HILARIO DE POITIERS
Sobre la Trinidad

LIBRO III

A
Sentido de las palabras "yo en el Padre y el Padre en mí"

I

Las palabras del Señor "yo en el Padre y el Padre en mí" (Jn 14,11) confunden a muchas mentes, y no es extraño, porque las facultades de la razón humana no pueden proporcionarles ningún significado inteligible. Parece imposible que un objeto pueda estar a la vez dentro y fuera de otro, o que (ya que está establecido que los seres de los que estamos tratando, aunque no vivan separados, conservan su existencia y condición separadas) estos seres puedan contenerse recíprocamente uno a otro, de modo que uno envuelva permanentemente, y también sea permanentemente envuelto por el otro (a quien, sin embargo, envuelve). Éste es un problema que el ingenio del hombre nunca resolverá, ni la investigación humana jamás encontrará una analogía para esta condición de la existencia divina. Pero lo que el hombre no puede entender, Dios puede serlo. No quiero decir que el hecho de que ésta sea una afirmación hecha por Dios la haga inmediatamente inteligible para nosotros. Debemos pensar por nosotros mismos, y llegar a conocer el significado de las palabras "yo en el Padre y el Padre en mí". Mas esto dependerá de nuestro éxito en comprender la verdad de que el razonamiento basado en verdades divinas puede establecer sus conclusiones, aun cuando parezcan contradecir las leyes del universo.

II

Para resolver con la mayor facilidad posible este dificilísimo problema, es necesario que dominemos primero el conocimiento que las Sagradas Escrituras dan del Padre y del Hijo, para que podamos hablar con más precisión, como si se tratara de cuestiones familiares y habituales. La eternidad del Padre, como concluimos después de una amplia discusión en el libro II, trasciende el espacio, el tiempo, la apariencia y todas las formas del pensamiento humano. Él está fuera y dentro de todas las cosas, lo contiene todo, no puede ser contenido por nadie, es incapaz de cambiar por aumento o disminución, es invisible, incomprensible, pleno, perfecto y eterno, no derivando nada de lo que tiene de otro. No obstante, si debe derivarse de él, aún así es completo y autosuficiente.

III

Por tanto, él, el Ingénito, antes del tiempo, engendró de sí mismo un Hijo. Pero no lo engendró de una materia preexistente, pues todas las cosas son por medio del Hijo. Ni lo engendró de la nada, pues el Hijo es del mismo Padre. Ni lo engendró por vía de parto, pues en Dios no hay mudanza ni vacío. Ni lo engendró como un trozo de sí mismo cortado, arrancado o estirado, pues Dios es insensible e incorpóreo, y sólo un ser posible y corpóreo podría ser tratado así. Como dice el apóstol, "en Cristo habita corporalmente toda la plenitud de la deidad" (Col 2,9). Incomprensiblemente, inefablemente, antes del tiempo y de los mundos, el Ingénito engendró al Unigénito de su propia sustancia inengendrada, otorgando por amor y poder toda su divinidad en ese nacimiento. Así, él es el Hijo unigénito, perfecto y eterno del Padre inengendrado, perfecto y eterno. Y las propiedades que él tiene (como consecuencia del cuerpo que tomó) son el fruto de su buena voluntad para con nuestra salvación. Con todo, él, siendo invisible, sin cuerpo e incomprensible (como Hijo de Dios), tomó sobre sí tal medida de materia y de humildad como era necesaria para ponerlo dentro del alcance de nuestro entendimiento, percepción y contemplación. Fue una condescendencia hacia nuestra debilidad más que una renuncia a sus propios atributos.

IV

Por tanto, él, siendo el Hijo perfecto del Padre, el Hijo Unigénito del Dios ingénito, que ha recibido todo de aquel que todo lo posee, siendo Dios de Dios, Espíritu de Espíritu, luz de luz, dice con valentía: "El Padre en mí, y yo en el Padre" (Jn 10,38). Porque como el Padre es Espíritu, así es el Hijo Espíritu; como el Padre es Dios, así es el Hijo Dios; como el Padre es luz, así el Hijo es luz. Así, las propiedades que están en el Padre son la fuente de aquellas con las que está dotado el Hijo. Es decir, él es completamente Hijo de Aquel que es completamente Padre. Pero no Hijo importado de fuera, porque antes del Hijo nada había. Ni Hijo hecho de la nada, porque el Hijo es de Dios. Ni siendo un Hijo en parte, porque la plenitud de la deidad está en el Hijo. Ni un Hijo en algunos aspectos, sino en todos. Ni un Hijo según la voluntad de aquel que tenía el poder, de una manera que solo él conoce. Lo que está en el Padre está también en el Hijo, y lo que está en el Ingénito está también en el Unigénito. El uno es del otro, y los dos son una unidad. No dos hechos uno, sino uno en el otro, porque lo que está en ambos es lo mismo. El Padre está en el Hijo (porque el Hijo es de él), y el Hijo está en el Padre (porque el Padre es su único origen), y el Unigénito está en el Ingénito (porque él es el Unigénito del Ingénito). Así, cada uno está mutuamente en el otro, porque como todo es perfecto en el Padre ingénito, así también todo es perfecto en el Hijo unigénito. Ésta es la unidad que está en el Hijo y el Padre, éste es el poder, éste es el amor. Nuestra esperanza, fe, verdad, camino y vida no es disputar los poderes del Padre o menospreciar al Hijo, sino reverenciar el misterio y majestad de su nacimiento, así como poner al Padre ingénito por encima de toda rivalidad, y considerar al Hijo unigénito como su igual en la eternidad y el poder, confesando respecto a Dios Hijo que él es Dios.

B
La auto-revelación de Dios, destinada a frenar la presunción

V

En Dios hay poderes que los métodos de nuestra razón no pueden comprender, y de los que nuestra fe, basada en la evidencia segura de su acción, está convencida. Encontraremos ejemplos de esta acción tanto en la esfera corporal como en la espiritual, y su manifestación no toma la forma de una analogía que pudiera ilustrar el nacimiento, sino de un hecho maravilloso pero comprensible. El día de la boda en Galilea, el agua se convirtió en vino. ¿Tenemos palabras para describirlo o sentidos para determinar qué métodos produjeron el cambio por el cual desapareció el sabor insípido del agua y fue reemplazado por el sabor pleno del vino? No fue una mezcla, sino que fue una creación, y una creación que no fue un comienzo, sino una transformación. Un líquido más débil no se obtuvo por la mezcla de un elemento más fuerte, sino que una cosa existente pereció y una cosa nueva nació. El novio estaba ansioso, la casa estaba confusa, la armonía de la fiesta de bodas estaba en peligro. Se le pide ayuda a Jesús. Él no se levanta ni se ocupa, sino que hace el trabajo sin esfuerzo. Se vierte agua en los vasos y se saca vino de las copas. La evidencia de los sentidos del que vierte contradice la del que saca. Quienes vierten esperan que se saque agua, y quienes la sacan piensan que se debe haber vertido vino. El tiempo transcurrido no puede explicar ninguna ganancia o pérdida de carácter en el líquido. El modo de acción desconcierta la vista y los sentidos, pero el poder de Dios se manifiesta en el resultado obtenido.

VI

En el caso de los cinco panes, un milagro del mismo tipo excita nuestra admiración. Por su crecimiento, cinco mil hombres e innumerables mujeres y niños se salvan del hambre; el método escapa a nuestra capacidad de observación. Se ofrecen cinco panes y se parten, y mientras los apóstoles los parten, una sucesión de porciones recién creadas pasa por sus manos, sin que puedan decir cómo. El pan que están partiendo no se hace más pequeño, pero sus manos están continuamente llenas de pedazos. La rapidez del proceso desconcierta la vista. Tú sigues con la vista una mano llena de porciones, y mientras tanto ves que el contenido de la otra mano no disminuye, y el montón de pedazos crece. Los cortadores están ocupados en su tarea, los comedores están trabajando duro, los hambrientos están satisfechos, y los pedazos llenan doce canastas. La vista o los sentidos no pueden descubrir el modo de un milagro tan notable. Lo que no existía es creado, y lo que vemos supera nuestro entendimiento. Nuestro único recurso es la fe en la omnipotencia de Dios.

VII

No hay engaño en estos milagros de Dios, ninguna sutil pretensión de agradar o engañar. Estas obras del Hijo de Dios no fueron hechas por deseo de ostentación; aquel a quien incontables miríadas de ángeles sirven nunca engañó al hombre. ¿Qué había de nosotros que pudiera necesitar él, por medio de quien todo lo que tenemos fue creado? ¿Exigió alabanza de nosotros, que ahora estamos pesados por el sueño, ahora saciados por la lujuria, ahora cargados con la culpa del alboroto y el derramamiento de sangre, ahora ebrios por la juerga... aquel a quien arcángeles, dominaciones, principados y potestades, sin sueño ni cesación ni pecado, alaban en el cielo con voz eterna e incansable? Lo alaban porque él, la imagen del Dios invisible, creó todo su ejército en sí mismo, hizo los mundos, estableció los cielos, designó las estrellas, fijó la tierra, puso los cimientos del abismo. Y porque en un tiempo posterior nació, venció a la muerte, rompió las puertas del infierno, se ganó un pueblo para ser sus coherederos, elevó la carne de la corrupción a la gloria de la eternidad. No había nada, pues, que pudiera ganar de nosotros, a la hora de asumir el esplendor de estas obras misteriosas e inexplicables, como si necesitara de nuestra alabanza. Ésta fue la forma como Dios previó que el pecado y la necedad humana fuesen extraviados, sabiendo que la incredulidad se atrevería a emitir su juicio incluso sobre las cosas de Dios. Por eso venció la presunción con muestras de su poder, para hacer reflexionar a nuestros más audaces.

VIII

Hay muchos sabios del mundo que, según su sabiduría, no tienen nada que ver con Dios, y contradicen nuestra doctrina de Dios de Dios, verdad de verdad, perfecto de perfecto, uno de uno, como si enseñáramos cosas imposibles. Su fe se basa en ciertas conclusiones a las que han llegado por medio de la lógica, y vienen a decir que nada puede nacer de uno (sino de dos padres), y que si este Hijo nace de uno, ha recibido sólo una parte de su engendrador, y que si es una parte, entonces ninguno de los dos es perfecto (pues algo le falta a aquel de quien el Hijo salió), y que no puede haber plenitud en uno que consiste en una parte de otro. Por lo tanto, vienen a decir estos sabios, ninguno es perfecto, pues el engendrador ha perdido su plenitud, y el engendrado no la ha adquirido. Ésta es la sabiduría del mundo, que fue prevista por Dios incluso en los días del profeta, y condenada por él con las palabras: "Destruiré la sabiduría de los sabios, y rechazaré el entendimiento de los prudentes" (Is 29,14). A este respecto, el apóstol dice:

"¿Dónde está el sabio? ¿Dónde está el escriba? ¿Dónde está el indagador de este mundo? ¿No ha enloquecido Dios la sabiduría de este mundo? En la sabiduría de Dios, el mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría, y agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación. Los judíos buscan señales, y los griegos sabiduría, pero nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos escándalo y para los gentiles locura, mas para los llamados, así judíos como griegos, poder de Dios y sabiduría de Dios. Porque lo insensato de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres" (1Cor 1,20-25).

C
En el único Dios existen dos personas: el Padre y el Hijo

IX

El Hijo de Dios, pues, teniendo a su cargo la humanidad, se hizo primero hombre, para que los hombres creyeran en él, para que él nos fuese testigo (nacido de nosotros mismos, así como de las cosas divinas) y nos predicase (a nosotros, débiles y carnales como somos), por la debilidad de la carne, acerca de Dios Padre, cumpliendo así la voluntad del Padre. Es lo que el propio Jesucristo dijo: "No he venido a hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió" (Jn 6,38). No es que él mismo no quisiera, sino que manifestase su obediencia como resultado de la voluntad del Padre, pues su propia voluntad es hacer la del Padre. Ésta es la voluntad de llevar a cabo la voluntad del Padre, de la que da testimonio con las palabras:

"Padre, ha llegado la hora. Glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti, y para que así como tú le has dado poder sobre toda carne, a todo lo que tú le diste, él le dé vida eterna. Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien tú enviaste. Yo te he glorificado en la tierra, habiendo cumplido la obra que me diste que hiciera. Ahora, oh Padre, glorifícame contigo mismo, con la gloria que tenía contigo antes que el mundo fuese. He manifestado tu nombre a los hombres que me has dado".

En estas breves y escasas palabras, Jesucristo revela toda la tarea para la cual fue designado, y ofrece la salvaguardia de la verdadera fe contra toda sugerencia de la astucia del diablo. Consideremos brevemente, pues, la fuerza de cada frase por separado.

X

Cuando Cristo dice "Padre, la hora ha llegado; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti", está diciendo que la hora (no el día ni el tiempo) ha llegado. Una hora es una fracción de un día, así que ¿qué hora debe ser ésta? Esta misma: la hora de fortalecer a sus discípulos, en el momento de su pasión, como él mismo recuerda: "Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado" (Jn 12,23). Ésta es, pues, la hora en la que él ruega para ser glorificado por el Padre, para que él mismo pueda glorificar al Padre. Pero ¿qué quiere decir? ¿Acaso el que está a punto de dar gloria espera recibirla? ¿Acaso el que está a punto de conferir honor pide para sí mismo? ¿Acaso le falta lo mismo que está a punto de devolver? Aquí, que los filósofos del mundo, y los sabios de Grecia, acosen nuestro camino y extiendan sus redes silogísticas para enredar la verdad, y que se pregunten cómo y de dónde y por qué. Cuando no puedan encontrar respuesta, digámosles nosotros: Porque "Dios ha elegido lo necio del mundo, para avergonzar a los sabios" (1Cor 1,27). Por eso nosotros, en nuestra necedad, entendemos cosas incomprensibles para los filósofos del mundo. El Señor había dicho "Padre, la hora ha llegado", y había revelado la hora de su pasión, porque estas palabras fueron dichas en el mismo momento. Más tarde, fue cuando añadió: "Glorifica a tu Hijo". Pero ¿cómo iba a ser glorificado el Hijo? Había nacido de una virgen, desde la cuna y la niñez había crecido hasta el estado de hombre, a través del sueño, el hambre, la sed, el cansancio y las lágrimas había vivido la vida de hombre: incluso ahora iba a ser escupido, azotado, crucificado. ¿Y por qué? Porque estas cosas fueron ordenadas para nuestra seguridad de que en Cristo hay hombre puro. Pero la vergüenza de la cruz no es nuestra, y nosotros no estamos sentenciados al azote, ni contaminados por escupitajos. El Padre glorifica al Hijo, mas ¿cómo? Así mismo: clavándolo en la cruz. ¿Y qué siguió después? Que el sol, en lugar de ponerse, huyó. ¿Cómo? Ciertamente, no retirándose tras una nube, sino abandonando su órbita designada, sintiendo todos los elementos del mundo el mismo impacto de la muerte de Cristo. Así, los astros, en su curso, para evitar ser cómplices del crimen, se libraron por autoextinción de contemplar la escena. ¿Y qué hizo la tierra? Se estremeció bajo el peso del Señor colgado del madero, protestando que era impotente para confinar a Aquel que estaba muriendo. Sin embargo, seguramente la roca y la piedra no le negarán un lugar de descanso. Sí, están desgarradas y hendidas, y su fuerza falla. Deben confesar que el sepulcro excavado en la roca no puede aprisionar el cuerpo que espera su sepultura.

XI

Y después de esto, ¿qué? Esto mismo: que el centurión de la cohorte, y guardián de la cruz, exclama: "Verdaderamente, éste era Hijo de Dios" (Mt 27,54). La creación es liberada por la mediación de esta ofrenda por el pecado, y las mismas rocas pierden su solidez y fuerza. Los que lo habían clavado en la cruz confiesan que verdaderamente éste es el Hijo de Dios, y por eso el resultado justifica la afirmación. El Señor había dicho "glorifica a tu Hijo", y había afirmado, con esa palabra tu, que él era el Hijo de Dios no solo de nombre, sino en naturaleza. Multitudes de nosotros somos hijos de Dios, mas él es Hijo en otro sentido. Él es el verdadero y propio Hijo de Dios, por origen y no por adopción, y no solo por nombre sino en verdad, nacido y no creado. Así, después de ser glorificado, esa confesión tocó la verdad, y el centurión lo confesó verdadero Hijo de Dios, para que ningún creyente pudiera dudar de un hecho que incluso el siervo de sus perseguidores no podía negar.

XII

Quizás algunos supongan que Jesús estaba desprovisto de aquella gloria por la que oraba, y que el hecho de que esperara ser glorificado por uno mayor es una evidencia de falta de poder. ¿Quién, en verdad, negaría que el Padre es mayor, el ingénito mayor que el engendrado, el Padre que el Hijo, el enviador que el enviado, el que quiere que el que obedece? Él mismo será testigo de sí mismo: "El Padre es mayor que yo". Es un hecho que debemos reconocer, pero debemos tener cuidado de que, con pensamientos inexpertos, la majestad del Padre no oscurezca la gloria del Hijo. Tal opacidad está prohibida por esta misma gloria por la que el Hijo ora, porque la oración "Padre, glorifica a tu Hijo" se completa con esta otra: "Para que el Hijo te glorifique a ti". Así pues, no hay falta de poder en el Hijo, porque cuando haya recibido esta gloria, regresará por ella en gloria. Pero ¿por qué, si no estaba en necesidad, hizo la oración?, pues nadie pide sino lo que necesita. Y ¿es posible que también el Padre esté en necesidad? ¿O ha entregado su gloria tan temerariamente que necesita que el Hijo se la devuelva? No; el uno nunca ha estado en necesidad, ni el otro ha tenido necesidad de pedir. Sin embargo, cada uno dará al otro. Así, la oración para que se le dé gloria y se le devuelva no es un robo al Padre ni una depreciación del Hijo, sino una demostración del poder de una única deidad que reside en ambos. El Hijo ruega para que el Padre lo glorifique, y el Padre no considera humillante ser glorificado por el Hijo. El intercambio de gloria dada y recibida proclama la unidad de poder en el Padre y en el Hijo.

XIII

Debemos averiguar ahora qué y de dónde proviene esta glorificación. Estoy seguro de que Dios no está sujeto a cambio alguno, y que su eternidad no admite defecto ni enmienda, ganancia ni pérdida, y que su carácter único lo es desde la eternidad, y que lo que es desde la eternidad, es por su naturaleza imposible que deje de serlo. ¿Cómo puede recibir la gloria, entonces, algo que la posee plenamente sin disminución?, pues no hay gloria nueva que pueda obtener ni ninguna que haya perdido y pueda recuperar. En esto, estoy paralizado. Pero el evangelista no nos defrauda, y en su impotencia nos dice qué era la retribución de gloria que el Hijo debía hacer al Padre, con estas palabras: "Así como le diste poder sobre toda carne, para que le dé vida eterna a todo lo que le diste. Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado". El Padre, entonces, es glorificado por medio del Hijo (al darse a conocer a nosotros), mientras que la gloria fue ésta: que el Hijo, al hacerse carne, recibió de él poder sobre toda carne, y el encargo de restaurar la vida eterna para nosotros, seres efímeros cargados con el cuerpo. La vida eterna, para nosotros, fue el resultado no de una obra realizada, sino de un poder innato; no por una nueva creación, sino simplemente por el conocimiento de Dios. Fue la gloria de esa eternidad que se debía adquirir. Nada se añadió a la gloria de Dios, por tanto, ni nada en ella disminuyó. Pero él fue glorificado por medio del Hijo a la vista de nosotros, ignorantes, exiliados, contaminados, morando en una muerte sin esperanza y en tinieblas sin ley. Él fue glorificado en cuanto que el Hijo, en virtud de ese poder sobre toda carne que el Padre le dio, debía otorgarnos la vida eterna. Es por esta obra del Hijo que el Padre fue glorificado. Así que cuando el Hijo recibió todas las cosas del Padre, el Padre lo glorificó. Y a la inversa, cuando todas las cosas fueron hechas por medio del Hijo, él glorificó al Padre. La devolución de la gloria dada radica en esto: que lo que el Hijo tiene es gloria del Padre, y todo lo que tiene es don del Padre, y la gloria de aquel se ejecuta en un encargo que redunda en gloria de aquel que lo dio, y la gloria del engendrado en gloria del engendrador.

XIV

¿En qué consiste la eternidad de la vida? Sus propias palabras nos lo dicen: "Que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado". ¿Hay aquí alguna duda o dificultad, o alguna inconsistencia? Es vida conocer al Dios verdadero, pero el simple conocimiento de él no la da. ¿Qué añade, pues? Esto mismo: "Y a Jesucristo, a quien has enviado". En ti, el único Dios verdadero, el Hijo rinde el honor debido a su Padre. Por la adición "y a Jesucristo, a quien has enviado" se asocia a la verdadera deidad. El creyente, en su confesión ,no traza ninguna línea entre los dos, porque su esperanza de vida descansa en ambos y, de hecho, el Dios verdadero es inseparable de aquel cuyo nombre sigue en el Credo. Por tanto, cuando leemos "para que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado", los términos de remitente y de enviado no pretenden, bajo ninguna apariencia de distinción o discriminación, transmitir una diferencia entre la verdadera deidad del Padre y del Hijo, sino ser una guía para la devota confesión de ellos (como engendrador y engendrado). Así, el Hijo glorifica al Padre plenamente.

XV

En las palabras "yo te he glorificado en la tierra", Jesucristo alude a que ha llevado a cabo la obra que el Padre le encomendó hacer. Toda la alabanza del Padre viene del Hijo, y toda alabanza dada al Hijo es alabanza del Padre, ya que todo lo que él realizó es lo que el Padre había querido. El Hijo de Dios nace como hombre, pero el poder de Dios está en el nacimiento virginal. El Hijo de Dios es visto como hombre, pero Dios está presente en sus acciones humanas. El Hijo de Dios es clavado en la cruz, pero en la cruz Dios vence a la muerte humana. Cristo muere, pero toda carne es vivificada en Cristo. El Hijo de Dios está en el infierno, pero el hombre es llevado de regreso al cielo. En proporción a nuestra alabanza a Cristo, por estas obras, está la alabanza que le demos a aquel de quien es la deidad de Cristo. Éstas son las formas en que el Padre glorifica al Hijo en la tierra. A cambio, el Hijo revela a la ignorancia de los paganos, y a la necedad del mundo, aquel de quien él es (a través del poder del Padre). Este intercambio de gloria, dada y recibida, no implica aumento de la deidad, sino significa las alabanzas rendidas por el conocimiento concedido a aquellos que habían vivido en la ignorancia de Dios. En verdad, ¿qué podría haber que el Padre, de quien son todas las cosas, no poseyera ricamente? ¿En qué le faltaba al Hijo, en quien toda la plenitud de la deidad había querido habitar? El Padre es glorificado en la tierra porque la obra que había ordenado al Hijo está terminada.

XVI

Veamos ahora qué es esta gloria que el Hijo espera recibir del Padre, y entonces nuestra exposición estará completa. La consecuencia es: "Yo te he glorificado en la tierra, habiendo cumplido la obra que me diste para hacer. Y ahora, Padre, glorifícame tú junto a ti mismo con la gloria que tenía contigo antes de que el mundo fuese. He manifestado tu nombre a los hombres". Es, pues, por las obras del Hijo como el Padre es glorificado, en cuanto que es reconocido como Dios, como Padre de Dios unigénito, quien para nuestra salvación quiso que su Hijo naciese como hombre, incluso de una virgen; aquel Hijo cuya vida entera, consumada en la pasión, fue consistente con la humillación del nacimiento virginal. Así pues, puesto que el Hijo de Dios, totalmente perfecto y nacido desde la eternidad en la plenitud de la deidad, se había hecho ahora hombre por la encarnación y estaba listo para su muerte, ruega que sea glorificado con Dios, así como glorificó a su Padre en la tierra. En ese momento, los poderes de Dios estaban siendo glorificados en la carne ante los ojos de un mundo que no lo conocía. Pero ¿qué es esta gloria con el Padre, que él espera? Es la que, por supuesto, tenía con él antes de que el mundo fuese. Tenía la plenitud de la deidad; la tiene todavía, porque es el Hijo de Dios. Pero aquel que era el Hijo de Dios se había convertido también en el Hijo del hombre, porque "el Verbo se hizo carne". No había perdido su ser anterior, sino que se había convertido en lo que no era antes. No había abdicado de su propia posición, pero había tomado la nuestra. Y ruega que la naturaleza que había asumido sea promovida a la gloria a la que nunca había renunciado. Por tanto, puesto que el Hijo es el Verbo, y "el Verbo se hizo carne", y "el Verbo era Dios", y "estaba en el principio con Dios", y el Verbo era Hijo "antes de la fundación del mundo", este Hijo, ahora encarnado, oró para que la carne fuera para el Padre lo que el Hijo había sido. Oró para que la carne, nacida en el tiempo, recibiera el esplendor de la gloria eterna. Oró para que la corrupción de la carne fuera absorbida, transformada en el poder de Dios y la pureza del Espíritu. Fue su oración a Dios, la confesión del Hijo al Padre. Fue la súplica de aquella carne en la que todos le verán en el día del juicio, traspasado y con las marcas de la cruz. Fue la súplica de aquella carne en la que su gloria fue prefigurada en el monte, en la que ascendió al cielo y está sentado a la diestra de Dios, en la que Pablo le vio y Esteban le rindió adoración.

XVII

El término Padre ha sido revelado a los hombres, y se plantea la cuestión de cuál es el nombre de este Padre. En cambio, el término Dios nunca ha sido desconocido, porque Moisés lo oyó desde la zarza, el Génesis lo anuncia al principio de la historia de la creación, la Torah lo ha proclamado, los profetas lo han ensalzado, la historia del mundo lo ha hecho familiar a la humanidad, e incluso los paganos lo han adorado bajo un velo de falsedad. Los hombres nunca han sido dejados en la ignorancia respecto al término Dios. Sin embargo, en verdad que lo estaban, pues nadie conoce a Dios si no lo confiesa como Padre (Padre del Hijo unigénito) y como Hijo (Hijo sin partición, extensión ni procesión, sino nacido de él, como Hijo del Padre, inefable e incomprensiblemente, y conservando la plenitud de esa deidad de la que y en la que nació como Dios verdadero, infinito y perfecto). Esto es lo que significa la plenitud de la deidad. Si falta alguna de estas cosas, no habrá esa plenitud que agradó habitar en él. Éste es el mensaje del Hijo, su revelación a los hombres en su ignorancia. El Padre es glorificado a través del Hijo, cuando los hombres reconocen que él es Padre de un Hijo tan divino.

D
Las obras de Cristo, evidencias de su coeternidad con el Padre

XVIII

El Hijo, queriendo asegurarnos la verdad de este nacimiento divino, ha designado sus obras para que sirvan de ilustración, para que del poder inefable mostrado en hechos inefables podamos aprender la lección del nacimiento inefable. Por ejemplo, cuando el agua se convirtió en vino, y cinco panes saciaron a cinco mil hombres, además de mujeres y niños, y doce canastas se llenaron con los pedazos, vemos un hecho aunque no lo podamos entender; se realiza un hecho aunque confunda nuestra razón; el proceso no se puede seguir, aunque el resultado sea obvio. Es una locura entrometerse con espíritu de queja, cuando el asunto en el que indagamos es tal que no podemos sondearlo hasta el fondo. Porque así como el Padre es inefable porque es ingénito, así también el Hijo es inefable porque es el Unigénito, ya que el engendrado es la imagen del Ingénito. Ahora bien, es mediante el uso de nuestros sentidos, y del lenguaje, como tenemos que formar nuestra concepción de una imagen, y debe ser por los mismos medios que formamos nuestra idea de lo que la imagen representa. En este caso, nosotros, cuyas facultades pueden tratar sólo con cosas visibles y tangibles, estamos esforzándonos por alcanzar lo invisible y tratando de captar lo impalpable. Sin embargo, no nos avergonzamos de nosotros mismos, ni nos reprochamos ninguna irreverencia, cuando dudamos y criticamos los misterios y poderes de Dios. ¿Cómo es él el Hijo? ¿De dónde es? ¿Qué perdió el Padre con su nacimiento? ¿De qué porción del Padre nació? Así nos preguntamos. Sin embargo, todo el tiempo ha estado frente a nosotros la evidencia de las obras realizadas, para asegurarnos de que la acción de Dios no está limitada por nuestro poder de comprender sus métodos.

XIX

Vosotros me preguntáis: ¿Cómo nació el Hijo? Pues bien, os voy a preguntar yo sobre cuestiones corporales. No pregunto de qué manera nació de una virgen, sino sólo si su carne sufrió alguna pérdida al preparar su carne para el parto. Ciertamente, no lo concibió de la manera común, ni sufrió la vergüenza de la relación humana para dar a luz. Sin embargo, lo dio a luz completo en su cuerpo humano, sin perder su propia integridad. Sin duda, la piedad exige que consideremos posible para Dios lo que vemos que se hizo posible por su poder, en el caso de un ser humano.

XX

A ti, quien quiera que seas, que quieres investigar lo inescrutable y formarte con toda seriedad una opinión sobre los misterios y poderes de Dios, me dirijo en busca de consejo y te ruego que me ilumines (a mí, un creyente inexperto y simple de todo lo que Dios dice), en cuanto a una circunstancia que voy a mencionar. Escucho las palabras del Señor y, puesto que creo en lo que está escrito, estoy seguro de que después de su resurrección se ofreció repetidamente en el cuerpo a la vista de multitudes de incrédulos. En todo caso, lo hizo con Tomás, quien había protestado que no creería a menos que tocara sus heridas. Sus palabras son: "Si no veo en sus manos la señal de los clavos, y meto mi dedo en el lugar de los clavos, y meto mi mano en su costado, no creeré" (Jn 20,25). El Señor se rebaja incluso al nivel de nuestro débil entendimiento, y para satisfacer las dudas de las mentes incrédulas, obra un milagro de su poder invisible. Tú, crítico mío de los caminos del cielo, ¿puedes explicar su acción? Los discípulos estaban en una habitación cerrada, pues se habían reunido y celebrado su asamblea en secreto desde la pasión del Señor. El Señor se presenta para fortalecer la fe de Tomás al responder a su desafío, y le da su cuerpo para que lo sienta, y sus heridas para que las toque. Aquel, en efecto, que sería reconocido como alguien que ha sufrido heridas, necesariamente debe presentar el cuerpo en el que esas heridas fueron recibidas. Ahora pregunto yo: ¿Por qué punto de las paredes de esa casa cerrada entró corporalmente el Señor? El apóstol ha registrado las circunstancias con cuidadosa precisión, y dice que Jesús vino "cuando las puertas estaban cerradas", y que "se paró en medio". ¿Penetró a través de ladrillos y mortero, o a través de una sólida carpintería, sustancias cuya naturaleza misma es impedir el progreso? Porque allí estaba en presencia corporal, y no había sospecha de engaño. Deja que el ojo de tu mente siga su camino cuando él entra, y deja que tu visión intelectual lo acompañe cuando pasa a esa morada cerrada. No hay ninguna brecha en las paredes, ni ninguna puerta ha sido desatrancada. Sin embargo, he aquí que él está en medio, y ninguna barrera puede resistir su poder. Eres un crítico de las cosas invisibles, así que te pido que expliques un acontecimiento visible. Todo permanece firme como era, y ningún cuerpo es capaz de insinuarse a través de los intersticios de la madera y la piedra. El cuerpo del Señor no se dispersa para volver a reunirse después de una desaparición, mas ¿de dónde viene Aquel que está en medio? Tus sentidos y tus palabras son impotentes para explicarlo. El hecho es cierto, pero está más allá de la región de la explicación humana. Si, como dices, nuestro relato del nacimiento divino es una mentira, entonces demuestra que este relato de la entrada del Señor es una ficción. Si suponemos que un evento no sucedió, porque no podemos descubrir cómo sucedió, hacemos que los límites de nuestro entendimiento sean los límites de la realidad. Pero la certeza de la evidencia prueba la falsedad de nuestra contradicción. El Señor estaba en una casa cerrada en medio de los discípulos, así como el Hijo nació del Padre. No niegues que él estuvo allí porque tus débiles ingenios no puedan determinar cómo llegó allí. Renuncia, pues, a una incredulidad en el Dios unigénito y perfecto Hijo del Dios y perfecto Padre, que se basa únicamente en la incapacidad de los sentidos y el habla para comprender el milagro trascendente de ese nacimiento.

XXI

Toda la constitución de la naturaleza nos apoyaría contra la impiedad de dudar de las obras y poderes de Dios. Sin embargo, nuestra incredulidad se inclina incluso contra la verdad obvia; nos esforzamos en nuestra furia por arrancar incluso a Dios de su trono. Si pudiéramos, treparíamos con la fuerza corporal al cielo, arrojaríamos en confusión los cursos ordenados del sol y las estrellas, desorganizaríamos el flujo y reflujo de las mareas, detendríamos los ríos en su fuente, haríamos que sus aguas fluyeran hacia atrás, o sacudiríamos los cimientos del mundo, en la absoluta irreverencia de nuestra rabia contra la obra paternal de Dios. Es bueno que nuestras limitaciones corporales nos confinen dentro de límites más modestos. Seguramente, no hay ocultamiento del mal que haríamos si pudiéramos. En un sentido somos libres; y por eso con insolencia blasfema distorsionamos la verdad y volvemos nuestras armas contra las palabras de Dios.

E
El propio Cristo presenta a Dios como su Padre

XXII

El Hijo ha dicho: Padre, he manifestado tu nombre a los hombres. ¿Qué razón hay para denunciar o furia aquí? ¿Negáis al Padre? Pues bien, el propósito primordial del Hijo era permitirnos conocer al Padre. Pero de hecho lo negáis cuando, según vosotros, el Hijo no nació de él. Sin embargo, ¿por qué debería tener el nombre de Hijo si es, como otros, una creación arbitraria de Dios? Podría sentir temor de Dios como creador de Cristo así como fundador del universo, pues sería un ejercicio de poder digno de él ser el hacedor de aquel que hizo a los arcángeles y ángeles, cosas visibles e invisibles, cielo y tierra y toda la creación que nos rodea. Pero la obra que el Señor vino a hacer no fue para permitiros reconocer la omnipotencia de Dios como creador de todas las cosas, sino para permitiros conocerlo como el Padre de ese Hijo que se dirige a vosotros. En el cielo hay poderes además de él, poderes poderosos y eternos. Hay un solo Hijo unigénito, y la diferencia entre él y ellos no es una mera medida de poder, sino que todos ellos fueron hechos por medio de él. Puesto que él es el verdadero y único Hijo, no lo hagamos un bastardo afirmando que fue hecho de la nada. ¿Oís el nombre de Hijo? Pues creed que él es el Hijo. ¿Oís el nombre de Padre? Pues fijad en vuestra mente que él es el Padre. ¿Por qué rodear estos nombres de duda, mala voluntad y hostilidad? Las cosas de Dios están provistas de nombres que dan una indicación verdadera de las realidades, así que ¿por qué forzar un significado arbitrario sobre su sentido obvio? Se habla de Padre e Hijo, así que no dudéis de que las palabras significan lo que dicen. El fin y el objetivo de la revelación del Hijo es que conozcáis al Padre. ¿Por qué frustrar, pues, los trabajos de los profetas, la encarnación del Verbo, los dolores de parto de la Virgen, el efecto de los milagros, la cruz de Cristo? Todo fue gastado en vosotros, y todo os es ofrecido, para que a través de todo ello el Padre y el Hijo puedan manifestarse a vosotros. No reemplacéis la verdad por una teoría de acción arbitraria, de creación o adopción. Dirigid vuestros pensamientos a la guerra, al conflicto librado por Cristo. Él lo describe así: "Padre, he manifestado tu nombre a los hombres". Si os fijáis, él no dice: Tú has creado al Creador de todos los cielos, o: Has hecho al Hacedor de toda la tierra. Sino que dice: "Padre, he manifestado tu nombre a los hombres". Aceptad el don del conocimiento de vuestro Salvador, y tened por seguro que hay un Padre que engendró y un Hijo que nació (nacido en la verdad de su naturaleza del Padre, que es la suya). Recordad que la revelación no es del Padre manifestado como Dios, sino de Dios manifestado como el Padre.

XXIII

Amigo, has escuchado las palabras "yo y el Padre somos uno" (Jn 10,30), así que ¿por qué desgarras y arrancas al Hijo del Padre? Son una unidad: una existencia absoluta que tiene todas las cosas en perfecta comunión con esa existencia absoluta, de quien él es. Cuando escuchas al Hijo decir "yo y el Padre somos uno", ajusta tu visión de los hechos a las personas, y acepta la declaración que el engendrador y el engendrado hacen sobre sí mismos. Cree que son uno, así como también son engendrador y engendrado. ¿Por qué negar la naturaleza común? ¿Por qué impugnar la verdadera divinidad? Y si no, escucha de nuevo: "El Padre en mí, y yo en el Padre" (Jn 10,38). Que esto es verdad del Padre y del Hijo se demuestra por las obras del Hijo. Nuestra ciencia no puede envolver cuerpo en cuerpo, o verter uno en otro, como agua en vino, pero confesamos que en ambos hay equivalencia de poder y plenitud de la deidad. Porque el Hijo ha recibido todas las cosas del Padre, y él es la semejanza de Dios, la imagen de su sustancia. Las palabras "imagen de su sustancia" (Hb 1,3) discriminan entre Cristo y aquel de quien él es, pero sólo para establecer su existencia distinta, no para enseñar una diferencia de naturaleza; y el significado de Padre en Hijo e Hijo en Padre es que existe la perfecta plenitud de la deidad en ambos. El Padre no se ve afectado por la existencia del Hijo, ni el Hijo es un fragmento mutilado del Padre. Una imagen implica su original, y semejanza es un término relativo. Ahora bien, nada puede ser como Dios a menos que tenga su fuente en él. Una semejanza perfecta sólo puede reflejarse de aquello que representa, y prohíbe la suposición de cualquier elemento de diferencia. No perturbéis esta semejanza, ni hagáis separación donde la verdad no muestra variación, porque aquel que dijo "hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza" (Gn 1,26), con las palabras "nuestra semejanza" reveló la existencia de seres, cada uno como el otro. No toquéis, no manipuléis, no pervirtáis. Aferraos a los nombres que enseñan la verdad, y a la declaración que el Hijo hace de sí mismo. No quiero que aduléis al Hijo con alabanzas de vuestra propia invención. Más bien, os conviene que os conforméis con la palabra escrita.

XXIV

No debemos depositar una confianza tan ciega en el intelecto humano como para imaginar que tenemos un conocimiento completo de los objetos de nuestro pensamiento, o que el problema último se resuelve tan pronto como hemos formado una teoría simétrica y consistente. Las mentes finitas no pueden concebir lo infinito. De igual manera, un ser que depende de otro para su existencia no puede alcanzar el conocimiento perfecto ni de su Creador ni de sí mismo, porque su conciencia de sí mismo está coloreada por sus circunstancias y se le han fijado límites que su percepción no puede traspasar. Su actividad no es autocausada, sino debida al Creador, y un ser que depende de un Creador no tiene posesión perfecta de ninguna de sus facultades, ya que su origen está fuera de sí mismo. Por lo tanto, por una ley inexorable, es una locura que ese ser diga que tiene un conocimiento perfecto de cualquier materia, y lo lógico es que sus poderes tengan límites que no puede modificar. De esta manera, sólo mientras esté bajo una ilusión, de que sus pequeños límites son colindantes con la infinitud, puede hacer la vana jactancia de poseer sabiduría. Porque la sabiduría es incapaz de ello, y su conocimiento se limita al ámbito de su percepción, y comparte la impotencia de su existencia dependiente. Por eso esta mascarada de una naturaleza finita, que se jacta de poseer la sabiduría que brota sólo del conocimiento infinito, se gana el desprecio y el ridículo del apóstol, que llama a dicha sabiduría "una locura". Éstas son sus palabras::

"Cristo no me envió a bautizar, sino a predicar el evangelio, no en el lenguaje de la sabiduría, para que no se haga vana la cruz de Cristo. Porque la palabra de la cruz es locura para los que se pierden, pero para los que se salvan, es poder de Dios. Porque está escrito: Destruiré la sabiduría de los sabios y desecharé el entendimiento de los entendidos. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde está el escriba? ¿Dónde está el investigador de este mundo? ¿No ha enloquecido Dios la sabiduría de este mundo? Porque ya que en la sabiduría de Dios, el mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría, Dios determinó salvar a los creyentes por la locura de la predicación. Los judíos piden señales, y los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos escándalo y para los gentiles locura, mas para los llamados, así judíos como griegos, poder de Dios, y sabiduría de Dios. Porque la debilidad de Dios es más fuerte que los hombres, y la necedad de Dios es más sabia que los hombres" (1Cor 1,17-25).

Así, toda incredulidad es necedad, porque toma tanta sabiduría como su propia percepción finita puede alcanzar, y midiendo la infinitud con esa pequeña balanza, concluye que lo que no puede entender debe ser imposible. La incredulidad es el resultado de la incapacidad involucrada en la argumentación. Los hombres están seguros de que un evento nunca sucedió, porque han decidido que no podría suceder.

F
El conocimiento de Dios, mejor creído que probado

XXV

El apóstol Pablo, que conocía la estrechez del pensamiento humano de que lo que no se conoce no es verdad, dice que no habla en el lenguaje de la ciencia, para que su predicación no sea en vano. Y para evitar que le consideren predicador de locuras, añade que la palabra de la cruz es locura para los que se pierden. Sabía que los incrédulos creían que el único conocimiento verdadero era el que formaba su propia sabiduría, y que, como su sabiduría sólo conocía las cosas que estaban dentro de su estrecho horizonte, la otra sabiduría (la única divina y perfecta) les parecía locura. Así pues, su locura consistía en esa débil imaginación que confundían con sabiduría. De ahí que las mismas cosas que son locura para los que perecen son poder de Dios para los que se salvan, pues estos últimos nunca usan sus propias facultades insuficientes como medida, sino que atribuyen a las actividades divinas la omnipotencia del cielo. Dios rechaza la sabiduría de los sabios y la inteligencia de los prudentes en este sentido, y sólo a los que reconocen su propia necedad concede la salvación. Los incrédulos pronuncian el veredicto de necedad sobre todo lo que está más allá de su entendimiento, mientras que los creyentes dejan al poder y majestad de Dios la elección de los misterios en los que se concede la salvación. No hay necedad en las cosas de Dios, sino que la necedad reside en esa sabiduría humana que exige de Dios, como condición para creer, señales y sabiduría. La necedad de los judíos está en exigir señales, pues ellos sí tienen un cierto conocimiento del nombre de Dios (a través de un largo conocimiento de la ley), mas la ofensa de la cruz los repele. La necedad de los griegos está en exigir sabiduría, buscando razones por las cuales Dios pudo ser levantado en una cruz. En consideración a la debilidad de nuestras facultades mentales, estas cosas han sido ocultadas en un misterio, y la necedad de los judíos y los griegos se convierte en incredulidad; porque denuncian, como indignas de un crédito razonable, verdades que su mente es inherentemente incapaz de comprender. Mas como la sabiduría del mundo era tan tonta (pues no conoció a Dios, ni el esplendor del universo, ni el maravilloso orden que él planeó para su obra, ni la reverencia hacia su Creador), Dios se agradó por la predicación de la locura explicada para salvar a los que creen. Es decir, por la fuerza de la cruz, para hacer que la vida eterna sea la suerte de los mortales, y la confianza en la sabiduría humana pudiera ser avergonzada, y la salvación se encontrara donde los hombres hayan pasado por la prueba de la cruz. Así pues, Cristo es locura para los gentiles y escándalo para los judíos, y también es el poder de Dios y la sabiduría de Dios. Lo que parece débil y tonto a la comprensión humana, en las cosas de Dios trasciende en verdadera sabiduría y poder, respecto de los pensamientos y poderes de la tierra.

XXVI

La acción de Dios no debe ser analizada por las facultades humanas, así como el Creador no debe ser juzgado por aquellos que son obra de sus manos. Debemos revestirnos de necedad para poder ganar sabiduría, mas no con la necedad de conclusiones arriesgadas, sino con la necedad de un modesto sentido de nuestra propia debilidad. Así, la evidencia del poder de Dios nos enseñará verdades a las que los argumentos de la filosofía terrena no pueden llegar. En definitiva, cuando seamos plenamente conscientes de nuestra propia necedad, y hayamos sentido la impotencia y la miseria de nuestra razón, entonces, por los consejos de la sabiduría divina, seremos iniciados en la sabiduría de Dios. Lo seremos sin poner límites a la majestad y al poder ilimitados, sin atar al Señor de la naturaleza a las leyes de la naturaleza, y seguros de que para nosotros la única fe verdadera acerca de Dios es aquella de la que él es a la vez el autor y el testigo.