GREGORIO DE NACIANZO
Discurso a los Naciancenos
I
¡Qué lentos sois, amigos y hermanos, en escuchar mis palabras, a pesar de vuestra rapidez para tiranizarme y arrancarme de mi ciudadela Soledad, que había abrazado con preferencia a todo lo demás, y que como coadjutora y madre del divino ascenso, y como hombre deificado, había admirado especialmente y había puesto ante mí como guía de toda mi vida! ¿Cómo es que, ahora que lo tenéis, despreciáis tanto lo que tanto anhelabais obtener, y parecéis más capaces de desear lo ausente que de disfrutar lo presente; como si preferís poseer mi enseñanza a aprovecharla? Sí, incluso puedo deciros esto: que me harté de vosotros antes de que me probarais o me dierais una oportunidad (Is 1,14), lo cual es de lo más extraño.
II
No me agasajasteis (como a un nombre faltante), ni os dejasteis agasajar por mí (reverenciando al menos esta orden), ni me tomasteis de la mano (como si comenzaran una nueva tarea), ni me animasteis en mi timidez, ni me consolasteis por la violencia que había sufrido, sino que (me resisto a decirlo, aunque debo decirlo) hicisteis de mi fiesta un festival sin fiesta, y me recibisteis sin una presentación feliz; mezclando la solemnidad de la fiesta con la tristeza. En efecto, a aquello le faltaba lo que habría contribuido a la felicidad. Es decir, vuestra presencia. Como se ve, acudís a lo que es fácil de conquistar, y con ello el orgulloso recibe atención, mientras que el que es humilde ante Dios es menospreciado.
III
¿Qué queréis? ¿Que sea juzgado por vosotros, o sea yo vuestro juez? ¿Dictaré un veredicto o lo recibiré?, pues espero ser absuelto si soy juzgado, y si dicto sentencia, dictarla contra vosotros con justicia. La acusación contra vosotros es que no correspondéis a mi amor con la misma medida, ni pagáis mi obediencia con honor, ni me prometéis el futuro con vuestra presteza actual (aunque incluso si lo hubieran hecho, difícilmente lo habrías creído). Cada uno de vosotros tiene algo que prefiere, tanto del viejo como del nuevo pastor, sin reverenciar las canas de uno ni despertar el espíritu juvenil del otro.
IV
Hay un banquete en los evangelios (Lc 14,16), con un anfitrión hospitalario y amigos. El banquete es sumamente agradable, pues es la boda del Hijo. Él los llama, pero nadie acude. Está enojado y (omito el intervalo, por temor a un mal presagio), dicho con suavidad, llena el banquete con otros. Dios no permita que este sea vuestro caso. Aun así, me habés tratado (¿cómo decirlo con suavidad?) con tanta altivez o descaro como quienes, tras ser invitados a un banquete, se rebelan e insultan a su anfitrión. Vosotros, aunque no estáis entre los que están fuera ni son invitados a las bodas, sino que sois vosotros mismos quienes me invitasteis a mí, me unisteis a la santa mesa y me mostrasteis la gloria de la cámara nupcial, para luego abandonarme (esto es lo más espléndido de vosotros), uno a su campo, otro a su yunta de bueyes recién comprada, otro a su esposa recién casada, otro a algún otro asunto insignificante. Todos estabais dispersos, sin importaros la cámara nupcial ni el novio (Mt 22,10).
V
Por esta razón me llené de abatimiento y perplejidad (pues no guardaré silencio sobre lo que he sufrido), y estuve a punto de contener el discurso que pensaba ofrecer como regalo de bodas, el más hermoso y preciado de todos mis bienes. Casi lo descarté por vosotros, a quien anhelaba profundamente, pues pensé que podría obtener de esto un tema espléndido, y porque mi amor agudizó mi lengua (un amor ardiente y propenso a la acusación, cuando se ve impulsado a celos por el dolor que concibe ante alguna negligencia inesperada). Si alguno de vosotros ha sido aguijón del amor y se ha sentido abandonado, conoce el sentimiento y perdonará a quien así sufre, porque él mismo ha estado cerca del mismo frenesí.
VI
No me es permitido en este momento deciros nada reprochable, y que Dios no permita que lo haga jamás. Incluso ahora os he reprochado más de lo debido, rebaño sagrado, dignos de alabanza de Cristo, herencia divina. Por tanto, hablaré para Dios, que es rico en todos los aspectos. Para ti, creo, son apropiadas estas palabras: La suerte te ha tocado en buen terreno. Sí, tú tienes la más buena herencia. No permitiré que las ciudades más populosas, ni los rebaños más amplios, tengan ventaja alguna sobre nosotros, los pequeños de la más pequeña de todas las tribus de Israel, la más pequeña de los millares de Judá (1Sm 23,23), la pequeña Belén entre las ciudades (Miq 5,2), donde nació Cristo y es desde el principio bien conocido y adorado, entre aquellos en quienes el Padre es exaltado, y el Hijo es tenido por igual a ti, y el Espíritu Santo es glorificado con ellos. Nosotros somos una sola alma, pensamos lo mismo, en nada dañamos a la Trinidad, ni prefiriendo a una persona sobre otra, ni cortando a ninguna (como sí hacen esos malos árbitros y medidores de la deidad, que magnificando a una persona más de lo que conviene, disminuyen e insultan al conjunto).
VII
Vosotros también, hermanos, si me tenéis alguna buena voluntad (vosotros que sois mi labranza, mi viña, mis entrañas, y tenemos un mismo Padre común, y en Cristo hemos sido engendrados a través de los evangelios), mostradme también algún respeto. Esto es justo, ya que os he honrado por encima de todo. Vosotros sois mis testigos, vosotros y quienes han puesto en nuestras manos esto la autoridad y el servicio. Si a quien más ama se debe, ¿cómo mediré el amor por el que os he hecho mis deudores con mi propio amor? Más bien, mostrad respeto por vosotros mismos, y por la imagen encomendada a vuestro cuidado (Gn 1,27), y por Aquel que la encomendó, y por los sufrimientos de Cristo, y por sus esperanzas, aferrándoos a la fe que habéis recibido y en la que fuisteis criados, por la cual estáis siendo salvados y pretendéis salvar a otros (porque no muchos, estad bien seguros, pueden jactarse de lo que vosotros podéis). Considerar que la piedad consiste, no en hablar a menudo acerca de Dios, sino en el silencio durante la mayor parte del tiempo, porque la lengua es algo peligroso para los hombres, si no está gobernada por la razón. Creed que escuchar es siempre menos peligroso que hablar, así como aprender acerca de Dios es más placentero que enseñar. Dejad la investigación más precisa en estas preguntas a aquellos que son los administradores de la Palabra, y por vosotros mismos adorad más con acciones que con palabras, y más bien guardando la ley que admirando al Legislador. Mostrad vuestro amor por él huyendo de la maldad, siguiendo la virtud, viviendo en el Espíritu, andando en el Espíritu, extrayendo vuestro conocimiento de él, edificando el fundamento de la fe no de la madera, ni del heno, ni de la hojarasca (materiales débiles y que se gastan fácilmente cuando el fuego prueba nuestras obras o las destruye), sino oro, plata, piedras preciosas, que permanecen y permanecen.
VIII
Actuad así y me honréis, ya sea presentes o ausentes, ya sea participando en mis sermones o prefiriendo hacer otra cosa. Sed hijos de Dios, puros e irreprensibles, en medio de una generación torcida y perversa (Flp 2,15), y que nunca os enredéis en las trampas de los malvados que os rodean, ni os atéis con la cadena de sus pecados. Que la Palabra en vosotros nunca se ahogue con los afanes de esta vida, y así os volváis infructuosos, sino caminad por el camino real, sin desviaros ni a derecha ni a izquierda, sino guiados por el Espíritu a través de la puerta estrecha. De ser así, todos nuestros asuntos prosperarán, tanto ahora como en la investigación final, en Cristo Jesús.