quienes sí lo hacen en la riqueza? Si, viviendo en la necesidad y en medio de tantos males, pudo dar gracias, ¿qué defensa pueden presentar quienes, aunque poseen abundancia, no desean alcanzar la virtud de la gratitud? De nuevo; Aquellos que son pobres, y que por ello se sienten afligidos y descontentos, ¿qué excusa pueden tener, cuando este hombre, que vivió en constante hambre y pobreza, abandono y debilidad, y que pasó sus días en la penuria de la morada de un hombre rico; que fue despreciado por todos, mientras que no había nadie más que hubiera sufrido lo mismo a quien recurrir, aún mostró tanta paciencia y resignación? De él podemos aprender a no pensar que los ricos son felices ni los pobres miserables. O mejor dicho, para ser sinceros, no es rico quien está rodeado de muchas posesiones, sino quien no necesita muchas posesiones; y no es pobre quien no posee nada, sino quien necesita muchas cosas. Debemos considerar esta como la distinción entre pobreza y riqueza. Por lo tanto, cuando vean a alguien anhelando muchas cosas, considérenlo el más pobre de todos los hombres, aunque posea toda clase de riquezas; de nuevo, cuando vean a alguien que no desea muchas cosas, considérenlo el más rico de todos los hombres, aunque no posea nada. Porque por la condición de nuestra mente, no por la cantidad de nuestra riqueza material, deberíamos ser nuestra costumbre para distinguir entre pobreza y abundancia. Así como también en el caso de un hombre que siempre tiene sed, no decimos que goza de salud, incluso si goza de abundancia, incluso si yace junto a ríos y arroyos; pues ¿de qué sirve esta abundancia de agua si su sed no se sacia? Así también concluimos en el caso de los ricos: nunca podemos considerar ricos a quienes desean y anhelan perpetuamente las posesiones ajenas, ni siquiera si disfrutan de cierta abundancia. Pues quien no puede contener sus deseos, incluso estando rodeado de todo tipo de posesiones, ¿cómo podrá ser rico? En efecto, quienes se satisfacen con sus bienes, disfrutando de lo que tienen y sin codiciar los bienes ajenos, aunque sean, en cuanto a medios, los más limitados de todos los hombres, deberían ser considerados los más ricos. Pues quien no desea las posesiones ajenas, sino que está dispuesto a satisfacerse con las suyas, es el más rico de todos.
II
Con vuestro permiso, volveré al tema propuesto. «Aconteció», se dice, «que Lázaro murió, y fue llevado arriba por ángeles» (Lc 16,22). Antes de continuar, deseo disipar una impresión errónea. Pues es un hecho que muchos de los menos instruidos creen que las almas de quienes mueren de muerte violenta se convierten en espíritus errantes. Pero esto no es así. Repito, no es así, pues no son las almas de quienes mueren violentamente las que se convierten en demonios, sino las de quienes viven en pecado; no es que su naturaleza cambie, sino que en sus deseos imitan la naturaleza maligna de los demonios. Mostrando esto mismo a los judíos, Cristo dijo: «Sois hijos del diablo» (Jn 7,44). Dijo que eran hijos del diablo, no porque se hubieran transformado a una naturaleza como la suya, sino porque realizaban acciones como las suyas. Por lo que también añade: «Porque haréis las concupiscencias de vuestro padre». También Juan dice: «¡Oh generación de víboras! ¿Quién os ha enseñado a huir de la ira venidera? Haced, pues, obras dignas de arrepentimiento. Y no penséis decir: «Tenemos a Abraham por padre» (Mt 3,7-9). Por lo tanto, la Escritura suele basar las leyes de las relaciones, no en el origen natural, sino en la disposición para bien o para mal; y aquellos con quienes alguien muestra similitud de modales y acciones, la Escritura declara que es su hijo o su hermano.
III
¿Con qué propósito introdujo el Maligno esta malvada palabra? Porque quería socavar la gloria de los mártires. Puesto que estos también murieron de muerte violenta, lo hizo con la intención de difundir una baja estima por ellos. Sin embargo, no pudo lograrlo; conservaron su antigua gloria. Pero ha logrado algo aún más grave: por este medio, persuadió a los hechiceros que realizan su obra a asesinar a muchos niños inocentes, esperando que se convirtieran en espíritus errantes y luego fueran sus sirvientes. Pero estas nociones son falsas; repito, son falsas. ¿Qué pasa entonces si los demonios dicen: «Soy el espíritu de tal o cual monje»? Tampoco por esto doy crédito a la idea, ya que los espíritus malignos lo dicen para engañar a quienes los escuchan. Por esta razón, Pablo les calló la boca, incluso cuando decían la verdad, para que, con este pretexto, no mezclaran falsedad con la verdad en otro momento y aún así fueran considerados dignos de crédito. Pues cuando dijeron: «Estos hombres son siervos del Dios altísimo, quienes nos muestran el camino de la salvación» (Hch 16,17), conmovido en espíritu, reprendió a la hechicera y ordenó a los espíritus que salieran. ¿Qué mal había en decir: «Estos hombres son siervos del Dios Altísimo»? Sea como fuere, dado que muchos de los más débiles de mente no siempre saben cómo decidir correctamente sobre las cosas dichas por los demonios, de inmediato puso fin a cualquier creencia en ellos. Si (insinuó) eres uno de los deshonrados, no tienes libertad de hablar: calla y no abras la boca; no es tu oficio predicar; este es el privilegio de los apóstoles. ¿Por qué te arrogas lo que no es tuyo? ¡Calla! Has caído en la deshonra». Lo mismo hizo Cristo cuando los espíritus malignos le dijeron: «Sabemos quién eres» (Mc 1,24; Lc 4,24). Los reprendió con gran severidad, enseñándonos a no escuchar nunca a los espíritus, ni siquiera cuando dicen la verdad. Habiendo aprendido esto, por tanto, no confiemos en absoluto en un espíritu maligno, aunque diga la verdad; evitémoslo y alejémonos de él. La sana doctrina y la verdad salvadora deben aprenderse con precisión, no de los espíritus malignos, sino de la Sagrada Escritura.
IV
Para demostrar que no es cierto que el alma, al separarse del cuerpo, caiga bajo el dominio de los espíritus malignos, escuchen lo que dice Pablo: «El que muere queda libre del pecado» (Rm 6,7), es decir, ya no peca. Pues si mientras el alma habita en el cuerpo, el diablo no puede ejercer violencia contra ella, es evidente que no puede hacerlo cuando el alma ha partido. ¿Cómo es entonces, dicen, que los hombres pecan si no sufren violencia alguna? Pecan voluntaria e intencionalmente, entregándose sin compulsión ni coerción. Y esto lo demuestran todos aquellos que han vencido las artimañas del maligno. Así, Satanás no pudo persuadir a Job para que pronunciara ninguna palabra blasfema, aunque intentó mil planes. Por lo tanto, es evidente que está en nuestro poder ser influenciados o no por sus consejos; y que no estamos bajo su dependencia ni su tiranía. Y no solo por lo que se acaba de decir, sino por la parábola, es bastante cierto que las almas, al dejar el cuerpo, no permanecen aquí, sino que son llevadas inmediatamente. Y escuchen cómo se muestra: «Aconteció», se dice, «que murió y fue llevado por los ángeles». No solo las almas de los justos, sino también las de los pecadores son llevadas. Esto también queda claro en el caso de otro hombre rico. Pues cuando su tierra produjo abundantemente, se dijo a sí mismo: «¿Qué haré? Derribaré mis graneros y edificaré otros mayores» (Lc 12,18). Nada más lamentable que este estado mental. En verdad, derribó sus graneros; pues los almacenes seguros no se construyen con muros de piedra; son «la boca de los pobres». Pero este hombre, descuidando esto, se ocupaba de los muros de piedra. ¿Qué le dijo Dios, sin embargo? «Necio, esta noche te pedirán el alma». Fíjense también: en un pasaje se dice que el alma es llevada por ángeles; en el otro, que « la requieren»; y en este último caso se la llevan como prisionera; en el primero, la custodian y la conducen como a un vencedor coronado. Y como en la arena, un combatiente, tras recibir muchas heridas, está empapado en sangre; con la cabeza coronada, los que estaban allí presentes lo recogen y, con grandes aplausos y alabanzas, lo llevan a casa entre gritos y admiración. De esta manera, los ángeles también se llevaron a Lázaro en aquella ocasión. Pero en el otro caso, poderes terribles, probablemente enviados para ese propósito, requería del alma. Pues no es por sí solo que el alma parte de esta vida; de hecho, no puede. Pues si cuando viajamos de una ciudad a otra necesitamos guías, mucho más necesita el alma de quienes puedan guiarla cuando se separa de la carne y entra en el estado futuro de la existencia. Por esta razón, a menudo se eleva y se hunde de nuevo en las profundidades; teme y tiembla al estar a punto de desprenderse de la carne. La conciencia del pecado siempre nos penetra, y especialmente cuando estamos a punto de ser llevados a rendir cuentas y al terrible tribunal. Entonces, si alguien ha robado, si ha sido codicioso, si ha sido altivo, si ha sido injustamente enemigo de alguien, si ha cometido cualquier otro pecado, toda la carga de la culpa sale a la luz, y al ser puesta ante nuestros ojos, provoca remordimiento mental. Y como los que viven en prisión están siempre en tristeza y dolor, y especialmente en el día en que han de ser sacados y llevados al lugar donde serán juzgados, y puestos ante el tribunal, y oirán la voz del juez en su interior; como entonces están llenos de temor, y no parecen mejores que hombres muertos, así también el alma, aunque sufre mucho en el mismo momento del acto pecaminoso, se aflige mucho más cuando está a punto de ser llevada apresuradamente.
V
Veo que guardáis silencio mientras escucháis estas cosas. Sí, es mucho más preferible el silencio que los aplausos. Los aplausos y las alabanzas contribuyen a mi propia gloria; pero el silencio los hace más sabios. Sé que lo dicho causa dolor, pero también trae grandes e inefables beneficios. Ese hombre rico, si hubiera tenido a alguien que lo amonestara sobre estas cosas, y no hubiera tenido a esos aduladores que siempre lo aconsejaban con miras a obtener favores y lo animaban a la opulencia, no habría llegado al lugar del castigo; no habría soportado esas torturas insoportables, no se habría arrepentido después tan desconsoladamente. Pero como todos sus compañeros hablaron con miras a obtener favores, lo entregaron al fuego. ¡Ojalá pudiéramos actuar siempre y constantemente con sabiduría respecto a estas cosas, y hablar así sobre el castigo futuro! «En todas tus palabras», se dice, «recuerda tu fin, y no pecarás jamás» (Ecl 7,36). Y también: «Prepara tu trabajo para la salida y prepárate para el viaje» (Prov 24,27). Si has defraudado a alguien, devuélvelo y di con Zaqueo: «Le devuelvo el cuádruplo» (Lc 19,8). Si has calumniado a alguien, si has sido enemigo de alguien, reconcíliate antes de comparecer ante el Juez. Arregla todos los asuntos aquí, para que puedas ver ese tribunal con serenidad. Mientras estemos aquí, tenemos buena esperanza, pero cuando lleguemos allí, ya no podremos arrepentirnos ni purificarnos de nuestros pecados. Por lo tanto, es necesario estar siempre listos para ir allá. ¿Qué pasaría si esta noche le pareciera bien al Señor llamarnos? ¿Y si lo hiciera mañana? El futuro queda incierto, para que estemos constantemente esforzándonos y preparándonos para la partida. Así pues, Lázaro fue siempre sumiso y paciente, y por eso fue llevado con tanto honor. El rico también murió y fue sepultado: su alma también fue sepultada en el cuerpo como en una tumba, y cargó con la carne alrededor de su sepulcro. Habiendo encadenado su alma con la bebida y la glotonería, la había dejado inactiva y muerta.
VI
Amados, no pasad por alto la palabra "fue sepultado", sino pensad en las mesas con incrustaciones de plata, los lechos, las alfombras, las vestimentas, todos los adornos de la casa, los ungüentos, los perfumes, la abundancia de vino, la variedad de carnes, los dulces, los cocineros, los aduladores, los sirvientes, los esclavos domésticos y todo el resto del ostentación, todo consumido y reducido a nada. Todo es cenizas, brasas y polvo, lamentaciones y luto; nadie puede ya ayudarlo ni traer de vuelta al alma que parte. Entonces se manifestó el verdadero poder del oro y de todas sus demás riquezas. De entre toda aquella multitud de sirvientes, partió desnudo y solo, sin poder llevarse nada de toda aquella abundancia; se fue desamparado y abandonado. Ninguno de sus siervos, ninguno de sus partidarios estaba disponible para rescatarlo del castigo, sino que, apartado de todo esto, fue llevado sólo para soportar esos castigos insoportables. En verdad, «toda carne es como la hierba, y toda su gloria como la flor de la hierba. La hierba se seca, y la flor se marchita; pero la palabra del Señor permanece para siempre» (Is 40,6). La muerte llegó y destruyó todas esas cosas, y, apoderándose del hombre mismo como cautivo, se lo llevó abatido, lleno de vergüenza, sin palabras, tembloroso, temeroso; él que, como en un sueño, había disfrutado de todo ese lujo. Y después de esto, el hombre rico se convirtió en suplicante del pobre, y le exigió que lo proveyera de la mesa de aquel que una vez estuvo hambriento, y que yacía a su puerta, lamido por los perros. La situación se invirtió. Todos sabían ahora quién era el rico y quién el pobre, y que Lázaro era uno de los hombres más ricos, y el rico uno de los más desposeídos. Así como en una obra de teatro entran ciertos hombres con máscaras de reyes, generales, médicos, oradores, sofistas y soldados, sin ser en realidad nada de esto; así también, en la vida presente, tanto la pobreza como la riqueza son solo máscaras. Por lo tanto, al estar sentado en el teatro, ves a uno de los actores en escena con la máscara de un rey, no lo consideras feliz, ni lo consideras realmente un rey; ni querrías ser como él; pero como sabes que es un hombre común y corriente (un cordelero, quizás, o un latonero, o algo por el estilo) no lo consideras feliz por su máscara y su vestimenta, ni juzgas su condición en la vida por estas cosas, sino que lo menosprecias por su insignificancia en otros aspectos. Así también en verdad, aquí en esta vida presente, es como si estuviéramos sentados en un teatro y viéramos a los actores en el escenario. No pienses, cuando veas a muchos opulentos, que en realidad son ricos, pero que se disfrazan de riqueza. Y así como un hombre, representando en el escenario a un rey o a un general, a menudo puede resultar ser un sirviente doméstico o uno de los que venden higos o uvas en el mercado, así el hombre rico puede a menudo ser el más pobre de todos. Pues si le quitas la máscara, examinas su conciencia y penetras en su interior, encontrarás allí una gran pobreza en cuanto a virtud y comprobarás que es el más vil de los hombres. Así también, en el teatro, al caer la noche y retirarse los espectadores, quienes salen despojados de sus adornos teatrales, que a todos les parecían reyes y generales, ahora se ven como lo que son en realidad. Así también en esta vida, cuando llega la muerte y el teatro queda desierto, cuando todos, tras quitarse las máscaras de riqueza o pobreza, parten, siendo juzgados solo por sus obras, aparecen, algunos realmente ricos, otros pobres; algunos con honor, otros con deshonra. Así sucede a menudo que uno de los que aquí son los más ricos, es allá el más pobre, como también sucedió en el caso de este hombre rico. Pues cuando llegó la tarde, es decir, la muerte, y salió del teatro de la vida presente y se quitó la máscara, se vio allí como el más pobre de todos, tan pobre que no poseía ni una gota de agua, sino que se vio obligado a mendigarla, sin obtener el objeto de su petición. ¿Qué podría ser más abyecto que una pobreza como esta? Y escucha cómo, alzando la vista, le dijo a Abraham: «Padre, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua y refresque mi lengua» (Lc 16,24). ¿Ves cuán grande es su tribulación? A aquel a quien pasó por alto cuando estaba cerca, ahora lo llama estando lejos; a aquel a quien a menudo, al entrar y salir, no miraba, ahora, estando lejos, lo contempla con atención.
VII
Quizás el rico solía decir para sí: ¿Qué necesidad tengo de piedad y bondad? Todo fluye hacia mí como de una fuente perenne. Gozo de gran honor y gran prosperidad. No sufro ninguna pérdida indeseada. ¿Por qué debería esforzarme por la bondad? Este pobre, aunque vive en piedad y bondad, sufre mil males. Muchos en estos días dicen estas cosas. Para que estas falsas ideas sean completamente desarraigadas, se le muestra al rico que a la maldad le espera un castigo, y al trabajo justo, una corona y honor. Y no sólo por esto vio entonces al pobre, sino también que este debía soportar lo mismo que el pobre había soportado, y en mayor grado. Así como, en el caso del pobre, el hecho de estar a las puertas del rico, y ver así la prosperidad de otro, había agravado su aflicción, así también, en el caso del rico, su dolor se agravó, pues, yaciendo en el lugar del castigo, también vio la dicha de Lázaro; de modo que, no solo por la naturaleza misma de la tortura, sino por el contraste con el honor del otro, debía soportar un castigo más insufrible. Así como Dios, cuando expulsó a Adán del paraíso, lo hizo morar frente al paraíso, para que la constante visión, que renovaba su dolor, le hiciera sentir que se alejaba del bien... así también colocó a este hombre a la vista de Lázaro, para que viera de qué se había privado. Podría decir: «Te envié a este pobre Lázaro a tu puerta, para que fuera para ti un maestro de virtud y una oportunidad para ejercer la benevolencia. Descuidaste la ganancia; no quisiste usar correctamente este medio de salvación. De ahora en adelante, lo consideras causa de mayor dolor y castigo». De esto aprendemos que todos aquellos a quienes hemos tratado con desprecio o agravio se encontrarán cara a cara con nosotros. Sin embargo, este hombre no fue agraviado en absoluto por el rico: pues este no se apoderó de nada de sus bienes; sin embargo, no le otorgó nada de lo suyo. Y como no le otorgó nada, tenía al pobre desatendido como acusador. ¿Qué misericordia puede esperar quien ha robado los bienes ajenos, cuando está rodeado de todos aquellos a quienes ha perjudicado? No hay necesidad de testigos, ni de acusadores, ni de evidencias ni pruebas; sino que los propios hechos, cualesquiera que hayamos cometido, serán entonces puestos ante nuestros propios ojos.
VIII
He aquí, pues, al hombre y sus obras. Esto también es robo, como lo es no compartir nuestros bienes con otros. Probablemente les parezca extraño; pero no se extrañen, pues, a partir de las Sagradas Escrituras, daré testimonio de que no solo el robo de los bienes ajenos, sino también el no compartir nuestros propios bienes con otros, esto también es robo, codicia y fraude. ¿Cuál es, pues, este testimonio? Dios, reprendiendo a los judíos, dice así por medio del profeta: «La tierra ha dado su fruto, y ustedes no han traído los diezmos; pero el botín de los pobres está en sus casas» (Mal 3,10). Puesto que, se dice, no han dado las ofrendas acostumbradas, han robado a los pobres. Esto se dice para mostrar a los ricos que poseen bienes que pertenecen a los pobres, incluso si sus bienes provienen de herencias, de hecho, de cualquier fuente que provenga su patrimonio. Además, en otro lugar se dice: «No prives de la vida a los pobres» (Eclo 4,1). Ahora bien, quien priva, priva a otro de su propiedad. Se dice que hay privación cuando retenemos bienes ajenos. Y de esta manera, por lo tanto, se nos enseña que si no damos limosna, seremos tratados de la misma manera que quienes han sido extorsionadores. Son bienes de nuestro Señor, de dondequiera que los obtengamos. Y si distribuimos a los necesitados, obtendremos una gran abundancia. Y por esto es que Dios les ha permitido poseer mucho, no para que lo gasten en fornicación, borrachera, glotonería, ropas lujosas o cualquier otro lujo, sino para que lo distribuyan a los necesitados. Y así como si un recaudador de impuestos, a cargo de los bienes del rey, no los distribuyera entre quienes están destinados, sino que los gastara para su propio disfrute, pagaría la pena y se arruinaría; así también el rico es, por así decirlo, un receptor de bienes destinados a ser distribuidos a los pobres, a aquellos de sus consiervos que pasan necesidad. Si entonces gastara en sí mismo más de lo que realmente necesita, pagaría en el futuro una gran pena. Pues lo que posee no es suyo, sino de sus consiervos. Seamos, pues, tan parcos con nuestras posesiones como deberíamos serlo con las ajenas, para que se conviertan en nuestras propias posesiones. ¿De qué manera, entonces, podemos ser tan parcos con ellas como con las ajenas? No gastándolas en necesidades superfluas, ni sólo para nuestras propias necesidades, sino compartiéndolas también con los pobres. Incluso siendo rico, si gastas más de lo necesario, rendirás cuentas de los bienes que te han sido confiados. Esto mismo sucede en las grandes familias. Muchos confían así todos sus bienes a sus dependientes; sin embargo, quienes reciben esta confianza cuidan de lo que se les entrega y no malgastan el depósito, sino que lo distribuyen a quien y cuando el amo ordena. Haz lo mismo. Si has recibido más que otros, lo has recibido, no solo para gastarlo, sino para ser un buen administrador en beneficio de los demás.
IX
Vale la pena preguntar aquí por qué el hombre rico vio a Lázaro, no en compañía de ningún otro justo, sino en el seno de Abraham. Abraham era hospitalario, y para que se le reprochara su propia inhospitalidad, el hombre rico vio allí a Lázaro. Abraham solía acechar a los que pasaban y obligarlos a entrar en su morada; pero este hombre rico descuidó incluso a uno que yacía en su mismo pórtico; y aunque tenía tal tesoro, tal oportunidad de salvación, la descuidaba cada día y no mostraba bondad al pobre, ni siquiera con respecto a las necesidades básicas. Pero el patriarca no era así. Era todo lo contrario. Sentado a la puerta de la tienda, capturó, por así decirlo, a todos los que pasaban, y como un pescador que echa su red al mar, saca peces, y a veces también, quizás, oro o perlas, así también él, pescador de hombres, una vez hospedó incluso a ángeles; y se dio la maravillosa circunstancia de que lo hizo sin saberlo. El apóstol Pablo insiste en esto mismo con gran admiración, con estas palabras: «No os olvidéis de hospedar a desconocidos; porque por ella algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles» (Hb 13,2). Y bien dice « sin saberlo». Pues si los hubieran recibido a sabiendas con tanta buena voluntad, no habrían hecho nada grande ni maravilloso: toda la alabanza reside en que, sin saber quiénes eran los que pasaban, y suponiendo que eran simplemente viajeros, con tanta prontitud los invitaron a entrar. Si al recibir a un hombre noble y honorable se muestra un celo como este, no se hace nada extraordinario; pues la nobleza del huésped obliga incluso a los inhóspitos a menudo a mostrar toda su amabilidad. Esto es lo grande y admirable: que cuando son huéspedes fortuitos, viajeros, personas de escasos recursos, los recibamos con gran benevolencia. Así también Cristo, hablando de quienes actuaron así, dijo: «En cuanto lo hicisteis a uno de estos más pequeños, a mí lo hicisteis» (Mt 25,45), y: «No es la voluntad de vuestro Padre que perezca uno de estos pequeños» (Mt 18,14), y: «A cualquiera que haga tropezar a uno de estos pequeños, mejor le sería que le ataran al cuello una piedra de molino y lo arrojaran al mar» (Mt 18,6). En todo momento, Cristo habló mucho a favor de los pobres y humildes.
X
Como Abraham también era sabio en este aspecto, no preguntaba a los viajeros quiénes eran ni de dónde venían, como hacemos hoy en día; simplemente recibía a todos los que pasaban. A quien está verdaderamente bien dispuesto le corresponde no exigir cuentas del pasado de nadie, sino simplemente aliviar la pobreza y satisfacer la necesidad. El pobre sólo tiene una excusa: su pobreza y su necesidad. No le exijas nada más; pero si es el más malvado de todos y necesita el alimento necesario, debes saciar su hambre. Así nos mandó Cristo cuando dijo: «Sed como vuestro Padre celestial, que hace brillar su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (Mt 5,45). El hombre misericordioso es como un puerto para los necesitados; y el puerto recibe a todos los que escapan del naufragio y los libera del peligro, sean malos o buenos. Sea cual sea la clase de hombre que esté en peligro, lo acoge en su refugio. Tú también, cuando veas a un hombre naufragar en tierra por la pobreza, no lo juzgues ni le pidas explicaciones, sino alivia su angustia. ¿Por qué te causas problemas innecesarios? Dios te libera de toda esa ansiedad y trabajo. ¡Cuántas cosas habrían dicho muchos hombres, y cuántas dificultades habrían causado, si Dios nos hubiera ordenado indagar con precisión en la vida de un hombre, sus antecedentes, las cosas que cada uno había hecho previamente; y después, tener compasión de él! Pero ahora estamos libres de todos estos problemas. ¿Por qué, entonces, nos agobiamos con preocupaciones superfluas? Ser juez es una cosa, ser misericordioso es otra. La misericordia se llama así porque concede incluso a los indignos. Esto también lo enseña Pablo cuando dice: «No os canséis de hacer el bien, ciertamente a todos, pero mayormente a los de la familia de la fe» (Gál 6,10). Si nos preocupamos y nos afanamos por mantener alejados a los indignos, es improbable que los dignos estén a nuestro alcance; pero si impartimos a los indignos, también los dignos (incluso aquellos que son tan dignos que compensan a todos los demás) seguramente estarán bajo nuestra influencia. Así le sucedió a Abraham, de bendita memoria, quien, sin preocuparse ni indagar sobre estos viajeros, tuvo en una ocasión el privilegio de hospedar incluso a ángeles. Imitémoslo celosamente a él, y también a su descendiente Job. Porque incluso él imitó con toda diligencia la magnanimidad de su progenitor, y por eso habló así: "Mi puerta estaba abierta a todo viajero" (Job 31,32). No estaba abierta para uno y cerrada para otro, sino abierta a todos por igual. Les ruego que hagamos lo mismo, sin indagar más de lo necesario. La necesidad del pobre es causa suficiente en sí misma; y quienquiera que acuda a nosotros con esta condición, no nos preocupemos más; pues no atendemos al carácter, sino al hombre: nos compadecemos de él, no por su virtud, sino por su calamidad, para que también nosotros alcancemos esa gran misericordia del Señor: que nosotros también, aunque indignos, alcancemos su favor. Porque si buscamos la dignidad en nuestros consiervos e indagamos con diligencia, Dios hará lo mismo con nosotros; y si exigimos explicaciones a nuestros consiervos, nosotros mismos no alcanzaremos el favor de Dios. «Con el juicio con que juzguéis, seréis juzgados» (Mt 8,2).
XI
Volviendo al tema en cuestión, al ver a este pobre hombre en el seno de Abraham, el rico dijo: «Padre Abraham, ten piedad de mí y envía a Lázaro». ¿Por qué no le dirigió estas palabras a Lázaro? Me parece que estaba avergonzado y acobardado, y que pensaba que Lázaro seguramente guardaría un recuerdo resentido por lo que le habían hecho. Se diría a sí mismo: «Si yo, mientras disfrutaba de tanta abundancia, y sin ninguna queja justa contra él, descuidé a este hombre cuando vivía en tanta miseria, y no le di ni siquiera las migajas, mucho menos se compadecerá aquel que ha sido así descuidado». No decimos esto para menospreciar a Lázaro; pues él no estaba en absoluto dispuesto así, ni mucho menos; pero el rico, temiendo tales cosas, no se dirigió a él, sino que alzó la voz a Abraham, a quien suponía ignorante de lo sucedido. Y ahora se esforzaba por ganarse el servicio de aquel dedo que a menudo había dejado que los perros le lamieran. ¿Qué le dijo entonces Abraham? «Hijo, recibiste tus bienes en tu vida» (Lc 16,25). ¡Observa la sabiduría, la ternura del santo! No dijo: «¡Hombre inhumano y cruel! ¡Lleno de toda maldad! Habiendo infligido tales males a este hombre, ¿hablas ahora de benevolencia, piedad o compasión? ¿No te sonrojas? ¿No te avergüenzas?». Pero ¿qué dice? «Hijo», dice, «recibiste tus bienes». Porque también está escrito: «No añadirás tribulaciones a un alma afligida» (Eclo 4,3). La tribulación que se ha acarreado es suficiente. Además, y para que no supongas que impide que Lázaro acuda al hombre rico por algún sentimiento de venganza por el pasado, Abraham lo llama «hijo», como si con esta forma de dirigirse a él quisiera disculparse. «Todo lo que esté en mi poder», implica, «te lo concedo; pero dejar este lugar ya no está en mi poder. Recibiste tus bienes». ¿Por qué no dijo «tuviste», sino «recibiste»? Aquí percibo un vasto mar de pensamientos que se abre ante nosotros.
XII
Teniendo presente lo que se ha dicho, guardémoslo con seguridad en la mente. Por medio de lo dicho, prepárense mejor para escuchar lo que se dirá en otra ocasión y, si es posible, recuerden todo lo dicho; y si eso no es posible, les ruego, sobre todo, que recuerden constantemente que no compartir nuestras riquezas con los pobres es robarles y privarlos de su sustento; y que lo que poseemos no es solo nuestro, sino también suyo. Si nuestras mentes están dispuestas de acuerdo con esta verdad, usaremos con liberalidad todas nuestras posesiones; alimentaremos a Cristo mientras tengamos hambre aquí, y acumularemos grandes tesoros allá; seremos capaces de alcanzar la bienaventuranza futura, por la gracia y el favor de nuestro Señor Jesucristo.
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