PACIANO DE BARCELONA
Sobre la Penitencia

I

He hablado varias veces, aunque apresuradamente, de la curación de los penitentes. Sin embargo, acordándome de la solicitud del Señor, que por la pérdida de una pobre oveja no perdonó ni siquiera su propio cuello y hombros, trayendo de vuelta a la delicada pecadora al rebaño reintegrado, me he esforzado en reconstruir de nuevo, con mi pluma, el ejemplo de tan gran excelencia, y como siervo imitaré, con la humildad que me corresponde, la industria del trabajo del Señor.

II

Mi único temor, queridos míos, es que, por la desgracia de la contrariedad habitual, al insistir en lo que se hace, enseñe los pecados en lugar de reprimirlos. También temo que, siguiendo el ejemplo del ateniense Solón, sea mejor callar sobre los grandes crímenes que advertir contra ellos, pues la moral de nuestra época ha llegado tan lejos que los hombres se creen advertidos cuando se les prohíben.

Supongo que éste ha sido el efecto reciente de mi Cervulio, pues la ofensa se ha cometido tanto más diligentemente cuanto más encarecidamente se ha marcado, y toda esa censura de una desgracia visiblemente estampada y repetida parece haber reprimido el libertinaje, sino haberlo enseñado. ¡Miserable de mí! ¿Dónde ha quedado mi culpa? Supongo que no habrían sabido comportarse de manera libertina, si yo no les hubiera enseñado con la censura.

III

Pero dejemos esto de lado, pues los rebeldes a Dios y apartados de la Iglesia también se exasperan con el castigo (como si fuera una injusticia) y se indignan porque cualquiera puede censurar su moral. Además, así como el barro suele apestar más cuanto más se revuelve, y el fuego arde más si se le atiza, y la locura es más feroz si se la provoca, así también ellos, al retorcer el talón, han roto los aguijones de la necesaria censura, aunque no sin resultar heridos.

IV

Vosotros, amados, acordaos de lo que dijo el Señor: "Reprende al necio, y te odiará; reprende al sabio, y te amará"; y también: "A quien amo, reprendo y castigo". Seguid, pues, con amor, sin oponeros obstinadamente, y creed que la diligencia y el empeño en esta obra mía, emprendida según la voluntad del Señor por mí, vuestro hermano y sacerdote, es más bien de amor que de rigor.

V

Que nadie piense que este discurso sobre la institución de la penitencia está destinado sólo a los penitentes, no sea que por esta razón, quien esté colocado fuera de ese rango, desprecie lo que se diga como algo destinado a los demás. La disciplina de la Iglesia está vinculada a este vínculo, y los catecúmenos deben cuidar de no pasar a este estado, y los fieles de no volver a él, y los penitentes mismos deben trabajar para llegar pronto al fruto de su trabajo.

VI

En mis discursos se mantendrá el orden siguiente. Primero hablaré de los grados de los pecados, para que nadie piense que el mayor peligro recae sobre todos los pecados, cualesquiera que sean. Luego hablaré de aquellos fieles que, avergonzados de su remedio, usan una timidez inoportuna y comulgan con el cuerpo y el alma contaminados, y a la vista de los hombres más tímidos (o ante el Señor más desvergonzado) contaminan con manos profanas y boca contaminada el altar (el cual debe ser temido incluso por los santos y los ángeles).

En tercer lugar, mi discurso se referirá a aquellos que, habiendo confesado y descubierto debidamente sus delitos, o bien desconocen o bien rechazan los remedios de la penitencia y los actos que pertenecen al ministerio de la confesión. Por último, me esforzaré en mostrar con toda claridad cuál será el castigo de aquellos que no hacen penitencia o la descuidan, y que por ello mueren en sus heridas e ímpetus. También diré cuál será la corona, y su recompensa, para quienes purguen las manchas de su conciencia mediante una confesión correcta y regular.

VII

En primer lugar, pues, como he propuesto, trataré los grados de los pecadores, investigando diligentemente qué son los pecados, qué son los crímenes, para que nadie piense que, por las innumerables faltas de cuyo engaño nadie está libre, ato a todo el género humano bajo una sola ley indistinta de penitencia.

Con Moisés y los antiguos, los culpables del más pequeño pecado, y de un solo céntimo, eran sumergidos en el mismo estuario de miseria, tanto los que habían violado el sábado como los que habían tocado lo impuro, los que habían tomado alimentos prohibidos o murmuraban, o los que habían entrado en el templo del altísimo Rey cuando su pared estaba leprosa o su vestido manchado, o estando bajo esta mancha, habían tocado el altar con su mano o con su vestido. En definitiva, era más fácil subir al cielo, o mejor morir, que tener que observar todos estos mandamientos.

VIII

De todas estas y muchas otras faltas carnales, para que cada uno pudiera alcanzar más rápidamente su fin destinado, la sangre del Señor nos ha librado, redimiéndonos de la servidumbre de la ley y liberándonos en la libertad de la fe. De ahí que diga el apóstol Pablo: "Habéis sido llamados a la libertad".

Ésta es la libertad que nos hace no estar atados a todas aquellas cosas por las que estaban sujetos los de antaño, sino que (si se me permite la expresión) perdonados todos los males y señalados los remedios, estamos constreñidos a unos pocos y necesarios puntos que, ya sea para guardar o para evitar, eran muy fáciles para los creyentes. De este modo, no se podía negar que verdaderamente merecía el infierno quien, ingrato por tan gran perdón, no guardó ni siquiera estos pocos mandatos, que a continuación veremos cuáles son.

IX

Después de la pasión del Señor, los apóstoles, habiendo considerado y tratado todas las cosas, entregaron una epístola para ser enviada a los gentiles que habían creído. El contenido de esta carta era el siguiente: "Los apóstoles, los ancianos y los hermanos envían saludos a los hermanos que están entre los gentiles en Antioquía, Siria y Cilicia. Puesto que hemos oído que algunos que han salido de nosotros os han inquietado con palabras, ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros no imponeros ninguna carga más que estas cosas necesarias: que os abstengáis de las viandas ofrecidas a los ídolos, de la sangre y de la fornicación. Si de ellas os guardáis, haréis bien. Adiós".

Esta es toda la conclusión del Nuevo Testamento. El Espíritu Santo, despreciado en tantas ordenanzas, nos ha dejado estos mandatos a condición de arriesgar nuestras vidas. Los demás pecados se curan con la compensación de obras mejores, pero estos tres crímenes debemos temerlos como el aliento de un basilisco, como una copa de veneno, como una flecha mortal, porque saben no sólo corromper, sino cortar el alma. Por eso la avaricia se redimirá con la liberalidad, la calumnia se compensará con la satisfacción, la malicia con la amabilidad, la dureza con la dulzura, la frivolidad con la gravedad, las costumbres perversas con la honestidad; y así en todos los casos que se enmienden bien con sus contrarios.

Con todo, ¿qué hará el despreciador de Dios? ¿Qué el manchado de sangre? ¿Qué remedio habrá para el fornicario? ¿Podrá apaciguar al Señor quien lo ha abandonado? ¿O conservar su propia sangre quien ha derramado la de otro? ¿O restaurar el templo de Dios quien lo ha profanado con la fornicación? Estos, hermanos míos, son crímenes capitales, estos son crímenes mortales.

X

Ahora, hermanos, escuchad a Juan, y confiad si podéis: "Si alguno ve a su hermano cometer un pecado que no sea de muerte, que pida y el Señor le dará vida, si ha cometido un pecado que no sea de muerte". En efecto, hay un "pecado de muerte", y no seré yo quien diga que se deba pedir por él.

Si queréis, escuchad también lo que le dice Dios a Moisés cuando oraba por el pueblo que había blasfemado: "A quien haya pecado contra mí, a ése borraré de mi libro". En cuanto al asesino, el Señor lo juzga así: "El que hiera a espada, a espada morirá". Respecto del fornicario, así dice el apóstol: "No profanéis el templo de Dios, que sois vosotros. Si alguno profanare el templo de Dios, Dios lo destruirá a él".

XI

Estas cosas están escritas, amados hermanos, y grabadas en monumentos eternos. Están escritas y grabadas, mas no en cera, ni en papel, ni en bronce, ni con pluma, sino en el libro del Dios viviente. El cielo y la tierra pasarán, dice Jesús, pero "ni una jota o tilde pasarán" de ninguna manera, hasta que todo se cumpla.

Alguno me dirá: ¿Qué, entonces? ¿Tenemos que morir? Porque muchos han caído ya en estos pecados. En efecto, muchos son culpables de sangre, muchos se han vendido a los ídolos, y muchos son adúlteros. Incluso añado yo que no sólo las manos están involucradas en el asesinato, sino también todo designio que ha llevado al alma de otro a la muerte. Y que no sólo aquellos que han quemado incienso en altares profanos, sino en general toda lujuria que va más allá del lecho nupcial y del abrazo legítimo, está sujeta a la sentencia de muerte.

Quien haya hecho estas cosas, después de creer, no verá el rostro de Dios. Mas aquellos que son culpables de tan grandes crímenes están en desesperación. ¿Qué os he hecho? ¿No estaba en vuestro poder que no os sucediera? ¿Nadie os avisó? ¿Nadie os lo predijo? ¿La Iglesia calló? ¿Los evangelios no dijeron nada? ¿Los apóstoles no amenazaron nada? ¿El sacerdote no preguntó nada? ¿Por qué buscáis consuelos tardíos?

Dura es esta palabra, pero quienes os llaman felices os conducen al error y perturban el camino de vuestros pies, y a los inocentes les muestran el camino de la maldad, y adulan a los culpables después de sus crímenes.

¿Vamos a perecer?, dirá alguno. Y ¿dónde está el Dios misericordioso, que no inventó la muerte ni se complace en la destrucción de los vivos? ¿Moriremos en nuestros pecados? ¿Y qué harás tú, sacerdote? ¿Con qué ganancias compensarás tantas pérdidas a la Iglesia?

Recibid el remedio si empezáis a desesperar, si os reconocéis miserables o si tenéis miedo. Quien confía demasiado es indigno. A éste miraré, dice el Señor, a aquel que "es pobre y humilde de espíritu, y tiembla a mi palabra".

XII

Invoco en primer lugar, pues, a los que, habiendo cometido delitos, rehúsan la penitencia. A vosotros os invoco, que sois tímidos después de ser desvergonzados, y modestos después de pecar. A vosotros que no os avergonzáis de pecar, pero os avergonzáis de confesar. A vosotros que con mala conciencia tocáis las cosas santas de Dios y no teméis el altar del Señor. A vosotros que os presentáis en manos del sacerdote. A vosotros que os presentáis a la vista de los ángeles con la confianza de la inocencia; a vosotros que insultáis la paciencia divina. A vosotros que presentáis a Dios, como si, por su silencio, no supiera, un alma contaminada y un cuerpo profano.

Escuchad lo que ha dicho el Señor, y luego lo que pregunto yo. Cuando el pueblo de los hebreos traía el arca del Señor a Jerusalén, Uza, de la casa de Aminadab el Israelita, que había tocado el costado del arca sin haber examinado su conciencia, fue asesinado. Sin embargo, no se había acercado para tomar nada de ella, sino para sostenerla mientras se inclinaba por entre los tropiezos de las vacas. Tan grande era el cuidado de la reverencia hacia Dios, que éste no soportó manos atrevidas ni siquiera para ayudar. Pues bien, lo mismo también clama el Señor, diciendo: "En cuanto a la carne, todo aquel que esté limpio comerá de ella. Pero la persona que comiere de la carne del sacrificio de paz, estando su inmundicia sobre sí, esa persona será cortada de su pueblo".

¿Son estas cosas viejas y no suceden ahora? ¿Qué, entonces? ¿Ha dejado Dios de preocuparse por lo que nos concierne? ¿Se había retirado de la vista del mundo y no mira a nadie desde el cielo? ¿Es su ignorancia paciente? Dios no lo quiera, dirás. Sí, pero él ve entonces lo que hacemos, y espera y aguanta, y concede un tiempo para el arrepentimiento, y permite que su Cristo posponga el fin para que no perezcan rápidamente aquellos a quienes él ha redimido. Entiende bien esto, oh pecador: Dios te contempla, y tú puedes apaciguarlo si quieres. Y no digas que es una cosa antigua que a los impuros no se les permita acercarse a la mesa de Dios, sino más bien abre los escritos de los apóstoles y aprende lo que es de fecha posterior.

XIII

En la Carta I a los Corintios, Pablo insertó estas palabras: "Quien quiera que coma este pan y beba este cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor, porque el que come y bebe indignamente, come y bebe su propia condenación, sin discernir el cuerpo del Señor. Por eso hay muchos entre vosotros muchos débiles y enfermos, y muchos duermen. Si nos juzgáramos a nosotros mismos, no seríamos juzgados. Pero seremos juzgados por el Señor, y somos castigados por el Señor para que no seamos condenados con el mundo".

¿Tembláis o no? Porque seréis reos, dice Pablo, del cuerpo y de la sangre del Señor. Un culpable en cuanto a la vida humana no puede ser absuelto, mas ¿escapará el que viola el Cuerpo del Señor? El que come y bebe indignamente, dice Pablo, "come y bebe su propia condenación".

Despierta, pues, pecador, y teme el juicio que está dentro de ti si has hecho algo así. Porque "muchos están débiles y enfermos entre vosotros, y muchos duermen". Si alguno, pues, no teme lo futuro, que ahora al menos tema la enfermedad presente y la muerte presente.

Además, dice Pablo que, cuando seamos juzgados, "seremos castigados por el Señor, para que no seamos condenados con el mundo". Alégrate, pues, oh pecador, si en esta vida eres cortado por la muerte o consumido por la enfermedad, para que no seas castigado en la vida venidera. ¡Mira qué gran maldad comete el que viene indigno al altar, a quien se le considera como un remedio, o sufre por la enfermedad o es destruido por la muerte!

XIV

Si tu propia alma es de poco valor para ti, oh pecador, al menos perdona al pueblo y a los sacerdotes. El apóstol dice que "un poco de levadura leuda toda la masa". ¿Qué harás tú, por cuyo medio se corrompe toda la masa? ¿Por medio de quién sufrirá toda la hermandad? ¿Vivirás culpable de tantas almas? ¿Serás excusado cuando los inocentes te hayan imputado su comunión, cuando la Iglesia te haya nombrado como el autor de su desolación?

XV

He aquí que el apóstol dice de nuevo al sacerdote: "No impongas las manos de improviso a nadie, ni participes de los pecados ajenos". ¿Y qué harás tú, que engañas al sacerdote? ¿Que lo engañas por ignorancia, o sin saberlo? ¿O es que lo confundes del todo, con la dificultad de la prueba? Os suplico, pues, hermanos, por aquel Señor a quien no se le oculta ningún secreto, que aun en consideración al peligro, dejéis de ocultar las heridas de vuestras conciencias. Los sabios, cuando están enfermos, no temen al médico, ni siquiera cuando están a punto de cortar o quemar las partes secretas del cuerpo.

Hemos oído de algunos que, sin avergonzarse ni siquiera de las partes del cuerpo, apartadas por el pudor de la vista, han soportado los dolores del cuchillo y de la cauterización, e incluso del polvo corrosivo. ¡Qué grande es la resistencia que han mostrado los hombres! Mas por ello, ¿debe temer el pecador? ¿Se avergonzará el pecador de comprar la vida eterna con la vergüenza presente? ¿Y apartará del Señor sus heridas mal disimuladas cuando él le tiende las manos? ¿Tendrá de qué avergonzarse ante el sacerdote que también ha ofendido al Señor? ¿O es mejor que se pierda así, para que tú, avergonzado, no perezcas sin vergüenza?

Si no te dejas llevar por la vergüenza, ganarás más con su pérdida, tú, por quien sería mejor perecer por ti mismo. Pero si te avergüenzas de que los ojos de tus hermanos vean, no temas a los que son cómplices de tu desgracia. Nadie se alegra del sufrimiento de sus propios miembros; se duele con ellos y trabaja con ellos para encontrar un remedio. En uno y en dos está la Iglesia, y en la Iglesia está Cristo. Por tanto, quien no oculta sus pecados a los hermanos, ayudado por las lágrimas de la Iglesia, es absuelto por Cristo.

XVI

Ahora quisiera dirigirme a aquellos que, aunque confesando sabiamente sus heridas bajo el nombre de penitencia, no saben qué es la penitencia ni cuál es el remedio para sus heridas. Estos tales son como aquellos que exponen sus heridas e hinchazones, y las confiesan al médico que está sentado allí, pero cuando se les advierte lo que se debe aplicar, lo descuidan y rechazan lo que deben tomar, a forma de decir: Estoy enfermo, estoy herido, pero no quiero curarme. Así es, pero vean algo aún más tonto.

XVII

A la causa original se añade otra enfermedad, se inflige una nueva herida, se aplica todo lo que es justo y contrario, se bebe todo lo que es dañino. Bajo este mal trabaja especialmente nuestra hermandad, añadiendo a las antiguas faltas nuevos pecados. Por eso ha estallado en vicios aún más graves, ahora está atormentada por una consunción más destructora. ¿Qué haré entonces yo, sacerdote, que me veo obligado a curar? Es tarde en tales casos. Sin embargo, si hay alguno de vosotros que pueda soportar ser cortado y cauterizado, todavía puedo hacerlo. Y si no, mirad el cuchillo del profeta, que dice: "Volveos al Señor vuestro Dios con ayuno, llanto y lamento, y desgarrad vuestro corazón".

No temáis este corte, amadísimos, porque el mismo David lo soportó. Él yacía en cenizas inmundas y estaba desfigurado por una cubierta de ásperos cilicios. Mas el que antes había estado acostumbrado a las piedras preciosas y a la púrpura, escondió su alma en el ayuno. Y aquel a quien los mares, los bosques, los ríos sirvieron y la tierra le produjo la riqueza prometida, despilfarró en torrentes de lágrimas aquellos ojos con los que había contemplado la gloria de Dios. El antepasado de María, gobernante también del reino judío, se confesó infeliz y miserable.

También el rey de Babilonia hizo penitencia, abandonado de todos, y se vio desgastado por siete años de miseria. Su cabello despeinado y su áspera fiereza superaron la pelusa de la melena del león, y sus manos, enganchándose con garras torcidas, tomaron la apariencia de las águilas, mientras comía hierba como los bueyes, masticando la hierba verde. Sin embargo, este castigo lo encomendó a Dios, y Dios le restauró al reino que una vez fue suyo. A quien los hombres odiaban, Dios lo recibió, bendecido por esta misma calamidad de una disciplina más severa.

¡Mirad el corte que prometí! Quien sea capaz de soportarlo, será curado.

XVIII

A ese corte, yo aplicaré todavía algo más: el fuego de la cauterización del apóstol. Veamos si podéis soportarlo. He juzgado, dice Pablo, "entregar a tal persona a Satanás". ¿Y para qué? Lo responde Pablo: "Para la destrucción de la carne, y para que el espíritu sea salvo en el día del Señor Jesús". ¿Qué decís, penitentes? ¿Dónde está la destrucción de vuestra carne? ¿Es que en el mismo tiempo de penitencia siempre andáis por ahí con mayor pompa, llenos de fiesta, elegantes por el baño, con un atavío bien estudiado? Mira, aquí hay un hombre que una vez fue ahorrativo, una vez algo pobre, una vez sórdidamente vestido con una capa burda. Ahora está delicadamente ataviado y es rico y un hombre correcto, como si quisiera acusar a Dios de no poder servirle, y refrescar su alma moribunda con el placer de sus miembros.

Es bueno que seamos moderados, pues de lo contrario estaríamos haciendo también esas mismas cosas, de las que no se avergüenzan ciertos hombres y mujeres de posición social más rica, que viven en el mármol, van cargados de oro, se deslizan entre sedas y brillan de escarlata. Si el polvo ferruginoso brilla en sus cejas, o el color ficticio brilla en sus mejillas, o la rubor artificial se derrite en sus labios... Tal vez estas cosas vosotros no tengáis, pero aún así tenéis vuestros retiros agradables en vuestras villas o en el mar, y vuestros vinos de calidad exquisita, y vuestros ricos banquetes, y vuestros vinos añejos bien refinados. Rectificad esto, si así lo creéis, y viviréis.

XIX

Daniel y sus compañeros, cubiertos de cilicio y ceniza, y exiguos por el ayuno, hablan así: "Hemos pecado, hemos cometido iniquidad, hemos obrado mal, hemos trasgredido tus preceptos y tus juicios". De Azarías también dice la Sagrada Escritura que "se levantó y oró, y abriendo su boca confesó a Dios con sus compañeros". Y el mismo David dice que "todas las noches lavo mi cama y riego mi lecho con mis lágrimas".

Y nosotros, hermanos, ¿qué es lo que hacemos? ¿Qué se parece a esto? Porque nos dedicamos a acumular cosas mediante el comercio y la rapiña, buscando ganancias en el exterior y lujurias en casa, sin dar nada a los pobres ni perdonar nada a los hermanos. Ni siquiera hacemos esas cosas que pueden ser vistas por el sacerdote, o alabadas por el obispo cuando las presencia. Ni siquiera observamos los deberes diarios, como visitar la iglesia, lamentarnos por nuestra vida perdida, ayunar, orar, postrarnos o rechazar el lujo. Tampoco respondemos a quien nos invita al baño o a una fiesta: Esto es para los felices, mas yo he pecado contra el Señor, y estoy en peligro de perecer eternamente, así que ¿qué tengo que ver con la fiesta, si he ofendido al Señor? Además de esto, no hemos tomado al pobre de la mano, ni implorado las oraciones de las viudas, ni nos hemos postrado ante los sacerdotes, ni hemos pedido las súplicas de la Iglesia intercesora.

Hermanos, intentad todo esto, sobre todo antes que perecer.

XX

Sé que algunos de vosotros, hermanos y hermanas, se envuelven el pecho en un cilicio, yacen en cenizas y practican ayunos nocturnos. No obstante, quizás no hayan pecado para tanto. Se dice que las cabras salvajes saben lo que les cura. Y he oído que, tras ser atravesadas por la flecha envenenada, recorren los bosques de Creta hasta que, arrancando el tallo del díctamo, con el líquido venenoso del jugo curativo expulsan de sus cuerpos los dardos expulsados.

Nosotros, hermanos, queremos rechazar los dardos ardientes del diablo sin el jugo de la penitencia ni la planta de la confesión. La golondrina sabe devolver la vista a sus crías ciegas con su propia golondrina. Nosotros, en cambio, queremos curar la luz perdida del espíritu sin la raíz de una disciplina severa. ¡Mirad! ¡Ni la cabra ni la golondrina son celosas de su propia ceguera y enfermedad!

XXI

Ahora, hermanos, considerad lo que prometí para el final: qué recompensa, o qué fin, seguirá a estas obras. El Espíritu del Señor amenaza a los pecadores delicados que no se arrepienten, diciendo: "No recibieron el amor de la verdad para salvarse". Y por eso Dios les enviará la obra del engaño, para que crean la mentira, a fin de que sean condenados todos los que no creyeron en la verdad, sino que se complacieron en la injusticia. También el Apocalipsis habla así de la ramera: "Cuanto se ha glorificado y ha vivido delirantemente, tanto tormento y dolor dale". Y el apóstol Pablo dice: "No sabiendo que la bondad de Dios te lleva al arrepentimiento, con tu dureza atesoras para ti mismo ira para el día de la ira y la revelación del justo juicio de Dios".

XXII

Temed, pues, amados, estos justos juicios. Dejad el error y condenad la vida delicada. El último tiempo se acerca ya. Las tinieblas y el infierno abren sus senos dilatados para los malvados. Después del castigo de las almas en el tiempo, el castigo eterno está reservado también para los cuerpos revivificados. ¡Que nadie crea en el corazón de Ticio o en el buitre de los poetas! El fuego eterno, por sí mismo, renueva la sustancia de los cuerpos regenerados. Y si no creéis, por lo menos escuchad esto: "La fuerza de las aguas que rugen en el fuego será reclutada por el castigo que lo alimenta".

Si os apartáis del tormento de la confesión, acordaos del infierno, que la confesión extinguirá para vosotros. Estimad su fuerza incluso por las cosas visibles; pues algunas pequeñas salidas de él desgastan las montañas más poderosas con sus fuegos subterráneos. Allí hierven con incansables volúmenes de llamas el Etna siciliano y el Vesubio campaniano, y para probarnos la eternidad del juicio, se parten en pedazos, se devoran y, sin embargo, nunca terminan.

XXIII

Considerad en el evangelio al hombre rico, que todavía sufre los tormentos del alma solamente. ¿Qué serán entonces esos tormentos excesivos de los cuerpos restaurados? ¿Qué crujir de dientes en ellos? ¿Qué llanto? Recordad, hermanos, que no hay confesión en el sepulcro, ni se puede imponer penitencia cuando se ha agotado el tiempo de la penitencia. Apresuraos mientras estáis vivos, mientras estáis en camino con vuestro adversario. ¡Mirad! Tememos los fuegos de este mundo y retrocedemos ante las garras de hierro de los tormentos. ¡Comparad con ellas las manos de los torturadores que siempre están ahí, y las llamas bifurcadas que nunca se apagan!

XXIV

Por la fe de la Iglesia, por mi propia ansiedad, y por las almas de todos en común, os conjuro y suplico, hermanos, que no os avergoncéis de esta obra, ni seáis negligentes en aprovechar, tan pronto como podáis, los remedios de salvación ofrecidos. Abatid vuestras almas con luto, vestid el cuerpo con cilicio y rociadlo con ceniza. Maceraos con ayunos y cansaos de la tristeza, para que ganéis la ayuda de las oraciones de muchos. En la medida en que no hayáis sido parcos en vuestro propio castigo, Dios os perdonará, porque él es misericordioso y paciente, de gran piedad, y se arrepiente del mal que ha infligido.

Si volvéis a vuestro Padre con verdadera satisfacción, sin errar más, sin añadir nada a vuestros pecados anteriores, diciendo también algunas palabras humildes y tristes (como "Padre, he pecado ante ti, y ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo"), inmediatamente él os sacará de ese rebaño inmundo y de ese alimento indecoroso de algarrobas. Inmediatamente, cuando volváis, se os pondrá el manto, y el anillo os adornará, y el abrazo de vuestro Padre os recibirá de nuevo. He aquí que él mismo dice: "No quiero la muerte del impío, sino que se vuelva de su camino y viva", y: "Caerán, y ¿no se levantarán? Se volverá, y ¿no volverá?". Por su parte, también el apóstol dice que "Dios es capaz de hacerlo permanecer en pie".

XXV

El Apocalipsis también amenaza a las siete iglesias si no se arrepienten. Y tampoco amenazaría a los impenitentes si no perdonara a los penitentes. Dios mismo también dice: "Recuerda, pues, de dónde has caído, y arrepiéntete", y: "Cuando vuelvas y te lamentes, entonces serás salvo y sabrás dónde has estado". Que nadie se desespere tanto de la vileza de un alma pecadora como de creer que Dios ya no lo necesita. El Señor no quiere que ninguno de nosotros perezca. Incluso los de poco valor, y los más pequeños, son buscados por él. Y si no creéis, ved.

Mirad, en el evangelio se busca la moneda de plata y, cuando se encuentra, se muestra a los vecinos. La pobre oveja, aunque haya que llevarla sobre sus humildes hombros, no es una carga para el Pastor. Por un pecador que se arrepiente, los ángeles en el cielo se regocijan y el coro celestial se alegra. ¡Ven, pues, pecador! ¡No dejes de pedir! ¡Ya ves dónde hay alegría por tu retorno!