GREGORIO DE NISA
Sobre la Trinidad, III

I

Vosotros que sois fuertes con todas las fuerzas en el hombre interior, querido Ablabio, noble soldado de Cristo, debéis por derecho llevar adelante la lucha contra los enemigos de la verdad, y no rehuir la tarea, para que nosotros, los padres, nos alegremos del noble trabajo de nuestros hijos. Este es el impulso de la ley de la naturaleza. No obstante, cuando cambiáis de filas y enviáis contra nosotros los asaltos de esos dardos que son lanzados por los oponentes de la verdad, y exigís que sus brasas ardientes y sus flechas afiladas (por el falsamente llamado conocimiento) sean apagadas por nosotros, los ancianos, nosotros aceptamos vuestro mandato y nos hacemos un ejemplo de obediencia, para que vosotros mismos podáis seguir el ejemplo en mandatos similares, si alguna vez os convocáramos a semejante contienda.

II

En verdad, la pregunta que me planteas no es pequeña, ni tan grave que sólo causará pequeños perjuicios si no se trata adecuadamente. Por la fuerza de la pregunta, me veo obligado a aceptar, a primera vista, una u otra de dos opiniones erróneas: o bien afirmar que hay tres dioses (lo cual es ilícito), o bien no reconocer la divinidad del Hijo y del Espíritu Santo (lo cual es impío y absurdo). El argumento que planteas es algo así como esto: Pedro, Santiago y Juan, siendo de una misma naturaleza humana, son llamados tres hombres, y son más de uno, y se les llama por el plural del nombre derivado de su naturaleza. Si la costumbre lo admite, y nadie nos prohíbe hablar de quienes son dos como dos, o de quienes son más de dos como tres, ¿cómo es que en los misterios de la fe, aunque confesamos tres personas, decimos que la divinidad de cada uno por separado es la misma, y prohibimos a los hombres decir que hay tres dioses? La cuestión es, como dije, muy difícil de tratar. Sin embargo, si fuéramos capaces de encontrar algo que pudiera dar apoyo a la incertidumbre de nuestra mente, de modo que yo no pudiera tambalearme ni vacilar en este monstruoso dilema, estaría bien. Por otro lado, incluso si mi razonamiento fuera encontrado insuficiente, debemos mantener para siempre, firme e inamovible, la tradición que recibimos por sucesión de los padres, y buscar en el Señor la razón, pues él es el abogado de nuestra fe. Si esto es encontrado por alguno de aquellos dotados de gracia, debemos dar gracias a Aquel que otorgó la gracia. Y si no, en los puntos que han sido determinados, mantener nuestra fe inmutable.

III

¿Cuál es, entonces, la razón por la que, al contar uno por uno a quienes se nos presentan en una sola naturaleza, ordinariamente los nombramos en plural, y hablamos de tantos hombres, en lugar de llamarlos a todos uno? En el caso de la naturaleza divina, nuestra definición doctrinal rechaza la pluralidad de dioses, enumerando las personas y no admitiendo el significado plural. Tal vez uno podría decir (hablando informalmente a personas directas) que la definición se negó a contar a los tres dioses para evitar cualquier semejanza con el politeísmo de los paganos, no fuera que, si nosotros también enumeráramos la deidad en plural, se supusiera que también existe cierta comunidad de doctrina pagana. Esta respuesta, digo, si se diera a personas de espíritu más inocente, podría parecer de cierto peso. En el caso de quienes exigen que se establezca una de las alternativas que me propones (o bien que no reconozcamos la divinidad en tres personas, o bien que hablemos de quienes comparten la misma divinidad como tres), esta respuesta no es tal que ofrezca solución alguna a la dificultad. Por lo tanto, debemos profundizar en nuestra respuesta, exponiendo la verdad lo mejor posible, pues la pregunta no es cualquiera.

IV

Para empezar, digo que la práctica de llamar a quienes no están divididos en naturaleza por el nombre mismo de su naturaleza común en plural, y decir que son muchos hombres, es un abuso habitual del lenguaje, y sería prácticamente lo mismo que decir que son muchas naturalezas humanas. La verdad de esto podemos verla en el siguiente ejemplo. Cuando nos dirigimos a alguien, no lo llamamos por el nombre de su naturaleza, para que no resulte confusión por la comunidad del nombre (como sucedería si cada uno de los que lo oyera pensara que él mismo es la persona a la que se dirige, porque la llamada no se hace por el apelativo propio, sino por el nombre común de su naturaleza), sino que lo separamos de la multitud al usar ese nombre que le pertenece como propio (es decir, el que significa el sujeto en particular). Así, hay muchos que han compartido la naturaleza (muchos discípulos, por ejemplo, o apóstoles, o mártires), pero el hombre en todos ellos es uno. Como he dicho, el término hombre no pertenece a la naturaleza del individuo como tal, sino a la común. Lucas es un hombre, y Esteban es un hombre, pero de ello no se sigue que si alguien es hombre sea Lucas y Esteban. En efecto, la idea de las personas admite esa separación, que se produce por los atributos peculiares de cada una individualmente. Cuando se combinan, se nos presenta mediante el número. Sin embargo, su naturaleza es una, en unión en sí misma, y una unidad absolutamente indivisible, incapaz de aumentar por adición ni de disminuir por sustracción. En su esencia es y permanece continuamente una, inseparable aunque aparezca en pluralidad. Y continua completa e indivisible con los individuos que la componen. Así también, solemos hablar de un pueblo, una multitud, un ejército o una asamblea en singular, mientras que cada uno de estos se concibe en pluralidad. Así, según la expresión más precisa, se diría que el hombre es uno, aunque quienes se nos presentan en la misma naturaleza constituyan una pluralidad. Así pues, sería mucho mejor corregir nuestro hábito erróneo, de modo que ya no extendiéramos a una pluralidad el nombre de la naturaleza, que, por nuestra esclavitud al hábito, transferir a nuestras afirmaciones acerca de Dios el error que existe en el caso anterior. Dado que la corrección del hábito es impracticable, ¿cómo se podría persuadir a alguien de no hablar de aquellos que se manifiestan en la misma naturaleza que muchos hombres? De hecho, en todos los casos el hábito es algo difícil de cambiar, y no nos equivocamos tanto al no ir en contra del hábito prevaleciente en el caso de la naturaleza inferior, ya que el uso erróneo del nombre no causa daño alguno. En el caso de la afirmación sobre la naturaleza divina, el uso diverso de los términos ya no está tan exento de peligro, pues lo que es de poca importancia en estos temas ya no es poca cosa. Por lo tanto, debemos confesar a un solo Dios, según el testimonio de la Escritura ("escucha, Israel, el Señor tu Dios es un solo Señor"), aunque el nombre de la divinidad se extiende a través de la Santísima Trinidad. Digo esto según la explicación que he dado en el caso de la naturaleza humana, en la que hemos aprendido que es impropio extender el nombre de la naturaleza por la marca de la pluralidad. Sin embargo, debemos examinar con más cuidado el nombre de la divinidad para obtener, mediante el significado que implica la palabra, alguna ayuda para aclarar la cuestión que nos ocupa.

V

La mayoría de las personas cree que el término divinidad se usa de forma peculiar con respecto a la naturaleza, y así como el cielo, el sol o cualquier otra parte constituyente del universo se denotan por nombres propios que representan a sus sujetos, así también, en el caso de la naturaleza suprema y divina, el término divinidad se adapta perfectamente a lo que nos representa, como una especie de nombre especial. Nosotros, por nuestra parte, siguiendo las sugerencias de las Escrituras hemos aprendido que esa naturaleza es innombrable e indecible, y decimos que todo término, ya sea inventado por la costumbre humana o transmitido por las Escrituras, explica nuestras concepciones de la naturaleza divina, pero no incluye el significado de esa naturaleza misma. En efecto, todos los demás términos que se usan para referirse a la creación pueden, incluso sin analizar su origen, aplicarse accidentalmente a los sujetos, pues nos conformamos con denotar las cosas de cualquier manera con la palabra que se les aplica para evitar confusiones en nuestro conocimiento de las cosas significadas. En cambio, todos los términos que se emplean para conducirnos al conocimiento de Dios tienen cada uno su propio significado, y no se puede encontrar ninguna palabra entre los términos especialmente aplicados a Dios que carezca de un sentido distintivo. Por lo tanto, está claro que con ninguno de los términos que usamos se significa la naturaleza divina en sí, sino que se da a conocer algo de su entorno. Por eso decimos que Dios es incorruptible, o poderoso, o cualquier otra cosa que solemos decir de él. No obstante, en cada uno de estos términos encontramos un sentido peculiar, adecuado para ser entendido o afirmado de la naturaleza divina, pero que no expresa lo que esa naturaleza es en su esencia. El sujeto, sea cual sea, es incorruptible; pero nuestra concepción de la incorruptibilidad es esta: que lo que es no se desintegra. Así, cuando decimos que él es incorruptible, declaramos lo que su naturaleza no sufre, pero no expresamos lo que es incorruptible. Así, de nuevo, si decimos que él es el dador de la vida, aunque con esa denominación mostramos lo que él da, no declaramos con esa palabra qué es lo que la da. Por el mismo razonamiento, encontramos que todo lo demás que resulta del significado implícito en los nombres que expresan los atributos divinos nos impide concebir lo que no debemos concebir de la naturaleza divina, o nos enseña lo que debemos concebir de ella, pero no incluye una explicación de la naturaleza misma. En este sentido, al percibir las diversas operaciones del poder que está sobre nosotros, formamos nuestras denominaciones a partir de las diversas operaciones que conocemos para nosotros. Desde la operación de examinar todas las cosas, discerniendo nuestros pensamientos, e incluso entrando en la contemplación de las cosas invisibles, suponemos que la deidad, o θεότης, se llama así de θέα, o contemplar, y que Aquel que es nuestro θεατής o contemplador, por uso habitual y por instrucción de las Escrituras, se llama θεός, o Dios. Ahora bien, si alguien admite que contemplar y discernir son la misma cosa, y que el Dios que supervisa todas las cosas, es y es llamado el superintendente del universo, que considere esta operación y juzgue si pertenece a una de las personas en quienes creemos en la Santísima Trinidad, o si el poder se extiende a través de las tres personas. Si nuestra interpretación del término divinidad, o θεότης, es correcta, y se dice que las cosas que se ven son contempladas, o θεατά, y aquello que las contempla se llama θεός, o Dios, ninguna de las personas de la Trinidad podría razonablemente excluirse de tal denominación basándose en el sentido que implica la palabra. Por su parte, la Escritura atribuye el acto de ver por igual al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, como cuando David dice: "Mira, oh Dios, nuestro defensor". De esto aprendemos que la vista es una operación propia de la idea de Dios, en la medida en que Dios es concebido, ya que dice "mira, oh Dios". Pero Jesús también ve los pensamientos de quienes lo condenan, y se pregunta por qué por su propio poder perdona los pecados de los hombres, cuando el evangelio dice: "Jesús, viendo sus pensamientos". Respecto del Espíritu Santo, Pedro le dice a Ananías: "¿Por qué Satanás ha llenado tu corazón para que mintieras al Espíritu Santo?" (Hch 5,3). Esto muestra que el Espíritu Santo era un testigo fiel, consciente de lo que Ananías se había atrevido a hacer en secreto, y por quien se manifestó el secreto a Pedro (pues Ananías se convirtió en ladrón secretamente, pero el Espíritu Santo hizo a Pedro detectar su intención, haciéndole ver cosas ocultas).

VI

Alguien dirá que la prueba de mi argumento aún no aborda la cuestión, pues incluso si se admitiera que el nombre de la divinidad es un nombre común de la naturaleza, no se establecería que no debiéramos hablar de dioses, sino que estos argumentos nos obligarían a hablar de dioses, según la costumbre humana (que no sólo de quienes participan de la misma naturaleza, sino incluso de cualquiera que tenga la misma profesión, cuando son muchos, no se habla en singular, ni de muchos oradores se habla del orador, ni del conjunto de agricultores se habla del agricultor, sino de oradores y agricultores). Si, en efecto, la divinidad fuese un nombre de naturaleza, sería más propio, según el argumento expuesto, incluir las tres personas en número singular, y hablar de un solo Dios, en razón de la inseparabilidad e indivisibilidad de la naturaleza. No obstante, como se ha establecido por lo dicho que el término divinidad significa operación, y no naturaleza, el argumento de lo que se ha adelantado parece volverse a la conclusión contraria: llamar tres dioses a aquellos que se contemplan en la misma operación, como también se hablaría de tres oradores o agricultores, o cualquier otro nombre derivado de un negocio, cuando los que toman parte en el mismo negocio son más de uno.

VII

Al exponer este punto de vista, me he esforzado por presentar el razonamiento de los adversarios, para que nuestra decisión sea más firme, al verse reforzada por las contradicciones más elaboradas. Reanudemos ahora mi argumento. Como he demostrado hasta cierto punto, con mi afirmación de que el término divinidad no tiene significado de naturaleza sino de operación, quizás se podría alegar razonablemente por qué quienes comparten las mismas actividades se enumeran y se mencionan en plural, mientras que cuando se habla de las tres personas divinas se hace en singular, como un solo Dios y una sola divinidad, por el hecho de que las tres no están separadas del significado expresado por el término divinidad. Se podría alegar, digo, el hecho de que los hombres, incluso si varios se dedican a la misma forma de acción, trabajan por separado, cada uno por sí mismo en la tarea que han emprendido, sin participar en su acción individual con otros que se dedican a la misma ocupación. Por ejemplo, suponiendo el caso de varios retóricos, su actividad, al ser una, tiene el mismo nombre en los numerosos casos: pero cada uno de los que la siguen trabaja por sí mismo, uno abogando por su propia cuenta, y el otro por la suya propia. Así, dado que entre los hombres la acción de cada uno en las mismas actividades es discriminada, se les llama propiamente múltiples, pues cada uno está separado de los demás dentro de su propio entorno, según el carácter especial de su operación. En el caso de la naturaleza divina, no aprendemos de igual manera que el Padre haga algo por sí mismo en lo que el Hijo no trabaje conjuntamente, ni que el Hijo tenga una operación especial aparte del Espíritu Santo; sino que toda operación que se extiende desde Dios hasta la creación, y que recibe su nombre según nuestras diversas concepciones, tiene su origen en el Padre, procede a través del Hijo y se perfecciona en el Espíritu Santo. Por esta razón, el nombre derivado de la operación no se divide en función del número de quienes la realizan, porque la acción de cada uno respecto a algo no es separada ni peculiar, sino que todo lo que sucede, ya sea en referencia a los actos de su providencia para con nosotros o al gobierno y constitución del universo, sucede por la acción de los tres; sin embargo, lo que sucede no son tres cosas. Podemos comprender el significado de esto a partir de un solo ejemplo. De él, digo, quien es la fuente principal de los dones, todas las cosas que han participado de esta gracia han obtenido su vida. Cuando indagamos, pues, de dónde nos llegó este buen don, encontramos, guiados por las Escrituras, que provino del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Sin embargo, aunque presentamos tres personas y tres nombres, no consideramos que se nos hayan otorgado tres vidas, una de cada persona por separado; sino que la misma vida es forjada en nosotros por el Padre, y preparada por el Hijo, y depende de la voluntad del Espíritu Santo. Desde entonces, la Santísima Trinidad cumple cada operación de una manera similar a la que he mencionado, no por acción separada según el número de las personas, sino de modo que hay un solo movimiento y disposición de la buena voluntad que se comunica del Padre a través del Hijo al Espíritu (pues así como no llamamos tres dadores de vida a aquellos cuya operación da una vida, tampoco llamamos tres seres buenos a aquellos que son contemplados en una bondad, ni hablamos de ellos en plural por ninguno de sus otros atributos). Así, tampoco podemos llamar tres dioses a quienes ejercen este poder y operación divinos y supervisores hacia nosotros y toda la creación, conjunta e inseparablemente, por su acción mutua. En efecto, cuando leemos que "él juzga a toda la tierra" (Rm 3,6), es entonces cuando decimos que él es el juez de todas las cosas a través del Hijo. Y cuando oímos que "el Padre no juzga a nadie", no pensamos que la Escritura esté en desacuerdo consigo misma (porque Aquel que juzga a toda la tierra lo hace por medio de su Hijo a quien ha encomendado todo el juicio, y todo lo que hace el Unigénito tiene su referencia al Padre, de modo que él mismo es a la vez el juez de todas las cosas y no juzga a nadie, en razón de haber, como dijimos, encomendado todo el juicio al Hijo, mientras que todo el juicio del Hijo es conforme a la voluntad del Padre; y uno no podría decir apropiadamente ni que son dos jueces, ni que uno de ellos está excluido de la autoridad y el poder implícitos en el juicio). En el caso del término deidad, Cristo es el poder de Dios y la sabiduría de Dios, y ese mismo poder de superintendencia y el Padre ejerce la contemplación, que llamamos divinidad, a través del Unigénito, mientras que el Hijo perfecciona todo poder por el Espíritu Santo, juzgando, como dice Isaías, por el Espíritu de juicio y el Espíritu de ardor (Is 4,4), y actuando también por medio de él, según lo que se dijo en el evangelio a los judíos: "Yo, por el Espíritu de Dios, echo fuera los demonios" (Mt 12,28). Esto indica toda forma de hacer el bien en una descripción parcial, en razón de la unidad de acción. ¿Por qué? Porque el nombre derivado de la operación no puede dividirse entre muchos, donde el resultado de su operación mutua es uno.

VIII

Puesto que el carácter del poder supervisor y contemplativo es uno, en Padre, Hijo y Espíritu Santo (como he dicho en mi argumento anterior, surgiendo del Padre como de un manantial, puesto en operación por el Hijo, y perfeccionando su gracia por el poder del Espíritu), y puesto que ninguna operación está separada con respecto a las personas (siendo cumplida por cada una individualmente, aparte de lo que está unido a él en nuestra contemplación), sino que toda providencia y cuidado de todo (tanto de las cosas en la creación sensible como de las de naturaleza supramundana), y ese poder que preserva las cosas que son (y corrige las que están mal, e instruye a las que están correctamente ordenadas) es uno y no tres (siendo dirigido por la Santísima Trinidad), pero no separado por una triple división según el número de las personas contempladas en la fe (de modo que cada uno de los actos, contemplado por sí mismo, debería ser obra del Padre solo, o del Hijo peculiarmente, o del Espíritu Santo por separado), y así como dice el apóstol que "el único y mismo Espíritu divide sus buenos dones a cada hombre por separado" (1Cor 12,11), debemos concluir que el movimiento del bien que procede del Espíritu no es sin principio, y que el poder que concebimos como precedente a este movimiento es el Dios unigénito y creador de todas las cosas, y que sin él ninguna cosa existente llega al principio de su ser. Además, esta misma fuente de bien proviene de la voluntad del Padre.

IX

Si todo bien y todo buen nombre, dependiendo de ese poder y propósito que no tiene principio, es llevado a la perfección en el poder del Espíritu a través del Dios unigénito, sin marca de tiempo o distinción (ya que no hay demora, existente o concebida, en el movimiento de la voluntad divina del Padre, a través del Hijo, al Espíritu), y si la deidad también es uno de los buenos nombres y conceptos, no sería apropiado dividir el nombre en una pluralidad, ya que la unidad existente en la acción impide la enumeración plural. Como el Salvador de todos los hombres, especialmente de los que creen (1Tm 4,10), es mencionado por el apóstol como uno solo, y nadie de esta frase argumenta ni que el Hijo no salva a los que creen, ni que la salvación se da a quienes la reciben sin la intervención del Espíritu, Dios es el salvador de todos, mientras que el Hijo obra la salvación por medio de la gracia del Espíritu. Sin embargo, no por esto son llamados en la Escritura tres salvadores (aunque se confiesa que la salvación procede de la Santísima Trinidad) ni tres dioses, según el significado asignado al término deidad.

X

No me parece absolutamente necesario, con vistas a la presente prueba de nuestro argumento, contender contra quienes se oponen a nosotros afirmando que no debemos concebir la divinidad como una operación. No me parece, pues nosotros, creyendo que la naturaleza divina es ilimitada e incomprensible, no concebimos comprensión alguna de ella, sino que declaramos que la naturaleza debe concebirse en todos los aspectos como infinita, y que lo absolutamente infinito no está limitado en un aspecto mientras que permanece ilimitado en otro, sino que la infinitud está completamente libre de limitación. Por tanto, lo que es ilimitado no está limitado ni siquiera por el nombre. Para marcar la constancia de nuestra concepción de infinitud, en el caso de la naturaleza divina, decimos que la deidad está por encima de todo nombre, y la divinidad es un nombre. Ahora bien, no puede ser que una misma cosa sea a la vez un nombre y se considere por encima de todo nombre.

XI

Si a nuestros adversarios les complace decir que el significado del término no es operación, sino naturaleza, yo recurriré a mi argumento original: que la costumbre aplica erróneamente el nombre de naturaleza para denotar multitud, pues ni disminución ni aumento corresponden a ninguna naturaleza cuando se contempla en mayor o menor número. En efecto, sólo las cosas contempladas en su circunscripción individual se enumeran por adición. Ahora bien, esta circunscripción se aprecia por la apariencia corporal (el tamaño, el lugar, la diferencia de figura y color), y lo que se contempla independientemente de estas condiciones está libre de la circunscripción formada por tales categorías. Lo que no está así circunscrito no se enumera, y lo que no se enumera no puede contemplarse en multitud. Por ejemplo, decimos que el oro, aunque esté cortado en muchas figuras, es uno, y así se habla de él, pero hablamos de muchas monedas o muchos estáters, sin encontrar ninguna multiplicación de la naturaleza del oro por el número de estáters, y por eso hablamos de oro, cuando se contempla en mayor volumen, ya en placa o en moneda, como mucho, pero no hablamos de él como de muchos oros a causa de la multitud del material (excepto cuando se dice que hay muchas piezas de oro, en cuyo caso no es el material, sino las piezas de dinero a las que se aplica el significado del número). De hecho, propiamente no deberíamos llamar a tales piezas oro, sino monedas de oro.

XII

Así como los estatores de oro son muchos, pero el oro es uno, así también quienes se nos presentan individualmente en la naturaleza humana (como Pedro, Santiago y Juan) son muchos, pero el hombre en ellos es uno. Aunque la Escritura extiende la palabra según el significado plural, donde dice que los hombres juran por el mayor (Hb 6,16) e hijos de los hombres, debemos reconocer que, al usar la costumbre del lenguaje predominante, no establece una ley sobre la pertinencia de usar las palabras de una manera u otra, ni dice estas cosas para darnos instrucciones sobre las frases, sino que usa la palabra según la costumbre prevaleciente, con el único fin de que la palabra sea provechosa para quienes la reciben (sin tener en cuenta, en su forma de hablar, los puntos donde no puede resultar perjudicial su forma de entenderse).

XIII

Sería una tarea extensa detallar, a partir de las Escrituras, aquellas construcciones que se expresan de forma inexacta, para probar la afirmación que he hecho; sin embargo, donde existe el riesgo de perjudicar alguna parte de la verdad, ya no encontramos en las frases bíblicas ningún uso indiscriminado o indiferente de las palabras. Por esta razón, la Escritura admite la denominación de los hombres en plural, porque nadie se extravía en sus concepciones al imaginar una multitud de humanidades, ni supone que muchas naturalezas humanas se indican por el hecho de que el nombre expresivo de esa naturaleza se use en plural. En cambio, el término Dios se emplea cuidadosamente sólo en singular, evitando introducir la idea de diferentes naturalezas en la esencia divina mediante el significado plural de dioses. Esta es la causa por la que la Escritura dice que "el Señor nuestro Dios es un solo Señor" (Dt 6,4) y proclama al Dios unigénito con el nombre de deidad, sin dividir la unidad en un significado dual (de modo que llame al Padre y al Hijo dos dioses, aunque cada uno es proclamado por los escritores sagrados como Dios). El Padre es Dios, el Hijo es Dios, y por la misma proclamación Dios es uno, porque no se contempla diferencia alguna ni de naturaleza ni de operación en la deidad. Si, según la idea de aquellos que han sido extraviados, la naturaleza de la Santísima Trinidad fuera diversa, el número se extendería por consecuencia a una pluralidad de dioses, siendo dividido según la diversidad de esencia en los sujetos. Pero como la naturaleza divina, única e inmutable, para ser una, rechaza toda diversidad en esencia, no admite en su propio caso el significado de multitud. Así como se llama una naturaleza, así se le llama en singular con todos sus otros nombres (Dios, Bueno, Santo, Salvador, Justo, Juez y cualquier otro nombre divino concebible), ya sea que los nombres se refieran a la naturaleza o a la operación.

XIV

Si alguien objeta mi argumento, argumentando que al no admitir la diferencia de naturaleza se produce una mezcla y confusión de las personas, respondo a esta acusación lo siguiente. Si bien confesamos el carácter invariable de la naturaleza, no negamos la diferencia respecto a la causa y a lo causado, por lo cual únicamente percibimos que una persona se distingue de otra, es decir, por nuestra creencia de que una es la causa y otra es de la causa; y a su vez, en lo que es de la causa reconocemos otra distinción. En efecto, una proviene directamente de la primera causa, y otra por lo que proviene directamente de la primera causa, de modo que el atributo de ser unigénito reside en el Hijo, y la intervención del Hijo (si bien preserva su atributo de ser unigénito) no excluye al Espíritu de su relación natural con el Padre.

XV

Al hablar de causa y de la causa, no denoto con estas palabras la naturaleza (pues nadie daría la misma definición de causa y de naturaleza), sino que indico la diferencia en el modo de existencia. Cuando digo que una es causada y que la otra es sin causa, no divido la naturaleza por la palabra causa, sino que sólo indico el hecho de que el Hijo no existe sin generación, ni el Padre por generación, pues primero debemos creer que algo existe, y luego escudriñar el modo de existencia del objeto de nuestra creencia. Así, la cuestión de la existencia es una, y la del modo de existencia es otra. Decir que algo existe sin generación establece el modo de su existencia, pero esta frase no indica qué existe. Si uno le preguntara a un labrador sobre un árbol, si fue plantado o creció por sí mismo, y él respondiera que el árbol no fue plantado o que fue el resultado de la plantación, ¿declararía con esa respuesta la naturaleza del árbol? Seguramente no, pero al explicar cómo existe dejaría la cuestión de su naturaleza oscura e inexplicada. En el otro caso, cuando aprendemos que él es ingénito, se nos enseña de qué modo existe y cómo es apropiado que lo concibamos como existente, pero no entendemos qué es él en esa frase. Por lo tanto, cuando reconocemos tal distinción en el caso de la Santísima Trinidad, como para creer que una persona es la causa y otra es de la causa, ya no se nos puede acusar de confundir la definición de las personas por la comunidad de naturaleza.

XVI

Puesto que la idea de causa diferencia las personas de la Santísima Trinidad (declarando que una existe sin causa y otra es de la causa), y puesto que la naturaleza divina es aprehendida por toda concepción como inmutable e indivisa, por estas razones declaro propiamente que la deidad es una y que Dios es uno, y empleo en singular todos los demás nombres que expresan atributos divinos.