GREGORIO DE NACIANZO
Iglesia de Nacianzo
I
Abrí mi boca y atraje al Espíritu, y me entregué por completo al Espíritu, con mi acción y mi palabra, con mi inacción y mi silencio. Así pues, sólo permito que él me sostenga y me guíe, y que mueva mi mano, mi mente y mi lengua hacia donde sea correcto y él quiera, y que las restrinja según sea correcto y conveniente. Soy un instrumento de Dios, un instrumento racional, un instrumento afinado y tocado por ese hábil artista, el Espíritu. Ayer su obra en mí fue el silencio, y reflexioné sobre la abstinencia del habla. ¿Acaso él impacta mi mente hoy? Mi discurso será escuchado, y reflexionaré sobre la expresión. No soy tan hablador como para desear hablar cuando él se empeña en el silencio, ni tan reservado e ignorante como para poner una guardia ante mis labios cuando es el momento de hablar; sino que abro y cierro mi puerta a la voluntad de esa Mente, Palabra y Espíritu, que es una deidad afín.
II
Hablaré, por tanto, ya que se me ha ordenado. Hablaré tanto al buen pastor aquí presente como a ti, su santo rebaño, como creo que es mejor para mí hablar y para que lo escuchéis hoy. ¿Por qué has suplicado que alguien comparta tu labor de pastor? Por tanto, mi discurso comenzará contigo, oh cabeza querida y honrada, digna del de Aarón, por quien corre ese ungüento espiritual y sacerdotal sobre su barba y su vestidura. ¿Por qué, siendo aún capaz de establecer y guiar a muchos, y de hecho guiándolos en el poder del Espíritu, te apoyas con un bastón y un apoyo en tus obras espirituales? ¿Será porque has oído y sabes que incluso con el ilustre Aarón fueron ungidos Eleazar e Itamar, los hijos de Aarón (Lv 8,2)? Paso por alto a Nadab y Abiú, para que la alusión no sea de mal agüero. Moisés, durante su vida, nombró a Josué en su lugar, como legislador y general sobre quienes avanzaban hacia la tierra prometida. El oficio de Aarón y Hur, que apoyaban las manos de Moisés en el monte donde Amalec fue derrotado (Ex 17,12) junto a la cruz, prefigurado y tipificado mucho antes, me siento dispuesto a pasarlo por alto, por no ser muy adecuado ni aplicable a nosotros, pues Moisés no los eligió para compartir su labor como legislador, sino como ayudantes en su oración y apoyo para el cansancio de sus manos.
III
¿Qué es, entonces, lo que te aflige, hermano? ¿Cuál es tu debilidad? ¿Es física? Estoy dispuesto a sostenerte. Sí, he sostenido, como Jacob en la antigüedad, vuestras bendiciones paternales (Gn 27,28). ¿Es espiritual? ¿Quién es más fuerte y más ferviente, especialmente ahora, cuando los poderes de la carne disminuyen y se desvanecen, como tantas barreras que interfieren y apagan el brillo de una luz? Estos poderes suelen, en su mayoría, guerrear y oponerse entre sí, mientras que la salud del cuerpo se compra con la enfermedad del alma, y el alma florece y mira hacia arriba cuando los placeres se aquietan y se desvanecen junto con el cuerpo. Por maravillosa que me haya parecido tu sencillez y nobleza, ¿cómo es que no temes, especialmente en tiempos como estos, que tu espíritu sea considerado un pretexto, y que la mayoría de los hombres suponga, a pesar de nuestras profesiones espirituales, que lo hacemos por motivos carnales? La mayoría de los hombres han considerado el cargo como algo grande y principesco, acompañado de considerable gozo, aun cuando uno tenga a su cargo y gobierno un rebaño más reducido que éste, que ofrece más problemas que placeres. Hasta aquí tu ingenuidad, que te hace no admitirte a ti mismo ni sospechar fácilmente en los demás nada vergonzoso. En efecto, una mente difícilmente incitada al mal es lenta para sospecharlo. Mi segundo deber es dirigirme brevemente a este pueblo tuyo, o ahora incluso al mío.
IV
Me he sentido abrumado, amigos y hermanos, pues ahora, aunque no lo hice entonces, os pido ayuda. Me ha abrumado la vejez de mi padre y la bondad de mi amigo. Así que ayudadme, cada uno de vosotros como pueda, y extended la mano a quien esta agobiado y desgarrado por el arrepentimiento y el entusiasmo. El primero sugiere vuelos, montañas y desiertos, y calma de alma y cuerpo, y que la mente se retraiga en sí misma y retire sus poderes de las cosas sensibles para mantener una comunión pura con Dios y ser claramente iluminada por los rayos fulgurantes del Espíritu, sin mezcla ni perturbación de la luz divina por nada terrenal ni opaco, hasta que lleguemos a la fuente de la refulgencia que disfrutamos aquí, y el arrepentimiento y el deseo se calmen por igual, cuando nuestros espejos (1Cor 13,12) se desvanezcan ante la luz de la verdad. El segundo quiere que yo me presente y dé fruto para el bien común, y que me ayude la ayuda de los demás; que publique la luz divina y traiga a Dios un pueblo para su posesión, una nación santa, un sacerdocio real (1Pe 2,9) y que su imagen sea purificada en muchas almas. En efecto, así como un parque es mejor y preferible a un árbol, y todo el cielo con sus adornos a una sola estrella, y el cuerpo a una rama, así también, a la vista de Dios, es preferible la reforma de toda una Iglesia al progreso de una sola alma. Por lo tanto, no debo preocuparme sólo por mi propio interés, sino también por el de los demás (Flp 2,4). Cuando a Cristo le fue posible permanecer en su propia honra y deidad, no sólo se despojó a sí mismo hasta tomar la forma de siervo, sino que también soportó la cruz y menospreció la vergüenza (Hb 12,2), para que sus propios sufrimientos destruyeran el pecado y su muerte matara la muerte. Los primeros son imaginaciones del deseo, los segundos, enseñanzas del Espíritu. Y yo, a medio camino entre el deseo y el Espíritu, y sin saber a cuál de los dos debería ceder, os compartiré lo que me parece el mejor y más seguro camino, para que podáis ponerlo a prueba conmigo y participar en mi plan.
V
Me pareció mejor y menos peligroso tomar un término medio entre el deseo y el miedo, y ceder en parte al deseo y en parte al Espíritu. Esto sería así si no eludiera por completo el oficio, rechazando así la gracia (lo cual sería peligroso), ni asumiera una carga que excediera mis fuerzas, pues es pesada. Lo primero, en efecto, se adapta a la persona de otro, lo segundo a su poder; o, mejor dicho, asumir ambas sería una locura. La piedad y la seguridad me aconsejarían, por igual, proporcionar el oficio a mi poder y, como ocurre con la comida, aceptar lo que esté a mi alcance y rechazar lo que esté por encima de él, pues con tal moderación se obtiene salud para el cuerpo y tranquilidad para el alma. Por lo tanto, ahora consiento en compartir los cuidados de mi excelente padre, como un aguilucho, volando no en vano cerca de una águila poderosa y alta. De ahora en adelante, ofreceré mis alas al Espíritu para que me lleve adonde y como él quiera, y nadie me forzará ni me arrastrará en ninguna dirección, en contra de su consejo. Dulce es heredar las labores de un padre, y este rebaño es más familiar que uno extraño y foráneo, y más precioso a la vista de Dios, a menos que el hechizo del afecto me engañe y la fuerza de la costumbre me prive de la percepción. No hay camino más útil ni más seguro que el de gobernantes voluntarios que gobiernan a súbditos voluntarios. Así pues, nuestra práctica no es dirigir por la fuerza ni por compulsión, sino por la buena voluntad. Esto no sostendría ni siquiera otra forma de gobierno, ya que quien se mantiene bajo presión suele, cuando se presenta la oportunidad, buscar la libertad de la voluntad, más que cualquier otra cosa. En definitiva, el misterio de la piedad (1Tm 3,16) pertenece a los que están dispuestos, no a los que se ven dominados.
VI
Este es mi discurso para vosotros, mis queridos hermanos, expresado con sencillez y buena voluntad. Éste es el secreto de mi mente. Que la victoria recaiga en lo que sea para beneficio tanto de vosotros como de mí, bajo la guía del Espíritu en nuestros asuntos (pues nuestro discurso vuelve al mismo punto). A Dios nos hemos entregado con la cabeza ungida con el aceite de la perfección, en el Padre todopoderoso, el Hijo unigénito y el Espíritu Santo, que es Dios. ¿Hasta cuándo esconderemos la lámpara bajo el celemín (Mt 5,15) y negaremos a otros el pleno conocimiento de la Deidad, cuando ahora debería estar sobre el candelero e iluminar a todas las iglesias, almas y a la plenitud del mundo, ya no mediante metáforas ni bocetos intelectuales, sino mediante una declaración clara? Y esta es, en verdad, una exposición perfecta de teología para quienes han sido considerados dignos de esta gracia en Cristo Jesús.