BASILIO DE CESAREA
Sobre la Santidad
I
El amor a Dios
El mayor mandamiento promulgado en la ley de Dios es amar a Dios con todo el corazón, y al prójimo como a sí mismo. El mismo Dios puso orden en las leyes, ordenando que el primer y más grande mandamiento es el amor a Dios, el segundo el amor al prójimo. Amar a Dios no necesita maestro. Así como sin algún aprendizaje nos alegramos de la luz, y deseamos el bien, y la misma naturaleza enseña a amar a los padres, a aquellos que nos educaron y nos alimentaron, así lo mismo, en una manera muy superior, y no de nadie, aprendemos a amar a Dios. Desde el nacimiento hay en nosotros como una semilla, una fuerza espiritual, una inclinación, una capacidad para el amor. En la escuela de los mandamientos de Dios, esta fuerza del alma se desarrolla, se alimenta y, por la gracia de Dios, llega a la perfección. Es necesario saber que el amor a Dios es una virtud, que con su fuerza abraza y cumple todos los mandamientos. El mismo Jesús nos dijo que "el que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará, e iremos a él y habitaremos en él" (Jn 14,23), y: "De estos dos mandamientos dependen toda la ley y los profetas" (Mt 22,40). Así pues, por la naturaleza humana los hombres aspiran a cosas hermosas y buenas, y no hay nada mejor, ni mas hermoso, que el bien. Dios es el mismo bien, y por eso el que desea el bien desea a Dios. Desconocemos cómo él es bueno, pero ya el saber que él nos creó es suficiente para que lo amemos sobre todo y continuamente estemos unidos a él, como los hijos están unidos a su madre. Si tenemos una natural unión y amor a nuestros bienhechores, y tratamos de agradecerles, entonces ¿que decir de los dones espirituales? Son tan importantes estos dones, que es imposible valorarlos, y cada uno de ellos es suficiente para obligarnos a un total agradecimiento hacia el dador. Él nos redimió de la maldición, siendo él, por nosotros, maldición (Gál 3,13). Él asumió sobre si la peor muerte, para devolvernos la vida gloriosa. Y no siendo suficiente dar la vida por nosotros, él nos dio todavía la gloria de su naturaleza, y nos preparó la vida eterna, donde la felicidad supera todo humano entendimiento.
II
La meditación abre a las verdades de la fe
Es necesario y útil que cada uno aprenda la divina Escritura, para saber como permanecer en la piedad y no acomodarse a las filosofías humanas, porque es imposible comenzar algo con ligereza y querer inmediatamente obtenerlo sin meditación, sin un continuo y atento ejercicio. Conocemos a Dios mediante la iluminación del Espíritu Santo, que como el sol ilumina las cosas de Dios, abriendo el ojo puro (el conocimiento) a la imagen de Dios invisible. Con su gracia el Espíritu Santo eleva también nuestro corazón hacia Dios. A los débiles, él los sostiene con poderosa mano. A aquellos que caminan por el camino de la santidad, él los perfecciona aun más. El Espíritu Santo, purificando con su gracia a los limpios de la mancha del pecado, los espiritualiza. Como el claro rayo del sol, refleja él así a los corazones limpios. Iluminados por el Espíritu Santo, ellos se transforman en espirituales, y a los demás les hace participar de esa espiritualidad. Un corazón espiritualizado llega al don del entendimiento de los misterios de Dios, al conocimiento de los misterios secretos, al recibimiento de los dones espirituales, a la ciudadanía celestial, a la participación en los coros angélicos, a la felicidad eterna, a la unión con Dios y a semejanza con él. Es decir, a nuestra verdadera civilización, a la que se llega con el cumplimiento de la ascética cristiana. ¿Qué más milagroso que la belleza de Dios? ¿Qué mas dulce que meditar sobre la grandeza de Dios? ¿Puede existir en el corazón algo mas fuerte y más profundo sentimiento que el que Dios infunde en un alma purificada de todo pecado, para que el alma sienta todo lo que surge de estas palabras? Pues bien, esto es lo que dice el mismo Dios: "Yo exijo con amor" (Cant 2,5). Realmente, es imposible narrar o describir el rayo de la belleza de Dios. Para los ojos humanos esta belleza es inaccesible, y solamente el conocimiento y el alma pueden alcanzarla. Cuando esta belleza iluminaba las almas, deja en ellas una insaciable sed. Aquellos a los cuales el amor de Dios tocó y colmó, no pudieron contener su ímpetu amoroso. Llenos del deseo de contemplación de la belleza de Dios, ellos rogaban que su contemplación divina se prolongara por toda la eternidad. Con atenta y profunda meditación sobre la grandeza de la gloria de Dios, con profundidad de pensamiento, sin interrumpir la memoria sobre la bondad de Dios, y con profundidad e intensidad, continuando el deseo de asemejarse a Dios, nuestra alma se hace capaz de cumplir estas palabras: "Amarás a Dios con toda tu alma y con todo tu corazón, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas" (Mc 12,30). He aquí con que intención hay que servir a Dios.
III
La oración une más a Dios
Nuestra gloria es la comunidad monacal de hombres y mujeres, que con su espíritu permanece ya en el cielo. Ellos crucificaron su cuerpo junto con sus pasiones y tentaciones. Ellos ya no se preocupan de aquello que van a comer o vestir, sino de aquella oración por la que, sin perder el tiempo, día y noche, están unidos a Dios, aun cuando trabajan con sus manos. Después de la lectura siguen las oraciones. Las almas, en las cuales el amor a Dios se originó, cumplen con más rapidez y perseverancia. La oración que eleva la mente a Dios es buena. Justamente, en esto esta la vida de Dios en nosotros, cuando recordamos, que el Señor vive en nosotros. De esta forma somos templos de Dios, procurando que esta unión no se interrumpa a causa de las preocupaciones terrenales o las inquietudes, y cuando las pasiones turban el intelecto. Quien ama a Dios y huye de todo esto, por tanto, se orienta a Dios, alejando de su corazón las pasiones que lo conducen al pecado, y permanece en la lucha que lo lleva a las virtudes. La fuerza de la oración se encuentra en el sentimiento del alma y en las obras virtuosas de toda nuestra vida. A este respecto, San Pablo dice: "En resumen, sea que ustedes coman, sea que beban, o cualquier cosa que hagan, háganlo todo para la gloria de Dios" (1Cor 10,31). ¿Cómo se puede hacer esto? Así mismo: cuando te sientes a la mesa, reza, cuando tomes el pan, agradece al dador. Cuando refuerces tu débil cuerpo con vino, entonces piensa en Aquel que te concede estos dones para alegrarte y reforzarte en las debilidades. A pesar de tu poco tiempo para alimento, siempre recuerda al bienhechor, y jamás te olvides. Cuando te vistas, agradece a Aquel que te dio el vestido. Si pasó el día, agradece al Señor que nos dio el sol para trabajar y la luna nocturna para iluminar. La noche también tiene su motivo de oración. Cuando contemples el cielo y admires su hermosura, entonces ora al Señor de todo el mundo visible. Reza al gran Creador de todo el mundo, reza al gran Creador de todo lo visible. Por todo ser viviente que descansa en la noche, nuevamente reza a Aquel que interrumpe nuestra actividad con el sueño y, tras un breve descanso, nos permite recuperar todas nuestras fuerzas. La noche no está sólo, por tanto, para dormir. No permitas que la mitad de tu vida pase en sueño inútil, sino distribuye la noche entre el sueño y la oración. Mucho mayor tiempo que para dormir ha de ser el tiempo para la perfección espiritual. De ser así, podrás rezar sin interrupción, sin limitarla a la oraciones de meras palabras, y todo tu comportamiento estará siempre unido a Dios. Así, toda tu vida será una oración continua y sin interrupción. ¿Que puede dar más suerte en la tierra, sino imitar los coros de los ángeles? Cuando a cada ocupación precede la oración, o cuando los cantos condimentan como la sal las ocupaciones, el alma permanece esperanzada y tranquila. Vayan, pues, a la madrugada de la oración, con cantos e himnos, alabando al Creador. Cuando el sol vuelva más claramente, vuelvan al trabajo. Los salmos son tranquilidad para el alma, principio de paz, sosiego para los atormentados e inquietos pensamientos. Los salmos permiten dominar la turbulenta ira y la despertada cólera espiritual, y conducen a la misericordia. Los salmos fortifican a los consagrados, reconcilian a los ofendidos e inducen al amor. ¿Quien puede tener por enemigo a Aquel al que se eleva a través de los salmos? En efecto, el conato de los salmos une con Aquel que es amor. El canto sálmico es como si encontrara algún porvenir, una esperanza, una predisposición a una actitud conciliadora. En él, el pueblo como un coro, se une en una melodiosa sinfonía. Los demonios huyen de los himnos y viene la protección de los ángeles. Los salmos son un arma buena contra los temores nocturnos y para descanso en los trabajos cotidianos. Los salmos son la seguridad para los niños, belleza para los jóvenes, alegría para los ancianos y el mejor armamento para las mujeres. Los salmos son comienzo para los principiantes, crecimiento para los perfectos, la voz de la Iglesia, alegría para los días festivos, disipación de la tristeza, camino hacia la salvación. Los salmos hacen brotar lagrimas del corazón de piedra. Los salmos son cuerpo de los ángeles, estadía celestial, espiritual incienso.
IV
La comunión eucarística da la vida eterna
El distintivo de los cristianos es mantener limpio el cuerpo y el alma (con la sangre de Cristo), practicar la santidad (en el temor de Dios y en el amor de Cristo) y alejar de sí los defectos y todo lo semejante. En ese caso, entonces se podrá comer el cuerpo de Cristo y tomar su sangre. Quien comulga sin comprender el significado por el cual recibe la comunión del cuerpo y de la sangre de Cristo, no tiene ningún beneficio. Quien indignamente comulga, será juzgado. Quien come el pan o bebiera el cáliz del Señor indignamente, será culpable del cuerpo y de la sangre del Señor. Que cada uno se examine, por tanto, y luego coma este pan y beba este cáliz, porque "aquel que come y bebe no distinguiendo el cuerpo del Señor, será condenado" (1Cor 11,27-29). Comulgar cotidianamente es obra buena y muy útil, porque Cristo dijo con toda claridad: "Mi carne es la verdadera comida y mi sangre la verdadera bebida" (Jn 6,55). ¿Quien podrá dudar, entonces, que tener sin interrupción la participación a la vida, no quiere decir vivir saciadamente de la riqueza de la vida?
V
El amor al prójimo
El hombre fue creado para la comunidad, y no para ser un salvaje o solitario. En efecto, no existe cosa que mejor pueda corresponder a nuestra naturaleza, que la vida en común, así como la mutua ayuda y amor a la gente. Cuando Dios nos dio la semilla, juntamente deseó que diera los frutos, y dijo: "Un nuevo mandamiento les doy, que ustedes se amen unos a los otros" (Jn 13,35). Deseando exhortarnos al cumplimiento de este mandamiento, como testimonio de sus discípulos, no pidió milagros o señales extraordinarias (aunque y para esto el Espíritu Santo nos da la fuerza), sino esto mismo: "Que todos reconocerán esto mismo: que ustedes son mis discípulos, en el amor que se tengan los unos a los otros" (Jn 13,35). Todos los renglones de estos mandamientos resumió Jesús en aquello que dijo más adelante: que las buenas obras hechas al prójimo se comunican sobre el mismo. Finalmente, también Cristo agregó: "Cada vez que lo hicieran con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo" (Mt 25,46). Así pues, con el primer mandamiento se puede observar el segundo, y por el segundo volver al primero. Con el amor al Señor se puede amar al prójimo. Éste es mi mandamiento, repite el Señor: "Ámense los unos a los otros, como yo les he amado" (Jn 15,12). Quien ama al prójimo cumple con el amor a Dios, porque él acepta ese amor para si.
VI
El amor al prójimo se evidencia en la vida comunitaria
La más perfecta comunidad, pienso yo, es aquella en la cual se renuncia a la propiedad privada y se olvida cualquier desorden de pensamiento. Es aquella en la cual no existen malentendidos o desacuerdos, sino que todo se hace en común, en alma, pensamiento y cuerpo. Dios es comunidad, y juntos se pueden obtener mejor las virtudes, y la salvación, y vencer en la lucha. Iguales dificultades, iguales premios. En comunidad, todos son uno solo, y uno solo no está solo sino que es todos. ¿Con qué se puede igualar esta forma de vida? ¿Quién es más afortunado? ¿Qué mejor vida que la comprensión y unidad? ¿Qué más hermoso que aquella buena armonía de costumbres y almas? Personas que provienen de distintos pueblos y regiones se acomodan a esta perfecta forma comunitaria, que es como si fuera un alma en muchos cuerpos. En la comunidad, en efecto, se manifiesta que en muchos cuerpos hay una conformidad de pensamiento. Cuando alguien está enfermo en su cuerpo, tiene a muchos que con su alma comparten sus dolores. Cuando uno está desanimado, tiene a muchos que lo sostienen. Mutuamente entre sí, todos son siervos y todos señores. Esta es la fuerza de la libertad, la cual no hace nacer la posibilidad de la esclavitud, que a los esclavos trae la infelicidad. Por su libertad personal voluntariamente, todos se sujetan entre sí. El amor hizo que, libres de si mismos, se hicieran esclavos, y la buena voluntad los mantiene en libertad. Como tales, Dios nos quiso tener desde siempre. Para eso nos creó Dios. Donde hay un padre que imita al Padre celestial, habrá muchos hijos en los que, cada uno, se preocupará de superar al otro en amor hacia su superior. Habrá muchos hijos que tendrán entre sí un único deseo, el respeto virtuoso a su padre. A ellos no los une la naturaleza, sino que tienen un motivo mayor que la naturaleza. A ellos los une y los protege el Espíritu Santo. ¿Qué imagen visible puede ser motivo de esta forma invisible de vida? En el mundo no existe tal imagen, y sería necesario buscarla en el cielo, donde el Padre a todos nos une. Nosotros somos celestiales, como hijos del Padre celestial, y para esa virtud nos eligió él. El amor ata todo en el cielo, y ese amor aquí nos tiene unidos.
VII
La vida común corresponde a la naturaleza humana
En primer lugar, ninguno de nosotros puede ser suficiente para sí mismo, tanto en las cosas materiales como en las corporales. Nosotros dependemos uno del otro, en todas las cosas que necesitamos. Dios, nuestro Creador, ya había establecido que unos necesitasen de otros para que mutuamente se ayudaran, y fuéramos entre nosotros unidos, como está escrito: "Todo lo que vive ama a su semejante, y cada hombre a su prójimo", y: "Cada cuerpo se une a su naturaleza, y cada hombre se acomoda a su semejante". Cuando varias personas viven juntas, para ellas es más fácil cumplir la mayoría de los consejos de Cristo. A quien vive en la completa soledad, en cambio, no le es fácil conocer sus defectos, porque no tiene quien los advierta, ni con amor y mansedumbre se los corrija. Se cumple la palabra de la Escritura que dice: "Hijo mío, recibe mis palabras, y los años de tu vida se multiplicaran" (Prov 4,10). Por tanto, no se puede abandonar el más importante mandamiento que está orientado directamente a la salvación, cuando no se da de comer al hambriento o no se da el vestido al desnudo. En la vida solitaria, además, se hace más difícil el ejercicio de las virtudes, porque la persona no conoce sus defectos ni su comportamiento, y está alejada de cualquier posibilidad de observar los mandamientos. ¿Cómo podrá aquella persona demostrar su humildad, cuando no tiene la posibilidad de humillarse ante otro? ¿A quién demostrará su misericordia, cuando ella rompió toda relación con las personas? ¿Cómo podrá ejercitar la paciencia, cuando nadie le contradice a causa de los defectos? Siendo llamados a una sola esperanza, todos nosotros formamos un solo cuerpo, del cual Cristo es la cabeza y todos nosotros somos entre sí. Si no estamos ligados por el amor en comunidad, en el Espíritu Santo, entonces cada uno elige su forma de vida, pero no la deseada por Dios, que es el servicio a los demás. Si cada uno atendiera sólo sus propios intereses, y su amor propio, ¿cómo podría observar el amor y la mutua colaboración? ¿Cómo podría demostrar su obediencia a la cabeza (que es Cristo), cuando vive en la división y la desunión? ¿Cómo se podría alegrar con los exaltados, o sentir con los que sufren, cuando está solo y no tiene la posibilidad de conocer las necesidades del prójimo? Uno solo no puede tener todos los carisma espirituales, sino que "a cada uno fue dado alguno según el don del Espíritu Santo, en la medida de la fe" (Rm 12,6). En la vida común, por el contrario, los dones particulares son para todos, pues "el Espíritu da a uno la sabiduría para hablar, a otro la fe, a otro hacer milagros, a otro el don de la profecía, a otro el don de juzgar los dones del Espíritu, a otro el don de las lenguas, a otro el don de interpretarlas" (1Cor 12,8-10). Cada uno de estos dones, el hombre los recibe para los demás, no para sí. La fuerza del Espíritu Santo está en que cada uno comunique sus dones a los demás. En la vida común, cada miembro tiene la posibilidad de servirse de su don, compartiendo con los demás. Así es como recoge el fruto de los ajenos dones, como si fueran suyos. La vida en común, pues, es: 1º Imitar a los primeros cristianos. La vida común refleja aquella virtud de los santos de los cuales narra Hechos de los Apóstoles: "Todos los creyentes se mantenían unidos, y ponían lo suyo en común" (Hch 2,44). De esto resulta, pues, que entre ellos (los primeros cristianos) no existía la misma separación, y nadie de ellos vivía por su propia voluntad. A todos unía una misma preocupación, y no había división de voluntad. Hablando con lenguaje humano, en ellos no había impedimento para la unión. 2º Cumplir las obligaciones en común. Aquellos que viven en vida común tienen que estar unidos en el amor de Jesucristo, como muchos miembros en un solo cuerpo. El apóstol dice, a este respecto, que "todo debe hacerse con decoro y ordenadamente" (1Cor 14,40). Por ese yo pienso que sólo esta forma de vida puede llamarse "más hermosa y digna", porque en ella se conserva aquel orden que existe entre los miembros del cuerpo. En ese orden, uno cumple el servicio del ojo, otro tiene la función de la oreja o de las manos, y así sucesivamente. Para armonizar eso, es necesario recordar esto: que cuando algún miembro no cumple su obligación, y no sirve a otro, entonces a todos los miembros amenaza el peligro. Así, cada negligencia del superior o del súbdito trae dificultades, lo mismo que cuando la mano o el pie no quieren servir las ordenes del ojo. 3º Servir a Cristo. Todos los que cumplen cualquier servicio al hermano tendrán que hacerlo con todo fervor, como si lo hicieran no a los demás sino al mismo Cristo, que con gran misericordia recibe para sí todo lo que hacemos a los demás. Es a éstos a quienes él prometió el reino celestial, cuando dijo: "Entonces el rey dirá a los que tenga a su derecha: Vengan benditos de mi Padre, y reciban en herencia el reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer, tuve sed y me dieron de beber, estaba de paso y me alojaron, desnudo y me vistieron, enfermo y me visitaron, preso y me vinieron a ver". Los justos le responderán: "Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, o desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?". Y él les responderá: "Les aseguro que cuando lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis" (Mt 25,34-40). Estos recibirán el premio por su celo y haber responsablemente cumplido sus obligaciones. Por otra parte, el juicio eterno exigirá más a los indiferentes, o a aquellos que con poca diligencia y actividad hayan cumplido el servicio para ser dignos del nombre de hermano de Cristo, según lo que él mismo dijo: "Todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mt 12,50). ¿Con qué disponibilidad tenemos que servir a nuestro hermano? Tenemos que servirle de tal manera que si sirviéramos al mismo Dios, que dijo: "Cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo" (Mt 25,40).
VIII
Renuncia de sí mismo, para darse a los demás
Quien ama a Dios huye de todo lo terrenal, se dirige a Dios con todo su corazón, se aleja de las concupiscencias que lo tientan a la inmoderación y persevera en el ejercicio que conduce a las virtudes. Una renuncia tal comienza con el abandono de las cosas externas, la propiedad, la vanagloria, las costumbres humanas y el apego a todas las cosas necesarias. Quien sinceramente desea ir tras Cristo, no puede preocuparse por las cosas que son necesarias para esta vida. No puede pensar en el amor de sus padres y parientes, porque ellos son impedimentos al amor de Dios. Cristo muy claramente habló sobre esto, y no dejó espacio a cualquier justificación o duda. Además, es imposible, para quien quiere cumplir como corresponde sus obligaciones, tener el pensamiento ocupado en las preocupaciones, como dijo Cristo: "Nadie puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se interesará por el primero y menospreciará al segundo. No se puede servir a Dios y al dinero" (Mt 6,24). Nosotros tenemos que elegir sólo una cosa: el tesoro celestial, y sobre él poner todo nuestro corazón, porque "allí donde esté tu tesoro, estará también tu corazón" (Mt 6,21). Quien se preocupa por la posesión personal de alguna riqueza temporal, allí entierra su entendimiento, incluso sin querer, e impide a su alma elevarse a la vida divina. Tal alma permanece insensible a las aspiraciones de la riqueza eterna, y al prometido premio en el cielo. Es imposible abandonar estas riquezas de otra manera, sino con el continuo e insistente deseo de abandonarlas, y liberarnos de todas las preocupaciones. La renuncia está en cortar todas las ataduras de la persona con las cosas materiales y su actual forma de vida, incluidas las obligaciones familiares. Esto nos permite más fácilmente caminar por el camino que lleva a Dios, y obtener la riquísima esposa (Sal 18,11) En una palabra, la renuncia al mundo es la transformación del corazón humano en la forma de vida celestial, según las palabras del apóstol: "Somos ciudadanos del cielo, y esperamos ardientemente que venga de allí como Salvador el Señor Jesucristo" (Flp 3,20). Lo más importante es el comienzo de la imitación y semejanza a Cristo, que "siendo rico se hizo pobre por nosotros, a fin de enriquecernos con su pobreza" (2Cor 8,9). Sin una renuncia tal, es imposible llegar a la forma de vida de la que habla el evangelio de Cristo. ¿Por qué? Porque entre riquezas y preocupaciones humanas, o entre ataduras al mundo y costumbres humanas, no se puede conseguir un corazón compungido, humilde, libre de iras, tristezas, preocupaciones y todos los peligros y agitaciones del alma.
IX
La pobreza evangélica
Según las palabras del Señor, no es conveniente ser rico, sino pobre. Y no juntar riquezas en la tierra sino en el cielo. Indiferente y sana actitud hacia la riqueza es servirse de ella conforme a los mandamientos. Esto es para nosotros útil en muchos casos, ante todo para purificar el alma de los pecados. Nuestra mayor suerte no es, pues, la abundancia en cosas temporales, sino coparticipar en los verdaderos y eternos bienes. Los ascetas acumulan los bienes del reino prometido porque, con todas sus virtudes, y con su forma de vida y unión, representan fielmente el reflejo de la forma de vida celestial. Ellos viven sin nada propio, no tienen nada propio, todo lo tienen en común. Por cosa propia no tienen ni el vestido, ni utensilios de la cocina, ni ninguna otra necesaria para la vida. Estén todas estas cosas, por tanto, al servicio de la necesidad. Tener algo como propio contradice a las afirmaciones de Hechos de los Apóstoles, donde está escrito que "la multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma", y "nadie consideraba sus bienes como propios, sino que todo era común entre ellos" (Hch 4,32). Cuando alguien llama a algo suyo, se aleja de la Iglesia de Dios y del amor de Cristo, quien nos enseñó con la palabra y el ejemplo a "dar la vida por los amigos" (Jn 15,13). Si hay que dar la vida por los demás, ¡cuanto mas las cosas presentes!
X
La virginidad evangélica
Quien desea sinceramente caminar tras Cristo, no puede desear algo que pertenezca a la vida terrenal, ni puede amar a los padres o parientes. Eso sería introducir la oposición al amor de Dios, como recuerdan las palabras que dicen: "Si alguien viene a mí, y no ama menos a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y también su vida, no puede ser mi discípulo". Grandes es, por tanto, la virginidad, y permanecer sin casarse, pues ello nos pone a la par de los ángeles, en los cuales la naturaleza es indistinta. No me atrevo a decir "a la par de Cristo", pues él nació de una virgen, y nosotros y los ángeles no. Con esto, él nos demostró la virginidad como un estado que separa del mundo y lleva al cielo. Con ella, la persona renuncia a un mundo presente, por otro futuro. A la preocupación por las cosas de Dios, el apóstol hace ver las perjudiciales preocupaciones de la vida matrimonial, si bien el matrimonio está permitido y tiene su bendición. Como estas dos cosas son imposibles de coordinar (el matrimonio y la virginidad), el apóstol continúa diciendo: "Quiero que ustedes vivan sin inquietud. El que no tiene mujer se preocupa de las cosas del Señor. En cambio, el que tiene mujer se preocupa de las cosas de este mundo, buscando como agradar a su mujer" (1Cor 32-33). Quien desee servir a Dios, por tanto, tiene que liberarse de toda atadura de este mundo, y elegir para sí una vida sin carne, sin pueblo y sin propiedad. Sé libre y libérate de toda preocupación de la vida, y que no te ate el deseo de la mujer, ni la preocupación por los hijos, porque esto es imposible en la lucha al servicio de Dios. ¿Por qué? Porque "el arma de nuestra lucha no es corporal, sino la fuerza en Dios" (2Cor 10,4). Que el cuerpo, por tanto, no te mine, ni te ate contra tu voluntad, ni te convierta en su esclavo. No te preocupes por la generación sobre la tierra, sino por los hijos espirituales, para que puedas llevarlos al cielo. No te ates con el matrimonio corporal, sino aspira a atarte a las cosas espirituales, a la dirección de almas y a la paternidad espiritual. Imita al esposo celestial. La virginidad no es tan sólo continencia del matrimonio y de la generación de hijos, sino toda una forma de vida. Su forma y su costumbre tendrá que distinguirse con una hermosa virginidad, para que en todo momento se manifiesta la virtud del no casado.
XI
La obediencia evangélica
La verdadera y perfecta obediencia de los súbditos hacia el superior se manifiesta en que, detrás del consejo del superior, no solamente se huye de todo mal, sino que sin su aprobación no se hace aquello que puede ser deseable. Es útil al cuerpo la mortificación y la abstinencia, mas quien va detrás de sus propias inclinaciones hace lo que le parece y no escucha el consejo del superior, quedándose sin el mérito merecido. ¿Por qué? Porque "el que resiste a la autoridad se opone al orden establecido por Dios, atrayendo sobre si la consideración" (Rm 13,2). Por eso, la virtud de la obediencia tiene más mérito que la continencia. El orden y la armonía de la comunidad permanece tanto más tiempo, cuanto más permanece la obediencia de los miembros a su superior. En cambio, cada desorden y caos en el gobierno de la comunidad origina anarquía, por la incapacidad del que manda. Entre la gente hay diferentes actitudes, porque no todos piensan de la misma manera lo que es necesario. Por eso, para que no haya desorden y discordia, y para que cada uno no viva por su propia voluntad, hace falta que aquel que manda supere por sabiduría, respeto y santidad de vida a los demás, para ser su moderador y superior. Cuando uno es nombrado para superior, en ese momento ha de reemplazar su propia voluntad por la de los demás. De igual manera, todos tienen que someterse a la elegida y mejor voluntad, según los consejos del apóstol que enseña: "El que resiste a la autoridad se opone al orden establecido por Dios, atrayendo sobre si la condenación" (Rm 13,12). Ante todo, es necesario que, aquel que se somete a esta forma de vida, tenga fuerte, perseverante e inamovible propósito y voluntad, que no sea variable, que no esté debilitado por el espíritu maligno, que demuestre la firmeza de los mártires y la fuerza del espíritu hasta la muerte. Con esta firmeza, el que se somete a esta forma de vida tiene que permanecer fiel a los mandamientos de Dios, y ser obediente a los superiores como la mas importante causa. Así como Dios, siendo Padre de todos, quiso que todos lo llamaran Padre, así él exige de sus siervos la más perfecta obediencia, y así el padre espiritual o superior de comunidad ha de obligar a una incondicional obediencia. El mismo Hijo único de Dios, por el cual todas la cosas existen, dice: "Yo no he bajado del cielo para hacer mi voluntad, sino la de Aquel que me envío" (Jn 6,28). Es cosa admirable obedecer en todo cuanto el apóstol alaba a aquellos que "se entregaron al Señor, y luego a nosotros por voluntad de Dios".
XII
La virtud de la humildad
Quien desea la gloria eterna tiene que amar aquí todo lo que sea ultimo y peor, como recuerda el Señor al decir: "El que se haga pequeño como este niño, ése será el mas grande en el reino de los cielos" (Mt 18,4) y: "No hagan nada por espíritu de discordia o de vanidad, y que la humildad les lleve a estimar a los otros como superiores a ustedes mismos" (Flp 2,3). Cuando hace falta realizar un servicio ínfimo, entonces hay que recordar que el Salvador sirvió a los discípulos, y que no se consideró indigno de servir a los enfermos. Para el hombre es gran cosa imitar a Dios, y de estas inferiores obras elevarse a imitación de lo alto. ¿Quien puede considerar inferior algo que el mismo Señor obró con la mano? En todas nuestras obras, el alma eleva la causa al Señor en la convicción de que nadie hace absolutamente nada con su propia fuerza. Pues bien, con esta convicción es como nace la humildad. La humildad es la caja de las virtudes. El conocimiento de la santidad es el conocimiento de la humildad y mansedumbre. El progreso del alma es progreso de la humildad, a imitación de Jesucristo. Al contrario, el orgullo hace nacer todos los errores y conduce hacia la deshonestidad. La humildad es imitación de Jesucristo, y el orgullo desmesurado atrevimiento sin vergüenza, a imitación del demonio. El apóstol dice así: "El que se gloría, que se gloríe en el Señor" (1Cor 1,31), y: "Cristo es para nosotros sabiduría en Dios, justicia, santificación y redención", y: "Quien se alabe, que se alabe en el Señor". Esto es justamente aquella perfecta y plena alabanza en Dios, cuando la persona no se eleva por su justicia, y siempre se justifica mediante la fe en Cristo. El fin de esta justificación es poseer el conocimiento de Cristo y la fuerza de su resurrección, así como participar de sus sufrimientos y asemejarse a él en la muerte, para llegar a la resurrección de los muertos.
XIII
La virtud de la paciencia
Toda la vida del justo está llena de tribulaciones, porque "estrecha es la puerta y angosto el camino que lleva al cielo" (Mt 7:14) y porque "muchos son los designios del justo" (Sal 33,20). Por eso, también el apóstol dice: "Estamos atribulados por todas partes, pero no abatidos, perplejos pero no desesperados" (2Cor 4,8) y: "Conforten a sus discípulos, y exhórtenles a perseverar en la fe, recordándoles que es necesario pasar por muchas tribulaciones". Si el sufrimiento, por tanto, forma la paciencia, y la paciencia el conocimiento (Rm 5,3-4), quien no da importancia al sufrimiento también desprecia el conocimiento. Si a nadie coronan con la corona del triunfo sin el rival, tampoco a nadie llamarán probado sin el sufrimiento. Por eso, las palabras "Dios me libera de toda miseria" no hay que entenderlas como si Dios nunca más permitirá la tentación, sino que, junto a la tentación, da la posibilidad de soportarla. Por la tentación del maligno, Dios ama al hombre, y le envía a algún gran luchador para luchar con el, y tiene gran paciencia con sus siervos, como leemos en la historia de Noé. Como ejemplo para aquellos que no saben soportar con paciencia, Dios muestra que sí hay personas que hasta la muerte han sabido soportar todos los sufrimientos, como por ejemplo Lázaro. Él, cubierto de heridas, nunca se lamentó de su condición humilde, y por eso recibió el descanso en el seno de Abraham, por soportar todos los males de su vida (Lc 16,25). Así también nosotros, aceptando los golpes de la mano de Dios, que con amor y sabiduría gobierna nuestra vida, no pedimos librarnos de la cruz y de los sufrimientos, sino que con paciencia y fuerza los soportamos hasta el fin. Yo deseo que ustedes tengan esta misma convicción, y les animo a llevar las preocupaciones con paciencia. Posiblemente, puede ser que con el sufrimiento, paguemos nosotros el débito de nuestros pecados. Y que de esta manera, heridos, estemos preservados de la airada mirada de Dios. Puede ser que Dios, con tales pruebas, quiera probar nuestra santidad. En tal caso, el justo Juez no permitirá que seamos tentados por encima de nuestras fuerzas, sino que nos dará (como premio por aceptar los sufrimientos) la corona de la paciencia y la esperanza. Cuando les suceda algo doloroso, no se dejen llevar por la alteración, sino estén preparados para esta prueba. Más adelante, también será importante aliviar la difícil situación con la esperanza de las cosas futuras. Los que tienen la vista débil, y se alejan de toda cosa resplandeciente, serán expulsados por mirar solamente las cosas tristes, y no elevar los ojos y la meditación a los verdaderos bienes. Siempre ten a Dios en la mente, y así podrás siempre alegrarte. ¿Alguien empañó tu gloria? Orienta la atención a la gloria que te espera en el cielo. ¿Te han causado disgusto? Contempla las riquezas celestiales, y aquel tesoro que tú has preparado con tus buenas obras. ¿Te han expulsado de tu patria? La celestial Jerusalén, para ti es patria.
XIV
La virtud de la templanza
La templanza no es renunciar completamente a los alimentos, pues eso sería usar violencia y arruinar la propia salud. La templanza es la renuncia de toda comodidad, para dominar las pasiones y para obtener la santidad de la vida. Para los que caminamos hacia la santidad, hace falta limitar todo lo que nos debilita, o bloquea el progreso espiritual. La templanza es liberación de los pecados, dominio de las pasiones, mortificación del cuerpo en el desorden se su naturaleza y tentaciones. La templanza es principio de la vida espiritual, camino para conseguir el eterno bien, moderación de todo deseo de abundancia. La abundancia es una gran tentación para el mal, y motivo para que la gente cometa el pecado, porque tira al alma el anzuelo de la muerte. Recuerden esto como reglamento, para que conozcamos no sólo la templanza sino sus frutos. El principal fruto es poseer a Dios, mas para poseerlo hay que estar libres de la corrupción. Poseer a Dios y caer en la corrupción es lo mismo que participar de la vida de este mundo. La templanza es dominio del cuerpo, y confesar a Dios. El templado no desea nada, y no tiene ningún ansia en los ojos, ni desea tener oro, ni se embriaga. La templanza sana a la persona entera, y la hace libre, y la robustece. La templanza es bendición de Dios. Cuando en nosotros hay un poco de templanza, nosotros estamos por encima de todo el mundo, y nos situamos a la altura de los ángeles. Cuando ellos perdieron la templanza, no bajaron del cielo sino que fueron expulsados del mismo. Cuando nosotros tenemos un poco de templanza, nosotros no amamos ya este mundo sino el otro, y en él tenemos puesto nuestro corazón.
XV
Trabajar sacrificadamente
Quien camina en la perfección tendrá que trabajar día y noche para tener la posibilidad de dar a aquel que necesita. El trabajo es necesario para nosotros y para la vida comunitaria, y no sólo para la mortificación del cuerpo y del amor propio. Es necesario para que Dios, por medio nuestro, dé a los hermanos necesitados todo lo que ellos necesitan. El mismo apóstol Pablo nos dice que "de todas las maneras posibles, les he mostrado que, trabajando duramente, se debe ayudar a los débiles", y que "es preciso recordar las palabras del Señor Jesús, cuando dice que la felicidad está más en dar que en recibir" (Hch 20,35). Es necesario saber que, quien trabaja, tendrá que cumplir no sólo para servir sus propias necesidades (con los frutos del trabajo), sino para dar cumplimiento al mandamiento de Dios que dice: "Tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo y me vistieron, enfermo y me visitaron; preso y me vinieron a ver" (Mt 25,35-36). Por eso, por principio está prohibido preocuparse por si mismo, o "inquietarse por la vida, pensando que van a comer, ni por su cuerpo, pensando con que se van a vestir" (Mt 6,32). Lo que tiene que hacer cada uno es tener por objetivo escuchar a los necesitados, y no a las propias necesidades. De esta manera, evitando el amor propio, obtendrá del Señor la bendición del amor del prójimo, quien dijo: "Todo lo que hicieron con el mas pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo" (Mt 25,40).
XVI
Proclamar la palabra de Dios
El signo del amor al Señor es preocuparse de aquello que él enseña, y hacerlo con gran amor, con toda atención y en todo, perseverando en ello hasta la muerte. En segundo lugar, también es señal de amar a Dios predicar esta enseñanza publica y privadamente. La enseñanza no tendrá que ser utilizada para gloria personal, ni para adquirir fama, ni para utilidad, ni para complacer a los oyentes, ni para poner atención a la satisfacción, sino que tendrá que ser palabra de Dios, para gloria de Dios. De hecho, nosotros "no somos como aquellos que comercian con la palabra de Dios, sino que sinceramente hablamos de Dios, y delante de Dios, en Cristo" (2Cor 2,17). El maestro de la enseñanza tiene que ser misericordioso y benigno, sobre todo ante aquellos que están mal intencionados en el alma. Jesús, tomando un niño, lo puso en medio y, abrazándolo, les dijo: "El que reciba a mi niño como a este en mi nombre, a mi me recibe" (Mc 9,36-37).
XVII
Ser ejemplo para los demás
El que alaba y ama a Dios es aquel que cumple su voluntad. En cambio, quien no lo respeta, acabará violando sus mandamientos. Es lo que recuerda la Escritura, cuando dice: "Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste" (Jn 17,4), y: "Tu que te glorias en la ley, deshonras a Dios violando la ley" (Rm 2,23). Cada uno, según sus posibilidades, tendría que ser para los demás ejemplo de buenas obras, a forma de "vengan a mi todos los que están afligidos, y yo les aliviaré" (Mt 11,28). Nadie pues, sea orgulloso por su juventud, sino ejemplo para los fieles en la palabra y en la vida. A este respecto, Jesús dijo: "Ustedes son la sal de la tierra, mas si la sal pierde su sabor, ¿con qué se volverá a salar? Ya no sirve para nada, sino para ser tirada y pisada por los hombres" (Mt 5,13). Por eso, cada uno tiene que preocuparse en vivir en la tranquilidad y permanecer en sí, para ser el testimonio de la continuidad de sus costumbres. Más adelante, no habrá de encerrarse totalmente en su celda, sino con tranquilidad salir cuando sea necesario, para edificación de los hermanos y para dar ejemplo luminoso de la buena palabra. Eso sí, cuando no corra peligro, ni él ni la Palabra ni el ejemplo ante los que va a encontrarse.
XVIII
La luz de la fe
Hermanos, recuerden la fe de los padres, y no se dejen engañar por aquellos que se esfuerzan por llevarles a la soledad. Además de esto, saben que, el que en sí mismo no tiene la vida ni la luz de Dios, no da utilidad ni verdadera confesión de la fe. Sin vida ejemplar, por tanto, nadie es recomendable, y menos por Dios. Para ustedes, por tanto, es necesario unir dos cosas, para que el hombre entregado a Dios sea perfecto, y su vida no tambalee por la falta de una de las dos. ¿Por qué? Porque la fe que nos salva (como dice el apóstol) es aquella que obra mediante el amor. Oigámoslo: "Nosotros creemos en un solo Espíritu Santo consolador, del cual nosotros hemos recibido su sello en el día del bautismo" (Ef 4,30). Es decir, creemos en el Espíritu de la verdad, en el Espíritu de hijos con el cual llamamos Abba a Dios. Creemos en el Espíritu Santo que "reparte a cada uno según la utilidad" (es decir, como quiere), y obra los dones de Dios en el espíritu. Creemos en el Espíritu Santo que enseña y recuerda todo lo que oyó del Hijo. Creemos en el Espíritu bueno que orienta a todos a la verdad, y confirma a todos los fieles en el seguro conocimiento. Creemos en la verdadera confesión, en el servicio divino, y en espíritu adoramos a Dios. El Espíritu Santo es el que nos enseña a inclinarnos ante el verdadero Dios Padre y ante su único Hijo, nuestro Señor Jesucristo.
XIX
La paz espiritual
La unión con Dios no se identifica con las uniones corporales, sino que las perfecciona con el fiel cumplimiento de la voluntad de Dios. Quien acepta sacrificios por el premio de Dios, no tiene que buscar aquí consuelo, sino prepararse par la recompensa del reino de Dios. Que ese tal tenga presente que, por los sacrificios, recibirá la paga, y por el trabajo el premio del Dios. El intrépido luchador, una vez que salga al campo de batalla de la santidad, tendrá que soportar virilmente los golpes del enemigo. Pues bien, cuando lo haga, que tenga en mente la esperanza en la gloria de la corona. Como dice San Pablo, "la constancia da la virtud probada, la virtud probada da la esperanza, y la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rm 5,4). En otro lugar, el mismo apóstol dice: "Alégrense en la esperanza, sean pacientes en la tribulación y perseverantes en la oración" (Rm 12,12). Nos recuerda el apóstol que nosotros seamos pacientes en las tribulaciones y alegres en esperanza. ¿Por qué? Porque la esperanza origina lo que en las almas piadosas siempre causa la alegría. En una palabra, el alma, una vez que derrotó la melancolía (por su Creador) se acostumbró a complacerse en la belleza, no cambiará esta felicidad y encanto por sentimientos visibles. Al contrario, lo que en otros es tristeza, en ella aumenta la felicidad.
XX
La seguridad del premio eterno
Quien es generoso en el amor a Dios, y espera firme el premio eterno, no se conforma nunca, sino que siempre busca y aspira a aumentar algo más. Aunque le parezca que ya trabajó por encima de sus fuerzas, nunca está seguro que cumplió con todas las obligaciones, sino que escucha las exhortaciones de Cristo, que le dice: "El reino de Dios no viene ostensiblemente" (Lc 17,10). También el gran apóstol, para el cual el mundo estaba crucificado, y él para el mundo (Gál 6,14), enseña: "Yo sólo me gloriaré en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí, como yo estoy para el mundo" (Flp 3,13-14). En efecto, toda la vida presente es vida de tribulaciones y luchas. En cambio, la futura vida está de coronas y premios. Esto es lo que escribe el gran apóstol, cuando tenía que terminar la vida terrenal y pasar a la otra. Oigámoslo, una vez más: "Ya esta preparada para mí la corona de justicia, que el Señor, como justo Juez, me dará ese día. Y no solamente a mí, sino a todos los que hayan aguardado con amor su manifestación" (2Tm 4,7). En efecto, después de la muerte pasará Pablo a la vida eterna, y de la humillación de la gente a la gloria de Dios, y de los dolores de este mundo a la eterna felicidad, con los ángeles en el cielo. Para aquellos que observan los mandamientos, grande paga les espera, y un premio inmenso, y la corona de la justicia, y la corona de la felicidad sin termino, y una alegría inenarrable, y la continua permanencia con el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo (verdadero Dios), y la contemplación a Dios cara a cara, y la alegría con los ángeles, y los padres, patriarcas, profetas, apóstoles, mártires y confesores, y con aquellos que por siempre satisficieron a Dios. Busquemos que nosotros podamos llegar con ellos allá, por la gracia de nuestro Señor Jesucristo.