GREGORIO DE NISA
Muerte de Bebés
I
Todo ensayista y panfletista te tendrá, excelentísimo, para desplegar su elocuencia, pues tus maravillosas cualidades serán un amplio hipódromo donde explayarse. Un tema noble y sugestivo en manos hábiles tiene, sin duda, una forma de crear un estilo más grandioso, elevándolo a la altura de la gran realidad. Yo, sin embargo, como un caballo viejo, me mantendré al margen de este hipódromo propuesto, sólo prestando atención a la contienda que se libra al celebrar tus alabanzas, por si el sonido de algún carro literario corriendo a toda velocidad entre tales maravillas nos llega. No obstante, aunque la vejez puede obligar a un caballo a mantenerse alejado de la carrera, a menudo puede ocurrir que el estruendo de los corredores le excite, y levante la cabeza con miradas ansiosas, y muestre su entusiasmo en sus respiraciones, y brinque y patee el suelo con frecuencia, aunque este entusiasmo sea todo lo que le queda, y el tiempo haya minado sus fuerzas para correr. De la misma manera, mi pluma permanece al margen del combate, y la edad la obliga a ceder el paso a los profesores que ahora florecen. Sin embargo, su afán por unirse a la competencia que te rodea perdura, y aún puede demostrarlo, aunque estos estilistas que ahora florecen estén en la cima de su talento. Nada de esta muestra de mi entusiasmo por ti tiene que ver con elogiarte. De hecho, ningún estilo, por nervioso y equilibrado que sea, lo lograría fácilmente. Además, cualquiera que intentara describir esa embarazosa pero armoniosa mezcla de opuestos en tu carácter, inevitablemente quedaría muy por detrás de tu verdadero valor. La naturaleza, en efecto, al proyectar la sombra de las pestañas ante los rayos deslumbrantes, aporta a los ojos una luz más débil, y así la luz del sol se nos hace tolerable, mezclándose en cantidades proporcionales a nuestra necesidad, con las sombras que proyectan las pestañas. Así también, la grandeza y la grandeza de tu carácter, atenuadas por tu modestia y humildad mental, en lugar de cegar la mirada del observador, hacen que la vista sea placentera. Por ello, esta humildad mental no opacará el esplendor de la grandeza ni pasará desapercibida su fuerza latente, sino que se percibirá en esa otra humildad de tu carácter en su elevación, y la grandeza en la humildad. Otros deben describir todo esto, y ensalzar además la polivalencia de tu mente. Tus ojos intelectuales son, en efecto, tan numerosos como los cabellos de la cabeza. Tu mirada aguda e infalible lo abarca todo por igual, y prevé lo lejano, y hace que no pase desapercibido lo cercano. Además, dicho ojos no esperan a que la experiencia les enseñe la conveniencia, pues ven con la perspicacia de la esperanza y de la memoria, y escudriñan el presente por completo (primero en una cosa, y luego en otra, sin confundirlos en tu mente), y trabajan con la misma energía y con la atención que se requiere. Otro será también el que exprese su admiración por la forma en que la pobreza se enriquece gracias a ti, si es que hay alguien en esta época que haga de esto un motivo de alabanza y admiración. En efecto, el amor a la pobreza abundará en ti, y tu riqueza invertida será envidiada por encima de los lingotes de Creso. ¿A quién han enriquecido el mar y la tierra, con toda la dote de sus productos naturales, como te ha enriquecido tu rechazo a la abundancia mundana? El mar y la tierra limpian la mancha del acero y lo hacen brillar como la plata. Pues bien, así se ha vuelto más brillante el brillo de tu vida, siempre cuidadosamente limpia del óxido de la riqueza. Dejamos eso a quienes puedan ampliarlo, y también a tu excelente conocimiento de las cosas en las que es más glorioso ganar que abstenerse de ganar. Permíteme, sin embargo, decirte algo: que no desprecias todas las adquisiciones, y que hay algunas que, aunque ninguno de tus predecesores ha podido asir, sin embargo, tú y sólo tú las has agarrado con ambas manos. En efecto, en lugar de vestidos, esclavos y dinero, tú tienes y retienes las almas mismas de los hombres, y las almacenas en el tesoro de tu amor. Los ensayistas y panfletistas, cuya gloria proviene de tales elogios, entrarán en estos asuntos. Por su parte, mi pluma, veterana como es ahora, se despertará sólo hasta el punto de ir paso de paso a través del problema que tu sabiduría ha propuesto, a saber: qué debemos pensar de aquellos que son tomados prematuramente, y cuyo momento de nacimiento casi coincide con el de su muerte. El culto y pagano Platón habló, en la persona de alguien que había vuelto a la vida, mucha filosofía sobre los tribunales de justicia en ese otro mundo, pero dejó esta otra cuestión en el misterio, como algo ostensiblemente grande y como algo demasiado opaco como para introducirlo en las conjeturas humanas.
II
Si hay algo en mis elucubraciones que pueda aclarar las oscuridades de esta cuestión, sin duda agradecerás la nueva explicación. Y si no, al menos lo disculparás en tu vejez y aceptarás, como mínimo, mi deseo de proporcionarte algún placer. La historia cuenta que Jerjes, ese gran príncipe que había convertido casi todas las tierras bajo el sol en un vasto campamento y que había incitado al mundo entero con sus propios designios, cuando marchaba contra los griegos recibió con alegría a un pobre y el regalo de ese hombre. Ese regalo era agua, y no en una jarra, sino llevada en el hueco de la palma de su mano. Así que tú, por tu generosidad innata, sigue su ejemplo. Para él, la voluntad hizo el regalo, y nuestro regalo puede ser encontrado en sí mismo sólo una pobre cosa acuosa. En el caso de las maravillas en los cielos, un hombre ve su belleza por igual, ya sea que esté entrenado para observarlas, o que mire hacia arriba con un ojo no científico. No obstante, el sentimiento hacia ellas no es el mismo en el hombre que viene de la filosofía a su contemplación, y en aquel que sólo tiene sus sentidos de percepción para encomendárselas. Este último puede estar complacido con la luz del sol (o considerar la belleza de las estrellas digna de su asombro, o haber observado las etapas del curso de la luna a lo largo del mes), mas el primero, que tiene la visión del alma, y cuyo entrenamiento lo ha iluminado para comprender los fenómenos de los cielos, deja de lado todas estas cosas que deleitan los sentidos de los más irreflexivos, y observa la armonía del todo, inspeccionando el concierto que resulta incluso de los movimientos opuestos en las revoluciones circulares (o cómo los círculos internos de estos giran en sentido contrario a aquel en que se mueven las estrellas fijas, o cómo los cuerpos celestes que se observan en estos círculos internos se agrupan de forma variada en sus aproximaciones y divergencias, o sus desapariciones unos tras otros, o sus movimientos siempre de la misma manera y en esa notable e interminable armonía; de la cual son conscientes aquellos que no pasan por alto la posición de la estrella más pequeña, y cuyas mentes, por el entrenamiento establecido arriba, les prestan igual atención a todas). De la misma manera, tú, una vida preciosa para mí, vigilas la economía divina. Dejando esos objetos que incesantemente ocupan las mentes de la multitud (la riqueza, el lujo y la vanagloria, cosas que, como rayos de sol que brillan en sus rostros, deslumbran a los irreflexivos), tú no pasarás sin indagar las preguntas aparentemente más triviales del mundo, porque escudriñas con mucho cuidado las desigualdades en las vidas humanas. Y no sólo con respecto a la riqueza y la penuria, y las diferencias de posición y descendencia (porque sabes que no son nada, y que deben su existencia no a ninguna realidad intrínseca, sino a la estúpida estimación de quienes se sorprenden con nulidades, como si fueran cosas reales), o como ese que abstrae de alguien que brilla de gloria y la adoración ciega de quienes lo miran (pues nada le quedaría después de todo el orgullo inflado, lo cual lo llena de júbilo, aunque toda la riqueza del mundo estuviera enterrada en sus sótanos), sino por una de esas ansiedades que tú tienes por saber, entre las que se encuentra querer saber cada detalle del gobierno divino. ¿Por qué? Porque lo que te curiosea es querer saber porqué la vida de uno se prolonga hasta la vejez, y otro sólo tiene una porción de ella como para respirar un suspiro y morir. Si nada en este mundo sucede sin Dios, sino que todo está ligado a la voluntad divina, y si la deidad es hábil y prudente, entonces se deduce necesariamente que hay algún plan en estas cosas, y que ese plan lleva la marca de su sabiduría y de su cuidado providencial. Un suceso ciego e insensato nunca puede ser obra de Dios, pues es propiedad de Dios crear todas las cosas con sabiduría.
III
¿Qué sabiduría, entonces, podemos encontrar en lo que planteas? Un ser humano entra en la escena de la vida, aspira el aire, inicia el proceso de vivir con un grito de dolor, rinde el tributo de una lágrima a la naturaleza y expira, sin haber apenas probado las penas de la vida, o haber gozado alguna de sus dulzuras, o haber fortalecido sus sentimientos. Así es, pues, como un laxo en todas sus articulaciones, y tierno y pulposo, antes incluso de ser humano (si el don de la razón es peculiaridad del hombre, y nunca lo ha tenido en él) muere y se desmorona, sin ninguna ventaja sobre el embrión uterino salvo que ha visto el aire y ha sido expuesto de forma efímera. ¿Qué debemos pensar de él? ¿Cómo debemos sentirnos ante tales muertes? ¿Contemplará un alma como esa a su Juez? ¿Se presentará con el resto ante el tribunal? ¿Someterá su juicio por los hechos realizados en vida? ¿Recibirá la justa recompensa al ser purificada, según las palabras del evangelio, en el fuego, o refrescada con el rocío de la bendición? Yo no veo cómo podemos imaginar eso, en el caso de tal alma, pues la palabra retribución implica que algo debe haber sido dado previamente, y quien no ha vivido en absoluto ha sido privado del material del cual dar algo. Al no haber retribución, no queda ni bien ni mal que esperar. Se pretende la retribución de una de estas dos cualidades, pero aquello que no se encuentra ni en la categoría del bien ni en la del mal no está en ninguna categoría. Para decirlo con otras palabras, esta antítesis entre el bien y el mal es una oposición sin término medio, y ninguna de las dos llegará a quien no haya comenzado con ninguna de ellas. Por lo tanto, lo que no cae bajo ninguna de estas categorías puede decirse que ni siquiera existió. Si alguien dice que tal vida no sólo existió, sino que existió como una de las buenas, y que Dios da (aunque no retribuya) lo que es bueno para ellos, yo pregunto qué razón presenta para afirmar esta parcialidad. ¿Cómo se manifiesta la justicia en tal punto de vista? ¿Cómo probará su idea en concordancia con las declaraciones de los evangelios? En ellos, el Maestro dice que la adquisición del Reino llega a quienes se consideran dignos de él, como una cuestión de intercambio (es decir, cuando hayas hecho tal o cual cosa, entonces es justo que obtengas el Reino como recompensa). No obstante, en el caso de la muerte de los prematuros, en que no hay acto de hacer o de querer de antemano, ¿qué razón hay para decir que estos recibirán de Dios alguna recompensa esperada? Si uno acepta sin reservas una afirmación como esa, en el sentido de que cualquiera que pase a la vida será necesariamente clasificado entre los buenos, caerá en la cuenta de que no participar en absoluto en la vida será un estado más feliz que vivir, como si fuese de ascendencia bárbara o fruto de una concepción de una unión ilegítima. También habrá de caer en la cuenta de que quien ha vivido el lapso ordinariamente posible para la naturaleza, ve la contaminación del mal como algo necesariamente mezclado con su vida, y el estar completamente fuera de este contagio como algo imposible, o el precio de mucho esfuerzo doloroso. En efecto, la virtud se alcanza por sus buscadores con la lucha, y la abstinencia de los caminos del placer es un proceso doloroso para la naturaleza humana. De modo que una de dos pruebas debe ser el destino inevitable de quien ha tenido la vida más larga: ya sea combatir aquí en el penoso campo de la virtud, ya sea sufrir allá la dolorosa recompensa de una vida de maldad. En el caso de los niños que mueren prematuramente, no hay nada parecido. Así pues, ¿pasarán a la suerte bendita de inmediato? De esto se deduciría que un estado de irracionalidad es preferible a tener razón y virtud, y toda la lucha por el bien carece de valor, y que quien nunca ha poseído el bien no sufre pérdida alguna. En cuanto al goce de las bienaventuranzas, el esfuerzo por adquirirlas sería una locura inútil, y la condición irreflexiva sería la que mejor saldaría el juicio de Dios.
IV
Me pides que examine el asunto de los muertos prematuros, con miras a que, mediante una investigación bien razonada, obtengamos una base sólida sobre la que fundamentar nuestras reflexiones. Por mi parte, en vista de las dificultades del tema propuesto, creo que la exclamación del apóstol es muy adecuada para el presente caso, tal como la pronunció sobre preguntas insondables: "¡Oh, la profundidad de las riquezas tanto de la sabiduría como del conocimiento de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos! ¿Quién ha conocido la mente del Señor?" (Rm 11,33-34). Por otro lado, viendo que ese apóstol declara que es una peculiaridad de aquel que es espiritual juzgar todas las cosas (1Cor 2,15), y elogia a aquellos que han sido enriquecidos (1Cor 1,5) por la gracia divina en toda expresión y en todo conocimiento, me atrevo a afirmar que no es correcto omitir el examen que está dentro del alcance de nuestra capacidad, ni dejar la cuestión aquí planteada sin hacer ninguna indagación, o tener alguna idea al respecto, no sea que, como el tema de nuestra propuesta de discusión, este ensayo tenga un final ineficaz, arruinado por la indolencia fatal de quienes no se atreven a buscar la verdad, como un recién nacido antes de ver la luz y adquirir fuerza. Afirmo también que no es bueno confrontar y responder las objeciones de golpe, como si estuviéramos litigando ante un tribunal, sino introducir cierto orden en la discusión y llevar la opinión de un punto a otro. ¿Cuál debería ser, entonces, este orden? Primero, hemos de saber el origen de la naturaleza humana, y el porqué de su existencia. Si encontramos la respuesta a estas preguntas, no dejaremos de obtener la explicación requerida. Ahora bien, todo lo que existe, en el mundo intelectual o sensible de los seres, debe a Dios su existencia, y nadie se atreverá a negarlo. En efecto, todos coinciden en que el universo está vinculado a una causa primera, y que nada en él debe su existencia a sí mismo, como su propio origen y causa, sino que existe una única esencia eterna e increada, la misma para siempre, que trasciende todas nuestras ideas de distancia sin aumento ni disminución, más allá del alcance de cualquier definición. Todos coinciden también en que el tiempo y el espacio, con todas sus consecuencias, y cualquier cosa anterior a estos que el pensamiento pueda captar en el mundo supramundano inteligible, son todos productos de esta esencia. Pues bien, el ser humano es una de estas producciones, y hasta la enseñanza inspirada declara que, cuando Dios hubo traído todas las demás cosas a la escena de la vida, el hombre fue exhibido sobre la tierra con una mezcla de fuentes divinas (la esencia intelectual divina, estando en él unida con las varias porciones de elementos terrenales aportados a su formación), y que fue formado por su Hacedor para ser la semejanza encarnada del poder divino trascendente, según las palabras "creó Dios al hombre, a imagen de Dios lo creó" (Gn 1,27). Sobre la razón de la creación de este ser animado, ésta ha sido dada por ciertos escritores anteriores a nosotros de la siguiente manera. Toda la creación está dividida en dos partes: lo que se ve y lo que no se ve (para usar las palabras del apóstol, la segunda significa lo inteligible e inmaterial, y la primera lo sensible y material). Estando así divididas, las naturalezas angélica y espiritual, que se encuentran entre las cosas invisibles, residen en lugares por encima del mundo y de los cielos, porque tal residencia está en correspondencia con su constitución (pues una naturaleza intelectual es algo fino, claro, libre de trabas y ágil, y un cuerpo celeste es fino y ligero y está en perpetuo movimiento, mientras que la tierra, por el contrario, ocupa el último lugar en la lista de cosas sensibles, y nunca puede ser un lugar adecuado y agradable para que las criaturas intelectuales residan en ella, pues ¿qué correspondencia puede haber entre lo ligero y flotante, por un lado, y lo pesado y gravitante, por el otro?). Bueno, para que la tierra no esté completamente desprovista de la morada local de lo intelectual y lo inmaterial, el hombre (nos dicen estos escritores) fue formado por la previsión suprema, y sus partes terrenales moldeadas sobre la esencia intelectual y divina de su alma. Así, esta fusión con lo material permite al alma vivir en este elemento terrenal, que posee cierto vínculo de parentesco con la sustancia de la carne.
V
El propósito de todo lo que nace es que el Dios que está por encima del universo celestial y terrenal sea glorificado en todas las partes de la creación por medio de las naturalezas intelectuales, que conspiran para el mismo fin en virtud de la misma facultad que opera en todos (es decir, la de contemplar a Dios). No obstante, esta operación de contemplar a Dios no es nada menos que el alimento vital apropiado, en cuanto a semejanza, para una naturaleza intelectual. En efecto, así como estos cuerpos, terrenales como son, se conservan mediante alimento terrenal, y detectamos en todos ellos por igual (ya sean brutos o racionales) las operaciones de una clase material de vitalidad, así es correcto asumir que también existe un alimento vital intelectual, por el cual tales naturalezas se mantienen en existencia. Si el alimento corporal, que va y viene como lo hace en la circulación, imparte cierta cantidad de energía vital a quienes lo reciben, ¿cuánto más el participar de lo real, siempre restante e siempre igual, preserva en existencia a quien lo come? Si, entonces, este es el alimento vital de una naturaleza intelectual (a saber, tener una parte en Dios), esta parte no se obtendrá por lo que es de una cualidad opuesta. El que aspira a participar debe ser, en cierto grado, afín a aquello de lo que se va a participar. El ojo, por ejemplo, disfruta de la luz en virtud de tener luz en sí mismo para captar su luz afín, y el dedo o cualquier otra extremidad no puede efectuar el acto de la visión porque ninguna de esta luz natural está organizada en ninguno de ellos. La misma necesidad exige que, al participar de Dios, exista algún parentesco en la constitución del participante con aquello de lo que se participa. Por lo tanto, como dice la Escritura, el hombre fue hecho a imagen de Dios, para que lo semejante pudiera ver lo semejante (ya que ver a Dios es, como dije antes, la vida del alma). Dado que la ignorancia del verdadero bien es como una niebla que oscurece la agudeza visual del alma, y que cuando esa niebla se espesa, se forma una nube tan densa que el rayo de la verdad no puede atravesar estas profundidades de la ignorancia, se deduce que, con la privación total de la luz, la vida del alma cesa por completo. Si la verdadera vida del alma se manifiesta al participar del bien, cuando la ignorancia impide esta aprehensión de Dios, el alma deja de participar de Dios y deja también de vivir. Nadie puede obligarnos a dar la historia familiar de esta ignorancia, preguntando de dónde y de qué padre proviene, pero ninguna relación, expresada o no, transmite la idea de sustancia, pues una relación y una sustancia son descripciones completamente diferentes. Si el conocimiento no es una sustancia, sino una operación perfeccionada del alma, debe admitirse que la ignorancia debe estar mucho más alejada aún de cualquier sustancia. Lo que no es así no existe en absoluto y, por lo tanto, sería inútil preocuparnos por su origen. En efecto, dado que la Escritura declara que "vivir en Dios es la vida del alma", y dado que este vivir es conocimiento según la capacidad de cada hombre, la ignorancia no implica la realidad de nada (sino que es sólo la negación de la operación del conocimiento), y el dejar de efectuarse esta participación en Dios lleva de inmediato a la cancelación de la vida del alma, que es el peor de los males. Debido a todo esto, el Productor de todo bien obraría en nosotros la cura de tal mal. La curación es algo bueno, pero quien no se atiene al misterio evangélico ignoraría la forma de curarla. He demostrado que el alejamiento de Dios (que es la vida) es un mal, luego la cura de esta enfermedad estaría en reconciliarse con Dios, para estar de nuevo en vida. Cuando tal vida se mantiene siempre ante la humanidad, no se puede decir que ganarla sea absolutamente una recompensa por una vida buena, y que lo contrario sea un castigo (por una vida mala). Esto se asemeja al caso de los ojos. No digo que quien tiene una vista clara sea recompensado como un premio por ser capaz de percibir los objetos de la vista, ni que quien tiene los ojos enfermos experimente una pérdida de la actividad óptica como resultado de una sentencia penal. Pero sí digo que con el ojo en estado natural, la vista se sigue necesariamente, y que con él viciado se sigue necesariamente la pérdida de la visión. De la misma manera, la vida de bienaventuranza es como una segunda naturaleza familiar para aquellos que han mantenido limpios los sentidos del alma. Cuando la corriente cegadora de la ignorancia nos impide participar de la luz real, entonces necesariamente se sigue que perdemos aquello cuyo goce declaramos que es la vida del participante.
VI
Ahora que he establecido estas premisas, es hora de examinar a la luz de ellas la pregunta que me propusiste, que si no recuerdo mal era algo así como: si la recompensa de la bienaventuranza se asigna según los principios de la justicia, ¿en qué clase se colocará a quien murió en la infancia sin haber sentado en esta vida ningún fundamento, bueno o malo, que le permita recibir una recompensa acorde con sus merecimientos? A esto responderé con la mirada fija en las consecuencias de lo que ya he establecido, a saber: que esta felicidad en el futuro, si bien es en esencia una herencia de la humanidad, puede al mismo tiempo llamarse una recompensa. Aclararé todo esto con el mismo ejemplo que antes. Supongamos a dos personas que padecen una afección ocular, y que una se entrega con la mayor diligencia al proceso de curación y se somete a todo lo que la medicina puede aplicarle (por doloroso que sea), y que el otro se entrega sin restricciones a los baños y a la bebida de vino, y no escucha ningún consejo de su médico sobre la curación de sus ojos. Si examinamos el final de cada uno de estos, decimos que cada uno recibe debidamente, en retribución, los frutos de su elección, uno en la privación de la luz y el otro en su disfrute. Por un mal uso de la palabra, en realidad llamamos a lo que necesariamente se sigue de esto una recompensa. De igual manera, también podemos hablar con esta terminología con respecto a esta cuestión de los infantes. En concreto, podemos decir que el disfrute de la vida futura pertenece ciertamente por derecho al ser humano. Y también podemos decir que, a la vista de la plaga de la ignorancia que se ha apoderado de casi todos los que ahora viven en la carne, quien se ha purgado mediante los cursos del tratamiento necesario recibe la debida recompensa a su diligencia (curando su naturaleza original), mientras que quien rechaza los purgantes de la virtud, y hace que la plaga de la ignorancia (mediante los placeres que lo han atrapado) sea difícil de curar, se encuentre en un estado antinatural, alejándose así de la vida verdaderamente natural y quedándose sin participación en la existencia que, por derecho, nos pertenece y nos es propia. En cambio, el niño inocente no tiene tal plaga ante los ojos de su alma, ni ha oscurecido su luz, y por ello continúa existiendo en su estado natural. Tampoco necesita dicho infante la salud que proviene de la purgación, porque nunca admitió la plaga en su alma en absoluto. Además, la vida presente me parece ofrecer una especie de analogía con la vida futura que anhelamos, y estar íntimamente conectada con ella. Así, la más tierna infancia es amamantada y criada con leche materna. Más adelante, otro tipo de alimento es el apropiado para el sujeto de la crianza, íntimamente adaptado a sus necesidades. Y así sucesivamente, hasta que el infante y joven alcanza finalmente la madurez. Así, en cantidades continuamente adaptadas a ella, y en una especie de progreso regular, el alma participa de esa vida verdaderamente natural, y según su capacidad y su poder recibe una medida de los deleites del estado bienaventurado. De hecho, aprendemos lo mismo de Pablo, quien tenía un tipo de alimento diferente para quien ya había crecido en la virtud y para el niño imperfecto. Y si no, oigámosle cuando dice: "Os di a beber leche, y no vianda, porque hasta ahora no la podíais soportar" (2Cor 3,2). En cambio, a los que habían alcanzado la madurez intelectual plena les dice: "El alimento sólido es para los que han alcanzado la madurez, para los que por el uso tienen los sentidos ejercitados" (Hb 5,14). No es correcto, por tanto, decir que el hombre y el niño se encuentran en un estado similar, por muy libres que estén de cualquier contacto con la enfermedad (pues ¿cómo pueden quienes no participan de exactamente las mismas cosas estar en un estado de disfrute igual?). Por el contrario, aunque la ausencia de cualquier aflicción por enfermedad puede predicarse de ambos por igual (siempre que ambos estén fuera del alcance de su influencia), sin embargo, cuando llegamos al asunto de los deleites, no hay semejanza en el disfrute, aunque los percipientes estén en la misma condición. Para el hombre hay un deleite natural en las discusiones, en la gestión de los asuntos, en el desempeño de los deberes de su cargo, en ser distinguido por actos de ayuda a los necesitados, en vivir con una esposa a quien ama y en gobernar su hogar. El hombre se deleita en todas estas diversiones de la vida, ya sea en las piezas musicales, en los espectáculos teatrales, en la caza, en el baño, en la gimnasia, en la alegría de los banquetes y en cualquier otra cosa similar. Para el infante, por el contrario, hay un deleite natural en su leche, en los brazos de su nodriza y en el suave mecer que induce y luego endulza su sueño. Cualquier felicidad más allá de ésta, la ternura de sus escasos años se lo impide sentir. En cuanto a aquellos que en su vida han nutrido las fuerzas de sus almas con un curso de virtud, y "han ejercitado los sentidos de sus mentes" (según la expresión del apóstol), si son trasladados a esa vida del más allá (la que está fuera del cuerpo) participarán de ese deleite divino proporcionalmente a la condición y los poderes que hayan alcanzado, y tendrán más o menos de sus riquezas según la capacidad adquirida. En cuanto al alma que nunca ha probado la virtud, si bien puede permanecer perfectamente libre de los sufrimientos que surgen de la maldad (al no haber contraído jamás la enfermedad del mal), sin embargo tan sólo participa en esa vida del más allá (que consiste en conocer y estar en Dios) en la medida en que ese lactante la puede recibir, hasta que llegue el momento en que haya prosperado en la contemplación de Dios como en una dieta afín, y se haya vuelto capaz de recibir más, y haya tomado a voluntad más de esa abundante provisión que Dios le ofrece.
VII
Teniendo todas estas consideraciones a nuestra vista, sostengo que el alma de aquel que ha alcanzado cada virtud en su curso, y el alma de aquel cuya porción de vida ha sido simplemente nada, están igualmente fuera del alcance de aquellos sufrimientos que fluyen de la maldad. Sin embargo, no concibo el empleo de sus vidas en el mismo nivel. El primer individuo ha escuchado los anuncios celestiales (por los cuales, en las palabras del profeta, la gloria de Dios es declarada) y, viajando a través de la creación, ha sido llevado a la aprehensión del Maestro de la creación. Este individuo ha tomado la verdadera sabiduría por su maestra, y cuando observó la belleza de la luz solar material captó por analogía la belleza de la luz solar real, y vio en la sólida firmeza de esta tierra la inmutabilidad de su Creador. Cuando percibió la inmensidad de los cielos, este individuo fue guiado en el camino hacia la vasta infinitud de ese Poder que abarca el universo. Y cuando vio los rayos del sol llegar desde tales sublimidades hasta nosotros mismos, comenzó a creer, por medio de tales fenómenos, que las actividades de la Inteligencia no dejaban de descender desde las alturas de la deidad hasta cada uno de nosotros. ¿Acaso un hombre que contempla tales espectáculos se ha procurado sólo una ligera capacidad para disfrutar de esos deleites que están más allá? Por no hablar de los estudios que agudizan la mente hacia la geometría, y la astronomía, y el conocimiento de la verdad que proporciona la ciencia de los números, y la filosofía contenida en las Escrituras inspiradas, todas ellas proporcionando una purificación completa a quienes se instruyen en los misterios de Dios. El segundo individuo, que no ha adquirido el conocimiento de ninguna de estas cosas, y ni siquiera ha sido conducido por el cosmos material a la percepción de las bellezas que lo sobrepasan, y pasa por la vida con su mente en un estado tierno, inmaduro e inexperto, no es el hombre que probablemente se encuentre en el mismo entorno que nuestro argumento ha indicado para el primer individuo, antes mencionado. Desde esta perspectiva, ya no se puede sostener que, en los dos supuestos, y completamente opuestos casos, quien no ha participado en la vida es más bendecido que quien ha participado noblemente en ella. Ciertamente, en comparación con quien ha vivido toda su vida en pecado, no sólo el niño inocente, sino incluso quien nunca ha venido al mundo será bendecido. Aprendemos esto de Judas, cuya sentencia pronunciada sobre él en los evangelios dice que hubiera sido preferible que no hubiera nacido (Mt 26,24), debido a la profundidad del mal arraigado y al castigo infinito infringido. En cuanto a lo que nunca ha existido, ¿cómo puede ningún tormento alcanzarlo? A pesar de eso, el hombre que instituye una comparación entre la vida infantil inmadura y la de la virtud perfecta, debe ser declarado inmaduro por tal juicio de las realidades. En consecuencia de esto, ¿por qué razón Fulano, de tierna edad, es silenciosamente arrebatado de entre los vivos? ¿Qué contempla la sabiduría divina en esto? Si piensas en todos esos niños que son prueba de relaciones ilícitas, y por ello son asesinados por sus padres, no tienes derecho a pedir cuentas por tal maldad a Dios, quien seguramente juzgará las acciones impías cometidas. En el caso de cualquier niño que, aunque sus padres lo hayan criado con cariño y cuidado, sucumba a una enfermedad que le lleva a la muerte, me aventuro a la siguiente consideración: que es una señal de la perfección de la providencia divina que Dios frene el avance de un niño hacia la madurez completa, para que no se desarrolle el mal que su presciencia ha detectado de su vida futura, y para que sus malas disposiciones no se conviertan en la causa de su vicio y perdición definitiva.
VIII
Explicaré mejor lo que estoy pensando con un ejemplo. Supongamos un banquete de muy variada abundancia, preparado para cierto número de invitados, y que la silla sea ocupada por uno de ellos, dotado para conocer con precisión las peculiaridades de la constitución de cada uno, y qué comida se adapta mejor a cada temperamento, y qué es perjudicial e inapropiada. Supongamos además que se le confía una especie de autoridad absoluta sobre ellos, ya sea para permitir que tal o cual permanezca a la mesa como le plazca, o para expulsar a tal o cual, o para tomar todas las precauciones para que cada uno se dedique a las viandas más adecuadas a su constitución (de modo que el enfermo no se mate añadiendo el combustible de lo que estaba comiendo a su dolencia, mientras que el de salud más robusta no se enferme con cosas que no le convienen y caiga en malestar por comer en exceso). Supongamos que, entre estos, uno de los que tienden a beber es conducido fuera en medio del banquete, o incluso al principio del mismo, o al final. En este caso, todo depende de cómo el presidente pueda asegurar que prevalezca un orden perfecto, si es posible, en la mesa durante todo el tiempo, y que desaparezcan las escenas desagradables de la saciedad, la bebida y la borrachera. De ser así, a ese individuo no le complacerá mucho que lo arrebaten de todas las exquisiteces, y lo priven de sus licores favoritos, y tenderá a inclinarse a acusar al presidente de falta de justicia y juicio, por haberlo apartado del banquete. En cambio, si el presidente del banquete viera a quienes ya empezaban a portarse mal, por la prolongada bebida, o porque vomitaban, o porque apoyaban la cabeza en la mesa y hablaban indecorosamente, tal vez todo el mundo le agradecería haberlo sacado antes de que llegara a tal estado, por su profundo libertinaje. Si se entiende esta ilustración, apliquemos la misma regla a la cuestión que nos ocupa. ¿Por qué Dios permite que el hijo y heredero sea arrebatado en la más tierna infancia? A quienes preguntan esto, yo respondo con el ejemplo del banquete. Es decir, que la mesa de la vida está repleta de una vasta abundancia y de gran variedad de exquisiteces, y que no todos sus platos están endulzados con la miel del disfrute, sino también con los de la existencia humana, que el sabor de algunos infortunios especialmente duros le han sido dados (como puede ser el caso de ciertos expertos en el arte de la restauración, que se dedican excitar a los comensales con platos picantes, salados o astringentes). La vida humana, digo, no es en todas sus circunstancias tan dulce como la miel, y en ella hay circunstancias en las que la mera salmuera es el único condimento, o en las que un sabor astringente y avinagrado, o punzante, se ha insinuado de tal manera que la rica salsa se vuelve muy difícil de saborear. Y si no, observemos las copas de la tentación, llenas de todo tipo de bebidas. Algunas de éstas, por el error del orgullo, producen el vicio de la vanidad inflada. Otras atraen a quienes las beben a algún acto de temeridad, mientras que en otros casos provocan un vómito en el que todas las adquisiciones mal habidas de años se entregan con vergüenza. Por tanto, para evitar que todo eso suceda, en una mesa tan profusamente servida, por eso el presidente del banquete retira pronto del grupo de comensales a los contaminadores, al tiempo que a éstos les asegura un escape a sus males. Este es el logro de la Providencia perfecta del que ya hablé, a saber: que no sólo hay que sanar los males que se han cometido, sino también prevenirlos antes de que se cometan. Ésta, sospecho, es la causa de la muerte de los recién nacidos. Aquel que hace todo según un plan benigno, es el que retira los materiales para el mal, y en su amor al individuo le evita andar el tiempo de su perdición. A menudo, también, el Organizador de esta fiesta de la vida expone con este tipo de dispensaciones la astuta estratagema de la causa coercitiva del amor al dinero, de modo que este vicio sale a la luz sin pretextos engañosos y sin la sombra de ninguna pantalla engañosa. En efecto, la mayoría declara que da rienda suelta a sus ansias de enriquecimiento por sus hijos, pero en realidad lo hace por su natural vicio a la avaricia, incluso prefiriendo criar en su interior una incontable prole de necesidades en lugar de hijos. Y si no, tomemos el caso de algunos que, durante su vida, han sido de temperamento feroz y dominante, o esclavos de toda clase de lujuria, o apasionados por la locura, o no se abstienen de ningún acto de la más desesperada maldad, o son abominables parricidas, o asesinos de madres, o locos por las relaciones sexuales antinaturales. Supongamos que tales personajes envejecen en esta maldad. En ese caso, ¿cómo, podría preguntarse alguien, armoniza esto con el resultado de nuestras investigaciones previas? Si no se quita esta lepra antes de tiempo, y se le permite contaminar la vida, y no es providencialmente retirado el causante del mal, ¿cuál es el designio especial de Fulano, al que se le ha permitido continuar sus festejos hasta la vejez, empapándose a sí mismo y a sus compañeros de los humos nocivos de su libertinaje? En resumen, me preguntarás: ¿Por qué Dios, en su providencia, no retira a alguien de la vida antes de que su carácter pueda perfeccionarse en el mal, y deja que se convierta en un monstruo, siendo así que "hubiera sido mejor para él no haber nacido"? En respuesta a esto daré, a quienes se inclinen a recibirlo favorablemente, una razón como la siguiente, a saber: que a menudo la existencia de aquellos cuya vida ha sido buena opera en beneficio de su descendencia. Hay cientos de pasajes que lo atestiguan en las Escrituras inspiradas, que nos enseñan claramente que el tierno cuidado que Dios muestra a quienes lo merecen es compartido por sus sucesores, y que incluso Dios quitará para ellos cualquier obstáculo en el camino. Dado que mis razonamientos en este asunto tienen que andar a tientas en la oscuridad, nadie puede quejarse si sus conjeturas nos llevan a diversas conclusiones. Por mi parte, yo no sólo podría afirmar que Dios, en su bondad hacia los fundadores de alguna familia, retira de ella a un miembro que va a vivir una mala vida (para no manchar la familia, ni crearle antecedentes), sino que evita que cualquier otro tipo de familia sea rota, o quede desesperada, por la vida depravada de uno de sus miembros.
IX
Sabemos por muchas fuentes que nada ocurre sin Dios, y que las dispensaciones de Dios no tienen ningún elemento de azar ni confusión, sino que todo lo que comprende Dios es razón, sabiduría, bondad perfecta y verdad, y él no podría admitir lo que no es bueno ni coherente con su verdad. Ya sea que las muertes prematuras de los bebés se deban a las causas mencionadas, o si existe alguna otra causa más allá de estas, hemos de reconocer que estas cosas ocurren para bien. Tengo otra razón que aportar, aprendida de la sabiduría de un apóstol, por la cual a algunos que se han distinguido por su maldad se les ha permitido seguir viviendo en el camino que ellos mismos eligieron. Tras desarrollar extensamente este argumento a los romanos, y tras refutar su argumento con la contra-conclusión, de ahí se sigue necesariamente que el pecador ya no podía ser justamente culpado si su pecado era una dispensación de Dios, y que no habría existido si hubiera sido contrario a los deseos de Aquel que tiene el mundo en su poder. En efecto, el apóstol llega a esta conclusión, y resuelve esta contra-argumentación, mediante una visión aún más profunda de las cosas. Nos dice que Dios, al dar a cada uno lo que le corresponde, a veces incluso concede un margen a la maldad para el bien final. Por ejemplo, permitió que el rey de Egipto naciera y creciera tal como era. La intención era que Israel, esa gran nación que superaba todo cálculo numérico, se instruyera en su desastre. La omnipotencia de Dios debe reconocerse en todas las direcciones, y tiene fuerza para bendecir a los merecedores, y no es insuficiente para castigar la maldad. Así, como la remoción completa de ese pueblo hebreo era necesaria para evitar que recibieran cualquier infección de los pecados de Egipto, en una forma de vida equivocada, por ese motivo ese faraón desafiante de Dios consumó por su infamia la madurez de Israel, y éste adquirió un conocimiento justo de la doble energía de Dios. Cuanto más severo fue el castigo y trabajo del faraón contra los hebreos, tanto más benéfico resultó el aprendizaje para estas personas, pues estaban siendo azotadas por su maldad. De esta forma, en su consumada sabiduría supo Dios moldear el mal para obtener el bien, y el mal sirvió para cooperar con el bien. Si el argumento del apóstol puede ser confirmado por alguna de mis palabras, el artesano que por su habilidad tiene que moldear el hierro para algún instrumento de uso diario, no sólo necesita aquello que, debido a su ductilidad natural, se presta a su arte, sino que, por muy duro que sea el hierro, o por muy difícil que sea ablandarlo en el fuego (debido a su resistencia adamantina), necesita para moldearlo de algún instrumento útil. Su arte requerirá incluso la cooperación de un yunque, sobre el cual el hierro puede ser golpeado y moldeado en algo útil. Seguramente me dirás: No todos los que así cosechan en esta vida los frutos de su maldad, como tampoco aquellos cuyas vidas han sido virtuosas, se benefician, mientras viven de sus esfuerzos virtuosos. Muy bien, mas ¿cuál es, entonces, la ventaja de su existencia, en el caso de quienes viven hasta el final impunes? Para responder a esta pregunta tuya, presentaré una razón que trasciende todo argumento humano. En alguna parte de sus declaraciones, el gran David declara que parte de la bienaventuranza de los virtuosos consiste en esto: en contemplar, junto con su propia felicidad, la perdición de los réprobos. En concreto, esto es lo que dice: "El justo se regocijará al ver la venganza, y lavará sus manos en la sangre de los impíos". Y no como regocijo por los tormentos de los que sufren, sino al comprender plenamente la magnitud de las merecidas recompensas de la virtud. Con estas palabras, quiere decir la Escritura que la felicidad de los virtuosos se incrementará y se intensificará al oponerse a ella su contrario. Al decir que David se lava las manos en la sangre de los impíos, la Escritura transmite la idea de que la pureza de su propia conducta se manifiesta claramente en la perdición de los impíos, pues la expresión lavar representa la idea de pureza. Además, nadie se lava, sino que se contamina con sangre, por lo que es evidente que la comparación con las formas más severas de castigo pone de manifiesto la bienaventuranza de la virtud. Debo resumir ahora mi argumento, para que las ideas que he desarrollado se retengan mejor en la memoria. Las muertes prematuras de los bebés no sugieren que quien así termina su vida esté sujeto a una grave desgracia, como tampoco deben equipararse con la muerte de quienes se han purificado en esta vida mediante toda clase de virtudes. La providencia divina, con mayor visión de futuro, limita la inmensidad de los pecados en aquellos cuyas vidas serán totalmente malvadas. Que algunos malvados hayan sobrevivido no invalida esta razón que he presentado, pues en su caso el mal se vio obstaculizado por la bondad hacia sus padres. En el caso de aquellos cuyos padres nunca han impartido a sus hijos el poder de invocar a Dios, la bondad divina no se transmite a sus hijos, y si la muerte no hubiese impedido a ese niño crecer en la maldad, esa persona habría exhibido una maldad mucho más desesperada que la de los pecadores más notorios, ya que no habría sido impedida por ningún medio. Aun admitiendo que algunos hayan llegado a la cima del crimen, la visión apostólica ofrece una respuesta reconfortante a la pregunta, y viene a decir que Aquel que todo lo hace con sabiduría sabe cómo lograr algún bien mediante el mal. Más aún, si algunos ocupan una preeminencia en el crimen, y nunca han sido un metal (para usar mi ilustración anterior, que la habilidad de Dios ha usado para algún bien), éste es un caso que constituye una adición a la felicidad del bien, como sugieren las palabras del profeta.