JUAN CRISÓSTOMO
Melecio de Antioquía
I
Al contemplar con mis ojos y ver en torno mío esta sagrada reunión, y a toda la ciudad presente en este sitio, no hallo qué alabar primero, si al bienaventurado Melecio (que aún después de su muerte goza de semejantes honores) o el cariño que vosotros le profesáis (puesto que, aún después de la muerte, manifestáis tan gran benevolencia para con vuestros pastores). ¡Bienaventurado es en verdad este santo, que pudo formar dentro de vosotros tan acendrado cariño! ¡Bienaventurados sois vosotros, que habéis recibido de él semejante depósito de la caridad, y continuáis hasta el presente conservándola sincera!
II
Han transcurrido ya cinco años desde que aquel bienaventurado se trasladó al trono de Jesús, al que tanto deseaba llegar. Sin embargo, como si ayer o antesdeayer lo hubierais visto aún, con ese mismo ferviente cariño habéis venido hoy a su encuentro. ¡Envidiable quien tales hijos engendró! ¡Envidiables los que tuvisteis en suerte un padre semejante! ¡Generosa y admirable fue la raíz, y los frutos también han sido dignos de ella! Así como una maravillosa raíz, cuando está oculta en la tierra no aparece, pero por sus frutos muestra la fuerza de su propia virtud, así el bienaventurado Melecio, oculto en este sepulcro, no se muestra visible a nuestros ojos corporales, mas a través de vosotros, que sois sus frutos, nos muestra la fuerza de su propia virtud.
III
Aunque nosotros callemos, basta con la sola festividad, y con el fervor vuestro, para publicar el gran amor que os tuvo el bienaventurado Melecio. En tanto grado encendió en vuestras mentes su cariño, que aún con solo su nombre os sentís fervorosos, y con sólo escucharlo os entusiasmáis. Por tal motivo yo ahora, no al caso sino muy inserto en su nombre, os dirijo mi discurso. A la manera que uno entrelaza una corona y, esmaltándola de margaritas, la hace aún más resplandeciente con la abundancia de las piedras preciosas, así yo hoy, al ir entrelazando su sagrada cabeza con la corona de los encomios, al mismo tiempo entretejeré en mi discurso la continua frecuencia de Melecio, a la manera de unas margaritas, con la esperanza de hacerlo más agradable y hermoso.
IV
Si tal es la ley de los que aman y tal la costumbre, que reduplican el nombre de aquellos que son amados, y lo repiten muchas veces, y con sólo ese nombre se sienten llenos de ardor, eso precisamente os ha acontecido hoy con este bienaventurado. Apenas lo recibisteis en la ciudad, cuando ya cada uno de vosotros ponía su nombre a sus hijos, pensando que con ese nombre se introducía al bienaventurado en su hogar. Haciendo a un lado a los padres, abuelos y bisabuelos, las madres que daban a luz les imponían a sus hijos el nombre del bienaventurado Melecio, y en adelante los hijos resultaban amables.
V
El nombre de este santo era un ornamento de la familia, una seguridad para el hogar, una salvación para los con él nombrados y un consuelo en sus anhelos. Del mismo modo que, si a algunos que están sentados en las tinieblas, se les aparece una lámpara encendida, y al punto van encendiendo otras muchas lámparas, y cada uno lleva la suya a su hogar, del mismo modo, de aquella apelación, como de una luz que hubiera venido a la ciudad, cada cual, como encendiendo una lámpara, llevaba a su casa en aquel tiempo el nombre de este bienaventurado, como si mediante ese nombre arrebatara un tesoro de infinitos bienes. Esto era, además, un cierto modo de enseñar la piedad, porque obligados a recordar constantemente aquel nombre, y a tener dentro de su alma al bienaventurado Melecio, tenían con eso como un refugio contra cualquiera pasión irracional y cualquier irracional pensamiento.
VI
Llegó a ser tan común este nombre aquí, que por todas partes resonaba en derredor, así en las encrucijadas como en las plazas, en los campos y en los caminos. Y no sólo os impresionaba su nombre, sino también su figura corporal, de manera que lo que hicisteis con los nombres eso mismo hicisteis con las imágenes. En lo ancho de los anillos, en los sellos, en las copas, en las paredes de las recámaras, y por donde quiera, muchos grabaron la imagen sagrada de aquel bienaventurado, con el objeto no sólo de escuchar a aquel santo, sino de ver en todas partes la figura de su cuerpo y tener así un doble consuelo durante su destierro.
VII
Apenas había entrado en la ciudad, cuando Melecio ya fue expulsado, arrojado por los enemigos de la verdad. Esto fue algo que permitió Dios, porque quería demostrar la virtud de aquél y la fortaleza vuestra. Habiendo entrado él en la ciudad, como Moisés en Egipto, al punto la apartó del desvío del error. Cortando del cuerpo los miembros podridos e incurables, él devolvió la salud a la numerosa Iglesia. Por eso los enemigos de la verdad, que no soportaran la corrección, conmovieron el ánimo del emperador y consiguieron que lo echaron de la ciudad, esperando con ello sobreponerse a la verdad y echar abajo la enmienda de costumbres que él había realizado.
VIII
No obstante, sucedió lo contrario de lo que los detractores esperaban. ¿Por qué? Porque vuestro fervor quedó mucho más en claro, y mucho más brilló la enseñanza de aquél. En treinta días, y ésos no completos, Melecio tuvo fuerza para cimentaros en la fe y echaron encima vientos infinitos. Por eso permaneció inmóvil en vosotros su enseñanza, y vuestro fervor quedó manifiesto en que, en esos treinta días no completos, recibisteis con tan gran cuidado la simiente que él esparció, que echó raíces hasta lo más profundo de vuestro pensamiento, y no cedisteis a ninguna de las tentaciones que al punto sobrevinieron.
IX
No es justo que pase en silencio lo que sucedió en la persecución, contra Melecio emprendida. Cuando el prefecto de la ciudad conducía su coche por mitad de la plaza, y salía llevando a su lado a este santo, de todas partes llovían en granizada las piedras sobre la cabeza del dicho prefecto, ya que la ciudad no podía llevar en paciencia que aquél se apartara, y escogía antes perder la vida presente que verse arrebatados de Melecio. Y ¿qué fue lo que éste hizo en aquella ocasión? Como viera llover la pedrisca sobre el prefecto, envolvió con su manto su cabeza, y con excesos de dulzura amonestaba a los enemigos, e instruía a los discípulos acerca de cuánta paciencia hay que tener con los que nos injurian, y que no no conviene hacer nada áspero contra ellos, y que habría que ayudarlos en el caso de que les aconteciera algún peligro.
X
¿Quién no sintió en aquellos momentos escalofrío, al observar el amor de la ciudad (que llegaba hasta la locura) y la altísima filosofía del maestro, junto con su mansedumbre y dulzura? Las cosas que entonces sucedieron fueron increíbles, pues el pastor era expulsado y las ovejas no se dispersaban, era arrojado el piloto y la barca no se hundía, el labrador era perseguido y la viña llevaba un fruto mucho mayor. Como estabais mutuamente unidos con el vínculo de la caridad, ni los embates de las tentaciones, ni los peligros que se levantaban, ni lo largo del camino, ni lo dilatado del tiempo, ni otra cosa alguna tuvieron fuerza para separaros de la compañía de aquel bienaventurado pastor llamado Melecio. Se le arrojaba con el fin de que estuviera lejos de sus hijos, pero ¡acontecía todo lo contrario! Sobre todo, porque mucho más se unió a vosotros con los lazos del cariño. De esta manera fue como se encaminó Melecio hacia Armenia, llevando consigo a toda la ciudad de Antioquía.
XI
Con el cuerpo, Melecio se estableció en su patria, y con su mente y pensamiento vivía constantemente entre vosotros, y llevaba en sus entrañas a todo este pueblo, cosa que también a vosotros os sucedía. Permaneciendo aquí y circunscribiéndoos a la ciudad, pero volando cada día a Armenia con el espíritu de caridad, vosotros vivíais como si hubierais visto de nuevo aquel su rostro venerable. y hubierais oído su voz dulce y tranquila. Para esto permitió Dios que, apenas llegado a la ciudad, fuera enseguida desterrado, como dije al principio: para demostrar a los enemigos la firmeza de vuestra fe y la pericia de aquél en la enseñanza.
XII
Tras aquella primera persecución, cuando Melecio ya hubo regresado, no por treinta días ni por varios meses, ni por un año o dos, sino por muchos años convivió aquí con vosotros. Por haber dado una muestra tan grande de la firmeza de vuestra fe, os concedió Dios que gozarais de nuevo de vuestro padre, y ya sin temor. Realmente, era un deleite sumo el gozar de aquel rostro santo. Este era capaz, no solamente enseñando, sino aun simplemente observando, de introducir en las almas la enseñanza de la virtud. Por eso, cuando volvió a vosotros del destierro, toda la ciudad salió al camino. Unos se le acercaban y le abrazaban los pies, y le besaban las manos, y escuchaban sus palabras. Otros, impedidos por la multitud, solamente podían divisarlo de lejos, como si con su sola vista hubieran recibido una bendición suficiente, y poseyeran un tesoro no menor que los que se le acercaban. Todos llegaron a sus casas llenos de abundante consolación, de manera que ¡aquello que había sucedido a los apóstoles, le acontecía ahora a este santo!
XIII
Esto mismo es lo que le pasaba a los apóstoles, pues cuantos no podían aproximárseles también obtenían las mismas gracias, cuando la sombra de aquéllos se extendía y tocaba a los que estaban distantes. En nuestro caso, cuantos no podían acercarse hasta Melecio sentían una aureola espiritual que salía de aquella sagrada cabeza y llegaba hasta los que estaban más distantes. Por todo ello, todos volvían a sus casas henchidos de bendiciones, con sólo haberlo contemplado.
XIV
Cuando al fin pareció a Dios llamar a Melecio de la vida presente, y transportarlo a los coros de los ángeles, ni aun esto sucedió al caso, sino en el preciso momento y lugar que le tuvo preparado la Providencia: el Concilio I de Constantinopla. Todo comenzó cuanto las cartas del emperador lo citaron a un lugar lejano, la misma Tracia, con el objeto de que también los gálatas y los bitinios, y los cilicios y los capadocios, y todos los circunvecinos de Tracia, conocieran el bien que nosotros poseíamos. De esta manera, los obispos de esas partes de la tierra, mirando como en una imagen o arquetipo su santidad, y tomando de él un claro ejemplo de cómo desempeñar su oficio, obtuvieron una regla segura y preclarísima según la cual conviene regir y gobernar las iglesias.
XV
En el concilio de aquella ciudad, así como por estar en ella el trono del emperador, Melecio conoció a muchos obispos de muchas partes de la tierra, y entre todos ellos ejerció el cargo de director. Los obispos de las iglesias, que por entonces respiraban un poco tras una guerra larga y una recia tempestad, comenzaban a tener un poco de paz y tranquilidad, y acudieron a Constantinopla por las cartas del emperador. Así como los tres jóvenes de Babilonia lograron apagar el fuego del horno, y echaron por tierra el orgullo del tirano, y refutaron toda la impiedad con sus procederes, y toda la tierra persa los coronó, así sucedió con la presidencia de Melecio en dicho concilio, a la forma de un bienaventurado varón en un brillante teatro. Los obispos fueron convocados a él por otras razones, pero lo primero que conocieron fue a este santo. Cuando lo hubieron contemplado, y cuidadosamente conocido, y advirtieron su piedad, y aceptaron su sabiduría, e imitaron su celo por la fe, como quien ya tiene en sí completa y perfecta toda la virtud que ha de tener un sacerdote, entonces finalmente Melecio voló hacia Dios, y dejó este mundo.
XVI
Todo esto sucedió para que nuestra ciudad lo llevara con más suavidad, porque si Melecio hubiera entregado su alma aquí, el peso de semejante desgracia habría parecido intolerable. En efecto, ¿quién hubiera podido sobrellevar el ver caídos aquellos párpados de los ojos, y el ver cerrarse aquella boca, y a aquél dar los últimos consejos? ¿Quién, contemplando estas cosas, no habría desfallecido por la grandeza de la desdicha? Para que esto no sucediera, proveyó Dios que exhalara su alma en una región apartada, a fin de que, meditando en el tiempo intermedio tan extrema desgracia, no quedáramos consternados al recibir el cadáver que entraba en la ciudad, por estar ya la mente acostumbrada al duelo (como en efecto sucedió). Cuando la ciudad recibió aquel cadáver, aunque se dolió y grandemente lloró, muy pronto reprimió su duelo, tanto por el motivo que ya dije como por el que voy a decir.
XVII
Nuestro humanísimo Dios se dolió de nuestra pena, y nos mostró pronto otro pastor (su discípulo Flaviano) que, con toda exactitud, reprodujo el modo de ser del anterior, y retuvo la imagen de toda su virtud. El nuevo obispo, apenas tomó posesión de la sede, inmediatamente nos despojó del traje de luto y apagó nuestro dolor, y más bien hizo reflorecer entre nosotros la memoria de aquel bienaventurado. A la par que el dolor disminuía, se iba acrecentando el amor fuertemente, con lo que acabó por huir toda tristeza del ánimo. Es cierto que no suele suceder así en la pérdida de aquellos a quienes amamos con gran afecto, pues cuando se pierde a un hijo amado, o a la mujer, o al esposo, se conserva de ellos un recuerdo vivo, mientras se apacienta en el alma un vehemente dolor, hasta que el transcurso del tiempo calma la pena y apaga la viveza del recuerdo. En el caso de Melecio, este caso sucedió al revés.
XVIII
Desaparecida la tristeza del alma, el recuerdo de Melecio no se marchó junto con la pena, sino que se aumentó fuertemente, y vosotros sois testigo de esto. A la manera que las abejas revolotean en torno del panal, así vosotros, después de tanto tiempo, revoloteáis en torno del cuerpo del bienaventurado Melecio. El motivo del cariño que le teníais, por tanto, no era de origen natural, sino nacido por la reflexión y un recto juicio. Por eso su recuerdo no se apagó con la muerte, ni se anubló con el tiempo, sino que fue creciendo y cada vez más aumentó. Esto sucedió con vosotros, que lo conocisteis bien, y con otros muchos que lo conocieron sólo de refilón.
XIX
Con todo, lo más maravilloso del caso es el cariño que le profesan quienes no le conocieron en vida, y a su muerte comenzaron a acercarse a su tumba. Estos últimos superan a los más ancianos, por tanto, en mérito, pues no convivieron con él, ni disfrutaron de su santa compañía, ni oyeron nunca su voz, y con todo muestran por él un cariño no menor que el vuestro, que lo conocisteis.
XX
Roguemos en conjunto todos, gobernantes y gobernados, mujeres y hombres, jóvenes y ancianos, esclavos y libres, al bienaventurado Melecio, y tomémoslo como compañero común de nuestra plegaria, puesto que él goza ya de mayor libertad de hablar ante Dios y demuestra un más acendrado cariño para con nosotros. Roguemos que se aumente la caridad, que todos seamos dignos de seguir viniendo al tabernáculo de este bienaventurado, y que alcancemos los bienes eternos que nos están reservados. ¡Ojalá logremos todos obtenerlo, por gracia y clemencia del Señor nuestro Jesucristo.
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