BASILIO DE CESAREA
Sobre el Recogimiento

I

"Si alguien quiere venir en pos de mí", dice el Señor, "que se niegue a si mismo, que tome su cruz y que me siga" (Mt 16,24). No obstante, para querer eso hay que procurar que el pensamiento se aquiete. Los ojos, si se mueven continuamente de un lado para otro, arriba y abajo, no es posible que vean con claridad los objetos. Sólo cuando se fija la mirada, la visión es clara. Del mismo modo, es imposible que la mente de un hombre, que se deje llevar por las infinitas preocupaciones de este mundo, contemple clara y establemente la verdad. Quien no está sujeto por los lazos del matrimonio se ve turbado por ambiciones, impulsos desenfrenados y amores locos. A quien ya tiene sobre sí el vínculo conyugal, no le faltan un tumulto de inquietudes. Si no tiene hijos, el anhelo de tenerlos; si los tiene, la preocupación de educarlos. A esto habría que añadir el cuidado de la mujer y de la casa, el gobierno de los criados, la tensión que los negocios traen consigo, las riñas con los vecinos, los pleitos en los tribunales, los riesgos del comercio, las fatigas de la agricultura. Cada día que alborea trae consigo particulares cuidados para el alma, y cada noche heredera las preocupaciones del día, e inquieta el ánimo con los mismos pensamientos.

II

Hay un solo camino para liberarse de estos afanes: aislarse. Se trata de una separación que no consiste tanto en estar físicamente fuera del mundo, sino en aliviar el ánimo de sus lazos con las cosas corporales. Es decir, consiste en estar desprendido de la patria, de la casa, de las propiedades, de los amigos, de las posesiones, de la vida, de los negocios, de las relaciones sociales, del conocimiento de las ciencias humanas. De ese desprendimiento surgirá un corazón preparado para las huellas de la enseñanza divina. El aislamiento se alcanza despojando el corazón de lo que, a causa de un hábito malo y muy enraizado, lo monopoliza. No es posible escribir sobre la cera si no se borran los caracteres precedentes, como tampoco se pueden imprimir en el alma las enseñanzas divinas si antes no desaparecen las costumbres que estaban.

III

El recogimiento procura grandes ventajas, como adormecer las pasiones y otorgar a la razón la posibilidad de desarraigarlas completamente. ¿Cómo se puede vencer a las fieras, sino con la doma? Así mismo, la ambición, la ira, el miedo, la ansiedad, y el resto de pasiones nocivas del alma, cuando se aplacan con la paz, privándolas de continuos estímulos, pueden ser derrotadas más fácilmente.

IV

El ejercicio de la piedad nutre el alma con pensamientos divinos, y ¿qué cosa más estupenda que imitar en la tierra al coro de los ángeles? Si queremos imitar ese coro, hemos de disponernos para la oración con las primeras luces del día, y glorificar al Creador con himnos y alabanzas. Más tarde, cuando el sol luzca en lo alto, lleno de esplendor y de luz, habremos de acudir al trabajo, mientras la oración nos acompaña a todas partes, condimentando las obras (por decirlo de algún modo) con la sal de las jaculatorias. Así tendremos el ánimo dispuesto para la alegría y la serenidad. La paz es el principio de la purificación del alma, pero para conseguirla hay que frenar a la lengua del parloteo de las palabras, y a los ojos de detenerse morosamente a contemplar los colores y las armonías, y al oído de distraer la atención con las palabrerías humanas, porque todo esto disipa al alma. La mente no se dispersa hacia el mundo exterior si no es llevada por los sentidos. Si el alma no se derrama sobre el mundo, sabría retirarse dentro de sí misma, y de allí ascender hasta poner el pensamiento en Dios. Entonces, libre de las preocupaciones terrenas, pondría toda su energía en la adquisición de los bienes eternos. ¿Cómo, de otra forma, podría alcanzarse la sabiduría y la fortaleza, la justicia, la prudencia y todas las demás virtudes que señalan el modo más conveniente de cumplir cada acto de la vida?

V

La vía maestra para descubrir nuestro camino es la lectura frecuente de las Escrituras inspiradas por Dios. Allí, en efecto, se hallan todas las normas de conducta. Allí, la narración de una vida justa, transmitida como imagen viva del modo de cumplir la voluntad de Dios, se nos pone ante los ojos para que imitemos sus buenas acciones. Así, cada uno, considerando aquel aspecto de su carácter que más necesita mejorar, encontrará la medicina capaz de sanar su enfermedad, como un hospital abierto a todos.

VI

El que desee la continencia, que medite largamente la historia de José y aprenda de él a vivir la templanza, pues José no sólo fue continente sino que estuvo dispuesto a ejercitar la virtud en todo, gracias a un hábito bien radicado. Que aprenda la valentía de Job, cuando las circunstancias de su vida cambiaron y de un solo golpe dejó de ser rico para convertirse en pobre, y de padre de familia feliz se encontró de repente sin hijos. Entonces, Job no sólo permaneció constante, y mantuvo siempre el sentido sobrenatural, sino que ni siquiera se enfadó con los amigos que, pretendiendo consolarle, le insultaban y hacían más intenso su dolor.

VII

Si alguien desea ser manso y magnánimo, pero manifiesta intransigencia respecto a los errores de humanos, que encuentre en David a ese valeroso guerrero en las nobles empresas de la guerra, pero dulce y manso en el trato con los enemigos. Así era también Moisés, cuando se encolerizaba grandemente con las ofensas de los que pecaban contra Dios, mas soportaba serenamente las calumnias dirigidas.

VIII

Las oraciones, en fin, son las que hacen el ánimo más joven y más maduro, ya que lo mueven al deseo de poseer a Dios. Es bonita la oración que hace más presente a Dios en el alma. Precisamente en esto consiste la presencia de Dios: en tener a Dios dentro de sí mismo, reforzado por la memoria. De este modo nos convertimos en templo de Dios, y la continuidad del recuerdo no se ve interrumpida por las preocupaciones terrenas, y la mente no es turbada por los sentimientos fugaces. El que ama al Señor sabe desprenderse de todo y refugiarse sólo en Dios, rechazando todo lo que incita al mal y gastando su vida en el cumplimiento de las obras virtuosas.