GREGORIO DE NISA
Sobre la Meta divina

Si alguien aleja un poco del cuerpo la facultad de conocer, y se libera de la servidumbre de sus impresiones irracionales, y mira su alma desde arriba por medio de una reflexión sincera y pura, ése verá claramente en su misma naturaleza la caridad de Dios para con nosotros, y la voluntad del Creador hacia nosotros. Además, por medio de esta reflexión encontrará que existe en el hombre el impulso connatural e innato de un deseo que lo lleva hacia lo bello y lo excelente, y que existe en su naturaleza el amor impasible y feliz de esta imagen inteligible y bienaventurada cuya imitación es el hombre. Si el alma está despreocupada y no se mantiene en guardia contra sus distracciones, una carrera errante, que va de una a otra de las cosas visibles y efímeras, va a seducirla y a encantarla. Con una pasión descabellada y un amargo placer la arrastrará hacia un mal temible, que nace de las voluptuosidades de la vida, y que engendra la muerte para cualquiera que se prenda de ellas. Ahora bien, la gracia de nuestro Salvador concede, a aquellos que la reciben con un ardiente deseo, un remedio salvífico para sus almas: el conocimiento de la verdad. Por ella, la carrera errante que encantaba al hombre termina, y el sentido menospreciable de la carne se apaga, y el alma es conducida hacia lo divino y hacia su propia salvación por medio de la luz de la verdad (la revelación del conocimiento). Con magnanimidad, ustedes se decidieron a recibir este conocimiento. Con generosidad, ustedes dan riendas sueltas al amor de Dios, según la misma naturaleza que Dios quiso atribuir al alma. En sus actos, ustedes cumplen en común lo que es propio a la vida apostólica. Desean de mí una palabra que les guíe y les conduzca sin rodeos en el viaje de la vida, y les muestre con precisión cuál es la meta de esta vida para aquellos que participan de ella (cuál es la voluntad de Dios, buena, favorable y perfecta), y cuál es el camino hacia esta meta, y cómo deben comportarse los unos hacia los otros que la recorren, y cómo los superiores deben dirigir el coro monástico, y qué trabajos deben asumir aquellos que quieren alcanzar la cumbre de la virtud y preparar dignamente su alma para la venida del Espíritu. Puesto que ustedes me reclaman esta palabra, y la quieren no sólo oral sino por escrito, a fin de guardar estas líneas como una bodega de la memoria y poder sacar de ella con oportunidad lo que les será útil, trataré de responder a sus deseos dejándome llevar por la gracia del Espíritu.

I
El nacimiento cristiano, obra de la fe y del bautismo

Entre ustedes, oh hermanos, la regla de la piedad está establecida sobre la recta doctrina. Ustedes creen firmemente que hay una sola deidad en bienaventurada y eterna Trinidad. Esta deidad no sufre absolutamente ningún cambio, sino que debe ser pensada y adorada en una sola esencia, una sola gloria y una voluntad idéntica en sus tres hipóstasis. Hemos recibido esta confesión de muchos testigos, y la proclamamos nosotros también, para gloria del Espíritu que nos lavó en la fuente del sacramento. Sabemos que esta profesión de fe, piadosa y sin error, firmemente establecida en el fondo del alma, la tenemos en común con ustedes. Y conocemos el impulso de ustedes y la ascensión de sus actos hacia el bien y la beatitud; por eso nos limitaremos a escribirles algunos breves principios de instrucción. Los elegimos entre los escritos que nos dio el Espíritu, y en muchos lugares mencionamos las mismas palabras de la Escritura, para apoyar lo que decimos sobre su autoridad y para manifestar que le estamos subordinado. Con ello, no tendremos la impresión de abandonar la gracia de arriba para producir nosotros mismos las elucubraciones ilegítimas de un pensamiento bajo y sin valor, ni forzar con las filosofías del exterior nuestros ejemplos de piedad, para introducirlos subrepticiamente en la Escritura después de haberlos hecho brotar de una vana presunción. En efecto, aquel que quiere conducir hacia Dios su alma y su cuerpo (siguiendo la ley de la piedad), y devolverle el "culto incruento y puro" (estableciendo como guía de su vida la fe piadosa de los santos, y las palabras de la Escritura), debe ofrecer a la carrera de la virtud un alma dócil y bien dispuesta, que se aparte con toda pureza de las trabas de esta vida, y de todas las servidumbres con relación a las cosas bajas y vanas. En resumen, debe pertenecer todo entero, en fe y vida, a Dios. Allí donde está la fe piadosa, y una vida irreprochable, allí también está el poder de Cristo, y allí donde está el poder de Cristo está también la derrota de todo mal, y de esa muerte que nos roba la vida. Allí donde está esta fe y esta vida, los vicios no tienen en sí un poder lo suficientemente grande como para poner obstáculo al poder soberano, ni se desarrollan naturalmente contra la obediencia a los mandamientos (que es lo que experimentó en otros tiempos el primer hombre, y lo que experimentan ahora todos aquellos que imitan su desobediencia con una elección deliberada). Al contrario, aquellos que se acercan al Espíritu con una disposición recta, y guardan la fe con una certeza plena, son purificados por el mismo poder del Espíritu, permaneciendo en su conciencia sin mancha alguna, como afirma el apóstol: "Nuestro evangelio no les fue manifestado sólo con palabras, sino también con el poder y en el Espíritu Santo, y con plena certeza" (1Ts 1,5), y: "Que el espíritu de ustedes, su alma y cuerpo, sean guardados irreprochables para el advenimiento de nuestro Señor Jesucristo" (1Ts 5,23). Por el bautismo, Jesucristo ha conseguido la prenda de la resurrección a aquellos que él hace dignos, a fin de que el talento confiado a cada uno le obtenga, por su labor, la riqueza invisible.

II
El crecimiento cristiano, obra del Espíritu y del alma libre

Hermanos míos, el santo bautismo es lo suficientemente grande como para procurar, a aquellos que lo reciben, la posesión de las realidades inteligibles. El Espíritu es rico y no es envidioso de sus dones, y se vierte siempre como un torrente en aquellos que reciben la gracia. Con ese Espíritu, y colmados de su gracia, los apóstoles manifestaron a las iglesias de Cristo los frutos de su plenitud. En aquellos que reciben ese don con toda rectitud, el Espíritu permanece, según la medida de la fe de cada uno, y él es su huésped, y él opera con ellos, y él construye en cada uno el bien, según la proporción del celo del alma en las obras de la fe. A propósito de la Parábola de las Minas, ya el Señor dijo que la gracia del Espíritu Santo se da a cada uno en vista a su trabajo (es decir, para el progreso y crecimiento de aquel que lo recibe). ¿Por qué? Porque es necesario que el alma regenerada sea alimentada por el poder de Dios, hasta la medida de la edad del conocimiento en el Espíritu, y esté irrigada con generosidad por la savia de la virtud y el enriquecimiento de la gracia (Lc 19,23). El alma que ha sido regenerada por la potencia de Dios debe nutrirse del Espíritu hasta el límite de la edad intelectual, irrigada continuamente por el sudor de la virtud y por la abundancia de la gracia. El cuerpo del niño recién nacido no permanece mucho tiempo en la edad más tierna, sino que es fortificado por los alimentos corporales, crece según la ley de la naturaleza, hasta la medida que le es dada. Algo parecido se produce en el alma que recién renació: su participación en el Espíritu anula la enfermedad que había entrado con la desobediencia, y renueva la belleza primitiva de la naturaleza. El alma así renacida no permanece siempre niña, incapaz, inmóvil, dormida en el estado en el cual estaba en su nacimiento; sino que se nutre con los alimentos que le son propios, y hace crecer su estatura por medio de diversos ejercicios y virtudes, según las exigencias de su naturaleza. Por el poder del Espíritu y mediante su propia virtud, se volverá inexpugnable para los ladrones invisibles que lanzan contra las almas sus innumerables invenciones. Es necesario pues, progresar siempre hacia el "hombre perfecto", según estas palabras del apóstol: "Hasta que alcancemos todos la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de la edad de la plenitud de Cristo, a fin de que no seamos más niños, sacudidos y llevados por cualquier viento de doctrina según los artífices del error; sino viviendo según la verdad, crezcamos en todas las cosas hacia aquel que es la cabeza, Cristo" (Ef 4,13-15). En otro lugar, el mismo apóstol nos dice muy expresamente: "No se conformen al mundo presente, sino transfórmense renovando su mente, a fin de discernir cuál es la voluntad de Dios, lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto" (Rm 12,2).

III
La voluntad perfecta de Dios

Lo que el apóstol entiende por "voluntad perfecta" es que el alma tome la forma de la piedad, en la medida que la gracia del Espíritu la hace florecer hasta la belleza suprema, trabajando con el hombre que sufre en su transformación. El crecimiento del cuerpo no depende de nosotros (porque no es según el juicio del hombre ni según su agrado que la naturaleza mide su estatura), sino que sigue su propia tendencia y necesidad. Por el contrario, en el orden del nuevo nacimiento, la medida y la belleza del alma (dadas por la gracia del Espíritu, que pasa por el celo de aquel que la recibe) crecen según nuestra disposición. Cuanto más extiendas tu combate en favor de la piedad, más se extenderá la estatura de tu alma, por medio de estas luchas y rebajas a las cuales nuestro Señor nos invita diciendo: "Luchen por entrar por la puerta estrecha" (Lc 13,24; Mt 7,13), y: "Háganse violencia, pues son los violentos quienes arrebatan el reino de los cielos" (Mt 11,12), y: "Aquel que persevere hasta el fin, ése se salvará" (Mt 10,22), y: "Por su perseverancia tomarán posesión de sus almas" (Mc 13,12). A su vez, el apóstol nos dice: "Por la paciencia, corramos la carrera que se nos propone" (Hb 12,1), y: "Corran de manera que ganen el premio" (1Cor 9,24), y: "Como servidores de Dios por medio de una paciencia incansable" (2Cor 6,4). Nos invita el apóstol, pues, a correr, y a dirigir todo nuestro esfuerzo a estos combates, puesto que el don de la gracia está proporcionado a los esfuerzos de aquel que la recibe. Es la gracia del Espíritu la que concede la vida eterna y la alegría inefable en los cielos, y es el amor el que (por la fe, acompañada de las obras) gana el premio, atrae los dones y hace gozar de la gracia. La gracia del Espíritu Santo y la obra buena concurrente al mismo fin colman con esta vida bienaventurada el alma en la que ellas se reúnen. Al contrario, si la gracia y las obras van separadas no procurarían al alma ningún beneficio. ¿Por qué? Porque la gracia de Dios es de tal naturaleza que no puede visitar a las almas que rehúsan la salvación, y el poder de la virtud humana no basta por sí solo para elevar hasta la forma de la vida celestial a las almas que no participan de la gracia. Es lo que recuerda la Escritura, cuando dice: "Si el Señor no edifica la casa ni guarda la ciudad, en vano vigila el guardián y trabaja el que construye" (Sal 126,1), y: "No son sus espadas las que conquistaron la tierra, no son sus brazos los que los salvaron (aun si los brazos y las espadas han servido en el combate) sino tu mano y tu brazo, oh Señor, y la luz de tu rostro" (Sal 43,4). ¿Qué quiere decir esto? Que desde arriba el Señor lucha con los que luchan, y que la corona no depende solamente del trabajo de los hombres ni tampoco de sus esfuerzos, sino que descansan finalmente sobre la voluntad de Dios. Es necesario saber en primer lugar, por tanto, cuál es la voluntad de Dios, y dirigir hacia ella todos nuestros esfuerzos, y tener hacia la vida bienaventurada por el deseo, y disponer en vista a esta vida nuestra propia existencia. La "voluntad perfecta" de Dios consiste en purificar el alma de toda mancha por la gracia, elevarla por encima de los placeres del cuerpo, y ofrecerla pura y capaz de ver la luz inteligible e inefable. De ser así, esa alma puede ser considera bienaventurado, como recuerda el mismo Señor "Bienaventurados los corazones puros, porque verán a Dios (Mt 5,8). Y en otra parte ordena: Sean perfectos como su Padre del cielo es perfecto" (Mt 5,48). El apóstol exhorta a correr hacia esta perfección, cuando dice: "Para llevar a todos los hombres hasta la perfección en Cristo, me fatigo luchando" (Col 1,28).

IV
El alma, librada de la vergüenza

Para los que desean una vida auténticamente monacal, David, hablando en el Espíritu, enseña el camino que deben tomar para llegar a la meta perfecta, y los bienes que deben pedir a Aquel que da. En concreto, esto es lo que dice: "Que mi corazón se vuelva inmaculado en tu justicia, a fin de que no pase vergüenza" (Sal 118,80). Diciendo esto, David invita a aquellos que por sus malas acciones se han cubierto de vergüenza, a temer esta vergüenza y a desembarazarse de ella como de un vestido manchado de infamia. Pero hay más, pues también dice David: "No tendré vergüenza si escudriño todos tus mandamientos" (Sal 118,6). Observa cómo el Espíritu pone en el cumplimiento de los mandamientos la libertad del alma. Y si no, ahí está lo que también continúa diciendo David: "Construye en mí, oh Dios, un corazón puro; establece en mi seno un espíritu nuevo y recto; afiánzame con el Espíritu soberano" (Sal 50,12), y: "¿Quién subirá a la montaña del Señor? El hombre de manos inocentes, y puro corazón" (Sal 23,3-4). He aquí quien subirá a la montaña del Señor: aquel que es puro en todas las cosas, y quien por el pensamiento, el conocimiento, o los actos, no manchó su alma hasta el fondo, ni se obstinó en el mal, sino que recibió el "Espíritu soberano", y reconstruyó con obras y buenos pensamientos su corazón, destruyendo con ello el mal.

V
El alma, asimilada a Cristo

El santo apóstol, hablando a los que decidieron vivir en la virginidad, describe cual debe ser este género de vida, cuando dice: "La virgen piensa en las cosas del Señor, y cómo ser santa en el cuerpo y en el espíritu" (1Cor 7,34), queriendo significar con esto cómo purificarse en cuanto al alma y a la carne. Y exhorta a huir de todo pecado (visible o escondido), absteniéndose enteramente de las faltas que se cometen con las acciones y de las que se cumplen en el pensamiento. En efecto, la meta para el alma honrada con la virginidad consiste en acercarse a Dios y hacerse la esposa de Cristo. Aquel que desea unirse con alguien debe, por supuesto, adoptar su manera de ser, imitándolo. Es una necesidad, por tanto, para el alma que desea convertirse en esposa de Cristo, hacerse conforme a la belleza de Cristo, por medio de la virtud, según el poder del Espíritu. En efecto, no es posible que se una a la luz aquel que no brilla con el reflejo de esta luz. Como escribe el apóstol Juan, "cualquiera que tiene esta esperanza se santifica, como Cristo mismo es santo" (1Jn 3,3). Es lo que recuerda el apóstol Pablo, cuando dice: "Sean mis imitadores como yo lo soy de Cristo" (1Cor 11,1). El alma que quiere levantar vuelo hacia lo divino, y adherirse fuertemente a Cristo, debe alejar de sí toda falta, las que se cumplen visiblemente con las acciones (quiero decir, el robo, la rapiña, el adulterio, la avaricia, la fornicación, el vicio de la lengua y todos los géneros de faltas visibles), y también los males que se introducen subrepticiamente en las almas y, permaneciendo escondidos para la gente del exterior, devoran al hombre de una manera cruel (es decir, la envidia, la incredulidad, la malignidad, el fraude, el deseo de lo que no conviene, el odio, el fingimiento, la vanagloria, y todo el enjambre engañador de estos vicios que la Escritura odia, y rechaza con disgusto al igual que los pecados visibles, como si fueran de la misma ralea y generados del mismo mal). En efecto, ¿de quién dispersará los huesos el Señor? ¿No es acaso de aquellos que quieren agradar a los hombres? ¿A quién el Señor rechazará como maldito y asesino? ¿No es acaso al hombre engañador y pérfido? Efectivamente, pues "al hombre de sangre y de fraude, el Señor lo maldice" (Sal 5,7). Y David, ¿no condena abiertamente a aquellos que "dicen paz a su prójimo, pero cuyo corazón está lleno de maldad" (Sal 27,3), y a los que "en sus corazones hacen la injusticia sobre la tierra" (Sal 105,39)?

VI
La regla de la verdad: en lo secreto

Dios llama "obra de pecado" al movimiento del corazón que se produce en secreto (Sal 57,3). En consecuencia, exhorta a no buscar alabanzas de los hombres, y a no enrojecerse por sus menosprecios. La Escritura declara "privados de recompensa en el cielo" a aquellos que socorren al pobre con ostentación, y se glorifican de sus limosnas en la tierra. Si lo que buscas, por tanto, es agradar a los hombres, y das para ser alabado, el salario de tu buena acción te está pagado por las alabanzas humanas en vista de las cuales has mostrado beneficencia. No busques, pues, más recompensa en el cielo, tú que colocas tus trabajos aquí abajo. Y no esperes honores cerca de Dios, tú que los has recibido de los hombres. ¿Deseas una gloria inmortal? Muestra tu vida en lo secreto, a Aquel que es suficientemente poderoso para procurar la gloria que deseas. ¿Temes una vergüenza eterna? Teme a Aquel que desvelará tu vergüenza en el día del juicio. ¿Por qué, entonces, dijo el Señor que "la luz de ustedes brille delante de los hombres, para que vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre de ustedes que está en los cielos" (Mt 5,16)? Por esto mismo: para animar al hombre que cumple los mandamientos de Dios a hacer todas sus acciones mirando a Dios (a agradar a Dios solo, sin correr detrás de cualquier gloria que viene de los hombres), huyendo de los elogios y la ostentación, y posibilitando por su vida y obras que los espectadores "glorifiquen al Padre que está en los cielos" (Mt 5,16). Lo que ordena aquí Cristo es que refiramos toda la gloria al Padre, y cumplamos toda acción en vistas a la voluntad del Padre. Así estará cerca del Padre esa persona, y encontrará la recompensa de las obras de virtud. El Señor invita a huir del elogio que viene de los hombres y de la tierra, pues éstos desvían de él, y porque aquel que lo busca y lo atrae se priva de la gloria de la vida eterna, y lo único que puee esperar es el castigo. Pobres de ustedes, dice el Señor, "cuando los hombres hablen bien de ustedes" (Lc 6,26). Huye, entonces, de todo honor humano, cuyo fin es la vergüenza y la confusión eternas, y tiende hacia las alabanzas de arriba, de las cuales David canta: "Mi alabanza está cerca de ti" (Sal 21,26), y: "Mi alma se gloría en el Señor" (Sal 33,3). Aun cuando se trate simplemente del comer, el bienaventurado apóstol recomienda no tomar de cualquier manera la comida que se encuentre preparada, sino dando gloria a Aquel que da los medios para sostener la vida. En todas las cosas, pues, Cristo ordena menospreciar la gloria de los hombres y buscar sólo la gloria de Dios.

VII
Quien busca alabanzas no tiene fe

Aquel que busca la gloria de Dios es llamado por el mismo Señor como fiel; mientras que junta con los infieles a aquel que ambiciona los honores de aquí abajo. ¿Cómo podrían creer, dice, "ustedes que reciben gloria los unos de los otros, y no buscan la gloria que viene sólo de Dios" (Jn 5,44)? Y si no, aprende del apóstol Juan lo que dice del odio, cuando dice: "Aquel que odia a su hermano es un homicida, y ustedes saben que ningún homicida tiene la vida eterna" (1Jn 3,15). El Señor rechaza de la vida eterna, por tanto, a aquel que tiene odio contra su hermano, y abiertamente dice que el odio es un homicidio. ¿Por qué? Porque aquel que suprime y destruye el amor del prójimo, y que en lugar de amigo se vuelve enemigo, puede ser considerado como quien alberga contra su prójimo el odio escondido que alimentan los homicidas hacia las víctimas que se proponen derribar. En efecto, no hay ninguna diferencia entre las faltas escondidas en el interior y las que se ven y aparecen, como muestra el apóstol con sagacidad al reunirlas todas y colocarlas sobre el mismo plano. Estas son sus palabras: "Como no juzgaron bueno guardar el conocimiento de Dios, Dios los abandonó a sus inteligencias depravadas, de tal manera que hacen lo que no hay que hacer, llenos de iniquidad, de malicias, de fornicación, de avaricia, de maldad, llenos de envidia, de homicidios, de querellas, de fraude, de maleficencia; maldicientes, detractores, detestables para Dios, despreciativos, orgullosos, altaneros, inventores de calamidades, desobedientes a sus padres, insensatos, desordenados, sin afectos, sin lealtad, sin misericordia. Ellos no conocen la justicia de Dios (y sabiendo que aquellos que hacen estas cosas son dignos de muerte) no solamente las hacen, sino que aprueban a los que las hacen" (Rm 1,28-32). ¿Ves cómo flagela el apóstol la maldad, el orgullo, el engaño y los demás vicios escondidos, al mismo tiempo que el asesinato, la avaricia y todos los crímenes de esta naturaleza? En cuanto al mismo Señor, éste proclama: "Lo que está elevado entre los hombres es abominación delante de Dios" (Lc 16,5); y: "Aquel que se eleva será abajado, aquel que se abaja, será elevado" (Lc 14,11). La sabiduría dice también: "Un corazón que se eleva es impuro delante de Dios" (Prov 16,5).

VIII
La ley del pecado: los malos deseos

En los libros de las Escrituras se podrían encontrar muchos textos que condenan las faltas escondidas en las almas. Estos vicios son malos y difíciles para sanar, y se fortifican en la profundidad del alma hasta el punto que no es posible extirparlos y arrancarlos por la sola fuerza y celo del hombre. Esta extirpación es algo que sólo se alcanza atrayendo por la oración el poder del Espíritu, para combatir juntos. De no ser así, uno se hace dueño de este mal, que es un tirano interior. El Espíritu nos lo enseña por medio de la voz de David, cuando éste dice: "Purifícame de mis pecados ocultos; preserva a tu servidor de los vicios que están en él como extranjeros" (Sal 18,13-14). Es necesario, pues, vigilar de cerca, volviéndose con frecuencia hacia el alma como el jefe de guerra que grita y manda: "Hombre, guarda tu corazón con toda vigilancia, porque de él procede la vida" (Prov 4,23). La guarda del alma es el juicio de la piedad, fortificado por el temor de Dios, la gracia del Espíritu y las obras de la virtud. Así, aquel que arma su alma con ellos desvía con facilidad los asaltos del tirano, y extirpa el fraude y la codicia, el orgullo y la cólera, la envidia y todos los movimientos perversos del mal que se forman en el interior del hombre.

IX
Nadie puede servir a dos maestros

El cultivador de la virtud debe ser un hombre franco y firme, sabiendo cultivar los únicos frutos de la piedad. Y no extraviar nunca su vida sobre los caminos del mal, y nunca alejar de la fe el juicio de la piedad, sino acercarla al derecho. Deber ser alguien que ignore los sentimientos extraños a su propio camino, porque el camino abrazado por el hombre solo, y aquel que pasa por la unión con una mujer, no podrían conseguir el mismo salario de vida. A este respecto, el bienaventurado Moisés dijo: "No engancharás juntos en tu arado animales de distintas especies tales como un buey y un asno, sino que trillarás tu grano poniendo bajo el yugo a los animales de una misma especie. No tejerás lino con lana ni lana con lino en un mismo vestido. En el suelo de la tierra no sembrarás dos semillas distintas, la una sobre la otra ni el mismo año. No aparearás dos animales de especies distintas, sino que juntarás aquellos de la misma especie" (Dt 22,10; Lv 19,19). ¿Qué quieren decir estos enigmas, para el monje? Esto mismo: que no se debe sembrar en la misma alma el vicio y la virtud, o compartir su vida entre contrarios, o cultivar al mismo tiempo las espinas y el trigo. La esposa de Cristo no debe cometer el adulterio con los enemigos de Cristo, ni puede engendrar por una parte la luz y por otra las tinieblas. Estas cosas no están hechas para caminar juntas, ni tampoco las partes de la virtud con las del vicio. En efecto, ¿qué tipo de amistad podría establecerse entre la moderación y la intemperancia? ¿Y qué acuerdo entre la justicia y la injusticia? ¿Y qué sociedad entre la luz y las tinieblas? ¿No sucederá de manera infalible que el uno perderá el terreno en favor del otro, y no deseará permanecer frente al asaltante? Es necesario que el sabio agricultor desparrame, como de una fuente buena para beber, las aguas puras de la vida, sin mezcla de ningún lodazal. En el campo espiritual, el monje debe conocer bien las únicas cosechas de Dios, y trabajar solamente en ellas con perseverancia y durante toda su vida. De hacerlo, incluso si un pensamiento extraño aparece bajo la cobertura de los frutos de la virtud, Aquel que lo ve todo mirará sus trabajos, y con prontitud, y por medio de su propio poder, cortará de raíz esos malos pensamientos, falsos y escondidos, antes de que broten. Si alguien persevera en los trabajos de la virtud, la gracia del Espíritu lo acompañará, destruyendo cuanto antes las semillas del vicio. Además, será imposible que aquel que se adhiera siempre a Dios pierda la esperanza o sea dejado sin defensa.

X
La oración lo obtiene todo

Han leído en el evangelio, queridos hermanos, la historia de esa viuda que expone a un juez inicuo una gran injusticia, y cómo con mucho tiempo y perseverancia triunfa sobre las costumbres del juez, y consigue la venganza sobre el injusto agresor. Pues bien, oh hermano, tampoco tú te desanimes, cuando reces. Si la audacia de esta mujer llegó a quebrar la arbitrariedad de un juez sin piedad, ¿cómo podría ser posible desesperar de la solicitud de Dios, de quien sabemos que la misericordia previene a menudo a aquellos que lo invocan? Por otra parte, el mismo Señor espera la perseverancia de nuestras oraciones, cuando dice: "Vean lo que dice el juez inicuo. Y Dios, ¿no hará justicia a los que gritan a él día y noche? Yo les digo: les hará justicia y pronto" (Lc 18,6-8).

XI
Los dones del Espíritu

El apóstol, sabiendo que muchos esfuerzos y combates esperan a los discípulos de la piedad, en sus progresos hacia la perfección, propone a todos la meta verdadera y escribe: "Corrigiendo a todos los hombres e instruyéndolos con toda sabiduría, a fin de que cada uno llegue a la perfección en Cristo. Por eso me fatigo luchando" (Col 1,28-29). Además, el apóstol pide, a aquellos que por el bautismo se hicieron dignos de recibir el sello del Espíritu, que adquieran el crecimiento de la "edad del conocimiento" (edad espiritual) bajo la conducción del Espíritu. Estas son sus palabras: "Habiendo tenido noticia de la fe de ustedes, y de la caridad que tienen para con todos los santos, no ceso de orar por ustedes y de pedir que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, les de el Espíritu de sabiduría y de revelación en su conocimiento: que los ojos de su corazón sean iluminados para que sepan cuál es la esperanza de su llamado y la riqueza de la gloria de su herencia entre los santos, y cuál es la grandeza supereminente de su poder, a favor nuestro, para nosotros los creyentes" (Ef 1,16-19). Poco después, el apóstol habla del modo de participación del Espíritu, "según la operación de su potencia, que él obró en Cristo resucitándolo de entre los muertos" (Ef 1,19). Se expresa claramente, pues, sobre la participación del Espíritu, y sobre la acción de éste en favor de aquellos que lo reciben. ¿Para qué? Para esto mismo: "para que ustedes también reciban de la misma manera su plenitud". Un poco más adelante, en la misma epístola, implora el apóstol para ellos algo mejor, pidiendo que baje sobre ellos el perfecto poder del Espíritu: "Por eso doblo las rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo, de quien toma su nombre toda familia en los cielos y en la tierra, para que según la riqueza de su gloria, les conceda ser poderosamente fortalecidos en el hombre interior por su Espíritu; que Cristo habite por la fe en sus corazones, que arraigados y fundados en la caridad, puedan comprender, en unión con todos los santos, cuál es la anchura, la longitud, la altura y la profundidad, y conocer la caridad de Cristo, que supera toda ciencia, para que sean llenos de toda plenitud de Dios" (Ef 3,14-19).

XII
El camino supereminente

En otras epístolas, también habla el apóstol a sus discípulos de los tesoros del Espíritu, exhortándoles a participar de él: "Aspiren a los mejores dones. Pero quiero mostrarles un camino mejor. Si yo hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como un bronce que suena o un címbalo que retiñe. Y si tuviera el don de profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, y tuviera una fe que trasladara montañas, si no tengo caridad, no soy nada. Y si repartiera todos mis bienes y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, para nada me aprovecha" (1Cor 13,1-3). ¿Qué es, pues, la superioridad de la caridad, y cuáles son sus frutos? ¿De qué males aleja a aquel que la posee, y qué bienes procura? El apóstol lo muestra con sabiduría, cuando dice: "La caridad es longánima, es benigna, no es envidiosa, no es jactanciosa, no se hincha; no es descortés, no busca lo suyo, no se irrita, no piensa mal; no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera. La caridad jamás terminar" (1Cor 13,4-8). Esto es hablar con una perfecta sabiduría y exactitud, y dejar claro que la caridad jamás terminará. ¿Qué significa esto? Esto mismo: que si alguien consigue estos carismas que el Espíritu concede (las lenguas de los ángeles, la profecía, la ciencia, el don de sanación), pero aun no está plenamente liberado de las pasiones que lo perturban desde el interior, y no recibió aun en su alma el perfecto remedio de la salvación, ése permanece en el temor de una caída, y no tiene la caridad que funda y confirma la estabilidad de la virtud. No te quedes pues, oh hermano, en los dones. No pienses tampoco que, con la gracia rica y generosa del Espíritu, nada te falta para la perfección, sino que cuando afluyan hacia ti esta profusión de dones, entonces hazte pobre de espíritu. Acurrucado bajo el temor de Dios, y contando sólo con la caridad (como fundamento del tesoro de la gracia para el alma), sigue combatiendo toda impresión descabellada, antes de haber alcanzado la cumbre de la meta de la piedad. El mismo apóstol te precedió, y atrajo a sus discípulos por su oración y por su doctrina, y les dijo que lo que vale es ser una nueva criatura. A todos los que siguen esta norma, la paz y misericordia de Dios les acompaña (Gál 6,15-16).

XIII
La nueva criatura

A este respecto, dice también el apóstol: "Si alguien es de Cristo, se ha hecho criatura nueva, y lo viejo pasó" (2Cor 5,17). Ser "nueva criatura" es la regla apostólica, según expresa el apóstol con estas palabras: "A fin de presentársela a sí gloriosa, sin mancha o arruga o cosa semejante, sino santa e inmaculada" (Ef 5,27). Llama el apóstol, pues, "nueva creación" a la inhabitación del Espíritu Santo en el alma pura y sin mancha, alejada de toda malicia, perversidad o torpeza. Cuando el alma haya alcanzado el odio al pecado, y se haya entregado a Dios según sus fuerzas por medio del gobierno de la virtud, y cuando reciba la gracia del Espíritu, y se encuentre transformada por la divina gracia, será enteramente nueva y recreada. La advertencia "purifíquense de la vieja levadura para transformarse en una masa nueva" (1Cor 5,7) expresa la misma enseñanza, así como la máxima "celebremos este banquete, mas no con la vieja levadura sino con los panes ácimos de pureza y de verdad" (1Cor 5,8). Puesto que el enemigo tiende sus trampas al alma por todas partes (lanzando hacia ella su maleficencia), y puesto que las fuerzas humanas son por sí mismas inferiores en semejante combate, el apóstol nos ordena armar nuestro miembros con las armas celestiales. En concreto, nos invita a "revestirnos con la coraza de la justicia, a calzar nuestros pies con la preparación de la paz, a ceñirnos con la verdad, tomando por encima de todo eso el escudo de la fe con que poder apagar los encendidos dardos del Maligno" (Ef 6,14-16), siendo los "dardos encendidos" las pasiones no reprimidas. Nos exhorta también el apóstol a "tomar el casco de la salvación y la espada santa del Espíritu". Por la "espada santa" se entiende la palabra poderosa de Dios. El alma debe armar su mano derecha con ella para rechazar las maquinaciones del enemigo. Seguramente me dirás: ¿Cómo podemos tomar estas armas? Apréndelo del mismo apóstol, cuando dice: "Por la oración continua y la súplica, recen en el Espíritu en todo tiempo. Por eso, vigilen en todo tiempo y con perseverancia" (Ef 6,18), y: "Que la gracia de nuestro Señor Jesucristo, y la caridad de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté con todos ustedes" (2Cor 13,13), y: "Que el espíritu de ustedes, alma y cuerpo, se conserve entero, sin mancha para la venida de nuestro Señor Jesucristo" (1Ts 5,23).

XIV
El mayor mandamiento

¿Ven cuántos medios de salvación te mostró el Señor, oh hermano? Y todos tienden hacia el único camino y la única meta, que es la de ser un cristiano perfecto. Este es el fin hacia el cual debes apurarte, por medio de una fe robusta y una esperanza constante. Sobre todo si estás prendado por la verdad y adelantas con alegría, con pleno fervor en lo más fuerte de la lucha. Para los que hacen esto, la carrera de la vida se eleva con facilidad hasta la cumbre de esos mandamientos de donde se desprende toda la ley y los profetas. ¿Qué mandamientos? Estos mismos: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todo tu pensamiento, y a tu prójimo como a ti mismo" (Dt 6,5). Tal es la meta de la piedad, que el mismo Señor y los apóstoles nos han transmitido. Una vez conocidas las reglas del monacato, y conociendo claramente el trabajo del viaje y el fin de la carrera, todos repudiarán la presunción y la gloria que inspiran los éxitos alcanzados. Para una vida eterna renuncian los monjes a sus almas, como dice la Escritura, y miran hacia una sola riqueza: la que Dios propone a los que lo aman, como premio obtenido por su amor a Cristo. Cristo llama a ello a todos aquellos que se ofrecen con prontitud para sostener la lucha, y a todos ellos les dice que la cruz les basta como viático, en el país de esta vida.

XV
Renunciar a sí mismo y cargar con la cruz

Con alegría y buena esperanza deben llevar, oh hermanos, la cruz, y con ella seguir al Dios Salvador. Adopten como ley y como itinerario de su vida la economía divina, como recuerda el apóstol: "Sean mis imitadores como yo lo soy de Cristo" (1Cor 11,1), y: "Por la paciencia corramos el combate que se nos ofrece, puestos los ojos en Jesús, que es el autor y consumador de la fe: el cual, en vez del gozo que se le ofrecía, soportó la cruz, sin hacer caso de la ignominia, y está sentado a la diestra del trono de Dios" (Hb 12,1-2). Es de temer, en efecto, que transportados por los dones del Espíritu, encontremos en nuestros pequeños éxitos de virtud un motivo para enorgullecernos y gloriarnos. De no superar estos obstáculos, caeríamos de nuestro impulso antes de alcanzar el término de nuestra esperanza. Todo el trabajo ya hecho se volvería inútil, y parecería que somos indignos de la perfección hacia la cual la gracia del Espíritu nos arrastra.

XVI
Tendidos hacia lo que está por adelante

No debemos bajo ningún pretexto, oh hermanos, aflojar la intensidad de nuestro esfuerzo, ni dejar el combate que nos espera, ni ocupar nuestro espíritu con lo que está atrás (si algo bueno se hizo), sino olvidar todo eso y, con el ejemplo del apóstol, "tender hacia lo que nos precede" (Flp 3,13). Mientras nuestro corazón se rompe bajo la tensión del esfuerzo, con un deseo insaciable de justicia (porque sólo de ella deben tener hambre y sed aquellos que buscan alcanzar la perfección), nos volveremos humildes y compenetrados por el temor de Dios, viendo que estamos lejos de las promesas, y todavía exiliados de la perfecta caridad de Cristo. Aquel que ama esta caridad, y que mira hacia arriba, hacia la promesa, no se exalta con los éxitos logrados (ni cuando ayuna, ni cuando vigila, ni cuando aplica su celo a otras formas de virtud), sino que aumenta su deseo de Dios, y mira con intensidad hacia Aquel que lo llama, y considera todo lo que hace por alcanzarlo como poca cosa y como indigno de recompensa. Mientras dura esta vida, ese tal se sobrepasa continuamente a sí mismo, acumulando trabajos sobre trabajos y virtudes sobre virtudes, hasta que se presente frente a Dios precioso por sus obras y sin conciencia de haberse hecho digno de él.

XVII
El amor sin medida

Aquí reside la cumbre de la vida monacal: en que aquel que es grande se abaje en su corazón, y condene su vida con temor de Dios, y haga caer la opinión que tiene de sí mismo. De hacerlo, gozará de la promesa en la medida en que creyó y en que amó, y no en la medida en que trabajó y se cansó. ¿Por qué? Porque los dones son muy grandes para que pueda encontrar trabajos dignos de ellos. Lo que hace falta es una gran fe y una gran esperanza, porque la recompensa se medirá en base a estas dos virtudes, y no a los ejercicios. El soporte de la fe es la pobreza según el Espíritu, y el amor de Dios sin medida.