EUSEBIO DE CESAREA
Preparación al Evangelio
LIBRO VI
En los libros que ya hemos terminado hemos expuesto suficientemente el carácter de los oráculos; y el poder divino de nuestro Salvador ha exhibido en la enseñanza de su evangelio una excelencia digna de Dios y al mismo tiempo beneficiosa para el hombre; porque solo por ella, y por ninguna otra enseñanza, se aseguró para todos la liberación de los fantasmas demoníacos que desde el principio habían ensombrecido y afligido toda la vida del hombre.
Ahora examinemos sus falsas doctrinas sobre el destino y restablezcamos así la verdadera historia sobre el mismo tema, para que los demonios que se supone que inspiran los oráculos se muestren no sólo por la maldad de su sistema, sino también por el error y la falsedad de sus opiniones, como inútiles e impotentes. Consideremos, por tanto, si no se os ocurre también que su historia es incompatible con el poder divino, tanto por lo que os voy a exponer para refutar su doctrina sobre el destino, como por la misma manera en que se dice que realizan sus adivinaciones.
En efecto, no se dice que hayan adquirido de antemano el conocimiento de los acontecimientos futuros mediante algún poder superior, sino que adivinan lo que sucederá observando el movimiento de los astros, tal como lo hacen los hombres. Por lo tanto, se dice que no tienen poder ni para ayudar ni para hacer nada en absoluto, excepto lo que está de acuerdo con el destino. Y la prueba de esto será el mismo abogado de los demonios (Porfirio), y su libro titulado Filosofía de los Oráculos.
I
Las profecías griegas, meras conjeturas humanas
Dice Porfirio que "los dioses, si hablan con conocimiento de cosas determinadas por el destino, declaran que sus expresiones se derivan del curso de las estrellas, y casi todos los dioses veraces reconocen esto".
Un poco más abajo dice que preguntaron a Apolo de qué sexo sería el hijo de una mujer, y por las estrellas dijo que sería niña, habiendo aprendido esto desde el momento de la concepción; y así habla: "El retoño brota de la tierra, cuyos sedientos prados drenan toda la humedad refrescante de su madre, mientras la vida todavía se agita dentro de ella a su debido tiempo. No tiene un niño, es solo una niña débil; la luna con Venus observó el casto abrazo Que te trae pronto, oh amigo, una niña".
Mirad cómo desde el momento de la concepción, como la luna se acercaba a Venus, dijo que nacería una niña. Además, por esos signos se predicen enfermedades, pues escuchad: "Un veneno funesto asola su pecho y vierte sus crueles dolores sobre todo el pulmón". Y así sucesivamente: a lo que añade: "Así obró el propósito de los hados, que impulsaron su lucha mortal a matarte por medio de la enfermedad, ya que Saturno sigue pisando alto su funesto camino". Y después, algunos otros versos: "Pero el destructor, apresurándose a encontrarse con la estrella de Saturno, te obligó a concluir el día predestinado de la vida y robó a tu alma la esperanza. Por eso el sagrado corazón de tu padre divino te advirtió que evitaras al funesto dios de la guerra".
Estas cosas demuestran que su adivinación no proviene de ningún poder divino en ellos, sino de la observación de los astros según principios matemáticos, de modo que en esto no se diferencian en nada de los demás hombres ni muestran ninguna obra de naturaleza superior o más divina. Pero veamos cómo también destruyen nuestro libre albedrío, al referir no sólo los acontecimientos externos y las cosas independientes de nosotros, sino también nuestros propios propósitos, al curso de los astros.
II
Las profecías griegas, amigas del destino y enemigas del libre albedrío
Así habló también el oráculo de Apolo acerca de cierto hombre, explicando al mismo tiempo de dónde venía su afán por la guerra: "En Marte tiene una vehemente estrella natal, que lo impulsa, aunque no a la tumba. Pues el decreto de Júpiter así lo predijo, y pronto le dará gloria en la guerra".
Y de nuevo dijo, sobre otro hombre: "La larga cabellera de Saturno extendida y sus crueles rayos entristecieron la tempestuosa vida del desventurado muchacho".
¡Tan grande es el horror que sienten estos valientes dioses ante el destino, que confiesan que ni siquiera pueden defender sus propios templos cuando son alcanzados por un rayo! ¡Qué esperanzas hay, pues, de que los hombres reciban ayuda mediante la oración de aquellos que ni siquiera son capaces de ayudarse a sí mismos! ¿De qué sirve, en adelante, ser piadosos, adorar y servir a los dioses, si no pueden ayudarse ni siquiera a sí mismos? Pero escuchad lo que dice el oráculo:
III
Las profecías griegas, incapaces de sostenerse por sí mismas
Dice Porfirio que también los santuarios y los templos tienen su destino, y que el propio templo de Apolo estaba destinado a ser alcanzado por un rayo, como él dice:
"Varones de la raza divina de Erictonio, venís con valentía a mi oráculo para preguntar cuándo este hermoso santuario será reducido a polvo. Escuchad, pues, esta expresión de la voz divina, que surge de la caverna sombreada de laurel. Cuando en lo alto del aire resuenan los vientos en guerra, y las tormentas en batalla se encuentran con un estruendo atronador, mientras el ancho mundo yace envuelto en una helada silenciosa, y el aire aprisionado no encuentra salida, una antorcha llameante cae, donde quiere, a la tierra. Ante lo cual las bestias salvajes en las cimas de las montañas huyen aterrorizadas a sus guaridas, y no se detienen para escudriñar con ojos temblorosos el rayo caído de Júpiter. Santuarios de los benditos, árboles de crecimiento majestuoso, picos escarpados de las montañas, hermosos barcos en el mar, todos destrozados yacen bajo esas alas de fuego. También la bella Anfitrite, la novia de Poseidón, hendida por ese terrible golpe, se encoge gimiendo. Vosotros, por tanto, aunque oprimidos por un poderoso dolor, soportad con almas valientes los consejos de los Hados que no conocen cambio: cualquiera que sea el destino que sus husos giratorios trenzan, Zeus señala con su frente terrible hacia lo alto para fijar el destino inmutable. Así, en épocas pasadas, este hermoso santuario estuvo condenado a caer por rayos de fuego del cielo".
Si, por tanto, los husos de las parcas conquistan con sus "alas de fuego" incluso los santuarios de los dioses venerables y sus templos sagrados, ¿qué esperanza puede quedar a los hombres mortales de escapar de su destino? Si, además, no hay ayuda de los dioses, sino que, en cualquier caso, hay que "aceptar con valentía los consejos de los hados que no conocen cambios".
¿Cuál es el significado, podría decir alguien, de nuestro celo inútil por los dioses? ¿O qué necesidad hay de asignar la porción de libaciones y holocaustos y el honor de los mismos a quienes ni siquiera son dignos de estas cosas, si no tienen poder alguno para ayudarnos? En ese caso, no debemos atribuirles el otorgamiento de bienes, sino a aquello (el destino) que confesaron ser la causa del mal.
En efecto, si a los hombres les ha de sobrevenir algo bueno o malo, necesariamente se producirá y, quieran o no los dioses, se producirá. Por tanto, debemos adorar sólo la Necesidad y no preocuparnos en absoluto de los dioses, pues no pueden molestarnos ni beneficiarnos.
Pero si él, que es Dios sobre todo, es el único gobernante de los destinos y también el único Señor sobre ellos, pues, como dice el oráculo: "Cualquiera que sea la suerte que sus husos giratorios trenzan, Zeus asiente con su terrible frente en lo alto, para fijar el destino inmutable".
¿Por qué entonces no dejas todo lo demás de lado y confiesas que el Monarca universal y Señor del destino es el único Dios, el único dador del bien y el Salvador? Ya que sólo para él es fácil cambiar y transformar incluso lo que llamas "los designios de los hados, que no conocen cambios".
De modo que el hombre que se ha consagrado al Dios omnipotente y sólo a él adora, no está esclavizado ni por la necesidad ni por el destino, sino que, libre y liberado de toda atadura, sigue sin impedimentos los designios divinos de la salvación. Tal es el camino que muestra la verdadera razón; pero ved por qué medios este autor, al contrario, disuelve los decretos del destino.
IV
Las profecías griegas, contradictorias entre sí
Dice Porfirio que, cuando un hombre oró para que un dios lo visitara, el dios le dijo que no era apto porque estaba atado por la naturaleza, y por eso sugirió ciertos sacrificios expiatorios, y añadió: "Una explosión de poder demoníaco con fuerza reunida ha invadido las fortunas de tu raza, de la cual debes escapar mediante artes mágicas como estas".
Con esto queda claramente demostrado que el uso de la magia para romper los lazos del destino era un regalo de los dioses, con el fin de evitarlo por cualquier medio.
Es Porfirio quien os dice esto, no yo. Pero ¿cómo es que aquel que aconsejaba romper los lazos del destino mediante artes mágicas, aunque él mismo era un dios, no anuló el destino de su propio templo de ser quemado por un rayo? ¿Y cómo podemos dejar de ver cuál es el carácter de aquel que alienta el uso de la magia y no de la filosofía? Además de todo esto, el mismo autor confiesa que los dioses hablan falsamente.
V
Las profecías griegas, embusteras respecto a lo que afirman
Dice Porfirio que "el conocimiento exacto del curso de los astros y las consecuencias que de ellos dependen es inalcanzable para los hombres, y no sólo para ellos, sino también para algunos de los demonios. Por eso, cuando se les consulta, hablan falsamente sobre muchos asuntos".
También dice que es la atmósfera circundante la que obliga a falsificar los oráculos, y no que las deidades presentes añadan voluntariamente la falsedad. Pues a menudo declaran de antemano que van a decir mentiras, pero los que preguntan persisten y los obligan a hablar, debido a su necedad. Por ejemplo, Apolo, una vez, cuando la condición del ambiente era, como dijimos, desfavorable, dijo: "Dejad de usar estas palabras poderosas, para que no os hable mentira".
Y que lo que digo es verdad, lo demostrarán los oráculos. Por ejemplo, cuando uno de los dioses fue invocado respondió: "Este día no es el adecuado para contar el curso sagrado de las constelaciones, pues todo poder profético yace atado y encadenado en las estrellas silenciosas".
Con esto queda demostrado, por tanto, de dónde procede a menudo la falsedad.
VI
Refutaciones de los propios griegos, respecto al destino
¿No es ahora el fin de toda duda en tu juicio de que no había nada divino en las respuestas de los dioses? Pues ¿cómo podría lo divino hablar falsamente, siendo por naturaleza sumamente veraz, ya que seguramente lo divino es veraz? ¿Y cómo podría un buen demonio engañar a los que le preguntan con declaraciones falsas? O ¿cómo podría lo que está encadenado por el curso de los astros ser superior al hombre?
En efecto, un hombre mortal que tuviera en cuenta la virtud nunca mentiría, sino que preferiría reverenciar la verdad; no atribuiría la culpa de una mentira a ninguna necesidad del destino o del curso de los astros. Pero incluso si alguien lanzara fuego o espada contra su cuerpo para obligarlo a pervertir la palabra de la verdad, incluso a esto respondería con el tono de la libertad: "Ven, fuego, ven, espada; quema y abrasa esta carne y atibórrate de mi sangre oscura: porque antes se hundirán las estrellas en la tierra y la tierra se elevará al cielo, que una palabra aduladora te saldrá al encuentro de mis labios".
Pero el demonio engañador y tramposo hace simulacros y engatusa a los insensatos, para que, cuando no pueda predecir lo que va a suceder, pueda proporcionarse una excusa para su error en el destino. Así pues, cuando el demonio, con sus respuestas oraculares, hizo que todo dependiera del destino, y quitó la libertad que nace de la acción autodeterminada y la sometió también a la necesidad, ved en qué pozo mortal de malas doctrinas ha hundido a quienes creen en él.
Si a los astros y al destino hay que referir no sólo los acontecimientos externos, sino también los deseos fundados en la razón, y si los juicios humanos son arrancados por alguna necesidad inexorable, se acabará vuestra filosofía, se acabará también la religión: ni hay, como pensábamos, alabanza de la virtud para los buenos, ni amistad con Dios, ni fruto digno de los esfuerzos abnegados, si la causalidad universal ha sido usurpada por la necesidad y el destino.
Así pues, no es justo censurar a los que ofenden en los asuntos de la vida, ni tampoco a los impíos y a los más infames, ni siquiera admirar a los virtuosos; pero según este principio, como dije, también acabará la gran gloria de la filosofía, si se hace depender no del estudio y de la disciplina voluntarios, sino de la necesidad impuesta por los astros.
Mirad, pues, a qué abismo de malas doctrinas han arrojado a los hombres estos maravillosos dioses, y observad cómo esta doctrina impulsa y alienta a la imprudencia, a la injusticia y a otros innumerables males, produciendo una completa destrucción de toda la vida.
Si, por ejemplo, un hombre diera crédito de inmediato a las maravillosas respuestas de los dioses, a que la veracidad o la falsedad, y la voluntad de emprender una expedición o cualquier otro negocio, o la falta de voluntad para emprender tales asuntos, no fuera obra nuestra sino del destino inexorable, ¿no elegiría ser descuidado e indolente en todos los asuntos que no pudieran realizarse sin trabajo, dolores y esfuerzo de nuestra parte?
Pues si él pensara que esto o aquello sucedería por voluntad del destino, ya sea que nos preocupáramos o no por ello, ¿no querría ciertamente escoger el camino más fácil y entregarse al descuido, puesto que el resultado a alcanzar sería provocado por el destino y la necesidad?
De ahí que se pueda oír a la multitud decir: "Esto se cumplirá, si está destinado para mí, y ¿por qué necesito molestarme?". Pues si quien emprende una expedición no lo hace por voluntad propia, sino impulsado por una necesidad externa, evidentemente también lo hará el que se dedica al robo y al saqueo de tumbas y a todas las demás prácticas, ya sean impías y sin ley o ordenadas y prudentes, pues esto sería una consecuencia de la doctrina del destino.
¿Cómo, entonces, el hombre que creía que realizaba estas prácticas no por voluntad propia, sino por necesidad externa, podría prestar atención a quien lo amonestaba y le enseñaba a no entregarse abyectamente a las prácticas antes mencionadas?
En efecto, diría a su amonestador, como ya han dicho algunos antes de nosotros: "¿Por qué, señor, me amonestas?". Pues, por supuesto, no depende de mí cambiar de propósito, ya que el destino lo ha determinado de antemano. ¿Qué necesidad hay, pues, de esforzarme por cosas que ni siquiera podré desear, a no ser que también éste sea mi destino? Y si así está destinado, lo desearé incluso sin tu enseñanza, ya que el destino me lo ha conducido. ¿Por qué, pues, te preocupas en vano? Pero si quieres decir que tu exhortación y tu enseñanza también son motivadas por la necesidad, exhortarme y persuadirme de esta manera, ¿qué necesidad hay de ser tan diligente, pues la exhortación es vana e inútil, pues si así está destinado, seré diligente; y si no lo está, el resultado será que ambos nos esforzamos en vano.
El hombre que sostiene esta opinión, ¿no debería más bien dejarse llevar por la indolencia y decirse a sí mismo: "Vamos, no me afane en trabajar ni en preocuparme por nada, porque lo que está predestinado tiene que suceder necesariamente"? Pero si alguien se esfuerza en algo, o se enseña o anima a sí mismo o a otro a obedecer o a desobedecer, a pecar o a no pecar, a reprender a los pecadores y a alabar a los que obran bien, ¿no queda demostrado claramente que nos ha dejado la realidad de nuestro poder y de nuestro libre albedrío y simplemente le ha dado el nombre de destino, como si alguien llamara con el nombre de mal a la bondad natural, por cuya presencia el ser viviente se gobierna mejor?
De la misma manera (ya que claramente nos sentimos obligados, sin ninguna causa externa, a castigar a nuestros hijos y azotar a nuestros domésticos cuando han hecho algo malo, y a desear o no desear esto o aquello, sino que sentimos que hacemos tales movimientos de manera completamente independiente y por nuestro propio poder), estaría equivocado quien dijera que estas cosas se hacen según el destino, con vistas a paralizar nuestros propios esfuerzos y las exhortaciones y amonestaciones dadas a otros, que vemos como las principales fuentes de éxito en los asuntos humanos.
Esta doctrina derribaría las leyes, que se hacen para ser útiles a los hombres, pues ¿qué necesidad hay de mandar o prohibir a quienes se ven obligados por una necesidad de otro tipo? Tampoco sería justo castigar a los transgresores, ya que por la misma razón no han hecho nada malo, ni honrar a los que han hecho las obras más nobles, aunque estas costumbres de recompensar y castigar hayan sido una causa principal de reprimir la injusticia y de estar dispuestos a hacer el bien.
Además, esta opinión derribaría la piedad hacia la deidad, si, atados como estamos por las necesidades del destino, ni Dios mismo ni los ministros de estos dioses oraculares nos dieran ayuda alguna, ni en respuesta a nuestras oraciones ni para nuestra piedad.
¿Y no sería de lo más desvergonzado y descarado decir que, como marionetas sin vida, movidas por hilos de un lado a otro por algún poder externo, nos vemos obligados a querer hacer esto o aquello y a elegir otras cosas contra nuestra voluntad? Pues es evidente que sentimos que deseamos esto o aquello por nuestro propio impulso y movimiento, y de nuevo nos reprochamos nuestra negligencia y sentimos que tenemos éxito o no por esta causa, y que no sufrimos ninguna obligación de ninguna fuente externa, sino que elegimos algunas cosas por determinación voluntaria y evitamos y rechazamos otras por nuestro propio propósito deliberado.
Tan evidente es, pues, el argumento en favor del libre albedrío que, de la misma manera que el sentimiento de dolor y placer, y ver y oír esto o aquello, se percibe no por razonamiento sino por sensación real, así también conscientemente nos sentimos moviéndonos por nosotros mismos y por nuestro propio propósito, y eligiendo algunas cosas y rechazando otras. Por lo tanto, la libertad e independencia de la naturaleza racional e inteligente en nosotros debe ser en todo caso justamente reconocida.
Aunque la mayoría de la humanidad se encuentra perpleja por las innumerables cosas que nos suceden contra nuestro propósito, en este caso debemos distinguir la naturaleza de las circunstancias en las que nos encontramos y tomar en consideración la ley por la cual ocurren las cosas que no están bajo nuestro control. De esta manera, la causa de estos acontecimientos no se atribuirá a un destino irracional, sino a otra ley, dependiente de la providencia del universo. Examinemos, pues, el problema con atención.
Los estatutos de la verdadera religión declaran claramente que tanto la existencia como el gobierno de todas las cosas dependen en su totalidad de la providencia de Dios.
Pero entonces, los diversos acontecimientos, siendo causados según su clase particular, algunos por hábito, algunos por naturaleza, algunos por impulso e impresión, y otros por razonamiento y nuestro propio juicio y propósito, y algunos a su vez producidos según una ley primaria, y otros según efectos contingentes a los sucesos primarios... harían que la disposición del todo sea compleja e intrincada, habiendo asignado el autor del universo a cada clase de seres una constitución de naturaleza propia y distinta.
Aunque sería difícil para cualquiera examinar a fondo el principio de todo lo demás, sin embargo, el del libre albedrío puede aprenderse más fácilmente de la siguiente manera. El hombre no es una cosa de una sola especie simple ni de una sola naturaleza, sino que está compuesto de dos opuestos, cuerpo y alma, el primero unido contingentemente como un instrumento al alma, pero la esencia inteligente subsiste de acuerdo con su ley primaria, y de estos, uno es irracional y el otro racional, y uno perecedero pero el otro imperecedero, y uno mortal pero el otro inmortal; de modo que tenemos un cuerpo de la misma especie que los animales brutos, pero un alma afín a la naturaleza racional e inmortal. En este caso, sin duda es natural que este doble producto, en cuanto que participa de una doble naturaleza, regule su vida de una manera doble y diversa, unas veces sirviendo a la naturaleza corporal y otras recibiendo con la parte más divina su propia libertad. Así, el mismo hombre es a la vez esclavo y libre, habiendo recibido tal combinación de alma y cuerpo por parte de Dios, por razones que Él mismo conoce.
Si alguien, pues, quisiera someter las funciones naturales del cuerpo o del alma a la necesidad como causa de ellas, llamándola hado, se equivocaría en el nombre propio. Pues si hubiera una necesidad irresistible del hado, y si muchas de las funciones que por naturaleza pertenecen al cuerpo y al alma se vieran impedidas por ella, y si otras diez mil cosas externas se combinan por algún accidente para unirse contra la naturaleza tanto al alma como al cuerpo, ¿cómo podrían ser una misma cosa el hado y la naturaleza?
Pues si dicen que el destino es inalterable y que nada puede suceder contra él (porque la necesidad es inexorable), y si, como dije, muchas cosas suceden tanto al alma como al cuerpo contra sus funciones naturales, un hombre no usaría nombres correctos si dijera que el destino y la naturaleza son lo mismo.
Así pues, de nuestras experiencias internas, una parte debe depender del razonamiento y de la elección que está en nuestro propio poder, tales como las funciones naturales del alma, y otra parte debe depender de la naturaleza del cuerpo, y otra parte debe ser incidental a ellas, es decir, al alma y al cuerpo, pero efectos debidos por naturaleza a otros; sin embargo, nadie podría separar correctamente ni el libre albedrío del alma, ni la acción natural del cuerpo, ni tampoco la contingencia de las cosas externas de Aquel que es su Autor.
En efecto, Dios mismo, el Dios del universo, ha sido demostrado como Creador tanto de las cosas que están en nuestro poder como de las que dependen de la naturaleza y de las accidentales. En efecto, la declaración de la divina Escritura ("él habló y fueron hechos; él mandó y fueron creados") debe entenderse universalmente de todas las cosas.
Si en cualquier momento en que formamos ciertos propósitos, suceden otras cosas contrarias a nuestra intención, debemos recordar que esto se debe, como dijimos, a ese carácter doble y heterogéneo de la combinación en nosotros, quiero decir, de alma y cuerpo, en consecuencia de la cual la esencia del alma, que es de naturaleza inteligente y racional, en un cuerpo que es por naturaleza infantil, comparte la posición de un ser irracional contrario a su propia naturaleza; y la mente, que es naturalmente sabia, a menudo, como consecuencia de algún accidente, se vuelve tonta, al estar perturbada por dolencias excesivas, digamos, del cuerpo.
Muchas veces la vejez, al apoderarse naturalmente del cuerpo, priva de su florecimiento al entendimiento de los juicios rectos, embotando contra la naturaleza el poder racional del alma inteligente.
Las heridas, los dolores y las mutilaciones que le ocurren al cuerpo contra su naturaleza, accidentalmente superan el libre albedrío del alma cuando ésta cede a los dolores a causa de su conexión con el cuerpo, de modo que se descubre que un vínculo inevitable ha sido interpuesto en el camino de la libertad del alma, en un momento por la naturaleza del cuerpo, en otro por accidentes que vienen de fuera.
Sin embargo, el poder de nuestro libre albedrío ha alcanzado, como hemos dicho, tal grado de coraje y fuerza, que se atreve en muchos casos a enfrentar y oponerse a la naturaleza corporal y a los accidentes exteriores.
La naturaleza corporal invita al hombre al deseo amoroso, pero el alma, habiendo refrenado la pasión con la sana razón, se hace dueña de la naturaleza corporal. Y a su vez, la una, necesitada de hambre, sed, frío y sentimientos de este tipo, invita a los remedios y satisfacciones que están de acuerdo con la naturaleza; pero la voluntad, persuadida por razones sanas y habiendo abrazado voluntariamente ciertos consejos ascéticos, con muchos días de ayuno y paciencia rechaza el deseo natural del cuerpo, eligiendo y prefiriendo este camino por excelencia de la razón.
Por otra parte, uno se deleita naturalmente en todos los placeres y en el fácil movimiento del cuerpo; pero la voluntad, por deseo de virtud, acoge con agrado la vida de trabajo y de penurias.
Pero también hay algunos que se han vuelto al mal y han cambiado el uso natural por el que es contra naturaleza, cometiendo actos vergonzosos hombres con hombres.
Así pues, la razón no cede en todo a la naturaleza, sino que vence en muchas cosas, como también es vencida; y el hombre ora dirige, ora es dirigido, de modo que en algunos casos incluso prematuramente se apresura con manos violentas a desprenderse del cuerpo, cuando juzga que la vida no le es provechosa. Si, pues, toda su lucha fuera sólo con la naturaleza propia del cuerpo, esto sería tolerable; pero como Dios ha colocado su vida civil y social en medio de una multitud, de modo que se ve obligado a pasar su tiempo entre fieras y reptiles venenosos, y entre el fuego y el agua y el aire circundante, y las naturalezas pervertidas y diversas de todas ellas, su lucha y resistencia no es sólo contra su propia naturaleza corporal, íntimamente unida a él, sino también contra los innumerables accidentes externos, en medio de los cuales debe vivir quien lleva esta vida mortal, de modo que tiene que resistir valientemente también contra ellos.
Hasta ahora, por ejemplo, muchas clases de alimentos, y tales y tales temperaturas de la atmósfera, y heladas repentinas, y calores abrasadores, y muchas otras cosas, aunque se mueven naturalmente según ciertas leyes que les son propias, sin embargo, al caer accidentalmente sobre nosotros, no han causado ninguna perturbación común de nuestra independencia a causa de la conexión con el cuerpo; porque nuestra naturaleza corporal no puede resistir los asaltos desde afuera, sino que es dominada y conquistada por las circunstancias externas que ocurren según su propia naturaleza.
Pasamos nuestras vidas en compañía de una multitud de hombres que comparten la misma naturaleza que nosotros y, actuando según su derecho individual, nos quitan nuestra independencia mediante el libre ejercicio de su propia elección: por lo tanto, de esta manera, de nuevo estaremos naturalmente sujetos a los propósitos de los demás, cuando su poder independiente de alguna manera haga uso de nosotros, ya sea contra el cuerpo o con respecto al alma.
En efecto, así como nuestra naturaleza corporal se ve a menudo dominada por las cosas que la asaltan desde fuera, así también a veces nuestra voluntad, perturbada por mil voluntades externas, se ve inducida por su propia decisión a entregarse a las fuerzas externas, y a veces se vuelve mejor y a veces peor, ya que las malas compañías tienden a corromper, así como, por el contrario, el trato con hombres honorables nos hace mejores. En efecto, "las malas conversaciones corrompen las buenas costumbres", así como la compañía de los buenos salva y mejora.
Aunque la facultad racional del alma se deja arrastrar por los argumentos de quienes la confrontan desde fuera, la virtud propia de la esencia racional se fortalece de nuevo y demuestra su poder como verdaderamente divino y semejante a Dios cuando, resistiendo a todas las circunstancias externas y venciéndolas todas con un espíritu libre, sin disminuir nada de su propia virtud, se prepara para el estudio de la filosofía. Pero cuando es descuidada, se ve afectada por el mal con los peores resultados, así como también se mejora con una atención cuidadosa desde fuera.
¿Qué necesidad hay de decir después de esto que tanto la fecundidad como la esterilidad en las almas y en los cuerpos, 10 tales como éstas, producidas por algún accidente de una manera apropiada al gobierno del mundo y correcta y buena para el conjunto, producen una enorme cantidad de perturbaciones de todo tipo en las partes individuales y, especialmente, en nuestra independencia?
Sobre todas las cosas existentes universalmente, tanto las que ocurren por nosotros y nuestra causalidad, como las que vienen accidentalmente de fuera, y las que se deben a las operaciones de la naturaleza, gobierna una providencia de Dios todopoderosa y omnipotente que se extiende a través de todo, que también dispone la mayoría de las cosas por leyes divinas inexpresables por nosotros, guiando el todo en la debida obediencia a la regla, y cambiando muchas de las consecuencias incluso naturales para adaptarlas a la ocasión, y trabajando y cooperando con nuestra voluntad, y en otras ocasiones asignando su lugar apropiado a las circunstancias externas.
Cuando estas cosas se hayan dividido de esta manera en tres clases, las que dependen de nosotros mismos, las que ocurren según la ley natural y las que son accidentales, y cuando todas se resuman en una ley que procede del consejo de Dios, no habrá lugar para la doctrina del destino.
Así habremos encontrado que la fuente del mal, acerca de la cual muchos han dudado, no tiene lugar en nada natural, ni en los cuerpos, ni en las sustancias espirituales, mucho menos en las cosas que ocurren accidentalmente desde afuera: se encontrará, digo, únicamente en el movimiento autodeterminado del alma, y en esto, no cuando siguiendo el curso de la naturaleza camina en el camino recto, sino cuando se aparta del camino real, y se vuelve por su propia decisión hacia el curso contrario a la naturaleza, siendo su propia dueña.
El alma, habiendo obtenido de Dios este excelente don, es libre y dueña de sí misma, habiendo asumido la determinación de su propio movimiento; pero la ley divina, unida a ella por la naturaleza, como un faro y una estrella, la llama con voz interior y le dice: "Andarás por el camino real, no te desviarás ni a la derecha ni a la izquierda", enseñándonos que el "camino real" es el camino conforme a la recta razón .
Dios no hizo malas ni la naturaleza ni la sustancia del alma, pues un ser bueno no puede crear nada que no sea bueno. En efecto, el Creador de todas las cosas ha implantado en cada alma esta ley natural como ayuda y defensa en sus acciones; y mientras con su ley le mostró el camino correcto, con la libertad que le concedió declaró que la elección del mejor camino era digna de alabanza y aprobación, y de mayores honores y recompensas por sus buenas acciones, porque las realizó no por obligación, sino por su propia decisión, aunque tenía el poder de elegir lo contrario; de modo que, por otra parte, el alma que eligió las peores acciones era merecedora de censura y castigo, por haber trasgredido por motu propio la ley de la naturaleza, y haber dado a luz una fuente y manantial de maldad, y haberse comportado vilmente no por ninguna necesidad externa, sino por libre determinación y juicio. "El que elige es, pues, responsable; Dios no es culpable". Pues Dios no hizo malas ni la naturaleza ni la sustancia del alma, ya que un ser bueno no puede crear nada que no sea bueno. Todo lo que es según la naturaleza es bueno, y toda alma racional posee por naturaleza el buen don del libre albedrío, que le ha sido dado para elegir lo que es bueno.
Cuando actúa mal, no es la naturaleza la que debe ser censurada, ya que el mal no le viene por naturaleza, sino contra ella, siendo una cuestión de elección, pero no un efecto de la naturaleza. En efecto, cuando alguien que tenía poder para elegir lo bueno, en lugar de elegir esto, rechazó voluntariamente la mejor parte y se atribuyó lo peor, ¿qué lugar podría quedarle para excusarse, después de convertirse en la causa de su propia enfermedad y descuidar la ley innata que era, por así decirlo, su preservadora y curadora?
El hombre que no presta atención a todas estas consideraciones, sino que piensa que todo depende de la necesidad y del curso de los astros, y afirma que las causas de la perversidad de las ofensas de los hombres no proceden de nosotros sino del poder que mueve todas las cosas, ¿no debe estar introduciendo un argumento impío y profano?
Si uno de ellos supusiera que el curso del mundo es automático y no está diseñado, sería condenado de inmediato como ateo, además de estar ciego a la armonía y disposición omniscientes del universo que gira en su movimiento eterno con belleza y orden. Si, por el contrario, confesara que la providencia de Dios es la fuerza que guía y mueve todo y que lo administra todo mediante una ley de sabiduría perfecta, ni siquiera así se habrá librado del absurdo de la impiedad, ya que, en lo que respecta a los pecados cometidos entre los hombres, absuelve a los ofensores de haber cometido cualquiera de sus malas acciones por su propia decisión, pero atribuye la causa de los males a la providencia general, llamándola erróneamente necesidad y destino, y diciendo que es la causa de todos los actos infames e infames, la crueldad y la culpabilidad de sangre entre los hombres.
¿Y quién podría ser más impío que el hombre que representa al Dios del universo, el mismo Creador y Hacedor de este mundo, al obligar por compulsión a un hombre, que no está dispuesto a cometer una impiedad, a hacerlo, y a ser ateo por necesidad y blasfemo contra Dios mismo; y obligar a otro, a quien él constituyó por naturaleza varón, a llevar la parte de la mujer contra la naturaleza, no por su propia voluntad sino por compulsión de él; y a un tercero a convertirse en un asesino no por su propia determinación sino impulsado por una necesidad de Dios; de modo que no puede culpar razonablemente a los ofensores, sino que debe creer que estos no son pecados en absoluto, o declarar que Dios es el autor de todos los males?
Porque, sea que Dios mismo, estando presente en todas las cosas, y viéndolo todo y oyéndolo todo, obligue a los hombres a obrar así, o sea que él mismo haya constituido el curso del universo y el movimiento de los astros tal como lo vemos, para efectuar y obligar a tales acciones, Aquel que dispuso tal instrumento y ideó la red para atrapar a la presa, debe ser también él mismo el culpable de aquellos que quedan atrapados en ella.
Por tanto, ya sea por sí solo, o por alguna necesidad ideada por él mismo, enreda a los que no quieren en estos males. Él mismo y ningún otro debe ser el autor de todo mal; y ya no se podría decir con justicia que el hombre es propenso al pecado, sino que el autor del mismo es Dios. ¿Y qué afirmación podría ser más impía que ésta?
Así pues, quien introduce el destino descarta directamente a Dios y su providencia, de la misma manera que quien hace que Dios gobierne sobre todo debe derribar el argumento sobre el destino, pues o Dios y el destino deben ser la misma cosa o diferentes entre sí, pero no pueden ser la misma cosa.
Si dicen que el destino es una cierta cadena de causas que ha descendido ininterrumpida e inalterada a partir del curso de los cuerpos celestes, ¿no deben existir antes del destino los elementos corpóreos de los que se componen incluso los cuerpos celestes, y de los cuales cuerpos celestes uno diría naturalmente que el destino es una conjunción accidental?
Pero ¿cómo podría lo que es accidental para los elementos ser lo mismo que el Dios que está sobre todo, si en verdad los elementos son considerados sin vida e irracionales en su naturaleza propia, mientras que Dios aparte de los cuerpos es vida esencial y sabiduría, otorgando el beneficio de su obra creadora tanto a los elementos particulares como a la disposición del universo?
Dios y el destino no son, pues, la misma cosa. Pero, si son diferentes, ¿cuál es más fuerte? Pues nada es más noble, nada es más poderoso que Dios. Por eso, él vencerá y prevalecerá sobre el mal; de lo contrario, al ceder ante el destino cuando éste obra el mal, se echaría la culpa a sí mismo, porque, pudiendo reprimir la necesidad que obra el mal, no la reprimió, sino que la dejó libre para la ruina y destrucción de todas las cosas; o, mejor dicho, él mismo lo hizo, si se le ha de presentar como Creador de todas las cosas, incluso del propio destino.
Pero suponiendo que Dios no tuviera en cuenta la administración del mundo, se alzaría de nuevo la voz de los ateos, a la cual deberíamos cerrar nuestros oídos, puesto que la providencia y el poder divinos se muestran manifiestamente tanto en los efectos universales de la sabiduría y habilidad perfectas, como en las evidencias indudables en nosotros mismos del poder libre y autónomo del alma racional.
De acuerdo con este poder, aunque diez mil obstáculos externos se opongan por algún accidente tanto a la naturaleza del cuerpo como a los esfuerzos independientes de nuestra voluntad, sin embargo, la libertad de la virtud en el alma resiste a todos, mostrando que la elección del bien, en la medida en que está en nosotros, es irresistible e invencible.
Esto lo ha demostrado el tiempo actual de la enseñanza de nuestro Salvador con hechos reales. Para demostrar que no se trata de meros sonidos y palabras vacías, tenéis la oportunidad de presenciar la lucha de los piadosos y de observar a aquellos que, por elección propia, han aceptado los sufrimientos de la lucha por la religión; sufrimientos de los que han dado prueba innumerables multitudes, tanto de griegos como de bárbaros, en todo el mundo habitado por el hombre, soportando con alegría todos los ultrajes corporales y soportando toda clase de torturas, y finalmente aceptando con alegría la liberación del alma del cuerpo en muchas formas diversas.
Sin embargo, en este caso, ninguna razón nos permitiría atribuir la causa al destino. ¿En qué momento de la historia del mundo, el curso de los astros ha producido tales campeones de la piedad? ¿O en qué momento, antes de que la enseñanza de nuestro Salvador fuera difundida entre todos los hombres, la vida humana ha mostrado un conflicto semejante en todo el mundo habitado por el hombre? ¿O dónde ha producido en todos los tiempos una escuela de doctrinas como éstas, capaz de derribar el error supersticioso y enseñar a todos los hombres, tanto griegos como bárbaros, el conocimiento del único Dios sobre todo? ¿Y a quién entre los sabios célebres de todos los tiempos, bárbaro o griego, se le concedió jamás un destino como éste, el de hacer que la doctrina propuesta por él diera luz al mundo entero y fuera conocida hasta los confines de la tierra, y ganara reputación de Dios entre sus devotos?
Si estas cosas no existieron en el principio, ni jamás sucedieron, ni se ha oído hablar de ellas, entonces su causa no fue una cadena de causas y una necesidad, pues nada habría impedido que otros también recibieran hace mucho tiempo el mismo nacimiento y destino por la misma revolución y ciclo de los astros.
¿De qué suerte, pues, ha aparecido nuestro Dios Salvador y ha sido proclamado por todo el mundo, mientras que los que en el pasado eran considerados dioses tanto entre los griegos como entre los bárbaros han sido derribados, y no derribados de otro modo que por la enseñanza del nuevo Dios? ¿Y qué clase de destino anunció a todos los hombres que Dios es el Creador de todas las cosas y los obligó a afirmar que no existe tal cosa como el destino? ¿Y cómo obligó el destino a los hombres a decir y pensar que el destino mismo no existe? ¿Y qué decir de aquellos que por causa de la piadosa enseñanza de nuestro Salvador han soportado durante mucho tiempo toda clase de conflictos y aún continúan luchando?
Encontraron, pues, un mismo destino: someterse a un mismo sistema y doctrina, mostrar una misma mente y voluntad, una misma virtud de alma, aceptar un mismo tipo de vida, amar la misma doctrina y soportar con satisfacción los mismos sufrimientos por su firme piedad.
Pero ¿qué razón sana nos permitiría decir esto, que jóvenes y viejos juntos, de todas las edades y de ambos sexos, hombres de naturaleza bárbara, esclavos y libres, sabios e ignorantes, nacidos no en un rincón de la tierra ni bajo estas mismas estrellas que nosotros, sino en todo el mundo habitado por el hombre, se han visto obligados por una necesidad del destino a preferir una cierta doctrina a todas las costumbres de sus antepasados, y a dar la bienvenida a la muerte por la religión del Dios único sobre todas las cosas, y a ser completamente instruidos en la enseñanza sobre la inmortalidad del alma, y a preferir una filosofía que no consiste en palabras sino en hechos?
Éstas son las cosas que hasta un ciego podría ver claramente como efectos propios, no de ninguna necesidad, sino del saber y de la instrucción, siendo pruebas manifiestas del propósito voluntario y del libre albedrío.
Habría otros innumerables argumentos para demostrar la proposición, la mayoría de los cuales omitiré y, por mi parte, me contentaré con lo que he expuesto; pero os dejaré que consideréis vuestra propia lectura de vuestros venerables filósofos, para que así podáis aprender cuánto más sabio y mejor que vuestras deidades oraculares fue el hombre que convenció de falsedad a sus maravillosas respuestas y castigó al propio dios pitio por sus respuestas sobre el destino. Así pues, escuchad de nuevo a aquel (Enómao de Gadara) que tituló su escrito la Detección de Impostores, y observad con qué espíritu tan vigoroso corrige el error de la multitud y del propio Apolo.
VII
Refutación de Enómao de Gadara, sobre el destino
Dice Enómao sobre el destino:
"¡Pensar, pues, que te sientas en Delfos sin poder callar, aunque lo quisieras! ¡Así, pues, Apolo, el hijo de Zeus, ahora quiere, no porque quiera, sino porque la necesidad le obliga a querer! Pero como me he dejado llevar, no sé cómo, a esta discusión, me inclino a pasar por alto todo lo demás y a investigar algo que es apropiado y que merece la pena investigar. Pues, en lo que a los filósofos se refiere, se ha perdido la vida humana, ya se la llame timón, lastre o cimiento, se ha perdido el poder rector de nuestra vida, que suponemos que es absoluto sobre la más alta necesidad; pero Demócrito, si no me equivoco, y Crisipo piensan que la más noble de las facultades del hombre, según el primero, es esclava, y según el segundo, semiesclava. Su argumento, sin embargo, no vale más de lo que un hombre puede reclamar por las cosas del hombre: pero si la deidad también ahora nos hace la guerra, cielos, ¿qué será de nosotros?".
Pero eso no es probable ni justo, si al menos podemos conjeturar a partir de las respuestas siguientes: "Odiado por todos tus vecinos, amado por los benditos inmortales, siéntate quieto, con tu lanza desenvainada hacia adentro, observando pacientemente". ¿Qué, pues? Si así lo quisiera, ¿está en mi poder? ¿Puedo, si me place, quedarme quieto y vigilar pacientemente? Está en tu poder (dirías) y puedes, pues de lo contrario, ¿cómo te lo habría ordenado?
Y si no, observemos el siguiente oráculo de Delfoa a Caristo: "Caristo, heredero de la noble estirpe de Quirón, abandona tu Pelión natal y busca el cabo de Eubea: allí estás condenado a fundar un hogar sagrado. Pero date prisa y no te demores". ¿Existe, pues, algo que dependa realmente del hombre, oh Apolo, y tengo yo el poder de querer abandonar el Pelión? Sin embargo, he oído a muchos sabios decir que, si me ha tocado "buscar el cabo de Eubea" y "encontrar un hogar sagrado", iré allí y me estableceré allí, tanto si tú me lo dices como si no, y tanto si lo quiero como si no.
Si, por el contrario, es necesario que yo también quiera lo que la necesidad me obliga a querer, aunque no quiera... esto es lo que el oráculo de Apolo diría a mi oído, para que fuese digno de ser creído y yo me inclinara a prestarle atención: "Diles a los parios, Telesicles, que te ordeno que encuentres en la isla Aeria una ciudad hermosa para ver".
Sí, seguro (dirá alguien tal vez en vano vano o para rebatirte), se lo diré, aunque tú no me lo pidas, pues así está el destino. Pero la "isla Aeria" es Tasos, y los parios vendrán a ella cuando mi hijo Arquíloco les haya explicado que esta isla se llamaba antiguamente Aeria. Supongo, pues, que tú, que eres terrible en la venganza, no le soportarás, tan ingrato y audaz como es, ya que si tú no hubieras elegido informarle, él nunca habría dado el mensaje, ni su hijo Arquíloco habría dirigido la colonia de parios, ni los parios habrían habitado Tasos.
No sé, pues, si el oráculo dice estas cosas sin saber lo que dice. Pero, puesto que parece que tenemos tiempo para mantener una conversación larga y que el tema no es de poca importancia, dime esto, pues quizá basten unos pocos puntos de entre muchos.
¿Somos nosotros, yo y tú, algo? Diréis que sí. Pero ¿de dónde sabemos esto? ¿Cómo hemos determinado que lo sabemos? ¿No es el hecho de que nada es una prueba tan satisfactoria (de nuestra existencia) como nuestra sensación y aprehensión conscientes de nosotros mismos?
¿Qué otra vez? ¿Cómo hemos llegado a saber que somos animales? ¿Y que entre los animales somos, como diría yo, hombres, y entre los hombres uno un impostor, y otro un desenmascarador de impostores; pero como dirías tú, uno un hombre, el otro un dios, y uno un profeta, el otro un falso acusador? Y que sea como dices, si me equivoco.
Pero ¿cómo sabemos que estamos conversando en el momento presente? ¿Qué dices? ¿No juzgamos correctamente nuestra comprensión de nosotros mismos por lo que es más inmediato, el hecho mismo? Evidentemente, porque no encontramos nada superior ni anterior a él ni más digno de confianza.
Si no es así, que no vuelva a Delfos un tal Alcmeón, que ha matado a su madre, ha sido expulsado de su casa y está deseando volver a ella. No sabe si es algo, ni si ha sido expulsado de su casa, ni si está deseando volver a ella. Pero, aunque Alcmeón esté loco e imagine cosas que no existen, el dios pitio no está loco. No debes hablarle así: "¿Cómo puedes regresar a tu hogar, hijo de Anfiarao?", porque aún no sabes si algún hijo de Anfiarao le está consultando, ni si el consultado es capaz de responder sobre los asuntos sobre los que él te consulta.
No dejes, pues, que Crisipo, el autor de la semiesclavitud, sea lo que sea exactamente eso, asista al Pórtico, ni pienses que esos tontos asistirán allí para escucharlo a él, el Nadie; ni que se ponga de pie y luche por nada contra Arcesilao presente en persona y Epicuro ausente.
Porque lo que es Arcesilao, o lo que es Epicuro, o lo que es el Pórtico, o lo que son los jóvenes, o lo que es Nadie, él no lo sabe ni lo puede saber; pues ni siquiera sabe, lo que viene mucho antes, si él mismo es algo.
Pero ni vosotros, dioses, ni Demócrito soportaréis que alguien hable así, porque no hay criterio más digno de confianza que aquel del que hablo, y si parece que hay otros, no podrían igualarlo, o, si lo fueran, no podrían superarlo.
Así pues, dirá alguno, ya que tú, oh Demócrito, y tú, oh Crisipo, y tú, oh profeta, os indignáis si alguien quisiera negar vuestra conciencia de vosotros mismos (pues de tantos libros vuestros ya no es posible negar la existencia), venga, indignémonos también nosotros por el otro lado.
¿Cómo, por favor? ¿Es esta autoconciencia la evidencia más confiable y primaria dondequiera que te plazca? Pero donde no te plazca, ¿hay algún poder oculto, el hado o el destino, que la tiranice? Un poder que tiene para cada uno de vosotros un significado diferente, que procede según uno de Dios y según otro de esos cuerpos diminutos que son llevados hacia abajo, arrojados hacia arriba, girados, rotos, separados y combinados por necesidad. Porque he aquí que la manera en que somos conscientes de nosotros mismos es la misma en que somos conscientes de nuestras acciones voluntarias o forzadas, y no somos inconscientes de la gran diferencia entre caminar y ser llevado, o entre elegir y ser obligado.
Pero ¿preguntas las razones por las que traigo estos asuntos a discusión? Porque tú, oh profeta, no has sabido percibir las cosas sobre las que tenemos poder, y tú que lo sabes todo pareces no saber estas que están firmemente amarradas a nuestra propia voluntad. Y era evidente que esto sería fuente de no pocos problemas: pues quien no conoce la fuente, que fue la causa de las consecuencias, probablemente conocería, supongo, las consecuencias mismas.
Es evidente, pues, que era un profeta insolente el que predijo a Layo que su hijo le mataría, pues el hijo sin duda sería dueño de su propia voluntad, y ni Apolo ni nadie superior a él sería capaz, mediante poder alguno, de alcanzar el conocimiento de cosas que no existen en el presente ni necesitan llegar a existir jamás. Porque seguramente la más ridícula de todas las cosas es ésta, la mezcla y combinación de las dos nociones, de que hay algo en el poder de los hombres y que, sin embargo, hay una cadena fija de causalidad. Porque, como dicen los más sabios, es como el relato de Eurípides.
El hecho de que Layo decidiera engendrar un hijo estaba en manos del propio Layo, y Apolo no se había dado cuenta de ello; pero después de haber engendrado un hijo, se le presentó la inevitable necesidad de morir a manos de su hijo. De esta manera, la necesidad que dependía del acontecimiento futuro proporcionó al profeta su presentimiento de lo que sucedería.
Pero supongo que el hijo, al igual que el padre, era dueño de su propia voluntad; y, como éste tenía el poder de engendrar o no, el hijo tenía el poder de matar o no. Éste es el carácter de todas vuestras respuestas oraculares, y esto fue lo que dijo el Apolo de Eurípides: "Toda tu casa correrá por ríos de sangre". A saber, que el hijo será cegado por su propia mano, a causa del matrimonio con su madre y de la soberanía a la que sucedió por su solución del enigma; y que sus hijos caerán por matanza mutua, a causa del destierro de uno del reino, y la ambición del otro, y el matrimonio del exiliado en Argos, y la expedición de siete jefes ridículos, y la batalla. Y puesto que estas cosas dependían separadamente de muchas causas y poderes, ¿cómo podría ser posible para ti entenderlas, o para la cadena de causas unirlas?
Por el contrario, si Edipo, siendo su propio dueño, no hubiera querido reinar o, habiéndolo deseado y logrado, no hubiera elegido casarse con Yocasta o, después de casarse, no se hubiera envanecido de orgullo ni se hubiera mostrado abatido y desagradable, ¿cómo habrían podido producirse los diversos acontecimientos? ¿Cómo habría podido arrancarse los ojos? ¿O cómo habría podido maldecir a sus hijos con la maldición descrita por Eurípides y por ti?
¿Cómo habrían podido suceder los acontecimientos que siguieron a estos, si no hubiera habido causas que te permitieran predecir el futuro? ¿Y si los hijos se hubieran puesto de acuerdo y reinaran juntos, o si se hubieran puesto de acuerdo para reinar por turnos y se hubieran ceñido a las condiciones convenidas, o si el desterrado hubiera decidido marcharse no a Argos, sino a Libia o a los perrebos, o si después de haber llegado a Argos hubiera decidido dedicarse al comercio de pescado salado y no casarse con una mujer rica, sino con una pobre obrera o comerciante mercader, o si Adrasto no le hubiera dado a su hija, o si la hubiera dado, pero Polinices no hubiera querido volver a casa, o si, aunque lo deseaba, se hubiera abstenido, o si Adrasto no hubiera atendido a su petición de alianza en la guerra, o si ni Anfiarao ni Tideo ni los demás comandantes de las divisiones hubieran querido seguir a Adrasto? o si, aunque lo siguieron, Polinices al llegar no hubiera luchado con su hermano, sino que hubiera reinado junto con él por acuerdo, o, si se negó, se hubiera retirado, persuadido por lo que dice Eurípides: "¡Qué neciamente llegas a tu casa a saquear!".
Y si, no éste, sino el otro hubiera escuchado aquellas otras sutilezas euripideanas: "¿Se contentan el sol y la noche con servir a las necesidades del hombre, y tú no tendrás igual en la casa?". ¿Cómo en semejante caso habrían podido entrar en batalla, "y toda la casa de Layo vadeó la sangre"? Sin embargo, estas cosas, dirás, han sucedido. Han sucedido: pero ¿por qué camino llegaste a conocerlas? ¿No ves con qué frecuencia toda la acción de la obra ha sido interrumpida por el poder que reside en nosotros, los que realizamos la acción? Así que tomaré cualquier supuesto caso que quieras, y cortaré esa cadena tuya, y demostraré que es imposible.
Sin embargo, dirás que conoces los últimos eslabones del supuesto caso. Sí, pero todo el caso ha sido regulado por la fuerza de nuestra interrupción de la cadena. ¿O quizás no entiendes lo que quiero decir? Sin embargo, en cada caso supuesto, oh profeta, hay seres vivos que a menudo hacen pocos o muchos nuevos comienzos. Y estos comienzos, al atravesar los acontecimientos que los precedieron, siempre traen otros; y estos últimos pueden continuar mientras no sobrevenga otro comienzo de ninguna fuente, ordenando que los acontecimientos que vienen después se ajusten no a los anteriores, sino a él mismo.
Ahora bien, ese nuevo comienzo puede ser un asno, un perro o una pulga. Porque, ¡por Apolo!, no privarás ni siquiera a la pulga de su libre albedrío; pero la pulga actuará siguiendo un cierto impulso propio y, al estar a veces mezclada con los asuntos humanos, se convertirá en el comienzo de algún nuevo curso; y tú estás consultando inconscientemente a esta clase de animal.
Oigamos ahora el siguiente oráculo pítico: "Traquis, la morada del divino Hércules, tú la has destruido, oh Locria; y Zeus ha enviado sobre ti maldiciones, y enviará aún más".
¿Qué dices? ¿No habría sido entonces, según vuestros dioses, el destino de la destrucción? ¿Y por qué somos nosotros los mortales los culpables, y no esa necesidad vuestra? No haces justicia, oh Apolo, ni tienes razón al imponernos el castigo a nosotros, que no hacemos nada malo.
Y ese Zeus vuestro, quiero decir la necesidad de vuestra necesidad, ¿por qué se venga de nosotros y no de sí mismo (si es que tiene que castigar a alguien), por haber demostrado la necesidad de ser de tal carácter? ¿Y por qué también nos amenaza? ¿O por qué, como si fuéramos los dueños de este acontecimiento, sufrimos hambre por él? Además, o lo reconstruiremos nosotros o no; sea lo que sea, esto lo ha fijado el destino.
Cesad, pues, de vuestra ira, oh Zeus, señor del hambre, pues lo que está destinado a suceder, y para eso está destinada vuestra cadena, y nosotros no somos nada comparados con ella. Y tú también, Apolo, dejad de pronunciar vanos oráculos, pues lo que ha de suceder, sucederá, aunque guardéis silencio. ¿Y qué se nos ha de hacer, oh Zeus y Apolo, que no somos en absoluto causa de vuestras leyes, es decir, de vuestras leyes de necesidad? ¿O qué tenemos que ver con vuestras amenazas de maldiciones, que vosotros mismos merecéis soportar por lo que nos vimos obligados a hacer por necesidad?
Oigamos también el siguiente oráculo: "Eteos, no os lanzéis con ciega frenesí".
Pero, Apolo, no nos apresuramos, sino que nos dejamos llevar, y no por un frenesí ciego, sino por esa necesidad tuya. ¿Y cómo es, oh Apolo, que alabas a aquel famoso Licurgo, que no fue virtuoso ni por voluntad ni por elección, sino sin quererlo? Eso si es que un hombre puede ser virtuoso sin quererlo. Pero lo que hacéis ahora es como si uno alabara y honrara a los que son bellos de cuerpo, pero censurara y castigara a los feos.
Pues los malvados podrían deciros con razón: No nos permitisteis, oh dioses, volvernos virtuosos; y no sólo eso, sino que incluso nos obligasteis a ser malvados. Y en cuanto a los virtuosos, si andan con los codos hacia fuera, uno no se lo permitirá, sino que les dirá: Oh Crisipo, Cleantes y el resto de vuestra banda, ya que habéis sido hechos virtuosos, alabo la virtud, pero no a vosotros, en quienes reside la virtud.
Por cierto, incluso Epicuro, contra quien tú, Crisipo, tan a menudo injuriaste, lo absuelvo de los cargos, al menos en la medida en que puedes juzgar. ¿Pues quién puede ser culpado si no fue por propia voluntad lujurioso o injusto, como tantas veces le reprochaste?
Oigamos también el siguiente oráculo: "Bien ordenada vive la vista aprobatoria de los dioses, y dan la bienvenida a las santas ofrendas de los justos".
Con esto, me parece, oh dioses de Delfos, que no diríais esto si no estuvieseis persuadidos de que los hombres buscan los objetos de su búsqueda no involuntariamente, sino con voluntad; y después de lo que ya se ha demostrado, ningún sofista, ni divino ni humano, se atreverá a decir que todo lo que los hombres quieren está ordenado por el destino; de lo contrario, ya no usaremos el razonamiento con él, sino que tomaremos una correa resistente, como para un niño rebelde, y le curaremos bien las costillas.'
Así se lanzó Enómao contra el adivino. Y si no te gusta este tipo de argumento, lee los extractos de los demás filósofos sobre el destino, que son adecuados para derribar no sólo los oráculos que ya se han citado, sino también, en general, todas las demás artimañas en defensa del dogma.
En efecto, puesto que no sólo los hombres incultos y sencillos, sino también muchos que se enorgullecían de su educación y filosofía, han sido arrastrados a aceptar el dogma, considero absolutamente necesario exponer las contradicciones mutuas de los propios filósofos, para un examen preciso del problema. En primer lugar, citaré los argumentos de Diogeniano en su Sobre el Destino, que esgrimió contra Crisipo.
VIII
Refutación de Diogeniano de Heraclea, sobre el destino
Dice Diogeniano que vale la pena citar también las opiniones del estoico Crisipo sobre este tema. Pues en su libro I Sobre el Destino, queriendo demostrar que todas las cosas están comprendidas bajo la necesidad y el destino, emplea entre otros ciertos testimonios las siguientes expresiones del poeta Homero: "Para mí el odioso destino de la muerte, asignado ya desde mi nacimiento, ha llegado demasiado pronto", y: "Aunque llegará el momento en que tendrá que sufrir todas las cosas que el destino decretó cuando se tejió por primera vez el hilo de su vida", y otra vez: "Digo que ningún mortal ha evitado jamás su destino".
Como se ve, las expresiones que el poeta emplea en otras partes son directamente opuestas a éstas, es decir, las que el mismo Crisipo emplea en su libro II, cuando quiere demostrar que también hay muchas cosas causadas por nosotros, como por ejemplo: "Ellos por su propia y presuntuosa locura murieron", y: "La humanidad perversa, cuya voluntad, creada libre, imputa todos sus males a un decreto absoluto; toda su culpa la trasladan a los dioses condenatorios, y las locuras son mal llamadas crímenes del destino".
Estas expresiones y otras semejantes se oponen a la idea de que todo sucede según el destino. Ni siquiera pudo percibir esto: que Homero de ninguna manera da testimonio de su dogma ni siquiera en esos versos anteriores. Pues se verá en ellos que él sugiere no que todo sucede según el destino, sino más bien que ciertas cosas ocurren según él.
Pero el pasaje "para mí el odioso destino de la muerte, asignado ya desde mi nacimiento, ha bostezado demasiado pronto" no podía significar que todas las cosas ocurren según el destino, sino sólo que pronto moriría: porque ciertamente está predestinado que todo ser que nace a la vida debe morir. Además, el pasaje "aunque llegará el momento en que tendrá que sufrir todas las cosas que el destino decretó cuando se tejió por primera vez el hilo de su vida" tiene el mismo significado. Porque no dice que todas las cosas que le sucederán en el futuro ocurrirán según el destino, sino que ciertas cosas le sucederán según la necesidad. ¿Qué otra cosa significa la distinción "cosas tales como"? Y muchas cosas, aunque no todas, nos son impuestas según la necesidad.
Una vez más, el verso "digo que ningún mortal ha evitado jamás su destino" es una afirmación muy acertada, pues ¿quién podría escapar a las cosas que necesariamente le ocurren a todo ser viviente? De modo que Crisipo, lejos de tener a Homero como partidario de que todas las cosas ocurren según el destino, lo tendría como oponente, ya que este último ha afirmado con frecuencia y claridad que muchas cosas ocurren por nuestra causa, pero no se encuentra en ningún lugar que diga expresamente que todas las cosas ocurren según la necesidad.
Y como un poeta no nos promete la verdadera naturaleza de las cosas reales, sino que imita todo tipo de pasiones, disposiciones y opiniones humanas, sería adecuado que a menudo hiciera declaraciones contrarias; pero no sería adecuado que un filósofo hiciera declaraciones contrarias, ni usara el testimonio de un poeta para este propósito.
Crisipo cree aportar otra prueba contundente de la presencia del destino en todas las cosas, al adoptar nombres de este tipo. Pues dice que el destino es un cierto arreglo determinado y concluido, y que el hado es una especie de vínculo tejido, ya sea por la voluntad de Zeus, ya sea por cualquier otra causa.Además, las diosas del destino se llaman así porque alguna de ellas ha sido asignada a cada uno de nosotros. Del mismo modo, dice que se usa la palabra το χρεων (lit. la deuda), que significa la parte que nos corresponde y que nos corresponde según el destino. Y el número de las parcas sugiere los tres períodos en los que giran todas las cosas y por los cuales se cumplen.
Láquesis se llama así porque se echa a suertes el destino de cada uno; Átropos, por el carácter inmutable e inalterable de la distribución; y Cloto, porque todas las cosas están entrelazadas y tejidas y porque tienen una única solución. Pues con esto y otras tonterías similares cree demostrar la necesidad presente en todas las cosas.
Pero se me ocurre preguntarme si al hablar así no era consciente de su propio disparate. Pues admitamos que los hombres albergaban estas nociones cuando imponían los nombres que se han expuesto, según sus propias etimologías, y suponían que el destino había unido todas las cosas y que las causas que habían sido predeterminadas desde la eternidad eran inmutables en todas las existencias reales y en todos los acontecimientos pasajeros.
¿Qué, pues, Crisipo? ¿Sigues todas las opiniones de los hombres y ninguna de ellas te parece equivocada en ningún punto? ¿Son todos los hombres capaces de ver la verdad? ¿Cómo, pues, decís que no hay hombre que no os parezca tan loco como Orestes y Alcmeón, excepto los sabios? Y ha habido, decís, sólo uno o dos sabios, y los demás, por su necedad, han sido igualmente locos que los que he nombrado? ¿Y cómo refutas los errores de sus opiniones sobre la riqueza, por ejemplo, y la fama, y la soberanía, y el placer en general, cosas que la mayoría de los hombres han considerado buenas? ¿Cómo dices, también, que las leyes establecidas y las constituciones de los estados han sido todas erróneas? ¿O por qué escribiste una multitud de libros, si sobre ningún punto la humanidad tenía opiniones equivocadas?
Porque no debemos decir que, cuando sostienen las mismas opiniones que vosotros, juzgan correctamente, pero cuando difieren, están locos. Porque, en primer lugar, ni siquiera tú te llamas sabio, y mucho menos nosotros, como para que en algún momento hagamos de su coincidencia con tu opinión un criterio de su buen juicio. Y además, incluso si esto fuera cierto, ¿por qué dirías que todos están igualmente locos, en lugar de elogiarlos, en la medida en que parecían tener las mismas opiniones que tú, por haber llegado a una opinión correcta, y considerarlos equivocados, en la medida en que disentían de ti?
Pero ni siquiera así era natural suponer que su opinión fuera una evidencia adecuada de la verdad; y todos reconocerían, no que están locos, como tú piensas, sino que están muy alejados de la sabiduría.
Será ridículo, pues, que utilicéis a estos hombres, de los que quisisteis declarar que no son mejores que vosotros en entendimiento, como testigos mediante la imposición de los nombres, a menos que de hecho haya sucedido que quienes originalmente dieron estos nombres eran hombres sabios, algo que no podéis probar de ninguna manera.
Sin embargo, concédenos que esto es así, y que esos nombres se dan con sus significados como deseas, y que esta circunstancia no ha sido resultado de opiniones falsas: ¿dónde entonces indican que todas las cosas sin excepción están de acuerdo con el destino, y no más bien solo estas, si las hay, con las que el destino se relaciona?
El número de las parcas, sus nombres, el huso de Cloto, el hilo enrollado en él, la bola de este hilo y todas las demás cosas mencionadas en esa historia indican la inmutabilidad y la eterna idoneidad de las causas en todas las cosas que están obligadas por necesidad a suceder de esta manera y en todas las que no pueden suceder de otra manera.
Habría muchas cosas de esta naturaleza; pero otras no lo son; y a algunos de estos últimos hombres les atribuyeron dioses como gobernantes y creadores, y de algunos supusieron que nosotros mismos éramos las causas, y de otros, la naturaleza, y de otros, la fortuna: y de esta última quisieron indicar la variabilidad e inestabilidad, y su giro ahora de un lado y ahora de otro; y para mostrar este tipo de casualidad en los asuntos mediante una imagen, representaron a la Fortuna como si estuviera parada sobre un globo.
¿O acaso no se sostienen también estas opiniones entre los hombres? Pues si a veces los hombres confunden las causas y piensan que las cosas que son resultado del destino o de la fortuna proceden de un poder divino, y que las cosas de las que somos causa dependen del destino, sin embargo, es evidente para todos que piensan que existen todas estas causas en las cosas.
De modo que el resultado es que ni las nociones adoptadas por la humanidad ni la imposición de nombres como los que se han mencionado dan testimonio de la opinión de Crisipo.
Éstas son algunas de las pruebas que ha usado en su libro I Sobre el Destino, pero en el libro II intenta resolver los absurdos que parecen seguirse de la afirmación de que todas las cosas están sujetas a la necesidad, los mismos absurdos que expusimos al principio. Por ejemplo, que destruye el deseo sincero de nuestra parte con respecto a la censura, la alabanza, la exhortación y todas las cosas que parecen ser consecuentes con nuestra propia causalidad.
En el libro II dice, pues, que es evidente que muchas cosas tienen su origen en nosotros, pero que, sin embargo, incluso éstas están conectadas por el destino con el ordenamiento general del todo. Y emplea ciertos ejemplos del siguiente tipo: que la capa de un hombre no se perdiera de manera absoluta, sino con la condición de que se guardara con cuidado; y que este o aquel hombre se salvara de las manos del enemigo, con la condición de que huyera del enemigo; y el nacimiento de hijos, con la voluntad de cohabitar con una esposa.
Porque así como sería absurdo, dice Crisipo, si, al decir alguien que el boxeador Hegesarco saldría del combate sin un solo rasguño, otro hombre recomendara a Hegesarco pelear con las manos abajo, porque estaba predestinado que saldría ileso, mientras que quien hizo la afirmación lo dijo debido a la superabundante precaución del hombre para no ser golpeado. Así también es en todos los demás casos, porque muchas cosas no pueden suceder sin que nosotros las deseemos y pongamos en práctica el más intenso celo y seriedad respecto a ellas, porque estaba predestinado, dice, que debían suceder con esta condición.
Aquí, pues, puede sorprendernos de nuevo la falta de discernimiento y consideración de este hombre, tanto de las evidencias sensibles como de la inconsecuencia de sus propios argumentos. Pues imagino que, así como lo que llamamos dulce es lo opuesto a lo que llamamos amargo, y lo negro a lo blanco, y lo caliente a lo frío, así también lo que depende de nosotros es lo opuesto a lo que depende del destino; al menos si se supone que se llaman efectos del destino a todo lo que sucede absolutamente, lo queramos o no, y efectos de nuestra acción a todo lo que se cumple gracias a nuestra diligencia y energía, o no se cumple como consecuencia de nuestro descuido e indolencia.
Si, pues, mi diligencia en la custodia del manto es la causa de que éste se salve, y la voluntad del hombre de asociarse con su mujer la causa de que nazcan los hijos, y la voluntad de huir de sus enemigos la causa de que no sea asesinado por ellos, y el luchar valientemente contra su antagonista y protegerse de los golpes de sus manos la causa de que salga de la contienda sin un rasguño, ¿cómo se puede mantener aquí la dependencia del destino? Pues si estos resultados se derivan del destino, no puede decirse que se deriven de nuestra voluntad; pero si se derivan de nosotros, entonces evidentemente no del destino, porque estos no pueden concurrir entre sí.
Éstos se desprenderán de nuestra voluntad, me diría Crisipo, aunque ésta esté incluida en el destino. Pero ¿cómo se incluiría (diría yo) si al menos tanto el guardar el manto como el no guardarlo procedieran de mi libre voluntad? Pues, de este modo, es evidente que también su conservación estaría en mi poder.
También de la misma distinción que hace Crisipo se desprende que nuestra causalidad está libre del destino. Pues, dice, está predestinado que el manto se conserve, si tú lo guardas, y que habrá hijos, si también tú lo deseas; pero de otro modo ninguna de estas cosas tendría que suceder. Pero en el caso de las cosas predeterminadas por el destino nunca emplearíamos estas pretendidas condiciones.
Así, pues, no decimos que todo hombre morirá si esto o aquello sucediera, y que no morirá si no sucediera, sino simplemente que morirá, se haga lo que se haga para impedirlo; ni decimos que un determinado hombre será incapaz de sentir dolor, incluso si hace esto o aquello, sino que todo hombre es capaz de sentir dolor, lo quiera o no; y lo mismo ocurre con todas las demás cosas que están destinadas a ser de esta manera y no de otra.
De manera que si es necesario que esto o aquello suceda, si lo deseamos, pero no de otra manera, es manifiesto que nuestro querer o no querer no estuvo previamente obligado por ninguna otra causa, sino que estaba en nuestro propio poder.
Y si esto no estaba sujeto a la necesidad, es evidente también que la ocurrencia de esto o aquello no estaba predeterminada eternamente, a menos que incluso el mismo deseo de guardar el manto, o la falta de voluntad, fuera una consecuencia de algún destino y el efecto de alguna causa externa necesaria.
Pero en este último caso, el poder de nuestro libre albedrío queda completamente destruido, y la causa de que el manto se salve o se pierda ya no estaría en mí; por lo que también yo estaría razonablemente libre de culpa si se perdiera (porque su pérdida se debió a alguna otra causa), y por otro lado no merecería ningún elogio si se salvara, porque ni siquiera esto fue obra mía. Pero tú fuiste tan positivo con tu argumento como si pudieras asegurarlo todo.
Hasta aquí lo que ha dicho el autor antes. Pero a esto añadiremos también nuestros extractos de los escritos de Alejandro de Afrodisias, un hombre muy ilustre en estudios filosóficos, quien también en su libro Sobre el destino utilizó afirmaciones como las siguientes para derribar el dogma.
IX
Refutación de Alejandro de Afrodisias, sobre el destino
Dice Alejandro de Afrodisias que las causas de los acontecimientos se dividen en cuatro clases, como lo ha demostrado el divino Aristóteles. Algunas de las causas son eficientes y otras materiales. También entre ellas está la causa formal, y además de estas tres está la causa final, por cuya causa se hace la cosa.
Hay muchas clases de causas, pues todo lo que es causa de algo se encuentra incluido en una de estas clases. Pues, aunque no todos los acontecimientos requieren tantas causas, sin embargo, las que requieren más no exceden el número mencionado.
Pero la diferencia entre ellas será más fácil de reconocer si se ve en algún ejemplo de lo que ocurre. Demostremos, pues, la distinción de causas en el caso de una estatua. Ahora bien, como "causa eficiente" de la estatua está el artista que la hizo, a quien llamamos escultor. Y como materia la sustancia de bronce, o piedra, o cualquier otra cosa que sea modelada por el artista según su arte; pues esto también es causa de la producción y existencia de la estatua.
Además, la forma que el artista produce en esta sustancia es en sí misma causa de la estatua, por lo que la forma es o bien un hombre lanzando un tejo, o bien una jabalina, o bien tiene alguna otra forma definida.
Pero no son éstas las únicas causas de la producción de la estatua, sino que el fin para el cual ha sido hecha, es decir, el honor de alguna persona o la piedad hacia un dios, no es inferior a ninguna de las causas de su producción, pues sin una causa la estatua no habría sido hecha en absoluto.
Puesto que las causas son tantas y sus diferencias mutuas son fácilmente reconocibles, podríamos con justicia incluir al destino entre las causas eficientes, ya que guarda una relación con sus propios efectos análoga al arte que crea la estatua.
Siendo esto así, se seguiría que deberíamos dirigir nuestro argumento a las causas eficientes, pues así se sabrá si debemos considerar el destino como la causa de todas las cosas que se hacen, o dejar lugar también a algunas otras cosas además de ésta como causas eficientes de ciertas cosas.
Ahora bien, Aristóteles, al hacer su clasificación de todas las cosas que se hacen, dice que algunas de ellas se hacen por algo, teniendo el hacedor ante sí un cierto objetivo y fin de lo que se hace; y otras por nada (es decir, todas aquellas que no se hacen como consecuencia de algún propósito del hacedor, ni tienen referencia a ningún fin definido, como, por ejemplo, sostener una paja o retorcerla, y acariciar o tirarse del cabello, y todas las acciones de este tipo).
Es bien sabido que se hacen estas cosas, pero sin una causa final, que es el fin que se pretende conseguir. Por tanto, no puede haber una clasificación razonable de las cosas que se hacen de esta manera, sin fin ni objeto. Pero de las cosas que tienen relación con algo y se hacen para algo, algunas ocurren según la naturaleza, otras según la razón. Porque las que tienen la naturaleza como causa de su producción avanzan según cierto número y orden definido hacia un fin, al alcanzarlo dejan de producirse, a menos que algún obstáculo las detenga en su curso natural hacia ese fin señalado.
También las cosas que se hacen según la razón tienen algún fin; pues nada de lo que se hace según la razón se hace al azar, sino que todas tienen referencia a algún fin.
Ahora bien, las cosas que se hacen según la razón son todas aquellas que son producidas por quienes las realizan, que razonan sobre ellas y piensan en cómo hacerlas. De esta manera se producen todas las cosas que se hacen según las reglas del arte y las que resultan de un propósito deliberado. Y éstas se diferencian de los productos de la naturaleza, porque éstos tienen en sí mismos tanto su origen como las causas del carácter especial con que se producen (pues su naturaleza es de este carácter especial); y porque se producen en un cierto orden, aunque la naturaleza, que es su causa eficiente, no emplea ningún razonamiento sobre ellos, del mismo modo que lo hacen las artes.
Pero los resultados del arte y del propósito deliberado tienen el origen de su movimiento y su causa eficiente desde fuera, y no en sí mismos, y el cálculo del creador respecto de ellos guía su producción.
Una tercera clase entre las cosas hechas para algún fin, a saber, aquellas que se cree que resultan del azar o de la acción espontánea, y que difieren de las que se hacen principalmente con algún propósito de esta manera, que en el último caso los medios que preceden al fin se emplean en aras del fin, mientras que en los primeros casos las acciones que preceden al fin se hacen para algún otro fin, pero mientras se hacen para otro propósito se les ocurre como fin lo que se dice que es espontáneo y accidental.
Ahora bien, siendo estas cosas así, y habiéndose distribuido todas las cosas que se hacen en estas cuatro especies, se sigue de esto que debemos ver entre cuáles de las causas eficientes debemos colocar el destino.
¿Se trata de algo que se hace sin ningún propósito? ¿O es algo totalmente irrazonable? Porque siempre usamos el nombre de destino en relación con algún fin y decimos que éste se ha producido de acuerdo con el destino. Por lo tanto, debemos incluir necesariamente el destino entre las cosas que tienen una causa final".
Hechas estas distinciones palabra por palabra, el citado autor las establece a continuación con más extensión, y demuestra que el destino no es otra cosa que las consecuencias de la ley natural, porque en las acciones realizadas según nuestro razonamiento y según el arte no se discierne la necesidad del destino.
Pero muchas consecuencias naturales impiden que se produzcan. Estos casos se llaman contrarios a la naturaleza, así como en las operaciones del arte hay muchas cosas que se dicen contrarias al arte. Si, pues, se hacen cosas contrarias a la ley natural, también deben hacerse contra el destino, ya que los decretos del destino no son otra cosa que las leyes de la naturaleza.
Vemos, por ejemplo, que el cuerpo, al estar constituido de una u otra manera por naturaleza, está sujeto a enfermedades y muerte según su constitución natural; sin embargo, no en todos los casos por igual ni por necesidad. Porque a menudo el tratamiento cuidadoso, los cambios en el modo de vida, las instrucciones de los médicos y los consejos de los dioses son suficientes para alejar una condición de esta clase.
De la misma manera, también en el caso del alma se podrían encontrar, contrariamente a la condición natural, preferencias, prácticas y modos de vida diferentes en cada uno de los que iban mejorando con la disciplina y los estudios y con mejores consejos. Por ejemplo, cuando el fisonomista dijo una vez algunas cosas absurdas sobre Sócrates el filósofo, muy alejado de su curso de vida elegido, y estaba siendo ridiculizado por ello por los compañeros de Sócrates, Sócrates dijo que Zopiro no se había equivocado: porque habría sido de tal carácter, en la medida en que dependiera de su naturaleza, si no se hubiera vuelto mejor que su naturaleza a través de la disciplina de la filosofía.
Tales son los efectos de la naturaleza, que no difieren en absoluto de los del destino.
Pero los resultados de la casualidad son de la siguiente clase: cuando se ha hecho una cosa con un propósito y no ocurre aquello para lo que se hizo, sino algo diferente que ni siquiera se esperaba al principio. Porque cuando un hombre, al cavar con otro propósito, y no para encontrar un tesoro, ha tropezado con un tesoro, dice que lo ha encontrado por casualidad. También cuando un hombre ha ido al mercado con algún otro propósito y se encuentra con su deudor con dinero en la mano y recibe lo que se le debe, los hombres dicen que ha recuperado su dinero por casualidad. También cuando el caballo, con la esperanza de comida o por algún otro propósito, se ha escapado de quienes lo tenían retenidos, pero en su huida y carrera se encuentra con que cae en manos de sus amos, algunos dicen que se ha salvado accidentalmente. En tales circunstancias, estos no pueden ser resultados del destino.
Hay también algunas causas que no puede descubrir la razón humana y que se cree que ocurren como consecuencia de ciertas antipatías, siendo desconocida la causa real de su ocurrencia. Tales son los efectos que se ha supuesto que producen ciertos amuletos, aunque no tienen una causa razonable y probable para producir estos efectos; también los encantamientos y ciertos conjuros de este tipo. Porque todos reconocen que la causa de estas cosas es oscura; por eso las llaman anavitis, cosas cuya causa no puede explicarse.
Y además de estas, hay muchas cosas que ocurren contingentemente, cualquiera que sea la forma en que sucedan, y tampoco pueden ser según el destino.
Por sucesos contingentes se entiende aquellos en los que era posible que no sucedieran, como lo deja claro también la expresión "suceda de cualquier manera. Por ejemplo, el movimiento de los propios miembros, y el giro casual del cuello, y el estiramiento de un dedo, y el levantamiento de las cejas, o que uno que está sentado se levante, y uno que se mueve se quede quieto, y uno que está hablando se calle; y en miles de casos se encontraría que existía un poder capaz de los efectos opuestos, y estos casos no pueden depender del destino: porque las cosas que dependen del destino no admiten lo opuesto de su condición actual.
Además, el poder de deliberación no le es dado al hombre sin un propósito; sin embargo, no tendría ese poder de deliberación para ningún propósito si realizara sus acciones por necesidad. Pero es evidente que sólo el hombre tiene por naturaleza esta ventaja sobre los demás animales, que no sigue las impresiones de los sentidos como lo hacen ellos, sino que tiene en su razón un juez de las circunstancias que le suceden; y al usar esto, si las cosas presentadas por los sentidos son, al examinarlas, tales como aparecieron al principio, asiente a la impresión y, por lo tanto, las sigue; pero si parecen ser diferentes, ya no se atiene a su concepción anterior, después de que la razón ha demostrado que las representaciones son falsas, como consecuencia de su deliberación sobre ellas.
De todos modos, deliberamos sólo sobre cosas que tenemos poder para hacer, y cuando actuamos sin haber deliberado, a menudo nos arrepentimos y nos culpamos por nuestra falta de consideración; y además, si vemos que otros actúan sin consideración, los acusamos de hacer mal y les pedimos que consulten a tales y tales consejeros, como si supieran que tales acciones están en nuestro propio poder.
Que dicho argumento sobre el destino es falso lo demuestra suficientemente el hecho de que ni siquiera sus propios defensores son capaces de conformarse con sus propias declaraciones, pues profesan exhortar y enseñar, y aconsejan a los hombres que aprendan y se eduquen, y reprenden y castigan a quienes hacen cosas que no son correctas, como si pecaran por su propia voluntad. Además, dejan tras de sí muchísimos libros con los que pretenden educar a los jóvenes. Por tanto, habrían dejado de ser tan vehementes en sus argumentos si hubieran observado que (en sus libros) piden perdón para los transgresores involuntarios, pero dicen que los transgresores voluntarios merecen castigo, dando a entender evidentemente que el ofender o no está en su propio poder.
Así pues, incluso según su propia explicación, la necesidad que surge del destino queda abolida, y queda establecido que el libre albedrío es nuestro por naturaleza, con la limitación de que también hay muchísimas cosas que no están en nuestro poder, como los efectos de las leyes naturales y los accidentes de la fortuna, aunque incluso estos son contrarios a la doctrina del destino, como hemos demostrado anteriormente.
Hemos abreviado estas afirmaciones de entre muchas, porque en las opiniones expresadas por nosotros el argumento a favor del libre albedrío es muy extenso; y con esta doctrina concuerdan las declaraciones de los filósofos que hemos citado, confirmando con su testimonio nuestras Sagradas Escrituras y la falsedad las opiniones sobre el destino no sólo de la multitud de la humanidad, sino también de los maravillosos dioses oraculares. Algunos de estos extractos estaban dirigidos sarcásticamente contra las famosas respuestas de los oráculos, y otros eran objeciones presentadas contra los maravillosos filósofos por sus propios asociados. Ahora, por lo tanto, es hora de examinar también los argumentos de los astrólogos contra la secta caldea, es decir, de aquellos que profesan esta charlatanería maliciosa como un estudio erudito.
Mis pruebas sobre este tema os las presentaré de un sirio de nacimiento, que ha llevado sus investigaciones hasta el punto más alto de la ciencia caldea. El nombre del hombre es Bardesanes, y su obra los Diálogos con sus compañeros.
X
Refutación de Bardesanes de Edesa, sobre el destino
Dice Bardesanes en sus Diálogos que es por ley natural que el hombre es engendrado, se nutre, alcanza la madurez, engendra hijos, come, bebe y duerme, envejece y muere: y esto es el caso de todo hombre y de todo animal irracional.
Y en cuanto a los demás seres vivos, que sólo tienen alma animal y son engendrados totalmente por relaciones sexuales, son casi totalmente arrastrados por el curso de la naturaleza. Un león es carnívoro y se venga si es herido; y por lo tanto todos los leones son carnívoros y se vengan. Las corderas comen hierba y no tocan carne, y si son heridas no se vengan; y el carácter de cada cordero es el mismo.
El escorpión come tierra y hiere a quienes no lo han herido, hiriéndolo con un aguijón venenoso; y todos los escorpiones tienen la misma mala disposición. La hormiga conoce por naturaleza la llegada del invierno y, trabajando arduamente durante todo el verano, almacena alimento para sí misma; y todas las hormigas trabajan de la misma manera.
La abeja produce miel y también se alimenta de ella; y todas las abejas siguen el mismo sistema de cultivo. Podría haberos presentado muchas especies de animales que, al no poder apartarse de su propia naturaleza, os habrían causado gran asombro. Pero pensé que había dado pruebas suficientes con los ejemplos expuestos de que todos los demás animales, según la comunidad o diversidad de naturaleza dada a cada uno, se llevan bien por necesidad.
Pero sólo los hombres, teniendo como privilegio especial la mente y la razón que procede de ella, en lo que tienen en común siguen a la naturaleza, como dije antes, pero en cuanto a su don especial no son gobernados por la naturaleza.
Porque ni siquiera todos comen el mismo alimento: unos se alimentan como leones, y otros como corderos; no tienen la misma manera de vestir; no hay entre ellos una misma costumbre, ni una misma ley de sociedad civil, ni un mismo impulso de deseo de las cosas; sino que cada uno elige para sí su vida según su propia voluntad, no imitando a su prójimo, excepto en lo que elige. Porque su libertad no está sujeta a ninguna esclavitud, y si alguna vez voluntariamente es esclavo, esto también es parte de su libertad, el poder ser esclavo voluntariamente.
¡Cuántos hombres, y especialmente entre los alanos, comen carne cruda, como las fieras, sin probar el pan, y no porque no lo tengan, sino porque no quieren! Otros, como los animales domésticos, no prueban la carne; algunos comen sólo pescado; mientras que otros nunca prueban el pescado, ni siquiera cuando están hambrientos. Algunos beben agua, algunos beben vino y algunos beben licor fuerte.
En resumen, hay una gran diferencia entre los hombres en cuanto a la comida y la bebida, como difieren incluso en el consumo de verduras y frutas. Además, algunos, como los escorpiones y los áspides, dañan sin haber sido dañados; y algunos, como otros animales, se vengan cuando son dañados; y otros, como los lobos, arrasan y roban como las comadrejas; mientras que otros, como los corderos y las cabras, son perseguidos por hombres de sentimientos similares a los suyos y no dañan a quienes los dañan. A algunos también se les llama buenos, a otros malos y a otros justos.
De donde podemos entender que el hombre no es guiado completamente por la naturaleza (pues ¿de qué clase diríamos que es su naturaleza?), sino que es llevado de una manera según la naturaleza y de otra según la voluntad. Por lo cual incurre en alabanza, censura y condenación en las cosas que dependen de la voluntad; pero en las cosas que dependen de la naturaleza está inmune de censura, no por piedad, sino por razón.
Los hombres promulgaron leyes diferentes en cada país, algunas escritas y otras no escritas: de las cuales mencionaré algunas, según lo que sé y recuerdo, comenzando desde el principio del mundo.
Entre los seres es ley que nadie debe asesinar, ni fornicar, ni robar, ni adorar imágenes esculpidas: y en ese gran país no se puede ver un templo, ni una ramera, ni una supuesta adúltera, ningún ladrón arrastrado ante la justicia, ningún homicida, ningún hombre asesinado. Porque entre ellos el libre albedrío de ningún hombre estaba obligado por el ardiente planeta Marte en medio del cielo a matar a un hombre con la espada, ni por la conjunción de Venus con Marte a aparearse con la esposa de otro hombre, aunque, por supuesto, Marte estaba en medio del cielo todos los días y los serianos nacían todos los días y a todas las horas.
Entre los indios y los bactrianos hay muchos miles de los llamados brahmanes, quienes según la tradición de sus antepasados y de sus leyes ni cometen asesinatos, ni adoran imágenes, ni prueban alimentos animales, ni se emborrachan nunca, ya que nunca prueban vino ni bebidas fuertes, no tienen comunión con el mal, sino que se dedican a Dios; mientras que los otros indios son culpables de asesinato, fornicación y embriaguez, y adoran imágenes, y en casi todo siguen el curso del destino. Pero en el mismo clima de la India hay una cierta tribu de indios que cazan a los extraños que caen en su camino, y los sacrifican y se los comen; y ni las estrellas benéficas les han impedido cometer delitos de sangre y matrimonios ilegales, ni los maléficos han obligado a los brahmanes a hacer el mal.
Entre los persas era lícito casar a sus hijas, hermanas y madres: y estos matrimonios impíos los persas no sólo practicaban en ese país y ese clima, sino también cualquiera de ellos que emigraba de Persia, aquellos que son llamados magusaei continúan practicando la misma iniquidad, transmitiendo las mismas leyes y costumbres a sus hijos en sucesión. Y de éstos todavía quedan muchos en Media y en Egipto, y en Frigia y en Galacia. Sin embargo, seguramente Venus no se encontró en las regiones y casas de Saturno, con Marte en estrecha compañía de Saturno, en las natividades de todos ellos.
Entre los geli es costumbre que las mujeres cultiven la tierra, construyan casas y hagan todo el trabajo, y se relacionen con quien quieran, sin ser culpadas por los hombres; tampoco se llama a ninguna adúltera, porque todas son muy trabajadoras y se relacionan con todos, y especialmente con extraños. Las mujeres geli no se perfuman ni visten prendas teñidas, sino que están todas descalzas, mientras que los hombres gelan se adornan con ropas suaves y de diversos colores, y usan adornos de oro y se perfuman, y esto no por ningún afeminamiento en otros aspectos, pues son valientes, y muy guerreros, y muy dados a la caza. Y no fue suerte para todas las mujeres de Gelan encontrar a Venus como una mala influencia en Capricornio o en Acuario, ni para todos sus hombres tener a la diosa Pafia con Marte en Aries, donde los estudiantes caldeos dicen que nacen los que son a la vez valientes y lujosos.
Entre los bactrianos, las mujeres usan todo tipo de adornos distinguidos y todo tipo de perfumes, y reciben más atención que los hombres de parte de las doncellas y los jóvenes pajes: pasean a caballo con gran ostentación y adornan sus caballos con mucho oro y piedras preciosas; no son castas, sino que se juntan promiscuamente con sus esclavas y con extraños, teniendo inmunidad a este respecto, y no son censuradas por sus maridos, sobre quienes dominan de alguna manera. Sin embargo, Afrodita, amante de la risa, no está en sus propias regiones en medio del cielo con Zeus y Ares en cada nacimiento de las mujeres de Bactriana. Pero en Arabia y Osroene, no sólo se ejecuta a las adúlteras, sino que incluso las sospechosas no quedan libres sin castigo.
Entre los partos y los armenios, los asesinos son condenados a muerte, a veces por los jueces, y a veces por los parientes consanguíneos del asesinado. Y si alguien mata a su esposa, o a un hermano sin hijos, o a una hermana soltera, o a un hijo o hija, no es acusado por nadie, ya que la ley es así en esos países; pero entre los griegos y romanos, los asesinos de sus parientes y parientes están sujetos a un castigo mayor.
Entre los atrianos, quien roba algo que vale un óbolo es apedreado; entre los bactrianos, quien roba bagatelas es escupido; entre los romanos, es golpeado severamente: así son sus leyes.
Desde el río Éufrates hasta el Océano hacia el este, aquel que es injuriado como asesino o ladrón no se indigna en absoluto; pero aquel que es injuriado por sodomía se venga hasta la muerte; sin embargo, entre los griegos, ni siquiera a sus sabios se les culpa de tener favoritos.
En el mismo Oriente, aquellos que sufren un ultraje, si éste llega a ser conocido, son condenados a muerte por sus hermanos, padres o parientes, y no son considerados dignos de ser enterrados a plena luz del día.
Entre los galos, los jóvenes se entregan en matrimonio abiertamente, sin considerar esto como algo reprochable, debido a la ley entre ellos. Sin embargo, es posible que a todos los galos que sufren tan impíamente este ultraje les haya tocado en suerte tener la estrella de la mañana con Mercurio poniéndose en las casas de Saturno y las regiones de Marte en sus natividades.
En Britania muchos hombres tienen la misma esposa; pero en Partia muchas esposas tienen un solo marido, y todas son castas y obedientes a él según la ley.
Las amazonas no tienen maridos, pero, como las criaturas brutas, una vez al año, alrededor del equinoccio de primavera, pasan más allá de sus propias fronteras y se juntan con hombres de los países vecinos, considerando esto como una especie de festival; y concibiendo por ellos, regresan a casa y, de acuerdo con la ley de la naturaleza, necesariamente tienen hijos en una temporada; y a los varones que nacen los exponen, pero crían a las hembras; y son guerreras y atentas a los ejercicios gimnásticos.
Mercurio en conjunción con Venus en las casas de Mercurio forma modelistas, pintores y banqueros; pero en las casas de Venus forma perfumistas, maestros de canto y actores de poemas dramáticos.
Entre los tainos y sarracenos, y en la parte interior de Libia, también entre los moros, y entre los nómadas de la desembocadura del Océano, y en la parte más alejada de Germania, y en la región interior de Sarmacia, y en Escitia, y en todas las naciones del norte del Ponto, y en toda Alania, y Albania, y Otene, y Saunia, y en Crisa, no se ve un banquero, ni modelista, ni pintor, ni arquitecto, ni geómetra, ni maestro de canto, ni actor de poemas dramáticos; pero el carácter que procede de la operación de Mercurio y Venus falta en todo ese circuito del mundo.
Todos los medos arrojan los cadáveres aún respirando a los perros, a quienes crían con cuidado; sin embargo, no todos tienen a Marte con la luna en Cáncer debajo de la tierra en el momento de su nacimiento durante el día.
Los indios queman a sus muertos, y con ellos queman a sus mujeres con su propio consentimiento: y seguramente todas las mujeres indias que son quemadas vivas no tienen al Sol con Marte, en Leo, o en la región de Marte, debajo de la tierra en su nacimiento en la noche.
La mayoría de los alemanes mueren por el estrangulamiento, y seguramente la mayoría de los alemanes no tienen la luna y la hora de su nacimiento interceptadas por Saturno y Marte.
En cada nación, cada día, nacen hombres de todo tipo, pero la ley y la costumbre prevalecen en cada división de la humanidad a causa del libre albedrío del hombre. Así, su nacimiento no obliga a los seres a asesinar contra su voluntad, ni a los brahmanes a comer carne, ni a los persas a abstenerse de matrimonios ilícitos, ni a los indios a dejar de ser quemados, ni a los medos a dejar de ser devorados por los perros, ni a los partos a abandonar la poligamia, ni a las mujeres de Mesopotamia a ser impúdicas, ni a los griegos a dejar de practicar ejercicios atléticos con el cuerpo desnudo, ni a los romanos a dejar de gobernar, ni a los galos a dejar de ser afeminados, ni a las demás naciones bárbaras a conversar con aquellas a las que los griegos llaman musas. Pero, como dije antes, cada nación y cada hombre usan su propia libertad como quieren y cuando quieren, y también son esclavos de su nacimiento y de la naturaleza que los reviste de carne, a veces según su voluntad, a veces contra su voluntad. Porque en todas partes y en todas las naciones hay ricos y pobres, gobernantes y gobernados, sanos y enfermos, cada uno según la suerte de su nacimiento.
Pero los astrólogos dicen que esta tierra está dividida en siete zonas, y que una de las siete estrellas gobierna cada zona; y que las diferentes leyes no han sido promulgadas por los hombres para sí mismos, sino que la voluntad de cada estrella gobernante prevalece en su propia región, y es considerada como ley por quienes están bajo su gobierno. Pero aunque la tierra está dividida en siete zonas, sin embargo encontramos muchas diferencias de leyes en la misma división. Porque no hay siete leyes correspondientes a las siete estrellas, ni doce correspondientes a los signos del zodíaco, ni treinta y seis correspondientes a los decanos, sino innumerables leyes.
También debéis recordar lo que dije antes, que en el mismo clima y en la misma región de la India hay indios que son caníbales, y hay quienes se abstienen de alimentos animales; también que los magusaei casan a sus hijas no sólo en Persia, sino también en cualquier nación donde puedan vivir, observando las leyes de sus antepasados y los ritos iniciáticos de sus misterios. Además, dimos una lista de muchas naciones bárbaras que viven en el sur, oeste, este y norte. Es decir, en diferentes climas, que no tienen parte en la ciencia de Hermes.
¿Cuántos sabios, pensáis, han dejado de lado leyes mal constituidas? ¿Y cuántas leyes han sido abolidas por ser impracticables? ¿Cuántos reyes, después de haber obtenido el poder sobre las naciones, han cambiado las leyes que existían antes de su tiempo y han establecido las suyas propias? Sin embargo, ninguna de las estrellas había perdido su clima propio.
Ayer, los romanos, que se habían convertido en los amos de Arabia, cambiaron las leyes de los bárbaros, pues a un libre albedrío le sigue otro libre albedrío. Pero ahora os voy a exponer un hecho que podría convencer incluso a los incrédulos.
Los judíos que recibieron una ley por medio de Moisés, todos derramaron la sangre de sus hijos varones circuncidándolos al octavo día, sin esperar la aparición de una estrella, ni respetar la influencia del clima, ni ceder a ninguna ley de un país extranjero: sino que ya sea que estén en Siria, o en la Galia, o en Italia, o en Grecia, o en Partia, o dondequiera que estén, realizan este rito. Y esto no depende de la natividad, pues todos los judíos no pueden tener las mismas estrellas natales. Además, cada séptimo día, dondequiera que estén, se abstienen de todo trabajo, y no viajan ni usan fuego: ni su natividad obliga a un judío a construir o demoler una casa, a trabajar, a comprar o vender en el día de reposo, aunque en ese mismo día los judíos engendran y son engendrados, y enferman y mueren: porque estas son cosas que no dependen del libre albedrío.
En Siria y Osrhoene muchos solían mutilarse en honor a Rea. De hecho, el rey Abgar de un solo golpe ordenó que a quienes se cortaran los órganos genitales también se les cortaran las manos, y desde entonces nadie en Osrhoene se mutiló.
¿Y qué diremos de los cristianos? Porque ni en Partia los cristianos, aunque sean partos, practican la poligamia, ni los de Media arrojan sus muertos a los perros, ni los de Persia, aunque sean persas, casan a sus hijas, ni entre los bactrianos y los galos forman uniones antinaturales, ni los de Egipto adoran a Apis o al perro, al macho cabrío o al gato. Pero dondequiera que estén, ni se dejan vencer por leyes y costumbres mal constituidas, ni su nacimiento, regulado por sus estrellas regentes, los obliga a practicar los males prohibidos por su maestro, sino que se someten a la enfermedad, la pobreza, los sufrimientos y las supuestas infamias.
Porque así como el hombre libre según nuestra idea no está obligado a ser esclavo, y, aun si lo estuviera, resiste a quienes lo obligan, así también el hombre a quien consideramos esclavo no puede escapar fácilmente de su sujeción.
Si pudiéramos hacer todas las cosas, nosotros mismos seríamos el todo, así como si no pudiéramos hacer nada, seríamos, como dije antes, instrumentos de otros, y no dueños de nosotros mismos. Pero con la aprobación de Dios todo es posible e irresistible; porque nada puede resistir a su voluntad. Porque incluso las cosas que parecen resistir, resisten sólo porque él es bondadoso y permite a cada naturaleza tener su propio privilegio y su libertad de voluntad.
Hasta aquí el sirio Bardesanes. Y cuando haya mencionado algo más, daré por concluida la discusión. Porque, puesto que hemos hecho suficientes extractos de los escritos no cristianos, mientras que todavía faltan los de las Sagradas Escrituras, y puesto que estos son los que más necesitamos para la preparación de la manifestación evangélica , sería bueno examinarlos también, para que nuestro argumento no sea deficiente en ninguna de las consideraciones propias de la cuestión que nos ocupa. A partir de esta fuente también os aclararé nuestro tema actual.
Sin embargo, no podrías entender la letra desnuda de los oráculos sagrados, ya que en la mayoría de los puntos están expresados de manera oscura. Por eso te presentaré a su intérprete. Y si no envidias a los espíritus más fuertes, tal vez conozcas al hombre que hasta el presente ocupa un lugar destacado en las compañías de Cristo por las obras que ha legado, y que, de hecho, no es desconocido ni siquiera para los de afuera por el celo que ha demostrado también en sus estudios. Considera, entonces, cuántas y cuán excelentes determinaciones sobre el tema que nos ocupa han dado el admirable Orígenes en sus Comentarios sobre el Génesis, y cómo trazó el argumento sobre el destino.
XI
Refutación de Orígenes de Alejandría, sobre el destino
Dice Orígenes que una de las cosas más necesarias de resolver es la afirmación de que las luces, que no son otras que el sol, la luna y las estrellas, son dadas "como señales". No sólo porque las naciones ajenas a la fe de Cristo tropiezan con el tema del destino, ya que todas las cosas sobre la tierra, y las circunstancias de cada hombre individual, quizás también de los animales brutos, se supone que ocurren por la combinación de las llamadas estrellas errantes con las del zodíaco; sino también porque muchos de los que se supone han recibido la fe están distraídos por la duda de si todos los asuntos humanos no están regidos por la necesidad, de modo que es imposible que tengan lugar de otra manera que como las estrellas, según sus diferentes configuraciones, los llevan a cumplimiento.
Ahora bien, la consecuencia para aquellos que sostienen estas doctrinas es que destruyen completamente nuestro libre albedrío y, por lo tanto, también tanto la alabanza como la censura, y las acciones loables o, por otro lado, censurables.
Pero si así es, se acaba el juicio proclamado de Dios y las amenazas de castigo a los pecadores; también, por otro lado, los privilegios y bienaventuranzas prometidas a quienes se han consagrado a la vida mejor: porque ninguna de estas cosas tendrá ya una buena razón para su ocurrencia.
Además, si alguien considerara las consecuencias para sí mismo de las doctrinas que sostiene, (vería que) tanto su fe será vana, y que el advenimiento de Cristo será inútil, y toda la dispensación de la ley y los profetas, y los trabajos de los apóstoles para establecer las iglesias de Dios por medio de Cristo. A menos que, según estos pensadores tan atrevidos, el propio Cristo, habiendo sido sometido a la necesidad que surge del movimiento de los astros por el nacimiento que asumió, hizo y sufrió todo, porque esos poderes extraordinarios le fueron otorgados no por Dios Padre de todas las cosas, sino por los astros. De estos argumentos, ateos e impíos como son, se sigue también que se debe decir que los creyentes creen en Dios porque son impulsados a hacerlo por los astros.
Pero les preguntaríamos con qué propósito hizo Dios un mundo así, para que algunos de sus habitantes, siendo hombres, ocuparan el lugar de las mujeres, sin haber sido ellos mismos de ninguna manera la causa del ultraje, mientras que otros, colocados en la condición de bestias salvajes, por el curso del mundo que los hizo así, porque Dios así lo había dispuesto todo, se entregaran a prácticas más crueles y absolutamente inhumanas, como el asesinato y la piratería.
¿Y qué debemos decir de las cosas que ocurren entre los hombres y de los pecados cometidos por ellos, innumerables como son, cuando son absueltos de toda culpa por los campeones de estas grandes doctrinas, que atribuyen a Dios la causa de todas las cosas malas y censurables?
Pero si algunos de ellos, como si estuvieran defendiendo a Dios, dicen que el buen Dios es otro que no tiene el gobierno de ninguna de estas cosas, e imputan tales males al Demiurgo del mundo, en primer lugar ni siquiera así podrán probar, como quieren, que él es justo. Porque ¿cómo podría razonablemente llamarse justo a Aquel que, según ellos, es el autor de tantos males
En segundo lugar, debemos preguntarnos qué dirán de sí mismos: ¿están sujetos al curso de los astros o están libres de él y no reciben en su vida influencia alguna de esa fuente? Si dicen que están sujetos a los astros, es evidente que los astros les han concedido el poder de percibirlo, y el Demiurgo, mediante el movimiento del universo, habrá sugerido la doctrina sobre el dios superior que han inventado, y eso es algo que no desean.
Si responden que están exentos de las leyes del Demiurgo que dependen de los astros, para que su afirmación no sea una negación indemostrable, que se esfuercen en convencernos de manera más irresistible, mostrando la diferencia entre un espíritu sujeto a la natividad y al destino, y otro libre de ellos. Porque es evidente para quienes conocen a los hombres de esta clase que, cuando se les pida una explicación, serán completamente incapaces de hacerlo.
Además de lo que se ha dicho, las oraciones también son superfluas, pues se emplean en vano. Porque si se ha determinado por necesidad que esto o aquello suceda, y si los astros lo hacen, y nada puede suceder contra su mutua combinación, somos irrazonables al pedirle a Dios que nos conceda esto o aquello. Pero ¿por qué necesito prolongar la discusión, demostrando la impiedad del trillado tema del destino, tan trillado por la multitud sin examen? Porque lo que ya he dicho es suficiente para un esquema.
Recordemos, sin embargo, desde dónde hemos llegado a nuestro presente tema, al examinar el pasaje "que las luces sean por señales". Aquellos que aprenden la verdad sobre cualquier asunto, o bien han sido testigos oculares de los hechos, y así dan una descripción fiel de esta o aquella circunstancia, porque vieron lo que hicieron y sufrieron los actores y los sufrientes, o bien aprenden esto o aquello por haber oído el informe de aquellos que de ninguna manera fueron las causas de lo que sucedió.
Excluyamos por ahora de nuestro argumento la posibilidad de que los actores o los afectados, al relatar lo que han hecho o sufrido, lleven a alguien que no ha estado presente al conocimiento de los hechos.
Si, pues, el hombre, a quien informa alguien que no es de ninguna manera la causa de los acontecimientos, de que esto o aquello ha ocurrido o ocurrirá a ciertas personas, no distingue que un informante acerca de algo que ha ocurrido o ocurrirá no es de ninguna manera la causa de que el asunto sea de este o aquel carácter, supondrá que el hombre que le ha representado que esto o aquello ha ocurrido, o que esto o aquello ocurrirá, ha hecho o hará él mismo las cosas de las que le informa, pero evidentemente estará equivocado en su suposición.
Así como si alguien, al encontrarse con un libro profético que predijo la historia del traidor Judas, después de enterarse de lo que iba a suceder, pensara, al verlo cumplido, que el libro fue la causa de que esto o aquello sucediera después, porque había aprendido del libro lo que Judas haría después; o también supusiera que la causa no fue el libro sino el hombre que lo escribió al principio, o el que lo inspiró a hablar (es decir, Dios).
Pero así como en el caso de las profecías acerca de Judas, las mismas expresiones, cuando se examinan, muestran que Dios no fue el autor de la traición de Judas, sino que solo la predijo porque él sabía de antemano qué actos seguirían de la maldad de este hombre por su propia culpa; así también si alguien se sumergiera profundamente en la cuestión del conocimiento previo de todas las cosas por Dios, y por aquellos en quienes él imprimió, por así decirlo, el lenguaje de su propio conocimiento previo, entendería que ni Aquel que previó fue de ninguna manera la causa de las cosas preconocidas, ni los instrumentos que recibieron las impresiones de las palabras del conocimiento previo de Aquel que previó.
Que Dios sabe, en efecto, mucho antes de que todo lo que ha de ser suceda, es evidente, incluso aparte de la Escritura, desde la idea misma de Dios para el hombre que entiende la excelencia del poder de la mente divina. Pero si es necesario probar esto también desde la Escritura, las profecías están llenas de ejemplos de esta clase, y también lo está la descripción de Susana de Dios como sabiendo todas las cosas antes de que sucedan, donde habla como sigue: "Oh Dios, el Eterno, el discernidor de los secretos, que sabes todas las cosas antes de que sean, tú entiendes que estos han dado falso testimonio contra mí".
Muy claramente en el libro III de los Reyes, tanto el nombre del rey que desperdició su reinado como sus hechos fueron registrados muchos años antes de que ocurrieran, siendo predichos de la siguiente manera:
"Jeroboam instituyó una fiesta en el mes octavo, a los quince días del mes, como la fiesta que se celebra en la tierra de Judá; y subió al altar que está en Betel, para sacrificar a los becerros que había hecho. Después de algunas palabras, dijo: Un hombre de Dios vino de Judá por palabra de Jehová a Betel, y Jeroboam estaba de pie sobre su altar para quemar incienso. Y clamó contra el altar por palabra del Señor, y dijo: ¡Altar, altar, así ha dicho el Señor: He aquí que a la casa de David le nacerá un hijo, llamado Josías; y sacrificará sobre ti a los sacerdotes de los lugares altos que queman incienso sobre ti, y sobre ti quemará huesos humanos. Y dio una señal en aquel día, diciendo: Esta es la señal que ha hablado el Señor, cuando dice: He aquí que el altar se romperá, y las cenizas que están sobre él se derramarán".
Después de algunas palabras, se muestra que "el altar se rompió, y las cenizas se derramaron del altar conforme a la señal que el hombre de Dios había dado por palabra del Señor".
Isaías también vino mucho antes del cautiverio en Babilonia, y algún tiempo después de ese cautiverio vino Ciro, el rey de los persas, quien ayudó en la construcción del templo en los tiempos de Esdras; y en Isaías hay la siguiente profecía concerniente a Ciro por su nombre:
"Así dice el Señor Dios a Ciro, mi ungido, al cual tomé yo por su mano derecha, para que las naciones le obedezcan: Quebrantaré la fuerza de los reyes, abriré delante de él puertas, y las ciudades no se cerrarán. Iré delante de ti, y allanaré los montes, quebrantaré puertas de bronce, quebraré cerrojos de hierro; y te daré tesoros ocultos; te abriré tesoros escondidos, para que sepas que yo soy el Señor Dios, que te llamo por tu nombre, el Dios de Israel. Por amor de Jacob mi siervo, y de Israel mi escogido, te llamaré por mi nombre, y te aceptaré".
De este pasaje se muestra claramente que, por amor al pueblo cuyo benefactor había sido Ciro, aunque no conocía la religión de los hebreos, Dios le concedió el gobierno sobre muchas naciones. Y estos hechos también se pueden aprender de los griegos que registraron la historia de Ciro, el sujeto de la profecía.
Además, en Daniel, en el tiempo de los monarcas babilónicos, se muestran a Nabucodonosor los reinos que vendrían después de él. Y se muestran por la imagen, en la que el reino de Babilonia se llama oro, el de Persia plata, el de Macedonia bronce y el de Roma hierro.
Además, en el mismo profeta se predicen los acontecimientos relativos a Darío y Alejandro, y los cuatro sucesores de Alejandro rey de Macedonia, y Ptolomeo, el gobernante de Egipto, que se llamaba Lagos:
"Uun macho cabrío venía del occidente sobre la faz de toda la tierra, y el macho cabrío tenía un cuerno entre sus ojos. Llegó hasta el carnero que tenía los cuernos, al cual yo vi de pie delante del río, y corrió hacia él con la furia de su poder. Lo vi llegar cerca del carnero, y se enfureció contra él, e hirió al carnero, y le quebró ambos cuernos, y no hubo fuerza en el carnero para pararse delante de él, y lo echó por tierra, y lo pisoteó, y no hubo quien librara al carnero de su mano. El macho cabrío se engrandeció sobremanera. Y cuando se hizo fuerte, su gran cuerno se quebró, y de debajo de él subieron otros cuernos hacia los cuatro vientos del cielo, y de uno de ellos salió un cuerno fuerte, y creció mucho hacia el sur y hacia el occidente".
¿Por qué es necesario mencionar las profecías acerca de Cristo, como por ejemplo el lugar de su nacimiento, Belén, y el lugar donde fue criado, Nazaret, y la huida a Egipto, y los milagros que realizó, y cómo fue traicionado por Judas, que había sido llamado a ser apóstol? Porque todas estas son señales de la presciencia de Dios. Además, el Salvador mismo dice: "Cuando veáis a Jerusalén rodeada de ejércitos, entonces sabréis que su desolación está cerca". Porque él predijo lo que sucedió después, la destrucción final de Jerusalén.
Hemos dado pruebas de la presciencia de Dios, luego no será inoportuno, para explicar cómo las estrellas son señales, observar que el movimiento de las estrellas está ordenado de tal manera, que los llamados planetas siguen un curso opuesto al de las estrellas fijas, para que por la configuración de las estrellas se puedan dar a conocer signos de todas las cosas que suceden respecto de cada hombre en particular, y en general: no digo "conocidos" por los hombres, pues el poder de entender verdaderamente por el movimiento de las estrellas el caso de cada uno de los que están haciendo o sufriendo lo que sea, es demasiado grande para el hombre, mas es conocido por los poderes que por muchas razones deben necesariamente saber estas cosas, como mostraremos lo mejor que podamos en lo que sigue.
A partir de ciertas observaciones, o incluso de la enseñanza de ángeles que habían transgredido su propio orden y para afligir a nuestra raza, enseñaron algo sobre estas cosas, los hombres llegaron a comprenderlas y luego pensaron que aquellas estrellas de las que creían recibir las señales eran las causas de las cosas que la Escritura dice que significan. Y estos mismos asuntos los discutiremos inmediatamente de manera sumaria, pero con mucho cuidado, según lo mejor de nuestra capacidad.
Por lo tanto, propondremos que se consideren las siguientes preguntas: ¿Cómo se preserva nuestra libertad, si Dios conoce de antemano desde la eternidad lo que cada hombre debe hacer? ¿En qué sentido los astros no son causas eficientes de los asuntos humanos, sino sólo signos de los mismos? ¿Cuál es la causa de que Dios haya designado los signos para la información de esos poderes? Éste será el cuarto tema de investigación.
Veamos la primera cuestión, acerca de la cual muchos griegos eran escrupulosos, porque pensaban que todas las cosas están sujetas a la necesidad, y que nuestra libertad de ninguna manera puede mantenerse, si Dios conoce de antemano los acontecimientos futuros; así aceptaron temerariamente un dogma impío, en lugar de admitir lo que, como dicen, da gloria a Dios, pero destruye nuestra libertad, y, por tanto, destruye la alabanza y la censura, el mérito de las virtudes y la culpabilidad de los vicios.
Dicen que si Dios sabía desde la eternidad que tal o cual hombre sería injusto y cometería ciertos actos de injusticia, y si el conocimiento de Dios es infalible, entonces el hombre previsto para ser de tal carácter ciertamente será injusto, ya que cometerá estos actos de injusticia, y es imposible que no cometa injusticia; y si es imposible que no cometa injusticia, el que cometa injusticia está obligado por la necesidad, y será imposible que haga algo diferente de lo que Dios previó. Pero si es imposible para él hacer cualquier otra cosa, y si a nadie se le debe culpar por no hacer algo imposible, no tenemos derecho a culpar al injusto. Del hombre injusto y de las obras de injusticia se pasa a los otros tipos de pecado, y luego, por otra parte, a las obras consideradas buenas; y se sigue, dicen, que al haber conocido Dios de antemano el futuro, nuestro libre albedrío no puede de ninguna manera mantenerse.
En respuesta a esto tenemos que decir que, cuando Dios contemplaba el principio de su creación, puesto que nada ocurre sin una causa, recorrió en su mente todos los acontecimientos futuros, y vio que, cuando esto ha ocurrido, esto se sigue, y si esto ocurre, aquello se sigue; y cuando esto tercero se establece, aquello otro ocurrirá; y así, habiendo viajado hasta el fin de todas las cosas, sabe las cosas que serán, aunque él no causa en absoluto la ocurrencia de todo lo que él sabe.
Porque, así como si un hombre ve a otro precipitarse por ignorancia y por su precipitación caminar irreflexivamente por un camino resbaladizo, y percibe que resbalará y caerá, no se convierte en la causa del resbalón del otro; así también debemos considerar que Dios, habiendo previsto el carácter que tendrá cada hombre, discierne también las causas de su carácter futuro y de que cometa estos pecados o realice aquellas buenas obras.
Si hemos de hablar libremente, no diremos que el conocimiento previo es la causa de los acontecimientos (pues Dios no se entromete en el hombre a quien ha previsto de antemano que iba a pecar, en el momento de su pecado); pero diremos algo más extraño y, sin embargo, cierto: que el acontecimiento futuro es la causa de que el conocimiento previo del mismo sea de tal carácter. Pues no ocurre porque haya sido conocido, sino que ha sido conocido porque estaba a punto de ocurrir.
Pero es necesario hacer una distinción. Si alguien interpreta la expresión "seguramente sucederá" como si fuera necesario que ocurriera lo que se sabía de antemano, no se lo concedemos, pues no diremos que, puesto que se sabía de antemano que Judas se convertiría en traidor, era absolutamente necesario que Judas se convirtiera en traidor. De hecho, en las profecías sobre Judas se registran reproches y acusaciones contra Judas, que prueban a todos su culpabilidad. Pero no se le habría reprochado si hubiera sido necesariamente un traidor y si no le hubiera sido posible ser como los demás apóstoles.
Ahora veamos si esto no queda claro por las declaraciones expresas que presentaremos, que dicen así: "No haya quien tenga compasión de sus huérfanos, porque no se acordó de mostrar misericordia, sino que persiguió al pobre y al necesitado, y al quebrantado de corazón, para matarlos. Sí, amó la maldición, y le vendrá; y no se deleitó en la bendición, y estará lejos de él".
Si alguien explica la expresión "seguramente será" diciendo que, aunque ciertos acontecimientos se producirán de acuerdo con sus indicaciones, sin embargo, también era posible que hubiera sido de otra manera, esto lo admitimos como cierto. Porque, aunque "no es posible que Dios mienta", sin embargo, es posible, respecto de cosas que pueden suceder o no suceder, que él sepa o que sucederán o que no sucederán.
Lo diremos más claramente, de la siguiente manera. Si es posible que Judas sea un apóstol como Pedro, es posible que Dios perciba acerca de Judas que él continuará siendo un apóstol como Pedro; si es posible que Judas se convierta en un traidor, es posible que Dios sepa acerca de él que él será un traidor. Pero si Judas será un traidor, y Dios tiene conocimiento previo de las dos contingencias antes mencionadas, de las cuales sólo una puede realizarse, entonces como Dios conoce de antemano la verdad, él sabrá de antemano que Judas se convertirá en un traidor: siendo al mismo tiempo posible que el objeto de Su conocimiento también pueda suceder de la otra manera. Y el conocimiento de Dios diría: Aunque es posible que este hombre haga esto, sin embargo lo contrario también es posible; pero siendo ambas posibles, sé que esto es lo que hará.
Porque aunque Dios diga "no es posible que éste o aquél hombre vuele", no puede decir de la misma manera, al dar un oráculo, por ejemplo, acerca de alguien, que no es posible que éste actúe con templanza. Porque en el hombre no hay absolutamente ningún poder para volar, mas sí hay un poder para actuar con templanza y para actuar con intemperancia.
Como posee ambos poderes, el hombre que no presta atención a las palabras de exhortación y disciplina se entrega al poder peor; pero el que ha buscado la verdad y se ha propuesto vivir de acuerdo con ella, se entrega al poder mejor. El uno no busca lo que es verdadero, porque se inclina hacia el placer; en cambio, el otro indaga acerca de la verdad, porque está persuadido por las opiniones generales de la humanidad y por las palabras de exhortación.
Además, uno elige el placer, no porque no tiene poder para resistirlo, sino porque no hace ningún esfuerzo; mientras que el otro lo desprecia, porque ve la indecencia que a menudo hay en él.
Para demostrar, que la presciencia de Dios no impone ninguna necesidad a aquellos acerca de quienes él ha concebido tal conocimiento, añadiré a lo que ya he dicho el siguiente argumento, que en muchos lugares de las Escrituras Dios manda a los profetas predicar el arrepentimiento, sin reclamar para sí el conocimiento de si los que escuchan volverán o continuarán en sus pecados: como en Jeremías se dice: "Puede ser que escuchen y se arrepientan".
Y esto porque no es por ignorancia, de si oirán o no, lo que Dios dice: "Puede ser que escuchen y se arrepientan", sino que muestra, por así decirlo, con la expresión, que había un equilibrio equilibrado de cosas que podían suceder, para que su conocimiento previo, si se anunciaba previamente, no hiciera caer a los oyentes, presentando una idea de necesidad, como si no estuviera en su propio poder volver; y así su conocimiento previo se convirtiera, por así decirlo, en la causa de sus pecados; o también, para que aquellos que, por ignorancia del bien conocido de antemano, pueden en su lucha y resistencia contra el vicio vivir una vida de virtud, a causa del conocimiento previo, no se relajaran en sus esfuerzos y dejaran de tomar una posición vigorosa contra el pecado, por esperar que lo que se había predicho se realizaría con certeza. Porque de esta manera también el conocimiento previo del bien futuro sería una especie de obstáculo.
Así pues, Dios, al disponer todas las cosas del mundo para su beneficio, con razón nos hizo ciegos a los acontecimientos futuros. Pues el conocimiento de los mismos nos habría hecho renunciar a la lucha contra el vicio y, de parecer claramente percibidos, nos habría debilitado y nos habría hecho dejar de luchar contra el pecado y, así, estar más fácilmente sujetos a él.
Al mismo tiempo, el hecho de que tal o cual hombre hubiera tenido la presciencia de que en cualquier caso sería bueno, estaría en contradicción con su capacidad de llegar a ser noble y bueno. Porque además de nuestras cualidades naturales, se necesita un gran empeño y esfuerzo para llegar a ser noble y bueno; pero la adquisición previa del conocimiento de que en cualquier caso uno será noble y bueno va relajando poco a poco el esfuerzo. Por lo tanto, nos beneficia no saber si seremos buenos o malos.
Puesto que hemos dicho que Dios nos hizo ciegos para los acontecimientos futuros, veamos si podemos explicar cierta expresión controvertida del Éxodo: "¿Quién hizo al hombre mudo o sordo, vidente o ciego? ¿No soy yo, el Señor?". De esta manera, para que se vea que Dios hizo al mismo hombre ciego y vidente, vidente en relación con las cosas presentes, pero ciego para las futuras. Porque no es necesario en la presente ocasión explicar las palabras mudo y sordo.
Nosotros mismos admitiremos que muchas cosas que no están en nuestro poder son causa de muchas cosas que sí están en nuestro poder; y si éstas, es decir, las que no están en nuestro poder, no ocurrieran, algunas de las cosas que sí están en nuestro poder no podrían realizarse. Pero de las cosas que están en nuestro poder, esto o aquello se hace como consecuencia de estos antecedentes que no están en nuestro poder, siendo posible también, sobre la base de los mismos antecedentes, hacer otras cosas distintas de las que hacemos. Y si alguien afirma que nuestro libre albedrío es independiente de todo, de modo que no elegimos un determinado curso de acción como consecuencia de que esto o aquello nos haya sucedido, olvida que es parte del mundo y que está rodeado por la asociación con la humanidad y con su entorno.
Sin embargo, creo que se ha demostrado de manera bastante clara y sumaria que la presciencia de Dios no implica en modo alguno que se produzcan acontecimientos previstos. Así pues, ahora, defendamos también el hecho de que las estrellas no son en modo alguno las causas, sino sólo los signos, de lo que sucede entre los hombres.
Ahora bien, es claro que si se supusiera que esta o aquella configuración de los astros fuera causa eficiente de ciertas cosas que le suceden al hombre (pues este es el tema actual de investigación), la configuración que pueda haber habido, digamos, hoy afectando a este hombre, no puede pensarse que haya sido la causa de las circunstancias pasadas que afectaron a otro u otros: porque toda causa eficiente es anterior a su efecto.
Pero hasta donde podemos juzgar por las doctrinas de quienes profesan tales artes, se supone que se predijeron cosas anteriores a la configuración concernientes a los hombres. Porque ellos profesan que de alguna manera como la siguiente, cuando han aprendido la hora del nacimiento de este o aquel hombre, pueden descubrir cómo cada uno de los planetas estaba situado verticalmente ya sea en este o aquel grado del signo del zodíaco, o de las diminutas divisiones del mismo, y qué estrella del zodíaco estaba en el horizonte oriental, y cuál en el occidental, y cuál en el meridiano, y cuál en el antimeridiano.
Cuando han establecido los lugares de las estrellas, que creen haber calculado por sí mismos, como habiendo tenido tal configuración en el momento del nacimiento de cierto hombre, entonces, por el momento de su nacimiento, buscan no sólo los eventos futuros, sino también los pasados, y las cosas que habían sucedido antes del nacimiento y antes de la generación del hombre en cuestión, acerca de su padre, de qué país es, rico o pobre, sano de cuerpo o mutilado, de buena o mala disposición moral, de grandes posesiones o de ninguna, de esta o aquella ocupación. Lo mismo también acerca de su madre y hermanos mayores, si los hay.
Ahora bien, admitamos por ahora que descubren el verdadero lugar (de las estrellas), aunque en este mismo punto demostraremos más adelante que no es así: preguntemos, pues, a quienes suponen que los asuntos humanos son sometidos necesariamente a las estrellas, de qué manera la configuración de hoy, que es de un cierto tipo, puede haber sido posiblemente la causa de acontecimientos anteriores.
Si esto es imposible, a medida que se descubre la verdad sobre el tiempo de los acontecimientos anteriores, es evidente que las estrellas que se mueven así en el cielo no pueden haber causado los acontecimientos pasados que tuvieron lugar antes de que estuvieran en esta posición. Pero si es así, tal vez alguien que admita que dicen la verdad, al observar lo que se dice sobre los acontecimientos futuros, dirá que dicen la verdad no porque las estrellas causen los acontecimientos, sino solo porque los significan.
Si alguno afirma que, aunque las estrellas no son la causa de los acontecimientos pasados, sin embargo otras configuraciones han sido las causas de su producción, y que la configuración actual solo las ha indicado, pero que, sin embargo, las cosas por venir están previstas a partir de la configuración actual de la natividad de cierta persona; que demuestre la diferencia entre poder mostrar que algunas cosas han sido discernidas con verdad a partir de las estrellas como causas eficientes, pero otras cosas meramente a partir de sus indicaciones.
Si no son capaces de establecer la diferencia, convendrán cándidamente en que ninguna de las cosas que conciernen a la humanidad son causadas por las estrellas, sino que, como hemos dicho antes, sólo están indicadas, si es así; lo que es lo mismo que si uno conociera los acontecimientos pasados y presentes no de las estrellas, sino de la mente de Dios, mediante alguna expresión profética.
Así como antes demostramos que el argumento en favor de nuestro libre albedrío no se ve afectado en absoluto por el hecho de que Dios conozca lo que cada hombre hará, tampoco las señales que Dios designó para darnos indicaciones obstaculizan nuestro libre albedrío. Pero, como un libro que contiene los acontecimientos futuros en el lenguaje de la profecía, es posible que todo el cielo, siendo como un libro de Dios, pueda contener las cosas por venir.
Por ello, en la oración de José podemos entender de esta manera lo que dice Jacob: "Porque leo en las tablas del cielo todas las cosas que te sucederán a ti y a tus hijos". Tal vez, también el dicho "el cielo se enrollará como un pergamino" muestra que las lecciones allí contenidas son significativas acerca de que las cosas por venir se cumplirán y, por así decirlo, se cumplirán, así como se dice que las profecías se cumplieron al suceder. Y así, los cuerpos celestes habrán sido por señales, según la expresión que dice: "Sean por señales". Pero Jeremías, para hacernos volver a nosotros mismos, y quitar el temor consecuente con las cosas que se supone que son indicadas por las estrellas, y tal vez también se sospecha que proceden de ellas, dice: "No os desaniméis ante las señales del cielo".
Veamos un segundo intento de demostrar que los astros no pueden ser causas eficientes, sino, en todo caso, significaciones. En efecto, es posible conocer la fortuna de un hombre a partir de un número infinito de nacimientos (pero esto lo planteamos como una hipótesis, concediendo la posibilidad de que los hombres puedan llegar a conocerlos); pues, para tomar un ejemplo, si tal hombre sufrirá tal o cual cosa y morirá en manos de ladrones y será asesinado, esto, dice el astrólogo, lo podemos saber tanto por su propia natividad como, si resulta que tiene varios hermanos, por la natividad de cada uno de ellos. Porque piensan que la natividad de cada uno incluye que un hermano morirá a manos de ladrones, y de la misma manera la natividad del padre, y la de la madre, y de su esposa, y de sus hijos, y de sus sirvientes, y de sus mejores amigos; tal vez también de los mismos hombres que han de matarlo.
¿Cómo, entonces, para concederles esto, es posible que el hombre cuya fortuna está involucrada en tantos nacimientos haya caído bajo la configuración de las estrellas en este nacimiento en lugar de en los otros? Porque la afirmación de que la configuración en el nacimiento particular de este o aquel hombre ha sido la causa de estos eventos, pero que la configuración en el nacimiento de estos otros no ha sido la causa sino solo el indicio, es increíble.
Es absurdo decir que el nacimiento de todos incluía en cada uno una causa eficiente de la muerte de este hombre, de modo que en cincuenta nacimientos (hablo según la hipótesis) se contenía que este o aquel hombre debía ser asesinado. Tampoco sé cómo podrán sostener que, aunque la configuración en el nacimiento de casi todos los hombres de Judea era tal que recibían la circuncisión al octavo día, estaban mutilados y ulcerados, y propensos a sufrir inflamaciones y heridas, y al entrar en la vida necesitaban médicos, sin embargo, la de los ismaelitas en Arabia era tal que todos eran circuncidados a los trece años. Porque esto se afirma en la historia sobre ellos. Y también que en ciertas tribus etíopes se han cortado las rótulas y uno de los pechos de las amazonas. ¿Cómo producen los astros estos efectos en estas naciones? Creo que, si nos detuviéramos a estudiarlos, no podríamos siquiera decir nada verdadero sobre ellos.
Como hay tantos métodos de pronóstico en circulación, no comprendo cómo los hombres han tropezado con la dificultad de decir que los métodos de augurio y de sacrificio no contienen la causa eficiente, sino que sólo dan signos, y sin embargo no dicen lo mismo del estudio de las estrellas y del cálculo de los nacimientos.
Si los acontecimientos son conocidos (suponiendo que lo sean), y si son producidos por la misma fuente de la que se deriva el conocimiento, ¿por qué los acontecimientos han de ser causados por las estrellas en lugar de por los pájaros, y por qué por los pájaros en lugar de por las entrañas de los sacrificios o por las estrellas fugaces? Estas razones, sin embargo, serán suficientes por ahora para refutar la opinión de que las estrellas son causas eficientes de los asuntos humanos.
En cuanto a la suposición que hemos aceptado, porque no dañaba nuestro argumento, de que es posible que los hombres comprendan las configuraciones celestiales, los signos y las cosas significadas, examinemos ahora si esto es verdad.
Dicen los entendidos en estas materias que el hombre que ha de averiguar verdaderamente los resultados de la ciencia de las natividades debe saber no sólo en cuál de los doce signos del zodíaco está el planeta, sino también en qué grado del signo, y en qué minuto, y lo más exacto, en qué segundo; y esto dicen que debe hacerlo en el caso de cada uno de los planetas, examinando su posición relativa a las estrellas fijas.
De nuevo, en el horizonte oriental será necesario, dicen, ver no sólo qué signo había allí, sino también el grado, el minuto o el segundo. Y puesto que la hora comprende, para hablar en términos generales, la mitad de un signo del zodíaco, ¿cómo es posible que alguien encuentre el minuto si no tiene la división proporcional de las horas? ¿Cómo, por ejemplo, saber que un determinado hombre nació a la cuarta hora, a la media hora, a la cuarta, a la octava, a la decimosexta y a la trigésima segunda parte de la hora?
Dicen que las indicaciones (dadas por los planetas) varían mucho como consecuencia de la ignorancia no sólo de la hora completa, sino incluso de la división exacta de la misma. Por ejemplo, en el nacimiento de gemelos, el intervalo es a menudo una parte muy pequeña de una hora, y se producen muchas diferencias en los incidentes y acciones en sus casos, debido, como dicen los astrólogos, a la posición relativa de las estrellas, y a que la subdivisión del signo zodiacal que estaba en el horizonte no fue determinada por aquellos que supuestamente observaron la hora. Pues es imposible que alguien diga que el intervalo entre el nacimiento de este niño y el de aquel es la trigésima parte de una hora. Sin embargo, concedámosles el punto relativo a su cálculo de la hora.
Ahora bien, existe un teorema vigente que demuestra que la eclíptica se mueve, como los planetas, de oeste a este un grado cada cien años, y que esto, con el transcurso del tiempo, altera la posición de los signos, siendo el signo calculado uno y la figura visible, por así decirlo, otra. Y los resultados, dicen, no se obtienen a partir de la figura visible, sino del signo calculado, y esto no puede determinarse de ninguna manera.
Admitamos también que el signo calculado se puede determinar, o que a partir del signo visible se puede determinar el verdadero. Sin embargo, ellos mismos reconocerán que no son capaces de preservar por completo la conjunción, como ellos la llaman, de los planetas que se encuentran en estas configuraciones, cuando, por ejemplo, la indicación maligna de un determinado planeta se oscurece, porque es pasada por alto por este otro de poder más benigno, y en tal o cual grado oscurecida; o con frecuencia también cuando la oscurecimiento del planeta maligno por el aspecto del más benigno se ve impedida por el hecho de que otro ha entrado en la configuración de una determinada manera, de modo que es significativo de desgracia.
Quien haya prestado atención a estos temas debe desesperar de su comprensión, pues no son accesibles al hombre, sino que, en todo caso, sólo sirven como indicio. Y si alguien ha tenido experiencia de los hechos, conocerá mejor la tendencia de quienes hablan, o incluso de quienes han escrito, sobre el tema a fallar en sus conjeturas, que su supuesta capacidad para tener éxito.
Por ejemplo, Isaías, viendo que estas cosas no pueden ser descubiertas por el hombre, dice a la hija de los caldeos, quien más que todos los hombres hizo la mayor profesión de este arte: "Que ahora se levanten los astrólogos del cielo y te salven, que te anuncien lo que te ha de venir". Porque con esto se nos enseña que aquellos que se dedican enteramente al estudio de estos asuntos son incapaces de prever lo que el Señor se ha propuesto traer sobre cada nación.
Hasta aquí lo que ha dicho Orígenes. Mas en realidad, toda esta discusión nuestra se resume en dos puntos principales: que aquellos que se supone que dan respuestas oraculares en cada ciudad no son dioses, y que ni siquiera son buenos demonios, sino, por el contrario, una clase de prestidigitadores, tramposos y engañadores, que, para la destrucción y perversión de la verdadera religión, han propuesto, además de todos los demás engaños entre la humanidad, especialmente este engaño sobre el destino.
Y puesto que nadie desde el principio excepto Jesús nuestro Salvador ha rescatado a toda la raza humana de este engaño, hemos tenido buenas razones para tratar seriamente todos los temas presentes en el comienzo de la preparación para el evangelio, a fin de que podamos aprender por hechos de qué antepasados hemos surgido, y por qué clase de engaño estaban poseídos anteriormente, y de cuán múltiple y grande ceguera e impiedad tanto nosotros mismos como todos los hombres vivientes hemos emergido, y hemos encontrado la cura para esa larga e inveterada actividad demoníaca en la doctrina salvadora del evangelio solamente.