HEGESIPO DE JERUSALÉN
Memorias Judías
LIBRO I
A
Israel, sometida bajo Antíoco IV de Siria
Rebelión de los Macabeos
Juan I Hircano, sucesor de los macabeos y caudillo de los judíos
I
En la guerra de los partos, larga y frecuente, con victorias dispares entre los comandantes macabeos y el pueblo medo, el resentimiento por el sacrilegio fue un incentivo, pues el rey Antíoco IV (Antíoco IV de Siria), hijo del rey de Antioquía, al incorporar Egipto a su Imperio Seleúcida, se enorgulleció, pues las incertidumbres de las guerras lo habían recompensado, y ordenó que se ignoraran los ritos hebreos y se profanaran sus misterios, osando tomar esta decisión ante la exigencia de muchos judíos. El sacerdote Matatías no pudo soportarlo, y no sólo se abstuvo del sacrilegio e incumplió el edicto real, sino que, incluso encontrando a uno entre su pueblo sacrificando víctimas a imágenes, lo atravesó con una espada. Reunida una tropa, y habiéndose unido los asideos, en alianza con sus hijos, y violando la práctica de los antepasados y la justicia de la ley, Matatías mató a algunos, expulsó a muchos y fue el precursor de la guerra en sábado, para evitar que con una artimaña similar ellos también fueran engañados. Así, muchos de ellos, mientras desaprobaban la guerra en sábado, yacían muertos sin venganza, abatidos por un enemigo que los atacaba. Estas acciones le dieron la fuerza para el éxito, y el deseo de defensa y el vigor de la piedad persistieron en él hasta el final de su vida. Cuando comprendió que el día final se acercaba, Matatías instó a los ciudadanos y a sus hijos presentes a proteger la patria y la religión del templo, y dejó a su hijo Judas (Judas I Macabeo) como líder y sucesor de su cargo y responsabilidades. Fuerte en la guerra, bueno en sus consejos, en comparación con los demás, manifiesto en la fe, Judas derrotó con mucha frecuencia a innumerables fuerzas enemigas con un pequeño grupo. Aunque se le concedió reunir fuerzas en poco tiempo, tras experimentar frecuentes éxitos ventajosos, despertó contra sí una gran multitud de enemigos, rodeados por todos lados, pues consideraba vergonzoso ceder, y al huir sus aliados, se lanzó a la batalla. Muertos aquellos contra quienes había avanzado, y rodeado por un costado, Judas fue asesinado. Jonatán (Jonatán I Macabeo) sucedió a Judas, y fue menos que su predecesor tanto en valor como en afinidad de nacimiento. Quien, tras muchos logros en la guerra, con deberes en asuntos religiosos, relacionados con la purificación del templo, fue visto y aprobado, habiendo fingido buena fe mediante la traición de la amistad, sitiado dentro de una ciudad enemiga tras un breve intervalo, fue asesinado. Jonatán, hijo mayor de Matatías por nacimiento, y Eleazar, menor que los demás, no rechazaron la muerte por su religión. Después de ellos, Simón (Simón I Macabeo), también hijo de Matatías, recibió el puesto más alto del reino sacerdotal asmoneo, al que se acercó no sin preparación, sino ya probado por los triunfos de la alianza fraternal, ojalá hubiera sido tan perspicaz en evitar engaños como fuerte en la mano y bien probado en las artes de hacer la guerra. Cuando Simón hubo establecido, mediante un tratado, amistad con los comandantes de los romanos y los reyes de los pueblos, fue invitado a traición por su yerno Ptolomeo (Ptolomeo de Jericó), hijo de Abubus y gobernador de Jericó, a un banquete en su fortaleza de Doco. Entre mesas y copas, Simón fue rodeado por los dos hijos de Ptolomeo, y sin armas fue entregado a una muerte infame. Juan (Juan I Hircano), descendiente de Simón y sucesor de los macabeos, evitó la sublevación y se apresuró a llegar a las murallas de una ciudad vecina, donde fue recibido por el pueblo debido a los excelentes méritos de su padre y también a su aversión por el crimen enemigo. De hecho, apenas había entrado en la ciudad, Ptolomeo ya estaba allí. Pero cuando quiso entrar por otra puerta, al ser rechazado, consideró que debía cederla a la multitud. Juan I recibió inmediatamente los deberes del sacerdocio de su padre y, tras apartarse del cuidado de los asuntos divinos, se dedicó de inmediato a los deberes de piedad y a la tarea de salvar a sus parientes, deseando liberar a su madre y hermanos del peligro. Fortalecido por la asamblea, se sintió abrumado por su natural compasión por su sufrimiento, de modo que no logró hacerse con el control de la fortaleza en la que se encontraban confinados. Ptolomeo, al verse en apuros, colocó a su madre y hermanos sobre las murallas para que fueran derribados de inmediato si Juan I no desistía de la guerra que libraba. El joven, dominado por su ternura, se impuso con la arrogancia de la valentía y contuvo la ira que despertaba contra su enemigo con la compasión por el sufrimiento de sus parientes. Sin embargo, su madre, preparada para la tortura, extendió las manos implorando no la salvación, sino el consuelo de la venganza. Pues temía que su hijo temiera más por su madre que la venganza por su padre. Para ella, esa muerte reemplazaría la inmortalidad, con la cual su esposo sería vengado y un yerno malvado pagaría el precio de su monstruoso crimen. Pero el joven luchaba más consigo mismo que contra su enemigo; pues cada vez que pensaba en su padre, se enfurecía, pero de nuevo, al ver a su madre azotada y lista para la muerte, se desvanecía. Rechazó el ataque, cedió su puesto, porque su pasión menguó. Ocioso entre las pausas del asedio de la ley, llegó el año 7. La piedad filial cedió ante la religión, y se levantó el asedio. No obstante, la brutalidad de Ptolomeo se exacerbó aún más, de modo que ordenó matar a quienes, al ponerlos en peligro, habían escapado a la destrucción. Estos, de inmediato, se libraron del castigo huyendo al rey de Filadelfia, Zenón (Zenón Cotila), para protegerse con su ayuda. Antíoco IV, no tranquilo con esto, y resentido por haber sido objeto de burla por parte de Simón, llegó con un gran ejército y sitió Jerusalén. Juan I lo repelió con oro, algo que no pudo conseguir con armas. Tras abrirse la tumba de David, según Josefo, extrajo 3.000 talentos de oro, de los cuales calculó 300 talentos para Antíoco IV, para que abandonara el asedio. Para apaciguar el odio por la acción, se dice que Juan I fundó una caravana con este dinero, donde recibía la visita de peregrinos pobres. Además, al ver Juan I la difícil situación de Antíoco IV, pues estaba en guerra con los medos, vengó el gasto y se anexionó muchas ciudades de Siria. También rodeó Samaria, donde posteriormente se estableció Sebaste, con fortificaciones, cuyo asalto confió a sus hijos Aristóbulo y Antígono. El lento asedio obligó a los samaritanos confinados a una hambruna terrible y al ofensivo sustento de cuerpos humanos. Impulsados por esta necesidad, creyeron que debían buscar ayuda en Antíoco IV mediante una alianza. Sin embargo, los samaritanos, tras ser capturada y destruida la ciudad por el repentino asedio, fueron esclavizados por Antíoco IV. Impulsados por este progreso favorable, Aristóbulo y Antígono no se acobardaron ante el ataque, sino que pensaron en unirse a los estados vecinos, obligados por la guerra, sin ocultarlo en absoluto. Hasta que, al surgir la envidia, una guerra feroz encendió a los habitantes de las regiones, que conspiraron juntos y se reunieron en un fuerte grupo. Esta, sin embargo, tras ser derrotada, trajo profunda tranquilidad a Juan y paz para ellos mismos. Juan I, tras experimentar los beneficios de una larga paz en su año 31 de reinado, terminó su vida con 5 hijos supervivientes, lo cual es considerado una condición bendita por la mayoría. Gobernador excelente y supremamente sobrio, que nunca dejaba nada al azar, en que su acción quedase obscurecida, confió a su esposa tareas de gran importancia, habiéndola juzgado cuidadosamente moderada en los asuntos públicos, manteniendo con cierta presciencia de ánimo que sus hijos no serían duraderos.
B
Reinado de Aristóbulo I de Judea
II
Aristóbulo I (Aristóbulo I de Judea), hijo y sucesor de Juan I, para quien entre los hermanos era mayor en edad y más impulsivo, convirtió el liderazgo del sacerdocio en el gobierno del reino de Judea, y fue el primero en coronarse. Tras 475 años y 3 meses de regreso de Babilonia, Israel, tras liberarse de la servidumbre, se asentó en su propia tierra, con un reino propio. Disgustado por compartir la responsabilidad con los demás hermanos, trató sólo a Antígono con apariencia de estima, pues parecía amarlo. A su madre, que se quejaba de no tener parte en el poder y de haber sido engañada por su esposo, la ató con cadenas y, con un espíritu parricida, la crueldad la mantuvo a ella y a sus hermanos encadenados de la misma manera en un confinamiento estricto, donde fueron llevados por el hambre casi a la muerte, si Aristóbulo I, temiendo la recompensa del delito de parricidio, no los hubiera soltado a tiempo. Su espíritu salvaje se irritó primero contra el propio Antígono (su hermano) y pasó del amor al odio, hasta el punto de matarlo tras haberle asegurado ser su compañero en el estado. Había inclinaciones perversas entre los malvados, hasta el punto de que se dejaba influenciar fácilmente por viles sugerencias.
III
Es conveniente no pasar por alto que la crueldad de Juan I, incluso después de su muerte, demostró ser acertada. Él consideraba que el poder supremo del estado no debía confiarse en absoluto a su hijo mayor (Aristóbulo I), a quien previó que se hundiría en la locura, alejándose de la ley de la piedad y las normas de la justicia. No sé, ni por la contemplación de sus costumbres ni por la gratitud innata hacia los líderes sacerdotales, que algunas cosas que estaban a punto de suceder les fueran reveladas incluso a los menos merecedores. Fue un crimen lamentable que existieran quienes envidiaban a sus hermanos el amor a la naturaleza. De aquí surgió la mancha del mal, pues las invenciones que siguieron a los celos son de este tipo.
IV
Los hermanos de Aristóbulo I inventaron cosas que éste desconocía por completo. Aristóbulo I suavizó este menosprecio, atribuyéndolo a los celos, por la influencia del afecto. Sus hermanos mezclaron falsedades con verdades, de modo que, con lo que habían añadido para dar apariencia de verdad, lo engañaron para que se resistiera.
V
La Fiesta de los Tabernáculos de los judíos se celebraba en las tierras según la ley, un día festivo y lleno de reverencia, donde se ofrecía un sacrificio solemne. Ese día, Antígono (hermano de Aristóbulo I), famoso por sus hazañas militares, regresó a casa y, al acercarse a su hermano, que no era igual a él, lo ofendió. Se dirigió de inmediato al templo (lo que, sin duda, se antepone a la religión), ceñido con el uniforme militar y rodeado de un séquito adecuado. Muchos allí suplicaban al señor por la seguridad de su hermano, y desde allí, atento, se apresuró a ir a verlo. A partir de esto, se forjó una falsa acusación con amargo veneno y se preparó con un desenlace doloroso.
VI
Inmediatamente, hombres malvados se acercaron al rey Aristóbulo I y despertaron la mala voluntad, pues dirigía una comitiva de hombres armados más numerosa que la habitual para los ciudadanos particulares, que sería un espectáculo para la plebe, que nadie se atrevía a obstaculizar sus esfuerzos; que con tanto esplendor no se buscaba otra cosa que asesinar al rey y usurpar el poder del estado. Sin gran dificultad, la mente débil, agotada por un cuerpo enfermo, se convenció de que debía dar crédito a lo que se alegaba como verdad, sobre todo porque el día dedicado al culto excluía cualquier sospecha de falsedad, la ostentación despertaba antipatía, su enfermedad añadía miedo y la comitiva de hombres armados reforzaba la creencia de que se estaba cometiendo un crimen. Y así, antes de que se le probara cualquier intento de parricida, ordenó a sus guardaespaldas armados que se apostaran en un oscuro pasadizo subterráneo. Estos debían quitarle la armadura a Antígono, quien llegaba sin esperar la orden del rey, y matarlo ellos mismos, orden que, en efecto, había sido enviada por mensajeros, indicando que debía llegar sin armas. La novia de Aristóbulo I (Salomé Alejandra) cambió el carácter de su mensaje, haciendo que quienes le habían jurado lealtad le insinuaran a Antígono que su hermano estaba encantado con la apariencia de la armadura con la que acababa de llegar, pero que, debido a una enfermedad, no la había examinado con atención, y que ahora le pidiera que le vistiera todo el atuendo militar ricamente adornado que había reunido; sería del agrado del rey que llegara armado. Antígono no previó traición y obedeció la petición con mayor cuidado, pues deseaba complacer por igual a su rey y a su hermano. Aristóbulo I yacía en la fortaleza (que primero se llamó Baris y luego Antonia, pues el triunviro Antonio le dio el nombre con la dignidad de la ciudad). Después de que Antígono se acercara y se acercara a ese oscuro pasaje, los guardias del rey, al verlo llegar armado, atacaron repentinamente, ejecutaron sus órdenes y mataron al desprevenido joven Antígono. Este lugar se llamaba la Torre de Estratón. La opinión común es que Judas, esenio de nacimiento, fue engañado por este nombre, pues la historia antigua, por su rectitud de vida o por observación mística, a menudo anunciaba cosas que estaban a punto de suceder.
VII
Otro de los hermanos, llamado Judas, al ver a Antígono ir a ver a Aristóbulo I, dijo a los discípulos que se unían a él: "La muerte de Antígono es hoy inevitable, y el lugar designado para su muerte es la Torre de Estratón, a 600 estadios de aquí. Ya es la hora cuarta del día. Por lo tanto, la fe en la muerte predestinada se hace imposible por el tiempo". Poco después, se supo que Antígono había sido asesinado en el pasaje subterráneo de la Torre de Estratón, lugar que suele llamarse con el mismo nombre que el de la región costera de Cesarea. Habiendo consumado este crimen, Aristóbulo I, reflexionando sobre el crimen que había permitido, cayó enfermo. Había asesinato en sus ojos, perturbación en su mente, sin margen para disimular. El dolor se arraigó en lo profundo de su corazón, el odio se transformó en sufrimiento, por haber matado a un inocente contrariando la ley de la hermandad. La barbarie de esta gran maldad supuraba en su mente, y no se le daba sueño a sus ojos ni descanso a su mente. La herida crujía con una angustia ciega, las ansiedades conmovían sus entrañas enfermas y las preocupaciones herían sus débiles miembros, y suspiros profundísimos con frecuentes gemidos brotaban.
VIII
La fuerza de la enfermedad brotó del arrepentimiento desmedido, hasta tal punto que, convulsionándose sus órganos vitales, Aristóbulo I vomitó sangre. Un sirviente de la corte, cumpliendo con sus deberes según las costumbres cortesanas, lo sacó y, sin percatarse del hecho, por casualidad y diligencia, llegó al lugar donde Antígono había sido asesinado. Allí, sobre las manchas de sangre fraternal aún húmedas, derramó la sangre de su asesino. De repente, se oyeron gritos y gemidos de los presentes, porque, por un profundo designio del señor, se vio la sangre del malvado asesino derramada sobre el asesinado. Conmovido por el sonido, inquirió la causa; al no obtener respuesta, la sacó a la luz con insistencia y gestos de ira. Tras obtener esta información, los ojos de Aristóbulo I se llenaron de lágrimas, y tan grande fue el sentimiento que, gimiendo, dijo:
"Se ha juzgado una vicisitud acorde con mis méritos. Ni fui yo el artífice de tan perverso crimen capaz de pasar desapercibido ante la mirada de Dios. Una pronta desgracia y retribución se avecinan, y ahora he recibido el precio que corresponde a mi parricidio. Adiós, cuerpo mío. ¿Cuánto tiempo retendrás un alma condenada por mi hermano y mi madre? ¿En qué región derramo mi sangre por ellos? Contra mí, todas las manos, si hay bondad, blandan dardos. Que todos los hijos y hermanos, como vengadores de la piedad, me atraviesen con espadas. Que la víctima parricida sea sacrificada y ofrecida a su pariente. Que su carne culpable vomite toda su sangre de una vez. Que no se sacie con las torturas de mi carne ni con la lenta descomposición de los espíritus malignos, que, habiéndose atrevido a empujarme a los abominables actos de un crimen salvaje".
Con estas palabras dio fin a su gobierno y a su vida, habiendo ejercido el poder real apenas un año, a causa del parricidio del que no había huido.
C
Reinado de Alejandro I de Judea
IX
La mujer de Juan I liberó inmediatamente a sus hijos y los puso en libertad, nombrando rey a uno de ellos: Alejandro I (Alejandro I de Judea), pues se consideraba que su edad y dominio propio lo favorecían. Alejandro I, tan pronto como obtuvo el poder real, mató de inmediato a un hermano al que había notado demasiado deseoso de la realeza. Al que quedaba de los hermanos, más preocupado por su vida y seguridad que por el poder real, lo perdonó, pero lo libró de responsabilidades. Inmediatamente, como lo atormentaban los problemas de conducta, cambió la paz por la guerra y, tras un enfrentamiento contra Ptolomeo Látiro (Ptolomeo IX de Egipto), mató a muchos enemigos, pero la victoria fue para Látiro. Sin embargo, su hermana Cleopatra (Cleopatra VI de Egipto) le arrebató los frutos de la victoria y lo obligó a retirarse a Egipto para escapar de las amenazas. Alejandro I, al darse cuenta de su ausencia, mientras deseaba invadir partes de su reino, volvió a Ptolomeo IX contra sí mismo, puesto que se había anexionado sus posesiones más importantes. Así, mediante un ataque repentino, Ptolomeo IX recuperó la riqueza real y derrotó a 10.000 judíos en una batalla. Sin embargo, tras recuperarse de este golpe, Alejandro I sumó aún más territorio enemigo a su reino, y esclavizó a los habitantes de las ciudades capturadas. Un levantamiento civil interrumpió estos éxitos, y los conflictos, que se extendían desde las cenas hasta la guerra, se vieron agravados por la plaga, tan familiar para los judíos, de modo que, del pasatiempo de los suntuosos festines, se alzaron a las armas. Si el rey no hubiera contado con ayuda extranjera, la rebelión habría prevalecido; pero incluso con las tropas extranjeras apenas fue reprimida, casi 8.000 judíos murieron. Desde allí, Alejandro I dirigió su marcha hacia Arabia, donde algunas de sus ciudades fueron subyugadas, y se impuso el tributo de Moab y Galaad por derecho de victoria. De allí regresó a Amato. Ptolomeo IX, atemorizado por sus grandes éxitos, al encontrar su fortaleza vacía de defensores, la capturó sin demora. Por su parte, Obodas (Obodas I de Arabia) no permaneció inactivo del todo, ni sufrió mucho tiempo sin venganza las pérdidas de su reino. Mediante emboscadas estratégicamente ubicadas, destruyó todo el ejército de Alejandro I, que se encontraba apiñado en el fondo de un valle y apiñado por una manada de camellos. Alejandro I, sin embargo, escapó huyendo de la batalla, y buscó refugio en la ciudad de Jerusalén (odiada por su propio pueblo, pues había estallado en odio ante sus dificultades, quienes previamente habían sido reprimidos por el temor a su poder). La discordia de las mentes no se ocultó con el silencio ni se manifestó solo con palabras, sino que se libró no en numerosas batallas, en las que murieron casi 50.000 judíos, a quienes Alejandro I mató por considerar posibles aliados de sus enemigos, y un mayor perjuicio para su reino. Ni siquiera él estaba satisfecho con sus victorias, y tras apartarse de la batalla, trató con astucia Alejandro I a sus subordinados, de modo que ya no presionaba con las armas, sino con palabras, y disolvía los descontentos sólo con palabras. Sin embargo, no logró granjearse favores, pues sus ultrajes superaban sus pretensiones, la repentina conversión al arrepentimiento y la cruel desigualdad si su conducta era considerada sospechosa por quienes habían sufrido.
X
Al verse los judíos rodeados por la fingida placidez de Alejandro I, incitaron al rey Demetrio III (Demetrio III de Siria) a que les ayudara a echar a Alejandro I. El combate cuerpo a cuerpo no se demoró, aunque tuvo que librarse uno contra dos ejércitos inferiores en número. Acompañado por 1.000 jinetes y 6.000 soldados de infantería, a quienes se había unido por paga, y convocando también a la batalla a 10.000 judíos que se unieron a él cerca de la ciudad de Sicim, se topó con el enemigo, que contaba con 3.000 jinetes y 40.000 soldados de infantería. Las tropas se pusieron a prueba en ambos bandos cuando Demetrio III no vio que los contratados por dinero desertaran de la fe, ni Alejandro I vio que lo hiciera ninguno de los judíos a quienes Demetrio III se había unido. Reconoció el odio que sentía hacia sí mismo, y consideraron que debía combatirse con las armas. Sin embargo, Demetrio III se impuso en la batalla con la gran cantidad de sangre de sus tropas. Pues quienes habían venido contratados por un salario diferente lucharon con determinación, de modo que lucharon con fe y valor hasta la muerte. Y así, Alejandro I, viéndose sin tropas, huyó a las montañas. Pero, más allá de las expectativas de ambos, la victoria llegó al otro; el beneficio fue para el otro, pues Demetrio III quedó desprotegido por la partida de los hebreos, quienes le habían pedido alianza, y 6.000 de ellos se unieron a Alejandro I, como es propio de la naturaleza humana, uniéndose a la compasión en circunstancias adversas. Y así, Demetrio III se rindió ante aquel a quien había vencido en batalla, viéndolo gradualmente, con los hebreos, como vencedor de la batalla, y él mismo se quedó con unos pocos. Su victoria infundió temor al despotismo en aquellos acostumbrados a la libertad. El salvajismo regresó a Alejandro I con seguridad, el reino le fue devuelto y se reanudó la práctica de la guerra. Al preguntarles qué haría para reconciliar al pueblo con él, se les respondió: "Su muerte". No obstante, apenas con su muerte, tras soportar tales opresiones, se les habría devuelto el favor, ni dejado de lado el odio contra él. Incitado por él y por la reiterada rebelión, tras la muerte de muchos, Alejandro I expulsó a los demás judíos a la ciudad llamada Bemeselel. Su asalto provocó una destrucción más severa de lo habitual, con una crueldad tan brutal que, de entre ellos, crucificó a 800 en medio de la ciudad, y en presencia de éstos ordenó masacrar a sus esposas e hijos.
XI
Esto lo observó Alejandro I recostado en medio de sus concubinas, feliz con su vino y sus copas, pero ebrio de sangre. Con este solo acto, aterrorizó al pueblo más que con la guerra, de modo que la noche siguiente, 8.000 judíos partieron más allá de Judea. Para ellos, el fin de su huida sería la muerte de Alejandro I. El horror de tan gran mal trajo tranquilidad al reino. Pero cuando este se encontraba en reposo tras las batallas internas, surgió para él una causa de inquietud: una expedición de Antíoco Dioniso (Antíoco XII de Siria) contra Aretas (Aretas III de Arabia), que consideraba terrible para él y a punto de convertirse en un peligro. Este es el Antíoco XII era hermano de Demetrio III, y fue el último descendiente del gran Seleuco I de Siria. Deseando negar el tránsito, Alejandro I, tras haber construido un gran foso y una altísima muralla, con torres de madera, entre la ciudad de Antípatris y la costa de Jope, se burló de la obra con el gran esfuerzo de sus hombres, sin que el enemigo lo obstaculizara; de hecho, con una tarea sencilla, se rellenaron los fosos y se quemaron las torres. También Alejandro I decidió huir, considerándolo más seguro, ya que no se le consideraba tan poderoso como para que el vencedor debiera perseguirlo. Como tenía reservado un segundo objetivo: vengar el daño recibido por la ruta obstruida, dirigió una ruta directa hacia Arabia. Aretas III se había situado en una posición ventajosa para la batalla, hasta que de repente ordenó a la caballería cargar con gran fuerza, y en una multitud dispersa y sin orden, contra las tropas enemigas. La lucha fue feroz mientras Antíoco XII resistió, pues ofreció resistencia, aunque su ejército estaba siendo aniquilado y vencido. En realidad, él mismo fue asesinado (pues solía ofrecerse a los peligros delante de los demás), y todos los sirios fueron derrotados. La mayor parte de ellos, dispersos en la incertidumbre de la huida, fueron destruidos, y los demás obligados a entrar en la aldea que tiene el nombre de Ana. Consumidos por la falta de alimentos, muy pocos de ellos apenas sobrevivieron a esta gran matanza.
XII
Tras este éxito, el pueblo de Damasco pidió a Aretas III que gobernara Celesiria y expulsara a Ptolomeo IX, a quien atacaban con hostilidad. No dejó Judea exenta de ataques, de la cual, sin embargo, tras ser derrotado Alejandro y firmarse un acuerdo favorable para ambas partes, partió victorioso y regresó a su reino. Alejandro I, por su parte, conquistó Pella y avanzó de nuevo hacia Gerasa, dispuesto a anexar parte de las posesiones de Teodoro, lo cual reclamó para sí en la guerra. Desde allí, se dirigió a Siria y conquistó Gaulane, Seleucia y Gamela. Vengando el insulto de la última batalla, demolió las fortificaciones de Antioquía. Desde estos lugares, se dirigió hacia Judea y, superando todas las expectativas, fue recibido con alegría por todo el pueblo por el extraordinario éxito de sus acciones. Por lo cual la calma surgida de la guerra dio origen a la enfermedad, afectado en cierta medida por repetidos episodios de fiebre cuartana. La dolencia se alivió brevemente, pero cuando regresó a sus empresas militares y no vio límites, más fuerte de mente que de cuerpo, desgastó todo el vigor de su salud y consumió sus fuerzas, muriendo así. Así, durante veintiséis años, con diversos desenlaces y contra innumerables guerras, mantuvo el reino y falleció con 5 hijos supervivientes. Al juzgar a quien no estaba a la altura del gobierno del reino, confió el poder supremo a su propia esposa, pues la reconoció más aceptable al pueblo y favorecida por todos, ya que siempre pensó en apartarse de la brutalidad de su esposo. De modo que no sólo huyó de la participación en sus actos vergonzosos, sino que incluso al oponerse a sus injusticias se ganó la benevolencia de todo el pueblo. La decisión de su esposo no fue desconsiderada. Pues la mujer ejerció el derecho de gobernar sin tropiezo, sin ningún impedimento propio de su sexo femenino, y adquirió la gracia de gobernar mediante la observancia de la ley sagrada. Pues se ejerce un cuidado más atento respecto al templo, se despide a ministros por fraude, y el poder del estado aumenta. Ni su amor por el reino disminuyó por el cariño maternal. De dos hijos que le dio su esposa (Salomé Alejandra), uno fue seleccionado para la apariencia de gobernante, Hircano (Hircano II de Judea), el mayor de nacimiento, y otro era de mente más aguda pero sin experiencia, Aristóbulo (Aristóbulo II de Judea), el menor de nacimiento, con la humildad de un ciudadano particular.
D
Reinado de Alejandra I de Judea
Los fariseos planificaron secretamente dar el reino a Alejandra (Salomé Alejandra) y quitar del medio a Alejandro I, mientras sus hijos pequeños fuesen educados según las enseñanzas de la ley, inteligentes según la naturaleza de su disposición, ávidos de trabajo, deseosos de dinero. Quienes cautivaron a la exaltada mujercita adquirieron su poder ensalzándola, de modo que ella les confió la mayoría de las tareas del reino, emplearon a quien quisieron, expulsaron a quien quisieron y los privaron del trabajo en la corte. ¿Qué más? Se insinuaron de tal manera que los frutos de todo lo bueno les correspondían; los costos y las molestias afligían sólo a la mujer. No había un espíritu mediocre en la mujer, de modo que se atrevió a grandes cosas y emprendió batallas más allá de la condición del sexo femenino; incluso preparó una tropa destacada de sus propias fuerzas y contrató grandes fuerzas de un ejército extranjero, para no solo estar segura en casa ante cualquier contingencia del gobierno, sino que fuera realmente formidable incluso ante poderes externos. Sin embargo, ella superó a todos los demás, pero como si fuera inferior, se sometió a los fariseos. En su reino se encontraba Diógenes, quien, gracias a los amigos más poderosos de Alejandro I, se había aferrado a su estrecha amistad. Tras atacarlo, lo mataron recordando que, por consejo suyo, Alejandro I había clavado una cruz en medio de la ciudad a aquellos 800 hombres. También contra los demás autores de este ultraje, se ordenó que ella procediera vengarse. Y así, fueron asesinados quienes ordenaron los fariseos, no quienes el estado declaró culpables de algún delito. Muchos, aterrorizados por este temor, a quienes se les proponían peligros de este tipo, y especialmente aquellos de gran riqueza o posición, imploraron la intervención de Aristóbulo II para que condujera a su madre, dejando de aplicar la severa orden para que adoptara medidas más suaves. Él, deseando obtener favores para sí mismo, no se negó. Ella, aunque a regañadientes, cedió a la súplica de su hijo de que, en vista de los honores que habían recibido, acusados de semejante delito, se suavizara la pena máxima y sólo ordenara que abandonaran la ciudad a quienes, según ella, habían sido los instigadores culpables de preparar este crimen. Muchos, tras recuperar la seguridad de su vida, se dispersaron por el campo.
XIII
Al mismo tiempo, el joven Aristóbulo II fue enviado a Damasco, debido a que Ptolomeo (Ptolomeo XII de Egipto) estaba agobiando a los habitantes de esta renombrada ciudad con frecuentes incursiones, cuyas dificultades requerían una poderosa fuerza militar del ejército de Alejandra I. Tigranes (Tigranes II de Armenia), que gobernaba Armenia, había sitiado a Cleopatra (Cleopatra V de Egipto) en la ciudad llamada Ptolomeo. Alejandra I lo tranquilizó con sobornos para que se alejara de ella. Lúculo, tras un ataque, se vio obligado a regresar a las tierras de los armenios sin lograr sus objetivos, considerando más prudente cuidar sus propias tierras que anexionarse las de otros. Y agobiada por tan grandes tareas, Alejandra I enfermó. Aristóbulo II aprovechó esta oportunidad, y se apoderó de los tesoros y, con sus recursos, incitó a voluntarios para el servicio militar, y por un precio dispuso que cumplieran con todos sus deseos, vistiendo las insignias reales. Hircano II, sumido en la confusión, acudió a su madre llorando. Pero ella, llena de ferocidad, encerró a los hijos y a la esposa de Aristóbulo II en la fortaleza que primero se llamó Baris y luego Antonia, de la que ya hablamos.
E
Reinado de Aristóbulo II de Judea
Las empresas de Alejandra I se vieron frustradas con su prematura muerte. Hircano II se apoderó de toda la herencia, a quien su madre, aún viva, había investido para el sacerdocio. Aristóbulo II lo superó en valor y sabiduría, y la situación llegó a la discordia y al conflicto. Cuando se pactó la situación, la mayoría, tras abandonar a Hircano, lo siguió como mejor en la guerra. Hircano II y los que lo acompañaban, que aún permanecían en el conflicto, huyeron a Antonia. Al ser descubiertos los hijos y la esposa de Aristóbulo II, este se puso a salvo gracias a rehenes, pues Aristóbulo llegó a un acuerdo para evitar cualquier acto cruel contra su familia. El acuerdo entre los hermanos fue el siguiente: Hircano II se retiraría del trono y todos los derechos de gobierno pasarían a Aristóbulo II, pero no lo dejaría sin honores, sino que, sin compartir el trono, le permitiría ocuparse de otros honores que él mismo le había concedido. Este acuerdo contaba con el consentimiento voluntario de ambos, con la sagrada reverencia del templo. Tras partir con buenos deseos, Aristóbulo se dirigió a la corte real, e Hircano II, con serenidad, se dirigió a la casa de Aristóbulo II.
XIV
Hubo quienes, temerosos de este cambio de situación, recordaron haber actuado contra Aristóbulo II y, frente a los demás, contra Antípatro I (Antipatro I de Idumea). Este era de raza idumea, famoso entre ellos por sus antepasados, no carecía de dinero y, por lo tanto, poseía gran influencia, gracias a una notable habilidad para desdeñar el dinero con el fin de obtener favores. Cuando persuadió a Hircano II, muy asustado por su consejo, de que no tenía ninguna esperanza segura de su seguridad, ya que se había retirado del poder, a menos que se decidiera a abandonarlo al enemigo, insinuó al rey Aretas III (Aretas III de Arabia) que debía ser ayudado por aquel hombre, quien había sido engañado para que se retirara del poder real. Esto sería apropiado para el rey si se convirtiera en el juez encargado de restaurar el mando, y sería mucho mejor si ordenara que se le devolvieran las cosas arrebatadas, a quien pertenecían los derechos de primogenitura del reino, defraudado con astucia. El primero era astuto y taimado, y sus vecinos desconfiaban de él; el segundo, gentil y pacífico, aceptaba como una gran bondad cualquier obsequio que le hiciera un extranjero, a quien su hermano había privado de su derecho a gobernar. Así, al anunciarle a Hircano II el favor del rey Aretas III que se le había preparado, le dio esperanzas de huir y le indicó el camino para que lo acompañara a Petra, ubicada dentro de los límites de Arabia, donde visitarían al rey. Este, convencido por las persuasiones y los regalos de Antípatro I, añadió una gran tropa de guerreros a Hircano II para que este volviera a su reino. Había casi 50.000 soldados de infantería y caballería, derrotados por los cuales, en el primer encuentro, Aristóbulo II se refugió en Jerusalén, allí también indefenso ante tal multitud de enemigos, que lo habrían capturado si Escauro, comandante del ejército romano, con el pretexto de otra guerra que se libraba contra Tigranes II (Tigranes II de Armenia), no hubiera puesto fin al asedio enviado por Pompeyo (Pompeyo el Grande), para quien la venganza de Mitrídates VI (Mitridates VI del Ponto), retomada, había impulsado el plan de una guerra severa contra su suegro, por lo que ordenó que Siria fuera invadida por Escauro, mientras él mismo presionaba contra Tigranes II y Armenia. Por lo tanto, a la llegada de Escauro a Damasco, que Metulo y Lolio habían conquistado por completo, los legados de los hermanos acudieron, cada uno implorando la ayuda romana, y aunque Aristóbulo II era inferior en fuerza, prevaleció gracias a la donación de dinero. La decisión de la batalla se vendió por 300 talentos, y la justicia de la petición se vio compensada por el precio. Habiéndosele contado el dinero, Escauro ordenó a Hircano II y al rey de Arabia que abandonaran el asedio, y que si permanecían, supieran que tendrían que luchar en una guerra contra Pompeyo y los romanos. Con ese temor, se levantó el asedio, Aretas III partió hacia Filadelfia y Escauro regresó a Damasco. Pero Aristóbulo II, no satisfecho por mucho tiempo con el peligro evitado, reunió una banda, siguió al enemigo y, cerca de Papyron, mató a 6.000 enemigos en batalla, incluyendo a Falión, hermano de Antípatro I. Las esperanzas de Hircano II y Antípatro I se vieron frustradas, pues toda su confianza estaba puesta en las fuerzas de Arabia.
F
Conquista romana de Israel
XV
Cuando Pompeyo comenzó a enfrentarse a Siria y llegó a Damasco, los judíos pidieron ayuda y se acercaron a Pompeyo como si fuera el árbitro de la justicia y nada avaro. Y así, con acusaciones, no con dádivas como las que habían comenzado a esperar, pues su mente, insensible a la corrupción del dinero, no fue atrapada por la soga de la avaricia y, sin paga, pudo detestar la afrenta a la dignidad de un hermano. Y así, tras acosarlo con estas quejas, en las que incluso participó la envidia de Aristóbulo II, invadió inmerecidamente territorios extranjeros, y se ganó el favor de Hircano, a quien, ya sea por el mérito de su vida o por su edad, le correspondía el derecho de gobernar, especialmente apoyado por su madre, quien tenía el criterio para elegir y el derecho de otorgar. Aristóbulo II no estuvo ausente por mucho tiempo. Aunque no vio nada en el corazón de Hircano II (lo cual favoreció sus artimañas), lo presupuso del soborno de Escauro, y se jactó en su compañía. Llegó, por tanto, ataviado con galas reales, con un séquito más numeroso y rodeado de más ostentación de la habitual, como quien desconfía de la justicia, que rechazaba la expectativa de asentimiento y la de obediencia. Pero no pudo soportar más la altivez del funcionario consular romano, cuya costumbre, sin reino, era mandar a reyes. Así pues, al llegar a la ciudad llamada Diápolis, habiendo desdeñado, por orgullo de reino, la arrogancia de la autoridad romana, partió a otro lugar. Con esta partida de Aristóbulo II, el cónsul, enardecido, se ofendió de tal manera que inmediatamente las armas romanas se volvieron contra Judea, con la ayuda de muchos incluso de Siria. Cuando Aristóbulo II supo que se encontraba cerca de la ciudad de Escitópolis y que desde allí se acercaba a Coreas, desde donde se extendían las posesiones de Judea, se refugió en la fortaleza de Alejandría, sumamente fortificada y situada en una alta montaña. Al enterarse de esto, Pompeyo le ordenó descender; pero, considerando vergonzoso obedecer la orden de un señor, su espíritu desmedido prefería correr peligro a acatar la orden. Pero al ver desde arriba el campamento romano abarrotado de gente, y al mismo tiempo advertido por su propio pueblo de que aquellos ante cuyo nombre y poder se había rendido casi todo el mundo no debían ser provocados, descendió, esgrimiendo diversas excusas para demostrar que el reino le había sido otorgado por derecho, por obligación de nacimiento, por decisión del ejército (que seguía al más fuerte y abandonaba al cobarde), por el resultado de la batalla o por un pacto, regresó a sus fortificaciones. De nuevo, cuando Hircano II se acercó al cónsul, llamado a juicio, Aristóbulo II se presentó, pero al ver que su reconocimiento seguía siendo diferido, regresó a su fortaleza. En efecto, entre la esperanza y el temor, pensó que obedeciendo sus órdenes podría influir en Pompeyo para que lo favoreciera, pero una vez más no se vio obligado por la fuerza a ceder a su orden, y regresó a Alejandría. La astucia del rey no pasó inadvertida para Hircano II. Le ordenó retirarse de las fortificaciones y le exigió que, tras haber dado instrucciones a cada guardia de la fortificación, estuvieran listos para hacerlo. Obedeció las órdenes, que no se atrevió a desobedecer; sin embargo, se retiró de inmediato a las murallas de Jerusalén y comenzó a preparar la guerra contra los romanos. Pompeyo no sólo lo siguió huyendo, sino que lo acorraló y no le dio tiempo para preparar la guerra. Un informe sobre Mitrídates VI llamó la atención de Pompeyo: que él (es decir, Mitrídates VI) había puesto fin a la guerra con su muerte. La ciudad de Jericó mantenía a Pompeyo en sus inmediaciones cuando llegó la noticia de este notable acontecimiento. El lugar, cerca de la ciudad, donde se produce bálsamo, nace de los árboles que los hijos de los agricultores cortan con piedras afiladas, y por estas incisiones gotea un hermoso líquido con savia. Desde allí, el hombre, veterano del servicio militar, tras haber formado sus filas, trasladó su campamento al anochecer y, al amanecer, se posicionó frente a las murallas de Jerusalén y, sin previo aviso, inundó a sus soldados armados.
XVI
Aristóbulo II, asombrado por la apariencia del acuerdo, por la fuerza de los hombres y por el entusiasmo de los soldados, acudió voluntariamente a implorar perdón, ofreciendo dinero, la ciudad y a sí mismo. Con palabras que cambiaron de súplica a mayor concesión, apaciguó la ira del cónsul; pero con la súplica en vano, pues no se pudo cumplir su promesa, no sólo habiéndosele negado el dinero, sino también habiendo sido expulsado de la ciudad Gabinio, quien había venido en busca de lo ofrecido, caviló sobre la guerra. Pompeyo, habiendo sido asignados guardias a Aristóbulo II, comenzó a examinar los muros de la ciudad y a explorar cuidadosamente en qué lugares debería intentar una entrada por la fuerza, pero cuando hubo examinado la fuerza de los muros, que no podían ser asaltados, y vio que el templo en la ciudad estaba rodeado de fortificaciones en absoluto inferiores, de modo que había un doble peligro para los que habían entrado, tanto por parte de los defensores del templo como de los que cuidaban de la defensa de los muros, dudó con una duda en su mente y una incertidumbre de opinión durante algún tiempo, ya que de repente había surgido un levantamiento dentro de la ciudad, los aliados de Hircano II deseaban recibir a Pompeyo dentro de la ciudad, los campeones de Aristóbulo II resistían (los primeros deseaban abrir las puertas a Pompeyo, los segundos cerrarlas y hacer la guerra para no llevarse al rey). No obstante, los más débiles cedieron ante la mayoría, cuyo temor al poder romano había aumentado, y se refugiaron en el templo, tras la caída del puente que, en el cruce transitable central, unía la ciudad con el templo. Así, el ejército romano fue recibido en la ciudad, y los judíos abrieron las puertas con sus propias manos, poco después de que los conquistadores de la ciudad y el templo cumplieran la profecía de David sobre el futuro: "Dios, las naciones han entrado en tu herencia, han profanado tu sagrado templo". Así, Pisón entregó voluntariamente sus atavíos reales y se rindió ante los cortesanos. A Pisón, hombre famoso entre los suyos y experto en el servicio militar, se le confió la tarea de que, con un fuerte grupo, cuidara de la corte real y vigilara el resto de la ciudad. La cual cuidó con esmero, como si dirigiera al ejército romano para defender esos bienes en lugar de para apoderarse de ellos. Sin embargo, durante el asalto al templo, ante la tenaz resistencia, Pompeyo preparó a los judíos, es decir, a los partidarios de Hircano II, para que, de ser posible, los romanos no profanaran los misterios extranjeros, y que, al mismo tiempo, los judíos llenaran las zanjas con sus propias manos. Con un servicio impío y un servilismo vergonzoso, se entregaron a una canasta, con la mente puesta en el robo de bienes sagrados. Pero rellenar las zanjas no sirvió de nada, ya que los partidarios de Aristóbulo II resistieron desde las murallas y obstaculizaron el paso desde arriba. Los esfuerzos de Pompeyo habrían sido ineficaces de no ser por los días de los ritos religiosos, en los que la antigua costumbre era que los judíos se abstuvieran de todo trabajo. Ordenó a sus tropas que se concentraran en la construcción de las murallas de tierra. De hecho, sólo se modificó la adopción, contraria a la costumbre, de la lucha cuerpo a cuerpo, incluso en sábado. Sin embargo, si se presentaba batalla y se buscaba un peligro extremo para la seguridad, los judíos creían que podían disputarla con armas, aunque consideraban que las contiendas restantes eran cuestión de conciencia. Ya había crecido la muralla, ya se habían acercado las máquinas de asedio, las fuerzas reales luchaban ferozmente desde lo alto de las murallas; estaban abatidos por la proximidad de Pompeyo. Pompeyo estaba asombrado por la audacia de los hombres, por la apariencia y magnitud de la muralla y por los deberes constantes de los sacerdotes en medio de la furia de la guerra, como si hubiera una paz profunda; no faltaba nada de la solemnidad de los sacrificios; entre las jabalinas de los combatientes, se vertía la sangre de las víctimas sacrificadas en los cuerpos de los caídos; una víctima era colocada sobre los altares; colocados ante el altar, eran asesinados. Ya en el 3º mes se celebraba la aún dudosa contienda. El primero fue Sila Fausto, descendiente de Cornelio, y dos centuriones, de los cuales uno se llamaba Furio y el segundo Fabio. Derribada una torre de los muros, irrumpieron en el templo. Una multitud seguía a cada uno, y recorriendo el interior del templo por todas partes, apuñalaban a quien encontraban. Los que huían eran asesinados, otros que se defendían eran aniquilados. Sin embargo, las ceremonias de los sacerdotes no se veían obstaculizadas por la ferocidad de los combatientes. El enemigo amenazaba con espadas desnudas, pero ellos seguían el orden del servicio habitual. Ningún servicio se interrumpía. Todo lo concerniente al ritual de purificación, todo lo concerniente a la observancia del culto sagrado, se llevaba a cabo; tan grande era la responsabilidad del oficio, y ojalá hubiera sido en nombre de la devoción y la fe. Pues los mayores peligros provenían de su propio pueblo, que los hebreos atrajeron alternativamente contra sí mismos, y la lucha interna era más violenta, cercana al motín y a un peligro de dos frentes. Desde el frente amenazaba un enemigo extranjero, desde atrás y los flancos, un enemigo interno.
XVII
Encerrados los judíos por todos lados, algunos se arrojaron al precipicio, otros se consumieron en las llamas de su patria. Sin embargo, los sacerdotes perseveraron en su deber hasta el final, animándose a sí mismos a no dar menos importancia a las obligaciones de la religión que a la preservación de su seguridad personal. Sería un acto digno para ellos mismos si se dedicaban a su sentido del deber, que se debía a la necesidad, si se permitía enterrarlo en el seno de su patria, pues ¿de qué serviría escapar y vivir como superviviente de la religión? Es más distinguido morir juntos por un deber consciente. Pero si alguien deserta por miedo al peligro, es un sacrilegio; si alguien cumple con su deber, el sacrificio es una victoria del sufrimiento debido. Así, los sacerdotes, con sus turbantes, fueron asesinados entre sus víctimas sacrificiales y, vestidos con sus ropas sacerdotales, yacían en el suelo entre los cuerpos de los caídos. Había doce mil judíos dispersos; algunos romanos murieron y muchos resultaron heridos. Los judíos gemían con mayor dolor en esta miseria que eso. Los misterios previamente ocultos del santuario fueron descubiertos por los gentiles y revelados. Finalmente, Pompeyo, declinando la balanza de tales preocupaciones, mientras atendía al triunfo en lugar de a la quema, muchos de sus seguidores vieron el segundo tabernáculo, que en una solemne aproximación se abrió solo para el primer sacerdote. Dentro vio la lámpara, la mesa, los vasos para el incienso y los anales de la alianza; sobre estos, el coro celestial, una gran cantidad de especias esparcidas y 2.000 talentos de dinero sagrado. En el cual, aunque había mucho oro, intacto por su codicia, o incluso si se encontró alguno de los vasos sagrados, ordenó que todo se dejara intacto, y al día siguiente de la introducción ordenó a los supervisores del templo que purificaran el interior del templo y llevaran a cabo los sacrificios habituales. También le dio a Hircano II el liderazgo del sacerdocio, tras haber recurrido a su pronta ayuda en las difíciles dificultades del asedio. Pues aunque infiel a su propio pueblo, fue fiel a los romanos para que su propio país fuera conquistado (pero creo que nadie puede ser llamado fiel si ha sido infiel a su propio pueblo) porque no de forma superficial en su propia batalla prestó ayuda a los enemigos de su propio pueblo y porque retiró a la multitud extramuros que apoyaba a Aristóbulo II de su alianza. Sin embargo, en todos los asuntos por los que Aristóbulo II fue obstaculizado o su autoridad fue quitada o la guerra terminó rápidamente, Pompeyo fue un comandante excepcional, agregó esta espléndida característica de observar moderación en la victoria; de hecho, unió a aquellos a quienes había conquistado a sí mismo más con amabilidad que con temor, a los únicos originadores de la guerra que golpeó con el hacha. Impuso tributo también a los conquistados, nombró al líder de Judea, fijó sus límites. Judea fue circunscrita dentro de su propio territorio. A Aristóbulo II, junto con sus hijos (Alejandro y Antígono) y su suegro, los retuvo como prisioneros para llevarlos a Roma. No obstante, uno de los descendientes reales (Alejandro), que escapó de sus guardias durante el viaje, regresó a casa. Su edad era mayor que la de su hermano y dos hermanas. Así, Antígono, más joven, y sus hermanas de sexo femenino fueron llevados a Roma. Pompeyo fue a Cilicia, y de allí a Roma.
XVIII
Mientras se encontraba en Siria, Escauro, a quien se le había asignado el cargo de comandante, tras recuperar las ciudades invadidas por los judíos (Escitópolis, Hiponis, Pela, Samaria, Iamnia, Maresa, Azoto, Aretusa, Gaza, Jope, Dora y la que antaño se llamó la Torre de Estratón, posteriormente llamada Cesarea bajo el mandato de Herodes I), emprendió la guerra contra Arabia. Confinando por decreto Judea entre el Eufrates y Egipto, Siria también la restauró dentro de sus propias fronteras; por deseo de saqueo, creo, en lugar de favorecer los intereses del imperio, deseando apoderarse de la gran Petra del reino de Arabia, obstaculizada por la dificultad de su ubicación, no pudo penetrar y devastó todas las ciudades vecinas o distantes de la ciudad. En estos lugares, la hambruna azotó a su ejército, que se demoraba. Y un desastre lamentable casi habría ocurrido si Hircano II, a través de Antípatro I (Antípatro I de Idumea), no hubiera proporcionado alimentos a los afligidos romanos, e igualmente, con el consejo de Escauro, aconsejó a Aretas III (Aretas III de Arabia) que pusiera fin a la guerra con dinero. Finalmente, con 300 talentos, el árabe se liberó de su enemigo, sobornó a Escauro; este fue el precio de su retirada. Esto estableció para Hircano II una alianza con los romanos y mantuvo la seguridad de una paz profunda, por lo que en territorio hostil al ejército romano, gracias a su ayuda, debido a la grave escasez de grano, se logró suficiente y la ayuda estuvo al alcance.
XIX
Tras escapar Alejandro (hijo mayor de Aristóbulo II) en secreto del encarcelamiento de Pompeyo, reunió en poco tiempo un grupo adecuado de soldados, y comenzó a hostigar abiertamente Judea. Hircano II (hermano de Aristóbulo II), perturbado y desconfiado de su situación, presionó a los romanos con su temor de que la guerra se intensificara, por lo que decidió reparar la muralla de Jerusalén, destruida por Pompeyo. Y la tarea casi se habría llevado a cabo si Gabinio, quien sucedió a Escauro, tras haber gestionado con vigor los asuntos restantes, con lo que había sembrado el temor a su nombre, no hubiera considerado que debía oponer resistencia a los intentos de Alejandro. Alejandro no pensó que debía huir, sino que se atrevió a oponerse en batalla con 10.000 soldados de infantería y mil quinientos de caballería. Incluso reparó las fortalezas de Alejandría, Hircanio y Maqueronte como lugares de refugio para sí mismo, si las circunstancias lo exigían o si representaban un obstáculo para los enemigos, pues, de hecho, la cercana Arabia no era lo suficientemente fiel a los romanos. Para que esto sucediera más rápidamente, Gabinio envió a Antonio (Marco Antonio) por delante con parte del ejército, para frenar la marcha del enemigo hasta que él mismo llegara con todo el ejército. Antípatro I (Antípatro I de Idumea) llegó con tropas selectas, y Malico y Pitolao, apoyándose en diversos grupos de judíos, unieron sus fuerzas a las de Antonio. Al verlos reunidos, Alejandro, pues Gabinio ya estaba presente, cambió de plan y se replegó. Como ya no estaba lejos de Jerusalén, obligado a entrar en batalla, huyó derrotado. Casi 3.000 de sus hombres murieron, el resto fue capturado o dispersado, y apenas unos pocos le quedaron a Alejandro para acompañarlos en la huida, en lugar de atreverse a rebelarse. Finalmente, buscando la paz con Gabinio, rindió incluso las fortalezas a los romanos por temor a que albergaran algo sospechoso. En esa batalla, el valor de Antonio brilló con fuerza, y en todas partes dio claras pruebas de su bravura. Gabinio dividió Judea en 5 distritos para disminuir su fuerza, lo que provocó altivez hacia quien había tomado el control. Hircano II, por su apacibilidad, mantuvo el cargo público del sacerdocio, mas la responsabilidad de todo un distrito de esta región fue otorgada por Gabinio no a uno solo, sino en común a los habitantes de Jerusalén. De igual manera, el resto de los distritos se asignaron de la misma manera, a través de Gadara, Amatunte, Jericó y Seforitanos, es decir, las ciudades más poderosas, divididas, lo que permitió que no se conservara nada del poder de las ciudades individuales y que la gestión de los distritos no fluctuara, lo que anticipaba la preocupación pública. Esto fue recibido con gratitud tanto por los romanos por aliviar el temor a la rebelión como por los judíos por disipar los celos, ya que la raza hebrea no vivía bajo un rey, sino bajo una aristocracia similar al estado romano, en el que no gobierna uno solo, sino todos los mejores por turnos, a quienes, elegidos por sorteo, cede el magistrado; estos dirigen sin participación en el reino, excepto los jueces de los reyes.
XX
La huida de Aristóbulo II y su regreso a Judea provocaron gran conmoción, y muchos volvieron a él, a quienes había incitado gracias a los favores de una larga amistad o a los últimos acontecimientos, para lo cual quienes deseaban mezclar a los más desfavorecidos con los más encumbrados buscaban un remedio a la discordia pública, y había otras esperanzas frustradas. Por lo tanto, a su regreso, construyó fortificaciones y comenzó a restaurar Alejandría. Al ser descubiertas, Gabinio, Sisinio, Antonio y Servilio, enviados con parte del ejército, impidieron que se iniciara la obra. Aun con las fortificaciones abandonadas, Aristóbulo II se preparó para la guerra, y como arrastraba un ejército con un número mayor del necesario, retiró a una multitud desarmada, y solo reunió a 8.000 hombres armados, a los que se sumó Pitolao, quien había venido voluntariamente desde Jerusalén con 1.000 hombres. Entonces, habiéndose desatado la batalla (pues los romanos les dominaban), se libró con gran vigor durante un tiempo considerable. Sin embargo, la fuerza romana prevaleció. Más de 5.000 judíos fueron asesinados. Aristóbulo II, con 1.000 hombres, rompió las líneas y regresó a la protección de la fortaleza de Maqueronte. Unos 2.000 judíos se dispersaron a otro lugar. Sin embargo, tras atacar la fortaleza, los romanos se demoraron casi dos días, pues, en última instancia, Aristóbulo II luchó con todas sus fuerzas, pero no pudo resistir más. Aristóbulo II capturado junto con su hijo menor Antígono, a quien había llevado consigo huyendo de la prisión, y lo envió a Gabinio, quien los envió a Roma. Tras poner a Aristóbulo II bajo custodia del Senado, Gabinio envió a sus hijos a Bitinia.
XXI
Habiendo ocurrido esto en Judea, Gabinio, creyendo que debía tomar una acción audaz, preparó una expedición contra los partos, pero las sospechas de la facción del rey Ptolomeo XII (Ptolomeo XII de Egipto) hicieron retroceder al ejército que había partido. Así pues, Gabinio desvió su marcha desde el Eufrates hacia Egipto, valiéndose de los servicios de Antípatro I (Antípatro I de Idumea) e Hircano II, para lo necesario, pero también de Hircano II por intermedio de Antípatro I, quien también ayudó al ejército con dinero, grano, armas y auxiliares; especialmente en los enfrentamientos cerca de Pelusio, a menos que los judíos, familiarizados con la ubicación y el tipo de guerra, hubieran desanimado fácilmente a Gabinio. Pero el ejército, retrasando de nuevo a Alejandro (hijo mayor de Aristóbulo II), se dispuso a adentrarse en una segunda Siria como si se tratara de una provincia vacía, a menos que Gabinio, incitado por la noticia, hubiera apresurado su regreso y, tras enviar a Antípatro I por delante, hubiera revocado la alianza con Alejandro de la mayoría de los judíos, confiando en una multitud que se disponía a entregar a la destrucción de toda la región que había ofendido a los romanos. Al final, aunque la mayoría de los judíos se dispersaron gracias a un acuerdo con Antípatro I, éste no abandonó su temeridad. Eso sí, tras librar una batalla con 30.000 hombres cerca del monte Itabirio, y tras perder 10.000 de ellos, huyó. La guerra terminó con la dispersión del resto. Habiendo sido asignada la tarea del estado de Jerusalén al juicio de Antípatro I, quien se marchó de allí, subyugó a los nabateos en una batalla y envió de vuelta a Mitrídates y Orsanis, que huían en secreto de Persis. Sin embargo, informó públicamente a sus soldados que habían escapado. Craso sucedió a Gabinio y, a punto de partir para la guerra contra los partos, robó todo el oro del templo de Jerusalén y, además, ordenó la toma de los 2.000 talentos que Pompeyo había dejado intactos. No los disfrutó mucho, pues al cruzar el Eufrates perdió el ejército y murió. Los partos, eufóricos, creyeron que debían pasar a Siria, a la que Casio siguió vigorosamente con emboscadas y expulsó de los límites de la provincia que le habían encomendado, no sin graves daños al enemigo. Marchando libremente, pues creían que nadie se atrevería a plantarle cara, había capturado a los que se encontraban rezagados en las zonas más estrechas. Finalmente, derrotadas muchas de sus tropas, abandonaron la guerra. Casio, tras ser repelido el enemigo, atrincherado en su provincia, cargó contra Judea y, destruida Taricae, vendió a 30.000 judíos como esclavos. También ordenó la ejecución de Pitolao, sospechoso de traición por apoyar a la facción de Aristóbulo II. Antípatro I tampoco dejó de aconsejarle que excluyera en la medida de lo posible a cualquier rival por el poder.
XXII
Antípatro I de Idumea reconoció a una esposa nabatea llamada Cipros, proveniente de un lugar privilegiado entre las mujeres de Arabia, y de ella recibió cuatro hijos varones y una mujer. Los nombres de los varones, según este orden, fueron: el primero, Fasael; el segundo, Herodes (Herodes I el Grande); el tercero, Josefo; el cuarto, Feroras; y su hija, Salomé. Y por esta razón, un hombre eminente por obtener la compañía de los poderosos mediante regalos y amistad, se ganó, más que nadie, el favor del rey de Arabia, porque le ofreció el vínculo de una esposa procedente de la región de Arabia. Finalmente, preparándose para luchar contra Aristóbulo II, envió a sus hijos al mencionado rey de Arabia como prenda de afecto mutuo. A quienes recibió como una confianza sacrosanta, en el cuidado con el que los cuidó en casa y luego los llamó, los devolvió a su padre. Pero cuando Aristóbulo II, vencido en la guerra, se encontraba encadenado, y su hijo mayor Alejandro, de acuerdo con las convenciones de paz a las que Casio, a punto de regresar al Eufrates, lo había obligado, se retiró de la batalla. Las fronteras de Pérsida no fueron perturbadas en absoluto por ninguna incursión de los partos, y la apariencia de una agradable tranquilidad alivió las preocupaciones humanas en las regiones orientales. César (Julio César), desde las regiones transalpinas de la Galia, se adentró en Italia y expulsó a Pompeyo y al Senado más allá del Mar Jónico. Pompeyo, excluido de Italia, buscó Enatías y ordenó a las columnas romanas de diversos lugares que lo siguieran allí, pues se preparaba para la guerra allí. Con esta intención, dejó a Aristóbulo II encadenado en Roma. César, que se encontraba a medio camino entre la ciudad de Roma y Pompeyo, al seguir a Pompeyo por las rutas fáciles desde la vía Flaminia hasta la vía Apia, para capturarlo o interceptar su ejército, le ordenó liberarse de sus cadenas con varias fuerzas militares asignadas a Siria, para unirse a Judea y amenazar a Pompeyo por la retaguardia. Pero al principio de sus intentos, al llegar al lugar, envenenado, dejó la tarea inconclusa. La opinión de su muerte se atribuyó a los partidarios de Pompeyo. Así, los planes de César fueron burlados y las ambiciones de Aristóbulo II abandonadas por una nueva variedad de cambios, de modo que el exilio habría sido más seguro entre el enemigo, un cautivo encadenado, que un amo en una cámara entre sus propios ciudadanos, un rey en un banquete. Habiendo sido enterado Pompeyo, porque Aristóbulo II, en la retirada de Judea, intentó reanudar la guerra por sí mismo, ordenó la ejecución de su hijo mayor Alejandro, sospechoso de ser demasiado favorable a la facción cesariana. Ordenó la ejecución de Escipión. Él, en nombre del tribunal, decidió su culpabilidad, de modo que se debía presentar la apariencia de un juicio, también se habían presentado acusadores y contra él, que había perturbado el estado romano con armas, se presentó la sentencia, que de acuerdo con la autoridad de la ley, más bien mediante la ejecución de una orden, a la manera en que los líderes de los enemigos, convictos de rebelión, fue sentenciado a ser golpeado con un hacha.
XXIII
Tras conocerse la muerte de ambos, Ptolomeo XII (Ptolomeo XII de Egipto), que había tomado a los hermanos de Aristóbulo II y a su esposa en Alejandría, envió a su hijo Filipión a la ciudad de Ascalona a buscar a los hijos de Aristóbulo II. Al llegar, tomó a Antígono y a sus hermanas para escoltarlos ante su padre. Por la práctica y la costumbre del amor, una pequeña chispa, perdonable sin duda, se deslizó en el joven Filipión, y recibió a la segunda de las hermanas en matrimonio. Su padre, Ptolomeo XII, no toleró esto, y el excelente censor de la moral, tras haber asesinado a su hijo, se unió a su propia nuera, quien condenó la unión no solicitada con su hijo, para contaminarse con el parricidio y el incesto. Pompeyo fue asesinado mientras huía de los brazos de César (el cual ofreció su cabeza a un eunuco egipcio para que se la cortara, lo que supuso un gran revuelo). Tras su muerte, muchos de los familiares de Pompeyo buscaban la amistad de César, y especialmente Antípatro I (Antípatro I de Idumea), que contaba de una manera increíble con la amistad de todos a quienes se dirigía. Pues para todos una abundancia de artículos necesarios, especialmente en los instrumentos de batalla, con los que se hacen repetidamente los más preciados de enemigos y adversarios.
XXIV
Debido a la traición de Ptolomeo XII, César (Julio César) lo presionó duramente en durísimas batallas. Mitridates I (Mitridates I de Pérgamo), hijo de Mitridates VI (Mitridates VI del Ponto), con todas las tropas que había traído consigo, rechazado por el obstáculo de Pelusio, permaneció en la ciudad de Ascalón, pues el paso había sido desesperado y el intento infructuoso, y aún no se atrevía a entrar en batalla en un lugar desfavorable y desigual en fuerza. Antípatro I (Antípatro I de Idumea), en cuyo apoyo, primero asoció Arabia, luego condujo consigo a 3.000 judíos, numerosos y bien armados. Ahora también convocó a los poderosos de Siria para que lo apoyaran, y a Ptolomeo de Líbano, y a Jámblico, y a un segundo Ptolomeo, cuya alianza contaba con la ayuda de quienes incluso otros pueblos se animaron a la guerra. Contando con la ayuda de quien, Mitrídates I unió sus fuerzas a Pelusio y, al impedírsele el paso, inició un asedio. En este lugar, Antípatro I dio una prueba sobresaliente de su destreza militar. De hecho, ante la resistencia de los habitantes de la ciudad, cuando se libraba una lucha con gran fuerza por ambos bandos, fue el primero con sus hombres. Tras la demolición de una parte de las murallas donde él mismo luchaba, irrumpió en la ciudad y la tomó. No fue este el final de su labor y ayuda, pues incluso cuando el ejército se adentró en la región de Onia de Judea y sus alrededores, los egipcios intentaron resistir, bloqueando así el paso. Antípatro I no sólo detuvo la batalla, sino que incluso logró, para ayudar al ejército, que los elementos esenciales para el disfrute de la naturaleza humana fueran proporcionados por el mismo pueblo que había preparado las armas contra ellos. Los del pueblo de Menfis se distrajeron de la batalla y se unieron voluntariamente a la alianza de Mitrídates I. Este, tras haber superado a los más desconfiados, y habiendo considerado que debía luchar cuerpo a cuerpo con los egipcios restantes, incluso en lugares más despejados, pero con los hombres más fuertes de la región, cuyos judíos no residentes eran considerados un ejército, luchó con tanto vigor que se expuso a un peligro repentino y casi murió. Sin embargo, Antípatro I, al ver que toda el ala derecha, donde Mitrídates I iba a ser duramente acosado por el enemigo, y que en otra parte estaba encerrado por un río, no tenía escapatoria, se precipitó desde el ala izquierda contra quienes atacaban a Mitrídates I en retirada; los persiguió hasta que todos los enemigos fueron aniquilados. En esa batalla, Antípatro I perdió sólo 80 hombres de sus fuerzas, Mitrídates I más de 800, de modo que, más allá de lo esperado, él mismo escapó. Y esta matanza se produjo en un instante. Las numerosas heridas que recibió Antípatro I dieron excelente testimonio de su valentía ante César. Mitrídates I, en particular, no sólo fue un defensor de su perfección, sino incluso un proclamador de su valor. Excepcionalmente complacido, César, con honores, como correspondía, recibió a Antípatro I entre sus amigos. Luego, cuando dispuso los preparativos en Egipto y se dirigió a Siria, lo honró con la estima del estado romano, le concedió también la exención de impuestos y otras cosas, como garantía de su favor a un hombre de probada experiencia. Ahora también confirmó voluntariamente a Hircano II en el sumo sacerdocio, de acuerdo con el deseo de Antípatro I.
XXV
Antígono (hijo menor de Aristóbulo II) corrió al encuentro de César en Siria. Como correspondía llorar la calamidad de su padre, asesinado con veneno por los amigos de Pompeyo, o el castigo de su hermano, a quien Escipión había ejecutado con hacha con gran crueldad, como si fuera culpable, optó por la antipatía más que por el dolor, de modo que se lamentaba por Hircano II y Antípatro I ante los extranjeros. Acumuló con amargura las cosas que les habían arrebatado a él y a sus hermanos por su maldad. Él mismo fue exiliado de su hogar ancestral, negándole la tierra que lo vio nacer, aunque sus propias injurias fueran consideradas más tolerables, mucho peores las que Hircano II y Antípatro I infligieron a toda la nación judía. Y ellos para pedirles gracias por las cosas bien hechas en Egipto, cuando no ningún cuidado basado en la buena voluntad hacia César les concedió ese servicio de ayudar a Mitrídates I, ya que el temor del conocimiento de su alianza con Pompeya lo extorsionó, de modo que fue para disfrazar la ofensa. Ante estas cosas, Antípatro I, ofreciendo no un intercambio de palabras sino una demostración de hechos, cortó sus vestiduras en pedazos y se despojó de sus ropas, lleno de heridas y con la capa rasgada, que parecía a los ojos de quienes lo rodeaban las pruebas de la valentía observada. Tras lo cual, dijo a los asistentes:
"Observen cómo su testimonio refuta la acusación de mala voluntad hacia César, que brilla como luces del alma. Las cicatrices que te presento, oh César, son prenda de mi buena voluntad interior; dejo estas prendas de mi fe y las llevo escritas en lo alto de mi corazón. Si los ciudadanos no lo creen, que se interrogue al enemigo por quien recibí estas heridas. ¿Qué establecieron en mí aparte de la fe que les ofrezco? Pero él me acusa de buena voluntad hacia Pompeyo. Confieso, César, haber sido amigo no de ese hombre, sino del nombre romano, y haberlo deseado con vehemencia, de modo que luché no por uno, sino por todos. Pompeyo me era querido, pero empezó a ser mi amigo antes de ser enemigo de César. Era tu yerno y tú su suegro. Cuando estaba en las regiones de Judea, lo apoyé como comandante romano; sin embargo, no recibí por él las heridas que he recibido por ti. Por ti he pagado promesas de muerte y los golpes de las armas enemigas. ¿Qué tiene de extraño, entonces, que un cautivo desconozca el honor de las heridas y un fugitivo la fe que existe? ¿Qué más puede, además, un enemigo perdurable echarme en cara, excepto tu amistad? Realmente parece extraño que Antígono se acerque a alguien que culpó a los romanos, a quienes solía atacar, y ante ellos se queje de haber sido privado del poder, cuyo uso y ejercicio deseaba no por poder para sí mismo ni por honor doméstico, sino para provocar las armas romanas y vengar la muerte de su padre y su hermano. Ingrato por la seguridad, no teme al tribunal romano, pero se atreve a atacarlo aún más, aunque sabe que en este asunto su hermano pagó el precio de su rebelión".
Cuando Antípatro I terminó de hablar, César anunció que Hircano II parecía más digno del sumo sacerdocio, pero que entregaba el cargo a Antípatro I. Luego, deseando esa misma elección de cargo público y de gobernador, y depositando cierta estima en quien le otorga el cargo, con astucia le otorgó la distinción de la modestia y el aumento de poder. Fue nombrado procurador de toda Judea. Razonablemente, pidió poder reconstruir las murallas de Judea, destruidas en la guerra, y seguro de la lealtad prestada, solicitó y consiguió esta gran tarea. Y estas cosas, como era costumbre para los comandantes romanos, se inscribieron en el Capitolio, marcas de honor que César juzgó que debían conferirse a Antípatro I, para que las pruebas de su rectitud y méritos existieran también para el examen de un hombre de posteridad. Además, Antípatro I, habiendo seguido a César desde Siria, cambió su ruta hacia Judea y reconstruyó, primero, la muralla que Pompeyo había destruido, a su estado original. Luego, contuvo la conmoción que los congregaba con afecto paternal, ya con amonestaciones a los más apacibles, ya con amenazas para que consideraran que debían seguir lo que era propicio para la paz y no para la guerra, y no irritar al rey, quien, si permanecía impasible, sería mejor para los ciudadanos; si se enojaba, se presentaría como un tirano. Aunque Hircano II era apacible por naturaleza, debían ser precavidos y no provocarlo con insultos; también deseaba que adoptara un término medio por una preocupación afectuosa, no por el poder, pero si intentaban una nueva rebelión, no le faltaría el espíritu de castigo. Debían experimentar la amistad de los romanos en lugar de su dominio. ¿A quién, si cabía la duda de que estaban a punto de estallar de amigos en armas, si se enteraban de que aquel a quien ellos mismos habían confirmado el reino había sido privado del gobierno? Porque tan pronto como supo que Hircano II había sido demasiado lento, por su apacibilidad, para cumplir con los requisitos del cargo público, pensó que la protección de la región debía repartirse entre sus hijos, pues no estaba a la altura de tan gran carga ni de gobernar. Por ello, César nombró a Fasael, el mayor de los hijos de Antípatro I, protector de Jerusalén y comandante de las fuerzas militares. A Herodes, más joven de nacimiento, lo puso al frente de Galilea con igual honor. Este último, al alcanzar el poder, más sagaz por naturaleza, inmediatamente encontró los medios, gracias a su capacidad natural, para atender las tareas.
G
Israel, bajo dominio romano
Reinado vasallático de Herodes I de Judea, bajo Roma
XXVI
Siria sufría las incursiones del bandido Ezequías, que al frente de una banda de rapaces acosaba toda la provincia y se mostraba ferozmente hostil en todas partes. Tras capturarlo, ordenó su ejecución y mató a muchos de los ladrones. Esto generó gran gloria de valentía y abundante gratitud entre los sirios. Por ello, era celebrado en ciudades y pueblos con cánticos populares, como quien había restaurado la paz y la tranquilidad pública después de mucho tiempo. Esta conversación, junto con los chismes favorables del pueblo, despertó la afectuosa rivalidad en la alabanza de su hermano, de modo que Fasael (hijo mayor de Antípatro I) no igualaba a su hermano menor (Herodes) ni en valentía ni en benevolencia. Aunque se le concedió públicamente el mayor honor a Antípatro I (Antípatro I de Idumea) como padre, él mismo, sin embargo, no alteró su benevolencia y fe, con las que solía tratar a Hircano II (hermano de Aristóbulo II). Pero es difícil no sentir envidia en circunstancias triunfales. Finalmente, Hircano II, al principio silencioso, criticó con desdén las alabanzas de los jóvenes; sin embargo, le irritaron con mayor vehemencia las cosas que se decían cometidas en las campañas de Herodes I (Herodes I de Judea), a quien vio haber traspasado las leyes judías y las costumbres de un ciudadano particular, al reclamar todo el poder junto con su hermano y su padre, y al que estaban despojando de todo cargo público al rey, a quien sólo le quedaba el nombre, pues carecía de poder y ofrecía una apariencia vacía. Finalmente, sin consultarle, muchos fueron condenados a muerte y asesinados sin mandato real, algo que la ley de los padres no permitía. Muchos decían que era necesario llamar a Herodes I a juicio para que explicara la razón por la cual, con su favor, había violado la ley que prohibía la pena de muerte a quienes no eran escuchados. Hircano II debía levantarse y, a partir de esto, poner a prueba si Herodes I se comportaba como rey o como ciudadano. Si no estuviera presente, quien lo llamara a juicio sería evidente a qué aspiraba con su gran arrogancia. Por estas palabras de los cortesanos reales, Hircano II se enfureció gradualmente, expresando la vergüenza de su pusilanimidad: se había retirado del deber real, transfiriendo el poder a Antípatro I y sus hijos, a quienes la disminución de su poder de gobierno había convertido en amos. Enardecido, decidió que, a su juicio, Herodes I no había cometido falta y que sería absuelto de las usurpaciones contra la ley que se le imputaban. Herodes I, sin embargo, estaba resentido por haber sido llamado a juicio; sin embargo, ya sea por las advertencias de su padre o por un juicio más sereno, abordó la fortificación de Galilea, emprendida de antemano; sin embargo, no parecía que con una ofensiva tropa se le amenazara con una guerra ni que él brindara seguridad a una guarnición desprotegida. Herodes I era el apoyo de Sexto (Sexto César), primo de César (Julio César), quien, temiendo que se abriera una posibilidad de traición contra el joven, había ordenado a Hircano II con firmeza que considerara abstenerse del peligro de una sentencia opresiva. Por lo tanto, concedió a Sexto la absolución, más que su deseo, aunque Hircano II, aunque había dejado de acusarlo, deseaba que lo absolviera, pues prefería proteger a Herodes I que vengarse de él. Pero éste, con la pasión de su juventud, afligido por la ofensa, ingrato por la absolución, le expresó a Sexto el deseo de que si lo llamaban de nuevo, no obedecería, y dio a quienes lo menospreciaban la oportunidad de presentar cargos. Aunque Hircano II no se alzó para vengarse, al verlo superior, por el recuerdo de la injuria, alimentado por la retractación, Herodes I enfureció a un ejército reunido que se dirigía a Jerusalén, con la intención de destruir todo poder de Hircano II. Casi lo logró, pero al ser frenado por su hermano y su padre, su ataque se debilitó ante sus peticiones, de modo que consideró suficiente haberse alzado y puso un límite a su amenaza de venganza. Sin embargo, se abstuvo de destruir al comandante, bajo cuyas órdenes había alcanzado una influencia considerable, lo que le había permitido obtener un gran poder. De hecho, parecía ofendido por haber sido llamado a juicio, pero nuevamente fue tratado con favor al ser absuelto. Sería demasiado insensible si continuara con la injuria y fuera ingrato por su seguridad. Por dudoso y dudoso que sea el resultado de las guerras, grave también la carga del rencor, cuando debía hacer la guerra a su comandante y a él, que lo había favorecido con afecto paternal, lo había asistido muy frecuentemente, nunca lo había perjudicado, excepto cuando, valiéndose de consejeros malvados, había despertado en él una sombra de injusticia, por la cual se consideraba perjudicado.
XXVII
Con estas y otras medidas, la guerra civil de Judea se trasladó a los romanos (de hecho, Sexto fue asesinado a traición por Cecilio Baso, cuando recibió de César la gobernación de Siria). César, tras ejercer el poder absoluto durante 3 años y 7 meses, impuso la pena más severa en el Senado a Casio y Bruto, los proponentes. Habiéndose reunido allí hombres cuando César decidió ir a vengar la muerte de Sexto, Herodes I fue juzgado por haber apoyado a la facción más numerosa de la guerra, y eso fue para Antípatro I, su padre, la causa de su fatal muerte.
XXVIII
Temiendo Malico I (Malico I de Arabia) el poder de Antípatro I, acumulado gracias al valor de Herodes I, uno de los ministros reales, sobornado, preparó veneno para Antípatro I. Bebido después de un banquete, Antípatro I murió inmediatamente, mostrando su innata energía entre los demás y especialmente vigoroso en la búsqueda y el establecimiento del gobierno de Hircano II. Herodes I sintió profundamente la muerte de su padre y, con el ejército en marcha, prometió un vengador. No obstante, por el consejo de su hermano decidió Herodes I no hacer la guerra a Malico I (que negaba haber sido cómplice de la muerte de Antípatro I), evitando con eso que Judea se viera violentamente perturbada por una guerra civil. Eso sí, sustituyó la guerra a Malico I por otra forma de venganza. Habiendo aceptado que Antípatro I había muerto sin engaño de Malico I, Herodes I invitó a Hircano II y a Malico I a una cena. Y a partir de la sentencia de Casio, quien incluso había ordenado por su propia iniciativa la tarea de ejecutar la venganza, centuriones preparados y ejércitos romanos preposicionados se encontraron con Hircano II y Malico I, que llegaron juntos a la orilla y, con las espadas desenvainadas, los rodearon a ambos. Sin embargo, sólo masacraron a Malico I, atravesado por múltiples heridas y destrozado en una muerte definitiva. Abrumado por el terror, Hircano II perdió el conocimiento y, tras perder todo vigor mental y físico, se desplomó. Sin embargo, poco después, cuando se recuperó, al ser preguntado Herodes I quién había ordenado matar a Malico I, al enterarse por las tropas preposicionadas de que había sido asesinado por orden de Casio, el comandante romano, respondió de inmediato: "Casio fue el salvador tanto de mí como de mi país, y el que mató al embaucador". No obstante, que Hircano II dijera esto por miedo, o porque se sintiera así, no es del todo evidente ni puede definirse a nuestro juicio. Obodas III (Obodas III de Arabia) se había rebelado, pues, por parentesco fraterno, y deseaba vengar la muerte de Malico I, pero como no se atrevía a provocar a Herodes, pensó en atacar a su hermano Fasael. Al enterarse de esto, Herodes I, que deseaba actuar, se vio impedido por una enfermedad. Mientras tanto, Obodas III se había apoderado de algunas fortalezas, especialmente de Masada, tras haber establecido allí una guarnición. Pero cuando Herodes I recuperó la salud, se recuperó por completo y envió al propio Obodas III a suplicar desde la fortaleza de Masada. Con el apoyo de Antígono (hijo menor de Aristóbulo II), y de su suegro Ptolomeo, a quien Herodes I hizo huir en batalla, y tras ser expulsado de Jerusalén, Herodes I regresó victorioso. Además, la nueva victoria y, sobre todo, la nueva asociación le causaban gran felicidad. Al principio, su primera esposa (Doris) se había unido a él, de quien tuvo un hijo (Antípatro). Después, se unió físicamente a una segunda esposa (Mariamna I), hija de Alejandro (hijo mayor de Aristóbulo II) y dotada de rango real. Sin embargo, no escapó a la antipatía, pues aspiraba a que el reino pasara a Hircano II. Pues cuando, en la guerra de Macedonia, César y Antonio aplastaron a Casio y a los partidarios de Bruto, y como vencedores, uno se apresuró a regresar a Italia, el otro creyó que debía ir a Siria. Numerosas embajadas acudieron al encuentro de Antonio, y los judíos más importantes se dirigieron a Bitinia acusando a Herodes I y a su hermano Fasael, de haber tomado por la fuerza el poder sobre todo el estado, y de haber dejado el nombre solo a Hircano II como muestra de honor. Pero la presencia de Herodes I prevaleció y la gratitud de aquel que, con una considerable cantidad de dinero y ricos regalos, había cautivado la mente de Antonio. De ahí que, debilitado por ninguna palabra, le quitara a Antonio la antipatía que le inspiraba la simple misión. De nuevo, casi 100 judíos fueron hasta Antioquía para acusar con igual brío. Cerca de Dafne encontraron a Antonio, ahora completamente entregado a su fascinación por Cleopatra VII (Cleopatra VII de Egipto) y sirviendo a su pasión. Allí comenzaron a acusar el intolerable poder de los hermanos. Mesala replicó, con la presencia de Hircano II, quien refutó la arrogancia del pueblo, que, incitado por una facción de unos pocos, había menospreciado a su propio pueblo, que solicitaba apoyo a extranjeros, y tramando el perjuicio de Hircano II, aunque este prefería lo mejor para los ciudadanos. Escuchadas las acusaciones de las facciones, Antonio preguntó a Hircano II quién consideraba más adecuado. Su afecto por Herodes I y su hermano, siendo coherente, las respuestas armonizaron con su deseo. Muy complacido, pues estaba unido a los hermanos por el vínculo de la hospitalidad paternal, pues Antípatro lo recibió con gran amabilidad al llegar a Judea con Gabinio y lo cuidó con gran amabilidad, nombró tetrarcas a Herodes I y Fasael y les ordenó dirigir la administración de toda Judea. A partir de esto, también se multiplicó el número de quejas; pues si bien recibió a algunos legados con confinamiento, trató a otros con abuso. Sin embargo, después de que se ordenara a 1.000 delegados que se dirigieran a Antonio, que pasaba un tiempo en la ciudad de Tiro, al estallar una rebelión en Jerusalén, no descuidó la voluntad de los ciudadanos. Y como estaba furioso contra quienes protestaban a gritos, el gobernador de los tirios fue enviado a quienes se atrevían a gritar, quienes apresaron a los culpables de arrogancia, aunque, como si él mismo, incluso Herodes I e Hircano II buscaran evitar que se castigaran con los más severos castigos, causaran disturbios en su país y provocaran guerras. Cuando no se logró nada y todo empezó a enredarse en una lucha irracional, Antonio envió hombres armados, quienes resultaron muertos y muchos gravemente heridos. De Hircano II, sin importar cómo los muertos recibieran sepultura o quienes lograron escapar de la atención médica, les brindó una ocasión de doble bondad, lo que demostró su benevolencia hacia los ciudadanos. Los demás que no sólo habían huido enfurecieron tanto a Antonio al alborotar la ciudad, que ordenó el castigo supremo incluso contra aquellos a quienes mantenía encadenados.
XXIX
La arrogancia había cedido ante la dureza, y durante casi dos años el ejército parto se había adentrado en Siria. Pacoro, hijo del rey, y Barzafranio, sátrapa persa al frente del ejército bárbaro, se acercaron a él como instigador. Tras la muerte de su padre, llamado Menio, ahora privado del poder, a través del sátrapa mencionado, incitó a Pacoro, con 1.000 talentos de plata y 500 mujeres, a entregar el reino a Antígono (hijo menor de Aristóbulo II) y arrebatarle el sumo sacerdocio a Hircano II. Pacoro entregó parte de la caballería a un ministro real, ya que él mismo se encontraba detenido por las rebeliones en Siria, para que cruzara a Judea y se ocupara de los asuntos de Antígono, a fin de que este pudiera ayudar a su espíritu. Pero esto también había avanzado muy poco, a menos que los judíos, en lucha contra sí mismos, Herodes II y Fasael se opusieran a Antígono. Por su mentalidad, se le había propuesto a Antígono que aceptaran a Pacoro como mediador de paz. Fasael, por su frivolidad, y Herodes I se opuso, lo aprobó a tiempo, pues al experimentar el peligro, reconoció la naturaleza traicionera de los bárbaros. Envió a Barzafranio (el mediador de paz) y, tras partir con Hircano II, se encontró con el sátrapa, quien con astucia ocultó una emboscada con apariencia de amistad. Finalmente, entregó regalos a los que partían y dispuso cómo rodearlos con sus disposiciones. Los siguieron más para confinarlos que como compañeros de peligro. Se difundió la noticia de que Partia había sido comprada con 1.000 talentos para la destrucción de los mencionados. Ofelio también los persuadió a huir, pues se enteró por Saramalla, el más rico de los sirios, de que se les había preparado un grupo. Pero ni siquiera así Fasael logró convencerlos; Hircano, abandonado a su suerte, atacó al sátrapa. Con los insultos más mordaces, lo acusaron de haber traicionado una confianza por dinero, de considerar el dinero más valioso que la justicia, de haber dado más por su seguridad de lo que Antígono pagaría por el reino. Pero el persa se esforzó por justificar con un falso juramento la confianza traicionada y por desviar sospechas poco después de consumar la traición. Una vez consumada esta, llevaron bajo maldiciones a Fasael e Hircano II a Pacoro, a quien le habían encomendado esta tarea, cuando ya no podían cumplir la otra, deseando falsos juramentos de los bárbaros y la traición de la traición para vengarse. El cómplice había gastado una buena cantidad de vino en sus traiciones para capturar a Herodes I, pero la gran preocupación por tomar precauciones ya había influido en este último, sospechando desde hacía tiempo de las traiciones de los bárbaros, y se mantuvo dentro de las fortificaciones. Tampoco pensó que debía comprometerse a salir de las murallas para conversar con el enemigo, pues Pacoro había falsificado órdenes, con las que, como si fueran de Fasael, acudió con arrogancia a su hermano. Al enterarse de que su hermano e Hircano II estaban detenidos, envió sus tropas de noche a Idumea y él mismo, con sus sirvientes, derrotó a los bárbaros que lo perseguían. Tras la muerte de muchos, se dirigió apresuradamente a Masada, siendo puesto a prueba con mayor severidad que los partos por los judíos que lo habían atacado al huir. De hecho, situó sus tropas dentro de las fortificaciones tras vengarse de los perseguidores. Sin embargo, tras quedar una guarnición que protegía a su madre y sus hermanos menores, se apresuró a entrar en la Petra árabe. Los persas irrumpieron en Jerusalén, asaltando las casas de los que huían. Todo quedó en un caos de guerra y saqueo. Y allí la injusticia continuó, el reino fue otorgado a Antígono, Fasael e Hircano II fueron puestos en su poder para sufrir lo que le placiera. Sin embargo, no pudo contenerse más, e inmediatamente, tras un ataque contra Hircano II, le cortó las orejas con sus propios dientes, para que, por un cambio de circunstancias, no pudiera volver al sumo sacerdocio. Pues es necesario que el sumo sacerdote sea físicamente perfecto, y la ley no permite que nadie con el cuerpo mutilado ocupe el más alto cargo sacerdotal. Fasael evitó con rapidez la desgracia de la muerte decretada para él, pues su cabeza se estrelló contra las rocas que por casualidad encontraron, desdeñando ser rescatado para burla o morir por orden de un extranjero, quien, aunque con las manos atadas y una espada, no pudo encontrar una salida. Sin embargo, hubo otro informe similar: Antígono trajo a un médico para la herida, quien vertió venenos sobre la herida como si fueran medicamentos. Cualquiera de estos, su muerte tuvo el espíritu desafiante de los líderes. Se dice que, además, en sus últimos momentos, cuando ya exhalaba, al saberse que Herodes I estaba vivo y había escapado huyendo de la traición preparada, murió agradecido, dejando atrás a un superviviente que se vengaría de él. Herodes I se apresuró a llegar a Arabia esperando recibir el dinero, con el que creía poder influir en la codicia bárbara, que rescataría el cautiverio de su hermano. Si encontraba al árabe indiferente a la buena voluntad de su padre o reacio a devolver los regalos, exigía dinero a cambio, por el cual se comprometería con el hijo del hombre rescatado, a quien había traído consigo, utilizando al niño de 7 años. Pero este esfuerzo de piadosa hermandad fue frustrado. Tras la muerte de Fasael, Herodes I perseguía con celo su deseo de un regalo fraternal. Sin embargo, antes de enterarse de la muerte de su hermano, se reunió con el rey Obodas III, a quien consideraba amigo. Sin embargo, con el tiempo cambió su lealtad y, al acercarse a las fronteras de Arabia, le prohibió entrar, tras haber acordado previamente lo que le habían insinuado los mensajeros de los partos: que no considerara recibir a su fugitivo en el reino de Arabia y provocar una guerra dolorosa. Ofendido, Herodes I regresó de inmediato, lo cual había suscitado el resentimiento de una agitación justificada, y de allí se dirigió a Egipto. Sin embargo, Obodas III se arrepintió de la amistad violada. Herodes I, habiendo sido enviado por quienes lo llamarían de regreso, los había superado. A quien, tras entrar en el territorio habitado por los rinocorianos, y enterarse de la muerte de su hermano y del cautiverio de Hircano II, quien, encadenado, había sido conducido a Partia, una gran fuente de dolor, conocida por pruebas fehacientes, un depósito de tanta ansiedad, se preparó para la huida antes que para la guerra. Finalmente, se apresuró a Alejandría con el mayor celo, y allí fue recibido con honores por Cleopatra VII, pues creía que un hombre de tan gran nombre debía ser elegido por su partido como líder de sus fuerzas militares. Desde donde, tras dejar atrás las peticiones de la reina, zarpó hacia Roma, enterándose de los disturbios en Italia y considerando las tormentas del invierno de menor importancia que aquellas olas más graves que lo estremecían con cada naufragio de la flota de Cleopatra VII. Finalmente, tras zarpar, se vio en peligro cerca de Panfilia por inesperadas ráfagas de viento, pero escapó, y tras ser reubicado su barco, llegó primero a Brindisis, y de allí a Roma. Allí con la prerrogativa de la amistad paternal se acercó a Antonio y, lamentando sus propias aflicciones y las de sus parientes, por las cuales habían sido puestos bajo asedio, llegó a Roma suplicando, influyó en Antonio con las miserias recibidas por tan gran cambio de circunstancias, porque un rey poderoso por mucho tiempo y que muy a menudo había llevado la tarea del estado romano, de repente, como un náufrago y necesitado de todas las cosas y desprovisto de ayuda, su pueblo habiendo sido puesto en peligro, implora suplicante, que había cambiado su asiento por el exilio.
XXX
Antonio (Marco Antonio) se vio favorecido por la gratitud que había mostrado hacia él Antípatro (hijo mayor de Herodes I), y planificaba nombrarlo nombrarlo tetrarca. Por su parte, César, más generoso en su benevolencia natural, valoraba aún más el servicio militar de Antípatro en Egipto, soportado en todas las batallas a su protector César, y la hospitalaria camaradería, con renovadas promesas de favor. Sin embargo, desconfiaba del carácter astuto del rey, perversamente empeñado no en la justicia y la bondad, sino en las ventajas de sus actividades. Habiéndosele dado la oportunidad de dirigirse al Senado, ante el cual Mesala y Atratino detallaron las buenas obras del padre, así como los servicios del propio Herodes I al estado romano, se resolvió, por la autoridad de los padres, que el gobierno de Herodes I parecía ventajoso para el Imperio Romano, y que, con la participación de Antonio, era ventajoso que, en la guerra que se libraba contra los partos, la alianza del célebre rey se uniera a los romanos. Tras la destitución del Senado, César, Antonio y Herodes I, al salir juntos del Senado, escoltados por la asistencia de los magistrados, el primer día en que el reino le fue otorgado a Herodes I por decreto del Senado, Antonio preparó un banquete e invitó al rey. Casi al mismo tiempo, José (hermano de Herodes I) por falta de agua, había organizado una huida durante la noche, pero de repente cayó una lluvia tan fuerte que llenó todos los depósitos de agua. Por lo tanto, suspendida la huida que preparaba hacia la nación árabe, derrotó a las fuerzas del sitiador Antígono (hijo menor de Aristóbulo II), en parte mediante emboscadas, en parte mediante ataques y batalla campal. Pero, generalmente, tras la retirada del enemigo, se mantuvo en la fortaleza. Y ahora Herodes I llegaba inesperadamente de Italia a la ciudad de Ptolomeo de Siria. Tras partir rápidamente en barco con una gran tropa de ciudadanos y viajeros, buscaba a Antígono, Ventidio y Silón, los comandantes de las fuerzas militares romanas que se encontraban con él, a quienes Antonio había ordenado que acompañaran a la llegada de Herodes I. Delio los utilizó contra el enemigo según las órdenes de Antonio, aunque temblaba ante la tarea, pues Antígono los había desviado a cada uno por un precio, aunque al parecer había convencido a los más cercanos para que se reunieran. Por consiguiente, Ventidio se detenía en las ciudades más cercanas para reprimir los disturbios de la guerra parta. Silón, sin embargo, estacionado en Judea, en abierta alianza con Antígono, estaba acumulando dinero. Pero Herodes I, a quien todos se habían adherido excepto unos pocos galileos, no le faltó ayuda, y como se había propuesto rescatar a su pueblo del asedio de Masada lo antes posible, capturó Jope, que se encontraba en medio, mediante combates, repleta de enemigos, para no dejar un enemigo a su retaguardia al avanzar más. Aunque Antígono quería obstaculizar su marcha, recuperó Masada como tarea fácil y liberó a su pueblo del peligro. Partió entonces hacia Jerusalén, cuando lo había logrado todo de modo que no tenía necesidad de luchar, afirmando estar del lado de los ciudadanos contra la rebelión, para no haber emprendido la batalla contra su propio pueblo. Acosado por los partidarios de Antígono con flechas y jabalinas ligeras desde la muralla, obligó a huir a quienes gritaban contra él. La victoria no se habría retrasado si Silón, el comandante de las tropas romanas, no había sobornado a los soldados, quienes, por necesidad, se quejaron y, como todo alrededor de las murallas estaba devastado, alegaron como excusa la escasez de provisiones y la escasez de bienes. Ya se acercaba el momento de partir a sus cuarteles de invierno, y amenazaron con desmantelar el mando si no se les daba el visto bueno. La rebelión ya habría cobrado fuerza si Herodes I, ofreciéndose como mediador ante centuriones y soldados, no hubiera suplicado que no lo abandonaran, a quien César, Antonio y el Senado se habían unido para apoyar, ya que se había prometido que no se descuidaría nada ventajoso. Terminado el discurso, tras recorrer la región de repente, dispuso que se proporcionara al ejército una abundancia de todo tipo de bienes, de modo que Silón no tuvo excusa. Y a partir de entonces, con dos mil soldados de infantería y quinientos jinetes, recuperó Judumea, el ejército romano, que ya se había calmado y se había establecido en sus cuarteles de invierno. El líder de esta hazaña, José, fue elegido para una tarea más ligera, por temor a que pensara que debía emprenderse algo más peligroso contra Antígono. Sin embargo, él mismo, tras situar a su familia y a sus partidarios, retirados de Masada, en Samaria, y habiendo provisto las fortificaciones y los recursos que creía útiles, en medio del gélido invierno y con todos los lugares nevados, y ante la noticia de su llegada, entró para reabastecerse sin batalla en Séforis, antiguamente llamada así, que posteriormente se llamó Diocesaria, a la que la escarcha invernal y los caminos ásperos por el hielo habían fatigado, lo cual juzgó ventajoso, pues allí había grandes provisiones de víveres. Allí, con sus soldados reabastecidos por la comida y su ubicación estacionaria, consideró que debía librar batalla contra los bandidos, que invadían toda la región. Aplastó a los habitantes de la localidad con una incursión militar. Por ello, primero envió a cierta parte de la caballería y la infantería contra la aldea de Arbela, y él mismo, con el resto de las tropas, estuvo presente cuarenta días después. Sin embargo, los bandidos no se intimidaron por la aparición del ejército, sino que, considerando que la carga debía hacerse con armas, demostraron disciplina militar y la temeridad propia de los bandidos. Tras un enfrentamiento, el ala izquierda de Herodes I retrocedió, pero Herodes I la restableció rápidamente y, tras recibir refuerzos, apostó a sus hombres, los dominó al ser alcanzados y resistió su ataque. Quienes no pudieron soportar a Herodes luchando cuerpo a cuerpo, tras perseguir a los que se desviaban hasta el Jordán, los entregó a la muerte. Todos los demás se dispersaron más allá del río, de modo que Galilea quedó libre de todo temor a las incursiones. Sólo los que quedaron, escondiéndose en guaridas y cavando cuevas, retrasaron la victoria. Sin embargo, en los escarpados parajes de las montañas, en las oquedades de las rocas, se presentaban temibles apariencias entre las afiladas rocas, intransitables por todos lados e imposibles de alcanzar excepto por el acceso para los habitantes de aquellos lugares. Estos, por senderos transversales y estrechos senderos pedregosos, los únicos por los que estaban acostumbrados a ser abordados, se sentían más seguros aplicando el peligro contra el peligro. Ciegos en los recovecos de las cuevas, frente a las cuales una roca que se proyectaba como desde la cresta del continente hasta la profunda confluencia de las aguas, eliminaba toda esperanza de acercarse a la posición, que se volvía peligrosa por todos lados desde la cima de las montañas por las caídas de agua y el curso irregular de los ríos, de modo que la caída de los arroyos y la roca que sobresalía con profundos barrancos infundían aún más terror. Finalmente, durante un tiempo considerable, el rey, en la incertidumbre, no dudó en descubrir cómo vencer a la naturaleza; sin embargo, después de haber recurrido a un plan de esta naturaleza, ideando una defensa a modo de cajas, encerró a los más fuertes. Armado, bajó con cuerdas hasta la entrada de las cuevas, donde comenzaron a masacrar fácilmente a los desarmados, incluyendo a todos los parientes y generaciones, y si alguno se resistía, lo quemaba con fuego. No había lugar para la compasión; además, Herodes I, queriendo rescatar a muchos de la muerte y darles confianza para que huyeran hacia sí mismo, los desvió aún más, de modo que nadie se unió voluntariamente a Herodes I, y si alguno era empujado por la fuerza, prefería la muerte al cautiverio. Finalmente, uno de los ancianos, cuyos siete hijos y esposa estaban presentes, por cuya seguridad pudo consultar, los mató a todos de esta manera. Él mismo se paró en la entrada, ordenando a cada uno que saliera, y mató al que apareció de sus hijos. Herodes I, al ver tan triste y miserable acto, debilitado por los lazos paternos, extendió la mano y pidió con palabras que perdonara a sus hijos, prometiéndoles seguridad. Pero estas palabras no le influyeron en absoluto y, tras injuriar al rey, mató a sus hijos y a su esposa en lo alto. Los cuerpos de sus hijos fueron arrojados desde lo alto y finalmente se arrojó al abismo. Aterrorizado por estas cosas, Antígono, debido a la facilidad con la que Herodes I había vencido a la multitud de bandidos y la dificultad de su ubicación, rechazó su presencia, pero se volvió contra Ptolomeo, a quien Herodes I había puesto al mando de una parte del ejército, y hombre muy apto para la estrategia de guerra entre aquellos que solían perturbar Galilea. Con un ataque repentino, obligó a matar a Ptolomeo. Mató también a José, que estaba ocupado en otras zonas, contraatacando activamente con los soldados romanos, quienes, reunidos, habían avanzado temerariamente en su ayuda. No contento con tan gran triunfo, añadió a la victoria un doloroso insulto contra los muertos, que le cortaron la cabeza, por lo que Feroras (hermano de Herodes I), hermano del asesinado, ofreció 50 talentos, pero no los obtuvo. Con esta victoria, el entusiasmo de muchos en Galilea se centró de nuevo en Antígono y las tareas de la guerra se reanudaron. Herodes I se apresuró a ir a Antioquía. Allí, en un lugar bastante agradable llamado Dafne, descansó. Al recibir la noticia de la muerte de su hermano, lamentándose por un breve instante, dejó de lado el dolor de su sufrimiento y preparó la venganza. Antígono no recibió su furioso resentimiento, sino que se ocultó dentro de las fortificaciones. Herodes I irrumpió para vengarse de los autores de tan atroz crimen y derrotó fácilmente al ejército enemigo. Hubo una gran masacre; las calles estaban obstruidas por los cadáveres, de modo que incluso los caminos estaban llenos de los cadáveres de los caídos. La batalla habría terminado, con todos derrotados por la huida, si Herodes hubiera pensado en dirigirse inmediatamente a Jerusalén. Antígono arrojó sus lanzas, temiendo el castigo final. Todos estaban aterrados, de modo que, cuando Herodes I, obligado a abandonar la persecución por la severidad del invierno y tras deponer las armas, entró en los baños públicos acompañado de un sirviente, tres hombres corrieron hacia él con las espadas desenvainadas, y luego muchos otros que habían huido de la batalla buscando escondites. Estos, alarmados por el miedo, al ver al rey cruzar el paso y apresurarse a la salida de los baños, pudieron escapar, logrando así la muerte del rey y poniendo fin a la guerra; finalmente, nadie pudo atrapar a los que huían. Herodes I, deduciendo el gran temor que sentía el enemigo, se lanzó a la batalla y mató a Papo, líder del ejército enemigo, y ordenó que le cortaran la cabeza, pues su hermano real, José, había sido asesinado por él.
XXXI
Antígono, que se había preparado para la huida, se retrasó. Al retrasarse, Herodes I sitió con su ejército y se dispersó, prestando atención a la parte que estaba frente al templo, precisamente la parte por donde Pompeyo había irrumpido en la ciudad. Sin embargo, una gran expectativa de victoria ya se cernía sobre el rey. Como ya había comenzado el asedio, se distrajo para recibir por nueva esposa a Mariamna I, hija de Alejandro (hijo mayor de Aristóbulo II) y cambiar el toque de trompeta por una celebración nupcial, mezclando la boda con la guerra. Así pues, aprovechando la oportunidad de una unión ante el estallido de la batalla, regresó del festival a la guerra. Sosio llegó, enviado por Antonio para ayudar al rey. Y así, los hombres, unidos ya que los romanos sobresalían en la práctica de la guerra y la disciplina militar, y apoyados por el deseo de complacer al rey, se produjo una entrada forzosa apenas en el quinto mes; los herodianos se atrevieron a escalar la muralla, además de los centuriones romanos irrumpiendo. Entonces hubo innumerables matanzas, y todo alrededor del templo quedó devastado. Algunos huyeron al templo, otros se recogieron en sus casas y fueron aniquilados, sin compasión por la vejez, ni por la infancia ni por la debilidad femenina. Antígono se presentó y, sin importarle el lugar, se arrojó a los pies de Sosio. Pero este, a quien semejante cambio radical debería haber provocado compasión, tras burlarse del postrado Antígono, lo llamó, no lo perdonó como a una mujer, sino que lo encerró. Herodes I dudaba de cómo rescatar la patria de las manos de los romanos, cómo salvar el templo de la profanación de los gentiles. Pues los romanos se apresuraban a contemplar los misterios más íntimos, a profanar el Sancta Sanctorum. En realidad, el rey, ora con peticiones, ora con amenazas, expulsó a todos, considerando que la victoria sería peor que la huida si se revelaba algo de los sacramentos. Los romanos insistían en el botín. Herodes I se resistió, para que no le dejaran una ciudad vacía y el gobierno de un desierto le correspondiera. Sosio habló a los soldados contra el saqueo de la ciudad capturada. Pero el rey, desde su propia casa, prometió a los soldados que les daría dinero, y así salvó con dinero el resto de su país que le quedaba. Cumplió su promesa, apoyó a los soldados con la mayor generosidad, recompensó a los líderes razonablemente, e incluso al propio Sosio con generosidad real. Nadie se fue desagradecido. Sosio ofreció la corona a Dios y, tras partir, llevó a Antígono consigo ante Antonio, a quien golpeó con un hacha, calificándolo de hombre de mente degenerada.
XXXII
Herodes I, además de haber dado mucho incluso a sus hombres, dio muchísimo a Antonio y a sus amigos como regalo. Sin embargo, no pudo comprarle seguridad. Porque Antonio, abrumado por el amor de Cleopatra VII, servía a sus intereses y, esclavizado, era esclavo de su lujuria, y no pudo dominar sus apetitos femeninos, especialmente los de la mujer experta en la matanza de sus parientes, quienes, tras ser asesinados, había unido sus posesiones a las suyas como si fueran botín. Con la misma avaricia y crueldad, si ella hubiera recibido a alguien de Siria que, según los rumores, era rico, lo habría matado. Antonio, ya esclavizado por sus deseos, pensó que el reino de Judea y Arabia, con los gobernantes de cada nación asesinados, podría sumarse a su avaricia. Pero aunque ebrio de lujuria en sueños, Antonio, serio en este asunto, recobró la cordura y se negó a matar a tales hombres y reyes poderosos, según la orden de aquella mujer insolente. Pero para no dejarlos ilesos, mató a sus amigos, les quitó la mayor parte de sus posesiones y especialmente aquella región que producía bálsamo, todas las ciudades situadas dentro del río Eleutero, exceptuando Tiro y Sidón, premió a la codicia de Cleopatra VII. Ésta, engatusada por el hombre con semejante soborno, siguió a Antonio en su marcha contra los partos hasta el Eufrates. Ella regresó por Judea, donde Herodes I no olvidó ganarse la confianza de la reina con regalos y, sobre todo, sobornos. Ante esta situación favorable, aumentó su arrogancia, de modo que su comportamiento inmoderado y afeminado la enalteció hasta límites insospechados, hasta el punto de que, poco después, le fue entregado como regalo el rey de los partos, Artavasdes II (Artavasdes II de Armenia), hijo del poderoso rey Tigranes II. Antonio, a quien Cleopatra VII retuvo cautivo con todo el botín y los despojos persas destinados a su triunfo, le otorgó una esclava común, de modo que, cuanto más ilustre había sido su victoria, más vergonzoso había sido su soborno. No por mucho tiempo dominó Cleopatra VII las cosas favorables, pues no sabía cómo usarlas. De hecho, con su altivez femenina provocó la ira de Augusto (Octavio Augusto), sucesor de César (pues éste había sido asesinado en el Senado de Roma). Y así, con grandes esfuerzos, se preparó la guerra de Actio por ambos bandos: el bando de Antonio y el bando de Augusto. Sin vacilar, Herodes I y Antonio entraron en la guerra, pues Judea estaba libre del tumulto hostil y él había recuperado Hircania, que durante mucho tiempo había estado en manos de la hermana de Antígono. Pero en esto también Herodes I fue muy afortunado, pues no era aconsejable que se involucrara en peligros extranjeros. Cleopatra VII, deseando distanciarse y distraerlo de los reyes, lo persuadió de que Herodes I debía declarar la guerra a los árabes; si él salía victorioso, Arabia caería en manos de la reina; si él salía vencedor, el dominio de Cleopatra VII se extendería a Judea. Quien venciera, el otro se beneficiaría. Esta acción, no según el plan, sino según el resultado, favoreció a Herodes I. Quien, tan pronto como comenzó la batalla, más fuerte en caballería, derrotó al enemigo, al final fue vencido por el gran número de los enemigos y rodeado por su número, habiéndose reunido los hombres de los adversarios en Canata, contra los cuales, queriendo fortalecer su línea, los ánimos de sus hombres se exultaron. Debido al resultado de lo anterior y a la consiguiente incursión contra el enemigo, fue abandonado por la traición, especialmente de Atenio, a quien Cleopatra VII había unido al líder, no para que ayudara a Herodes I, sino para que lo abandonara en una situación difícil. Finalmente, los árabes atacaron a su ejército, que se encontraba abandonado en terreno rocoso e intransitable, y lo dispersaron y derrotaron con gran masacre. Tras perseguir a los que habían huido a su refugio, los entregaron a la destrucción. Herodes I llegó, en efecto, más tarde de lo necesario. Sin embargo, tras vengar la calamidad en batallas posteriores, afligió tanto a los árabes que a menudo lamentaron esa única victoria. A esto se sumó una gran debilidad mental debido a un terremoto que devoró a gran cantidad del ganado y a casi 30.000 hombres. Sin embargo, todas las tropas militares que permanecieron al aire libre sobrevivieron ilesas. Por esta causa también se enardeció el ánimo del enemigo, pues creían que podrían invadir con mayor facilidad una Judea desierta y aplastar a los que se vieran afectados por tales prodigios. Herodes I pensó que debían movilizarse en su defensa, especialmente porque se había enterado de que los enviados que había enviado a Arabia habían sido asesinados a traición. Con este discurso, se dirigió a todos:
"Dado que la situación del enemigo ha sido quebrantada por tantas de nuestras batallas favorables hasta el punto de su confesión, quienes, incitados por un resentimiento frenético a punto de ser vencidos, han matado a nuestros enviados, me parece extraño que un miedo irracional los haya dominado con tanta fuerza, que antepongan los sucesos fortuitos de los elementos a los famosos éxitos de nuestro valor. No hubo encuentro en el que los árabes no se replegaran inmediatamente y huyeran, pensando que debían rendirse y, como se consideraban bienes de guerra robados, que habían obtenido recursos mediante engaños y emboscadas, no que ellos mismos hubieran conquistado, sino que habían retrasado nuestra victoria. Dado que es necesario tener confianza, se produjo un disturbio como si se tratara de un terrible acontecimiento bélico, pues la tierra tembló, pues sólo los inocentes libraban la guerra, o si queremos considerar a quiénes impide, consideramos más bien a los árabes, a quienes ha llevado a la guerra, que no se han separado de los más valientes huyendo. Pues los veo confiando no en las armas ni en la fuerza, sino en haber regresado al frente de batalla debido a la pérdida de nuestros rebaños. Pues frágil es la esperanza, que no depende de la confianza en su propio valor, sino de la angustia ajena, ya que en la tierra nada es tan cambiante como las cosas favorables o las adversas. En pocos momentos cambian las condiciones de la fortuna humana; ni la prosperidad ni la adversidad duraderas son perseverantes. Y así, ni la miseria ni lo contrario son eternos, sino que con frecuencia se producen sucesivos y diversos cambios de circunstancias en las mismas. En el conflicto anterior éramos superiores, pero en el transcurso de la batalla nuestra suerte cambió, de modo que fuimos vencidos por aquellos a quienes habíamos vencido. Y así nos corresponde esperar que sean vencidos por nosotros, quienes nos vencimos. Pues la presunción excesiva y la negligencia personal siempre son incautas. Sin embargo, el miedo nos advierte que debemos mirar hacia el futuro y nos enseña a ser precavidos. En la prosperidad, la audacia se infiltra, y la temeridad imprudente no sabe esperar el plan del comandante. Finalmente, al oponerte a mi opinión, la indignidad de Ateneo descubrió una oportunidad para hacer daño. Ahora tu alarma me impulsa a esperar la victoria. Animaos, pues, y reavivad el viejo espíritu valiente de los judíos; no dejéis que las agitaciones de cosas incognoscibles por los sentidos os asusten, ni consideréis los movimientos de la tierra como señales de un segundo desastre. Los sufrimientos de los elementos tienen su daño, pero no debéis temer nada más que lo que es ofensivo en sí mismo. Pues no hay señales de peligro en el movimiento de la tierra ni en la aflicción de los animales, sino los peligros mismos. Por lo tanto, no hay nada que debamos temer más que cargas que soportar, por quienes han soportado cargas más pesadas. Quien se ha vengado puede ser más benévolo y más misericordioso que si no se hubiera vengado. ¿Qué se conserva después de un terremoto y una plaga, excepto la compasión, porque liberamos pecados duplicados? Sin embargo, hemos conservado lo útil para la guerra; pues la plaga se llevó a quienes se encontraban fuera de la guerra, nuestra victoria, además, le quitó al enemigo lo que consideraba apropiado para la guerra. Después, para nosotros, hubo ganado muerto; para ellos, la decisión de quienes creían que los enviados que enviamos debían ser asesinados contra la justicia y la ley divina. Trasgredieron la ley de todos los hombres, de hecho, bárbaros, incluso entre ellos, quienes ignoran la civilización, los enviados son considerados intocables. Mientras que la venganza celestial es temible y se teme a Dios como vengador de un crimen tan atroz. Esto, por lo tanto, nuestros adversarios han permitido, lo que ni las leyes humanas ni las divinas dejan impune. Marchemos, pues, no por territorio ni botín, sino para combatir por agravio a los dioses. No nos impulsa a la batalla el amor a la esposa o a los hijos, sino la protección divina obtenida. No cumplimos nuestras propias decisiones, sino las sagradas órdenes de la ley divina, por las que reclamamos venganza, a quienes la religión ordena que sean intocables. Entre armas hostiles sólo una embajada es mediadora de paz; deja de lado a su enemigo que está en una embajada. Cuya sangre ahora clama a Dios y exige venganza. Apresurémonos, pues, a la batalla mientras tenemos a Dios, vengador de los asesinados. Luchan mejor por nosotros y están rodeados por huestes de ángeles desplegados en la línea de batalla".
Tras exhortar a sus tropas con estas palabras, Herodes I cargó contra el enemigo aprovechando cualquier oportunidad para luchar. Los árabes eran superiores en número, pero inferiores en espíritu, por lo que, tras un ataque, casi 5.000 de ellos fueron asesinados. El resto, que se refugiaba en las fortificaciones, se vio abrumado por la falta de agua, por lo que, tras enviar una embajada, pidieron la paz a cambio de un precio. Pero al verse desanimados y al ver que su sed se intensificaba aún más por la escasez de agua, muchos de los que salieron se ofrecieron voluntariamente a sus enemigos, prefiriendo morir por la espada antes que de sed, a quienes Herodes I mantenía encadenados para evitar la traición. Y así, en 5 días, casi 3.000 fueron apresados, y otros que volvieron a luchar fueron asesinados, hasta un total de 7.000 hombres. Humillados por este desastre, los árabes, tan inferiores en valor como sobresalientes en buen juicio, pidieron al rey, a quien consideraban enemigo, que él mismo fuese su defensor y protector.
XXXIII
Con esta victoria de Antonio y Herodes I, una mayor preocupación embargó a Augusto, como alguien que se había buscado algo a sí mismo. Temblaba no ante el peligro que se cernía sobre él, sino sobre todo el reino conquistado por Antonio, a quien se había unido en fiel amistad. De hecho, Augusto, vencedor de la batalla de Actio, consideraba a Antonio aún no vencido, ya que había sobrevivido a la batalla. Preocupado, pues, Augusto, al enterarse de una fuente veraz de que Antonio había ido a Rodas, navegó hacia él para que no llegara el rumor antes de su viaje terrenal. Al llegar a él, y tras haberle despojado de su corona, se presentó en privado y, sin ocultar nada de la verdad, Augusto mantuvo su lealtad y dijo a Antonio:
"Yo, Augusto, confieso no haber sido un verdadero aliado tuyo, Antonio, sino alguien que recibió el reino de ti, con quien no me niego a ser deudor hasta ahora. Lo habría demostrado con las armas si Cleopatra no hubiera estado celosa y los árabes no lo hubieran impedido. Por esa necesidad no me armé contra ti, ni como desertor de un amigo ni por temor a la batalla, sino como alguien ocupado en casa gestionando sus asuntos. Antonio, no me consideres ingrato contigo, porque sin estar tú presente yo te envié la ayuda del ejército e innumerables provisiones de grano. No desconsideres, pues, mis bondades, aunque éstas no estuvieran en la batalla de Actio. Cuida de no dejar nada fuera. Ante ti, temo más ser visto como ingrato con tu enemigo que como enemigo tuyo. Tu juicio sobre mí es más serio que la guerra, ante quien no se juzgan los méritos del valor, sino los crímenes. Y yo, ante ti, prefiero ser juzgado por fidelidad que por infidelidad. Mira, oh Antonio, que no te abandoné cuando estabas ileso, ni huí de ti cuando tú eras derrotado. Conquistaste grandes legiones con tu inteligencia, conquistaste con la fuerza del Imperio Romano, y ciertamente fuiste derrotado por su poder y por tu comportamiento. Tu esposa Cleopatra te conquistó, su amor egipcio te conquistó, sus extravagancias conopeas te conquistaron, y tú preferiste ser conquistado con Cleopatra que conquistar sin ella. Una mujer más peligrosa para su propio pueblo que para sus enemigos te conquistó. Ella tomaba sus propias decisiones, y te había prometido ayuda con la que reparar el daño, y te había prometido fuerzas con las que te protegería en tu huida. Yo, en cambio, me ofrecí como compañero de guerra. Los deseos de Cleopatra bloquearon tu mente. Fuiste conquistado porque no quisiste escucharme. Cleopatra te conquistó, y eso que tú me habías conquistado a mí. Tú no dejaste atrás a una mujer extranjera, y yo no abandoné a un amigo. Dejé la corona contigo, y he venido a ti conservando el favor de un amigo fiel. No he querido asumir los emblemas del poder real, no he desechado la conciencia de tu valía. Juzga como quieras, que yo, sea cual sea tu juicio, te doy las gracias para que pienses que fui un amigo".
XXXIV
Antonio respondió a Augusto:
"Que tengas buena salud y disfrutes de tu reinado, porque no nos disgusta el buen carácter, sino que nos deleitamos en él. Eres digno de gobernar a muchos, porque proteges la amistad, no rechazas a quien se encuentra en la adversidad y no te avergüenzas de confesarlo como amigo. Has demostrado suficientemente honrar a los más afortunados, al aferrarte y mantener la fe tanto en las buenas como en las adversas. Yo te conquisté y tú me has conquistado, porque la amistad iguala a los vencedores. Por lo tanto, podemos hacernos peticiones, porque ningún resultado de la guerra nos ha cambiado, y tú no me has abandonado. ¿Por qué venir a mí, si yo te abandoné, y confié más en Cleopatra que en ti? Yo elegí lo peor para mí mismo: rechazar la fe. La verdadera vencedora ha sido Cleopatra, porque nos ha separado y a mí me ha hecho un enemigo del Imperio. Esto no es vano, porque yo sometí al pueblo indómito de Arabia, enemigos tanto de los judíos como de nosotros. Los enemigos se arman mientras nosotros nos atacamos. Por eso tú luchaste contra mí, y has conquistado Roma de nuevo. Por eso todos te recompensamos, y pedimos que tu reino se confirme como nuestro regalo. Tu favor hacia mí no se ve disminuido en absoluto, pero considera esto: que en el futuro no necesites a Antonio, que es el que te habla. Tampoco es justo que nos conquistemos con benevolencia, si nosotros conquistamos por la guerra".
Dicho esto, Antonio le colocó a Augusto la corona en la cabeza, con especial atención al regalo. Animado por esta estima de Antonio, y queriendo disminuir su disgusto contra Alejandro (amigo de Marco Antonio), un hombre contra el cual Augusto estaba muy enojado, éste suplicó por él una oración, aunque su ira no dejó lugar al perdón. Tras seguir la marcha de Augusto hacia Egipto, y haber provisto todo lo útil para él y para el ejército, se granjeó la mayor simpatía y entusiasmo del comandante, especialmente porque en los lugares más áridos, hasta Pelusio, se abastecía abundante agua con la previsión real. Con estos servicios infundió Augusto en todos un gran amor por sí mismo, de modo que se creía que merecía más de lo que había recibido y que el gobierno de un reino era inferior a la liberalidad de su bondad. Tras conquistar Egipto, y haberse suicidado Antonio y Cleopatra VII, Augusto devolvió a Herodes I no sólo lo que le habían quitado, sino que, además de lo robado por Cleopatra VII, le concedió Gadara, Hipón y Samaria. También le concedió al mismo tiempo las ciudades marítimas de Gaza, Antedón, Jope y la Torre de Estratón. Además de 400 guardaespaldas de la Galia, con los que Cleopatra VII viajó, concedió muchas otras cosas para la protección del cuerpo de Herodes I. No obstante, de todas estas cosas, Herodes I consideró más importante que, por encima de todo, fuera amado sólo por el nuevo césar.
XXXV
En el año 15 de su reinado, y para corresponder a su bendita condición y favor, y tras haber sido enaltecido por tan gran éxito de cosas favorables, Augusto se esforzó por la bondad y, para demostrar su agradecimiento a los dioses celestiales por los favores que le llegaban sin límite, adornó el templo y rodeó con una muralla todo el espacio que lo rodeaba. Habiendo duplicado el espacio, lo rodeó con un gran gasto de construcción y con exquisita belleza. Como prueba, había grandes paseos cubiertos alrededor del santuario, que erigió desde los cimientos. Su propósito no era menos de protección que de embellecimiento, por lo que reforzó la fortaleza situada al norte, a la que llamó Antonia en honor a Antonio, no inferior en absoluto a los palacios superiores. Incluso en la ciudadela de la residencia real añadió residencias gemelas de gran tamaño y maravillosa belleza, a cuya gracia se pensaría que no se debía añadir nada. Uno de ellos se llamaba Cesario, el otro Agripio, para que en sus moradas se celebrara el recuerdo imborrable de tan grandes amigos. No sólo completó Augusto la construcción de la ciudad de Sebaste, sino que incluso la llenó de habitantes. Pero no voy a repasar cada uno, pues no era fácil descuidar un lugar de ciudades de larga data que, al decaer, no renovara ni adornara con los edificios añadidos que se veían deficientes. Derramando sus dones en los 5 años de contiendas, enriqueció a la clase común con sus riquezas. Incluso fundó un templo de mármol blanco en honor al césar cerca de las fuentes del Jordán, habiendo olvidado los escrúpulos religiosos, de modo que consagró un templo al hombre e introdujo una práctica de los gentiles en Judea. El nombre del lugar es Panio, donde una montaña de gran altura, con un pico elevado, se eleva en el aire. En cuya ladera se encuentra una cueva sombría, a través de la cual un abismo opresivo, un precipicio maloliente, exhala una exhalación áspera y nociva. En su interior se unían las aguas, y sin movimiento alguno, con gran fuerza, de modo que era imposible calcular su profundidad ilimitada; sin embargo, alrededor de la base de la montaña brotaban manantiales. Aunque muchos han creído que el nacimiento del Jordán se encontraba en ese lugar, nos parece que la verdad aún debe descubrirse en el futuro. Había en las regiones costeras una ciudad, llamada la Torre de Estratón, ya agotada por las frecuentes guerras y desmoronada por la vejez, y destacada por la idoneidad y belleza del lugar, que renovó con piedra blanca y edificios de la corte imperial. En ella, expresó la grandeza de su alma y la elegancia de la obra. Ubicada en medio de dos ciudades costeras, Dora y Jope, está rodeada en ambas direcciones por una costa sin puerto, de modo que quienes deseen viajar de Egipto a Fenicia se ven mecidos por el océano, pues en ese lugar el mar se agita con frecuencia por los vientos, especialmente por las ráfagas del viento del suroeste, cuyo soplo, aún más moderado, provoca un caos. Así mismo, golpeada por las rocas salientes y repelida por el ataque, irrita el mar embravecido al ceder. Así, el rey, sin fijar límites a los gastos, conquistó la naturaleza con su grandeza y fundó un puerto más grande que el Pireo. En él, tras superar la devastación de las rocas, estableció puestos seguros. Además, tras medir la distancia hasta el tamaño que alcanzaría el puerto, echó enormes rocas en el mar, cuya profundidad era de 50 pies, y otras aún mayores. Dividió el puerto con grandes torres, una de las cuales llamó Drusio, para que el nombre de Druso, que provenía de los antepasados de Augusto, se entrelazara en sus conspicuas obras. También colocó escalones más bajos en lugares más frecuentes, por los que se podían remolcar barcos sin gran esfuerzo; incluso embelleció toda la belleza de ese puerto con tres estatuas gigantescas. Además, erigió un templo al césar en un lugar elevado y en el centro del templo colocó una gran estatua con el nombre de Augusto, que no era de menor magnitud que la de Júpiter del Olimpo o la de Juno de Argos. No conocerías la belleza en tan grandes dificultades ni la solidez de la obra, y podrías pensar que la protección en tan gran belleza es excepcional, ya que la obra permanece indestructible al mar y al paso del tiempo. Y tantas ventajas se acumulan en una sola obra; pues una gran ciudad se añade a la provincia, un puerto a los marineros y honor al césar, de cuyo nombre Cesarea tomó su nombre en aquella época.
XXXVI
La sociedad buscada por una mujer, humillada y debilitada con triste dolor, este poder político del rey Herodes I, derivado de sus éxitos triunfales, de lo cual, contra la justicia y la ley divina, creía que una esposa debía ser valorada por su rango de nacimiento más que por el amor, cierta práctica real. Tenía en compañía a una mujer de Jerusalén llamada Doris, y anteriormente se había unido a una plebeya, que debería haberle sido más grata, que había sido buena para su esposo, con quien había alcanzado la cima real. No obstante, ignorando esta bondad, rechazó a Doris y se casó con Mariamna I (nieta de Aristóbulo II). Y así, mientras buscaba nobleza, se encontró con disturbios, que su propio hogar no consideraba apropiados para él, a los que se sometieron los numerosos pueblos de las diferentes provincias. Y para que la recién casada, con la antipatía de una madrastra, no se ofendiera por el que Doris había dado a luz (Antípatro), joven que fue expulsado no sólo de la casa de su padre, sino también de toda la ciudad. Con la boda desfavorable que celebraba, con el destierro de su único hijo, creó un ambiente festivo, y apenas fue convocado para las solemnidades. La mujer, al ver la obediencia de su esposo, se vio incluso convertida en altanería por las burlas de la piedad; pues se añadió la razón, que con razón la enardeció, de descubrir que Hircano II, su abuelo, había sido asesinado por traición de su esposo, acusado falsamente por ansias de poder real. Él es la persona que mencionamos antes, a quien Barzafranes (sátrapa de Roma en Persia), que gobernaba a los persas, tras tomar Siria, capturó y retuvo primero en Partia, y luego, compadecido de su peor destino, entregó a los judíos que lo reclamaban, quienes vivían al otro lado del Eufrates. Ojalá hubiera cedido a quienes le rogaban, incluso hubiera creído a quienes le advertían, que el poder político de sus parientes no lo incitara, como es propio de la naturaleza humana, a buscar a Herodes I. Ella (Doris) sería un peligro para él, pues, deseoso de salvar su poder real, solo incitaba a sus allegados, y debía cuidarse de sus parientes. Pero, por el tedio de vivir en el extranjero y los deseos de su pueblo, cruzó el Eufrates y regresó a Judea. Porque se había aferrado más al corazón de Herodes I de lo que nadie hubiera imaginado, no porque aspirara al poder real, sino porque un hombre de estirpe real y con el privilegio del poder lo había ejercido durante tanto tiempo, abstenerse de él se consideraba incierto. La horca de Hircano II, por lo tanto, recaía sobre el esposo de su nieta, con cuya influencia se había apresurado a acudir a Herodes I, ignorando que los cautivos vivían más seguros entre el enemigo que sus parientes cerca del rey. Y así, sin la menor expectativa de gobernar, fue asesinado solo por esto: para que el reino fuera visto como suyo. Mientras tanto, amaba a Mariamna I con un amor desmesurado y no quería que se ofendiera. Numerosos descendientes habían colmado de favores a la mujer. Ella le había dado 5 hijos, pero de los tres, el menor había muerto en Roma, mientras recibía una educación digna de un caballero. Los dos restantes fueron honrados más allá de la costumbre de los plebeyos, al estilo real. La razón de los jóvenes era la nobleza de su madre y su ascenso al reino, porque habían nacido con su padre ya gobernando. Y especialmente, el amor de Mariamna I, que enardeció cada día más al rey Herodes I, de modo que, aunque su esposa no le correspondía, se cuidó de no entristecerla. El odio de su esposa y el amor del hombre luchaban contra él con igual fuerza. Con mayor razón, Mariamna I odiaba al hombre que la amaba, a quien Herodes I amaba, pues, al no amarlo, el odio de la mujer surgió del ultraje, de la confianza en el amor, porque, primero, por el dolor de una nieta, fue rechazada, y segundo, enaltecida por el servilismo de un amante. Y así, ni siquiera con las reprimendas de los objetos arrojados apaciguó el crimen de haberle arrebatado con maldad a su abuelo Hircano II y a su hermano Jonatán. Aunque uno era abuelo de su esposa y el otro pariente político, el primero debería haberse salvado por su vejez, el segundo al menos por su adolescencia. Un crimen vergonzoso sucedió entonces. En efecto, a un joven de 17 años le había encomendado el sumo sacerdocio, a quien inmediatamente después de conferirle el cargo, le infligió la muerte sin otra causa, según entendemos, que la de que, tras revestirse de las vestiduras sacerdotales al acercarse por primera vez al altar mayor en el día sagrado y venerado, el pueblo rompió a llorar de repente. Por ser tan sospechoso para Herodes I, pues creía que el pueblo había llorado de alegría y que por ello había abandonado su afecto por el muchacho, esas lágrimas eran indicios de un deseo, el entusiasmo del pueblo era peligroso para él mismo, quien demostraba con lo más profundo de su ser su devoción por el joven, un noble descendiente de reyes, hijo de una mujer indefensa, hermano de una reina desvergonzada, que desdeñaba a su esposo, el rey, quien estaba a punto de gobernar si no era arrebatado a tiempo, para quien la belleza, para quien la belleza de apariencia bastaba, por ley se consideraba que debía ser preferido sobre todos los demás. Y así se propuso matar al joven. La madre del joven lo atacó, pues estaba muy ansiosa por investigar y aún más vehemente por vengarse. Nada se toleraba en secreto ni quedaba impune, y por esta razón decidió retractarse y contenerse. De nuevo, el amor que todos sentían por el joven, con el paso de los días, y el peligro para su reinado lo alarmaron. Por lo tanto, impulsado por una repentina ira, decidió buscar un método.
XXXVII
El joven fue enviado de noche a la ciudad de Jericó, donde, acostumbrado a disfrutar de su entusiasmo por la natación, muchos lo acompañan como si fuera un juego. Lo mantienen sumergido sin límite y lo matan en la piscina. Su hermana no lo toleró en silencio, pero, por sentimientos de hermandad, lo anunció en un banquete y acusó a su esposo de haberle arrebatado a su hermano por orden suya. Ella misma, abandonada por todos, se sintió calamitosa por el hogar de su consorte, quien primero le arrebató a su abuelo y luego mató a su hermano; ella misma, miserable por haber sido causa de ruina para sus parientes. Cosas terribles se le imponían a su esposo, suegro y hermana del rey; la indignación común de todos, implorar a Dios, el vengador, que un crimen tan atroz no quedara impune. Herodes lo recibió como cautivado por el amor y obediente a sus órdenes, pero las mujeres se enfurecieron y no soportaron los insultos de sus maldiciones ni su presunción, expresando resentimiento, sobre todo porque, abrumado por el milagro, Herodes I no pudo rebelarse contra su amada. Y así, con lo que el amante pudo enfurecerse aún más, se teje un pretexto de adulterio y se construye un crimen de esta naturaleza contra la mujer, que había enviado su imagen a Antonio en Egipto. Que hubiera sido una gran lascivia que ella ofreciera su belleza a un hombre físicamente ajeno y propenso a la pasión, además de poderoso, que usaba el poder en lugar de la ley, para que él pudiera pujar por ella. La mujer se había deshonrado mediante el tráfico de una subasta inusual, ya sea por amor o por odio a su esposo, peligro para quien había buscado a cambio de la paga de adulterio. Con esta invención de las mujeres en la casa de Herodes I, Mariamna I era amada tanto más cuanto más seriamente la atacaban. Sin embargo, la acusación en sí, aunque hecha por mujeres resentidas, no era completamente contraria a la verdad. Porque la madre Alejandra (madre de Mariamna I), furiosa porque otro fue colocado en el sacerdocio antes que su hijo (Aristóbulo, nombre con el que Jonatán, recordando a su abuelo Aristóbulo II, prefería ser llamado). De hecho, había solicitado de Antonio, a través de cierto fidecomisario, el sacerdocio para su hijo, cuya confianza se acercaba más a la verdad. Posteriormente, el amigo de Antonio (Gálico), al llegar a Judea, reconoció al joven como admirable por la hermosura de su sobresaliente belleza, y no menos aún Mariamna I, de rango superior, por la misma razón que su fama era más ilustre, y quizás así lo consideró una costumbre humana, por la cual los hombres queridos por sus amigos íntimos también desean manifestarse, si conceden la compañía de su mesa hospitalaria a sus parientes más cercanos. Allí también se le brindó a Alejandra la oportunidad de hablar con Sosio, dado que una viuda sin impedimentos no podía faltarle otra oportunidad de conocer a su anfitrión, ya que buscaría especialmente ocasiones y personas de esa clase. Tras discutir un plan entre ambas partes, se acordó que se enviarían retratos de ambos a Antonio. Estaba fascinado por la magnificencia de las pinturas y especialmente por el testimonio de Sosio, quien declaró no haber visto nada igual en la tierra y que la belleza en ellas no era humana sino divina, y con la excusa de que despertaría los mayores deseos del hombre, le escribió a Herodes I que le enviara a Aristóbulo (hijo de Mariamna I) sin demora, cerca de Mariamna I. Como estaba casada con él, la dejó pasar, no porque acostumbrara a ocultar en presencia de sus maridos sus deseos por las casadas, a quienes usaría sin peligro, ultrajando sin vergüenza, sino porque tomaba precauciones contra la ira de Cleopatra (amante judía de Herodes I), quien, de hecho, se ofendía por un rival de cualquier sexo, pero más aún si descubría a una mujer casada con su marido, pues se creía superior a todas las mujeres en belleza. Y así, tras leerse la carta, Herodes I se excusó diciendo que sin una rebelión del pueblo y el disturbio de toda la nación no podría separar al noble joven de su pueblo, y para satisfacer a Alejandra, le prometió el sacerdocio a Aristóbulo. Pero como ella se creyó burlada por una treta y un retraso en las promesas, Alejandra preparó un barco y, en el mismo aparato de vuelo, tras enterarse del plan por Sabiones, fue llamada de vuelta con su hijo. Alarmado por esto, Herodes I disimuló la ofensa por un tiempo y aceleró la concesión del sacerdocio a Aristóbulo, para que, con apariencias de honor, ocultara el odio por el asesinato preparado. Habiendo sido consumado, como dijimos, como si hubiera sido alcanzado por un rayo, al mismo tiempo se sintió incitado por el crimen de adulterio fingido, forjado por sus parientes, pues sabía que Antonio era propenso a los deseos carnales y desvelaba sus lujurias, dado su poder y su ardor por todo tipo de amor. Además, especialmente el resentimiento inexplicable y la espantosa rivalidad de Cleopatra mataron a muchos de los hombres que ella había descubierto demasiado lentos para contener el comportamiento licencioso de sus esposas. Retrocedió aterrorizado ante el peligro que lo acechaba no sólo de perder a su esposa, sino incluso de sufrir la muerte. Así que él mismo propuso apresurarse a Egipto para poder convencer a Antonio o Cleopatra VII, a quienes más temía. Otros informan que, convocado por carta de Antonio, se esforzó para explicar las razones del asesinato del joven. Sin embargo, a punto de partir, le revela en secreto a José, su pariente político, con quien Salomé (hermana de Herodes I), se había casado, que se sospechaba que había muerto debido al deseo de la belleza de su esposa, que, según se supo, la mujer había dado a conocer tras recibir una imagen de su buen aspecto. Le encomendó esta tarea a su pariente: si Antonio lo mataba, mataría a Mariamna I, para que no quedara una recompensa por su crimen. José (hermano de Herodes I), no por deseo de traición, creo, sino para acallar las quejas de la mujer contra su esposo, por las que ella decía atormentarse hasta arder de odio hacia él, revela la orden y la interpreta como debida al afecto de un amante, que ni siquiera muerto podía permitirse separarse de la compañía de su esposa. Pero la mujer, de forma muy distinta a como José había juzgado esto, la arrastró al argumento de la crueldad aún enredada contra ella, tras cuya muerte, aún en curso, él también había ordenado la ejecución de su propia pariente. Perturbado por la injuria sufrida, examinó sus propias sospechas no con alguna prueba de verdad, sino que insistió en el resultado de una muerte repentina; no habría fin a los odios que se extendían más allá del fin mismo de la vida y la salud. Pero José, ajeno al mal doméstico, al intentar reconciliar a una esposa hostil con su esposo, avivó las sospechas de su propia esposa contra sí mismo, que ella consideró las conversaciones de su esposo con Mariamna I, las paradas realizadas no en absoluto superficialmente en la corte del rey. Finalmente, cuando su hermano regresó, ella no descartó la acusación, añadiendo su propia injuria a las afrentas al rey, porque también de ella Mariamna I le había quitado un esposo. Pero Herodes I, aunque afligido, al principio no se alarmó demasiado, ni se presentó enfurecido ante su esposa, sino vencido incluso por la fuerza del amor. Un día comenzó a jurarle a su esposa que la amaba con tanto cariño que jamás había ardido de deseo por otra mujer; así, abandonó todo lo que tenía en la cabeza y confió en su esposa. Pero ella le dijo: "Declaraste tu amor por mí con suficiente convicción al ordenarle a José que me matara. ¿Cómo puede amar a quien es capaz de matar?". Herodes I, furioso al enterarse de que su secreto había sido traicionado, comenzó a pensar que José nunca lo traicionaría, a menos que el amor de la mujer a la que había buscado la recompensa de la traición en una relación sexual lo hiciera. Reveló lo que había permanecido oculto durante mucho tiempo, un crimen a la vista de todos, una corrupción indudable; no en vano excitó a su hermana, quien anteponía el daño personal a todo lo demás. Desbocado por la ira y sin control, saltó de la cama huyendo del contagio de su vergonzosa conducta, y la corte no lo apresó furioso. Su hermana lo oyó gritar y, aprovechando la oportunidad para alegar una discusión, una oportunidad de hacerle daño, confirmó las sospechas del indignado. Por lo tanto, impulsado por el dolor de la ofensa, ante la acusación de su hermana, ordenó que ambos fueran asesinados. Poco después, el arrepentimiento por lo sucedido no llegó a ser tan grande, y cuando la ira se apaciguó, el amor lo siguió, y la pasión se reavivó, y un deseo tan intenso se encendió, que no la creyó muerta y, en un desvarío, le habló como si viviera. Y como si se dirigiera a la que vivía, dirigió a los muchachos, pidiéndoles que, una vez acalladas las rivalidades, ella viniera a él y lo devolviera a los placeres conyugales. Apenas un largo intervalo de tiempo lo instruyó, creyó que había muerto, a quien, por amor a una mujer de belleza imperecedera, creía incapaz de morir. Tan grande era su pasión por la muerta. Finalmente, se volvió salvaje, e irritado por el odio asesinó a muchos de los presentes. No sólo padecía una enfermedad mental, sino incluso una grave enfermedad física, que, según decían, había contraído por la peste y también por el aire. Pues las partes más corruptas del aire inhalado provocan la peste en muchos. Por lo tanto, tras consultar a expertos en medicina, se refugió en los rincones más remotos del bosque y, tras recuperar gradualmente su vigor tras la caza, recuperó la salud física y la serenidad mental.
XXXVIII
Esto también aumentó sus maravillas, por las cuales admiraba la gracia de la difunta Mariamna I, habiendo sufrido él mismo el castigo por el injusto ultraje y, por la aflicción de los elementos, habiendo expiado la muerte de tan gran belleza, por la ruina del mundo, la muerte de alguien por la aflicción del pueblo, vindicada, sin embargo, por un destino desigual, pues la tierra le negó sus frutos y el hambre agravó la peste. Un conocimiento puro pero desmedido de la belleza trajo a su esposo, en plena posesión de sus sentidos, la muerte de Mariamna I. Para quien la magnanimidad era superflua, faltaba la atención minuciosa, de modo que desdeñó los cumplidos de su esposo, tranquila porque no podía soportar ninguna ruina de quien la amaba sin medida. No sólo descubrió la venganza para el presente, sino que transmitió odios heredados al futuro. A quienes siguieron sus hijos, vengadores del resentimiento de su madre, con piadoso amor por ella, pero con sentimientos irreverentes por su padre, aunque la ley natural debía ser compartida por igual con cada uno de los padres. El dolor no los encontró inexpertos. Pues habiendo recibido larga instrucción en Roma en latín, además de literatura griega, habían adquirido una astucia extraordinaria, y, al no haber aprendido la muerte de su madre, muchos instigadores los indujeron a odiar violentamente a su padre. Además, ni siquiera respetaban la vista de su padre. Los había preocupado a su regreso, y su mala voluntad aumentó con la edad. La presunción de Herodes I surgió de la compañía de su esposa Mariamna I, ya que de los dos hijos tenidos con ella, uno se había casado con la hija de Salomé (hermana de Herodes I), y el otro con la hija de Ktistes I (Ktistes I de Capadocia), y la nobleza de la unión les había otorgado autoridad. Por lo tanto, Herodes I se ofendió por el silencio de sus hijos, más exaltado de lo que la ternura paternal podía soportar. Además, su expresión le ofendía con frecuencia. Y a las provocaciones se sumaban quienes, como preocupados, le anunciaban con frecuencia que debía tener cuidado con la traición de sus hijos, afirmando que, vengando la muerte de su madre, estaban armando bandas. Aterrorizado por lo que Herodes I comenzó a preferir a Antípatro (hijo de Doris) a sus hermanos y a congraciarse con él mediante un afecto más generoso, la corte real ardía en odios aún mayores y se vio conmovida por el conflicto entre los hermanos, indignados por que el hijo de una mujer plebeya fuera preferido a ellos, nacido en el poder real. Lleno de adulación, cuanto más se percibía inferior por parte de su madre, cuanto más se encomendaba a su padre, no cesó de atacar a sus hermanos con acusaciones inventadas, hasta que él mismo, a través de otros a quienes se había unido, los excluyó del afecto paterno. Finalmente, les quitó toda expectativa de gobernar, de modo que, mediante un testamento público, fue designado único sucesor del poder supremo. Y enviado a Roma ante el césar, salvo el emblema de la corona, fue respaldado por todos los ornamentos y la vestimenta real. De allí, al regresar a Judea, habiendo aumentado el favor del césar y de muchos hombres distinguidos hacia él, en un lapso casi imperecedero prevaleció hasta tal punto que incluso restituyó a su madre al matrimonio de su padre, y con los brazos gemelos, el arte de la adulación y la astucia para formular acusaciones, comenzó a atacar a sus hermanos ante su padre, de tal manera que este preparó la muerte para sus hijos. Finalmente, furioso, buscó Roma. Alejandro (hijo de Mariamna I) lo arrastró consigo. A quien presentó ante el césar, acusado de un delito de magia contra sí mismo. Habiendo tenido la oportunidad de responder a la acusación y a todas las quejas, al ver a su alcance la autoridad de tan gran juez, a quien Herodes I no podía convencer por influencia ni engañar por Antípatro (hijo de Doris), y decidido que nada debía pasarse por alto, moderó los actos vergonzosos de su padre, de modo que no parecía incitarlos como acusador ni permitir que se ocultaran, pues sería de gran ayuda para su causa si, a causa del dolor de la muerte de su madre, se mostraba a sí mismo como víctima del odio de su padre. Pues en tales juicios nada pesa más sobre los niños que la lealtad natural y la influencia de la lealtad. Si se manifiestan mediante algún delito, el prejuicio se reduce y su veredicto se ve obstaculizado. Ciertamente, cuando llegó el momento de las quejas del padre, refutando con firmes defensas, primero demostró la inocencia de su hermano, quien compartía los peligros, y por cuya inocencia gemía que lo llevaran a juicio. La fuerza de su discurso y su destreza al hablar respaldaron una conciencia tranquila. Lamentó con amargura que nada de honor les hubiera quedado a él ni a su hermano, que todo les había sido arrebatado por la maldad de su medio hermano y la disposición de su padre. Solicitar la muerte para sí mismo, algo que su padre anhela hasta el punto de añadir acusaciones, atribuyéndoles hechos vergonzosos. Con estas palabras, provocó lágrimas en todos y propició la respuesta del tribunal: que la acusación no había sido probada ante el césar. El padre abrazó la reconciliación. Era muy aceptable y excelente para el líder romano no solo haber otorgado un reino al famoso rey, sino incluso haber restituido a sus hijos. Y así, mediante un justo equilibrio, se resolvió que el respeto a los derechos paternos permaneciera intacto y se protegiera la inocencia de los hijos, como correspondía al padre, que los hijos fueran obedientes, que él mostrara un afecto ininterrumpido por sus hijos, y que pudiera dejar el reino a quien quisiera. Alejandro regresó con su padre de la ciudad de Roma más libre del juicio que de la desconfianza, pues Antípatro no permitió que la mente de Herodes I estuviera libre del odio hacia sus hijos. Ante el odio, insistió en su búsqueda con la apariencia de un restaurador para no traicionar la imagen pública de la anhelada hermandad, dejando clara su traición. Al llegar a Cilicia y navegar, desembarcaron en Eliusa. Ktistes I (Ktistes I de Capadocia) los recibió con un suntuoso banquete, agradeciendo la justicia de su yerno Alejandro, quien, libre de peligro, incluso había sido considerado digno de reconciliación. Además, había pedido a sus amigos, en cartas enviadas a través de su pueblo, que ayudaran en la defensa de su yerno. Al partir, le ofreció 30 talentos como obsequio de hospitalidad y lo escoltó hasta Cefiro.
XXXIX
De regreso a casa, Herodes I convocó inmediatamente al pueblo, ante el cual habló de esta manera:
"La razón para mí de ir a Roma, ciudadanos hebreos, fue ésta: que el césar juzgara a mis hijos, para que yo, el único que estaba enojado, no tuviera que indagar. Acudí al césar para que quien me había dado el reino se pronunciara sobre mi sucesor. Añadí a sus bondades lo difícil, presenté como padre a mis hijos casi perdidos, restauré la amistad entre hermanos por encima del reino. Regreso, por tanto, más rico que cuando partí. He aprendido a ser mejor padre, porque mis hijos han aprendido a ser mejores hijos, gracias a la bondad del césar. De hecho, decidió que la sucesión de mis hijos dependiera de mi juicio; que el derecho de sucesión no diera lugar a la soberbia, que yo me diera como sucesor a quien yo eligiera, a quien lo mereciera, a quien más honrara a su padre. Imitaré al césar, pues al absolver a mis hijos menores los igualó al mayor. Y así, hoy, al mismo tiempo, designo reyes a mis tres hijos. Que el número no alarme, pues el tamaño del reino basta para muchos. Dios es el primer juez de mi decisión; después, se añaden ustedes, a quienes el césar se unió. El padre lo dispuso, tú lo sigues con el honor adecuado, para que el honor no sea ni excesivo ni escaso. Uno envanece, el otro enfurece. Lo que se imparte a cada uno como parte suya es suficiente para sus méritos. Pues algo no deleita tanto a quien honra excesivamente, como perjudica a quien niega lo que se le debe. En general, todos se sienten heridos cuando hay adulación por preferencia. Ciertamente, yo soy el padre de todos, y el honor de mis hijos es ciertamente un placer del padre. Sin embargo, si alguien honra a mis hijos excesivamente, en realidad es responsable ante mí en nombre de mis hijos, por quienes él es la fuente de la falta. Pues el cultivo del descaro se considera demasiado grande. ¿Debería tener celos de mis hijos? Que Dios no lo quiera, pero prefiero que tengan menos poder con favor que más con rebeldía. Pero es un hecho de arrogancia y saqueo en el que se cae rápidamente, lo cual, por placer, se mantiene durante mucho tiempo. Por lo tanto, me preocupará unirme a los promotores de la concordia con mis hijos como padres y amigos, con cuyo aliento se revisten del afecto del amor mutuo. Pero cuando cada mala palabra envenena la mente del oyente, entonces las conversaciones incesantes, principalmente, y la práctica prolongada, suelen infundir pestilencia en la mente, la cual, por cierto contagio, se transmite rápidamente a los hábitos de quienes conviven. Aunque pueda haber tranquilidad de comportamiento, como un lago, aunque plácido, puede enfurecerse ante vientos perturbadores, así una buena naturaleza puede ser agitada por consejeros malvados. Por eso creo que cada uno debe depositar sus mayores expectativas en mí, no que me destruya por acercarse a mis hijos. Cada tribuno o soldado debe honrar más al padre de los comandantes. Yo existo, soy quien calculará la recompensa a todos por lo que has otorgado, incluso a mis hijos. Si observo el buen ánimo, recompensaré sus actos; una mala disposición pagará su precio, de modo que también se verá privado de beneficios quien haya creído adulador. Vosotros, sin embargo, mis buenos hijos, considerad primero la reverencia a la naturaleza, cuyo favor ata a las fieras, lo que incluso obliga a los animales salvajes a amar a sus parientes. El amor mutuo persiste entre los animales indómitos, y las criaturas salvajes rescatan a los de su especie de sus propios peligros. Además, respetad al césar, quien os ha convertido de enemigos en amigos. En tercer lugar, respetadme a mí mismo, que prefiero preguntar cuando puedo mandar. Sed hermanos, no despreciéis lo que habéis nacido para ser. Os doy las vestiduras y la formación imperiales, pero es más valioso que os convenza de la pureza de vuestro amor. Aunque perdure el sentido del deber, y el poder real os deleite, si falta la gratitud, el poder supremo es inútil, y en su mayoría perjudicial. Por lo tanto, mientras os pongo a prueba, no tenéis el poder real, sino los honores del poder real. Si habéis valorado a vuestro padre, el deber vendrá por sí solo. Demostrad amor por mí en vosotros mismos. Como líderes, poseeréis todo lo que el poder real suele deleitar; las cargas del gobierno y las dificultades del trabajo serán sólo mías, aunque no lo desee. Y por eso te conviene preferir mis cosas, porque quiero y juzgo qué son tuyas y mías".
Dicho esto, Herodes I besó a sus hijos para unirlos a su vez a sí mismo con un beso de amor. Hecho lo cual, despidió la convención.
XL
La mayoría partió contenta, a quienes les complacía la concordia de la hermandad; pero cuando la disensión volvió a los hermanos, y con mayor gravedad, quienes, por su posición superior, eran más envidiados y tenían mayor poder para causar daño. Los hijos de Mariamna I lamentaron que el hijo de una mujer plebeya, que desconocía el linaje del poder real, se hubiera igualado a ellos. Por otro lado, Antípatro (hijo de Doris) desdeñaba la expectativa de poder real por separado para él y sus hermanos, y sentía celos de ellos, para quienes los jefes apenas reservaban lo siguiente. Pero se ocultó y se ocultó, fingiendo afecto en lugar de antipatía; ellos ni siquiera buscaban un significado hostil en sus palabras, con una lengua rápida y pródiga en secretos. Todo lo que habían dicho llegó de inmediato a Antípatro, incluso mucho de lo que no habían dicho fue inventado. El intermediario añadió mucho material con un incremento. El autor de todo lo que atacaba a los hermanos era Antípatro, cuya vida no era más que un encuentro de astucias, un teatro de maldad, la conspiración de crímenes, el servicio de escándalos. Presentaba chismes, sobornaba testigos, fingía una defensa como si se presentara en un teatro con la personalidad de un hermano, para descartar las acusaciones leves y admitir las más graves, con lo cual engañaba aún más a su padre y lo enardecía contra sus hermanos. En especial, acumuló con astucia un odio por el asesinato de un padre, preparado para la toma del reino, que por temor al peligro era más sospechoso para los reyes. Pero para que estas cosas no le parecieran a Herodes I menos probables si nadie objetaba, él mismo primero intentó refutarlas, y luego quiso mostrarse constreñido por las pruebas evidentes de las acusaciones, para que, una vez presentado el caso por ambas partes, como si nada faltara para un veredicto, el padre se enfureciera más, como si se tratara de hijos convictos. Pues nada daba más credibilidad a las afirmaciones que el hecho de que Antípatro fuera considerado el defensor de sus hermanos. Con esta artimaña, se ganó el favor de la mayoría e inclinó la mente de su padre hacia sí. Lo que disminuía diariamente del afecto paternal de los hermanos, lo transfería a él. Engañó a los amigos y familiares de Herodes I, especialmente a Feroras (hermano de Herodes I) y a Salomé (hermana de Herodes I), a distanciarse de los pródigos, de modo que no solo no los defendieron, sino que incluso los atacaron y odiaron. Glafira, esposa de Alejandro, añadió material para los odios. A la usanza de una mujer, bastante autoritaria con los presentes, había comenzado a ensalzarse con arrogante orgullo, pues superaba a todas las demás en la fama de su linaje. Así, se presentaba como la señora de todos los miembros de la corte real, y solía jactarse de que su padre y abuelo eran reyes, y especialmente Darío, hijo de Hidaspes, el mayor honor de su linaje materno, y a afligir a Salomé, la hermana del rey, o a Doris, su primera esposa, con insultos por su baja cuna, lo cual era motivo de ira para ellas y de odio hacia ella. De igual manera, irritaba a las demás mujeres, que se unían al rey más por su belleza que por la nobleza de su nacimiento. Pues Herodes I, más allá de la costumbre de los reyes, se deleitaba con las prácticas de los judíos, como si les diera cierta libertad de error, quienes consideraban las modas de sus antepasados un disfraz para sus propias faltas. Alejandro soportaba con renuencia la altivez de su esposa Glafira (hija de Ktistes I de Capadocia), y Aristóbulo reprochaba a su mujer no ser de descendencia real, ni ser igual a Glafira. En realidad, Aristóbulo se avergonzaba de que su hermano Alejandro hubiera conseguido una esposa de familia real, y él se hubiera rebajado a una plebeya. La mujer de Aristóbulo, furiosa, consternó a sus propios parientes por sus reproches y abusos, sobre todo a su madre. Salomé avisó de esto al rey Herodes I, y éste, creyendo que era mejor advertir a sus hijos que destruirlos, los convocó y, en parte aterrorizados por el Imperio, en parte con afecto paternal, los exhortó a amar a su hermano y no separarse como enemigos, ofreciéndoles perdón por las ofensas pasadas y amenazándolos con castigos por las futuras. Pero ellos, lamentándose de ser atacados por las numerosas acusaciones ya resueltas, suplicaron y al mismo tiempo prometieron con sus acciones que en el futuro se les daría fe en su propia defensa, sólo que su padre debía observar sus actos y no creer precipitadamente lo que oían. Porque, en verdad, no les faltarían acusadores deshonestos en el futuro, siempre que tuviera un oyente crédulo a mano. El padre, ablandado por estos y otros, aunque dejó de lado por un tiempo el temor que lo dominaba, acumuló tristeza al verse atacado por Feroras y Salomé, uno de ellos su tío paterno, la otra la hermana de su padre, quien, quien debería haberlos defendido, los emboscó. A esto se sumó un gran temor, pues ejercían gran influencia sobre su hermano. Pues, exceptuando la corona, Herodes I compartía casi todo el gobierno del reino con su hermano. Había otorgado una riqueza considerable a ambos, especialmente a Feroras. De hecho, apartó un pago anual de 100 talentos, además de esa región, que situada más allá del Eufrates, aumentaba sus ingresos. También había sido nombrado tetrarca por el césar a petición de Herodes I. Además, se le había obsequiado con un pariente de la consorte real, pues había recibido a la hermana de esta en calidad de compañera de matrimonio. Tras su muerte, y tras haberle prometido a la hija mayor, Herodes I agradeció a su yerno, mas cautivado por el amor de una esclava, rechazó el vínculo con la doncella real. Enfurecido por este insulto, Herodes I le entregó a su hija, quien posteriormente murió en la guerra de los partos. Feroras, sin embargo, fue acusado ante él de haber atentado contra la vida de su hermano con veneno, sospecha que no le faltaba ni siquiera cuando su esposa aún vivía. Tras el interrogatorio de muchos, primero, y finalmente, de sus amigos, lo absolvió voluntariamente, encontrándolo libre del crimen alegado, e incluso concediéndole el perdón por la huida. El acuerdo alcanzado, que establecía que, al ser capturada la esclava a la que amaba, debía huir a los partos, fue descubierto por las confesiones de sus familiares. Alejandro había disfrutado de cierto respiro, mientras que Feroras es atacado y él mismo ataca a Salomé porque ella se había comprometido en matrimonio con Sileo (hijo de Obodas III de Arabia), que era el diputado del rey de Arabia y muy hostil a Herodes. Pero al ser suavizada la acusación para ambos, la tormenta doméstica cayó sobre Alejandro y lo envolvió en un gran peligro. Antípatro, furioso como una plaga, azotó a toda la corte, atacando a su hermano por todos los medios y con el apoyo de sus parientes, hasta el punto de que su padre, perturbado por su serenidad, protestó a viva voz que Alejandro lo dominaba con una espada. Una escena similar se presentó: Alejandro había seducido a tres eunucos: uno de los cuales solía servir las copas del rey, otro a traer la bandeja de la cena, y el tercero a vigilar el lecho real y no abandonarlo jamás cuando Herodes se acostaba, con ricos regalos y participación en actos vergonzosos. Al ser forzados mediante torturas, los eunucos revelaron el desenfreno de la lujuria obscena. Incapaces de ocultar las pociones de amor prometidas, relataron con qué palabras se les había solicitado y a qué precio de vergüenza, de modo que se creyó el parricidio envuelto en una conducta vergonzosa. Había en él la gracia de la juventud, el encanto de la belleza, la fuerza de la edad, en contraste con un Herodes I débil, ya oprimido por la vejez, que se teñía el cabello para que no delatara su edad. De la cual, puesto que deseaba que el derecho de gobernar le fuera transferido, era necesario que se le prometieran grandes recompensas, para que así depositaran su esperanza en un joven, no en un anciano decrépito, para quien la naturaleza misma apresuraba su fin. Estas cosas ciertamente perturbaron seriamente a Herodes I, pero consideró más importante que todo lo demás que se descubriera, por la información de los eunucos, que las tropas militares, los líderes del ejército y los centuriones conspiraban contra él. De hecho, estaba tan exaltado que pensó que no debía omitir ningún tipo de salvajismo, que no debía creer a nadie, que debía considerar a todos sospechosos. Los castigos eran más rápidos que las investigaciones de los crímenes, y la muerte de los culpables precedía al juicio. Eran apresados por todas partes para castigar a quienes sospechaban. Abundaban las acusaciones falsas; muchos, deseando complacer al rey, presentaban información contra los culpables, pero inmediatamente incluso quienes denunciaban a otros eran denunciados y llevados con sus culpables al lugar del castigo. Así, Herodes I brutalizaba a todos, de modo que si quedaba alguien sospechoso, el rey no se creía a salvo a menos que la raza humana se extinguiera, con acusaciones irreconciliables, desconfiando de sus amigos, arrogante con sus familiares, despiadado con los culpables, aterrorizado por todo, tanto que cambiaba de residencia con frecuencia, pasaba las noches sin dormir. Exasperado por todo, rodeó repentinamente a Alejandro, encadenado con guardias, y convocó a sus amigos para que investigaran. Quienes se negaron murieron durante las torturas; quienes guardaron silencio, por no haber revelado nada que sustentara sus sospechas, fueron torturados hasta la muerte. Sin embargo, algunos, abrumados por la dureza de las torturas y los castigos, afirmaron que los jóvenes habían propuesto matar a su padre mientras cazaba y dirigirse a Roma sin demora, para así evitar el castigo huyendo. Aunque no había pruebas que lo respaldaran, el padre, sin embargo, se basó en su feroz persecución, buscando justas razones para encadenar a su hijo. Por lo tanto, Alejandro, considerando que su padre estaba impedido de cualquier defensa y que de ninguna manera podía desviarse, presuponiendo su inocencia, asaltado por tal cantidad de falsas acusaciones, pensó que los malvados acusadores debían ser enfrentados con una astucia similar, para rodear de trampas a los engañosos inventores de falsas acusaciones y llamar a la calumnia a los culpables, por cuyas calumnias se creía amenazado. Escribió, por lo tanto, 4 pequeños libros, en los que confesó la invención de un crimen por el cual amenazó la seguridad de su padre y expuso a los cómplices de este tipo de traiciones, muchos de ellos aquellos por quienes él mismo había sido atacado. En estos mismos folletos, escribió especialmente sobre Feroras y Salomé, que también en plena noche, tras haber irrumpido en el dormitorio del joven donde vivía, ella lo sedujo contra su voluntad y lo extorsionó para que cometiera incesto. Envió los folletos al rey como informantes de sus vergonzosos actos, con los que involucró a los poderosos compañeros y amigos del rey. Ktistes I (Ktistes I de Capadocia) llegó rápidamente a Judea en el momento oportuno para brindar la ayuda que pudiera a su yerno Alejandro y a su hija Glafira. Previendo las posibilidades de una defensa genuina ante el padre hostil (Herodes I) que se le oponía, reprimió hábilmente Ktistes I su agitación, y tan pronto como entró en la corte real, en voz alta, aunque ya era oído y visto por Herodes I, como si estuviera furioso, comenzó a gritar:
"¿Vive aún ese yerno mío venenoso, y despojo de luz? Pregunto dónde está. ¿Dónde puedo encontrar esa cabeza de parricida para desgarrarla con mis propias manos? Por parricidio debe perecer quien quiso cometer parricidio. ¿Qué hará con un suegro que no ha perdonado a su padre? ¿Quién lo señalará? Destriparé primero al sinvergüenza, ¿puedo entregar a mi hija a un buen esposo? Aunque ella no era consciente de su maldad, no está libre del contagio, pues está en poder de un parricida. No reconozco a una hija que no reconoce las artimañas de su esposo, que no se ha mostrado tan nuera a su suegro como para devolver al hijo sometido a su padre. La di en matrimonio no por el servicio del crimen, sino por participar en él. Matrimonio, para que se mostrara coheredera del favor, no cómplice de un crimen. Me asombra, Herodes, que Alejandro siga vivo, ese conspirador contra su padre. Creí que ya había pagado su justo castigo. ¿Por qué, en efecto, habría de salvarse el confesor de un ultraje parricida? Pero quizás también fue previsión divina que quien en ti hiriera la piedad de cada uno fuera condenado por el juicio de los padres de ambos. No me negaré a ser un vengador, que me preparé como predicador de la retribución exacta, pero no hago una excepción con mi hija, a quien yo mismo prometí en este desafortunado matrimonio siguiéndote como su padrino. Pero no la entregué a los caprichos de un esposo, sino a tu confianza. Que ella exprese la razón de que ha ignorado a su fiador; amaba a su esposo. Sobre ambos ahora nos toca juzgar. Si eres un firme vengador de tan gran dolor, prepárate; padre, cumple con tu deber. El deber no es deseado por los padres, pero no debe ser ignorado. Si la piedad te ablanda, si la naturaleza te doblega, intercambiemos roles para ser los ejecutores del servicio mutuo, yo en el caso de tu hijo y tú en el caso del mío".
Con palabras como estas, Ktistes I convirtió a Herodes I de su furia mental, y suavizó su intención, hasta creerse compañero de sufrimiento y compartiendo el mismo propósito, y le entregó los libritos que Alejandro había compuesto. Prestando atención Herodes I a cada uno, al darse cuenta de que estaban más cargados de dolor que de fe, con un profundo propósito, fue mitigando gradualmente el odio por el intento de parricida y las causas de las objeciones que habían descrito, y comenzó a transferirlo especialmente contra Feroras. Al notar que Herodes I no se arrepentía de su opinión, Ktistes I le dijo:
"Hay que considerar si quizás el joven fue atacado más por las traiciones de personas desleales que tú por él. ¿Qué motivo había para que él buscara tu vida, a quien le habías concedido los honores de la realeza, a quien le habías reservado el derecho de gobernar y la esperanza de la sucesión? ¿Por qué iba a buscar lo que tenía, o cómo consideraría ingrato estos grandes dones? ¿De qué otra manera se comportaría? Tras tu muerte, a menos que afectara su peligro, que contigo vivo no podía temer, pero muerto sin duda temería de ellos, de quienes incluso estando por debajo de su padre temía la destrucción de su seguridad. Esa edad es susceptible a engaños, es fácil engañarla y sortearla con las traiciones de los estafadores. La vejez apenas resiste los engaños. Aun así, generalmente, el buen juicio de los ancianos se ve enredado en la astucia de quienes la limitan. Por lo tanto, si la experiencia madura a menudo se ve afectada, ¿qué tiene de extraño que la edad inmadura no pudiera estar a su alcance cuando se vio amenazada por multitudes de emboscados? Éstos, por lo tanto, son perturbadores de la casa real, incitadores de los jóvenes, sembradores de discordia que han llevado al joven a la desesperación de su seguridad, que ha cedido más al mal humor y la venganza que a la perfección, e incluso ha contribuido a la conmoción".
Influenciado gradualmente por esto, Herodes I había comenzado a suavizar su ira contra Alejandro, pero en realidad se sentía más impulsado contra Feroras, pues aquellos cuatro libritos lo presentaban como cómplice de todos los crímenes y artífice de toda la escena. Éste, al ver que el rey se inclinaba hacia Ktistes I y le otorgaba a él, sobre todo a los demás, el favor de su estrecha amistad, se dirigió a él suplicándole que se apaciguara con el rey. Ciertamente, nadie dudaba de que estuviera atado por muchas cadenas de crímenes, por las cuales estaba convencido de que había preparado traiciones contra el rey y había agredido al joven, le dijo que no tendría posibilidad de perdón, a menos que, dejando de lado la astucia de negar lo que se le había inculpado, se confesara a su amado hermano y le pidiera indulgencia para sí mismo. Él mismo no dejaría de ayudar en una acción como esta de cualquier manera posible. Y así, con sus ropas cambiadas, bañadas en lágrimas, y con un aspecto lastimoso pegado a los pies de su hermano, imploró perdón, confesó su maldad, no negó, sino que reconoció todo lo que se le imputaba; la locura había sido la razón de tal traspié, hasta el punto de que un frenesí de amor excesivo por la esposa elegida para él había estallado. Y así, Feroras, establecido como acusador de sus propios crímenes e igualmente como testigo, como si en compensación por el argumento preparado que presentaba en su propio beneficio, Ktistes I intercedió ante Herodes I para que, considerando la naturaleza, suavizara su ira y perdonara a su hermano, anteponiendo la ley natural al castigo. No es de extrañar que en los grandes reinos, como en los cuerpos obesos, a menudo se inflame alguna parte, que no debe ser extirpada, sino curada con medicinas más suaves. Su propio hermano también había preparado traiciones mucho más graves contra sí mismo, pero había disminuido la deuda con su pariente, pues cuanto más castigaba al ingrato, más agravaba la causa. Al combinar estas cosas y otras similares, logró apaciguar a Herodes I, quien perdonó a su hermano, pero él mismo se mantuvo implacable con su yerno. Finalmente, amenazó con divorciarse de su hija y bramó con tal furia que el propio Herodes I consideró suficientemente expiado el delito de su hijo y pidió vengar sus propias injurias, interviniendo él mismo ante su suegro en favor de su culpable, con lo cual restableció el matrimonio. Ktistes I perseveró. Herodes I debía unir a su nuera con quien quisiera, excepto con Alejandro, de cuya causa incluso le arrebataron a su esposa, y con esta astucia instó a Herodes I que considerara a su hijo restituido si no liberaba a su consorte, pues amaba mucho a su esposa, de quien había recibido hijos queridos por su abuelo, amados por sus padres. Este sería el don de su hijo restituido, pues una buena esposa, en gran medida, contrarrestaría los errores de su esposo o compensaría con su bondad la aversión por sus ofensas, y si ella se separaba de él, no habría remedio para su esposo, de modo que no se precipitara en cualquier acto malo. Pues las presunciones de malas acciones solían suavizarse, acalladas por los afectos domésticos. Apenas logró Ktistes I reconciliarse con su yerno y reconciliar al padre con él. Con este plan, arrebató a su yerno de la muerte, para que como recompensa recibiera su absolución, mientras que él finge condenar en lugar de intervenir, por lo cual, si hubiera pensado que debía intervenir, sin duda no habría logrado nada. Añadió que era necesario que fuese a Roma para aclarar lo que su padre había sospechado en él, puesto que él mismo había escrito todo al césar, lo cual también estaba planeado, creo, para que cuando Alejandro se hubiese aclarado por este método fuese recomendado al césar y se diesen a conocer las traiciones a los hermanos (hijos de Mariamna I) preparadas por Antípatro (hijo de Doris). Mediante este plan se aflojó el partidismo, se logró la felicidad, se restableció la convivencia, evidenciando el inicio de la reconciliación. Ktistes I, su creador, recibió con generosidad 70 talentos y un trono de oro decorado con piedras preciosas. También se otorgaron con generosidad eunucos reales selectos, y una concubina, llamada Panichis, fue obsequiada y aceptada. Así mismo, por orden de Herodes I, sus parientes obsequiaron a Ktistes I con magníficos regalos, y ningún miembro de su casa quedó sin regalos, a todos los cuales Herodes I otorgó grandes obsequios según los méritos de cada uno. Con sus súbditos, lo siguió de regreso a su reino hasta la espléndida ciudad de Siria, Antioquía.
XLI
Alejandro había escapado, salvo que un hombre mucho más experto en las artimañas de Ktistes I, Eurícles, de raza espartana, se adentró en Judea, ávido de riquezas y despreciador de todo lo relacionado con el trabajo, cuando una mayor esperanza de alcanzarlas brillaba. Finalmente, insatisfecho con las oportunidades espartanas, se dedicó a las extravagancias reales. Como experto en caza, tras atacar a Herodes I con ricos regalos, preparó el lugar para una generosa remuneración. Y habiendo obtenido algo mucho más rico de lo que había presentado, no se conformó, a menos que, con crueldad insaciable y una parcialidad impía, se hubiera ganado el favor del rey. De esta manera, y disfrutando de la amistad de los griegos, alabando al rey en su casa y proclamando a todos no solo lo indigno de alabanza, sino incluso lo relacionado con crímenes, en poco tiempo se hizo íntimo amigo de ellos, de modo que fue elegido entre los principales guardianes de secretos, incluso el más destacado del país, ofreciéndole apoyo, pues los judíos consideraban a los espartanos, parientes de su misma raza, como hermanos. Al enterarse de las faltas de la casa real, la desconfianza paterna y el odio mutuo entre los hermanos, con nuevas artimañas, fingiendo ser querido por todos para ser considerado leal, pero moldeando su devoción según el carácter del rey y la recompensa por sus servicios, para estrechar su vínculo con Antípatro, acosó a Alejandro con artimañas y trampas, presentándolos como amigos: uno destinado al poder real por la prerrogativa de la edad, otro dotado por la nobleza de su madre, superior por derecho de nobleza, ni consorte igual a él con un hijo fruto de una seducción sin mérito. Capturado por lo ello Alejandro, el joven, que se deleitaba con lo que se le decía, no sopesó cuidadosamente las cosas que, de nuevo, se inventaban sobre él ante Antípatro. Se desahogó con el jornalero de Antípatro y, con su naturaleza impulsiva y su afecto imprudente, abrió su mente a su traidor, lamentando a su padre, causante de sus desgracias, quien le arrebató a su madre y deshonró al reino, pues quiso desviar para sí mismo, de su abuelo y de las marcas de distinción de su antiguo linaje, las cosas debidas. El legítimo sería defraudado del derecho de sucesión, un bastardo sería preferido a costa de la vergüenza, pero no por mucho tiempo los juicios de Dios permanecerían en silencio, para que quien había matado a una esposa inocente no fuera rápidamente privado del gobierno obtenido a través de su esposa. El espartano se lo presentó sin demora a Antípatro, y también Aristóbulo, engañado por la misma queja, le insinuó al rey las cosas amontonadas, alegando no haber podido silenciar tan grave crimen y mostrar su gratitud a la luz por la hospitalidad, pues los hijos procedían a apresarlo si no los hubiera llamado con el pretexto de un consejo fiel, afirmando que el padre habría sido asesinado hacía tiempo por la espada de Alejandro y que el reinado habría quedado vacante para herederos indignos. Para Alejandro esto no fue una atrocidad parricida a la religión, pues consideraba, en lugar del mayor crimen, que aún no habían vengado la muerte de su madre. Debían concordar y ser presionados por el agravio de los asesinados para vengar ese atroz crimen. Se debían ofrendas a los muertos, se debía exigir sangre y no se debía contaminar su sucesión, para que el reino le fuera arrebatado a quien había asesinado a sus antepasados. El césar lo restituiría, mas no como antes (por respeto), sino porque el césar conocía todos los secretos del rey y la riqueza obtenida por sangre, socavando la provincia. Ellos mismos recordarían a su abuelo desde abajo y demostrarían la cruel muerte de su madre para que un extranjero pudiera ser elegido sucesor del reino. Euricles incitó al rey; sin embargo, Antípatro, considerando que una sola insinuación era poca, instigó también a muchos otros acusadores de los hermanos, quienes afirmaban haber mantenido conversaciones con los antiguos líderes de la caballería del ejército, Jucundo y Tirano, haber preparado emboscadas contra el rey por el resentimiento por su destitución y el peligro que pesaba sobre él si no tomaba precauciones rápidamente. De hecho, Herodes I no tardó en interrogarlos y los atacó con severidad de inmediato, pero no se sabe nada de ellos, habiendo admitido lo que se alegaba. Y como tales cosas terribles se fabricaban impunemente ante él, quien se declaraba castigador de crímenes e indiferente a las falsas acusaciones, no faltaron quienes idearon complots de este tipo, que creían que serían más aceptables para el padre. Pues, en efecto, se presentó una carta, como si Alejandro y Aristóbulo la hubieran entregado al comandante de una fortaleza, solicitando que, tras la muerte del rey, les proporcionara un lugar donde refugiarse, mientras se protegían con armas de los perseguidores hostiles y preparaban una defensa con las fuerzas restantes. El comandante de la fortaleza es torturado y no confiesa nada. Sin embargo, no afectado en absoluto por las pruebas existentes del delito, como si fueran culpables, Alejandro y Aristóbulo son puestos bajo custodia. Eurícles, tras recibir cincuenta talentos, es considerado la fuente de seguridad y vida. Tampoco es justo que Coos, el más fiel de los amigos de Alejandro, que había cruzado a Judea en tiempos de Eurícles, a quien Herodes I creía que debía ser interrogado como conocedor de los intentos de éste, si en verdad estaban de acuerdo con lo que el espartano había dicho sobre los jóvenes. En verdad, él hizo juramento, tras la interposición de un sacramento, de que no había aprendido nada de ellos al respecto, pero no benefició a los jóvenes. Dejó de lado la cuestión, para no disminuir su disgusto por la acusación y exonerar la deshonestidad de Euricles, si, tras ser interrogado severamente, lo negaba. Como si no fuera digno de ser creído, Herodes lo excluyó. Pues el buen padre escuchó de buen grado que acusaran a sus hijos, no permitió que los defendieran, se alegró cuando los acusaron y se ofendió cuando los exoneraron. Finalmente, el espartano, enriquecido con regalos reales, al llegar a Acaya pagó el precio de sus calumnias. Salomé, al no poder librarse de la acusación de haber acordado matrimonio con Silao el Arabe, al revelar el secreto de su yerno, quien le advirtió que se cuidara para evitar la ira de su hermano, pues se sospechaba que, con la esperanza de un futuro matrimonio, había anunciado los planes del rey a los árabes y podría ser citada, se ganó el castigo por la trasgresión y desató la furia real contra los jóvenes, sumidos en este último e inevitable naufragio, pagando su precio. Así, los atan, y como era más cruel que las cadenas, los hermanos son separados, y Voluncio, tribuno militar, y Olimpo, un hombre de los amigos del rey, enviados, revelan el asunto ante el césar. Pero él, aunque ofendido, porque el padre pedía castigo para sus hijos, no pensando sin embargo que se le debía negar el poder al padre, le dio licencia contra sus hijos, pero añadió el consejo de que sería mejor consultar, si se debía convocar un consejo de los más cercanos al rey y de los que eran preeminentes en las provincias y la investigación debía proceder por veredicto común, si los hijos habían preparado o no alguna traición contra el padre; si se les encontraba culpables de haber amenazado con parricidio, que fueran ejecutados, pero si de hecho se les condenara por fuga o algún delito menor, el castigo debía ser más moderado. Habiéndosele permitido esto, Herodes I con permiso de parricidio, pero con la estipulación de un juicio, amonestado además por moderación, se apresuró a acudir de inmediato a la ciudad de Beirut, que el césar había designado para la celebración del juicio. Los principales hombres se reunieron según las instrucciones dadas por el emperador romano Augusto. Saturnino y los legados celebraron sesiones, entre ellos el procurador Volumnio, luego los parientes y amigos del rey, incluso Salomé y Feroras, y los principales hombres de Siria. Sólo Arquelao, rey de Capadocia, fue eximido de la acusación de favoritismo hacia su yerno, aunque los acusadores de los jóvenes y los emboscadores de los jueces estaban presentes. Pero ¿qué apariencia tiene un juicio, cuando a los acusados no se les permitió estar presentes y, ausentes, fueron acusados? Pues Herodes I había notado que con solo verlos, serían absueltos. La actitud de los hombres, inclinada a la compasión, especialmente cuando había una señal de favor natural, así como la de Alejandro, si se le daba alguna oportunidad de defensa, refutaría fácilmente la acusación. Así, desterrados a la aldea de los sidonios, la acusación se dirigió contra ellos como si estuvieran presentes. El padre presentó conspiraciones preparadas contra él, pero no se presentaron pruebas, ninguna evidencia de los intentos. El acusador se aferró a lo que nadie refutó; abandonado por todos lados, acumuló una serie de insultos en odio, que quienes juzgaban consideraban más insoportables que la muerte; pero nadie discutió, nadie se atrevió a examinar lo alegado por el padre, lo ordenado por el rey. La apariencia de piedad prejuzgó, la ley del poder aterrorizó. Confiado en una sentencia de victoria, preguntó, ignorando que en un juicio como este, quien ganara estaría más afligido que quienes fueran sentenciados con tanta dureza. Saturnino encuentra culpables a los jóvenes porque no se les permitió nada más, pero modera la sentencia, afirmando que debía evitarse que, tras la muerte de dos de los tres hermanos, se atribuyera la muerte al tercero. Aunque con aprensión, expuso la razón: era partidario del peligro para los hermanos. Pocos de los muchos lo siguieron. Volumnio, además, se pronunció a favor de la muerte, y tras él todos, sopesando con el proponente lo que agradaría a semejante rey, pronunciaron la sentencia de muerte con sentimientos diversos, pero con un destino similar, según quién, ya fuera por la adulación o por el odio, hubiera influido en él, de modo que o bien se buscaba el favor del rey, o bien se castigaba con mayor pena la barbarie del parricidio, quien, sin embargo, en su victoria había anunciado un amargo triunfo. Nadie, sin embargo, habló como si se estremeciera ante el hecho o como si estuviera perturbado. De hecho, parecía una farsa, no el método de un tribunal para condenar a los ausentes, para condenar sin testigos, basándose únicamente en la ley natural, que suele derivarse más por seguridad que por riesgo. Toda Siria estaba atónita y toda Judea esperaba con asombro el fin de tan gran tragedia. Pues, aunque la crueldad de Herodes era bien conocida, nadie podía creer que perseverara hasta el parricidio. Pero en él, la fuerza salvaje de su espíritu no fue contenida ni por mar ni por tierra. Y así, como si fuera la costumbre de quienes celebran un triunfo, arrastrar a sus hijos a través de las hostilidades, se dirigió a la famosa ciudad de Tiro, desde donde cruzó en barco a Cesarea, llevando consigo el angustioso espectáculo del parricidio mientras sus hijos mostraron alguna apariencia de muerte amarga. Todo el ejército estaba enardecido, pero el miedo reprimió la ira. Había en el ejército real un hombre llamado Tirón, antiguo militar, que tenía un hijo muy cercano a Alejandro, un padre muy bondadoso y, por ello, querido por su hijo, pues el atractivo del amor, especialmente por los suyos, es una obligación ineludible de la piedad popular. Se mostraba favorable y entusiasta hacia los jóvenes y también hacia los hijos del rey, pues amaban a su hijo. Quien, con una ira desmedida, perturbado mentalmente, comenzó a gritar: "Que se aplaste la justicia, que se excluya la verdad, que se destruya la reverencia, que se anulen los derechos de los parientes, que las injusticias desborden las bondades de la naturaleza". Finalmente, adelantándose al mismísimo Herodes I, le atribuyó que era un miserable, pues creía que se debía creer a los más malvados contra sus propios hijos. Sobre que Feroras y Salomé fueran elegidos jueces de un consejo, ¿qué fe se podía depositar en ellos, sabiendo que habían sido condenados con tanta frecuencia por el rey por delitos capitales? ¿O qué otra cosa harían sino considerar la venganza, de modo que, desprovistos de sucesores adecuados, se inclinaría por uno de los demás, demasiado débil y fácilmente descarriado, porque el propio ejército real lo seguiría con odio, para quien la muerte de los dos hermanos sería una liberación? No había nadie a quien no le conmoviera la compasión por su inofensiva edad. Además, muchos de los comandantes no reprimieron su ira, sino que la anunciaron. Tras pronunciar sus nombres, terminó de hablar. Este, tras ser inmediatamente apresado junto con Tirón por los sirvientes de la corte real, quienes conocían el arte y la práctica de la barbería, de repente, por cierta locura, se presentó en evidencia, afirmando que Tirón lo había organizado y persuadido para que, cuando, según la costumbre, afeitara la barba de Herodes I, presionara la navaja contra su garganta hasta que consumara su vida, lo cual le representaría un gran beneficio, el cual se le prometía gracias a los regalos de Alejandro. Tirón es interrogado junto con su hijo, y también se interroga al informante. El primero niega, el segundo no revela nada más, pues faltaba una certeza absoluta, no se disponía de pruebas ni de documentos. Se ordena que Tirón sea torturado con torturas más violentas. Entonces, el hijo, viendo con compasión los tormentos de su padre, promete revelarlo todo. Si se le concedía la salvación de su padre, y tras la promesa de perdón del rey, insinúa que su padre, persuadido por Alejandro, había preparado la muerte de Herodes I. La mayoría consideró que esto compensaba la situación, que debía considerarse evidencia de tal hijo ante Tirón; otros afirmaron que era cierto. Pero Herodes I consideró las cosas dudosas tan fiables como si temiera que la acusación de parricidio contra él mismo pudiera ser desestimada. Y así, convocado el pueblo y reunidos los líderes por las traiciones descubiertas, expone su queja y provoca al pueblo a la muerte, y acto seguido Tirón, junto con su hijo y el barbero, son asesinados a pedradas y porras.
XLII
Alejandro y Aristóbulo, enviados a la ciudad de Sebaste, cercana a Cesarea, fueron estrangulados por orden de Herodes I. Los hijos de Mariamna I tuvieron este fin. Habiendo sido sus muertes breves, y habiendo sido destituidos, Antípatro sin duda persuadió a la sucesión, pero pronto se desató en él un gran odio de todo el pueblo, pues era bien sabido que los hermanos habían muerto por su apoyo. Además, sentía un temor no moderado, considerando el crecimiento de la familia de los asesinados. Aterrorizado por estas cosas, Antípatro depositó su esperanza en la astucia, y cada vez más comprometió a cada uno con regalos y presentes. No obstante, los miembros de la familia real se le volvieron a oponer. Herodes I, con el paso del tiempo, se suavizó gradualmente hacia los hijos de Alejandro y Aristóbulo, y mostró arrepentimiento por el hecho, pues sentía compasión por aquellos cuyos padres había asesinado. Finalmente, un día, reunidos sus amigos y allegados, y con el rostro bañado en lágrimas, les dijo Herodes I:
"Veo que la edad me espera y no puedo mirar sin lágrimas a estos pequeños, hijos de padres infelices, para quienes soy una fuente de dolor. No los dejo en peor condición que cuando les quité a sus padres. Pero una calamidad me los arrebató, y la naturaleza y la compasión me los recomiendan cada vez más, unos por ser mis descendientes, otros por estar desamparados. Los hijos erraron contra su padre, ¿qué han hecho estos descendientes por su abuelo? Fui un padre muy desdichado, debería ser un abuelo más preocupado. Intentaré cuidar de mis descendientes después de mí, y ¡ojalá hubiera cuidado mejor a mis hijos! En verdad, la astucia de un enemigo y adversario a la vez se coló en ellos. Hay que tener cuidado de que los peligros de los primeros no afecten también a los segundos, pues por una sola herida perdí a la vez a mis hijos, y puse en peligro a mis descendientes. Proporciónenles los defensores que les quité. Así pues, desposaré a tu hija, Feroras, con el mayor de los hijos de Alejandro, y te constituiré en padre para él, y además para tu hijo, Antípatro, hija de Aristóbolo, para que así te conviertas en padre de una huérfana. Mi Herodes, que recibió de Miriam, hija de Hircano, aceptará a su hermana. Esta es mi decisión: que los sucesores de mi posteridad se unan a su vez mediante matrimonio, por el cual nadie sospeche de otro y pueda ver a mis descendientes con más tranquilidad que antes sus padres".
Dicho esto, unió Herodes I las manos derechas de los mencionados y, tras besarlas, lloró. Antípatro, con regocijo de los demás, recibió esto con tanta reticencia que, presa de una preocupación no del todo moderada, delató de inmediato su resentimiento, incluso en su expresión facial, pues percibió que los aplausos ofrecidos a los hijos de Alejandro, de Arquelao y de Feroras, quienes poseían una tetrarquía y eran más fuertes que los demás. Notó que el odio hacia sí mismo aumentaba, y que la simpatía, además, favorecía a los nietos. Tampoco pudo recibir a la hija de Aristóbulo en casa, por temor a que, señal de maldad, se ofendiera con sus miradas persistentes. No se atrevió a acercarse a su padre, por temor a despertar en él, fácilmente influenciable por cualquier sospecha, si proponía la disolución de los contratos matrimoniales acordados. Sin embargo, se atrevió delicadamente a suplicar que su padre le tuviera consideración, para no exponerlo al poder de dos hombres poderosos: un rey y un tetrarca, impotentes con sólo su nombre. De poder real, podía ciertamente apreciar el honor que había declarado que sería conferido a su hijo, pero la apariencia de poder real no le llegaría, ni la realidad para ellos. Y ciertamente no sólo sospechaba de los hijos de Alejandro y Aristóbulo, sino que consideraba que todos se interponían en su camino: cualquiera de las muchas esposas de Herodes I, aunque silenciosas, fuera considerada competente para la sucesión del reino, cuyo número era muy elevado. De hecho, 9 esposas tenían la condición de consortes reales (de las cuales, sólo dos no tenían hijos, y las demás tenían descendencia próxima). Antípatro era hijo de Doris (1ª mujer de Herodes I). Filipo I y Boecio eran hijos de Mariamna II (3ª mujer de Herodes I). Antipas I, Arquelao I, Lisanias, Mariamna y Olimpia eran hijos de Maltace (4º mujer de Herodes I). Filipo II y Herodes eran hijos de Cleopatra (5ª mujer de Herodes I). Roxana era hija de Fedra (6ª mujer de Herodes I). Salomé era hija de Elpis (7ª mujer de Herodes I). Por supuesto, Alejandro y Aristóbulo habían sido hijos de Mariamna I (2ª mujer de Herodes I), cuya muerte ya mencioné anteriormente. Antípatro, temiendo la numerosa descendencia de Herodes I, aunque con dificultad, y tras la gran ira del rey en sus primeros intentos, pues al verse privados de la ayuda paterna, le disgustaban las alianzas concertadas entre parientes cercanos, finalmente consiguió que la hija de Aristóbulo se casara con él y que un hijo suyo se casara con la hija de su tío Feroras. Prevaleció tanto con halagos que detuvo los matrimonios acordados. Pero, por otro lado, cuando Salomé quiso casarse con Silao, ni siquiera con la ayuda de Livia, esposa del emperador Augusto, logró obtener el permiso de su hermano, sino que, contra su voluntad, se casó con un tal Alejandro, de entre los amigos del rey. Así, tras ser anulados los planes del rey, Antípatro, como si le hubiera prestado la debida atención, se regocijó y lo venció todo con su astucia. Sin embargo, no pudo reprimir el odio hacia sí mismo, sino que lo avivó, pues aspiraba a protegerse con el terror. Además, se había unido a su facción como compañero de armas a Feroras, hermano de su padre, quien poco después, al negarse a divorciarse de su esposa, a quien consideraba muy hostil debido a las injurias que esta había infligido a su esposa Dosidis, Herodes I lo desterró de su casa. Feroras, sin embargo, tras aceptar el insulto, se retiró a su región, la cual presidía como tetrarca, con la firme convicción de no volver jamás a ver a Herodes vivo; finalmente, ni siquiera entonces, cuando lo supo, al estar gravemente enfermo y suplicarle con frecuencia que acudiera a él, creyó que debía ser llamado, pues, estando a punto de morir, creía que debían impartirle ciertas cosas a Feroras. Aunque conmovido por el insulto, el rey, cuando más allá de lo esperado, dejó de lado su enfermedad, sin embargo, por afecto fraternal, acudió a él al saber que estaba enfermo, lo cuidó con esmero y lo llevó muerto a Jerusalén, organizando su entierro con gran lamento y pompa. Sin embargo, estas muestras de amor atento no descartaron la idea de que había atacado con veneno con vehemencia. Fue incluso cruel con su propia familia. No era difícil creer que fue capaz de matar a su hermano, quien había matado a sus hijos.
XLIII
Uno de los asesinos de Alejandro y Aristóbulo halló el fin de su maldad, comenzando desde un principio, desde el cual la retribución recayó sobre Antípatro, el autor de la maldad. Pues, como Herodes, impulsado por las quejas de los libertos, que afirmaban que su patrón había sido asesinado envenenado, mientras indagaba con ansiosa atención, se supo que Feroras había recibido de su esposa una copa de una poción de Arabia, que se creía una poción de amor, y que había sido veneno, la cual había sido dada a instancias de Silao y convertida inmediatamente en destrucción, esto dio lugar al interrogatorio de muchos. Ante lo cual, una de las esclavas, bajo tortura, clamó que el dios omnipotente transfiriera todo el sufrimiento a la madre de Antípatro, dueña de los actos vergonzosos de todos. A través de ella, las reuniones secretas de Antípatro y Feroras se llevaban a cabo día y noche, bebiendo hasta la embriaguez, pues al regresar de las cenas del rey, se bebía durante noches enteras. Esto no era algo ocioso ni exentos de intrigas, especialmente tras la destitución de los sirvientes y asistentes, se sospechó con razón, lo que dio lugar a una larga cadena de reuniones y evidencia de una conspiración prolongada, algo que resulta más sospechoso para los reyes en la intimidad de la soledad y el silencio de la noche. Se acordó que Antípatro iría a Roma y Feroras a Perea. Se reveló que solían conferenciar frecuentemente, pues tras Alejandro y Aristóbulo, Herodes se entregaría a la muerte. Desdichados eran los que habían pensado que a Herodes I le disgustaban los pensamientos parricidas en ellos; perseguía herederos del reino, no rivales de poder que debían ser destruidos, sino participantes de la miseria, que se enfrentaban a todos los peligros y odios. No iba a perdonar a una mujer por su sexo, quien no había perdonado a Mariamna I, amada por él, ni a sus hijos. No les quedaba otro remedio que retirarse a un lugar lejano, donde la huida los liberaría de la furia de tan gran bestia. Frecuentes lamentos de Antípatro, deplorando ante su madre arder de odio a la sucesión real, pues la crueldad del reino se había apoderado de él, algo que ya no podía soportar; fue entregado a los últimos ritos y a los peligros extremos. No sólo había muerto para él el derecho a gobernar, sino también el de vivir con la senda trazada por el tiempo. Era de edad madura, su cabeza ya estaba canosa; por el contrario, su padre rejuvenecía, en vano esperaba su herencia, quien quizás incluso ahora, sobreviviendo, se había librado de tanto tiempo. ¿Qué valor tendría para él un heredero anciano de la sucesión, a quien los numerosos hijos de Alejandro y Aristóbulo, como una hidra con cabezas renovadas, le devolvieron lo que había sido cortado? Por el testamento de su padre se le quitó el derecho común, pues, habiéndosele dado la apariencia de gobernante, de quién sería su sustituto temporalmente, no podía colocar a uno de sus propios hijos en su gobierno, sino que tenía la necesidad de devolver el reino a un hijo de Mariamna I. Así, se le dio la apariencia de gobernante no por placer, sino por peligro, pues era objeto de sospecha para el rey que se retiraba, y sería una carga para el rey que lo sucediera. Finalmente, el propio rey, vigoroso durante una larga vejez y decidido a masacrar a su pueblo, sería el ejecutor de su propia voluntad, ya que no quedaría nadie que pudiera sucederlo. Actuar con gran odio contra sus hijos y no menos contra su hermano, quien se había dado cien talentos para no tener tratos con su tío. Feroras respondió: "¿En qué le hemos perjudicado? ¿Soy yo el sucesor?". Antípatro le respondió que no tenía motivos para ofenderse, sino que se comportara como una bestia salvaje, insatisfecha ni con la muerte, incapaz de tolerar que perdurara el afecto entre sus parientes. Esto fue lo que le dijo: "Ojalá que, perdido todo, se permitiera que, desnudos y vivos, escapáramos de él, pero es imposible". Así, por el momento, sus necesarias reuniones se mantuvieron ocultas. Llegaría un momento en que emplearían un vigor mental maduro y una deliberación enérgica, además de los servicios de un protector a su derecha. A estas cosas respondieron esclavos sometidos a tortura, y Herodes I creyó, sobre todo porque había hablado sólo con Antípatro sobre los 100 talentos, sin que hubiera ningún intérprete presente. Y enfurecido, apresó a muchos para torturarlos, incluyendo a inocentes, para que no se perdiera a ninguno de los culpables. El samaritano Antípatro fue llevado a tortura por ser administrador de Antípatro, y fue torturado. De diversas maneras. La investigación revela que Antífilo, un compañero, envió veneno desde Egipto, el cual se lo dio a Teudión, amigo de Antípatro, quien lo entregó a Feroras, a quien Antípatro, hijo del rey, le había encomendado la ejecución para que, mientras él residiera en Roma, su padre Herodes I fuera exterminado, momento en el cual no se sospecharía de la persona ausente por la muerte consumada. Pero Feroras, en ese momento, había confiado el veneno recibido a su propia esposa (una esclava, que Herodes I no aceptaba como cuñada). Ahora también la esposa de Feroras sintió aversión por el veneno. Herodes I ordenó inmediatamente a la esposa de Feroras que viniera a traer el veneno. La mujer salió, como si fuera a traer lo que se buscaba, y se arrojó desde el tejado del edificio para evitar el castigo por el doble crimen y, al morir, evitar la evidencia de culpabilidad y las dificultades del interrogatorio. Pero como la fatal retribución del parricida se aproximaba a Antípatro, no cayó de cabeza, en cuyo caso habría muerto fácilmente, sino que cayó sobre otra parte del cuerpo y la muerte fue repelida. Sin embargo, la mujer quedó estupefacta y asombrada, pues había caído desde un lugar alto. Herodes I ordenó que la reanimaran por un breve instante, hasta que volviera en sí, y le prometió perdón si revelaba con franqueza lo sucedido. No fue en vano que se hubiera arrojado al suelo, sino que, consciente de su grave crimen, había buscado evitar la tortura. Todos los crímenes quedarían impunes por su confesión, o se le amontonarían torturas por no confesar, y también se le negaría el entierro. Pero cuando se recuperó un poco, la mujer de Feroras dijo:
"¿Para quién conservaré aún el silencio de los secretos, tras la muerte de Feroras? Le debía la fe del silencio, por quien no negaría torturas si fueran necesarias. Pero ahora está libre de sufrimientos, y si hay corrección de un error perdonable, está libre de culpa. ¿Qué, pues? ¿O que me obliga a envolver la verdad en mentiras? ¿O que hago la voluntad de Antípatro? ¿Debería perdonarlo, no perdonarme a mí mismo? En verdad, debemos una gran recompensa al hombre que nos atrajo a todos a estos sufrimientos con sus crímenes. Escucha, oh rey, con Dios nuestro protector, quien es el único juez de la verdad para mí, pues me propuse no ocultar nada, escucha, te digo, pero primero recuerda cómo arriesgaste el llanto con tu hermano para poder cumplir con todos los deberes de afectuosa hermandad en Feroras. A lo cual él, habiendo cambiado de actitud, cuando te marchaste, me llamó de inmediato y dijo: "No poco me he desviado, esposa, del celo y el afecto de mi hermano, quien así lo odiaba por amarme y deseaba matar a quien no soportaba el dolor de mi sufrimiento. No pudo soportar la posibilidad de que le reclamara una deuda indebida. Confieso que fui engañado por las artimañas de Antípatro, pero cargo con el precio de su razonamiento". Tráeme pronto el veneno que te dejó y derrámalo ante mis ojos, para que no lleve un alma parricida al infierno. Que sea la absolución por haberme arrepentido de lo que es vergonzoso haber preparado. Pronto, te digo, esposa, para que pueda superar a la muerte, ya que no puedo culpar. Entonces traje el veneno y lo vertí ante él, aunque guardé un poco para mí, que te temo, para que sirviera de remedio en caso de que se descubriera que el veneno había sido preparado para este fin".
Dicho esto, ella presentó la cajita con lo que quedaba del veneno. La madre de Antífilo y su hermano fueron interrogados. Confesaron que Antífilo trajo la cajita llena de veneno de Egipto, que había recibido de un hermano que residía en Alejandría ejerciendo la medicina. Mariamna I fue detenida por estar al tanto de las conspiraciones que preparaba su esposo, y esto se evidencia cuando los hermanos confesaron bajo tortura. Por lo tanto, el joven pagó el precio de la osadía de su madre, quien, al sustituir a Antípatro en la sucesión del reino, debía ser borrado de su testamento el padre que había sustituido con la misma idea. Este no fue un error trivial del padre Herodes, que el delito de que uno sea descubierto castiga a otro, sino el castigo real. El joven no fue injusto, pues da por sentado que sus acciones aún no se habían realizado correctamente. Sin embargo, como precio de su futura maldad, sería desheredado del reino. ¿Quién podría tolerarlo como rey, siendo un tetrarca tan arrogante e intolerable? Se añade incluso este otro tipo de envenenamiento: que Batilo, liberto de Antípatro, entregó a Feroras y a su esposa un compuesto de secreciones de serpiente y veneno de áspid, para que si el primero no hubiera sido lo suficientemente fuerte para matar a Herodes I, usaran el segundo.
XLIV
Se han descubierto cartas compuestas contra los hermanastros Arquelao y Filipo I. Estos eran hijos del rey Herodes I establecidos en Roma, a quienes Antípatro atacaba especialmente por la razón de verlos dotados de una sabiduría extraordinaria, sobre quienes el rey había depositado el orgullo paternal; finalmente, los había emplazado con cartas para que regresaran a casa cuanto antes. Así, Antípatro pensó oponérseles con sus ventajas y atacar con sus artimañas, para que, una vez copiadas las expectativas de los jóvenes, estas se vieran eclipsadas por el celo de su propio partido. Así, redactó cartas en nombre de hombres poderosos, a quienes, mientras se encontraban en Roma, había atraído a su amistad, y convenció a otros con una recompensa para que escribieran que los jóvenes atacaban a su padre con odios hostiles y lamentaban con excesiva queja la muerte de Alejandro y Aristóbulo. Y con artimañas secretas, obligó a su padre, a través de los sirvientes de su casa, a redactar cartas de este tipo. Con la misma astucia con la que antes fingía ser mediador en favor de sus hermanos, y con el pretexto de la piedad y la protección de la impiedad, ocultó el parricida. Habiendo salido a la luz pública todo esto, con los interrogatorios de que se había buscado la vida del padre y la muerte de los hermanos, lo cual se expuso con gran claridad en las cartas, se decidió que su autor debía ser castigado, quien a continuación lanzó una falsa acusación de haber atacado a sus hermanos no como parricidas, sino como rivales de una sucesión legítima; no para defender a su padre, sino para no tener un socio en el poder real. Mientras tanto, aunque transcurrieron siete meses entre los documentos de los crímenes y el regreso de Antípatro, Antípatro no supo nada de lo sucedido, pues el odio generalizado lo rodeaba. Inseguro, pues, de todo lo que escribiera desde Roma, estaría presente sin demora, y el césar lo había despedido con el mayor honor. A estas cartas, Herodes I respondió rápidamente que debía apresurarse a ganarse el afecto de su padre, para quien no solo no había disminuido nada con su ausencia, sino que, en realidad, había acumulado tanto favor que, al contemplarlo, la ofensa de su madre se vería disminuida. Pues, una vez más, la había expulsado de la casa, despojada de los dones de la generosidad real, al descubrirse su complicidad en las artimañas de su hijo: a quien dejó claro, por la apariencia de lo escrito, que estaba a punto de apaciguar su ira, por temor a que Antípatro, al enterarse de la expulsión de su madre, despertara sus sospechas y tomara precauciones. Así, al llegar a Tarento, se enteró de la muerte de Feroras y mostró allí una gran tristeza, que algunos atribuyeron a la pasión de la piedad, pues sufrió insoportablemente la muerte de su tío. Sin embargo, lamentaba que le hubieran arrebatado al agente del intento de parricidio; no sólo porque la preparación del crimen no se hubiera llevado a cabo, sino porque incluso el veneno que quedaba era motivo de temor, por temor a que de alguna manera llegara a conocimiento de Herodes I y este hiciera público el crimen. Por lo tanto, cruzó al puerto de Cesarea con profunda preocupación, pues su madre expulsada dio a sus hijos un ejemplo considerable de condena. Pero ante la insistencia de sus amigos, quienes creían que todo lo concerniente a Antípatro debía considerarse secundario a los deseos de su padre, considerando su naturaleza, por la cual solía inclinar fácilmente con sus consejos incluso a un padre reacio, lo exhortaron a presentarse con prontitud ante su padre y al reino predestinado para él, a lo cual nadie se atrevería a oponerse estando él presente, sino que la sola ocasión de su ausencia podría suscitar burlas, para que se considerara posible apartar la mente de Herodes I de él, y así debía evitarse rápidamente, no fuera que, al demorarse más, ofendiera a quien lo deseaba o irritara a quien sospechaba de él. Antípatro desconfiaba de sí mismo, y por eso confiaba más en la buena voluntad que en la necesidad. Ciertamente, cuando entró en el puerto, mirando a su alrededor, no vio a nadie en su camino y sintió que su presencia era evitada como una plaga, en los lugares más concurridos la mayor soledad, pues nadie se atrevía a correr a su encuentro. Algunos temerosos, y otros reacios (de hecho, en aquel entonces habían recibido autoridad para no ocultar sus odios), empezaron a reflexionar sobre sus crímenes y a sentirse perturbado por remordimientos de conciencia. A Antípatro no le quedaba posibilidad de huida ni oportunidad de escapar, rodeado como por redes y cautivo. Depositó toda su esperanza en la insolencia, de modo que, disimulando todo, se presentó inesperadamente a su padre, se apresuró a abrazarlo, confiando en las obligaciones de la piedad. Sin embargo, Herodes I, con las manos extendidas, apartó al que se abalanzaba y giró la cabeza para no ser tocado por el beso del parricida, y exclamó:
"Esta era la locura de un parricida: que busques un abrazo sabiendo que te odian, aflijas a tu padre con el miedo a ti mismo, arranques la dulzura de la vida con el roce de tu cuerpo culpable. Por tanto, no tocarás para no contaminar a quien has atacado con maldad. Purifica tu cuerpo primero, si puedes, lava las acusaciones. No huiré de un juicio ni permitiré que se te niegue una audiencia; no me encargaré de interrogarte, para no darte un pretexto para argumentar. Varo está cerca, ante quien has de preparar tu defensa. No hay razón para demorarse. Mañana, aunque rico en artimañas y engaños, tendrás la oportunidad de justificarte".
Atónito por el miedo a tal conmoción, Antípatro no se atrevió a responder nada ni pudo, sino que, al salir, vaciló, pues no sabía nada de lo que se había presentado a Herodes I. Sin embargo, su madre y su esposa, al acudir a él más tarde, le revelaron todo. Habiendo aprendido lo anterior, comenzó a recopilar y a prepararse mentalmente para responder a la acusación y atenuar las ofensas. Al día siguiente, todos los parientes se reunieron. Los amigos de Antípatro estuvieron presentes en el juicio. Se ordenó la comparecencia de todos los que habían testificado de forma diferente sobre Antípatro. También se leyeron las cartas de la madre de Antípatro, en las que le había escrito a su hijo que, al estar al tanto de la descripción de sus crímenes que se le había presentado a su padre, no debía estar presente, a menos que el césar, con cuya protección, se amurallara y no sometiera a investigación judicial a quien se viera asaltado por las confesiones de tantos, sino que se defendiera con las armas. A lo anterior se sumó que Antípatro, tras entrar y postrarse a los pies de su padre, le suplica que no lo considere precondenado, que confíe en que, si se le concedía una audiencia, quedaría libre de crimen si su padre así lo deseaba. Herodes I le ordenó que guardase silencio, y se presentó ante él con este discurso ante el juez Varo:
"Estoy seguro de que ninguna persona justa puede ver la maldad perdonable de Antípatro, pero creo que por eso me siento más afligido ante ti, Varo. Porque temo que me desagrades, pues he engendrado parricidas, a quienes ni siquiera un padre pudo perdonar, aunque también por esto soy más digno de lástima, pues amé incluso a ellos. Pero callo sobre aquellos a quienes yo mismo irrité y rechacé sus justas acusaciones contra este hombre. No tenían motivo de ira contra mí, salvo que Antípatro, que no había nacido en el poder real, fue puesto ante ellos y había recibido la prerrogativa de consorte real. Sin embargo, pensé que admitiría al mayor por nacimiento como tutor del menor, pero introduje un enemigo, que estaba celoso de los más nobles, incitaba a los niños pequeños, atacaba a los débiles y traicionaba a los desprotegidos. No niego los errores, pero deberían ser excusados en lugar de atacados. De hecho, Antípatro me los arrebató, los obligó a conspirar contra mí. Confieso que me dolió que aquellos a quienes les había dado la esperanza del poder real, para quienes había reservado la sucesión, tramaran acciones perversas contra mí. Pero en mí odiaron no al padre, sino a Antípatro. Y así perecieron para dolor de su padre, para alegría de Antípatro. Preguntas, Varo, ¿quién los mató? Conoce a quién benefició su muerte. La casa quedó vacía del hijo de una madrastra, y la corte real, que tenía muchos posibles sucesores, se abrió a uno solo para la sucesión. Ni su espíritu sanguinario ni su mente impía se satisficieron con la muerte de los hermanos. Al no tener a los hermanos que odiaba, atacó a su padre. Reflexiono para mis adentros: yo, que preparé esta protección de la herencia para él, he vivido demasiado tiempo para alguien que desdeña al que se retira. He sabido lo que deseaba; eliminé a los competidores de su sucesión; no toleró mi demora. No esperaba la realeza, a menos que la alcanzara por parricidio. Me dio esta recompensa porque recogí el proyecto y le di preferencia sobre los más nobles. ¿De quién, en realidad, le quité tanto como le di? A quien, estando vivo, le había cedido el poder, a quien había designado públicamente por testamento mi heredero, lo cual suele ser peligroso para los reyes, pues sabe que de alguna manera le sucederá. Le di 50 talentos para que se diera un capricho, y 300 talentos para su partida a Roma. Lo encomendé al césar como a hijo único, y no me reservé nada que me hiciera temer un parricidio. Pero esto lo armó aún más para el parricidio, pues se consideraba superior. ¿Qué mal tan grande cometieron sus hermanos, a quienes obligó a morir? ¿Qué pruebas de este tipo se descubrieron contra ellos? ¿Qué clase de parricidio se descubrió? Pero se atreve a interrumpir y a rugir con parricidio, e intenta encubrir la verdad con engaños. Cuidado, Varo, te advierto, cuidado con sus lágrimas y gemidos fingidos, compuestos con artificio y no expresados por dolor. Él fue quien me robó la ternura, cuando con fingido miedo me advirtió que me cuidara de Alejandro. Alegando que muchos estaban de acuerdo con él, mi presencia no debía ser confiada precipitadamente a todos. Fingía observarlo todo, guiar la elección, seleccionar y examinar cada detalle. Era el guardián de mi sueño, mi salvador, en quien depositaba mi confianza, y con sus servicios aliviaba el dolor de los muertos. Pensaba que me los devolvería, que me quitaría el dolor, que difundiría bondad. Era mi protector, a quien creía el guardián de mi cuerpo envejecido. No sé cómo estoy vivo, cómo escapé de semejante conspirador, con qué halagos me rodeó, con qué artimañas me mantuvo atado, para que me confiara solo a él, solo a él debía cuidarme. Me resulta increíble que haya escapado, y no me parece que viva, sino que creo soñar. ¿Quién creería que sería tan ingrato aquel a quien confié todo el poder sobre mí, o que podría escapar si Antípatro no lo deseara? Sin embargo, creo haberme salvado de la gracia. Pero ¿qué cosa, mal, mi desgracia, los hace levantarse contra mí, a quien más amaba? Lamento la angustia de mi casa, Varo, lamento la soledad, gimo por la fuerza de tan gran dolor. Pero por muy grande que sea la amargura de la maldad parricida, no permito que nadie escape de mí, ni siquiera quien tenga sed de mi sangre, ni siquiera si se presentan pruebas de intento de parricidio contra cada uno de mis hijos".
Mientras decía estas cosas, la voz del orador se quebró a partes iguales por la ira y el dolor. Inmediatamente, Antípatro levantó la cabeza (pues, como herido por una herida grave, yacía a los pies de su padre) y, sin pensar en levantarse, dijo:
"Sí, padre, me acusas con ira, pero no hay mayor defensa para mí que la evidencia de tu acusación: que siempre fui el guardián de tu seguridad. Me has presentado una defensa con el solemne testimonio del acusador. En efecto, ¿cómo voy a ser un parricida si tú mismo admites ser tu protector, o qué circunspecto y astuto soy quien alegas que es el artífice del parricidio, si haber planeado eso es una locura extrema y abominable entre los hombres y ante Dios no puede quedar impune? De hecho, del ejemplo de mis hermanos aprendí que no hay escapatoria a un crimen tan grave, pues un crimen de este tipo no encuentra refugio ni escapa al castigo, ya que ellos pagaron la pena por tan gran malevolencia contra ti. Pero, como dices, ciertos celos los llevaron al parricidio, pues vieron que yo era el preferido por ti, a quien la nobleza de su madre enorgullecía, de modo que afirmaron que el reino les era debido como por sucesión materna y lo reclamaron como si se lo hubieras arrebatado. ¿Por qué haría yo tal cosa, sabiendo que no podía esperar un reino a menos que viniera de ti, buscando tu veredicto, complaciéndote solo a ti? ¿Qué me impulsaba a arriesgar algo contra tu seguridad? ¿La esperanza de un reino? Pero yo era rey; ¿sospecha de tu odio? Pero era amado; ¿el dolor de la injuria? Pero me dieron preferencia. Si sólo el temor a mi preferencia los armó para el parricidio, estoy absuelto, porque los preferidos no saben cómo planear el parricidio, sino que lo odian. A menos que quizás algún temor tuyo me obligara, pero en verdad yo, como tu voz es testigo, no sabía nada más que temer por ti, pues ¿por qué iba a temer a quien era el agente de tu seguridad y el guardián de la tranquilidad? ¿O acaso la falta de dinero y la pobreza me impulsaron, lo cual suele persuadir a los necesitados al robo? Pero me habías dado lo que no solo era más que suficiente para el presente, sino incluso para siempre, y me habías enviado rico a Roma, para que los reyes de reyes proclamaran sobre ti que allí estaba el principio del gobierno, no de la riqueza. Finalmente, capturé a Fabato, gobernador del estado romano e íntimo del césar, y lo cambié, a quien Sileo había sobornado con una gran cantidad de dinero para que os atacara, de modo que se convirtió en vuestro defensor y traidor de su instigador. ¿A través de quién más, padre, se han descubierto conspiradores contra tu seguridad? ¿Cómo, pues, yo, un parricida, que se apoderó de Corinto, el guardián de tu cuerpo oculto, lo saqué de la emboscada, lo traje negándose a confesar? Podría no considerar el parricidio y obtener el beneficio del parricidio si hubiera guardado silencio. Pero si tuviera la brutalidad de las bestias, si el salvajismo de las fieras estuviera en mí, sin embargo, pude domarlo con tu gran bondad, de modo que no puse ninguna ayuda excepto en el auxilio de tu seguridad; ante todos, solo te manifesté amor, te protegí con mi cuerpo, te contendría en lo más profundo de mi ser si fuera posible. Presentaste ante hijos más nobles a uno menos noble de la estirpe de su madre, su madre también exiliada del reino que tú llamaste al reino, me consideraste no ya como sucesor del gobierno, sino como compañero. ¡Oh, desdichado de mí, a quien se le vertían tantas cosas buenas que encendía la envidia! ¡Oh, estúpido de mí, que te abandoné, padre, si se dio lugar al odio y al poder a los conspiradores, pues mientras yo esperaba tu seguridad, renuncié a la mía; aún no tengo nada que añadir por mí mismo! Tú, padre, me ordenaste irme; yo me fui por ti, padre, para que Sileo no confundiera tu vejez, para que no te privara de la vida del reino, para que no atacara tu bienestar ante el césar. Roma es testigo de mi piedad. El césar, gobernante del mundo, censor de todo, y juez de mi corazón, solía llamarme "amante de tu padre". Testifica, oh César, ante quien sólo podría hacer daño, lo que dije ante ti sobre mi padre. Testifica por mí, tú que has hablado de otros, y creías que no ocultaba el parricidio, sino que lo investigaba. ¡Oh, si tu presencia me infundiera temor! Pero estás ausente y lejos, y sin ti, mi padre me juzga. Estás ausente, pero presente en tus cartas. Ofrezco tus escritos, que los parricidas suelen temer; traigo tu carta, que suelen sacar quienes desean que el parricida no permanezca oculto. Acepta, padre, la carta del césar, pues puede enseñarte quien ha castigado durante tanto tiempo. Acepta los escritos del césar con más fuerza que cualquier argumento. Lo que has usado durante tanto tiempo para la retribución, úsalo ahora para la redención. Los ofrezco como los principales testigos de mi inocencia: esa mano derecha nunca te ha fallado, esa mano derecha del césar te puso una corona en lugar de quitártela, esa mente del césar te devolvió el reino que habías desechado. El césar pudo antes desagradarme, si me hubiera considerado igual a mis hermanos, pero me reconoció y me declaró intérprete de la bondad. Si no hubiera estado en Roma, Sileo habría ganado. Por eso se me juzga hoy, por eso, miserable, pago un castigo. Ten presente, padre, que no zarpé voluntariamente. Vi un foso de conspiradores ya preparado para mí; sin embargo, padre, preferí arriesgarme a mí antes que a ti. No me acobardo ante el riesgo de la seguridad, pero ante ti, padre, me apena correr el riesgo como si fuera tu enemigo. Sin embargo, corro peligro si ante ti se impugnan las declaraciones del césar. Utilizo estas pruebas en mi defensa. Invoco al césar no como si debiera ser escuchado, sino como si ya hubiera sido absuelto. Si crees que debe ejecutarse un juicio, mírame, padre. Yo vine a ti desde Roma, y me apresuré a ir a ti desde el césar. ¡Ojalá nunca me hubiera ausentado de vosotros! Tú, padre, ignorando los peligros, me expulsaste, ordenándome que me fuera. Estoy cerca, padre; creo que por tu seguridad la verdad debe investigarse, no a la ligera, sobre testigos indignos. No prejuzgan a quienes pueden temer las torturas, y quienes pueden desdeñarlas, todo hombre es engañoso, dice la Escritura. Ofrezco el testimonio incorruptible de los elementos. Vengo a ti a través de los mares y las tierras que jamás sufren nada. Como parricida, no debería haber escapado si fuera culpable. El cielo me absuelve ante ti, padre, que no me fulminó con un rayo, el mar que no me sumergió, la tierra que no me tragó. A través de estos vengo a ti sano y salvo, padre, de lo que no suelen escapar ni siquiera quienes no son parricidas. La tierra devoró a Datán y a Abirón con sus fauces abiertas, pero no se aferraron al padre fructífero. La tierra suspendió a Absalón huyendo en las ramas de su árbol, para que no alcanzara a su padre, a quien, si hubiera llegado, habría escapado. Vine a ti y aún estoy en peligro. David castigó a su parricidio, porque no pudo salvarlo. No deseo ser reivindicado por mis enemigos y falsos acusadores, para poder llamarlos a torturas. Que reciban el castigo de las falsas acusaciones. Te pido una cosa, padre, que no confíes en las torturas de otros, que busques en mí mismo. Cuelguen a tu culpable, que la investigación de la verdad proceda a mis órganos internos, que los instrumentos de tortura penetren en mi cuerpo y en mis partes más profundas, que fluya la sangre que suele proclamar parricidio, que se lleven las llamas a los miembros culpables, ¿por qué dudas, padre? Si te abstienes, me declaras inocente; si te abstienes de tortura, me absuelves del delito. No es parricidio, lo que se considera digno de una muerte simple. O si eres indulgente como con un hijo, ten compasión de los miembros que nacieron de ti; no son tus miembros los que acompañan a la crueldad".
Dicho esto, terminó de hablar entre grandes llantos y gemidos lastimeros, y con grandes lamentos, Varo y todos se compadecieron. Sólo Herodes no se conmovió hasta las lágrimas, y él mismo, incapaz de perdonar, se abstuvo de llorar, empeñado en interrogar, buscando venganza.
XLV
Nicolás (cronista personal de Herodes I), por orden del rey Herodes I, siguió el discurso con el que Antípatro había astutamente respondido, y apartó de la compasión a quienes se habían dejado influir, renovando contra Antípatro el odio por el asesinato de los hermanos. También instó a que, si la compasión conmovía a alguien, debían ser compadecidos por quienes fueron asesinados por su engaño. También dijo que, si absolvían a alguien, toda la casa del rey estaría en peligro (los hermanos, parientes, padres y el propio rey, cuya seguridad no había respetado). Así, recurriendo a la astucia de los oradores, como si, en conclusión, estuviera despertando desde las regiones más bajas las almas de los asesinados, quienes llenarían los asientos bajos con lamentaciones miserables, inocentes ellos mismos de haber muerto agobiados por testigos sobornados, cartas inventadas y palabras deshonestas. El padre engañado por haber creído a su hijo, a quien no creía capaz de mentir sobre sus hermanos. Él, para ofrecer ahora sus castigos, no había creído en las torturas de sus hermanos, quienes los ataron con cadenas para que no estuvieran presentes en el interrogatorio. Se les habría dictado un veredicto mientras estaban ausentes, mientras se encontraban lejos, para que los mataran, para que su padre no les mostrara compasión. Y así no quedaría nada si escapaba este, entrenado para verter venenos parricidas en las entrañas de su pueblo, para cambiar la mentalidad de los hombres, que incluso incitó a Feroras, siempre el más amado de su hermano Herodes, a asesinarlo con un parricida mortal. Cuando Nicolás añadió muchas otras cosas a esto, para crear conmoción, al terminar su discurso, Varo preguntó a Antípatro si quería responder. No respondió nada más, excepto esto: que "Dios es testigo de que no he hecho daño alguno". Entonces Varo ordenó que trajeran el veneno y se lo preparasen para el que ya había sido condenados a muerte. Como era necesario que el césar diese el visto bueno, encerraron a Antípatro y al veneno en la cárcel, y se informó al emperador Augusto:
"Antípatro es encadenado por orden de su padre Herodes. También intentó atentar contra Salomé, tras enviar cartas, redactadas en nombre de Salomé, llenas de insultos contra el rey".
La carta, entregada a Livia Julia (mujer de Augusto), fue entregada por Acme (sirvienta de Livia Julia) a Herodes I. El fraude casi resultó en la muerte de la mujer, de no haber sido por el descubrimiento de una carta de Acme a Antípatro, que revelaba el engaño, escrita de esta manera:
"Como deseabas, escribí a tu padre y envié esas cartas, y no dudo que el rey se pondrá en peligro por su hermana. Si has obtenido el efecto deseado, haz el pago".
Descubiertas estas cartas, Herodes I sospechó que Alejandro, con un método similar, había sido atacado por una carta escrita por su hermano, y exasperado por la excesiva agitación, enfermó gravemente. Además, Augusto conmutó la pena de muerte de Antípatro por la del exilio. Viéndose apremiado por este peligro, Herodes I escribió en su testamento que Antipas, uno de sus hijos, era el heredero del estado preferido sobre Arquelao y Filipo, sus hijos mayores, porque Antípatro también había hecho que su padre desconfiara de ellos con sus artimañas y estratagemas. Al césar Augusto legó 1.000 talentos, más regalos y obsequios. A su esposa, hijos, libertos y amigos les otorgó 500 talentos, y no dejó a su hermana Salomé sin sus regalos. La enfermedad empeoró y con el paso del tiempo se volvió extrema, agravada a diario por su precaria vejez y sus desventajosas circunstancias. De hecho, su cuerpo llevaba la carga de no menos de setenta años. Soportó la aflicción con frecuente tristeza, habiendo sido herido por tantos parricidas, que, o bien se habrían descubierto en sus hijos, o haberlo soportado era una gran angustia. Sin embargo, la furia de su enfermedad era incurable, pues temía al superviviente Antípatro. Los desprecios del pueblo también eran cada día peores. Las estatuas del césar y las imágenes de animales adyacentes al templo, contrarias a la ley, fueron derribadas. Los autores fueron especialmente Judas y Matías, instructores de la juventud, quienes decían que había llegado el momento de conspirar, con lo cual se vengaría la injuria de la ley violada. El miserable castigaría a quien consideraba justo todo lo que se le permitía al poder, no influenciado por la reverencia, sino enaltecido por la arrogancia, por haber ejercido como legítimo en el interior del templo el deseo de hacer lo que deseaba. Y aunque el poder divino apresuraría la retribución, sería noble que, además, demostraran por el santo templo su libertad al defender la observancia del rito paterno. Nadie debería verse limitado por el miedo al peligro, ya que morir por la ley ancestral era digno de la inmortalidad. El primer atacante derribó el águila dorada que cubría el techo de la puerta, fue arrestado y llevado ante el rey. Al ser interrogados, deseando obedecer el grave crimen que habían cometido, respondieron: "La ley ancestral". Y al preguntarle en qué se apoyaban, ya que pedían la pena de muerte, respondieron: "En la recompensa a la piedad y la devoción, cuya recompensa pagarían quienes buscaran la muerte en nombre del rito ancestral". Ya no pudo soportar Herodes I la inconsistencia de la respuesta, pero, dominado por la ira, superó su debilidad y se dirigió a una asamblea popular. Allí, denunciándolos como si fueran culpables de sacrilegio, comenzó a acusarlos de que se sospechaban cosas más graves que las que habían cometido. Lo cual, incluso si no debían probarse, pero todos, sufriendo castigo, temiendo por sí mismos de los autores que fueron apresados, suplicaron que no se procediera contra los demás, para que la investigación no perturbara tanto a los forasteros como a los inocentes. Y así, interrogado contra los presentes, pronunció la sentencia de que fueran quemados vivos. Desde entonces, la desgracia de Herodes I aumentó, y la fuerza de una grave enfermedad consumió todo su cuerpo con diversos sufrimientos. Tenía fiebre alta, picazón insoportable, dolores en los órganos internos continuos e incesantes, la mitad del intestino grueso estaba alterada, sus pies estaban irritados por la hidropesía, las partes ocultas del cuerpo estaban plagadas de gusanos, espasmos corporales, jadeos dolorosos y suspiros eran evidencia de algún problema que exigía los castigos de parricidio injusto y condena sacrílega. Sin embargo, no cedió y, con el deseo de vivir, luchó contra su enfermedad. Las cálidas aguas de Calirroe, buscadas al otro lado del Jordán, no le sirvieron de nada. El Mar Muerto, que curaba a muchos, detuvo al enfermo sin ningún progreso. Mientras lo mantenían caliente con abundante aceite, se relajó con el cuerpo desfallecido, levantó la vista con la apariencia de un moribundo, y su voz se quebró y perdió la sensibilidad, pero, despertado por el clamor de los que gritaban, se recuperó. Deseando regresar Herodes I a su tierra patria, al llegar a las cercanías de Jericó lo aquejó continuamente una bilis negra. Amenazado de muerte, Herodes I ideó un crimen atroz: expulsar al pueblo a la región inferior. En efecto, desde hacía tiempo, había ordenado que se reunieran los más nobles de toda Judea, de modo que desde cada aldea se reunieran en un solo lugar, y una vez cumplida la orden, ordenó que los encerraran. Tras ser citados el hipódromo y Salomé y su esposo Alexa, ordenó un legado de sangre, afirmando que su muerte sería una alegría para los pueblos de Judea y, por lo tanto, él mismo había ideado una razón para celebrar magníficamente su funeral; exigiéndoles que, tras su último aliento, ordenaran inmediatamente la ejecución de todos los que se encontraban confinados. Así, nadie en Judea ni en toda su casa lamentaría su muerte, ya que había dejado la herencia del dolor a toda su casa, quienes, mientras lamentaban su propia muerte, parecían rendir homenaje a los ritos funerarios del rey, y así la felicidad de las celebraciones religiosas públicas se veía impedida por la angustia doméstica. Y para que, por una orden malvada, no se abandonara la ejecución, ordenó que se entregaran 50 dracmas a cada soldado, para que, con el soborno por tan grave crimen, los soldados no rechazaran esta obra mortal, el horror de la ejecución se compensara con el beneficio de la remuneración. Ya se acercaba el castigo de la gran desgracia, pero anhelaba las respuestas de la triste legación, que informó sobre Acme que se había impuesto un castigo por la ofensa de Herodes I. Antípatro había sido declarado culpable de parricidio, y condenado a muerte. Sin embargo, Augusto rechazó tal condena auspiciada por Herodes I, y la conmutó por el exilio de Antípatro fuera de su tierra natal. Herodes I, a partir de entonces, no consideró otra cosa sino el modo de morir, absorbido por los dolores. Así pues, pidió una manzana y también un cuchillo, para que, acostumbrado a cortar la manzana con él, pudiera refrescarse. Se incorporó brevemente, apoyándose en el diván, y alzó la mano derecha con ganas de apuñalarse, pero Aquiabo corrió e impidió el golpe, y toda la casa resonó en lamentaciones, tanto que afuera se creyó que Herodes I había muerto. Antípatro se regocijó con el sonido de los lamentos de Herodes I, y exigió a sus guardias que lo liberaran de las cadenas. Al escuchar los regocijos de Antípatro, el guardia carcelero no sólo se negó a lo solicitado, sino que fue a anunciárselo al rey. Herodes I ordenó que mataran a Antípatro, y ordenó que lo enterraran en Hircania. De nuevo, cambió su testamento y nombró rey a Arquelao, el mayor de los hermanos, dejando a Antipas como tetrarca. Sobreviviendo a Antípatro por 5 días, Herodes I murió, tras gobernar su reino durante 37 años, desde que los romanos (Marco Antonio) le ordenaron gobernar, y desde que destruyera a Antígono (hijo de Aristóbulo II), su competidor por el reino. Pasó 34 años en el poder supremo, pero su vida doméstica no fue tan feliz como sus éxitos públicos. Así, desde fuera, le sopló una suerte tan favorable que, como plebeyo, fue admitido en el poder real. Allí, tras una larga y difícil experiencia, mantuvo a salvo su ejercicio del poder, y murió dejando a sus hijos la sucesión del poder, que él mismo no había recibido de sus padres, sino de los más desdichados de su casa, a quienes llenó de dolor y de la amarga sangre de sus parientes. Sin embargo, no logró ejecutar su mayor crueldad, pues en esto Salomé ignoró la anterior burla de sus crímenes, pues expulsó a todos aquellos a quienes el rey había ordenado matar, alegando que el rey se había arrepentido posteriormente de su orden mortal y que, al ser revocadas las órdenes anteriores, todos debían ser enviados a sus respectivos territorios.
XLVI
Tras reunirse en el anfiteatro a los soldados y al resto del pueblo, se anunció la muerte del rey Herodes I. Ptolomeo XVI (Ptolomeo XVI de Egipto), hijo de Marco Antonio y Cleopatra VII, uno de los amigos más fieles del rey, y a quien éste se había aferrado hasta el final, se adelantó y, portando su anillo, que tomó del dedo del difunto, elogió a Herodes I y exhortó al pueblo judío a la tranquilidad. Abrió una carta en la que, tras suplicar a los más fieles, exhortó a los soldados a mostrar benevolencia y gratitud a su sucesor. Abierta la escritura de su testamento, se leyó en voz alta que Filipo fue nombrado heredero de la región de Traconítida y los lugares vecinos, Antipas fue nombrado tetrarca y Arquelao rey. Sin embargo, su anillo debía ser entregado al césar y a él se le reservaba la aprobación y ejecución de todos sus arreglos, y finalmente su testamento quedaría establecido si el césar lo aprobaba. Ordenó que se cumplieran los demás asuntos según su voluntad. Inmediatamente, la aclamación de los soldados aplaudía a Arquelao, quien fue rodeado de inmediato por una multitud de asistentes, quienes prometieron buena voluntad y le juraron lealtad. Tras esto, sus ritos funerarios se organizaron de forma adecuada y magnífica; toda la exhibición de las riquezas reales se desplegó delante, junto con la multitud de la procesión fúnebre. Su lecho funerario era completamente de oro y estaba adornado con joyas, con la colcha resplandeciente de púrpura, el cuerpo cubierto con una túnica púrpura, con una hebilla reluciente de piedras preciosas ceñida, una diadema descansaba sobre su cabeza y sobre ella una corona de oro, con un cetro en su mano derecha, por lo que se habría creído que estaba vivo. Una columna de tracios precedía, y los guardaespaldas germanos y galos del rey conservaban su rango militar. De la misma manera, ceñidos con armas como si fueran a la batalla, pero con rostro triste, tropas similares los seguían. Las tropas restantes precedieron con las decoraciones y el aseo habituales, los líderes y centuriones lo acompañaban. Además, 50 esclavos y libertos de la casa real rociaron especias aromáticas, impregnando todo el camino con un agradable aroma. Los hijos del rey y numerosos parientes rodearon el féretro. El rey Herodes I fue enterrado en Herodión, como él mismo ordenó, a 200 estadios del lugar donde encontró el fin de su vida, escoltado a través de tan gran distancia con la gran sumisión de todos, pero no con el mismo afecto. Porque el miedo no lo había obligado a servir devotamente, al menos su dolor interior se expresaba libremente. Herodes I tuvo este fin.