METODIO DE OLIMPIA
Homilía sobre la Pasión
I
A los que dicen: ¿Qué provecho tuvo Cristo con la cruz?
Cristo, el Hijo de Dios, por mandato del Padre, se relacionó con la criatura visible, para derrotar el dominio de los tiranos y los demonios. Y también para librar nuestras almas de su terrible esclavitud, por la cual toda nuestra naturaleza, embriagada por las bebidas de la iniquidad, se había llenado de tumulto y desorden, y de ninguna manera podía volver al recuerdo de las cosas buenas y útiles.
Por este desorden la criatura fue arrastrada más fácilmente a los ídolos, ya que el mal la había abrumado por completo y se había extendido por todas las generaciones, a causa del cambio que se había producido en nuestras moradas carnales como consecuencia de la desobediencia. Hasta que Cristo, el Señor, por la carne en la que vivió y se apareció, debilitó la fuerza de los asaltos del placer, por medio de los cuales los poderes infernales que estaban en armas contra nosotros redujeron nuestras mentes a la esclavitud y liberaron a la humanidad de todos sus males.
Para este fin, el Señor Jesús se vistió de nuestra carne y se hizo hombre, y por la divina dispensación fue clavado en la cruz; para que por la carne en la que los demonios se habían fingido dioses con soberbia y falsedad, habiendo llevado cautivas a nuestras almas hasta la muerte con engañosas artimañas, también por esto pudieran ser derrotados y descubiertos como no dioses.
El Señor Jesús impidió que la arrogancia se elevara más alto, pues, haciéndose hombre. Y para que el cuerpo en el que la raza dotada de razón se había alejado del culto del verdadero Dios, y había sufrido daño (incluso al recibir en sí de una manera inefable la Palabra de Sabiduría), pudiera descubrir que el enemigo era el destructor y no el bienhechor de nuestras almas. De hecho, no hubiera sido maravilloso si Cristo, por el terror de su divinidad y la grandeza de su poder invencible, hubiera reducido a la debilidad la naturaleza adversa de los demonios.
Pero como esto les había de causar mayor dolor y tormento a las criaturas (las cuales hubieran preferido ser vencidos por uno más fuerte que ellos), por eso fue que por medio de un hombre el Señor procuró la salvación de la raza. Para que los hombres, después de que esa misma vida y verdad hubiera entrado en ellos en forma corporal, pudieran volver a la forma y luz de la Palabra, venciendo el poder de las seducciones del pecado. Y para que los demonios, siendo vencidos por uno más débil que ellos, y así llevados al desprecio, pudieran desistir de su confianza demasiado atrevida, de su ira infernal.
Por eso, sobre todo, se introdujo la cruz, que se erigió como trofeo contra la iniquidad y como disuasión de ella, para que el hombre no estuviera ya sujeto a la ira, después de haber compensado la derrota que había recibido por su desobediencia, y de haber vencido legítimamente a los poderes infernales y de haber sido liberado de toda deuda por el don de Dios.
Así pues, puesto que el Verbo primogénito de Dios fortaleció de esta manera la humanidad en la que habitó con la armadura de la justicia, venció, como se ha dicho, a los poderes que nos esclavizaban mediante la figura de la cruz, y mostró al hombre, que había sido oprimido por la corrupción, como por un poder tirano, libre, con manos libres.
La cruz, si se quiere definir así, es la confirmación de la victoria, el camino por el que Dios descendió al hombre, el trofeo contra los espíritus materiales, la repulsión de la muerte, el fundamento de la ascensión al verdadero día, la escalera para los que se apresuran a gozar de la luz que hay allí, el motor por el que los que son aptos para el edificio de la Iglesia son elevados desde abajo, como una piedra cuadrada, para ser compactados sobre la Palabra divina.
Por eso nuestros reyes, percibiendo que la figura de la cruz se usa para disipar todo mal, han hecho vexillas, como se las llama en latín. Por eso el mar, cediendo a esta figura, se hace navegable para los hombres. Porque toda criatura, por así decirlo, ha sido marcada con este signo por causa de la libertad; pues los pájaros que vuelan en lo alto forman la figura de la cruz con la expansión de sus alas; y también el hombre mismo, con sus manos extendidas, la representa.
Por eso, cuando el Señor lo formó en esta forma en la que lo había flameado desde el principio, unió su cuerpo a la Deidad, para que fuera en adelante un instrumento consagrado a Dios, libre de toda discordia y falta de armonía. Porque el hombre, después de haber sido formado para el culto de Dios y haber cantado, por así decirlo, el canto incorruptible de la verdad, y por ello haberse hecho capaz de contener a la Deidad, estando adaptado a la lira de la vida como las cuerdas y los acordes, no puede, digo, volver a la discordia y la corrupción.
II
A los que se avergüenzan de la cruz de Cristo
Algunos piensan que Dios, a quien miden con la medida de sus propios sentimientos, juzga lo mismo que los hombres malos y necios juzgan como objeto de alabanza y censura, y que se sirve de las opiniones de los hombres como regla y medida, sin tener en cuenta que, por razón de la ignorancia que hay en ellos, toda criatura está lejos de la belleza de Dios. Porque él atrae todas las cosas a la vida por su Palabra, de su sustancia y naturaleza universales. Pues si quiere el bien, él mismo es el Muy Bueno y permanece en sí mismo; o si lo bello le agrada, siendo él mismo el Único Hermoso, se contempla a sí mismo, sin tener en cuenta las cosas que mueven la admiración de los hombres.
En verdad, lo más bello y digno de alabanza debe considerarse en realidad lo que Dios mismo estima bello, aunque sea despreciado y despreciado por todos los demás, no lo que los hombres imaginan bello. De donde se deduce que, aunque por esta figura quiso librar el alma de las afecciones corruptas, para avergonzar a los demonios, debemos recibirla y no hablar mal de ella, como si fuera lo que nos fue dado para librarnos y liberarnos de las cadenas en que incurrimos por nuestra desobediencia. Porque el Verbo padeció, estando en la carne clavado en la cruz, para llevar al hombre, engañado por el error, a su suprema y divina majestad, restituyéndole a la vida divina de la que se había alejado.
Por esta figura, en verdad, las pasiones se embotan, pues la pasión de las pasiones se realizó por la pasión, y la muerte de la muerte por la muerte de Cristo, que no fue sometido por la muerte ni vencido por los dolores de la pasión. Ni la pasión lo abatió de su serenidad, ni la muerte lo hirió, sino que en lo pasible permaneció impasible, y en lo mortal permaneció inmortal, comprendiendo todo lo que el aire, este estado medio y el cielo de arriba contenían, y templando lo mortal a la divinidad inmortal. La muerte fue vencida por completo; la carne fue crucificada para sacar a la luz su inmortalidad.
III
Sobre cómo Cristo, en un breve y definido tiempo,
estuvo encerrado en el cuerpo y existiendo impasible
En efecto, puesto que esta virtud estaba en él, ahora es propio de la esencia de la potencia contraerse en un espacio pequeño y disminuirse, y de nuevo expandirse en un espacio grande y aumentarse.
Pero si es posible que él se extienda con lo mayor y se iguale, pero no con lo menor contraerse y disminuirse, entonces no hay potencia en él. Pues si dices que esto es posible para la potencia y aquello imposible, niegas que sea potencia, por ser débil e incapaz respecto de las cosas que no puede hacer. Tampoco, además, contendrá jamás ninguna excelencia de divinidad respecto de las cosas que sufren cambio. En efecto, tanto el hombre como los demás animales, respecto de las cosas que pueden realizar, dan energía; pero respecto de las cosas que no pueden realizar, son débiles y se marchitan.
Por esta causa el Hijo de Dios estuvo encerrado en la humanidad (pues esto no le era imposible), padeció con poder (permaneciendo impasible) y murió (otorgando a los mortales el don de la inmortalidad). Porque el cuerpo, cuando es herido o cortado por un cuerpo, es golpeado o cortado en la medida en que lo golpea el que lo golpea, o lo corta el que lo corta. Pues según el rebote de la cosa golpeada, el golpe repercute en el que lo golpea, ya que es necesario que ambos sufran por igual, tanto el agente como el que sufre.
Si, en verdad, lo que es cortado, por su pequeño tamaño, no corresponde a lo que lo corta, no podrá cortarlo en absoluto. Porque si el cuerpo sujeto no resiste el golpe de la espada, sino que más bien cede a él, la operación quedará sin efecto, incluso como se ve en los cuerpos delgados y sutiles del fuego y del aire; porque en tales casos el ímpetu de los cuerpos más sólidos se relaja y permanece sin efecto. Pero si el fuego, o el aire, o la piedra, o el hierro, o cualquier cosa que los hombres usan contra sí mismos con el propósito de destruirse mutuamente, si no es posible perforarlos o dividirlos, a causa de la naturaleza sutil que poseen, ¿por qué no debería más bien la Sabiduría permanecer invulnerable e impasible, en nada dañada por nada, aunque estuviera unida al cuerpo que fue perforado y traspasado por los clavos, en cuanto que es más pura y más excelente que cualquier otra naturaleza, si solo se exceptúa la de Dios que lo engendró?